Tête-à-Tête

LONDRES, AGOSTO DE 1896

La cena a medianoche resulta bastante tranquila en esta ocasión. El circo se está preparando para una estancia cerca de Londres, después de haber actuado en Berlín, así que entre los invitados a la cena figuran unos cuantos artistas.

Celia Bowen se pasa buena parte de la cena charlando con madame Padva, que está sentada a su izquierda y luce un vestido de seda de color azul ultramarino.

La propia madame Padva ha diseñado el vestido que lleva Celia. De hecho, lo ideó para las actuaciones de la joven ilusionista, pero luego lo consideró poco apropiado, ya que los pliegues del tejido plateado reflejaban la luz de tal forma que sólo servía para distraer a los espectadores. Pero a Celia le sentaba tan bien que no estaba dispuesta a renunciar a él, así que finalmente se lo quedó para lucirlo en otras ocasiones.

—Hay alguien que no te quita ojo de encima, querida —comenta madame Padva, ladeando ligeramente su copa en dirección a la puerta, donde Marco permanece en silencio con las manos cruzadas a la espalda.

—Tal vez sólo esté admirando su estupendo trabajo —replica ella, sin volverse a mirar.

—Diría que, más que el vestido en sí, le interesa lo que éste contiene.

Celia se echa a reír, pero sabe que madame Padva tiene razón, pues durante toda la velada ha notado en la nuca la mirada ardiente de Marco… y cada vez le cuesta más ignorarla.

Marco sólo aparta la mirada de Celia en una ocasión, cuando Chandresh vuelca una copa de vino de grueso cristal que por poco no se hace añicos contra un candelabro. El vino tinto se derrama sobre el brocado de oro del mantel.

Antes de que Marco tenga tiempo de reaccionar, Celia se pone en pie al otro lado de la mesa y coloca bien la copa sin ni siquiera tocarla, detalle que, por el lugar que ocupa en la mesa, sólo Chandresh percibe. Cuando Celia retira la mano, la copa vuelve a estar llena, y el mantel, impoluto.

—Qué torpe estoy —murmura Chandresh, contemplando a Celia con cautela. Un instante después, se vuelve de nuevo hacia el señor Barris y retoma la conversación que estaba manteniendo con él.

—Podrías haber sido bailarina —la halaga madame Padva—. Tienes mucho porte cuando estás de pie.

—Y también cuando no estoy de pie —responde la muchacha. Sobresaltado por la risa socarrona de madame Padva, el señor Barris casi vuelca su propia copa.

Durante el resto de la cena, Celia observa discretamente a Chandresh, quien dedica casi todo su tiempo a comentar con el señor Barris algunas reformas que quiere hacer en la casa. De vez en cuando se repite, aunque el señor Barris finge no darse cuenta. Chandresh no vuelve a tocar su copa de vino, que sigue llena cuando, al terminar el plato, se la retiran.

Celia es la última en marcharse después de la cena. Durante el éxodo, pierde su chal, pero no permite que nadie la espere mientras va a buscarlo. Los saluda con la mano y ellos se alejan en la noche.

No resulta fácil localizar una tela de encaje, negra como el ébano, en el singular caos que es la maison Lefèvre. A pesar de buscar en las habitaciones en las que ha estado esa noche, la biblioteca y el comedor, no lo encuentra por ninguna parte.

Finalmente, Celia renuncia a la búsqueda y regresa al vestíbulo, donde Marco la está esperando junto a la puerta, con el chal doblado de cualquier manera sobre el brazo.

—¿Buscaba usted esto, señorita Bowen? —le pregunta.

Se acerca para colocárselo sobre los hombros, pero la tela de encaje se le desintegra entre los dedos y queda convertida en polvo. Cuando levanta de nuevo la vista para mirar a Celia, ella lleva el chal perfectamente anudado, como si no se lo hubiera quitado en ningún momento.

—Gracias —dice la muchacha—. Buenas noches.

Pasa tan tranquila a su lado y se dirige a la puerta antes de que Marco tenga tiempo de reaccionar.

—¿Señorita Bowen? —la llama, siguiéndola mientras ella baja los escalones de la puerta principal.

—¿Sí? —responde Celia. Al llegar a la acera, se vuelve hacia él.

—Estaba pensando que tal vez podría invitarla a tomar esa copa que quedó pendiente en Praga —continúa Marco. Le sostiene la mirada sin parpadear mientras ella se lo piensa.

La intensidad de esa mirada es aún mayor que cuando la notaba clavada en la nuca, y, si bien Celia nota que con esa mirada la está coaccionando, una técnica que a su padre le gustaba mucho, también percibe algo sincero en ella, algo que casi parece una súplica.

Es precisamente eso, además de la curiosidad, lo que la lleva a inclinar la cabeza en señal afirmativa.

Marco sonríe y da media vuelta. Regresa al interior de la casa y deja la puerta abierta. Un instante más tarde, Celia le sigue. Tras ella, la puerta se cierra sola y el pestillo queda echado.

Una vez dentro, Celia comprueba que el comedor está recogido, pero que las velas aún arden en sus candelabros. Sobre la mesa aguardan dos copas de vino.

—¿Adónde ha ido Chandresh? —pregunta Celia, mientras coge una de las copas y se dirige al extremo opuesto de la mesa, lejos del lugar donde Marco permanece en pie.

