Capítulo 40
El río Pluvia

El aire de la mañana era fresco y agradable. El Paragon seguía el curso del río con facilidad. Semoy manejaba el timón. No tanto porque se precisara de un marinero habilidoso como porque disfrutaba haciéndolo. Este tramo del río era tan plácido como la cubierta del Paragon. La mayor parte de la tripulación se había bajado de la nao en el Mitonar. Los que habían continuado hasta Casárbol lo habían hecho con la esperanza de encontrar trabajo como jornaleros. Cuando se habían marchado de Casárbol con un número mínimo de marineros, ni Althea ni Brashen lo habían visto como un drama. Ya iba a ser bastante difícil pagar a los que se habían quedado. Actualmente, se dirigían de nuevo al Mitonar, donde los esperaba un cargamento de piedras. Althea sospechaba que provendría de alguna expropiación a un nuevo comerciante. Utilizarían esta piedra para reforzar el terreno en el que los cascarones de dragón terminarían por eclosionar. A la dragona no le costaba nada encontrar trabajo para las naos redivivas, pero sí que le costaba, en cambio, encontrar medios de pago para sus tripulaciones.

Althea alejó esas preocupaciones de su cabeza. Se esforzó por ver las cosas con optimismo. Si no pensaba demasiado, conseguiría convencerse de que todo iría bien. Atravesó la cubierta principal para poder subir a la cubierta superior.

—¡Buenos días! —saludó a la nao. Miró a su alrededor mientras estiraba su cuerpo—. Cada día me despierto pensando que esta jungla no podría ser más verde. A la mañana siguiente, siempre descubro que estaba equivocada.

El Paragon no le contestó. Ámbar, que se encontraba en un lateral del casco, sí que lo hizo.

—La primavera —añadió Ámbar—. Una estación asombrosa.

Althea se apoyó sobre el pasamanos para mirarla.

—Si te caes en este río, lo vas a lamentar mucho —la avisó—. Te dolerá, por muy rápido que te pesquemos. Te dolerá por todas partes.

—No me voy a caer —replicó Ámbar.

El Paragon extendió una mano justo debajo de ella. Ámbar se sentó en ella, con las piernas colgando, y sus herramientas de trabajo en mano.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Althea, que sentía curiosidad—. Creí que ya habías terminado.

—Y lo hice. Esto solo son adornos. Para el puño de su hacha y su arnés de batalla.

—¿Que estás tallando?

—Una batalla de ciervos —le contestó, tímidamente. De repente, guardó todas sus herramientas—. Súbeme, por favor —le pidió al Paragon.

La nao la devolvió a la cubierta sin pronunciar palabra.

El río era como una amplia carretera grisácea que fluía por debajo de ellos. La espesura de la jungla de los Territorios Pluviales llegaba prácticamente a rozar la popa de la nao. Althea inspiró profundamente una bocanada de aire fresco aderezado con agua de río y olor a plantas acuáticas. Pájaros que no veían cantaban desde los árboles. Una columna de insectos danzantes reflejaba la luz del sol en su miríada de diminutas alas. Cuando vio aquel espectáculo, Althea hizo una mueca.

—Juro que todos y cada uno de esos asquerosos bichos pasaron la noche en nuestra cabina.

—Al menos uno de ellos estuvo en mi habitación —la contradijo Ámbar—. ¿Cómo has dormido tú, Paragon?

—Bastante bien —contestó la nao, distraídamente.

Althea miró a Ámbar y levantó una ceja interrogativa. La carpintera se encogió de hombros. Estos últimos dos días, la nao había parecido preocupada. Althea estaba dispuesta a darle todo el tiempo y el espacio que necesitara. Este retorno al hogar con un retraso de varias décadas le había resultado una experiencia extraña y sobrecogedora. Aunque no era ni una serpiente ni un dragón, las bajas diarias en la maraña de serpientes que estaban guiando hacia el norte la habían afectado profundamente. La idea de que las serpientes supervivientes se comieran a aquellas de sus compañeras que acababan de morir la horrorizaba, por muy pragmático y práctico que resultara para no morirse de hambre ni perder recuerdos.

La presencia alada de Tintaglia las había protegido de las naos chalazas. Solo habían sido directamente atacadas dos veces. La primera había habido una batalla breve que había terminado en cuanto Tintaglia había empezado a perseguir a la nave chalaza. El segundo encontronazo había concluido cuando La Que Recuerda había emergido de las profundidades para rociar a la nave chalaza con sus toxinas. Su muerte, había pensado Althea, había sido la que más le había costado asumir al Paragon. Aunque se había ido consumiendo poco a poco, la serpiente herida había continuado la migración todo lo que había podido. Y, a diferencia de muchas otras serpientes, había terminado por llegar a la desembocadura del río Pluvia. A partir de allí, le había costado mucho más continuar. Le resultaba extremadamente difícil remontar la corriente. Una mañana, se la habían encontrado inconsciente envuelta en la cadena del ancla del Paragon.

Muchas de ellas habían muerto debido a la acidez de las aguas del río. Ya habían llegado al río, débiles y contusionadas, y las aguas grisáceas no hacían más que empeorar la gravedad de sus heridas. Ni la nao ni Tintaglia podían hacerles más fácil el último tramo del viaje. Ciento veintinueve serpientes cruzaron con ellas la desembocadura del río. Para cuando la maraña llegó al paso que habían construido los habitantes de los Territorios Pluviales, ya solo contaba con noventa y tres miembros. Los pasos interconectados de madera le restaban fuerza a la corriente, y tenían la profundidad exacta que necesitaba una serpiente para poder seguir remontando el río.

Las habilidades de ingeniería de los habitantes de los Territorios Pluviales y las fuertes espaldas de los mercaderes y los Tatuados se habían unido para crear un canal artificial que conducía a las antiguas tierras de incubación. Tintaglia había supervisado la operación de transporte del barro de color plata, que tenía una consistencia similar a la arcilla. Se habían puesto a construir otro paso, y los trabajadores se habían pasado largas y dolorosas horas mezclando el material con agua de río hasta que Tintaglia les había dado su aprobación. A medida que las serpientes exhaustas conseguían subir a la ribera del río, los trabajadores, que se habían preocupado previamente de llenar carretillas con barro, cubrían con él a las serpientes.

