Capítulo 38
La ciudad de Jamaillia

Los aposentos de Malta eran aún más lujosos de lo que hubiera podido imaginarse. Veía opulencia allá donde mirara. En las paredes, los frescos que representaban bosques se fundían con un techo de color azul claro en el que volaban pájaros y mariposas. Bajo sus pies, gruesas alfombras de verde musgo, y el sonido permanente de un burbujeante baño de espuma dentro de una enorme bañera sobre la que descansaban patos de mármol. La bañera, además, estaba apoyada contra una pared recubierta de juncos de cerámica. Y esto solo era su vestidor.

El espejo de su tocador era más grande que ella. No tenía ni idea de para qué servían la mitad de los cosméticos y ungüentos que tenía delante. Tampoco necesitaba saberlo. Eso era cosa de las tres doncellas que las aplicaban con gusto sobre su piel.

—¿Podría la señorita mirar hacia el techo para que pueda terminar de perfilarle los ojos? —le pidió amablemente una de ellas.

Malta levantó una mano.

—Están bien como están, Elisa. Las tres habéis hecho un gran trabajo conmigo.

Jamás habría pensado que podría llegar a cansarse de que se ocuparan de ella, pero la verdad era que le apetecía estar un rato sola. Les dedicó una sonrisa en el espejo a las mujeres que tenía a su alrededor. Elisa se había afeitado una parte del cráneo, y se había colocado una diadema en su lugar, toda decorada de cristales rojos, como para imitar la cresta de Malta. Las otras dos jóvenes habían cambiado su maquillaje habitual por una sombra de ojos hecha a base de madreperla y polvos de colores. Una de ellas había elegido el rojo, en homenaje a Malta. Los párpados de las otras dos estaban pintados de azul. Althea se preguntó si no se estarían tomando tantas molestias porque querían gustarle a Reyn.

Otra mirada en el espejo le aseguró que, por mucha habilidad que tuvieran con los cosméticos, nunca parecerían tan exóticas como ella. Malta se sonrió a sí misma mientras disfrutaba de los movimientos de luz de sus escamas. Giró la cabeza, despacio, de lado a lado.

—Maravilloso —repitió—. Podéis marchaos.

—Pero, señorita, sus medias y sus calzas...

—Puedo ponérmelas yo misma. Ahora marchaos. Vais a terminar por hacerme creer que no tenéis a ningún muchacho esperando ansiosamente a que salgáis unos minutos antes.

Las sonrisas con las que se encontró en el espejo le dejaron suponer que había dado en el clavo. Un baile como este creaba excitación en todos los niveles del palacio del sátrapa. Habría bailes en no menos de cuatro salones distintos, une para cada nivel de la aristocracia, y Malta sabía que el conjunto de los criados tampoco se quedaría sin su celebración. Aunque fuera el tercer baile en lo que iba de mes, no parecía que el entusiasmo hubiera decaído. Nadie deseaba perderse la oportunidad de volver a admirar a la figura grave y bella de la reina de las islas Piratas, y menos aún de desaprovechar la posibilidad de ver bailar juntos a los Ancianos. Los nuevos consejeros del sátrapa y los nobles de Jamaillia volverían a convenir en la importancia de alabar al joven sátrapa, que se había lanzado a la aventura tan valientemente y había vuelto del mundo salvaje con tan buenos aliados. Esta noche sería la del último baile. Mañana, Reyn y Malta se subirían a la Vivacia junto con Wintrow y la reina Etta, y pondrían rumbo al norte. Mañana, iniciarían al fin el viaje de vuelta a casa.

Malta se puso sus medias y sus zapatitos de satén. Cuando estaba atándose el segundo, se puso a mirarlo muy de cerca. Intentó recordar lo trágico que había sido para ella no tener zapatos nuevos en su primer baile. Sacudió la cabeza, como para condenar su ignorancia de entonces. Cogió los guantes blancos que estaban sobre su tocador. Le llegaban hasta el codo, y estaban astutamente concebidos para permitir que la luz que reflejaban sus escamas se filtrara a través de pequeños agujeros. Ayer, una de sus doncellas le había confesado que en el bazar vendían guantes con incrustaciones para imitar el efecto de los suyos.