—Se ha retirado a la quinta planta —dice Marco, al tiempo que coge la otra copa—. Ha convertido esas habitaciones en sus aposentos privados porque le gusta la vista del río, aunque creo que lo encontraba más interesante durante la construcción del puente de la Torre. Ya no bajará hasta mañana por la mañana. El resto del personal ya se ha marchado, así que tenemos casi toda la casa para nosotros solos.

—¿Suele usted entretener a sus propios invitados después de que se marchen los de Chandresh? —pregunta la ilusionista.

—Jamás.

Celia observa a Marco mientras bebe un sorbito de vino. Hay algo en su aspecto que la inquieta, pero no sabe exactamente de qué se trata.

—¿Insistió Chandresh en que el fuego del circo fuera blanco para que no desentonara con la combinación de colores? —pregunta Celia, al cabo de unos instantes.

—Sí, insistió —afirma Marco—. Me dijo que contratara a un químico o algo así, pero decidí encargarme yo mismo. —Desliza los dedos por encima de las velas de la mesa y el color de las llamas pasa de un cálido tono dorado a otro blanco como la nieve, teñido de azul metalizado en el centro. Desliza los dedos en la dirección opuesta y las llamas recuperan su color normal.

—¿Cómo lo llama usted? —le pregunta Marco.

A Celia no le hace falta preguntarle qué quiere decir.

—Manipulación. Lo llamaba magia cuando era más joven. Me llevó algún tiempo perder esa costumbre, aunque en realidad a mi padre le daba igual la palabra que se utilizase. Él lo llamaba hechizar, o manipular el universo por la fuerza, esto último cuando no le apetecía ser breve.

—¿Hechizar? —repite Marco—. Jamás se me habría ocurrido llamarlo así.

—Tonterías —replica Celia—. Eso es justamente lo que usted hace, hechizar. Y está claro que se le da muy bien. Hay tantas personas enamoradas de usted: Isobel, Chandresh… Y seguro que muchas más.

—¿Cómo sabe usted lo de Isobel? —pregunta Marco.

—La compañía del circo es muy numerosa, pero a todos les gusta hablar de los demás —dice ella—. Isobel muestra una profunda devoción por alguien a quien ninguno de nosotros ha tenido el placer de conocer. En seguida me di cuenta de que a mí me dedicaba una especial atención, hasta el punto de que en algún momento me pregunté si sería ella mi oponente. Cuando usted apareció en Praga, después de que ella me contara que había quedado con «alguien», no me fue difícil imaginar el resto. No creo que nadie más lo sepa. Los gemelos Murray tienen la teoría de que está enamorada del sueño de alguien y no de una persona real.

—Los gemelos Murray parecen muy inteligentes —dice Marco—. Pero si hechizo de esa manera, le aseguro que no siempre es intencionado. Me fue muy útil con Chandresh para asegurarme el puesto, porque sólo tenía una carta de recomendación y muy poca experiencia, pero la verdad es que no parece surtir mucho efecto con usted.

Celia deja su copa, sin saber muy bien qué pensar del mago. La luz cambiante de las velas realza la expresión vaga de su rostro, de modo que Celia desvía la mirada antes de responder y concentra toda su atención en los objetos que descansan sobre la repisa de la chimenea.

—Mi padre hacía algo parecido —dice—. Me refiero a ese magnetismo, esa capacidad de seducir. Me pasé los primeros años de mi vida viendo a mi madre suspirar por él incondicionalmente. Siguió amándole y echándole de menos hasta mucho después de que él hubiera perdido el poco interés que tenía en ella. Hasta el día, cuando yo tenía unos cinco años, en que se quitó la vida. Cuando fui lo bastante mayor para entenderlo, me prometí a mí misma que jamás sufriría así por nadie, así que va a necesitar usted mucho más que esa cautivadora sonrisa para seducirme.

Pero cuando se vuelve a mirarle, la cautivadora sonrisa de Marco ha desaparecido.

—Lamento que perdiera usted a su madre en esas circunstancias —dice.

—Fue hace muchos años —responde Celia, perpleja ante el tono sincero de él—, pero gracias de todos modos.

—¿Recuerda mucho de ella? —le pregunta Marco.

—Más que hechos, sensaciones. Recuerdo que siempre estaba llorando. Y recuerdo que me miraba como si yo fuera algo que debía temer.

—Yo no recuerdo a mis padres —dice Marco—. No conservo ningún recuerdo anterior al orfanato del que me arrancaron porque, según parece, cumplía con algún criterio no especificado. Se me obligó a leer mucho, a viajar y a estudiar, y se me preparó para participar en una especie de partida clandestina. Y eso es lo que he estado haciendo hasta ahora, además de llevarle las cuentas y los libros a Chandresh, o de asumir cualquier otra tarea que él quiera encargarme.

—¿Por qué es usted tan sincero conmigo? —le pregunta Celia.

—Porque resulta reconfortante, para variar, ser totalmente sincero con alguien —responde Marco—. Y, además, porque sospecho que si le dijera una mentira, usted se daría cuenta en seguida. ¿Puedo esperar esa misma sinceridad de usted?

Celia reflexiona durante unos momentos antes de asentir.

—Me recuerda usted un poco a mi padre —dice.

