Oniromancia

CONCORD, MASSACHUSETTS, OCTUBRE DE 1902

Bailey se pasa el día entero deseando que el sol se ponga, pero éste le planta cara y sigue su ritmo normal por el cielo, uno en el que el muchacho nunca antes había pensado pero que ahora se le antoja insoportablemente lento. Casi preferiría que fuera un día de colegio, así por lo menos tendría algo que le ayudara a pasar las horas. Se le ocurre que tal vez podría echarse una siesta, pero está demasiado entusiasmado con la repentina aparición del circo como para poder dormir.

La cena se desarrolla con el mismo patrón de los últimos meses: largos silencios que sólo se ven interrumpidos por los intentos de su madre de entablar una conversación banal, y por los suspiros de Caroline.

La madre de Bailey comenta que ha llegado el circo o, más exactamente, que supondrá una gran afluencia de gente.

El chico espera que se imponga de nuevo el silencio, por lo que le sorprende que su hermana se dirija a él.

—¿A que la última vez que estuvo aquí el circo pediste acción y te dijimos que entraras, Bailey?

Le habla en un tono informal, de curiosidad, como si en realidad no recordara si tal cosa ocurrió de verdad o no.

—¿Cómo? ¿En pleno día? —pregunta su madre. Caroline asiente con gesto vago.

—Sí —asiente Bailey en voz baja, deseando que vuelva a imponerse el incómodo silencio.

—Bailey —articula su madre, en un tono que convierte el nombre en una especie de advertencia cargada de reproche. Él no entiende por qué le echan la culpa, si no fue él quien eligió la acción, pero Caroline responde antes de que él tenga tiempo de contestar.

—Bueno, pero no entró —repone, como si ahora recordara claramente la anécdota.

El muchacho se limita a encogerse de hombros.

—Eso espero —dice su madre.

Se reanuda el silencio y Bailey se dedica a mirar por la ventana, mientras se pregunta en qué consiste exactamente el anochecer. Se le ocurre que quizá lo mejor sería plantarse en la puerta del circo a la primera señal de penumbra y, si hace falta, esperar allí. Nota un cosquilleo en los pies, debajo de la mesa, y se pregunta cuándo se le presentará la oportunidad de largarse.

Tardan horas en recoger la mesa y emplea una eternidad de tiempo en ayudar a su madre a lavar los platos. Caroline se encierra en su habitación y su padre se pone a leer el periódico.

—¿Adónde vas? —le pregunta su madre, cuando le ve ponerse la bufanda.

—Voy al circo —responde Bailey.

—No vuelvas muy tarde —le indica—, que mañana tienes trabajo.

—De acuerdo —contesta él, contento de que a su madre se le haya olvidado especificar una hora y haya dejado lo de «muy tarde» abierto a la interpretación.

—Llévate a tu hermana —añade.

Bailey llama a la puerta entornada, pero lo hace únicamente porque no existe forma humana de salir de la casa sin que su madre vea si se para o no delante de la habitación de Caroline.

—Largo —le espeta su hermana.

—Me voy al circo, te lo digo por si quieres venir —dice Bailey, con voz apagada. Ya sabe cuál será la respuesta de su hermana.

—No —responde. Era tan previsible como el silencio que imperaba a la hora de cenar—. Eso es para críos —añade, lanzándole a su hermano una mirada de desdén.

Bailey se marcha sin decir nada más y deja que sea el viento el que cierre de un portazo tras él.

El sol está empezando a ocultarse y se ve más gente de lo normal a esas horas. Todo el mundo se dirige al mismo sitio. Mientras Bailey camina, su entusiasmo empieza a decaer. Tal vez sí es cosa de críos. Puede que no sea lo mismo.

Cuando llega al circo, comprueba que ya se ha congregado una pequeña multitud y que hay muchas personas de su edad e incluso mucho mayores que él. Sólo se ven unos pocos niños. Dos chicas que más o menos tendrán su edad se ríen tímidamente cuando pasa junto a ellas, e intentan captar su atención. Bailey no tiene muy claro si debe sentirse halagado o no.

Se hace un sitio entre la multitud y espera, mientras contempla las puertas de hierro cerradas y se pregunta si el circo será distinto a como él lo recuerda.

