Ambiente

LONDRES, SEPTIEMBRE DE 1891

El circo ha llegado a las inmediaciones de Londres. El tren que lo transporta se acerca sigilosamente al caer la noche, sin llamar la atención. Los vagones se pliegan sobre sí mismos, puertas y pasillos se deslizan y, siempre en silencio, se van formando cadenas de estancias desprovistas de ventanas. En torno a ellas se despliegan las lonas de rayas, se tensan las cuerdas desenrolladas y las plataformas se montan solas entre cortinas de elegantes pliegues.

(Los artistas de la compañía dan por sentado que existe un equipo de gente que lleva a cabo tal hazaña mientras ellos deshacen sus baúles, aunque haya algunos aspectos de la transición claramente automatizados. En realidad, así era en otros tiempos, pero ya no hay equipo de gente, ya no hay tramoyistas invisibles que coloquen los elementos del decorado en su correspondiente lugar. Ya no son necesarios.)

Las carpas permanecen a oscuras y en silencio, pues el circo no abrirá sus puertas al público hasta la noche siguiente.

Mientras que la mayoría de los artistas pasan la noche en la ciudad, visitando amigos o bares, Celia se queda sola, en su suite entre bastidores. Sus aposentos son modestos en comparación con otros ocultos tras las carpas del circo, pero están repletos de libros y muebles gastados. En cada superficie disponible arden alegremente velas desparejadas, las cuales iluminan a las palomas que duermen en sus jaulas, colgadas entre tapices de suntuoso colorido que hacen las veces de cortinas. Un acogedor santuario, cómodo y silencioso.

Celia se sorprende cuando alguien llama a la puerta.

—¿Así es como piensas pasar toda la noche? —le pregunta Tsukiko, lanzando una mirada al libro que la ilusionista tiene entre manos.

—¿Debo entender que vienes a proponerme una alternativa? —curiosea Celia. La contorsionista no suele hacer visitas gratuitas.

—Tengo un compromiso social y he pensado que te gustaría acompañarme —responde Tsukiko—. Pasas demasiado tiempo a solas.

Celia se dispone a protestar, pero Tsukiko insiste y coge el vestido más elegante de Celia, uno de los pocos que tiene algo de colorido, en realidad: es de terciopelo azul oscuro con detalles en dorado claro.

—¿Adónde vamos? —se interesa Celia, pero Tsukiko se niega a revelárselo. Es demasiado tarde para que su destino sea el teatro o el ballet.

Celia se echa a reír cuando llegan a la maison Lefèvre.

—Podrías habérmelo dicho —le comenta a Tsukiko.

—Pero entonces no habría sido una sorpresa —le responde Tsukiko.

Celia sólo ha asistido a una recepción en la maison Lefèvre y, más que una cena a medianoche, era una especie de fiesta previa a la apertura del circo. Pero, a pesar de haber visitado la casa sólo unas pocas veces entre la audición y la apertura del circo, descubre que ya conoce a todos los invitados.

El hecho de que llegue acompañando a Tsukiko supone toda una sorpresa para los demás, pero Chandresh la recibe cordialmente y, antes de que Celia tenga tiempo de disculparse por su inesperada presencia, la hace pasar al salón con una copa de champán en la mano.

—Ocúpate de que dispongan la mesa para uno más —le dice Chandresh a Marco, antes de pasearla por todo el salón para asegurarse de que conoce a todo el mundo. A ella le parece extraño que Chandresh no lo recuerde.

Madame Padva está tan elegante como siempre: lleva un vestido de un cálido tono cobrizo, el de las hojas de otoño a la luz de las velas. Al parecer, las hermanas Burgess y el señor Barris se han dedicado a quitarle hierro a la casualidad de que los tres vayan vestidos de azul, aunque sea de diferente tonalidad. Aseguran que no lo han planificado y señalan el vestido de Celia como prueba de que el azul está, simplemente, de moda.

Se comenta algo sobre otro invitado que tal vez asista, pero Celia no llega a captar el nombre.

Se siente un poco fuera de lugar en esa reunión de personas que se conocen desde hace ya mucho tiempo, pero Tsukiko se encarga de hacerla participar en las conversaciones, mientras que el señor Barris está tan pendiente de cada palabra de Celia cuando ésta habla que Lainie empieza a burlarse de él.

