CONCORD, MASSACHUSETTS, OCTUBRE DE 1902
Las discusiones sobre el futuro de Bailey empiezan pronto y se suceden con frecuencia, aunque a estas alturas suelen consistir en poco más que frases repetidas y silencios tensos.
Le echa la culpa a Caroline por haber empezado, aunque quien sacó el tema fue en realidad su abuela materna. Pero el chico siempre ha querido más a su abuela que a su hermana, así que le echa la culpa directamente a Caroline, porque de no haberse conformado ella, a él no le hubiera tocado pelear tanto.
Era una de las exigencias de la abuela de ambos, si bien disfrazada de sugerencia (y de sugerencia bastante inocua), que Caroline estudiara en el Radcliffe College.
Caroline se había mostrado bastante interesada mientras tomaban el té en Cambridge, en el tranquilo saloncito de su abuela, entre cojines y paredes revestidas de papel de flores. Pero si había tomado alguna decisión al respecto, la había abandonado de inmediato al volver a Concord y escuchar el veredicto de su padre.
—Ni hablar.
Caroline lo aceptó con un mohín pasajero: llegó a la conclusión de que probablemente le supondría mucho trabajo y, por otro lado, tampoco es que la atrajera demasiado la ciudad. Además, Millie estaba prometida y había que organizar la boda, tema que a Caroline, sin duda, le parecía mucho más atractivo que su propia educación.
Y no hubo más que decir.
Luego llegó la respuesta de Cambridge, en forma de decreto de abuela: de acuerdo, lo aceptaba, pero Bailey iría a Harvard, claro.
Y no se trataba de ninguna exigencia disfrazada de nada. Era una orden pura y dura. Las protestas basadas en cuestiones económicas fueron acalladas antes incluso de que se alzaran, gracias a la afirmación tajante de que Bailey no tenía necesidad de preocuparse por los gastos de matrícula.
Las discusiones, sin embargo, empezaron antes incluso de que a Bailey se le pidiera su opinión.
—A mí me gustaría ir —anunció, en cuanto se produjo una pausa lo bastante larga como para poder introducir esas palabras.
—Tú tienes que hacerte cargo de la granja —fue la respuesta de su padre.
Lo más sencillo hubiera sido olvidarse del tema y haberlo sacado más adelante, sobre todo teniendo en cuenta que Bailey ni siquiera ha cumplido aún los dieciséis, lo cual significa que aún queda bastante tiempo hasta que una de las dos opciones se haga realidad.
Y sin embargo, el muchacho mantiene viva la discusión y saca el tema a la primera ocasión, aunque no sabe exactamente por qué. Insiste en que siempre puede ir a Harvard y volver a la granja al terminar sus estudios, que cuatro años tampoco es tanto tiempo.
Esas afirmaciones son rebatidas, al principio, con largos sermones, que pronto se convierten en sentencias expresadas a voz en cuello y acompañadas de sonoros portazos. La madre de Bailey procura mantenerse al margen de esas discusiones, pero cuando se ve presionada, le da la razón a su esposo, si bien al mismo tiempo admite tímidamente que debería ser el chico quien tomara la decisión.
Bailey ni siquiera está seguro de querer ir a Harvard. Le gusta la ciudad más que a Caroline y, en su opinión, es la opción que más misterio y más posibilidades promete. La granja sólo le asegura ovejas, manzanas y previsibilidad.
Hasta es capaz de imaginar cómo sería allí su vida. Día tras día, estación tras estación. Cuando caigan las manzanas de los árboles, cuando haya que esquilar las ovejas, cuando lleguen las primeras heladas…
Siempre lo mismo, un año, y otro y otro…
Le comenta a su madre algo sobre esa repetición interminable, con la esperanza de que dé pie a una conversación más sosegada acerca de si le permitirán o no marcharse, pero su madre se limita a decir que a ella la naturaleza cíclica de la granja le parece reconfortante. Luego le pregunta si ya ha terminado sus tareas.
Las invitaciones para tomar el té en Cambridge sólo incluyen ahora a Bailey. Su hermana queda completamente al margen. Caroline murmura algo acerca de que, de todas formas, ella no tiene tiempo para esas cosas, así que el chico acude solo y se alegra de poder disfrutar del viaje sin tener que soportar la interminable cháchara de su hermana.