La idea de que no podría cuidar de las serpientes durante la incubación había atormentado al Paragon. Una nao tan grande no podía navegar en aguas tan poco profundas. Althea había ido en su representación. En ella había recaído la tarea de decirle que solo setenta y nueve serpientes habían podido anidar correctamente en las tierras de incubación. Las otras habían muerto. Habían llegado demasiado agotadas como para que sus cuerpos pudieran reunir las secreciones especiales con las que darle la consistencia adecuada al barro para poder envolverse luego en él. Tintaglia había rugido de dolor con cada muerte, antes de compartir los cuerpos de las serpientes caídas entre las supervivientes. A pesar de que ese comportamiento le repugnaba profundamente, Althea no vio mal que lo hicieran así. La propia dragona no tenía mucho mejor aspecto que sus serpientes. Se había negado a salir de caza hasta que todas las serpientes hubieran formado sus cascarones. En cuestión de días, había adelgazado una barbaridad, y sus escamas ya no tenían el mismo brillo, por muchos pájaros y animalillos del bosque que le hubieran traído los solidarios trabajadores. Gracias a ellos se mantuvo con vida, pero no se desarrolló como debería de haberlo hecho.

Después de la incubación, hubo más trabajo que hacer. Las serpientes envueltas en barro tenían que ser protegidas de las lluvias torrenciales del invierno de los Territorios Pluviales hasta que sus cascarones se secaran. Al final, Tintaglia afirmó sentirse satisfecha del trabajo que habían realizado. Ahora, los inmensos cascarones descansaban en la ribera del río, como vainas gigantes disimuladas entre un espeso lecho de hojas y ramillas. Desde que había reanudado su actividad de caza, Tintaglia volvía a brillar. Algunas noches, volvía a descansar junto a los cascarones, pero cada vez confiaba más en el grupo de humanos que los vigilaban desde sus casas en los árboles. Fiel a su palabra, la dragona se dedicaba ahora a patrullar el río hasta su desembocadura, y a sobrevolar las Orillas Malditas.

Tintaglia seguía esperando la vuelta de más serpientes. Althea sospechaba que esa era su verdadera motivación a la hora de patrullar las costas. Hasta se le había ocurrido pensar que podría pedirles que enviaran más naos redivivas a buscar supervivientes. Althea consideró la angustia que podía haber sentido Tintaglia por las bajas a partir de ese supuesto. Había aprendido de Selden que no todos los cascarones se romperían. Aunque siempre existía riesgo de mortalidad en este estadio del desarrollo, estaban muriendo muchas más criaturas de lo habitual.

Selden parecía lamentar las pérdidas tanto como Tintaglia. Aunque sabía cuáles de las criaturas habían muerto en el interior de sus cascarones, no era capaz de explicárselo bien a Althea.

Jamás había conocido bien a su sobrino. Además, durante las semanas que había pasado en Casárbol y en Casariak, se había vuelto algo raro. Y no solo por los cambios en su aspecto físico. Algunas veces, ya no parecía un niño. La cadencia de su voz y las palabras que elegía cuando hablaba con la dragona parecían venir de una persona más adulta y extraña.

El único día en el que se había parecido al Selden que recordaba había sido aquel en el que había vuelto sucio y cansado de una exploración con Bendir. Habían acordonado el trozo de jungla que rodeaba la playa de incubación con brillantes pedazos de tela que habían atado a ramas de árboles. Habían seguido un código de colores que debía servir para guiar futuras excavaciones, pero que a Althea le había resultado incomprensible. En las comidas, Selden y Bendir discutían seriamente y hacían planes para iniciar excavaciones en verano. Aunque ya no conocía a su sobrino, pensó que sí sabía algo sobre él. Selden Vestrit estaba entusiasmado con la nueva vida que había encontrado. Eso la alegraba. Le sorprendía que Keffria lo hubiera dejado marchar. A lo mejor, al final, su hermana mayor se estaba dando cuenta de que la vida merecía ser vivida en el momento presente, y no en planes de futuro inciertos. Althea inspiró profundamente el aire primaveral, y lo saboreó tanto como su libertad.

—¿Dónde está Brashen? —preguntó Ámbar.

Althea gruñó.

—Torturando a Clave.

Ámbar sonrió.

—Algún día, Clave le agradecerá a Brashen todo lo que le insiste ahora para que aprenda a escribir.

—A lo mejor, pero no creo que suceda esta mañana. Tuve que abandonarlos para que no agotaran mi paciencia. Clave se pasa más tiempo quejándose de que eso no es lo suyo que intentando aprender realmente.

—Aprenderá —aseguró Brashen, mientras avanzaba hacia ellas. Se apartó el pelo de la cara con una mano manchada de tinta. Tenía más pinta de maestro frustrado que de capitán de barco—. Le dejé tres páginas para copiar y me marché. Le avisé de que acabaría antes si hacía bien el trabajo que si no lo hacía.

—¡Ahí! —exclamó el Paragon. Su grito asustó a una bandada de pájaros que se alejaron volando de las ramas de árbol en las que estaban posados. Levantó una mano y apuntó con un dedo entre los árboles—. Allí. Por fin. —Se inclinó hacia delante, haciendo que toda la nao se balanceara ligeramente—. ¡Semoy! ¡Todo a estribor!

—¡Encallaremos contra las rocas! —le gritó Brashen, asustado.

Semoy no cuestionó la orden. De repente, la nao viró hacia los árboles.

—El fondo es de barro, no de roca —contestó tranquilamente el Paragon—. Cuando llegue el momento, no te costará sacarme de aquí.

Althea se agarró al pasamanos pero, en vez de chocarse contra las rocas como parecía que iba a hacer, el Paragon encontró un canal estrecho y profundo de agua casi dulce. A lo mejor, durante la estación de lluvias era uno de los muchos canales de los que se alimentaba el río Pluvia. Ahora, se veía reducido a un hilillo de agua tranquila que serpenteaba entre los árboles. Dejaron atrás el canal principal del río Pluvia. Pero no habían llegado muy lejos cuando los aparejos del Paragon empezaron a liarse con las ramas de los árboles cercanos.