Malta se miró en el espejo. Todo el mundo pensaba que era una belleza. Llevaba una falda blanca con vuelos de color escarlata bien disimulados, que solo brillarían cuando Reyn la hiciera girar en la pista de baile. La costurera que lo había confeccionado le había dicho que la idea le había venido en un sueño de dragones. Se cogió los bajos de la falda y se puso a girar delante del espejo, hasta que casi perdió el equilibrio por querer girar demasiado la cabeza para ver los brillos rojizos de su falda reflejados en el espejo. Luego, mientras se reía de su propia estupidez, abandonó su vestidor.

Unos momentos después, llamó dos veces a la puerta antes de atreverse a entrar.

—¿Etta? —preguntó, en la penumbra.

—Aquí—le contestó la reina de las islas Piratas.

Malta atravesó rápidamente la habitación que estaba a oscuras y entró en el inmenso vestidor de la mujer. El armario estaba abierto, las faldas tiradas sobre las sillas y el suelo, y Etta sentada en ropa interior delante del espejo.

—¿Dónde están tus doncellas? —le preguntó Malta con delicadeza.

Wintrow la había avisado del carácter que tenía la mujer. Aunque Malta solo la había visto profundamente dolida, nunca enfadada.

—Las despedí —le dijo Etta con brusquedad—. Me estaban volviendo loca. «Prueba este perfume, déjanos peinarte de esta manera.» «¿Te pondrás el verde?, ¿o te pondrás el azul?» «Oh, no, el negro otra vez no.» Era como si una bandada de gaviotas estridentes hubiera venido a despedazar mi cuerpo. Así que las despedí.

—Ya veo —le dijo Malta con dulzura.

Se abrió una segunda puerta, y Madre apareció con una bandeja entre las manos. Llevaba una tetera hirviendo, y un par de tazas. Era un juego muy bonito, blanco y con flores azules. Madre saludó a Malta con un murmullo y depositó la bandeja sobre el tocador de Etta. Luego, posó sus ojos de aguamarina sobre la mujer. Habló para sí misma mientras le servía el té a Etta. Un fluir de sonidos suaves y vibrantes, como los maullidos de una gata. Aunque Malta no entendía nada de lo que decía, Etta parecía estar escuchándola con atención. Luego, la reina Etta suspiró, cogió su taza y se bebió el té de un sorbo. A pesar del estatus de Malta en la corte, se había negado a tener sus propios aposentos y a que le dieran un título. En lugar de eso, compartía habitación con Etta, y hacía cuanto podía por ella. Malta pensó que esa atención constante debía de haber irritado profundamente a la mujer pirata. En realidad, sin embargo, parecía sentirse a gusto con la situación. La reina de las islas Piratas volvió a dejar su taza sobre la bandeja.

—Volveré a llevar el vestido negro —dijo, en un tono triste, pero sin amargura ni rabia.

Se giró hacia el espejo entre suspiros. Malta encontró el vestido negro. Etta se lo ponía para guardar el luto por Kennit. Del mismo modo, las únicas joyas que llevaba eran la pequeña miniatura de su muñeca y los pendientes que él le había regalado. No parecía darse cuenta de que la trágica simplicidad de su atuendo y de su actitud habían cautivado a todos los poetas dramaturgos de Jamaillia.

Aunque estaba sentada delante del espejo, lo único que miraba, mientras Madre le peinaba el pelo y se lo recogía con horquillas de brillantes, eran sus manos. De haber venido de cualquier otra persona, Etta habría protestado por la decoración, pero de Madre no. Además, durante todo el tiempo que la estuvo peinando, estuvo tarareando una melodía apaciguadora. Cuando hubo terminado, el cabello de Etta era como un cielo nocturno espolvoreado con estrellas. Luego, Madre cogió un bote de perfume y le echó un poco por la garganta y las muñecas.