Si bien Celia conoce bastante bien al señor Barris, pues se han visto en varias ocasiones y han intercambiado unas cuantas decenas de cartas, el arquitecto se esfuerza al máximo por fingir que no son más que meros conocidos.

—Tendría usted que haber sido actor —le susurra la muchacha, cuando está segura de que nadie puede oírlos.

—Lo sé —responde él, en un tono de sincera tristeza—. Es una lástima que no siguiera mi auténtica vocación.

Celia jamás ha hablado demasiado con ninguna de las hermanas Burgess —Lainie es más comunicativa que Tara—, pero esta noche descubre con todo lujo de detalles los toques que han aportado al circo. Si los trajes de madame Padva y las hazañas de ingeniería del señor Barris resultan obvios, la huella que han dejado las hermanas Burgess es más sutil, aunque impregna prácticamente todos los aspectos del circo: los olores, la música, la cualidad de la luz… Hasta el peso de las cortinas de terciopelo de la entrada. Han planificado hasta el más mínimo detalle para que parezca logrado sin esfuerzo aparente.

—Nos gusta estimular todos los sentidos —dice Lainie.

—Unos más que otros —añade Tara.

—Cierto —conviene su hermana—. El olfato se suele subestimar y, en cambio, puede llegar a ser el sentido más evocador.

—Son brillantes a la hora de crear atmósfera —le comenta Chandresh a Celia al unirse a la conversación y sustituir la copa vacía de ella por otra llena de champán recién servido—. Las dos, absolutamente brillantes.

—El truco está en conseguir que nada parezca planificado —susurra Lainie—. Que lo artificial parezca natural.

—Y que todos los elementos queden unidos —concluye Tara.

A Celia le parece que prestan un servicio similar a los presentes. Duda de que esas reuniones se hubieran prolongado durante tanto tiempo después del arranque del circo sin la risa contagiosa de las hermanas Burgess. Formulan siempre las preguntas perfectas para que la conversación no decaiga y consiguen mantener a raya cualquier silencio incómodo.

Y el señor Barris proporciona un contraste perfecto: al mostrarse siempre reservado y atento, mantiene equilibrada la dinámica del grupo.

Celia percibe un movimiento en el vestíbulo y, a pesar de que cualquier otra persona hubiera atribuido el reflejo a las muchas velas y espejos, ella intuye inmediatamente la causa.

Se escabulle al vestíbulo sin ser vista y desaparece en la penumbra de la biblioteca, que se encuentra situada enfrente del salón. La única luz es la que entra por la vidriera que cubre una de las paredes y que representa una encendida puesta de sol. La cálida luz cae, como si de una cascada se tratara, sobre los estantes más próximos, y deja en penumbra el resto de la habitación.

—¿Es que no puedo pasar una velada agradable sin que me sigas a todas partes? —le susurra Celia a la oscuridad.

—No me parece adecuado que dediques tu tiempo a las veladas sociales de este tipo —responde su padre. La luz del atardecer le ilumina parte de la cara, y la pechera de la camisa parece una deforme columna roja.

—No estás en condiciones de decirme a qué tengo que dedicar cada minuto de mi tiempo, papá.

—Estás perdiendo la concentración.

—No puedo perderla —dice Celia—. Entre las carpas nuevas y la decoración, controlo de forma activa una parte importante del circo. Que, por cierto, en estos momentos está cerrado, por si no te habías dado cuenta. Y cuanto mejor conozca a estas personas, mejor podré manipular lo que ya han hecho. Al fin y al cabo, ellos han creado el circo.

—Supongo que tienes razón —afirma Hector. Celia intuye que su padre lo ha admitido con el ceño fruncido, aunque está demasiado oscuro como para cerciorarse—. Pero será mejor que no olvides esto: no tienes motivos para confiar en ninguna de las personas de esa sala.

—Déjame en paz, papá —responde Celia, con un suspiro.