—¿En qué sentido? —pregunta Marco.

—En la forma de manipular la percepción. A mí nunca se me ha dado especialmente bien, me defiendo mejor con las cosas tangibles. Por cierto, no es necesario que haga eso conmigo —añade, al comprender finalmente qué es lo que le parece tan desconcertante en su aspecto.

—¿Hacer el qué? —pregunta Marco.

—Poner esa cara. Le sale muy bien, pero ya sé que no es la auténtica. Debe de ser bastante molesto tener que mantener siempre ese aspecto, ¿no?

Marco frunce el ceño pero luego, muy despacio, su rostro empieza a cambiar. La perilla se va difuminando y, finalmente, desaparece. Sus ampulosos rasgos se suavizan y adquieren un aspecto más juvenil, mientras que el llamativo verde de sus ojos adquiere una tonalidad grisácea jaspeada de verde.

El falso rostro resultaba apuesto, es cierto, pero tal vez demasiado, como si Marco fuera consciente en exceso de su atractivo… y eso era lo que a Celia se le antojaba tan inquietante. Sin embargo, había algo más, una especie de vacío que muy probablemente fuera el resultado de la ilusión, la sensación de que no estaba del todo presente en la habitación.

Pero ahora… ahora la persona que se halla junto a Celia es muy distinta. Está mucho más presente, como si alguien hubiera levantado una barrera entre ellos. Marco se siente mucho más cerca, a pesar de que la distancia que los separa no ha variado, y su rostro sigue resultando bastante atractivo.

La intensidad de su mirada crece con esos ojos, y Celia, al mirarlo, puede ver mejor lo que se esconde tras ella, sin que el color la confunda. Celia nota una oleada de calor que le asciende por el cuello, pero consigue controlarla de manera que el rubor sea imperceptible a la luz de las velas. Y entonces se da cuenta de por qué ese rostro también le resulta familiar.

—Ya le he visto así antes —dice, situando en algún lugar de su recuerdo el verdadero aspecto de Marco—. Usted acudió a ver mi actuación así.

—¿Recuerda usted a todos sus espectadores? —le pregunta Marco.

—No a todos —admite Celia—, pero sí recuerdo a las personas que me miran de la forma en que lo hace usted.

—¿Y qué forma es ésa?

—Como si no pudieran decidir si me tienen miedo o si desean besarme.

—Yo no le tengo miedo —responde Marco.

Se observan fijamente el uno al otro, en silencio, durante cierto tiempo, a la trémula luz de las velas.

—Parece que ha tenido usted que esforzarse mucho para encontrar una diferencia tan sutil —expresa Celia al fin.

—Tiene sus ventajas.

—A mí me parece que está usted mejor así —opina Celia. Marco la observa sorprendido, de modo que añade—: He prometido ser sincera, ¿no?

—Me halaga usted, señorita Bowen —dice Marco—. ¿Cuántas veces ha estado usted en esta casa?

—Una docena, por lo menos.

—Y, a pesar de ello, no se la han enseñado nunca.

—No me han ofrecido tal posibilidad.

—Chandresh no cree en esas cosas, prefiere que la casa siga siendo un enigma. Si los invitados no saben dónde están los límites, da la sensación de que la casa es infinita. Antiguamente eran dos edificios, así que no es difícil desorientarse.

—No lo sabía —declara Celia.

—Dos casas colindantes, idénticas. Chandresh compró las dos y las hizo reformar para convertirlas en una única vivienda, con unas cuantas mejoras. No creo que tengamos tiempo de recorrerla entera, pero podría enseñarle algunas de las estancias más recónditas, si le apetece.

—Me apetece —dice Celia, mientras deja su copa vacía en la mesa, junto a la de Marco—. ¿Siempre ofrece usted recorridos prohibidos por la casa de su jefe?

—Sólo lo he hecho una vez, y porque el señor Barris insistió mucho.

Desde el comedor, pasan bajo la sombra de la estatua con cabeza de elefante que preside el vestíbulo, entran en la biblioteca y se detienen junto a la vidriera de colores que representa el ocaso en una de las paredes.

—Éste es el salón de juegos —le indica Marco, mientras empuja el cristal, que se desliza y deja el paso libre a la siguiente habitación.

—Muy apropiado.

Lo de los juegos es más el tema que el cometido del salón, pues hay varios tableros de ajedrez a los que les faltan piezas, y varias piezas sin tablero colocadas sobre estantes y alféizares. De las paredes cuelgan dianas sin dardos junto a tableros de backgammon con partidas a medio jugar.

La mesa de billar, en el centro de la estancia, es de fieltro rojo como la sangre.

En una de las paredes se aprecian, dispuestas de dos en dos, varias armas: sables, pistolas y floretes, cada cual con su hermana gemela, como si estuvieran preparadas para decenas de duelos potenciales.

—Chandresh siente debilidad por las armas antiguas —explica Marco, mientras Celia las contempla—. Hay otras piezas en la casa, pero la mayoría de la colección está aquí.

Marco la observa atentamente mientras ella pasea por la habitación y tiene la sensación de que la muchacha está intentando reprimir una sonrisa mientras contempla los juegos de azar elegantemente dispuestos a su alrededor.

—Sonríe usted como si escondiera un secreto —le dice.