—Lavanda —murmuró Etta. Se le quebró la voz—. Kennit siempre adoró ese olor.

De repente, escondió la cabeza entre sus manos. Madre miró a Malta. Cuando la anciana se retiró al otro lado de la habitación y se puso a recoger la ropa, Malta se agachó humildemente para ayudarla.

Cuando Etta levantó la cabeza, no había rastros de lágrimas en sus ojos. Aunque parecía cansada, consiguió sonreír.

—Supongo que tendré que vestirme —se resignó—. Supongo que, esta noche, tendré que volver a ser la reina.

—Wintrow y Reyn nos estarán esperando —la animó Malta.

—A veces —le confió Etta a Malta mientras esta le abrochaba los diminutos botones que tenía su vestido en la espalda—, cuando más desanimada estoy, si me recojo un momento en mí misma puedo oír como me habla. Me dice que tengo que ser fuerte, por el bien del niño al que llevo dentro.

Madre farfulló sonidos de ánimo mientras le acercaba a Etta sus medias y sus zapatos.

Etta siguió hablando con suavidad, casi soñando despierta.

—Por la noche, justo antes de acostarme, suelo escuchar su voz. Me murmura palabras de amor y poemas, y me da ánimos y buenos consejos. Juro que es lo único que me permite conservar la cordura. Siento que, de alguna manera, sigo conservando la mejor parte de Kennit. Que siempre estará conmigo.

—Estoy segura de que lo está —le contestó Malta.

Se preguntó, para sus adentros, si ella estaría igual de ciega con los defectos de Reyn. El Kennit que Etta recordaba no se parecía demasiado a la idea que se había hecho Malta de aquel hombre. Cuando había visto caer al agua el cuerpo sin vida del pirata, solo había sentido un ligero estremecimiento de alivio.

Etta se levantó. La seda negra murmuró a su alrededor. Aunque todavía no se le notaba el embarazo, todos lo sabían. La reina llevaba en su interior al heredero del rey Kennit. Nadie cuestionaba su derecho a sustituirlo, al igual que nadie ponía en duda la validez del joven que capitaneaba ahora la Vivacia. Wintrow había sucedido a Kennit después del voto de los capitanes, como mandaba la tradición pirata. Malta había oído que la decisión había sido unánime.

Wintrow y Reyn los esperaban al pie de las escaleras. En comparación con el habitante de los Territorios Pluviales, su hermano no salía favorecido. La anchura de su chaqueta no escondía su delgadez, y la formalidad de su atuendo jamaillio lo hacía parecer incluso más joven de lo que era hasta que alguien lo miraba a los ojos. Sin embargo, pegaba perfectamente con Etta. Como ya se había vuelto habitual, iba vestido de negro al igual que ella. Malta se preguntó si realmente lo hacía para guardar el luto del pirata o solo para complementar a Etta y parecer su pareja.

La reina pirata se detuvo un momento al pie de las escaleras. Malta la observó respirar profundamente, como para serenarse. Luego, agarró el brazo que Wintrow le tendía y levantó la barbilla. Cuando la vio caminar sin esfuerzo cogida del hombro de Wintrow, Malta frunció el ceño.

—¿Hay algo que te preocupe? —le preguntó Reyn.

Le cogió la mano y se la colocó sobre su antebrazo. La calidez de su mano le transmitió seguridad.

—Espero que mi hermano siga creciendo —murmuró.

—¡Malta! —la reprendió, pero luego sonrió.