—Cuidado con tus aparejos —lo avisó Brashen, pero la nao siguió hundiéndose deliberadamente en esa maraña.

Althea y Brashen intercambiaron una mirada asustada. El capitán sacudió la cabeza y se mantuvo en silencio. El Paragon tenía un alma independiente. Tenía derecho a decidir dónde quería meter su cuerpo. El nuevo desafío al que se enfrentaban los que querían comandar esta nao consistía en respetar la voluntad del Paragon y confiar en su buen juicio. Aunque eso significara dejar que se cubriera de arañazos en una laguna interior de la jungla.

Aunque se oyeron gritos de interrogación desde algunas cubiertas, Semoy se mantuvo firme en el timón. Les llovían encima hojas y ramillas. Los pájaros se asustaban y huían. La nao ralentizó la marcha y se detuvo.

—Hemos llegado aquí —anunció el Paragon, excitado.

—De eso no cabe duda—añadió Brashen sarcásticamente, mientras observaba la maraña de hojas, ramas, y aparejos.

—La guarida de Igrot —murmuró Ámbar.

Ambos se giraron para mirarla. Sus ojos seguían la dirección hacia la que apuntaba el dedo del Paragon. Althea no vio nada aparte de una masa oscura en el interior de unos árboles ancianos, por encima del nivel de sus cabezas. El mascarón de proa se dio la vuelta para mirarlos con una sonrisa triunfal.

—Ha sido la primera en probar suerte, y lo ha adivinado a la primera —anunció, como si hubieran estado jugando a un juego.

La mayor parte de su reducida tripulación estaba en la cubierta, mirando hacia donde el Paragon apuntaba. La infame estrella de Igrot había sido pintada sobre un árbol cercano. Con el tiempo, la señal se había desdibujado.

—El mayor pillaje de Igrot —recordó el Paragon—, fue el que le hizo a una nave que transportaba tesoros para el sátrapa. Eso ocurrió en los tiempos en los que la satrapía enviaba una nave una vez al año a recoger los impuestos que le debían los territorios de ultramar. El Mitonar había incluido una buena cantidad de bienes provenientes de los Territorios Pluviales. Pero, de camino a Jamaillia, el cargamento entero desapareció. Nadie volvió a verlo jamás.

—Eso fue antes de que yo naciera, pero he oído hablar de ello —dijo Brashen—. La gente dice que fue el cargamento más grande que salió jamás de Casárbol. Todo quedó perdido.

—Escondido —corrigió el Paragon.

Volvió a mirar a los enormes árboles. Althea escrutó la masa oscura, rodeada de ramas de árbol y de lianas, ahí en lo alto. El agujero era más ancho que muchas de las ramas de los árboles más ancianos.

El Paragon estaba exultante.

—¿Nunca te preguntaste por qué quería Igrot una nao rediviva? La quería para poder tener un lugar en el que guardar sus objetos más valiosos, un lugar al que los piratas ordinarios no pudieran acceder. Aunque uno de los miembros de su tripulación se fuera de la lengua, necesitaría una nao rediviva para volver a encontrar el lugar. Colocó la nao aquí, y sus secuaces treparon a los árboles a través de mis aparejos. Allí, construyeron una plataforma para subir el botín. Igrot pensó que estaría a salvo para siempre.

Brashen soltó un gruñido. Había rabia en su voz cuando preguntó:

—¿Te dejó ciego antes o después de elegir este lugar?

El mascarón de proa no vaciló ante la pregunta.

—Después —dijo tranquilamente—. Nunca confió en mí. Y con razón. Llegué a perder la cuenta del número de veces que intenté matarlo. Me dejó ciego para que nunca pudiera volver aquí sin su ayuda. —Se giró en dirección de la atemorizada tripulación de sus cubiertas y le guiñó un ojo a Ámbar—. Jamás pensó que nadie podría volver a tallarme. Ni yo tampoco, la verdad. Pero aquí estoy. El único superviviente de aquella tripulación manchada de sangre. Ahora es mía. Y tuya, claro.

Cuando se calló, se hizo un silencio de estupefacción. Nadie habló ni se movió.

El mascarón de proa levantó una ceja interrogativa.

—¿Nadie quiere que vayamos a cogerlo? —preguntó, con malicia.

***

Echar el primer vistazo adentro era la parte fácil. Construir algo parecido a un andamio a través de los árboles y los aparejos para transportar las cosas hasta la cubierta del Paragon era, en cambio, la parte costosa. A pesar de que era un trabajo físico muy duro, nadie se quejó.

—Se podría pensar que el Paragon había planeado todo esto para librar a Clave de sus lecciones —apuntó el Paragon.

Gracias a su destreza y agilidad, se había, en efecto, librado de ellas.

—Si abre más la boca para sonreír, es posible que la mitad de la cabeza se le caiga hacia atrás —comentó Althea. Levantó el cuello para ver a Clave. Estaba bajando de vuelta a la nao con un pesado saco cargado en la espalda. Ni las serpientes ni los insectos habían conseguido quebrar el entusiasmo del muchacho por sus viajes de ida y vuelta entre la nao y la plataforma—. Me gustaría que tuviera un poco más de cuidado —dijo, preocupada.

Tanto ella como Brashen y algunos otros tripulantes se encontraban en una plataforma de madera. Las plantas trepadoras habían reforzado la vieja estructura, envolviéndola en sus raíces y ramas. Los barriles y cajas en los que Igrot había almacenado sus tesoros no se habían conservado tan bien. Una buena parte del trabajo del día había consistido en volver a empaquetar los objetos esparcidos por la cueva en contenedores de comida y barriles vacíos de ron. Habían tantas cosas que no sabían hacia donde mirar. Habían encontrado monedas jamaillias y piezas de plata forjada en el lote. Eso significaba que Igrot había escondido aquí algo más que el botín de los Territorios Pluviales. Algunos de los bienes no habían sobrevivido al paso del tiempo. Quedaban restos de tapices y alfombras, y de anillos de hierro engarzados en la piel hecha jirones de lo que antaño habían sido camisas de batalla. Había sobrevivido mucho más de lo que se había perdido. Brashen había visto copas con incrustaciones de joyas, increíbles espadas cuyo filo seguía brillando cuando se las sacaba de su funda, cetros y coronas, estatuas y jarrones, juegos de mesa de marfil y mármol con piezas de cristal, y otros objetos que ni siquiera había podido identificar. También había artículos de menos lujo, desde bandejas para servir y delicadas teteras hasta cepillos de madera tallada y horquillas con brillantes. Entre los bienes que provenían de los Territorios Pluviales se encontraba un juego de delicadas tallas de dragón con copos de diamante por escamas y una familia de muñecas con el rostro escamado. Brashen estaba guardando cuidadosamente estos últimos objetos en una cesta de cebollas que venía de las cocinas del Paragon.