—Escondo muchos secretos —responde Celia, al tiempo que le lanza una mirada por encima del hombro, justo antes de volverse hacia la pared—. ¿Cuándo descubrió usted que yo era su oponente?

—No lo supe hasta la audición. Antes de eso, durante años, fue usted un misterio para mí. Y estoy convencido de que usted se dio cuenta de que me había cogido desprevenido. —Marco hace una pausa antes de añadir—: No puedo afirmar que haya sido una ventaja… ¿Cuánto tiempo hace que lo sabe usted?

—Lo supe bajo la lluvia de Praga, y usted sabe perfectamente que fue entonces cuando lo descubrí —confiesa Celia—. Podía haberme dejado marchar con aquel paraguas tan desconcertante, pero en lugar de eso me siguió. ¿Por qué?

—Porque quería recuperarlo —afirma Marco—. Le tengo bastante cariño a ese paraguas. Y, además, estaba un poco cansado de esconderme siempre de usted.

—Durante algún tiempo, sospeché de todo el mundo —dice Celia—, aunque pensaba que lo más probable era que se tratara de alguien del circo propiamente dicho. Tendría que haber sabido que era usted.

—¿Por qué? —le pregunta él.

—Porque finge usted ser menos de lo que es —explica ella—. Está más claro que el agua. Admito que a mí jamás se me habría ocurrido hechizar mi paraguas.

—He vivido en Londres casi toda mi vida —declara Marco—. En cuanto aprendí a hechizar objetos, ésa fue una de las primeras cosas que hice.

Marco se quita la chaqueta y la arroja sobre uno de los sillones de cuero del rincón. Coge una baraja de cartas de un estante, no muy convencido de que ella quiera seguirle la corriente, pero demasiado intrigado como para no intentarlo.

—¿Quiere usted jugar a las cartas? —le pregunta Celia.

—No exactamente —responde Marco, mientras mezcla la baraja. Cuando se da por satisfecho, la coloca sobre la mesa de billar.

Le da la vuelta a una carta: el rey de picas. Le da un golpecito y el rey de picas se convierte en el rey de corazones. Levanta entonces la mano, la retira y despliega los dedos sobre la carta, como invitando a Celia a realizar la siguiente jugada.

Celia sonríe. Se desata el chal que le protege los hombros y lo deposita, doblado, sobre la chaqueta que él se ha quitado. Luego permanece junto a la mesa con las manos unidas a la espalda.

El rey de corazones se levanta y se coloca en equilibrio sobre el borde. Permanece así unos segundos, antes de romperse muy despacio, deliberadamente, por la mitad. Los dos fragmentos permanecen en pie, separados, apenas un instante antes de caer. El recargado dorso de la carta queda mirando hacia arriba.

Imitando el gesto de Marco, la muchacha le da un golpecito a la carta y los dos fragmentos se vuelven a unir. Retira entonces la mano y la carta se da la vuelta: es la reina de diamantes.

Acto seguido, la baraja entera oscila en el aire durante apenas un segundo, antes de precipitarse a la mesa de billar, sobre cuya superficie de fieltro rojo quedan esparcidas las cartas.

—La manipulación física se le da mucho mejor que a mí —admite Marco.

—Es que tengo ventaja —dice ella—. Es lo que mi padre llama un talento natural: me resulta difícil no influir en lo que me rodea, pues de pequeña no hacía más que romper cosas.

—¿Y hasta qué punto puede usted influir en los seres vivos? —le pregunta Marco.

—Depende del ser vivo en cuestión —responde Celia—. Con los objetos es mucho más fácil, pero con los seres animados tardé años. Y lo cierto es que me sale mucho mejor con mis propios pájaros que con cualquier paloma recogida en la calle.

—¿Qué podría hacerme a mí?

—Podría cambiarle el pelo, quizá hasta la voz —explica Celia—, pero nada más sin su consentimiento y conocimiento, y le aseguro que otorgarme su consentimiento le resultaría mucho más difícil de lo que imagina. No puedo curar heridas. Por lo general, el efecto es temporal y superficial. Me resulta más fácil con personas conocidas, aunque nunca es especialmente fácil.

—¿Y con usted misma?

A modo de respuesta, Celia se dirige a la pared y coge una daga otomana con empuñadura de jade que cuelga junto a su hermana gemela. La sujeta con la mano derecha, coloca la izquierda en la mesa de billar, con la palma sobre las cartas desparramadas. Sin vacilar, se hunde en el dorso de la mano el filo de la daga, que atraviesa la piel, la carne y las cartas, hasta clavarse en el fieltro.

El mago se encoge, pero no dice nada.

Celia tira de la daga y la levanta: su mano y el dos de picas siguen clavados en el filo, y la sangre le empieza a gotear ya hacia la muñeca. Sostiene la mano en alto y la gira lentamente, con un gesto bastante teatral, para que Marco pueda comprobar que no se trata de ningún truco.

Con la otra mano, retira la daga y la carta ensangrentada se desprende, revoloteando. Las gotitas de sangre empiezan entonces a correr hacia atrás y se introducen de nuevo en el corte de la mano, que acto seguido se va encogiendo hasta desaparecer. Lo único que queda es una nítida marca roja en la piel, pero ésta también desaparece en seguida.

Celia le da un golpecito a la carta, y la sangre desaparece. El agujero causado por la daga ya no se ve. El naipe se ha convertido en el dos de corazones.

