Las reglas del juego

1887 - 1889

Ahora que el circo está en marcha, funciona debidamente y, como lo expresó Chandresh durante una cena poco después de la noche del estreno, va adquiriendo su propia independencia; ya no se celebran tantas Cenas del Circo. Los primeros colaboradores aún se reúnen de vez en cuando para cenar, especialmente si el circo actúa cerca, pero esos encuentros son cada vez menos frecuentes.

El señor A. H— nunca aparece, a pesar de que siempre está invitado. Y, dado que esos encuentros constituían la única oportunidad que tenía Marco de ver a su instructor, la continua ausencia de éste sólo sirve para frustrarle.

Después de un año sin tener noticias de él, sin cruzar una palabra con él ni vislumbrar siquiera el sombrero de copa gris, Marco decide ir a visitarle.

No sabe cuál es la residencia actual del instructor, pero asume sin equivocarse que, muy probablemente, se tratará de una residencia temporal y que, para cuando él consiga dar con el lugar indicado, su instructor ya se habrá trasladado a otra morada, tan temporal como la anterior.

Así pues, lo que hace Marco es trazar una serie de símbolos en la escarcha de la ventana de su piso que da a la calle, guiándose por las columnas del Museo de enfrente. La mayoría de los símbolos son prácticamente indistinguibles, a menos que la luz incida sobre ellos desde un ángulo muy determinado. En conjunto, forman una enorme A.

Al día siguiente, alguien llama a su puerta.

Como siempre, el hombre de gris se niega a entrar en el piso. Se queda en la entrada y observa fijamente a Marco con sus fríos ojos grises.

—¿Qué es lo que quieres? —le pregunta.

—Me gustaría saber si realmente estoy haciéndolo bien —dice Marco.

Su instructor le observa durante un instante, con una expresión tan inescrutable como de costumbre.

—Tu trabajo ha sido satisfactorio —responde el hombre.

—¿Y así es como se ha de desarrollar el reto? —replica Marco—. ¿Lo que ambos tenemos que hacer es manipular el circo? ¿Hasta cuándo?

—Se te ha concedido un terreno de juego en el que trabajar —contesta su instructor—. Despliegas tu talento lo mejor que sabes y eso mismo hace tu oponente. Ninguno de los dos interfiere en el trabajo del otro, y así seguirán las cosas hasta que se proclame un vencedor. No es tan complicado.

—No estoy muy seguro de entender las reglas —responde Marco.

—No es necesario que entiendas las reglas, lo único que tienes que hacer es seguirlas. Como te he dicho, tu trabajo ha sido satisfactorio.

Hace ademán de marcharse, pero luego vacila.

—No vuelvas a hacerlo —dice, señalando por encima del hombro de Marco hacia la ventana cubierta de escarcha.

Luego da media vuelta y se marcha. La escarcha de la ventana se derrite, y los símbolos acaban por convertirse en garabatos sin sentido.

Es pleno día y el circo duerme tranquilamente, pero Celia Bowen está delante del Tiovivo, contemplando las criaturas blancas, negras y plateadas que pasan a toda velocidad, sin jinete, colgadas de sus respectivas cintas.

—No me gusta —dice una voz, tras ella.

Hector Bowen no es más que una aparición en la carpa tenuemente iluminada. Su traje oscuro desaparece entre las sombras. La luz cambiante capta y luego deja en penumbra su reluciente camisa o su pelo gris, e ilumina la mirada reprobatoria de sus ojos mientras observa el Tiovivo por encima del hombro de su hija.

—¿Y por qué no? —responde Celia, sin volverse—. Tiene mucho éxito. Y ha costado mucho trabajo. Eso debería contar para algo, papá.

La risita burlona de Hector no es más que un eco de lo que en otros tiempos fue, de modo que Celia agradece que él no pueda verla sonreír al escuchar tan leve sonido.

—No te mostrarías tan imprudente si no fuera porque yo… —comienza, pero se interrumpe y hace un gesto con una mano transparente junto al brazo de ella.

—No te enfades conmigo por ese tema —dice Celia—. Lo hiciste tú solo, yo no tengo la culpa de que ahora no puedas deshacerlo. Y no creo que esté siendo imprudente.

—¿Qué le has contado a tu amiguito, el arquitecto ese? —le pregunta su padre.

—Le he contado lo que creo que debe saber —responde Celia, mientras Hector pasa junto a ella para inspeccionar el Tiovivo—. Le encanta traspasar los límites y yo me he ofrecido a ayudarle a ir aún más lejos. ¿El señor Barris es mi oponente? Pues entonces ha sido muy astuto al construirme un tiovivo para alejar cualquier sospecha.