—Creo que son instrumentos musicales, o lo que queda de ellos —especuló Althea.

Brashen se giró y estiró la espalda para ver lo que estaba haciendo. Estaba arrodillada, observando objetos que venían de una enorme cesta cuyo trenzado había cedido. Levantó una cadena de cristales que tintinearon los unos contra los otros cuando los separó de la pieza a la que estaban unidos, y sonrió mientras se daba la vuelta para enseñárselos. Se había olvidado de que se había recogido el pelo con una red que incluía incrustaciones de joyas. Al moverse, su pelo reflejó toda la luz que entraba en la cueva. Lo deslumhró.

El corazón de Brashen empezó a latir deprisa.

—Brashen —se quejó, un momento después.

Se dio cuenta de que seguía mirándola. Sin una palabra, se levantó y caminó hacia ella. La levantó y la besó, sin preocuparse de las sonrisas tolerantes de los dos marineros que estaban guardando monedas dispersas en grandes bolsas de tela. La cogió entre sus brazos, todavía maravillado de poder hacerlo. La abrazó fuerte.

—No vuelvas a alejarte de mí —le dijo cálidamente al oído.

Althea levantó ligeramente la cabeza y le sonrió.

—¿Por qué me alejaría de un hombre tan rico como tú? —bromeó.

Puso las manos sobre su pecho y lo apartó ligeramente de ella.

—Sabía que ibas detrás de mi fortuna —le contestó, dejándola marchar.

Retuvo un suspiro. Siempre quería alejarse de él antes de que él estuviera preparado para dejarla marchar. Suponía que sería cosa de su naturaleza independiente. Se negaba a pensar que estuviera huyendo de él. Aunque tampoco había parecido demasiado enfadada cuando había sido incapaz de conseguir que celebraran su boda en la Explanada de los Mercaderes. A lo mejor no quería estar atada a él de un modo tan permanente. Luego se enfadó consigo mismo por tener esas dudas y estar descontento. Althea seguía estando a su lado. Eso era más de lo que jamás había tenido en su vida y mucho mejor que su incomprensible atracción por la riqueza.

Echó una ojeada a su alrededor desde la plataforma en la que se encontraban, antes de levantar la vista hacia estructuras similares de dos árboles adyacentes.

—Estos tesoros llenarán la capacidad de carga del Paragon. Igrot lo trajo aquí cargado hasta los topes, y así volverá a estar cuando se marche de aquí. Cuando intento imaginarme cómo cambiará esto nuestras vidas, no lo consigo. Me quedo maravillado con cada una de las piezas.

Althea asintió.

—Yo tampoco soy capaz de asimilarlo. Pienso mucho más en cómo redundará en los demás. En mi familia. Podré ayudar a mi madre a arreglar su casa. Y Keffria no tendrá que preocuparse tanto por los asuntos financieros.

Brashen sonrió.

—La mayoría de mis planes son para el Paragon. Ventanas nuevas. Aparejos nuevos. Los servicios de un buen hacedor de velas. Luego, algo para nosotros. Hagamos un viaje por las islas Especias, un viaje largo, en el que nos dé tiempo a explorar, sin horarios y sin necesidad de sacar beneficios. Quiero volver a visitar los puertos que no hemos vuelto a ver desde que tu padre capitaneaba la Vivacia. —Observó cuidadosamente su rostro mientras añadía—: A lo mejor podríamos quedar con Wintrow y la Vivacia. Así veríamos cómo les va.

La observó considerar el asunto. Para Althea, una visita a las islas del sur significaría volver a los puertos a los que había viajado de niña. A lo mejor así perdía una parte de esa nostalgia constante que siempre le ensombrecía el rostro. Y también podía ser que una visita a Wintrow y a la Vivacia le quitara de la cabeza algunos fantasmas del pasado. Si veía que su nao estaba contenta y en buenas manos, ¿se le quitaría la losa que llevaba en su corazón? Brashen se negó a temer ese encuentro. Por mucho que le doliera admitirlo, si no conseguía quitarle pronto esa melancolía, lo mejor que podría hacer sería dejarla marchar. No era que no sonriera ni se riera. Lo hacía. Pero sus sonrisas y risas siempre terminaban en un silencio que lo excluía.

—Me gustaría mucho —afirmó, devolviéndolo a la realidad—. Si persuadimos al Paragon. Durante el viaje, podríamos aprovechar para buscar a las serpientes de Tintaglia.

—Vale —dijo, con fingido entusiasmo—. Eso será lo que hagamos. —Inspiró profundamente y levantó la vista. El breve día de primavera estaba terminando. A través de las ramas entrelazadas de los árboles, podía ver como se acercaban nubes de tormenta. Todo apuntaba a que el invierno iba a hacer una breve reaparición—. Está oscureciendo muy deprisa, y no tiene ningún sentido que arriesguemos marineros u objetos moviéndonos de aquí esta noche.

Althea asintió antes de girarse hacia los demás.

—Última carga, muchachos. Mañana terminaremos esto.

***

Salió a la cubierta en plena noche, ayudada de una linterna. El Paragon no se dio la vuelta para mirar quién venía. Reconoció las pisadas ligeras de Ámbar. A menudo le hacia visitas nocturnas. Habían tenido muchas conversaciones a la luz de una linterna. También habían compartido muchos silencios, mientras escuchaban los sonidos de las aves nocturnas y el rumor del imperturbable río. La mayoría de las veces, el contacto de sus manos sobre la barandilla de proa le transmitía paz. Esta noche, metió la linterna en uno de los soportes previstos para ello y dejó un objeto sobre su cubierta antes de apoyarse en el pasamanos.

—¿Hace una noche estupenda, verdad?