Malta tuvo que levantar la vista para mirarlo a la cara, y le encantó hacerlo. El estilo jamaillio le quedaba muy bien a Reyn. La ceñida chaqueta, de color añil, esposaba perfectamente la anchura de sus hombros. El cuello y los puños blancos contrastaban bien con su piel de bronce. Unos pantalones blancos y unas botas altas de color negro completaban su atuendo. Llevaba un par de aritos dorados en las orejas, que brillaban entre los rizos oscuros de sus cabellos. Giró la cabeza, y la luz se reflejó en sus escamas, que emitieron brillos azulados. A pesar de lo oscuros que eran sus ojos, pudo ver el azul secreto escondido en aquella profundidad cobriza.

—¿Y bien? —le preguntó.

El hombre se había sonrojado ligeramente, lo que le hizo darse cuenta de que llevaba mucho tiempo mirándolo fijamente.

Asintió con la cabeza, y se pusieron a andar. Atravesaron el ancho pasillo, con su elevadísimo techo sostenido por pilares de mármol. Luego, cruzaron el arco a través del cual se accedía al gran salón de baile. En una esquina, una banda de músicos interpretaba una melodía ligera, un preludio a lo que iba a ser el baile. En el otro extremo de la sala, el sátrapa presidía las festividades desde un trono elevado. Tres de sus compañeras estaban sentadas en sillas dispuestas delante de su promontorio. Una sirvienta dispuso un quemador de incienso a cada lado del sátrapa. El humo amarillo de la hierba quemada envolvía su figura. Cuando llegaron sus huéspedes, les sonrió y asintió benignamente con la cabeza. En otra plataforma, separada de la primera, se situaba el trono menos ostentoso de la reina Etta. Bajo sus pies, los escalones parecían un instrumento de tortura. Un asiento más bajo, pero junto al suyo, le estaba reservado a Wintrow.

Los arreglos, que habían sido hechos para su asiento y el de Reyn, sí que habían causado mayor perplejidad política. El sátrapa Cosgo había admitido, a regañadientes, a la reina Etta como soberana de un reino distinto del suyo, por lo que podía merecer estar situada a su misma altura. Malta y Reyn, sin embargo, no habían hecho ningún tipo de reclamación en cuanto a su estatus. Aunque Malta había repetido hasta la saciedad que el Mitonar era una ciudad estado independiente, no se había presentado en ningún momento como su representante. Reyn también se negaba a aceptar que Jamaillia pudiera tener algún tipo de autoridad sobre los Territorios Pluviales, pero no era tampoco su embajador ante el sátrapa. Ambos venían más bien en representación de los intereses de la dragona Tintaglia y de su especie. Era obvio que no eran ni el rey ni la reina de los dragones, ni nobles de un principado lejano, ni miembros de la realeza. El hecho de que Cosgo los hubiese colocado sobre una plataforma de honor tenía tanto que ver con su deseo de enseñar a sus exóticos nuevos aliados como con su deseo de honrarlos. Eso irritaba más a Reyn que a Malta. El pragmatismo de la muchacha había prevalecido sobre su odio a ser exhibida. No le importaba saber por qué merecía esa distinción; lo único que le importaba era que a cada noble se le grabara en la cabeza que tenía un estatus elevado. Aquello solo podría aventajarla a la hora de llevar a cabo las negociaciones.

Había utilizado su privilegio cuanto había podido. Después de la ruptura del monopolio de las exportaciones de la satrapía en el Mitonar, muchos mercaderes estaban ansiosos por establecer nuevas relaciones con otras ciudades de comerciantes. La actual moda por el exotismo había despertado el interés de muchos sobre las posibilidades de comercio y asentamiento en los Territorios Pluviales. Reyn les había dado una respuesta prudente, recordándoles que no podía hablar en nombre del consejo del Mitonar. Un cierto número de emprendedores y aventureros habían ofrecido pagar un alto precio para reservar un pasaje a bordo de la Vivacia en su viaje a los Territorios Pluviales. Wintrow había cortado aquel entusiasmo alegando que la Vivacia era el estandarte de las islas Piratas, y no de los Territorios Pluviales. La Vivacia tampoco podría alquilarse mientras que Wintrow estuviera transportando a los Ancianos hasta el lugar al que debían acudir. Les sugirió que les preguntaran a otras naos que tuvieran lazos con el Mitonar.