Marco coge la carta y pasa los dedos sobre la superficie reparada. Y entonces, tras un delicado giro de su mano, la carta desaparece. Marco se la guarda cuidadosamente en el bolsillo.

—Me alegra que nuestro reto no consista en una pelea física —dice—, porque sin duda usted tendría ventaja.

—Mi padre solía hacerme cortes en las yemas de los dedos, uno a uno, hasta que fui capaz de curarlos los diez de golpe —justifica Celia, mientras devuelve la daga a su sitio, en la pared—. Básicamente, consiste en sentir desde dentro cómo encaja todo, y supongo que por eso no puedo hacerlo con nadie más.

—Me temo que sus clases fueron bastante menos académicas que las mías.

—Yo hubiera preferido leer más.

—Me parece extraño que se nos preparara de forma radicalmente distinta para el mismo reto —dice Marco. Contempla de nuevo la mano de Celia, pero ahora está todo en orden, nada indica que haya tenido una daga clavada hace apenas un momento.

—Supongo que de eso se trata precisamente —responde Celia—: dos escuelas de pensamiento enfrentadas trabajando en un mismo entorno.

—Confieso —declara Marco— que aún no he entendido, a pesar de todos estos años, de qué se trata exactamente.

—Ni yo —admite Celia—. Me atrevería a decir que llamarlo reto o partida no es del todo apropiado. Yo lo imagino más bien como una especie de exhibición doble. Bueno, ¿qué más me ofrece en este recorrido por la casa?

—¿Le gustaría ver algo en fase de creación? —le pregunta Marco. Descubrir que ella piensa en el reto como una exhibición se le antoja una agradable sorpresa, pues ya hace tiempo que él ha dejado de considerarlo como un antagonismo.

—Me encantaría —dice la chica—, especialmente si se trata del proyecto del cual ha estado hablando el señor Barris durante la cena.

—De eso se trata, efectivamente.

Marco la conduce fuera de la sala de juegos por otra puerta, cruzan el vestíbulo y entran en el inmenso salón de baile que se halla en la parte posterior de la casa. La luz de la luna se filtra a través de las puertas de cristal de la pared del fondo.

En el exterior, justo en el espacio que ocupaba el jardín al otro lado de la terraza, se está excavando para crear un nivel inferior, por debajo del suelo. De momento, es básicamente una disposición provisional de suelo compacto y pilas de piedras que forman muros altos, aunque bastante rudimentarios.

Celia desciende con cautela por los escalones de piedra y el muchacho la sigue. Una vez abajo, se da cuenta de que los muros conforman una especie de laberinto que sólo permite ver, de uno en uno, pequeños fragmentos del jardín.

—He pensado que a Chandresh le iría bien tener un proyecto en el que ocupar su tiempo —aclara Marco—. Puesto que últimamente apenas sale de casa, reformar los jardines parecía una buena manera de empezar. ¿Le gustaría ver qué aspecto tendrá cuando esté terminado?

—Me encantaría —dice Celia—. ¿Tiene usted los planos aquí?

A modo de respuesta, Marco levanta una mano y hace un gesto que lo abarca todo a su alrededor. Lo que hasta hace un momento no eran más que pilas de toscas piedras, son ahora delicados arcos y senderos semiocultos bajo enredaderas y salpicados de minúsculos y luminosos farolillos. De los enrejados curvos, sobre sus cabezas, penden rosas y, por los espacios entre las flores, se divisa el cielo nocturno.

Celia se lleva una mano a la boca para contener una exclamación. El escenario al completo, desde el perfume de las rosas hasta el calor que irradian los farolillos, es asombroso. Oye el borboteo de una fuente, no muy lejos, y echa a andar por el sendero, ahora cubierto de hierba, para buscarla.

Marco la sigue mientras ella va explorando y doblando, una tras otra, las curvas del sinuoso camino.

La fuente del centro es una cascada que cae por una pared de piedra labrada hasta un estanque circular repleto de peces koi. A la luz de la luna, que se refleja en sus escamas, los pececillos son como alegres toques blancos o anaranjados en las oscuras aguas.

Celia extiende una mano, la apoya en la fría piedra y deja que el agua de la fuente se cuele entre sus dedos.

—Todo esto sólo lo está creando usted en mi mente, ¿no? —dice, cuando oye a Marco tras ella.

—Es usted quien me lo permite —responde él.

—Sabe que podría impedírselo, ¿no? —contesta entonces Celia, volviéndose para mirarle. Él se apoya en uno de los arcos de piedra, sin dejar de mirarla.

—Estoy completamente seguro. Si usted se resistiese, no saldría tan bien. Y, desde luego, se puede bloquear casi por completo. La proximidad es clave para la inmersión, lógicamente.

—No puede hacerlo con el circo —continúa Celia.

Marco se encoge de hombros.

—Por desgracia, la distancia es demasiado grande —dice—. Es una de mis especialidades y, sin embargo, tengo pocas oportunidades de ponerla en práctica. No se me da bien crear este tipo de ilusiones para que las contemple más de una persona a la vez.

—Es asombroso —comenta Celia, mientras contempla los koi que nadan a sus pies—. Yo jamás podría crear nada tan intrincado, por mucho que me llamen ilusionista. Ese nombre le pega más a usted que a mí.