—Sí. Pero no te va a durar mucho esa sensación. La lámpara atraerá a todo insecto que vuele. Justo antes de una tormenta es cuando más hay. Déjala encendida mucho tiempo y te morderán entera.

—Solo la necesito un ratito. —Cogió aire, y el Paragon sintió en ella una excitación inusual. Parecía casi nerviosa—. Antes te ofreciste a compartir tu tesoro con nosotros, Paragon. De entre todo lo que había allí arriba, he encontrado algo que llevaba mucho tiempo queriendo poseer.

Se dio la vuelta para mirarla. Llevaba puesto su camisón, una prenda ancha y larga, que le llegaba hasta los pies. Sus cabellos sueltos le llegaban hasta los hombros. Todavía se le veían las quemaduras de serpiente, que se le habían puesto blancas, en contraste con su piel dorada. Sus ojos brillaron bajo la luz de la linterna.

—¿Cuál es ese tesoro que querías poseer? ¿Oro? ¿Plata? ¿Antiguas joyas ancianas?

—Esto. —Se agachó para abrir el bolso de esparto que había depositado a sus pies, y buscó en su interior. Sacó de él un círculo de madera tallado. Lo levantó con actitud casi reverente y lo hizo girar entre sus manos. Luego se coronó con él y levantó la vista para mirar al Paragon—. Busca, si puedes, en tu memoria dragona. Por mí. ¿Te acuerdas de esto?

La miró en silencio, y ella le sostuvo la mirada. Esperó. La corona estaba decorada con cabezas de pájaros. No. De gallos. Le hizo un gesto con la cabeza para que la acercara. Muy a su pesar, Ámbar se quitó la corona de la cabeza y se la entregó al Paragon, que la cogió entre sus manos con precaución. Madera. Madera tallada. Sacudió la cabeza. Oro y plata, joyas y arte. Le había ofrecido las mayores riquezas de las islas Piratas. ¿Y qué había elegido la carpintera? Madera.

Ámbar volvió a intentar obtener una respuesta por su parte.

—Antes estaba cubierta de oro. Mira. Todavía se ve un poco, en los intersticios entre las figuras talladas. Y también hay agujeros para colocar plumas, pero hace tiempo que se han caído.

—Recuerdo algo —dijo, dubitativo—. Pero solo que alguien la llevó.

—¿Quién? —lo presionó, con sincera preocupación. El Paragon se quitó la corona de la cabeza y se la tendió de nuevo. Se quitó el pelo de la cara y se colocó de nuevo la corona en la cabeza—. ¿Alguien como yo? —preguntó, llena de esperanza.

—Oh. —Marcó una pausa, mientras intentaba recordar—. Lo siento —le dijo, cuando sacudió finalmente la cabeza—. No era una anciana. Es todo lo que recuerdo. —La mujer que había llevado esta corona tenía la piel blanca como la leche. No como Ámbar.

—Está bien —se apresuró a decirle la mujer, pero pudo sentir que estaba decepcionada—. Si no te importa, me gustaría quedármela.

—Claro. ¿Se opuso acaso alguno de los demás?

—No se lo he preguntado a nadie —contestó—. No les he dejado la oportunidad de hacerlo.

Volvió a quitarse la corona. Tanto sus dedos como sus ojos acariciaron amorosamente la talla.

—Es tuya —le confirmó el Paragon—. Llévatela contigo cuando te marches.

—Ah. Entonces ya adivinaste que me marchaba.

—Lo hice. ¿No te vas a quedar conmigo ni hasta que lleguen los días más calurosos del verano? Será cuando vuelva aquí, para estar cerca de los dragones cuando rompan sus cascarones.

Los dedos de Ámbar se entretenían buscando los detalles de las cabezas de gallo talladas.

—Me siento tentada. Puede que lo haga. Pero, al final, creo que tendré que volver al norte. Tengo amigos allí. Llevo mucho tiempo sin verlos. —Bajó la voz—. Tengo una sospecha. Creo que todavía tengo que interferir algo más en sus vidas. —Se rió, con falsa ligereza—. Creo que mi presencia será más útil allí que aquí.

Se le oscureció el rostro. De repente, se subió al pasamanos y le dijo con dulzura:

—Súbeme.

El Paragon levantó su brazo derecho por encima de su hombro y le ofreció su mano. Cuando Ámbar se subió encima de ella, el Paragon giró la cabeza para contemplar la densa jungla. Desvió la vista de la luz y la adentró en la oscuridad. Le costaba menos esfuerzo mantenerla allí. Fue girando su cuerpo con cuidado, hasta que pudo cruzarse de brazos. La mujer se sentó sobre sus brazos cruzados y se apoyó sobre su pecho. Confiaba plenamente en él. A su alrededor, los insectos hacían un ruido ensordecedor. Sus piernas desnudas colgaban sobre el vacío.

Ella era la que siempre se atrevía a formular las preguntas que todos los demás tenían en la cabeza. Y esta noche tenía una.

—¿Cómo murieron todos?

Supo exactamente a qué se refería. Pretender lo contrario habría sido inútil. Tan inútil como seguir manteniendo el secreto. Casi se alegró de poder compartirlo con alguien.

—Tronconjuro. Kennit cogió un pedazo de mi cara. Una de sus tareas era ayudar en la cocina. Metió el trozo de tronconjuro en la sopa. Casi toda la tripulación de Igrot murió intoxicada.

Sintió como Ámbar se estremecía.

Intentó explicárselo mejor.

—Solo terminó lo que Igrot ya había empezado. Los hombres de la nao ya habían empezado a morir. Igrot pasó a dos de ellos por la quilla por insubordinación. Ambos se ahogaron. Otros dos hombres saltaron por la borda durante un turno de guardia nocturno, en medio de una tormenta. Hubo un accidente estúpido con los aparejos. Tres hombres murieron. Decidimos que Igrot estaba detrás de todo esto. Lo más probable era que quisiera deshacerse de todos aquellos que sabían dónde estaba enterrado el tesoro. Incluido Kennit. —Se obligó a sí mismo a separar las manos—. Tuvimos que hacerlo, ves. Para salvar la vida de Kennit.

Ámbar tragó saliva y siguió preguntando.

