LONDRES, SEPTIEMBRE DE 1885
Más o menos una vez al mes, aunque no siempre el mismo día, se celebra una cena a medianoche a la que los invitados se refieren a menudo como la «Cena del Circo». Podría decirse que se trata de una especie de amalgama nocturna entre el evento social y la reunión de negocios.
Madame Padva siempre está presente, lo mismo que al menos una de las hermanas Burgess (aunque a veces asisten las dos). El señor Barris se une a ellas tan a menudo como se lo permite su agenda, pues viaja mucho y su trabajo no es tan flexible como a él le gustaría.
El señor A. H— no suele aparecer. Tara comenta que, cuando él está, la reunión posterior a la cena suele ser más productiva, si bien el señor A. H— se limita tan sólo a lanzar alguna que otra sugerencia acerca de cómo debería regularse el circo.
Esta noche en concreto, sólo están presentes las damas.
—¿Dónde está el señor Barris esta noche? —pregunta madame Padva cuando las hermanas Burgess llegan solas, pues suelen hacerlo en compañía del arquitecto.
—En Alemania —corean Lainie y Tara al unísono, perfectamente coordinadas. Al oírlas, Chandresh se echa a reír y les sirve vino a las dos.
—Está intentando localizar a un fabricante de relojes —prosigue Lainie, ya en solitario—. Dijo algo de encargarle no sé qué para el circo, y la verdad es que antes de marcharse parecía bastante entusiasmado con el tema.
La cena de esta noche no incluye espectáculo alguno, ni siquiera el habitual acompañamiento al piano, pero el espectáculo en sí llama a la puerta sin previo aviso.
Se presenta como Tsukiko, aunque no aclara si se trata de su nombre de pila o de su apellido. Es menuda, pero no diminuta. Lleva el pelo, largo y negro como la noche, perfectamente recogido en unas elaboradas trenzas. Viste un abrigo oscuro que le va demasiado grande, pero es una mujer con tanto porte que el abrigo le queda como una especie de manto, lo cual le da un aire muy elegante.
Marco la deja en el vestíbulo, esperando pacientemente bajo la imponente estatua de oro con cabeza de elefante, mientras intenta explicarle la situación a Chandresh. Lógicamente, lo que sucede es que todos los invitados a la cena terminan saliendo al vestíbulo para averiguar a qué se debe todo ese alboroto.
—¿Qué hace usted aquí, a estas horas? —le pregunta Chandresh, un tanto perplejo. En la maison Lefèvre se han visto cosas más raras que un espectáculo no previsto. Y, por otro lado, la pianista suele mandar a algún sustituto cuando ella misma no puede asistir a una de las cenas.
—Siempre he sido nocturna —se limita a responder Tsukiko. No entra en detalles acerca de las extrañas vueltas del destino que la han llevado a esa casa y en ese momento, pero la sonrisa con que acompaña su críptico comentario es cálida y contagiosa. Las hermanas Burgess le suplican a Chandresh que le permita quedarse.
—Estábamos a punto de sentarnos a cenar —dice Chandresh, frunciendo el ceño—, pero puede usted acompañarnos al comedor y hacer… lo que sea que haga usted.
Tsukiko asiente y la sonrisa aparece de nuevo en su rostro.
Mientras los demás regresan de nuevo al comedor, Marco ayuda a la mujer a quitarse el abrigo y vacila al ver lo que se oculta debajo. Lleva un minúsculo vestidito que en otros círculos se consideraría escandaloso, pero los aquí reunidos no se escandalizan fácilmente. Más que un vestido propiamente dicho, es una especie de velo de seda roja que se mantiene en su sitio gracias a un apretado corsé.
Lo que hace que Marco se la quede mirando fijamente no es, sin embargo, la relativa insustancialidad de su atuendo, sino el tatuaje que serpentea por la piel de la mujer.
Al principio, le resulta difícil discernir qué es esa especie de lluvia de marcas negras que recorre el hombro y la nuca de la mujer. Por delante termina justo encima del escote, y por detrás desaparece bajo los lazos del corsé. Más allá de eso, es imposible decir hasta dónde llega el tatuaje.
Una mirada más atenta, sin embargo, permite discernir que el remolino que forma el tatuaje es algo más que una sucesión de simples marcas negras. Es una especie de fluida cascada de símbolos astrológicos y alquímicos, de antiguas marcas de planetas y elementos, todo ello dibujado en tinta negra sobre la blanca piel de la mujer. Mercurio, plomo, antimonio… En la parte baja de la nuca se aprecia una media luna y, junto a la clavícula, una cruz egipcia. También se distinguen otros símbolos, como runas nórdicas o caracteres chinos. Son, en realidad, incontables tatuajes que se funden en un único diseño que adorna su piel como si de una insólita y elegante joya se tratara.
