VIENA, ENERO DE 1894
El despacho es grande, pero parece más pequeño de lo que en realidad es debido a todo lo que contiene. Si bien casi todas las paredes son de cristal esmerilado, la mayor parte de ellas están medio ocultas tras armarios y estantes. La mesa de dibujo, situada junto a las ventanas, está casi escondida bajo un caos meticulosamente ordenado de papeles, diagramas y planos. El hombre provisto de anteojos que está sentado a la mesa se funde con el entorno y resulta prácticamente invisible. El ruido de su lápiz al arañar el papel es tan preciso y metódico como el tictac del reloj del rincón.
Alguien llama a la puerta de cristal esmerilado y los arañazos del lápiz cesan, aunque el tictac del reloj sigue su ritmo sin prestar atención.
—Una tal señorita Burgess desea verle, señor —comunica una secretaria desde la puerta abierta—. Dice que no le moleste si está usted ocupado en otra cosa.
—No es ninguna molestia —responde el señor Barris, mientras deja su lápiz y se levanta de su silla—. Dígale que pase, por favor.
La secretaria desaparece de la puerta y su lugar lo ocupa de inmediato una joven ataviada con un elegante vestido de encaje.
—Hola, Ethan —saluda Tara Burgess—. Discúlpame por presentarme así, sin avisar.
—No tienes por qué disculparte, mi querida Tara. Estás preciosa, como siempre —la halaga el señor Barris, al tiempo que la besa en ambas mejillas.
—Y tú no has envejecido ni un solo día —responde Tara, en tono harto significativo.
El señor Barris sonríe de forma vacilante y luego desvía la mirada, al tiempo que se aparta de ella para cerrar la puerta.
—¿Qué te trae a Viena? —le pregunta—. ¿Y dónde está tu hermana? Es tan raro veros separadas…
—Lainie está en Dublín, con el circo —comenta Tara, mientras concentra su atención en el contenido de la sala—. Yo… yo es que no estaba de humor, me apetecía más hacer un viaje a mi aire. Visitar a algún amigo que viviera lejos parecía una buena manera de empezar. Te hubiera enviado un telegrama, pero ha sido todo un poco precipitado. Y tampoco estaba muy segura de ser bien recibida.
—Tú siempre eres bien recibida, Tara —responde el señor Barris. Le ofrece asiento, pero ella no advierte su gesto y deambula entre las mesas repletas de detalladas maquetas de edificios. De vez en cuando, se detiene para observar mejor algún detalle, como el arco de una puerta o la espiral de una escalera.
—En casos como el nuestro, tengo la sensación de que resulta complicado diferenciar entre viejos amigos y compañeros de trabajo —comenta Tara—. Si somos la clase de personas que charlan afablemente para ocultar secretos compartidos o somos algo más que eso. Ésta es fascinante —añade, mientras se detiene a admirar la maqueta de una elaborada columna hueca en cuyo centro cuelga un reloj.
—Gracias —contesta el señor Barris—, pero aún le falta mucho para estar terminada. Tengo que enviarle los planos acabados a Friedrick para que pueda empezar a construir el reloj. Intuyo que resultará mucho más espectacular a escala real.
—¿Guardas aquí los planos del circo? —le pregunta Tara, mientras echa un vistazo a los planos que cubren las paredes.
—No, la verdad es que no. Se los dejé a Marco, en Londres. Quería guardar una copia en mis archivos, pero se me olvidó.
—¿Y también se te olvida guardar copias de tus otros planos? —le pregunta Tara, al tiempo que pasa un dedo por las vitrinas de delgados estantes, sobre las cuales se acumulan papeles cuidadosamente ordenados.
—No —dice el señor Barris.
—¿Y no te parece… extraño? —le pregunta Tara.
—No especialmente —responde el hombre—. ¿A ti te lo parece?
—Hay muchas cosas del circo que me parecen extrañas —replica Tara, jugueteando con el puño de encaje de su vestido.
El señor Barris vuelve a sentarse a su mesa y se acomoda en su silla.
—¿Vamos a tratar el tema que te ha hecho venir o seguimos bailando en torno a él para evitarlo? —pregunta—. Nunca se me ha dado muy bien bailar.
—Me consta que eso no es cierto —declara ella, mientras se sienta en otra silla, delante de él, y deja vagar la mirada por la habitación un poco más—, pero no me parece mal que por una vez vayamos directos al grano. Lo que no sé es si recordamos cómo se hace. ¿Por qué te marchaste de Londres?
