LONDRES, 13 Y 14 DE OCTUBRE DE 1886
El día del estreno o, mejor dicho, la noche, es espectacular. Hasta el último detalle está pensado y, mucho antes del atardecer, una inmensa multitud se congrega ante las puertas. Cuando por fin se le permite la entrada, el público lo hace, perplejo, y, mientras los visitantes van de una carpa a otra, su estupor aumenta.
Todos los elementos del circo se funden en una maravillosa amalgama. Los números ensayados en distintos países de diferentes continentes se escenifican ahora en carpas contiguas, de modo que cada parte se une a las demás sin dejar el menor resquicio, hasta formar un todo. Cada traje, cada gesto y cada cartel de cada carpa parece más perfecto aún que el anterior.
Hasta el aire mismo resulta ideal, claro, nítido y fresco, cargado de olores y sonidos que subyugan y fascinan uno tras otro a los asistentes.
A medianoche, se enciende ceremoniosamente la hoguera. El caldero ha permanecido vacío buena parte de la noche, como si no fuera más que una sencilla escultura de hierro retorcido. Doce de los arqueros entran en la explanada provistos de pequeñas plataformas que colocan alrededor del perímetro, como si fueran los números en la esfera de un reloj. Justo un minuto antes de las doce, cada uno sube a su respectiva plataforma y coge el reluciente arco y la flecha que lleva colgados a la espalda. Cuando faltan treinta segundos para la hora, cada arquero prende la punta de su flecha con trémulas llamas amarillas. Quienes no se habían fijado aún en ellos, los observan ahora maravillados. Diez segundos antes de la hora, levantan los arcos y apuntan las flechas llameantes hacia el paciente pozo de hierro retorcido. Y cuando el reloj empieza a dar las campanadas, cerca de las puertas, el primer arquero dispara su flecha, que se eleva por encima de la multitud y alcanza su objetivo en mitad de una lluvia de chispas.
La hoguera se enciende en una erupción de llamas amarillas.
Suena entonces la segunda campanada, y el segundo arquero dispara su flecha hacia las llamas amarillas, que se vuelven de una clara tonalidad azul celeste.
Con la tercera campanada llega la tercera flecha, y las llamas se tiñen de un alegre y cálido tono rosa.
Una llamarada del color de una calabaza madura sigue a la cuarta flecha.
Con la quinta, las llamas se vuelven rojo escarlata.
La sexta flecha produce un intenso y centelleante tono carmesí.
Siete, y la hoguera se tiñe de un encendido color vino.
Ocho, y las llamas adquieren un delicado tono violeta.
Nueve, y el violeta se vuelve añil.
Con la décima campanada y la décima flecha, la hoguera se vuelve de un color azul oscuro.
Al sonar la penúltima campanada, las danzarinas llamas pasan del azul al negro, hasta el punto de que resulta difícil distinguirlas del caldero.
Y con el último repique, las oscuras llamas dejan paso a un blanco cegador, a una lluvia de chispas que caen alrededor de la hoguera como si fueran copos de nieve, mientras hacia el cielo nocturno se elevan inmensas volutas de denso humo blanco.
El público reacciona con fervor. Los espectadores que hasta ese momento estaban pensando en marcharse deciden quedarse un poco más y comentan con entusiasmo la ceremonia de encendido de la hoguera. Y los que no han tenido ocasión de presenciarla, apenas pueden creerse las historias que otros les cuentan minutos u horas más tarde.
La gente va de una carpa a otra, deambulando por senderos que se cruzan entre sí y que parecen no tener fin. Algunos entran en todas las carpas que encuentran por el camino, mientras que otros se muestran más selectivos y se deciden por una sola después de considerar atentamente todos los carteles. Otros quedan tan fascinados con alguna carpa en concreto que se resisten a abandonarla y optan por quedarse allí mientras dura su visita al circo. Algunos espectadores se ponen a charlar con otros cuando se cruzan en las avenidas, y les hablan de las carpas interesantes que ya han visto. Sus consejos y sugerencias tienen siempre buena acogida, pero los aconsejados los olvidan a menudo y se dejan fascinar por otras carpas antes de llegar a las recomendadas.