—Supongo que «La hermosa mujer capaz de manipular el mundo con la mente» es demasiado rebuscado.

—Y me temo que no cabría en el letrero que cuelga a la puerta de mi carpa.

La risa de Marco es profunda y cálida, y Celia se concentra de nuevo en el borboteo del agua para ocultar una sonrisa.

—Yo también tengo una especialidad que no puedo poner en práctica —dice entonces—. Se me da muy bien manipular los tejidos, pero no parece muy necesario, teniendo en cuenta lo que madame Padva es capaz de hacer.

Celia da una vuelta y su vestido plateado, al revolotear, refleja la luz de la luna. Por un momento resplandece tanto como los farolillos.

—Estoy convencido de que es una bruja —afirma Marco—. Y lo digo de la forma más halagadora posible.

—Y yo estoy convencida de que ella también se lo tomaría como un halago —responde ella—. ¿Usted lo está viendo todo exactamente igual que yo?

—Más o menos —responde Marco—. Cuanto más me acerco al observador, más intensos son los matices.

Celia rodea el estanque para dirigirse al otro lado, más cerca de donde Marco sigue en pie. Contempla los grabados de la piedra y las enredaderas que los envuelven, pero no puede evitar mirar a Marco una y otra vez. Aunque intenta hacerlo con disimulo, él sorprende siempre su mirada y, como ya le había sucedido antes, a ella le cuesta cada vez más desviarla.

—Fue usted muy inteligente al utilizar la hoguera como estímulo —dice entonces ella, tratando de concentrar toda su atención en un minúsculo y resplandeciente farolillo.

—No me sorprende que usted se lo imaginara —dice Marco—. Tuve que inventarme la manera de seguir conectado, ya que no puedo viajar con el circo. La ceremonia de encendido de la hoguera me pareció una oportunidad perfecta para establecer un vínculo duradero. Al fin y al cabo, no quería que usted tuviera todo el control.

—Pero tuvo consecuencias —dice Celia.

—¿A qué se refiere usted?

—Dejémoslo en que los gemelos Murray tienen, aparte del pelo, otros rasgos notables.

—Que usted, por supuesto, no va a revelarme —completa él.

—Una dama no puede confesar todos sus secretos. —Arranca una rosa de una rama que cuelga y cierra los ojos al aspirar su perfume, mientras se acaricia la piel con los suaves pétalos aterciopelados. Los detalles sensoriales de la ilusión son tan exquisitos que el efecto es casi embriagador—. ¿De quién fue la idea del jardín a un nivel más bajo?

—De Chandresh. Se inspiró en otra habitación de la casa. Si quiere, puedo enseñársela.

Celia asiente y, a través del jardín, deshacen el camino andado. Ella le sigue muy de cerca mientras caminan, lo suficiente como para tocarle, aunque mantiene las manos unidas a la espalda. Cuando llegan a la terraza, se vuelve para contemplar el jardín: las rosas y los farolillos se han convertido de nuevo en tierra y piedras.

Una vez dentro, Marco guía a Celia por el salón de baile. Se detiene junto a la pared más alejada y desliza uno de los oscuros paneles de madera, que deja a la vista una escalera de caracol que desciende.

—¿Es una mazmorra? —pregunta Celia, mientras empiezan a bajar.

—No exactamente —responde Marco. Cuando llegan a una puerta dorada, al pie de las escaleras, Marco la sujeta para que ella entre—. Cuidado con el escalón.

La estancia es pequeña, pero tiene un techo muy alto de cuyo centro cuelga una araña dorada adornada con cristales. Las paredes circulares, y el techo mismo, están pintados de una intensa tonalidad azul y salpicados de estrellas.

Una especie de pasarela recorre el perímetro de la habitación, como si fuera una cornisa, aunque buena parte del suelo se encuentra hundido y repleto de enormes cojines, tapizados en hermosa seda que reproduce todos los colores del arcoíris.

—Según Chandresh, es una reproducción de los aposentos de una cortesana en Bombay —afirma Marco—. A mí me parece un lugar maravilloso para leer.

Celia se echa a reír y un mechón rizado le cae sobre la mejilla. Tímidamente, el muchacho se acerca para apartárselo de la cara, pero antes de que tenga tiempo de rozarla con un dedo, Celia salta de la cornisa. Su vestido plateado se hincha como una nube mientras cae sobre una montaña de cojines cuyo colorido recuerda al de las piedras preciosas.

Marco la observa durante apenas un instante. Luego la imita y cae junto a ella en el centro de la estancia. Permanecen tendidos, contemplando la araña: la luz que se refleja en los cristales convierte el techo de la estancia en un cielo nocturno, sin necesidad alguna de trucos.

—¿Con cuánta frecuencia se le permite visitar el circo? —pregunta Celia.

—No tan a menudo como me gustaría. Siempre que se instala en Londres, claro. Intento visitarlo cuando está en alguna ciudad europea, siempre y cuando pueda zafarme de Chandresh durante el tiempo suficiente. A veces, me siento como si tuviera un pie en cada lado. En algunos sentidos, conozco muy bien el circo, pero aun así siempre me sorprende.

—¿Cuál es la carpa que más le gusta?

—¿Con sinceridad? La suya.