Y se pregunta también, en algún rincón de su mente, si la niña pelirroja seguirá en el circo.

Justo antes de que la luz se desvanezca definitivamente, los rayos del sol, ya muy bajos y anaranjados, hacen que todo parezca en llamas, incluido el circo. El paso de ese resplandor de fuego a la penumbra sucede más rápido de lo que Bailey imaginaba y, justo después, las luces del circo empiezan a encenderse en todas las carpas. Como es de rigor, la multitud exclama «oooh» y «aaah», pero en la parte delantera del gentío, unos pocos contienen gritos de sorpresa cuando el inmenso letrero que corona las puertas empieza a chisporrotear e iluminarse. Bailey no puede reprimir una sonrisa cuando el cartel se ilumina del todo y resplandece como un faro: «Le Cirque des Rêves».

Si el día de espera se ha hecho insoportablemente largo, la cola para entrar se mueve con relativa rapidez, de modo que Bailey no tarda en encontrarse ante la taquilla, donde compra una entrada individual.

El sinuoso sendero salpicado de estrellas le parece interminable mientras se abre paso a tientas por las oscuras curvas e imagina el resplandor que encontrará al final.

Lo primero que piensa cuando llega a la explanada iluminada es que huele igual que la otra vez: a humo, a caramelo y a algo más que no acaba de precisar.

No sabe muy bien por dónde empezar. Hay tantas carpas, tanto donde elegir… Se le ocurre que lo mejor es dar primero una vuelta, antes de decidir en qué carpas quiere entrar. Y también que el simple acto de dar una vuelta por el circo incrementa sus posibilidades de tropezarse con la niña pelirroja. Sin embargo, se niega a admitir que la esté buscando. Le parece una tontería buscar a una chica a la que sólo ha visto una vez, ya hace años, y en las más extrañas circunstancias. No hay motivos para suponer que ella pueda acordarse de él, o reconocerle. Y tampoco está seguro, la verdad, de que él sea capaz de reconocerla a ella.

Decide entrar en el circo, cruzar la explanada de la hoguera y salir por el otro lado, y luego intentar el camino inverso. Es un plan tan bueno como cualquier otro y, además, es posible que en el otro lado no haya tanta gente.

Pero antes quiere un ponche de sidra. No le lleva mucho tiempo encontrar en la explanada al vendedor adecuado. Paga su bebida, un humeante brebaje en un vaso de cartón decorado con remolinos blancos y negros, y antes de beber el primer sorbo, se pregunta si lo encontrará tan delicioso como en sus recuerdos. Ha evocado en incontables ocasiones ese sabor y, a pesar de que vive en una zona en la que abundan las manzanas, jamás ha probado una sidra, con o sin especias, tan deliciosa. Vacila antes de beber un minúsculo sorbito. Es incluso más deliciosa de lo que recordaba.

Elige un sendero y en él descubre, junto a la entrada de las carpas que le rodean, un pequeño grupo de gente que se ha congregado en torno a una plataforma elevada. Sobre ella se encuentra una mujer, vestida con un ajustadísimo traje cubierto de remolinos negros y plateados. La mujer flexiona y dobla el cuerpo de una forma que al mismo tiempo parece espantosa y elegante. Bailey se detiene para unirse a los espectadores, a pesar de que contemplar ese espectáculo le resulta casi doloroso.

La contorsionista coge del suelo un pequeño aro plateado de metal y lo muestra al público con unos cuantos movimientos tan sencillos como imponentes. Luego se lo entrega a un hombre que está en primera fila, para que compruebe que el aro es sólido. Cuando se lo devuelve, la contorsionista pasa todo el cuerpo por el interior del círculo y, una a una, va estirando las extremidades con movimientos fluidos propios de una bailarina.

Tras dejar el aro a un lado, la joven coloca en el centro de la plataforma una caja pequeña, que no parece medir más de treinta centímetros ni de alto ni de ancho, aunque en realidad es ligeramente más grande. Si un número en que una mujer adulta (aunque de talla menuda) se contorsiona hasta introducirse en tan minúsculo espacio ya resulta impresionante en sí mismo, al margen del aspecto de la caja, el hecho de que ésta sea de cristal completamente transparente lo convierte en algo aún más impresionante.