—La verdad es que me trae bastante sin cuidado el hecho de que vayas o no a Harvard —comenta su abuela una tarde, aunque Bailey ni siquiera ha mencionado el tema. Por lo general, intenta evitarlo, convencido de que sabe perfectamente lo que piensa la buena mujer.
Se echa otra cucharadita de azúcar en el té y espera a que su abuela entre en detalles.
—Creo que te proporcionará más oportunidades —prosigue—. Y me gustaría que pudieras tener esas opciones, aunque a tus padres no les entusiasme especialmente la idea. ¿Sabes por qué accedí a que mi hija se casara con tu padre?
—No —responde Bailey. No es un tema del que se haya hablado nunca en su presencia, aunque en una ocasión Caroline le contó en secreto que, según había oído decir, se había producido una especie de escándalo. Y, a pesar de que ya habían transcurrido casi veinte años, su padre sigue sin poner los pies en casa de su suegra, del mismo modo que ésta jamás se acerca a Concord.
—Porque, de todas formas, habría huido con él —dice la mujer—. Era lo que ella deseaba. No es lo que yo hubiera elegido para ella, pero no es justo que los padres tomen las decisiones por sus hijos. Te he oído leer libros en voz alta a mis gatos. Cuando tenías cinco años, convertiste un lavadero en un barco pirata y lanzaste un abordaje contra las hortensias de mi jardín, así que no intentes convencerme de que elegirías quedarte en esa granja.
—Tengo una responsabilidad —dice el muchacho, repitiendo una palabra que ya empieza a odiar.
Su abuela emite un ruido que bien podría ser una risa, o una tosecilla, o una combinación de ambas cosas.
—Persigue tus sueños, Bailey —dice—. Ya estén en Harvard o en otro lugar completamente distinto. No importa lo que diga tu padre, ni lo alto que lo diga. Se le olvida que, en otros tiempos, él fue el sueño de alguien.
El chico asiente, mientras su abuela se acomoda en su sillón y dedica un buen rato a criticar a los vecinos, sin volver a hablar del padre de Bailey ni de los sueños del muchacho. Sin embargo, antes de que su nieto se marche, añade:
—No te olvides de lo que te he dicho.
—No lo olvidaré —le asegura él.
Lo que no le cuenta a su abuela es que él sólo tiene un sueño, pero que es tan improbable como ganarse la vida con la piratería de jardín. Y, sin embargo, Bailey sigue discutiendo de vez en cuando con su padre, como un valiente.
—¿Es que mi opinión no cuenta? —le pregunta una noche a su padre, antes de que la conversación llegue a la fase de los portazos.
—No, no cuenta —le responde él.
—Quizá deberías olvidarte del tema, Bailey —le dice su madre en voz baja, cuando su padre ya ha abandonado la estancia.
Bailey empieza a pasar mucho tiempo fuera de casa.
La escuela no le ocupa tantas horas como a él le gustaría. Al principio, trabaja más, en la parte de los huertos más distante de la casa y elige los rincones más alejados de los lugares por donde suele moverse su padre.
Luego recurre a los largos paseos a través de campos, bosques y cementerios. Deambula entre tumbas de filósofos y poetas, de autores cuyos libros conoce gracias a la biblioteca de su abuela. Pero en el cementerio también ve innumerables lápidas con nombres grabados que no reconoce, y otras muchas lápidas tan desgastadas por el tiempo y el viento que resultan ilegibles. Sin duda, ya hace mucho que sus moradores han caído en el olvido.
Camina sin dirigirse a ningún lugar en concreto, pero suele acabar a menudo en aquel viejo roble en cuyas ramas solía sentarse con Caroline y sus amigos.
Dado que Bailey es ahora más alto que entonces, el árbol le resulta más accesible, así que trepa sin dificultad hasta las ramas más elevadas. Ofrece la suficiente sombra como para que el chico se sienta aislado, pero también le proporciona la luz necesaria para leer los libros que lleva, algo que muy pronto se convierte en rutinario.
Lee novelas, libros de mitología y cuentos de hadas, y se pregunta por qué los caballeros, los príncipes o los lobos sólo apartan a las chicas de su vulgar vida en las granjas. Le parece injusto no poder gozar de tan atractiva posibilidad, teniendo en cuenta que tampoco está en situación de ser él quien vaya por ahí rescatando a los demás.
