Movimiento

MÚNICH, ABRIL DE 1895

Herr Thiessen siempre se alegra cuando el circo visita su Alemania natal, pero esta vez le hace especial ilusión porque el circo se va a instalar cerca de Múnich, lo cual le evita tener que procurarse alojamiento en otra ciudad.

Por otro lado, la señorita Celia Bowen le ha prometido visitarle. No se han visto nunca, aunque hace años que se envían cartas. La señorita Bowen ha expresado su interés por visitar, siempre que a él no le importe, el taller del relojero.

Friedrick le contesta que no le importa en absoluto y que puede visitarlo cuando desee.

A pesar de las muchas cartas que se han escrito, todas cuidadosamente guardadas en su despacho, el relojero no sabe muy bien qué esperar, así que se queda perplejo al reconocer, en la mujer que se halla en ese momento junto a la puerta de su taller, a la ilusionista del circo. Es inconfundible, aunque ahora lleve un vestido de un tono rosa palo y no los atuendos en blanco y negro con los que suele verla. Su piel tiene un aspecto más cálido, el pelo parece más rizado y el sombrero que luce no se parece en absoluto a su característica chistera de seda negra, pero a pesar de todo ello habría reconocido sus facciones en cualquier parte.

—Es todo un honor —dice Herr Thiessen, a modo de saludo.

—Casi nadie me reconoce fuera del circo —dice Celia, cuando él le toma la mano.

—Pues entonces son estúpidos —dice él, al tiempo que se acerca la mano de ella a los labios y besa la parte superior del guante—. Aunque yo también me siento bastante estúpido por no haberme dado cuenta hasta ahora de quién era usted.

—Tendría que habérselo dicho —admite ella—, lo siento.

—No es necesario que se disculpe. Por la forma en que usted escribía sobre el circo, tendría que haberme imaginado que no era una simple rêveuse. Conoce usted todos los rincones mucho mejor que la mayoría de la gente.

—Estoy familiarizada con muchos rincones, pero no con todos.

—¿El circo le oculta misterios hasta a su propia ilusionista? Vaya, eso sí que es una novedad.

Celia se echa a reír, y Friedrick le enseña su taller.

El taller está organizado de manera que la parte delantera la ocupan básicamente planos y bocetos, tras lo cual se divisan largas mesas tapadas en algunas partes, mucho serrín y varios cajones repletos de engranajes y herramientas. Celia escucha embelesada a Herr Thiessen mientras éste le describe el proceso de construcción de un reloj, y le formula diversas preguntas sobre aspectos técnicos y creativos.

Herr Thiessen se sorprende al comprobar que la muchacha habla alemán muy bien, aunque siempre se han escrito en inglés.

—Hablar idiomas me resulta bastante más fácil que leerlos o escribirlos —le aclara—. Supongo que tiene que ver con mi forma de percibir los sonidos. Podría intentar trasladarlos al papel, pero no me cabe duda de que el resultado sería desastroso.

A pesar de su pelo ya cano, el relojero parece más joven cuando sonríe. Celia no puede apartar los ojos de las manos del relojero mientras éste le va mostrando los delicados engranajes. Se imagina esos mismos dedos escribiendo todas y cada una de las cartas que ella ha recibido y que ha leído tantas veces que incluso se las sabe de memoria, y le parece extraño sentirse turbada en presencia de alguien a quien conoce tan bien.

Él la observa con la misma atención mientras recorren los estantes repletos de relojes en distintas fases de construcción.

—¿Puedo hacerle una pregunta? —dice Friedrick, mientras Celia contempla una colección de elaboradas figurillas que aguardan pacientemente, entre espirales de madera, a que las coloquen en sus correspondientes relojes.

—Desde luego —responde Celia, aunque en realidad teme que él le pregunte cómo realiza sus trucos de magia, porque no le gusta la idea de tener que mentirle.

—Usted ha estado en muchas ocasiones en la misma ciudad que yo y, sin embargo, ésta es la primera vez que me ha pedido que nos conociéramos. ¿A qué se debe?

Celia contempla de nuevo las figurillas de la mesa antes de responder. Él extiende una mano y coloca bien una minúscula bailarina que yace de lado, pero que pronto vuelve a mantenerse en equilibrio sobre sus zapatillas de cintas.

—Antes, no deseaba que usted supiera quién soy —responde Celia—, porque creía que, si lo supiera, me juzgaría de forma distinta. Pero después de tanto tiempo, empecé a pensar que no estaba siendo honesta. Ya hacía mucho que quería contarle la verdad y, por otro lado, me atraía mucho la idea de visitar su taller. Espero que pueda usted perdonarme.

—No hay nada que perdonar —replica Friedrick—. La mujer a la que creía conocer bastante bien y aquella a la que siempre he considerado muy misteriosa son, en realidad, la misma persona. Es sorprendente, pero no me molestan las sorpresas. Aunque admito que me gustaría saber por qué me envió usted aquella primera carta…

—Me gustaba lo que usted escribía acerca del circo —responde Celia—. Es una perspectiva que no puedo contemplar adecuadamente, porque… bueno, porque yo entiendo el circo de otra forma. Me gusta poder observarlo con su mirada. —Cuando levanta la vista para mirar a Friedrick, se fija en que sus risueños ojos, azul claro, resplandecen al sol de la tarde que entra por las ventanas e ilumina las motas de serrín que flotan en el aire.