Cuando empieza a amanecer, se hace difícil conseguir que los últimos espectadores se marchen. El único consuelo que les queda es que podrán volver en cuanto se oculte de nuevo el sol.
En conjunto, la noche del estreno es un éxito indiscutible.
Sólo se produce un pequeño percance, por así decirlo, un inesperado contratiempo que pasa inadvertido a todos los espectadores. La mayoría de los artistas ni siquiera lo descubren hasta más tarde.
Justo antes de ponerse el sol, mientras se realizan los preparativos de última hora (retocar los trajes, preparar el caramelo…), la esposa del domador de fieras se pone inesperadamente de parto. Además de esposa del domador de fieras, es también su ayudante, pero dado su estado de buena esperanza, el número ha sufrido ligeras modificaciones para compensar su ausencia. De todas formas, las fieras parecen un poco nerviosas.
La mujer espera gemelos, aunque en teoría aún le faltan unas cuantas semanas para salir de cuentas. Con el tiempo, todo el mundo dirá en broma que tal vez los pequeños no querían perderse la noche del estreno.
Antes de que el circo abra sus puertas, llega un médico al que se acompaña con la mayor discreción entre bastidores para que asista el parto (lo cual resulta mucho más fácil que trasladar a la parturienta a un hospital).
Seis minutos antes de la medianoche, nace Winston Aidan Murray.
Siete minutos más tarde le sigue su hermana, Penelope Aislin Murray.
Cuando se comunica la noticia a Chandresh Christophe Lefèvre, éste se muestra ligeramente decepcionado ante el hecho de que los gemelos no sean idénticos. Ya había pensado en varios papeles que podrían representar en el circo, cuando fueran lo bastante mayores, unos gemelos idénticos. Los gemelos bivitelinos no poseen la teatralidad que Chandresh deseaba, pero aun así da a Marco las instrucciones necesarias para que se envíen dos enormes ramos de rosas rojas a la madre.
Son dos criaturas minúsculas, aunque los dos poseen una sorprendente cantidad de pelo, de un rojo muy vivo. Apenas lloran; al contrario, permanecen despiertos y atentos, observándolo todo con idénticos ojos azules. Están envueltos en retales de seda y satén, blanco para ella y negro para él.
Un torrente de artistas se acerca a conocerlos entre número y número, y se turnan para cogerlos en brazos y comentar, inevitablemente, lo oportuno de su llegada precisamente esa noche. «Encajarán a la perfección —dice todo el mundo—, lástima del pelo.» Alguien sugiere que lleven gorro hasta que tengan edad suficiente para teñirse. Alguien más insinúa que sería un pecado teñir ese increíble tono rojo, mucho más intenso que el pelo cobrizo de la madre.
—Es un color con buenos auspicios —comenta Tsukiko, aunque no aclara lo que quiere decir. Besa en la frente a los gemelos y, más tarde, hace grullas de papel para colgarlas sobre la cunita de los bebés.
A pocos minutos del amanecer, cuando el circo ya está casi vacío, llevan a los bebés a dar un paseo entre las carpas y los acercan a la explanada. La idea es, claramente, dormirlos, pero los niños permanecen despiertos, contemplando las luces, los trajes y las rayas de las carpas, extrañamente atentos pese a tener sólo unas pocas horas de vida.
El sol ya ha salido cuando finalmente cierran los ojos y se duermen el uno junto al otro en la cuna negra de hierro forjado con sábanas de rayas que ya los estaba esperando a pesar de que se hayan adelantado en su llegada al mundo. Es un regalo que se recibió pocas semanas atrás, aunque no venía acompañado de nota ni tarjeta alguna. Los Murray asumieron que era un regalo de Chandresh, pero cuando le dieron las gracias éste aseguró no saber de qué le estaban hablando.
A los gemelos, sin embargo, les gusta la cuna, independientemente de su dudoso origen.
Más tarde, nadie recordará con exactitud en qué momento recibieron los apodos de Poppet y Widget. Como en el caso de la cuna, nadie se atribuye el mérito.
Pero los apodos, como suele ocurrir, cuajan.