Cartomancia

CONCORD, MASSACHUSETTS, OCTUBRE DE 1902

Mientras sigue deambulando por el circo, el sendero guía a Bailey de vuelta a la explanada. Se detiene un instante a contemplar la chisporroteante hoguera y, luego, para de nuevo en un puesto ambulante para comprar una bolsa de bombones, ya que ese día apenas ha comido. Tienen forma de ratoncito, con orejas de almendra y cola de regaliz. Se come dos en seguida y se guarda la bolsa en el bolsillo del abrigo, con la esperanza de que el chocolate no se derrita.

Elige otro sendero para salir de la explanada y, una vez más, se aleja en círculos de la hoguera.

Pasa por delante de varias carpas con interesantes carteles, pero ninguna de ellas le atrae lo suficiente como para entrar de inmediato, pues aún está pensando en la actuación de la ilusionista. Tras una curva del sendero, se encuentra frente a una carpa más pequeña con un letrero encantador y muy elaborado:

ADIVINA

Esa palabra la lee sin problemas, pero el resto es una especie de complejo remolino de recargadas letras, de modo que tiene que acercarse para poder leerlo:

VATICINO LA VENTURA Y DESVELO DESEOS

Bailey echa un vistazo a su alrededor. Durante un segundo, no ve a nadie mire hacia donde mire, y el circo adquiere el mismo aspecto inquietante que tenía años atrás, cuando se coló por la valla a plena luz del día. Es como si estuviera completamente vacío, a excepción de él mismo y de las cosas (y personas) que siempre están ahí.

La interminable discusión sobre su propio futuro retumba en sus oídos cuando entra en la carpa.

Bailey se encuentra de repente en una estancia que le recuerda el salón de su abuela, aunque no huele tanto a lavanda. Hay sillas, pero están todas vacías. La luz resplandeciente de una araña atrae su atención, justo antes de fijarse en la cortina.

Está hecha de sartas de relucientes cuentas, algo que el muchacho no ha visto jamás, y resplandece por efecto de la luz. Bailey no está muy seguro de si debe cruzarla o bien esperar una especie de señal o aviso. Busca a su alrededor algún cartel informativo, pero no encuentra nada. Perplejo, permanece de pie en el desierto vestíbulo, hasta que una voz le llama desde el otro lado de la cortina de cuentas.

—Adelante, por favor —dice la voz, que pertenece a una mujer. Es una voz suave, que suena como si la mujer estuviera justo a su lado, aunque Bailey está completamente seguro de que procede de la estancia contigua. Con gesto vacilante, extiende una mano para rozar las cuentas, frías y suaves al tacto, y las atraviesa fácilmente con el brazo. Las bolitas se separan como si la cortina estuviera hecha de agua o de hierba alta, y tintinean al entrechocar. El sonido, que reverbera en la oscura estancia, recuerda al de la lluvia.

La habitación en la que se halla ahora ya no se parece tanto al salón de su abuela. Está repleta de velas y el centro lo ocupa una mesa con una silla vacía a un lado. El otro lado lo ocupa otra silla en la que está sentada una mujer vestida de negro, que oculta el rostro tras un largo y fino velo. Sobre la mesa descansan una baraja de cartas y una gran esfera de cristal.

—Siéntate, jovencito —dice la mujer. Bailey da unos cuantos pasos hacia la silla vacía y se sienta. Le resulta sorprendentemente cómoda, no como las duras sillas de su abuela, aunque de aspecto se parezcan bastante. Bailey se da cuenta en ese momento de que, aparte de la niña pelirroja, es la primera vez que oye hablar a alguien del circo. La ilusionista no ha pronunciado ni una sola palabra durante toda la actuación, aunque Bailey no ha reparado en ese detalle hasta más tarde.

—Me temo que tienes que pagar antes de que podamos empezar —le anuncia. Bailey se alegra de haber llevado suficiente calderilla para gastos imprevistos.

—¿Cuánto cuesta? —pregunta.

—Lo que tú estés dispuesto a pagar por entrever tu futuro —responde Isobel. El muchacho medita esas palabras durante unos instantes y, acto seguido, se saca del bolsillo lo que a él le parece una cantidad suficiente y deposita el dinero sobre la mesa. La mujer no recoge las monedas: se limita a pasar la mano sobre ellas y las hace desaparecer.