Tsukiko sorprende a Marco observándola y, a pesar de que él no le pregunta por el tatuaje, la mujer dice:
—Es parte de la persona que yo era antes, de la persona que soy y de la persona que seré.
Luego sonríe y se aleja hacia el comedor. Marco se queda solo en el vestíbulo justo cuando el reloj empieza a dar las doce y se sirve el primer plato.
Tsukiko se quita los zapatos junto a la puerta y entra descalza en el comedor. Se dirige a una zona junto al piano, la que mejor recoge la luz que proyectan candelabros y arañas. Al principio, se limita a permanecer allí de pie, tranquila y relajada, mientras los comensales la observan con curiosidad. Pronto, sin embargo, queda claro qué clase de espectáculo ofrece: Tsukiko es contorsionista.
Por lo general, estos artistas arquean el cuerpo hacia adelante o hacia atrás, en función de lo flexible que tengan la columna vertebral, y en esa distinción se basan sus ejercicios y posturas. Tsukiko, sin embargo, posee una cualidad muy poco frecuente en los contorsionistas: su flexibilidad es idéntica en ambas direcciones.
Se mueve con la gracilidad de una experta bailarina, detalle que madame Padva advierte en seguida y comenta en susurros a las hermanas Burgess, antes incluso de que Tsukiko ponga en práctica sus más impresionantes hazañas de elasticidad.
—¿Usted también podía hacer todo eso cuando era bailarina? —le pregunta Tara a madame Padva, mientras Tsukiko levanta una pierna por encima de la cabeza en un movimiento casi imposible.
—Si hubiera podido hacer todo eso, mi calendario social habría estado mucho más apretado —responde madame Padva, meneando la cabeza de un lado a otro.
Tsukiko es una artista consumada. Añade las florituras perfectas, mantiene las posturas y las pausas el tiempo exactamente necesario… y, aunque contorsiona el cuerpo hasta conseguir posturas inimaginables y aparentemente muy dolorosas, jamás deja de sonreír plácidamente.
El reducido público, absorto en ella, se olvida de la conversación y de la cena.
Más tarde, Lainie comenta con su hermana que estaba convencida de que había música, aunque en realidad los únicos sonidos que se oyen son el roce de la seda contra la piel y el crepitar del fuego en la chimenea.
—De esto es precisamente de lo que he estado hablándoles —comenta Chandresh, quien de repente interrumpe el extasiado silencio y golpea la mesa con el puño. A Tara casi se le cae el tenedor, que sostenía lánguidamente en una mano, pero lo atrapa antes de que se estrelle contra su plato, medio lleno aún de ostras escalfadas en vermú. Tsukiko, sin embargo, prosigue con su número sin ni siquiera inmutarse, aunque su sonrisa se vuelve considerablemente más amplia.
—¿De esto? —pregunta madame Padva.
—¡De esto! —repite Chandresh, haciéndole una seña a Tsukiko—. Éste es precisamente el aire que tiene que tener el circo: insólito y aun así hermoso. Provocador, pero sin perder la elegancia. Que ella haya venido aquí esta noche es kismet. Tenemos que contratarla, no voy a conformarme con menos. Marco, acércale una silla a esta dama.
Se le ofrece un sitio a Tsukiko, que se sienta con los demás a la mesa y sonríe, algo aturdida. La conversación que sigue tiene que ver más con la coacción creativa que con una oferta clara de trabajo; a menudo, los comensales se desvían hacia otros temas, como el ballet, la moda o la mitología japonesa.
Después de cinco platos y una considerable cantidad de vino, Tsukiko se deja convencer y acepta una invitación para actuar en un circo que aún no existe.
—Bien, entonces —anuncia Chandresh—. Ya tenemos solucionado el tema de los contorsionistas. Por algo se empieza.
—¿No debería haber más de uno? —pregunta Lainie—. Una carpa entera, como las de los acróbatas.
—Tonterías —responde el anfitrión—. Prefiero tener un único diamante, pero perfecto, antes que un saco lleno de piedras con defectos. La convertiremos en una especie de escaparate, o la haremos actuar en la explanada de la entrada, algo así.
De momento se da por zanjado el asunto, y durante los postres y los licores el único tema del que se habla es el circo en sí.
Cuando se marcha, Tsukiko le deja a Marco una tarjeta con la información necesaria para contactar con ella. Pronto se convierte en una parte integrante de las Cenas del Circo y a menudo actúa antes o después de la cena en sí, para no distraer a los comensales durante el ágape.
Se convierte en la favorita de Chandresh, en el criterio más citado para ilustrar cómo debe ser el circo.