Durante las horas que pasa observando a las ovejas, que deambulan sin rumbo fijo por los campos, llega a desear incluso que aparezca alguien y se lo lleve de allí, pero parece que pedirles algo a las ovejas es tan inútil como pedírselo a las estrellas.
Trata de convencerse a sí mismo de que tampoco es una vida tan triste, que ser granjero no tiene nada de malo. Y sin embargo, sigue descontento. Ni siquiera sus botas parecen encontrar cómodo el suelo que pisan.
Así pues, sigue escapándose a su árbol. Y para convertir el árbol en algo realmente suyo, llega al extremo de trasladar la vieja caja de madera en la que guarda sus más preciadas posesiones: la retira de su habitual escondrijo bajo un tablón suelto debajo de la cama y la esconde en un hueco del árbol. De hecho, es más una hendidura relativamente amplia que un agujero, pero resulta lo bastante seguro como para servir a sus propósitos.
La caja es bastante pequeña, y tanto a las bisagras como a los cierres les falta lustre. Está envuelta en un trozo de arpillera que resulta muy útil a la hora de protegerla de los elementos y la ha encajado tan bien que ni siquiera la ardilla más hábil podría sacarla de su escondrijo.
El contenido de la caja se limita a una punta de flecha que Bailey encontró en un campo cuando tenía cinco años; una piedra con un agujero en el centro que, según dicen, trae suerte; una pluma negra; una roca brillante que, según le contó su madre, es algún tipo de cuarzo; una moneda, su primera paga, que nunca llegó a gastarse; el collar de piel marrón del perro de la familia, que murió cuando Bailey tenía nueve años, y un solitario guante blanco que se ha vuelto más bien gris debido al paso del tiempo y al hecho de haberlo guardado con piedras en una caja pequeña.
Y, por último, varias páginas escritas a mano, dobladas y ya amarillentas. Después de que el circo se marchara, el muchacho anotó todos los detalles que pudo recordar, para no olvidarlo nunca: las palomitas bañadas en chocolate; la carpa llena de artistas sobre plataformas circulares elevadas que realizaban trucos con blancas llamaradas, y el mágico reloj cambiante situado frente a la taquilla, que hacía mucho más que limitarse a marcar la hora.
Bailey había anotado con su temblorosa caligrafía todos los elementos del circo, pero no había conseguido describir su encuentro con la niña pelirroja. Jamás le había hablado a nadie de ella. Durante las dos visitas posteriores que había realizado al circo, las dos noches siguientes, la había buscado por todas partes, pero no la había encontrado.
Y luego, el circo se había marchado, había desaparecido tan de repente como había llegado. Igual que un sueño efímero.
Y aún no ha regresado.
La única prueba que le queda a Bailey de que la niña existe en realidad, en lugar de ser un simple producto de su imaginación, es el guante.
El chico, sin embargo, no vuelve a abrir la caja. La deja, herméticamente cerrada, en el árbol. Piensa que tal vez debería tirarla, pero no se siente capaz de hacer tal cosa.
Tal vez la deje para siempre en el árbol, hasta que la corteza vaya creciendo y la sepulte en el interior del tronco.
Es una gris mañana de sábado y Bailey se levanta antes que el resto de su familia, lo cual no es tan desacostumbrado. Termina sus tareas lo más de prisa que puede, mete en su bolsa una manzana y un libro, y se encamina a su árbol. Cuando ya está a mitad de camino, se le ocurre que tal vez debería haber cogido la bufanda, pero seguramente hará más calor a medida que avance el día. Mientras piensa en ese reconfortante detalle, trepa más allá de las ramas bajas a las cuales se veía relegado hace años, y más allá de aquellas que acaparaban su hermana y sus amigos. «Ésta es la rama de Millie», piensa, al apoyar un pie en ella. Y, a pesar de que ha transcurrido ya mucho tiempo, no puede evitar cierta satisfacción al trepar por encima de la rama de Caroline. Rodeado de hojas que susurran movidas por la brisa, Bailey se acomoda en su rincón favorito y apoya las botas cerca de su ya casi olvidada caja de los tesoros.
Cuando finalmente levanta la vista del libro, se lleva tal sorpresa al ver en el campo las carpas de rayas blancas y negras que casi se cae del árbol.