—¿Por qué? —le pregunta ella, volviéndose para mirarle.

—Porque coincide con mis gustos personales, supongo. Hace usted en público cosas que a mí me han enseñado en secreto. Supongo que admiro lo que usted hace de forma distinta a la mayoría de los espectadores. También me gusta mucho el Laberinto. No estaba muy seguro de si usted estaría o no dispuesta a colaborar.

—Ya me echaron un buen sermón por esa colaboración —dice Celia—. Mi padre la definió como viciosa yuxtaposición, supongo que tardó días en inventar tan encomiable insulto. Él ve algo escabroso en la combinación de talentos, pero nunca he entendido por qué. A mí me encanta el Laberinto y, hasta ahora, me he divertido mucho añadiéndole espacios. Sobre todo, me gusta ese corredor que hizo usted, el de la nieve, porque se pueden ver las huellas que dejan los demás al recorrerlo.

—A mí no se me había ocurrido considerarlo desde ese punto de vista lascivo… —dice Marco—, pero intentaré tenerlo en cuenta la próxima vez que visite el circo. De todas formas, creía que su padre no se hallaba en condiciones de comentar tales asuntos.

—No está muerto —contesta Celia, contemplando de nuevo el techo—, pero no es fácil de explicar.

El chico decide no pedirle que lo intente y, a cambio, reanuda el tema del circo.

—¿Y cuál es su carpa favorita? —le pregunta.

—El Jardín de Hielo —responde Celia, sin pararse siquiera a pensar.

—¿Por qué? —continúa Marco.

—Por la sensación que me produce —justifica ella—. Es como entrar en un sueño, como si fuera un lugar completamente distinto y no sólo otra carpa más. A lo mejor es únicamente porque me encanta la nieve. ¿Cómo se le ocurrió la idea?

Marco reflexiona acerca del proceso, pues hasta ahora nadie le ha pedido que explique de dónde saca las ideas.

—Pensé que sería interesante tener un jardín de invierno, pero claro, tenía que ser todo en blanco y negro —dice—. Barajé distintas opciones hasta que me decidí a crearlo enteramente de hielo. Me alegra que lo considere usted una especie de sueño, pues precisamente de ahí surgió la idea.

—Y es también el motivo por el cual creé el Árbol de los Deseos —explica Celia—. Se me ocurrió que un árbol cubierto de fuego era el complemento perfecto para sus árboles de hielo.

Marco rememora mentalmente su primer encuentro con el Árbol de los Deseos. En aquel momento experimentó una mezcla de irritación, asombro y nostalgia que ahora, al volver la vista atrás, le parece distinta. Ni siquiera estaba seguro de si podía encender su propia vela, su propio deseo, o de si eso iba contra las reglas del juego.

—¿Y todos esos deseos se cumplen? —le pregunta a Celia.

—No estoy muy segura —responde ella—. No he tenido la oportunidad de hacer un seguimiento de todas y cada una de las personas que han formulado un deseo. ¿Lo hizo usted?

—Puede.

—¿Se cumplió?

—Aún no estoy del todo seguro.

—Pues espero que me lo haga saber —dice la muchacha—. Y espero que se cumpla, porque, en cierta manera, creé el Árbol de los Deseos para usted.

—Pero entonces usted no sabía quién era yo —replica Marco, volviéndose para mirarla. Ella sigue concentrando toda su atención en la araña del techo, pero de nuevo con esa sonrisa seductora, que esconde secretos.

—Desconocía su identidad, pero creía tener una idea de quién era mi oponente, al estar rodeada de cosas que usted había creado. Y pensé que le gustaría.

—Me gusta —dice él.

El silencio que surge entre ellos no es en absoluto incómodo. Marco anhela extender una mano y tocar a Celia, pero se resiste por miedo a estropear la delicada amistad que están construyendo. Se conforma con robarle miradas y fijarse en la forma en que su piel refleja la luz. En varias ocasiones, la sorprende observándole de forma parecida, y esos momentos en que ella le sostiene la mirada son, para él, sublimes.

—¿Cómo se las arregla usted para que nadie envejezca? —le pregunta Celia, al cabo de un rato.

—Con mucho cuidado —responde Marco—. De todos modos, sí envejecen, aunque extremadamente despacio. ¿Cómo transporta usted el circo?

—En tren.

—¿En tren? —repite Marco, con incredulidad—. ¿Un solo tren transporta el circo entero?

—Es un tren muy grande —dice ella—. Y mágico —añade, lo cual hace reír al muchacho.

—Le confieso, señorita Bowen, que no es usted como yo imaginaba.

—Y yo le aseguro que la sensación es mutua.

Marco se pone en pie y sube de nuevo a la cornisa. Celia le tiende una mano y él la ayuda a subir. Es la primera vez que toca su piel desnuda.

En la atmósfera, la reacción es inmediata: una inesperada carga, crepitante y luminosa, sacude la estancia entera y la araña del techo empieza a temblar.

La sensación que nota Marco en la piel es intensa e íntima: empieza donde la palma de su mano roza la de Celia, pero se extiende por el resto de su cuerpo y también por su interior. Ella retira la mano en cuanto recupera el equilibrio, da un paso atrás y se apoya en la pared. La sensación empieza a remitir cuando Celia le suelta la mano.

