Colaboraciones

SEPTIEMBRE - DICIEMBRE DE 1893

Marco llega al despacho del señor Barris, en Londres, pocos minutos antes de la hora acordada y se sorprende al descubrir el lugar, siempre en perfecto orden, prácticamente patas arriba, repleto de cajones a medio embalar y pilas de cajas. El escritorio no se ve por ningún lado, sepultado bajo ese caos.

—¿Tan tarde es? —pregunta el señor Barris, cuando Marco llama a la puerta abierta. Es imposible entrar porque no hay un solo espacio libre en el suelo—. Tendría que haber dejado fuera el reloj, tiene que estar en uno de esos cajones. —Señala una hilera de grandes cajones de madera pegados a la pared, aunque es difícil saber si alguno de ellos hace tictac—. Y también quería dejar el paso libre —añade, mientras aparta unas cuantas cajas y recoge una pila de planos enrollados.

—Lamento interrumpir —dice Marco—, pero quería hablar con usted antes de que se marchara de la ciudad. Habría esperado hasta que se hubiera vuelto a instalar usted, pero me ha parecido mejor hablar del tema en persona.

—Desde luego —responde el señor Barris—. Quería darle las copias de los planos del circo. Las tengo por aquí, en alguna parte. —Se pone a rebuscar entre la montaña de planos, comprobando etiquetas y fechas.

La puerta de la oficina se cierra sigilosamente, sin que nadie la toque.

—¿Puedo hacerle una pregunta, señor Barris? —dice Marco.

—Desde luego —responde el señor Barris, que sigue rebuscando entre los planos enrollados.

—¿Qué es lo que sabe usted?

El señor Barris deja el plano que tiene en la mano y se vuelve, al tiempo que se coloca bien las gafas sobre la nariz para observar mejor la expresión de Marco.

—¿Qué es lo que sé de qué? —pregunta, cuando considera que la pausa ya se ha prolongado bastante.

—¿Qué le ha contado la señorita Bowen? —se interesa Marco, a modo de respuesta.

El señor Barris le observa con curiosidad durante un momento, antes de hablar.

—Así que usted es su oponente —dice. En su rostro aparece una sonrisa cuando Marco asiente—. Jamás lo hubiera dicho.

—¿Le ha hablado de la competición? —pregunta el asistente.

—Sólo por encima —responde el señor Barris—. Hace algunos años acudió a mí y me preguntó qué pensaría yo si me dijera que todo lo que hace es real. Le respondí que tendría que creerla al pie de la letra o bien considerarla una mentirosa, pero que jamás se me ocurriría pensar que tan adorable dama fuera una embustera. Y luego me preguntó lo que sería capaz de diseñar si no me viera limitado por la fuerza de la gravedad. De ahí nació el Tiovivo, aunque supongo que eso ya lo sabe usted.

—Lo suponía —responde Marco—, aunque no estaba muy seguro de hasta qué punto estaba usted implicado.

—Tal y como yo lo veo, estoy en situación de resultar bastante útil. Por lo que sé, los magos recurren a ingenieros para conseguir que sus trucos parezcan algo que no son. En este caso, yo hago lo contrario, es decir, conseguir que la magia real parezca una sofisticada construcción. La señorita Bowen lo llama base, hacer que lo increíble resulte creíble.

—¿Y tuvo ella algo que ver con el Astrólogo? —pregunta Marco.

—No, el Astrólogo es puramente mecánico —responde el señor Barris—. Si consigo encontrarlos en medio de este caos, puedo enseñarle los planos arquitectónicos. Me inspiré en un viaje que hice a principios de año a la Exposición Universal de Chicago. La señorita Bowen insistía en que era imposible mejorarlo, pero me temo que ella tiene algo que ver en su correcto funcionamiento.

—Entonces, es usted un mago por derecho propio, señor —le halaga el muchacho.

—Lo que creo es que hacemos cosas parecidas de distinto modo —responde el señor Barris—. Sabiendo que la señorita Bowen tenía un oponente en alguna parte, pensaba que, fuera quien fuese, no necesitaba ayuda de ningún tipo. Los animales de papel, por ejemplo. Son fabulosos.

—Gracias —dice Marco—. He improvisado un poco al intentar crear carpas que no necesitaran planos.

—¿Y por eso ha venido? —le pregunta el señor Barris—. ¿Porque necesita algo con planos?

—Más que nada, lo que quería era saber hasta qué punto estaba usted enterado de la partida —responde Marco—. Como seguramente sabe usted, puedo hacer que olvide esta conversación.

—Oh, tal precaución es innecesaria —afirma el señor Barris, sacudiendo vigorosamente la cabeza—. Esté usted tranquilo, soy perfectamente capaz de permanecer neutral. No me va eso de tomar parte. Le ayudaré a usted o a la señorita Bowen tanto o tan poco como ustedes deseen y no revelaré al otro nada de lo que usted o ella me cuenten en confianza. Ni tampoco mencionaré a nadie más una sola palabra sobre este asunto. Puede usted confiar en mí.

