Epílogo
Metamorfosis

Shreever descansaba. Ya no necesitaba esforzarse ni debatirse. Incluso había dejado de sentir dolor. Estaba sumida en una oscuridad en la que no era ni serpiente ni dragona. El conocimiento de su ineluctable destino le permitía estar en paz. Cuando llegara el invierno, Tintaglia removería la gruesa capa de hojas bajo la cual estaban cobijados sus cascarones. Y, cuando los cálidos rayos del sol los tocaran, saldrían al mundo como dragones.

El tortuoso periplo estaba llegando a su fin. Cuando el Paragon y La Que Recuerda los habían guiado hasta la desembocadura del río Pluvia, las serpientes se habían mostrado poco confiadas. Ninguna de ellas había identificado el salvaje y lechoso curso de agua como el antiguo río de las serpientes. Los habían seguido con profundos recelos. Muchas de ellas habían muerto. La única razón por la que Shreever había seguido adelante había sido por los ánimos constantes que le había dado Tintaglia. Cuando habían llegado a la construcción de madera que los humanos habían dispuesto para ayudarlas, se había desesperado. El agua no era nada profunda, y las vías de acceso que habían edificado los humanos eran demasiado estrechas como para poderse desenvolverse confortablemente. Era obvio que los humanos no tenían conocimiento ninguno acerca de las serpientes, y que no se podía confiar en ellos.

Justo cuando estaba a punto de darse por vencida, había aparecido un joven Anciano. Ajeno a los peligros de la fuerte corriente y de la toxicidad de la piel de las serpientes, se había adelantado hasta el nivel de las estructuras de madera y piedra y, desde allí, las había animado a seguir. Con una voz tan dulce como el roce del viento en las alas de una dragona, les había recordado todas las cosas buenas que les esperaban a la salida de sus cascarones. Vio como las demás serpientes también se esforzaban al máximo por llegar a tierra, ignorando el dolor y la extenuación.

Deslizarse sobre la tierra había sido todo un suplicio. Se suponía que tendrían que haberlo hecho en una estación más cálida, y no en el crudo invierno. Su piel empezó a secarse demasiado deprisa. No podía confiar en los humanos que la rodeaban y, además, era obvio que su melena tóxica les daba miedo. Volcaron junto a ella carretillas llenas de barro plateado. Se rebozó en él, en un intento por abrigarse del frío. Todas las demás hicieron lo mismo. Tintaglia caminó entre ellas y las exhortó a continuar. Algunas estaban tan faltas de fuerzas que no conseguían ni trabarse el barro para regurgitarlo después en forma de largas tiras en las que debían envolverse. Shrvover sintió su propia espalda a punto de romperse cuando tuvo que levantar su cabeza lo suficiente como para poder envolverse del todo en su cascarón.

Antes de terminar su propio envoltorio, había visto a Sessurea y a Maulkin concluir sus respectivos cascarones. Cuando finalmente se quedó quieta y las tiras de barro empezaron a solidificarse alrededor de su cuerpo, se sintió a la vez abandonada y agradecida. Se sentía feliz de saberse a salvo junto a los suyos. Al menos aquellos dos tenían una oportunidad de emerger junto a ella. El esbelto Tellur, el trovador, había muerto en la batalla que habían librado contra las naves. Aunque los chalazos habían herido al escarlata Sylic, el inmenso Kelaro estaba enterrado no lejos de ella. Se dijo a sí misma que no se dejaría entristecer por aquellos que habían muerto sino que esperaría la llegada del sol y el reencuentro con aquellos de sus amigos que habían sobrevivido.

Le permitió a su mente cansada que soñara con los días más calurosos del verano. En sus sueños, el cielo estaba repleto de dragones. Los señores de los Tres Reinos habían regresado.