—Bien, ¿qué es lo que quieres saber? —le pregunta la mujer.

—Quiero conocer mi futuro —dice Bailey—. Mi abuela quiere que vaya a Harvard, pero mi padre quiere que me haga cargo de la granja familiar.

—¿Y qué es lo que quieres tú? —continúa la adivina.

—No lo sé —responde Bailey.

La mujer se echa a reír a modo de respuesta, pero lo hace en un tono afable, consiguiendo así que Bailey se relaje, como si estuviera hablando con una persona normal y corriente y no con alguien enigmático o dotado de poderes mágicos.

—Muy bien —contesta—. Pues veamos qué dicen las cartas sobre esa cuestión.

Isobel coge las cartas y las baraja, pasándoselas de una mano a otra. Caen unas sobre otras como en una cascada. Luego las extiende sobre la mesa con un único y preciso movimiento, formando así una especie de arco de cartas idénticas con el reverso en blanco y negro.

—Elige una carta —le dice—. Tómate tu tiempo, porque ésa será tu carta, la que te represente.

Bailey contempla el arco de cartas y frunce el ceño. Todas le parecen iguales. Algunas sobresalen más, unas son aparentemente más anchas que otras, no todas están perfectamente alineadas… Recorre el arco de un extremo al otro, hasta que una de las cartas le llama la atención: parece más escondida que las otras, casi como si estuviera sepultada por la carta de encima. De hecho, sólo se ve una esquina. Bailey extiende una mano, pero vacila justo antes de alcanzar la carta.

—¿Puedo tocarla? —pregunta. Tiene la misma sensación que la primera vez que le permitieron poner la mesa con la vajilla buena: la sensación de que en realidad no tenía derecho a tocar tales cosas, mezclada con el miedo a romper algo.

Pero la adivina asiente, de modo que Bailey apoya un dedo en la carta y la separa de sus compañeras, hasta que queda completamente sola sobre la mesa.

—Puedes darle la vuelta —dice, y el chico gira la carta.

El otro lado no es como el de las cartas en blanco y negro a las que él suele jugar, con corazones, tréboles, picas y diamantes. En su lugar, se aprecia una imagen, dibujada con tinta negra, blanca y de diversas tonalidades de gris.

En la ilustración aparece un soldado montado a caballo, como si fuera el caballero de un cuento de hadas. El caballo es blanco, y la armadura, gris; al fondo, se ven nubes oscuras. El caballo va a galope sostenido, y el caballero se inclina hacia adelante en su silla. Empuña la espada como si estuviera a punto de participar en una gran batalla o algo así. Bailey contempla la carta, mientras se pregunta adónde se dirige el caballero y qué significa la carta. Cavalier d’Épée, dice, con una recargada caligrafía, en la parte inferior.

—¿Se supone que ése soy yo? —pregunta Bailey. La mujer sonríe mientras recoge las cartas dispuestas en forma de arco y las apila ordenadamente.

—Se supone que te representa, en esta lectura de las cartas —dice—. Podría significar movimiento, o tal vez algún viaje. Las cartas no siempre significan lo mismo, cambian según la persona.

—Entonces, no debe de ser fácil leerlas —observa Bailey.

La mujer se echa a reír de nuevo.

—A veces no —contesta—. ¿Quieres que lo intentemos, de todas formas? —El muchacho asiente, y la mujer baraja de nuevo las cartas, por encima y por debajo, y luego las divide en tres montones, que coloca delante del chico, encima de la carta con la imagen del caballero—. Coge el montón que más te atraiga —le indica.

Bailey estudia las tres pilas. Una de ellas es más irregular; otra, más alta que las dos restantes. Los ojos se le van una y otra vez hacia el montón de la derecha.