—Gracias, señorita Bowen —dice Friedrick.

—Celia —le corrige ella.

Friedrick asiente con gesto pensativo antes de proseguir con el recorrido por el taller. De las paredes del fondo cuelgan varios relojes terminados o casi terminados. Relojes que aguardan únicamente la última capa de barniz o algún otro detalle menor. Los que están situados más cerca de las ventanas ya están funcionando: cada uno de ellos se mueve de forma distinta, pero entre todos mantienen el mismo ritmo armonioso, como si fuera una sinfonía de tictacs ingeniosamente acompasados.

El que más le llama la atención a Celia no está colgado de la pared ni colocado en un estante, sino que descansa sobre una mesa. Es un hermoso objeto y, más que un reloj, parece una escultura. Mientras que la mayoría de los relojes del taller son de madera, en la construcción de éste se ha utilizado sobre todo un metal oscuro, oxidado. Consiste en una especie de jaula grande y redonda, colocada sobre una base de madera, cuyos barrotes tienen forma de retorcidas llamas blancas. En su interior, se superponen varios aros de metal marcados con números y símbolos, suspendidos entre los engranajes descubiertos del reloj, y una serie de estrellas que caen desde la afiligranada cubierta superior.

Pero el reloj está inmóvil, en silencio.

—Me recuerda la hoguera del circo —dice Celia—. ¿Aún no está terminado?

—Está acabado, pero no funciona —responde Friedrick—. Era un experimento, pero no es nada fácil equilibrar correctamente los distintos elementos. —Friedrick le da la vuelta al reloj para que Celia compruebe que los engranajes se extienden en todas direcciones y abarcan la totalidad de la jaula—. La cuestión mecánica es especialmente complicada, porque también marca los movimientos astronómicos. Tengo que quitar la base y desmontarlo del todo para conseguir que vuelva a funcionar, pero aún no he encontrado el tiempo necesario para hacerlo.

—¿Puedo? —pregunta Celia, extendiendo una mano para tocarlo. Cuando Friedrick asiente, se quita uno de los guantes y deja descansar la mano en los barrotes metálicos de la jaula.

Se limita a contemplar el reloj con gesto reflexivo, sin pretender moverlo en ningún momento. Friedrick tiene la sensación de que, más que contemplar el reloj, la muchacha está viendo a través de él.

En el interior, el mecanismo empieza a girar: las ruedas dentadas y los engranajes inician una especie de danza, y los aros marcados con números ocupan su lugar. Las manecillas se deslizan suavemente hasta indicar la hora correcta, y las alineaciones planetarias se colocan en orden. Dentro de la jaula, todo gira muy despacio y las estrellas plateadas resplandecen al captar la luz. Cuando empieza a escucharse el lento pero constante tictac, Celia retira la mano.

Friedrick no le pregunta cómo lo ha conseguido. En lugar de eso, la invita a cenar. Hablan del circo, desde luego, pero dedican buena parte de la cena a charlar sobre libros, arte, vino y también sobre sus ciudades preferidas. Las pausas que se producen durante la conversación no resultan incómodas, aunque ambos se esfuerzan por reproducir a la hora de hablar el mismo ritmo que caracterizaba sus conversaciones escritas y, mientras lo hacen, van pasando de un idioma a otro.

—¿Por qué no me has preguntado cómo realizo mis trucos? —pregunta Celia, cuando ya han llegado al punto en que ella está convencida de que no se trata puramente de una cuestión de cortesía.

Antes de contestar, Friedrick medita a fondo la respuesta.

—Porque no deseo saberlo —responde al fin—. Prefiero que no me ilumines con ese saber, para apreciar mejor la oscuridad.

Esa opinión fascina a la chica, hasta el punto de que no se siente capaz de responder en ninguno de los idiomas que ambos hablan y se limita a sonreírle por encima de su copa de vino.

—Además —prosigue Friedrick—, supongo que te lo preguntan a todas horas. Me interesa más saber algo de la mujer que de la ilusionista, espero que no te parezca un atrevimiento.

—Me parece perfecto —contesta ella.

Más tarde, pasean juntos hasta el circo y van dejando atrás edificios de tejados rojos que resplandecen bajo el sol del atardecer. Sólo se separan al llegar a la explanada.

Friedrick se queda perplejo al comprobar que, mientras la ilusionista se mezcla con la multitud, nadie da muestras de reconocerla.

Cuando él asiste a su actuación, Celia sólo le dirige la mirada una vez, con un amago de sonrisa, y no da ninguna otra muestra de haberle reconocido. Más tarde, pasada ya la medianoche, la muchacha aparece de repente a su lado mientras él pasea, vestida con un abrigo color crema y una bufanda verde oscuro.

—Esa bufanda tendría que ser roja —comenta Friedrick.

—No soy una auténtica rêveuse —responde Celia—, no sería correcto. —Mientras habla, sin embargo, la bufanda va cambiando de color hasta adquirir una intensa tonalidad burdeos—. ¿Mejor así?

—Perfecto —dice Friedrick, aunque sin apartar la mirada de los ojos de ella.

Celia acepta el brazo que él le ofrece y pasean juntos por los sinuosos senderos, entre los cada vez más escasos espectadores. Y esa rutina se repite durante las siguientes noches, aunque una vez que llega la noticia desde Londres, el circo no permanece mucho más tiempo en Múnich.