—¿Y los que no murieron con la sopa?

El Paragon cogió aire.

—Kennit los pasó por la borda de todos modos. La mayoría estaban demasiado envenenados como para oponer mucha resistencia. Me parece que tres de ellos consiguieron subirse a un bote y escapar. Pero dudo de que sobrevivieran.

—¿E Igrot?

La jungla parecía un lugar oscuro pero pacífico. Se veía movimiento, incluso fuera del círculo de luz que daba la lámpara de Ámbar. Serpientes y aves nocturnas, pequeñas criaturas que trepaban por los árboles, pelo y escamas. Se movían muchas cosas en la frondosa oscuridad.

—Kennit lo golpeó hasta la muerte. Bajo las cubiertas. Has visto las marcas, ahí abajo. Las huellas de un hombre agonizante. —Cogió aire—. Fue justicia, Ámbar. Solo justicia.

La mujer suspiró.

—Fue vuestra venganza. Por todas las veces que había golpeado a Kennit hasta la muerte.

El Paragon asintió con la cabeza.

—Ocurrió dos veces. Una de las veces, el muchacho murió sobre mi cubierta. Pero no podía dejarlo marchar. No podía. Era todo lo que tenía. La otra vez, encogido en su escondite, empezó a morirse lentamente. Sangraba por dentro, y su cuerpo se estaba quedando frío, tan frío. Lloró por su madre. —El Paragon suspiró—. Lo mantuve conmigo. Le insuflé vida, y obligué a su cuerpo a que canalizara las heridas como pudiera. Luego, lo devolví a su cuerpo. Recuerdo que me pregunté si quedaría suficiente parte de él como para que pudiera volver a formar un ser completo. Lo hice de todos modos. Actué egoístamente. No lo hice por Kennit sino por mí. Para no volver a estar solo.

—¿De verdad había tanta parte de ti en él como parte de él en ti?

El Paragon se sobresaltó.

—Entre Kennit y yo no existía ninguna línea de separación de ese tipo.

—¿Y por eso tuviste que devolverle la vida?

—No podía haber muerto sin mí. No más de lo que yo habría podido vivir sin él. Tenía que resucitarlo. Hasta que no volviéramos a ser uno, yo sería vulnerable. No podía cerrarme a los demás. Cada gota de sangre derramada sobre mi cubierta era un tormento para mí.

—Oh.

Durante un rato largo, Ámbar pareció dispuesta a dar por terminada la conversación en ese punto. Se apoyó sobre él. Su respiración se hizo tan profunda y regular que pensó que estaba durmiendo. Detrás de él, sobre la cubierta, los insectos se agolpaban sobre la lámpara. Oyó a Semoy iniciar una ronda sobre la cubierta. Se detuvo junto a la lámpara de Ámbar.

—¿Todo bien? —le preguntó tranquilamente al Paragon.

—Todo bien —contestó la nao.

Había terminado por cogerle cariño a Semoy. El hombre sabía como ocuparse de sus asuntos. Oyó como el sonido de sus pasos se alejaba de nuevo.

—¿Te has parado alguna vez a pensar —le preguntó tranquilamente Ámbar— en lo mucho que has cambiado el mundo? No solo por haber mantenido a Kennit con vida. Sino por haber existido.

—¿Por haber sido una nao en vez de un dragón?

—Por todo.

—He vivido —dijo sencillamente—. Y sigo viviendo. Supongo que tengo tanto derecho a ello como cualquier otra persona.

—Absolutamente. —Se cambió de postura y apoyó la espalda sobre sus brazos para poder mirar hacia arriba. Cuando el Paragon siguió su mirada, solo vio oscuridad. Las nubes que se escondían detrás de los árboles eran muy densas—. Todos nosotros tenemos derecho a vivir. ¿Pero que pasa si, por falta de guía, nos equivocamos de camino? Mira a Wintrow, por ejemplo. ¿Y si hubiera tenido que vivir otra vida? ¿Y si, por algo que no dije o no hice, se convirtiera en rey de las islas Piratas cuando tendría que haber llevado una vida de estudio y contemplación? Un hombre cuyo destino incluía la experiencia del encierro y de la vida contemplativa se convierte, en lugar de eso, en un rey. Sus profundas meditaciones espirituales nunca llegan a darse y nunca son compartidas con el mundo.

El Paragon sacudió la cabeza.

—Te preocupas demasiado. —La nao estaba siguiendo con los ojos a una polilla que intentaba desesperadamente resistir a su atracción por la luz de la lámpara—. Los humanos viven unas vidas muy cortas. Por eso, su impacto en el mundo es muy reducido. Wintrow no será un sacerdote. Es probable que eso no tenga más importancia que si un hombre destinado a ser rey se convirtiera en un filósofo.

El Paragon sintió como un escalofrío recorría la espina dorsal de Ámbar.

—Oh, nao —lo reprendió con suavidad—. ¿De verdad pensaste que eso me animaría?

Le habló con delicadeza, como haría un padre con su hija.

—Esto debería animarte, Ámbar. Eres una criatura de vida corta. Si pensaras que podrías cambiar el curso del mundo entero estarías loca.

Ámbar se quedó callada un momento, antes de romper a reír.

—Oh, Paragon, tienes más razón de lo que crees, amigo.

—Siéntete contenta con tu vida, amiga mía, y vívela bien. Deja que los demás decidan por ellos mismos el camino que desean seguir.

Ámbar frunció el ceño.

—¿Aunque veas con toda claridad que están llevando un camino equivocado? ¿Que se están haciendo daño a sí mismos?

—Puede que la gente tenga derecho a elegir el dolor —aventuró. A regañadientes, añadió—: Puede incluso que lo necesiten.

—Es posible —le concedió, muy a su pesar. Luego—: Súbeme, por favor. Lo mejor será que me vaya a la cama y que me duerma pensando en lo que me has dicho. Antes de que me encuentren la lluvia y los mosquitos.

***

Althea estaba en mitad de una pesadilla. Poco importaba que supiera que estaba soñando. No podía escapar de allí. No podía respirar, y él estaba sobre su espalda, aplastándola y haciéndole daño, mucho daño. Quería gritar y no podía hacerlo. Si hubiera podido gritar se habría despertado, pero no era capaz de emitir sonido alguno.