—No es tu oponente —replica Hector con un gesto displicente. El puño de encaje de su camisa revolotea como una palomilla—. Aunque eso sería hacer trampas.

—¿Y utilizar a un ingeniero para poner en práctica una idea no es trabajar en el terreno de juego, papá? Lo estudié con él, él se encargó del diseño y de la construcción y yo… lo embellecí. ¿Te gustaría subir? Hace algo más que dar vueltas y vueltas.

—Es obvio —contesta Hector, contemplando el túnel oscuro por el que desaparece la fila de criaturas—. Pero aun así no me gusta.

Celia suspira, se acerca al Tiovivo y, cuando pasa junto a ella un cuervo de descomunal tamaño, le acaricia la cabeza.

—En este circo ya hay muchísimos elementos colaboradores —dice—. ¿Por qué no puedo sacar provecho de ello? Insistes una y otra vez en que tengo que hacer algo más que limitarme a actuar, pero para poder conseguirlo tengo que crear oportunidades. Y el señor Barris me resulta muy útil en ese sentido.

—Trabajar con otros sólo servirá para debilitarte. Toda esa gente no es tu amiga, son intrascendentes. Y uno de ellos es tu oponente, no lo olvides.

—Tú sabes quién es, ¿verdad? —le pregunta Celia.

—Tengo mis sospechas.

—Y no me las vas a revelar.

—La identidad de tu oponente no tiene importancia.

—Para mí sí.

Hector frunce el ceño y observa a Celia mientras ésta juguetea distraídamente con el anillo que lleva en la mano derecha.

—Pues no debería tenerla —dice.

—Pero mi oponente sí sabe quién soy, ¿verdad?

—Desde luego, a menos que tu oponente sea rematadamente tonto. Y no parece propio de Alexander elegir un pupilo que lo sea. Pero da igual. Lo mejor para ti es que hagas tu trabajo sin que tu oponente te influya… y sin todos esos «elementos colaboradores», como tú misma los has llamado.

Sacude un brazo en dirección al Tiovivo y las cintas tiemblan como si hubiera entrado en la carpa la más leve de las brisas.

—¿En qué sentido es mejor? —le interroga Celia—. ¿Cómo puede ser mejor una cosa que otra? ¿Cómo se puede comparar una carpa con otra? ¿Cómo se puede juzgar todo esto?

—Eso no es de tu incumbencia.

—¿Y cómo puedo destacar en un juego cuyas reglas te niegas a revelarme?

Las criaturas colgantes vuelven la cabeza hacia el fantasma que se halla entre ellas. Grifos, zorros y dragones alados le observan con relucientes ojos negros.

—Déjalo ya —le espeta Hector a su hija. Las criaturas vuelven a mirar hacia adelante, pero uno de los lobos gruñe al adoptar de nuevo su mirada helada—. No te estás tomando todo esto tan en serio como deberías.

—Es un circo —responde ella—, resulta difícil tomárselo en serio.

—El circo no es más que un terreno de juego.

—Entonces, esto no es ni una partida ni un reto, es una simple exhibición.

—Es más que eso.

—¿En qué sentido? —le pregunta la muchacha, pero su padre se limita a sacudir la cabeza de un lado a otro.

—Te he revelado todas las reglas que debes conocer. Traspasa los límites de lo que puedes conseguir con tu talento usando este circo como escaparate. Demuestra que eres mejor y más fuerte, haz todo lo que esté en tu mano para eclipsar a tu oponente.

—¿Y cuándo decidirás quién de los dos eclipsa al otro?

—Yo no decido nada —contesta Hector—. Basta ya de preguntas. Esfuérzate más. Y déjate de tanta colaboración.

Antes de que Celia pueda decir nada, su padre se esfuma y la deja sola ante las resplandecientes luces del Tiovivo.

Al principio, las cartas que Marco recibe de Isobel llegan con frecuencia, pero a medida que el circo empieza a viajar a ciudades y países lejanos, pasan semanas y a veces meses de absoluto silencio entre una carta y otra.

Cuando finalmente llega una nueva carta, Marco rasga el sobre sin perder tiempo siquiera en quitarse el abrigo.

Lee por encima las páginas en las que Isobel le pregunta amablemente por su vida en Londres, y en las que comenta lo mucho que echa de menos la ciudad y a él.

Isobel relata diligentemente el día a día del circo, pero lo hace en un tono tan práctico que Marco no consigue imaginarlo con todo el lujo de detalles que desea. Se muestra indiferente con las cosas que considera mundanas, como los viajes y el tren, aunque está convencido de que no viajan únicamente en tren.

La distancia a la que se encuentra el circo se le antoja aún más acusada, a pesar del contacto indirecto a través del papel y la tinta.