—Supongo que por los mismos motivos por los que tú y tu hermana viajáis tan a menudo —dice él—. Demasiadas miradas curiosas y cumplidos de esos que uno no sabe cómo interpretar. Dudo que alguien se diera cuenta de que dejé de quedarme calvo el mismo día en que el circo abrió sus puertas, pero la gente empezó a notarlo al cabo de cierto tiempo. Si en el caso de nuestra querida tante Padva puede decirse sencillamente que los años le sientan bien y, en el caso de Chandresh, que cualquier rasgo suyo es una mera excentricidad, a nosotros se nos juzga de forma distinta porque nos acercamos más bien al plano de lo ordinario.
—Es más fácil para aquellos que se pueden permitir desaparecer en el circo, sin más —responde la mujer, echando un vistazo a través de la ventana—. De vez en cuando, Lainie insinúa que nosotras también deberíamos seguirlo, pero en mi opinión eso no sería más que una solución temporal. Somos demasiado volubles.
—Podríais dejaros llevar —replica el señor Barris, muy despacio.
Tara niega con la cabeza.
—¿Cuántos años pasarán antes de que ya no baste con cambiar de ciudad? ¿Qué otra solución nos quedará entonces? ¿Cambiar de nombre? A mí… a mí no me gusta verme obligada a tomar parte en tales engaños.
—No lo sé —responde él.
—Está ocurriendo algo más de lo que ni siquiera tenemos conocimiento, estoy segura de ello —argumenta Tara, suspirando—. He intentado hablar con Chandresh, pero es como si habláramos dos idiomas distintos. No me gusta quedarme de brazos cruzados cuando está claro que aquí pasa algo raro. Me siento… no exactamente atrapada, pero algo parecido. Y no sé qué hacer al respecto.
—Lo que buscas son respuestas, entonces —observa el señor Barris.
—No sé lo que busco —responde ella. Durante apenas un instante, contrae el rostro como si fuera a echarse a llorar, pero luego se recobra—. Ethan, ¿no te sientes a veces como si estuvieras soñando todo el rato?
—No, la verdad es que no.
—A mí me cuesta distinguir entre el sueño y la vigilia —comenta Tara, jugueteando de nuevo con el puño de encaje de su vestido—. No me gusta que me oculten cosas. Y tampoco es que me entusiasme creer en cosas imposibles.
El señor Barris se quita las gafas y limpia las lentes con un pañuelo antes de contestar, cosa que hace acercando los anteojos a la luz para detectar cualquier manchita que haya podido pasar por alto.
—Yo he visto ya muchas cosas que en otros tiempos podría haber considerado imposibles o increíbles. Me temo que ya no dispongo de parámetros claramente definidos en esa cuestión, así que me dedico a hacer mi trabajo lo mejor que sé y a dejar que los demás hagan el suyo.
Abre un cajón del escritorio y, tras rebuscar durante unos instantes, saca una tarjeta de visita en la que figura un único nombre. A pesar de que la está viendo al revés, Tara distingue claramente la A y la H. El señor Barris coge entonces un lápiz y escribe, bajo el nombre impreso, una dirección de Londres.
—No creo que aquella noche ninguno de nosotros supiera exactamente en qué se estaba involucrando —dice—, pero si quieres ahondar más en este asunto, creo que él es el único, de entre todos nosotros, que puede ayudarte. De todos modos, no creo que se muestre muy receptivo.
Empuja la tarjeta sobre el escritorio, hacia Tara. La joven la contempla atentamente antes de guardársela en el bolso, sin tener muy claro si es o no real.
—Gracias, Ethan —articula, sin mirarlo—. Te lo agradezco de verdad.
—De nada, querida —responde el señor Barris—. Espero… espero que encuentres lo que buscas.
Tara se limita a asentir con aire ausente y luego pasan a charlar de otros temas menos trascendentes mientras el reloj va marcando el paso de las horas de la tarde, y la luz, al otro lado de las ventanas de cristal esmerilado, empieza a perder intensidad. Cuando él le pide que le acompañe en la cena, ella declina educadamente la invitación y se marcha sola.
El señor Barris se concentra de nuevo en su mesa de dibujo. El tictac del reloj y los arañazos del lápiz se armonizan una vez más.