—Lo siento —se excusa ella en voz baja, casi sin aliento—. Me ha pillado usted desprevenida.

—Le pido disculpas —dice Marco. El corazón le late en las sienes con tanta violencia que apenas oye lo que ella dice—, aunque le aseguro que no sé muy bien qué ha ocurrido.

—Suelo ser bastante sensible a la energía —dice ella—. Las personas que hacen cosas como las que hacemos usted y yo poseen una clase de energía muy palpable y… y, bueno, yo aún no estoy acostumbrada a la suya.

—Sólo espero que la sensación haya sido tan agradable para usted como lo ha sido para mí.

Celia no responde y, para no sucumbir a la tentación de volver a tocarle la mano, Marco abre la puerta y precede a la chica mientras ascienden de nuevo por la sinuosa escalera.

Cruzan el salón de baile iluminado por la luna, y sus pasos resuenan al unísono.

—¿Cómo está Chandresh? —le pregunta Celia. Por un lado, trata de buscar un tema de conversación con el que llenar el silencio y dejar de pensar en esas manos que aún le tiemblan. Y, por el otro, ha recordado la copa volcada durante la cena.

—Tiene dudas —responde Marco, con un suspiro—. Desde que el circo abrió sus puertas, parece cada vez más descentrado. Yo… bueno, hago lo que puedo para mantenerle a raya, aunque me temo que está teniendo un efecto negativo en su memoria. No lo tenía planeado, pero desde lo que le ocurrió a la difunta señorita Burgess, me parece que es lo más aconsejable.

—Tara se hallaba en una situación extraña: de alguna forma estaba implicada en todo esto, pero no dentro del circo en sí —opina Celia—. Estoy segura de que no debe de ser una posición fácil. Pero, al menos, usted puede vigilar a Chandresh.

—Es cierto —dice Marco—. Ojalá existiera una forma de proteger a quienes están fuera del circo del mismo modo que la hoguera protege a quienes forman parte de él.

—¿La hoguera? —pregunta Celia.

—Cumple varias funciones. En primer lugar, es mi vínculo con el circo, pero también hace las veces de salvaguarda, o algo así. Sin embargo, pasé por alto el hecho de que no protege a quienes están al otro lado de la valla.

—Yo pasé por alto la cuestión misma de las salvaguardas —comenta Celia—. Creo que al principio no entendí que en nuestro reto se verían implicadas otras muchas personas. —Celia deja de caminar y se detiene en el centro del salón de baile. Marco también se detiene, pero no dice nada. Se limita a esperar a que ella hable—. Usted no tuvo la culpa —susurra—. De lo que le ocurrió a Tara. Estoy segura de que las circunstancias se hubieran desarrollado de la misma manera independientemente de lo que usted o yo hiciéramos. Una de las primeras cosas que aprendí fue que no se le puede arrebatar a nadie su propia voluntad.

Marco asiente y luego da un paso hacia ella. Extiende una mano para tocar la de ella y le acaricia muy despacio los dedos. La sensación es tan intensa como la que ha experimentado antes, aunque en esta ocasión hay algo distinto: la atmósfera cambia, pero las arañas que cuelgan sobre sus cabezas permanecen absolutamente inmóviles.

—¿Qué está usted haciendo? —le pregunta.

—Ha dicho usted algo acerca de la energía —responde Marco—. Estoy concentrando la suya y la mía, para que no rompa usted las arañas.

—Si rompo algo, lo más probable es que pueda arreglarlo —dice Celia, pero no aparta la mano.

Sin preocuparse ya por el efecto que pueda producir en los objetos que la rodean, la muchacha consigue relajarse y disfrutar de la sensación en lugar de resistirse a ella. Es maravillosa. Es la misma sensación que ha experimentado al entrar en las carpas que él ha creado: la emoción de estar rodeada de cosas fantásticas y asombrosas, pero multiplicada y concentrada directamente en ella. La sensación que le produce el contacto de la piel de Marco en la suya reverbera por todo su cuerpo, aunque en realidad él sólo le esté tocando los dedos. Celia levanta la cabeza para mirarle y se queda atrapada de nuevo en esos ojos, gris verdoso, de él. Esta vez, sin embargo, no aparta la mirada.

Se quedan allí en silencio, contemplándose durante un espacio de tiempo que parece prolongarse horas y horas. De repente, suena el reloj del pasillo y Celia da un respingo, sobresaltada. Nada más soltarle la mano a Marco, siente deseos de volver a acariciarla, pero la noche en sí ya le ha resultado lo bastante abrumadora.

—Lo disimula usted muy bien —dice ella—. He notado esa misma energía, que irradia como el calor, en todas y cada una de sus carpas, pero en persona la oculta usted por completo.

—Malversarla es uno de mis puntos fuertes —se justifica Marco.

—Ya no le resultará tan fácil ahora que acapara usted mi atención.

—Me gusta acaparar su atención —responde él—. Gracias por esta noche. Gracias por quedarse.

—Le perdono por haberme robado el chal.

Celia sonríe cuando él se echa a reír. Y luego, desaparece. Un truco sencillo, que consiste tan sólo en distraer la atención de Marco el tiempo suficiente para escabullirse por el vestíbulo, a pesar de la tentación de quedarse.

Marco encuentra el chal de Celia en la sala de juegos, aún doblado sobre su chaqueta.