Ahora que las serpientes ya no eran un peligro, y que la amenaza chalaza se había visto reducida, todos preveían que el comercio y las comunicaciones marítimas volverían a aumentar entre las ciudades. Malta se había pasado toda una tarde negociando con lord Ferdio. Al final, ambos habían convenido que las arcas del sátrapa se beneficiarían mucho más del nuevo acuerdo que de su anterior régimen opresivo sobre el Mitonar. El incremento del flujo marítimo a través del Pasaje Interior, el comercio abierto con las islas Piratas, y el aumento de los beneficios de las naves jamaíllias en sus intercambios con el Mitonar eran elementos que podían sacar a la ciudad de su espiral de estancamiento. Esto había sido antes de que Ferdio hubiera reconocido la posibilidad de sacar beneficios del intercambio libre de bienes entre las Islas del sur y los mercados norteños. Cuando le habían presentado sus conclusiones a Cosgo, este había empezado por sonreírles y asentir, antes de caer rápidamente en el aburrimiento.

El sátrapa Cosgo había cambiado, pensó Malta para sí misma mientras se acercaba a su trono, pero no lo suficiente como para impresionarla con alardes de sinceridad. Una vez que había sido restaurado en la riqueza y la opulencia, entre mujeres y tóxicos, había recuperado todas las actitudes del joven que Malta había visto por primera vez en la Explanada de los Mercaderes. Aun así, estaba dispuesta a creer en la palabra de aquellos que, conociéndolo desde hacía años, afirmaban que su transformación era verdaderamente sorprendente. Cuando Reyn y ella se inclinaron ante él, el sátrapa inclinó también la cabeza en señal de respeto. A continuación, se dirigió hacia ellos.

—Esta es, nuestra última noche juntos, amigos míos.

—Una siempre esperaría que las cosas pudieran suceder de otra manera —contestó Malta con suavidad—. Estoy segura de que tendremos ocasión de volver a ver las maravillas de la ciudad de Jamaillia. Y puede que, en un futuro, el excelentísimo sátrapa de Jamaillia quiera arriesgarse de nuevo a viajar al Mitonar o a Casárbol.

—¡Ah, Sa me libre! No obstante, si el deber me lo exige, lo haré. Para que luego no se diga que el sátrapa tiene miedo de los rigores del viaje. —Se fue echando hacia atrás, despacio. Hizo un ligero gesto de impaciencia en dirección a su criado, y el hombre le rellenó enseguida de hierbas la pipa que estaba fumando. Volvió a envolverse en una nube de humo—. Así que seguís determinados a marcharos mañana.

Reyn tomó la palabra.

—¿Determinados? Di más bien obligados, excelentísimo sátrapa. Como muy bien sabes, nuestros arreglos matrimoniales ya han sido pospuestos una vez. No podemos volver a desilusionar a nuestras familias.

—No hay ninguna necesidad de desilusionarlas. Si lo quisierais, podríais casaros mañana mismo en el propio templo de Sa. Asistirían un centenar de clérigos, y una procesión os acompañaría por las calles. Podría arreglar todo eso para vosotros. Si así lo quisierais, claro.

—Es una oferta muy atractiva, excelentísimo sátrapa. Aun así, me temo que voy a tener que declinarla. Las tradiciones de los mercaderes exigen que nos casemos entre las gentes de nuestros pueblos, según nuestras costumbres. Un hombre tan leído, culto y viajado como tú sin duda comprenderá que la ruptura de estas tradiciones implica un gran riesgo para el estatus. También es muy importante que hagamos llegar los muchos mensajes que nos has entregado para el Mitonar y Casárbol. No podemos retrasarnos en eso. Como tampoco podemos dejar de transportar las palomas mensajeras que has cedido para que la comunicación entre las ciudades de comerciantes, las islas Piratas, y Jamaillia, aumente.