El sueño cambió.

De repente, el Paragon estaba encima de ella. Era un hombre alto, de cabellos oscuros, y rostro serio. La miraba con los ojos de Kennit. Se escondió de él. Cuando el hombre le habló, sintió dolor en su voz.

—Ya basta, Althea. Ninguno de nosotros puede seguir soportando esto. Ven a mí —le ordenó—. Despacio. Ahora.

—No.

Sintió que intentaba inmovilizarla y se debatió. Su mirada infundía terror. Nadie podía comprender realmente lo que estaba sintiendo.

—Venga —le dijo, mientras se debatía—. Sé lo que estoy haciendo. Ven conmigo.

No podía respirar. No podía moverse. Era demasiado fuerte y demasiado grande. Pero, aun así, se debatía. Si se debatía y se resistía, ¿cómo podría ser culpa suya?

—No fue tu culpa. Olvida ese recuerdo, porque ya está enterrado. Permítete cerrar esta herida. Quédate quieta, Althea, quieta. Si gritas, te despertarás. Y lo que es peor, despertarás a toda la tripulación.

Y todos conocerían su vergüenza.

—No, no, no. No se trata realmente de eso. Tú solo ven conmigo. Tienes algo mío.

Aunque la mano del hombre ya no le tapaba la boca y el peso de su cuerpo ya no oprimía su pecho, seguía atrapada en el sueño. Luego, de repente, fue libre. Se encontró en otro lugar, en un lugar frío, ventoso y oscuro. Era un lugar muy solitario. Cualquier compañía era mejor que su aislamiento.

—¿Dónde estás? —llamó, pero solo le salió un murmullo.

—Aquí. Abre los ojos.

Se encontró en la cubierta superior, bajo una tormenta nocturna. El viento sacudía las copas de los árboles, por encima de su cabeza, y caía sobre ella una lluvia de partículas de polvo. El Paragon había girado la cabeza para mirarla. Aunque no podía ver sus rasgos, sí que oyó el sonido de su voz.

—Eso está mejor —le dijo, para confortarla—. Necesitaba que vinieras aquí conmigo. Esperé, pensando que, al final, te acercarías a mí por tu propio pie. Pero no lo hiciste. Llevamos demasiado tiempo arrastrando esto. Ahora sé lo que tenemos que hacer. —El mascarón de proa marcó una pausa. Las siguientes palabras le resultaron más difíciles de pronunciar—. Tienes algo mío. Y quiero que me lo devuelvas.

—No tengo nada tuyo.

¿Había pronunciado las palabras, o solo las había pensado?

—Sí que lo tienes. Es la última pieza. Lo quieras o no, la necesito para ser una criatura completa. Y para que tú también lo seas. Crees que te pertenece. Pero estás equivocada. —Desvió la mirada. —Ese dolor me pertenece por derecho.

Las gotas de lluvia caían heladas. Oyó el ruido que hacían al chocar contra las copas de los árboles, y después contra los troncos. Luego, el viento se coló también entre las ramas, y enseguida empezó a diluviar. Althea ya tenía todo el cuerpo entumecido por el frío. El Paragon le habló con suavidad.

—Devuélvemelo, Althea. No existe ninguna buena razón para que te lo quedes. Nunca debió dártelo siquiera. ¿Lo entiendes? Intentó deshacerse del dolor traspasándotelo, pero es que no era suyo. Tendría que habérmelo quedado yo. Ahora lo voy a recuperar. Todo lo que tienes que hacer es dejarlo marchar. Te dejo el recuerdo, porque me temo que eso sí te pertenece. Pero el dolor, en cambio, es un viejo dolor, que ha ido pasando de unos a otros como la peste. He decidido detener esa cadena. Ahora vuelve a mí, y en mí ha de permanecer.

Althea se resistió durante un instante.

—No puedes quitármelo. Fue horrible. Me sentí muy mal. Nadie lo comprendería; nadie me creería. Si te llevas el dolor, harás que todo lo que viví parezca una mentira.

—No. No, querida. Permanecerá en ti como un recuerdo, pero no lo tendrás continuamente en la cabeza. Deja que forme parte de tu pasado. Ya no podrá hacerte daño. No dejaré que lo haga.

Le tendió una de sus enormes manos. Aunque le tenía miedo, no pudo oponer más resistencia, así que dejó que el Paragon tomara su mano. Suspiró hondamente.

—Devuélvemelo —le dijo con dulzura.

Fue como si le estuviera arrancando una herida profunda. Sintió el dolor intenso de la extracción, y el fluir de la sangre fresca. Algo que estaba enganchado en su interior se soltó de repente. La nao había tenido razón. No tenía por qué aferrarse a su dolor. Podía dejarlo marchar. El recuerdo seguía allí. No había desaparecido, pero sí cambiado de forma. Era simplemente un recuerdo, perteneciente al pasado. Esta herida se cerraría y se curaría. No tenía por qué seguir formando parte de su presente. Podía permitirse curarse. Sus lágrimas quedaron diluidas entre las gotas de lluvia que le empapaban el rostro.

***

—¡Althea!

Ni siquiera se estremeció. La lluvia continua estaba destiñendo la noche. El amanecer grisáceo empezaba ya a filtrarse a través de la cobertura de árboles. Althea se encontraba en la cubierta superior, con las manos extendidas sobre la oscuridad, mientras la lluvia la empapaba y le pegaba el camisón al cuerpo. Brashen los maldijo a los dos mientras atravesaba corriendo la cubierta para agarrarla por el hombro y sacudirle el cuerpo.

—¿Te has vuelto loca o qué? Ven adentro.

Althea, que tenía los ojos cerrados y el ceño fruncido, se llevó una mano a la cara. Luego, se apoyó contra él y lo abrazó con todas sus fuerzas.

—¿Dónde estoy? —preguntó, medio atontada.

—Fuera, en la cubierta. Sonámbula, creo. Cuando me desperté, te habías marchado. Vamos adentro.

La lluvia chorreaba por su cuerpo desnudo y le pegaba los pantalones de algodón al cuerpo. Althea se abrazó a él y, aunque temblaba, no hizo ningún esfuerzo por escapar del diluvio.