—¿Señorita Bowen? —la llama una voz, a su espalda. Al volverse, Celia descubre, sorprendida, al secretario de Chandresh, que la observa desde la puerta—. Estamos a punto de cenar. Si quiere usted acompañar al resto de los invitados en el comedor…

—Lo siento —dice Celia, lanzando una rápida mirada hacia las sombras. Su padre, sin embargo, se ha esfumado—. Me he entretenido admirando esta biblioteca tan bien surtida. No creía que nadie fuera a advertir mi ausencia.

—Estoy seguro de que sí la han advertido —responde Marco—. Aunque reconozco que yo también me he entretenido admirando la biblioteca en más de una ocasión.

La encantadora sonrisa que acompaña tal confesión coge a Celia desprevenida, pues hasta entonces sólo ha visto en el semblante de Marco distintos grados de tímida cortesía y alguna que otra expresión de inquietud.

—Gracias por venir a buscarme —dice, con la esperanza de que encontrar a un invitado hablando solo mientras finge admirar los libros sin la ayuda de una iluminación adecuada no sea un hecho tan extraño en la maison Lefèvre.

—Lo más probable es que los demás piensen que se ha esfumado usted —comenta Marco mientras recorren el pasillo—, pero yo pensaba que tal vez no fuera así.

Le sujeta la puerta y la acompaña al interior del comedor. A Celia le han reservado un sitio entre Chandresh y Tsukiko.

—Mejor esto que pasar la noche sola, ¿no crees? —le pregunta Tsukiko. La contorsionista sonríe cuando Celia admite que tiene razón.

A medida que avanza la cena, y siempre que no se distrae paladeando los asombrosamente deliciosos platos, Celia se dedica a tratar de adivinar las relaciones que unen a los invitados: interpreta la forma en que interactúan entre ellos, intuye los sentimientos que se esconden tras las risas y la conversación y se fija en el objeto de cada mirada.

Las miradas que le lanza Chandresh a su apuesto secretario son, con cada copa de vino, más y más descaradas. Celia sospecha que el señor Alisdair es consciente de ello, aunque Marco se ha convertido en una discreta presencia al fondo de la sala.

La ilusionista dedica tres platos enteros a tratar de averiguar a cuál de las hermanas Burgess prefiere el señor Barris. Cuando llegan platos repletos de aves elegantemente dispuestas —pichones condimentados con canela, según parece—, a Celia ya no le queda ninguna duda, aunque no está segura de que Lainie lo sepa.

Todo el mundo llama «tante» a madame Padva, aunque más que una tía, parece la matriarca del grupo. Cuando Celia se dirige a ella y la llama «madame», todos se vuelven a mirarla, sorprendidos.

—Típico de una chica de circo —le dice madame Padva, con una mirada resplandeciente—. Vamos a tener que aflojarte los lazos del corsé si queremos que te conviertas en una íntima amiga.

—Yo creía que lo de aflojar los lazos del corsé era después de la cena —comenta tranquilamente Celia, lo cual provoca las carcajadas de los demás.

—Convertiremos a la señorita Bowen en una íntima amiga independientemente del estado de su corsé —indica Chandresh. Luego, haciéndole un gesto a su asistente con la mano, añade—: Toma nota.

—He tomado las debidas notas acerca del corsé de la señorita Bowen, señor —responde Marco, provocando con ello una nueva oleada de carcajadas en la mesa.

Marco le lanza una mirada a Celia en la que se adivina un rastro de la sonrisa de antes. Luego desvía la mirada y desaparece de nuevo al fondo de la sala, casi con la misma facilidad con que el padre de Celia se esfuma entre las sombras.

Al llegar el siguiente plato, ella se dedica de nuevo a escuchar y observar. Entre una cosa y otra, trata de averiguar si la carne oculta bajo una especie de hojaldre ligero como una pluma y bañado en una delicada salsa de vino es en realidad cordero o bien algo más exótico.

Hay algo en el comportamiento de Tara que a Celia se le antoja un tanto irritante, algo casi angustioso que va y viene en su expresión. Tan pronto participa animadamente en la conversación y ríe al unísono con su hermana, como se vuelve distante y contempla fijamente la cera que gotea de las velas.

Sólo cuando el eco de su risa suena, durante apenas un instante, como un sollozo, se da cuenta Celia de que Tara le recuerda a su madre.