Malta se mordió el interior de la mejilla para evitar sonreír. Le alegraba saber que el sátrapa no sabía lo que Wintrow pensaba de las «sucias y apestosas criaturas» a las que había acogido a regañadientes a bordo de la Vivacia. Aunque Jola había propuesto el pastel de paloma como alternativa al menú habitual, Malta confiaba en que los pájaros vivirían lo suficiente como para poder servir de mensajeros.

Una sombra de petulancia le atravesó el rostro.

—Ahora que habéis conseguido lo que queríais: la independencia para el Mitonar y para los Territorios Pluviales, lo único que queréis es marcharos de aquí.

—Es evidente, excelentísimo sátrapa. ¿No fuiste tú quien nos pediste que representáramos los intereses del sátrapa allí? Es una tarea que nos tomamos muy en serio.

—No me cabe duda de que también sabréis sacar beneficios de ello —apuntó, sarcásticamente. Echó la cabeza hacia atrás para inhalar más humo—. Ah, bien, si no nos queda más remedio que separarnos, al menos espero que nos vaya bien a todos.

El sátrapa se apoyó sobre el respaldo de su silla con los ojos medio cerrados. Malta interpretó aquel gesto como una despedida, y lo agradeció.

Reyn y ella ocuparon sus asientos. Echó una ojeada al espectáculo que era el baile y se dio cuenta de que no lo echaría de menos. Bueno, no de inmediato. Había llegado a hartarse de las fiestas, de los bailes, y de los vestidos elegantes. Ansiaba la simplicidad de los días no programados, así como la privacidad. Reyn, por su parte, tenía muchas ganas de encontrarse en la ciudad de los Ancianos.

La nao Ofelia acababa de llegar a la ciudad de Jamaillia con cartas para todos. Las noticias del Mitonar eran tan emocionantes como sorprendentes. El flujo de provisiones entre el Mitonar y el asentamiento provisional del río Pluvia era regular y suficiente. Tan pronto como las serpientes habían podido cruzar el tramo que hasta ahora les había impedido continuar su viaje río arriba, el hermano de Reyn se había puesto a rastrear las ruinas de la ciudad. En esto, Selden había resultado serle de gran ayuda a Bendir. Todavía no habían encontrado ninguna cámara intacta, pero Reyn pensaba que eso solo se debía a su ausencia. Malta estaba impresionada por las ganas que tenía Reyn de empezar la búsqueda.

Le contestó con un leve suspiro.

—Yo también tengo ganas de volver a casa —le confió.

El baile había comenzado. La primera canción era solo para las compañeras del sátrapa. Bailaban juntas, en su honor, con él como compañero ausente, mientras las observaba desde su promontorio. Malta observó los estudiados movimientos de las mujeres enfundadas en elaborados vestidos. De vez en cuando, el sátrapa inclinaba la cabeza, al mismo compás al que se movían las compañeras. A Malta le pareció una costumbre absurda, y una manera tonta de desperdiciar buena música. Dejó de marcar el ritmo con el pie. Reyn se aproximó a ella para asegurarse de que lo oía.

—He conseguido otras dos máquinas cortapiedras. Las pondremos en la Ofelia. Wintrow dice que algunas islas del archipiélago Pirata podrán proveernos en piedras por un módico precio. Si reemplazamos los andamios de madera por estructuras de piedra, los trabajadores que se encargan de reemplazar constantemente la madera porque el río se la come quedarán libres. Además, podremos crear un muelle para que las naos más grandes atraquen allí. Podríamos transferir esos trabajadores a las excavaciones que están teniendo lugar en la ciudad...

—¿Antes o después de nuestra boda? —le preguntó, muy seria.