—Ésta —dice, y, aunque la ha elegido al azar, tiene la sensación de que ha tomado la decisión correcta. Isobel asiente, recoge los tres montones y forma de nuevo la baraja. Las cartas que ha elegido Bailey quedan en la parte superior, y la adivina las va girando de una en una. Las coloca boca arriba sobre la mesa, formando una elaborada figura de hileras que se superponen, hasta tener más o menos una docena de cartas. Todas ellas presentan dibujos en blanco y negro, parecidos al del caballero; algunos son más sencillos, y otros, más complejos. La mayoría de las cartas muestran personas en distintos escenarios, otras representan animales y, por último, otras están adornadas con copas, monedas o espadas. En la bola de cristal que está justo al lado se aprecia el reflejo alargado de todas ellas.

La adivina contempla los naipes durante largos instantes, y Bailey se pregunta si estará aguardando a que le digan algo. Tiene, además, la sensación de que la mujer trata de contener una sonrisa.

—Qué interesante —comenta finalmente Isobel. Toca una carta, que representa a una mujer con un vaporoso vestido que sujeta una balanza, y luego otra que Bailey no ve muy bien, pero que parece la imagen de un castillo en ruinas.

—¿Qué es interesante? —pregunta, un tanto confundido aún por lo que ve. No conoce a ninguna mujer como la de la carta, ni tampoco ha estado jamás en ningún castillo en ruinas. De hecho, ni siquiera está seguro de que haya castillos en Nueva Inglaterra.

—Te aguarda un viaje —dice la adivina—. Veo mucho movimiento. Y también una gran responsabilidad. —Empuja una carta, le da la vuelta a otra y frunce un poco el ceño, aunque Bailey sigue teniendo la sensación de que trata de contener una sonrisa. Cada vez le cuesta menos apreciar la expresión de la mujer bajo el velo, pues ya se le ha acostumbrado la vista a la luz de las velas—. Formas parte de una serie de acontecimientos, aunque aún no puedas ver cómo afectarán tus actos al resultado final.

—O sea, ¿voy a hacer algo importante, pero antes tengo que ir a alguna parte? —pregunta Bailey. No sabía que eso de adivinar el futuro fuera tan impreciso. Lo del viaje parece coincidir con los deseos de su abuela, sin embargo, aunque Cambridge no esté muy lejos.

La adivina no responde en seguida, sino que le da la vuelta a otra carta y, en esta ocasión, no reprime la sonrisa.

—Estás buscando a Poppet —dice.

—¿Quién es Poppet? —pregunta Bailey.

La adivina no responde, pero levanta la mirada y observa a Bailey con expresión burlona. El chico tiene la sensación de que la mujer está asimilando cada detalle de su aspecto, o quizá algo más, pues primero se fija en su rostro; luego, en su bufanda, y, por último, en su sombrero. Incómodo, cambia de postura en la silla.

—¿Te llamas Bailey? —inquiere. Él palidece y vuelve a sentir, de golpe, toda la aprensión y el nerviosismo que había experimentado con anterioridad. Tiene que tragar saliva antes de encontrarse en condiciones de responder, cosa que hace casi en susurros.

—¿Sí? —dice, en un tono que más bien parece interrogativo, como si no estuviera muy convencido de que ése sea su auténtico nombre. La adivina le sonríe, con una expresión tan radiante que Bailey se da cuenta entonces de que, en realidad, no es tan mayor como él había creído al principio. De hecho, puede que apenas le lleve unos pocos años.

—Interesante —dice de nuevo. El muchacho piensa que ojalá hubiera elegido otra palabra—. Tenemos una amiga en común, Bailey —prosigue la adivina, mientras contempla de nuevo las cartas de la mesa—. Y, según creo, esta noche has venido aquí a buscarla, pero te agradezco que, de paso, hayas decidido visitar mi carpa.

Bailey parpadea, perplejo, y trata de asimilar todo lo que le ha dicho la mujer, mientras se pregunta cómo diantre conoce el verdadero motivo que le ha llevado hasta el circo, si no se lo ha contado a nadie. De hecho, ni siquiera lo ha admitido aún ante sí mismo.

—¿Conoce usted a la niña pelirroja? —pregunta, incapaz de creer del todo que la adivina se esté refiriendo realmente a ella. Sin embargo, la mujer asiente.

—La conozco a ella, y a su hermano, desde que nacieron —dice—. Es una muchacha muy especial, con un pelo precioso.

—¿Y aún… y aún está aquí? —pregunta el chico—. Sólo la he visto en una ocasión, la última vez que vino el circo.