Marco endereza una pila de cajas a punto de venirse abajo mientras reflexiona sobre la cuestión.

—De acuerdo —acepta—. Aunque debo admitir, señor Barris, que me sorprende lo abierto que se muestra usted con esta historia.

El señor Barris se echa a reír a modo de respuesta.

—Y yo debo admitir que, de nuestro grupo, yo parezco la persona menos abierta —responde—. El mundo resulta un lugar mucho más interesante de lo que yo imaginaba cuando acudí a aquella primera cena a medianoche. ¿Es acaso porque la señorita Bowen puede dar vida a una criatura de madera maciza en un tiovivo, o porque usted puede manipular mi memoria, o porque el circo en sí ha ampliado los límites de lo que yo consideraba posible, antes incluso de que creyera en la posibilidad de la magia auténtica? No sabría decirlo. Pero no lo cambiaría por nada.

—¿Y ocultará usted mi identidad a la señorita Bowen?

—No se lo diré —responde el señor Barris—. Le doy mi palabra.

—En ese caso —dice el chico—, le agradecería mucho su ayuda en una cuestión.

Cuando recibe la carta, el señor Barris teme por un momento que la señorita Bowen esté disgustada con el giro que han dado los acontecimientos, o que quiera saber quién es su oponente, pues seguramente ya sospecha que el señor Barris está al tanto de esa información.

Pero cuando abre el sobre, encuentra una nota que dice simplemente: «¿Puedo añadir algo?»

El señor Barris responde que se ha diseñado especialmente para ser manipulado desde ambos lados, así que puede añadir lo que desee.

Celia camina por un pasillo cubierto de nieve. Algunos copos resplandecientes se le enredan en el pelo o se le pegan a los bajos de la falda. Extiende una mano y sonríe al ver cómo se disuelven los cristales sobre su piel.

El pasillo está flanqueado por puertas, y Celia elige una al final de todo. Deja un rastro de nieve semiderretida al entrar en una estancia en la que debe agacharse para no chocar con una cascada de libros que cuelgan del techo y cuyas páginas han quedado abiertas en congeladas olas.

Extiende una mano y la pasa sobre el papel: la habitación entera se mece suavemente al pasar el movimiento de una página a otra.

Le lleva cierto tiempo encontrar otra puerta, medio oculta en un rincón en sombras, y se echa a reír cuando se le hunden las botas en la arena, fina como el polvo, que cubre el suelo de esa nueva estancia.

Celia está ahora en un trémulo desierto blanco, bajo un resplandeciente cielo nocturno que se extiende en todas direcciones. La sensación de espacio es tan grande que se ve obligada a extender un brazo para descubrir la pared que se esconde entre las estrellas y, aun así, se sorprende al rozar con los dedos la sólida superficie.

Tantea la pared salpicada de estrellas y resigue el perímetro de la estancia para encontrar otra salida.

—Esto es repugnante —protesta la voz de su padre, aunque Celia no puede verle en la penumbra—. Se supone que tendríais que trabajar por separado, no en esta… esta especie de viciosa yuxtaposición. Ya te he avisado acerca de la colaboración y te he advertido de que no es la mejor forma de mostrar tu talento.

Ella suspira.

—A mí me parece muy inteligente —dice—. ¿Qué mejor forma de competir que dentro de la misma carpa? Y no se puede hablar de colaboración propiamente dicha. ¿Cómo voy a colaborar con alguien cuya identidad ni siquiera conozco?

Celia alcanza apenas a vislumbrar el rostro de su padre, que la observa iracundo. Luego le vuelve la espalda y se concentra de nuevo en la pared.

—¿Qué te parece mejor, entonces? —le pregunta—. ¿Una habitación repleta de árboles o una habitación llena de arena? ¿Acaso sabes qué habitaciones son las mías? Todo esto empieza a cansarme, papá. Está claro que mi oponente posee un talento equiparable al mío. ¿Cómo, entonces, se va a decidir quién es el ganador?

—Eso no es de tu incumbencia —le espeta su padre, siseando, más cerca de lo que ella quisiera—. Me has decepcionado, esperaba más de ti. Tienes que esforzarte más.

—Esforzarse más es agotador —protesta Celia—. Apenas consigo controlar esto…

—No es suficiente —responde su padre.

—¿Y cuándo será suficiente? —pregunta Celia, pero no obtiene respuesta y se queda sola entre las estrellas.

Se deja caer al suelo, coge un puñado de arena nacarada y permite que se le escurra lentamente entre los dedos.

Solo, en su piso, Marco construye minúsculas habitaciones a partir de fragmentos de papel. Pasillos y puertas creados a partir de páginas de libros y trozos de mapas, pedazos de papel de pared y fragmentos de cartas.

Inventa habitaciones que dan a otras creadas por Celia, y escaleras que serpentean en torno a sus pasillos.

Y deja espacios abiertos para que ella responda.