—Tuve un sueño —dijo, desorientada-—. Fue muy vivido. Pero ahora ya no consigo recordar casi nada.

—Los sueños son así. Tal y como vienen se van. No significan nada. —Temió estar hablando por experiencia propia.

La tormenta rugió de nuevo, y redobló su intensidad. La lluvia siseaba al caer sobre las aguas del río.

Althea no se movió. Alzó la cabeza, y parpadeó sucesivas veces para quitarse las gotas de lluvia de los ojos.

—Brashen, yo...

—Me estoy empapando —le anunció con impaciencia, y de repente la cogió entre sus brazos y la levantó.

Althea apoyó la cabeza contra su hombro y se dejó transportar. No protestó ni cuando su cabeza chocó contra el techo bajo del pasillo. Una vez que llegaron a su cabina, cerró la puerta con un puntapié y devolvió los pies de Althea al suelo. Le apartó el pelo de la cara y sintió como un reguero de agua le recorría la espalda. Althea se quedó mirándolo y parpadeando. Le goteaban la barbilla y las pestañas. Su camisón empapado remarcaba todas sus curvas de su cuerpo, tentando a Brashen. Parecía estar tan desorientada que quiso cogerla entre sus brazos y abrazarla. Pero ella no iba a querer eso. Se apartó un poco de ella, no sin dificultad.

—Ya está amaneciendo. Voy a ponerme ropa seca —dijo, con la voz ronca.

Brashen escuchó el sonido de su camisón empapado al caer sobre el suelo y los ruiditos que hizo al buscar ropa limpia dentro de su cesta. No se daría la vuelta. No se atormentaría a sí mismo. Había aprendido a controlarse.

Acababa de encontrar una camisa limpia en su baúl cuando Althea lo abrazó desde atrás. Su piel seguía estando mojada.

—No encuentro ropa limpia —le dijo al oído. Brashen se quedó muy quieto. Su aliento era cálido—. Me temo que voy a tener que coger algo tuyo.

El beso que le dio en un lateral del cuello le provocó un escalofrío que le recorrió toda la espalda. Mientras tanto, le cogió la camisa de las manos y la lanzó fuera de su alcance, evidenciando así la mentira de lo que acababa de decirle.

Se dio la vuelta, despacio, para mirarla, y le sonrió. Estaba alucinado con su juego. Se le había olvidado que Althea podía ser así. La expresión audaz de su deseo disparó los latidos de su corazón. Sus senos le quemaban el pecho. Cuando puso una mano sobre su mejilla, vio como una sombra de inseguridad se posaba sobre su rostro. Enseguida retiró la mano.

La decepción borró la sonrisa de su cara. De repente, sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Oh, no —imploró—. No te des por vencido, por favor. —Reunió un poco de determinación. Le cogió la mano y la colocó sobre su rostro. Las palabras brotaron de sus labios—. Me violó, Brashen. Kennit. He estado intentando superarlo. Durante todo este tiempo solo... te he querido a ti —le dijo, con la voz quebrada por la emoción—. Solo a ti. Oh, Brashen. —De repente, la emoción la dejó sin palabras. Apretó su cuerpo contra el de él y escondió la cara en su pecho—. Por favor, dime que todavía queda algo bueno entre nosotros.

Lo había sabido. De alguna manera lo había sabido.

—Deberías habérmelo dicho. —Aquello sonó como una acusación—. Debería haberlo adivinado —se recriminó a sí mismo.

Althea sacudió la cabeza.

—¿Podemos empezar de nuevo? —le preguntó—. ¿E ir muy despacio esta vez?

Brashen sintió un millar de cosas. Furia asesina contra Kennit. Enfado hacia sí mismo por no haber sabido protegerla. Dolor por que no se lo hubiera contado antes. ¿Cómo iba a enfrentarse ahora a todo esto? Luego, entendió lo que Althea quería decir. Se enfrentaría a ello empezando de nuevo. Inspiró profundamente. Con un gran esfuerzo, lo dejó todo a un lado.

—Creo que tenemos que hacerlo —le contestó, con gravedad. Se resignó a sí mismo a ser paciente, y estudió el rostro de Althea—: ¿Te gustaría dormir sola en esta habitación durante un tiempo? ¿Hasta que te sintieras diferente con... todo? Sé que tenemos que ir despacio.

Althea se limpió las lágrimas de los ojos. La sonrisa que le dedicó después le pareció más genuina.

—Oh, Brashen, no tan despacio —le contestó—. Quería decir que tenemos que volver a empezar ahora mismo. Con esto.

Acercó sus labios a los de él, y Brashen la besó con mucha suavidad. Hasta se sintió conmocionado cuando sintió el roce de su lengua.

—Deberías quitarte estos pantalones mojados —le incitó Althea.

Sus dedos helados se deslizaron hasta su cintura.

***

El Paragon levantó la cabeza hacia el cielo. La lluvia caía sobre sus ojos cerrados y dentro de su boca. A medida que los rayos del sol iban penetrando a través de la frondosidad del bosque, el frío del invierno se reducía. El Paragon abrió los ojos y sonrió. Cuando cesó finalmente de llover, un pájaro cantó, dubitativo, en la distancia. Otro pájaro le contestó. La vida volvía a ser bella.

Un momento después, sintió la mano de Ámbar sobre la barandilla de proa. En la otra mano, llevaba una taza caliente de algo.

—Te has despertado muy pronto —la saludó el Paragon.

Cuando la miró por encima de su hombro, vio que la mujer lo estaba estudiando con detenimiento. Sonreía.

—Me he despertado rebosante de energía, y con una sensación de profundo bienestar.

—¿Sí? —Le sonrió con alegría y volvió a mirar hacia el frente—. Creo que conozco ese sentimiento. Me parece que mi suerte está cambiando, Ámbar.

—Y todo lo demás con ella.

—Supongo. —Se paró un momento a pensar—. ¿Recuerdas nuestra conversación de anoche?

—Sí, claro. —Esperó.

—He cambiado de idea. Tienes razón en querer volver al norte. —Miró a su alrededor, al maravilloso mundo primaveral que se abría ante sus ojos—. ¡Qué bien se siente uno cuando devuelve a la gente a su camino! —Le sonrió de nuevo—. Rumbo al norte.