Al llegar el postre, la conversación cesa por completo en la mesa. En cada plato descansan globos de azúcar delicadamente soplados que los comensales deben hacer estallar para poder llegar a las nubes de crema que albergan en su interior.

Tras la cacofonía de los globos de azúcar al hacerse añicos, los comensales no tardan en darse cuenta de que, aunque los globos parezcan idénticos, cada uno de ellos es de un sabor completamente único y distinto. Los invitados no tardan en compartir los postres: si algunos sabores son fáciles de identificar —jengibre con melocotón, coco al curry—, otros se convierten en deliciosos misterios.

El globo de Celia es de miel, sin lugar a dudas, pero aromatizado con una mezcla de especias que nadie consigue reconocer.

Tras la cena, los comensales siguen charlando mientras toman café y copas de brandy en el salón, hasta una hora que a la mayoría de los invitados se les antoja claramente intempestiva, pero que Tsukiko considera relativamente temprana para las chicas del circo.

Cuando empiezan a despedirse, Celia recibe los mismos abrazos que los demás y unas cuantas invitaciones para tomar el té mientras el circo permanezca en Londres.

—Gracias —le dice a Tsukiko cuando se marchan—, me he divertido más de lo que esperaba.

—Los mejores placeres son siempre los inesperados —responde Tsukiko.

Marco observa desde la ventana mientras los invitados se marchan y vislumbra una última vez a Celia antes de que la joven se pierda en la noche.

Se da una vuelta por el salón y por el comedor, y luego baja a las cocinas para asegurarse de que esté todo en orden. El resto del personal ya se ha marchado. Apaga las últimas luces antes de subir varias plantas para comprobar que Chandresh esté bien.

—Una cena espléndida la de esta noche, ¿no crees? —le pregunta Chandresh cuando Marco llega a la suite que ocupa toda la quinta planta. Cada una de las estancias está iluminada por farolillos marroquíes que proyectan irregulares sombras sobre los lujosos muebles.

—Desde luego, señor —contesta el asistente.

—Ninguna cita en la agenda para mañana, espero. O para hoy, ya no sé ni qué hora es.

—Por la tarde tiene la reunión para decidir el calendario de la próxima temporada de ballet.

—Oh, lo había olvidado —dice Chandresh—. Cancélalo, ¿quieres?

—Por supuesto, señor —responde Marco, mientras se saca del bolsillo un cuaderno y toma nota de la petición.

—Ah, y pide una docena de cajas de ese brandy, no sé cómo se llama, que ha traído Ethan. Era delicioso.

Marco asiente y añade la petición a sus notas.

—No te marchas, ¿verdad? —le pregunta Chandresh.

—No, señor —responde Marco—. He considerado que ya es muy tarde para ir a casa.

—Casa —repite Chandresh, como si la palabra le sonara extraña—. Ésta es tu casa, igual que ese piso que insistes en conservar. Diría que incluso más.

—Procuraré no olvidarlo, señor —dice Marco.

—La señorita Bowen es una mujer encantadora, ¿no te parece? —comenta Chandresh de repente, mientras se vuelve para estudiar la reacción a tal pregunta.

Sorprendido, Marco sólo acierta a balbucir algo con la esperanza de que suene a respuesta imparcial y no comprometedora.

—Tenemos que invitarla a cenar siempre que el circo esté en la ciudad, así la conoceremos mejor —dice deliberadamente Chandresh, al tiempo que acompaña sus palabras con una sonrisa de satisfacción.

—Sí, señor —responde el asistente, que se esfuerza por mantener una expresión impasible—. ¿Desea algo más esta noche?

Chandresh se echa a reír y le indica con una mano que se marche. Antes de retirarse a sus aposentos, formados por una habitación tres veces más grande que su piso, Marco regresa sigilosamente a la biblioteca.

Permanece unos instantes en el mismo lugar en el que horas antes ha encontrado a Celia y observa con mucha atención los estantes de libros y la vidriera de la pared.

No consigue entender qué hacía la ilusionista allí.

Y tampoco repara en los ojos que le observan fijamente desde las sombras.