—Sigue aquí —responde la adivina. Desplaza un poco más las cartas sobre la mesa, tocando una y luego otra. A Bailey, sin embargo, ya no le interesa saber qué significa cada carta—. La volverás a ver, Bailey, no me cabe ninguna duda.

Bailey reprime la necesidad de preguntarle cuándo y se limita a esperar para ver si la mujer tiene que decirle algo más acerca de las cartas. La adivina mueve una carta aquí y otra allá. Coge la que representa al caballero y la coloca sobre la del castillo en ruinas.

—¿Te gusta el circo, Bailey? —le interroga, mirándole fijamente otra vez.

—No conozco ningún otro sitio igual —contesta el chico—, aunque tampoco se puede decir que haya estado en muchos sitios. Pero creo que el circo es maravilloso y me gusta mucho.

—Eso será útil —comenta la adivina.

—¿Útil para qué? —pregunta, pero la adivina no responde, sino que se limita a volver otra carta de la baraja, que coloca sobre la del caballero. La carta representa a una mujer que vierte agua en un lago, sobre cuya cabeza resplandece una brillante estrella.

Sigue siendo difícil descifrar su expresión al otro lado del velo, pero Bailey está convencido de que, al dejar la carta sobre la mesa, la mujer ha fruncido el ceño. Sin embargo, ese gesto desaparece cuando la adivina levanta la cabeza para volver a mirarle.

—Todo irá bien —le tranquiliza—. Tendrás que tomar decisiones y tal vez te aguarden algunas sorpresas. A veces, la vida nos conduce a lugares inesperados. Recuérdalo, el futuro nunca está grabado en piedra.

—Lo recordaré —responde Bailey. Tiene la sensación de que la adivina parece algo triste mientras empieza a recoger las cartas de la mesa y forma con ellas un ordenado montoncito. Reserva para el final la carta del caballero, que coloca en lo alto de la baraja—. Gracias —añade.

La respuesta que ha recibido acerca de su futuro no es tan clara como esperaba, pero de alguna manera, la cuestión de su destino ya no le parece tan opresiva como antes. No sabe si debe marcharse o no, pues no conoce el protocolo adecuado en estos casos.

—De nada, Bailey —contesta la adivina—. Ha sido un placer echarte las cartas.

Él se mete una mano en el bolsillo, saca la bolsa de ratoncitos de chocolate y se la ofrece.

—¿Quiere usted un ratón? —le pregunta. Antes de que tenga tiempo de reprocharse mentalmente la tontería que acaba de cometer, la adivina sonríe, aunque por un momento se aprecia cierta tristeza tras esa sonrisa.

—Vaya, pues sí, gracias —acepta, mientras coge de la bolsa uno de los ratoncitos de chocolate con cola de regaliz, que deja sobre la bola de cristal—. Son los que más me gustan —le confiesa—. Gracias, Bailey. Que disfrutes de tu visita al circo.

—Seguro —dice él. Se pone en pie y se aleja hacia la cortina de cuentas. Alarga un brazo para apartar las sartas de cuentas, pero, de repente, interrumpe el movimiento y se vuelve—. ¿Cómo se llama? —le pregunta a la adivina.

—¿Sabes? Creo que es la primera vez que uno de mis clientes me lo pregunta —responde—. Me llamo Isobel.

—Ha sido un placer conocerla, Isobel —afirma Bailey.

—Lo mismo digo, Bailey —dice la mujer—. Te recomiendo que, al salir, sigas el sendero de la derecha —añade.

Bailey asiente y da media vuelta. Cruza la cortina de cuentas y sale al vestíbulo vacío. Las cuentas ya no hacen tanto ruido al cerrarse de nuevo y, cuando se quedan inmóviles, se impone un agradable silencio, como si no hubiera otra estancia al otro lado, ni adivina alguna sentada a una mesa.

Bailey se siente extrañamente sereno, como si estuviera más cerca del suelo y, al mismo tiempo, fuera más alto. La preocupación acerca del futuro ya no le pesa tanto al abandonar la carpa y doblar a la derecha por el sinuoso sendero que discurre entre las carpas de rayas.