Y la carta habla tan poco de ella… Isobel ni siquiera menciona su nombre en las páginas: sólo se refiere de pasada a ella como la ilusionista, una precaución que él mismo le aconsejó tomar y de la que ahora se arrepiente.

Quiere saberlo todo de ella.

A qué dedica el tiempo cuando no está actuando.

Cómo se desenvuelve con su público.

Cómo prefiere el té.

Pero no se atreve a preguntarle esas cosas a Isobel.

Cuando Marco le contesta, le pide que le escriba tan a menudo como pueda y le recalca lo mucho que significan sus cartas para él. Luego coge las páginas escritas del puño y letra de Isobel, esas hojas llenas de descripciones de carpas rayadas y cielos salpicados de estrellas, y las dobla hasta convertirlas en pájaros que luego deja volar por el piso vacío.

La aparición de una carpa nueva es tan poco frecuente que Celia considera la posibilidad de suspender sus actuaciones para poder pasarse la noche investigando.

En lugar de eso, se limita a esperar y representa el número habitual de funciones. Termina la última pocas horas antes del amanecer y sólo entonces se decide a recorrer los ya casi vacíos senderos para descubrir la última adquisición del circo.

El letrero habla de algo llamado «el Jardín de Hielo». Celia sonríe al leer la nota en la que se pide perdón por las molestias térmicas.

A pesar de lo que promete el nombre, Celia no está preparada para lo que le aguarda en el interior de la carpa.

Es exactamente lo que describía el cartel, pero también mucho más que eso. No se ven rayas en las paredes de la carpa; todo es de un blanco deslumbrante. Ella no sabría decir hasta dónde se extiende la lona, pues el tamaño real queda oculto bajo el follaje colgante de los sauces y las ramas enroscadas de las enredaderas.

Incluso el aire en sí resulta mágico. Al respirarlo, le parece fresco y dulce, y el más que advertido descenso de la temperatura le produce un escalofrío que le llega hasta los dedos de los pies. Ya no hay espectadores en el interior de la carpa cuando Celia procede a explorarla, así que pasea en solitario entre enrejados cubiertos de pálidas rosas y una recargada fuente que borbotea lánguidamente.

Y todo, excepto algunas tiras de seda blanca que cuelgan como guirnaldas, está hecho de hielo.

Celia siente curiosidad y arranca de una rama una peonía helada. El tallo se parte sin dificultad, pero las capas de pétalos se hacen añicos y, escurriéndosele entre los dedos, caen al suelo, donde desaparecen entre las briznas de marfileña hierba.

Cuando se fija de nuevo en la rama, descubre que ha aparecido otra flor idéntica.

Celia no es capaz de imaginar el poder y el talento que se requieren no sólo para construir algo así, sino también para mantenerlo. Y, por otro lado, ansía saber cómo se le ha ocurrido la idea a su oponente, porque es consciente de que cada muestra perfecta de arte topiario y cada detalle, hasta las piedras que bordean los senderos como si fueran perlas, han sido planificados con antelación.

Debe de ser tan agotador crear algo así que Celia se siente fatigada sólo de imaginarlo. Por un momento, casi desea que su padre esté allí, pues sólo ahora empieza a entender por qué él ha insistido siempre tanto en que incrementara su fuerza y su control.

Aunque no está del todo convencida, quisiera darle las gracias por ello.

Y le gusta disponer de la carpa sólo para ella, disfrutar de la quietud y de la calma perfumadas con la tenue fragancia de las flores heladas. Se queda en el Jardín de Hielo hasta mucho después de que el sol haya salido y las puertas del circo se hayan cerrado.

Por primera vez en bastante tiempo, el circo queda instalado cerca de Londres. La tarde anterior a la primera función, alguien llama a la puerta del piso de Marco.

Abre la puerta a medias y la sujeta cuando ve a Isobel en el pasillo.

—Has cambiado la cerradura —dice ella.

—¿Por qué no me has avisado de que venías? —le pregunta Marco.

—He pensado que una sorpresa te gustaría —responde ella.

El muchacho no le permite entrar en el piso y la deja unos momentos aguardando en el pasillo hasta que regresa con su bombín en la mano.

La tarde es fresca pero despejada, y Marco lleva a Isobel a tomar el té.

—¿Qué es eso? —le pregunta mientras caminan, al tiempo que baja la vista y se fija en la muñeca de la joven.

—Nada —responde ella. Se baja el puño de la manga para que él no le vea el brazalete que lleva puesto, una delicada trenza hecha con mechones de pelo suyos y de él.

Marco no le hace más preguntas.

Aunque Isobel no se quita en ningún momento el brazalete, cuando esa noche llega al circo descubre que ha desaparecido de su muñeca. Se ha esfumado por completo, como si nunca hubiera estado allí.