Los cantos de la caja son de un metal de tono negruzco, pero los costados y la tapa son de cristal nítido, de modo que la mujer resulta siempre visible mientras dobla, contorsiona y flexiona el cuerpo para meterse en tan pequeño espacio. Lo hace muy pausadamente, como si cada uno de sus lentos movimientos formara parte del número, hasta que el cuerpo y la cabeza quedan totalmente introducidos en la caja. Lo único que sobresale por la parte superior es una mano. Desde la perspectiva de Bailey, lo que se ve parece imposible de creer: una pierna por aquí, la curva de un hombro por allí, una parte del otro brazo debajo de un pie…

La mano que aún está fuera se despide alegremente del público antes de cerrar la tapa. El pestillo se corre de forma automática, con lo cual la caja queda herméticamente cerrada con la contorsionista dentro.

Y entonces, la caja de cristal empieza a llenarse lentamente de humo blanco, que se enrosca y forma volutas en las minúsculas rendijas y espacios que no ocupan las extremidades o el torso de la contorsionista, y se filtra entre sus dedos pegados al cristal.

El humo se vuelve más denso y oculta por completo a la artista. Lo único que se ve en el interior de la caja es humo blanco, que sigue rizándose y formando volutas contra el cristal.

De repente, se oye una especie de estallido y la caja se abre de golpe. Los paneles de cristal caen a los lados y la tapa se precipita al suelo. Las volutas de humo blanco se elevan hacia el cielo nocturno. La caja o, mejor dicho, la pequeña pila de cristal que hasta entonces había sido una caja permanece vacía sobre la plataforma. La contorsionista ha desaparecido.

Los espectadores aguardan unos instantes, pero no ocurre nada. Cuando se disipan las últimas volutas de humo, la multitud empieza a dispersarse.

Al pasar junto a la plataforma, Bailey la estudia con interés mientras se pregunta si la contorsionista estará oculta en alguna parte, pero el escenario es de madera maciza y está abierto por la parte inferior. La mujer se ha esfumado por completo, a pesar del hecho irrefutable de que no puede haber ido a ningún sitio.

Bailey prosigue su recorrido por el sinuoso sendero. Se termina la sidra y se acerca a una papelera para tirar la taza: nada más depositarla en el interior del oscuro contenedor, la taza también se esfuma.

Sigue caminando, leyendo carteles y tratando de decidir en qué carpa entrar. Algunos de los letreros son grandes y están decorados con hermosas florituras, además de ofrecer detalladas descripciones de lo que se oculta en el interior. Sin embargo, el cartel que más le llama la atención es uno pequeño, lo mismo que la carpa ante la cual está colgado. Lee las recargadas letras sobre fondo negro:

HAZAÑAS DE ILUSTRE ILUSIONISMO

La entrada está abierta y por ella desfila una cola de espectadores, que se disponen a entrar en la carpa. Bailey se une a ellos.

El interior de la carpa está iluminado por una hilera de apliques negros de hierro, colgados de las paredes curvas, y no contiene más que un círculo de sillas de madera. En total, son unas veinte, colocadas en dos filas escalonadas, de manera que todos los espectadores vean perfectamente. Bailey elige una silla de la fila interior, al otro lado de la entrada.

Las demás sillas no tardan en quedar ocupadas, excepto dos: la que Bailey tiene a la izquierda y una situada al otro lado del círculo.

El chico percibe dos cosas al mismo tiempo: una, que ya no se ve la puerta. El espacio por el que ha entrado el público parece haberse convertido ahora en pared sólida y haberse fundido, sin dejar rastro alguno, con el resto de la carpa. Dos, que ahora hay una mujer morena, vestida con un abrigo negro, sentada a su izquierda. Está completamente seguro de que la mujer no estaba allí antes de que la puerta desapareciera.

Sin embargo, Bailey pierde todo interés en esos dos hechos cuando la otra silla vacía, la que está al otro lado del círculo, empieza a arder.

El pánico cunde de inmediato. Los espectadores que ocupan las sillas más próximas a la que está en llamas abandonan al instante sus asientos y se precipitan hacia la puerta, sólo para descubrir que ya no hay ninguna puerta, únicamente pared.

Las llamas van ganando en altura, sin alejarse de la silla. Lamen la madera, aunque no parece que se esté quemando.

Bailey contempla de nuevo a la mujer sentada a su izquierda, la cual le guiña el ojo justo antes de ponerse en pie y dirigirse al centro del círculo. En mitad del pánico imperante, se desabrocha con parsimonia el abrigo, se lo quita y lo lanza con un gesto delicado sobre la silla en llamas.

Lo que hasta ese momento había sido un grueso abrigo de lana se convierte de repente en una larga tela de seda negra que cae sobre la silla como si fuera agua. Las llamas se extinguen: de ellas no quedan más que unas pocas volutas de humo y un penetrante olor a madera chamuscada que, poco a poco, se va transformando en algo más agradable, la fragancia de un fuego de chimenea mezclado con algo que parece canela o clavo.

La mujer, de pie en el centro del círculo de sillas, recupera con elegante ademán la tela de seda negra y deja a la vista una silla intacta en la que se han posado varias palomas blancas como la nieve.

Otro elegante ademán y la tela de seda negra se dobla y curva sobre sí misma hasta convertirse en un sombrero de copa negro. La mujer se lo pone en la cabeza, rematando así un conjunto que parece un vestido de baile inspirado en el cielo nocturno: seda negra salpicada de centelleantes cristales blancos.

La ilusionista ha hecho su entrada.

Unos cuantos espectadores, entre ellos Bailey, aplauden desconcertados, mientras que los que momentos antes han abandonado sus asientos vuelven a ocuparlos, con expresiones que reflejan inquietud y curiosidad al mismo tiempo.

La actuación se desarrolla sin pausas. Una tras otra, se suceden demostraciones que al muchacho le cuesta definir como trucos. Las palomas se esfuman de vez en cuando, pero vuelven a aparecer en el interior de sombreros o debajo de alguna silla. Y también aparece un cuervo negro, que resulta demasiado grande como para haber estado astutamente escondido hasta entonces. Cuando ya hace rato que ha empezado la actuación, Bailey va cayendo en la cuenta de que, debido al círculo de sillas, a la forma y a la intimidad del espacio, no queda sitio para espejos ni trucos de luz. Todo es inmediato y palpable. La ilusionista consigue, incluso, transformar el reloj de bolsillo de uno de los espectadores en arena y luego de nuevo en metal. En un momento determinado de la actuación, todas las sillas flotan a cierta distancia del suelo y, a pesar de que el movimiento es firme y seguro, Bailey apenas roza el pavimento con las puntas de los pies, por lo que se aferra, inquieto, a los lados de la silla.

Al final de su actuación, la ilusionista hace una reverencia y empieza a girar sobre sí misma, de modo que agradece a todos los espectadores el aplauso que le brindan. Al terminar el giro, desaparece. Lo único que queda de ella es un trémulo centelleo, como si fuera un eco de los cristales de su vestido.

La puerta reaparece en uno de los costados de la carpa, y el reducido público empieza a salir. Bailey es de los últimos en hacerlo, pues se vuelve una y otra vez hacia el lugar que hasta hace muy poco ocupaba la ilusionista.

Ya en el exterior, Bailey se topa con otra plataforma elevada que antes no estaba allí, muy parecida a la que ha utilizado la contorsionista para su número. Sin embargo, la figura que ocupa esta segunda plataforma no se mueve. Bailey cree al principio que se trata de una estatua, ataviada con un vestido blanco ribeteado en piel igualmente blanca que cae, como si de una cascada se tratara, hasta el suelo. El pelo, la piel y hasta las pestañas de la mujer son blancos como la nieve.

Pero se mueve. Muy, muy despacio, tanto que Bailey no percibe movimientos concretos, sólo pequeños cambios. Minúsculos copos de nieve iridiscente que se desprenden de la mujer como si fueran las hojas de un árbol caen flotando hacia el suelo.

El chico la rodea y la contempla desde todos los ángulos posibles. Los ojos de la mujer le siguen, pero no mueve ni una sola vez las pestañas cubiertas de nieve.

De la plataforma cuelga una pequeña placa plateada, medio oculta bajo la falda del vestido. Se lee «EN MEMORIA», aunque no se especifica de quién.