—Oh, después —contestó él fervorosamente. Le cogió la mano—. ¿O acaso crees que nuestras madres dejarían que sucediera de otra manera? Personalmente, dudo de que nos dejen siquiera comer o descansar hasta que hayamos padecido la boda.

—¿Padecido? —le preguntó, atónita.

—Más bien —le contestó, entre suspiros—. Mis hermanas ya se están deleitando con sus habituales paroxismos. Conocerán a la reina de las islas Piratas y a tu maravilloso hermano Wintrow. Tintaglia también ha confirmado que acudiría a recibirnos. Mis hermanas insisten en que debería ir velado a la boda. Dicen que no les importa como vaya vestido en Jamaillia pero que, en casa, tendré que vestirme tan modestamente como manda la tradición de los Territorios Pluviales.

—Tu modestia no tiene nada que ver con la tradición —le replicó Malta. No le estaba diciendo nada que no supiera ya. Cuando la Ofelia había atracado en el puerto, había traído cartas para todos ellos. La carta de Keffria había estado repleta de sabios planes de boda—. Yo también iré velada. Estaremos celebrando nuestra mutua aceptación ciega por el otro. —Una pregunta le asaltó la mente—. Tú fuiste muy amigo de Grag Tenira. Mi madre me escribió diciendo que está cortejando a una muchacha de las Tres Naves. ¿Es verdad eso?

—Él y la hija de Kelter el Ralo se están moviendo en esa dirección.

—Oh, que pena. Eso significaba que tía Althea ha quemado los puentes que le había tendido y que tendrá que contentarse con Brashen Trell.

—La última vez que los vi parecían más que contentos.

—Grag Tenira habría sido un mucho mejor partido.

—A lo mejor. Sospecho que, por la manera que ella tenía de mirarme, ella también considera que tú podrías haberlo hecho mejor.

—Mira a todo el mundo de esa manera —Malta ignoró el recelo de su tía.

—A mí me parecieron más interesantes los cambios de la propia Ofelia. O, más bien, la ausencia de cambios. Es la misma nao de siempre. Grag dice que no tiene ningún recuerdo de haber sido una dragona. Que, para ella, su vida comenzó como Ofelia. Lo mismo le recurre a Bajoro.

—¿Crees que lo recordarán más tarde?

—No lo sé. —A regañadientes, añadió—: lo que sospecho es que alguno de los dragones debió de morir antes de que su caparazón fuera transformado en tronconjuro. Puede que Ofelia y Bajoro no tengan recuerdos de una vida dragona porque las criaturas que habrían debido vivir en su interior murieron antes de tiempo y se llevaron sus recuerdos con ellas. Es posible que se queden como están. —Marcó una pausa—. Grag al menos, está agradecido. Dice que el Kendry se ha convertido en una criatura inmanejable, que solo responde ante Tintaglia.

El silencio cayó sobre ellos. Malta hizo un valiente esfuerzo por sacarlos de él.

—También recibí una nota de Selden. Tiene una letra horrible. Está encantado con los Territorios Pluviales. Casariak, sin embargo, es un tormento para él. Le gustaría ponerse a cavar de inmediato, y tu hermano no le deja.

Reyn esbozó una sonrisa.

—Recuerdo haber actuado así.

—Pasa mucho tiempo con Tintaglia, vigilando los cascarones. —Sacudió la cabeza—. Tintaglia dice que solo cincuenta y tres de ellos parecen estar desarrollándose. Pero no dice por qué lo sabe. Pobre criatura. Se ha esforzado tanto por llevarlas a casa, y tantas han perecido por el camino. Tiene miedo de que no salgan del cascarón las cincuenta y tres. Tendrían que haberse pasado todo el invierno desarrollándose, para poder eclosionar en los días más calurosos del verano.

—A lo mejor eclosionan al final del verano para compensar el tiempo perdido.

—A lo mejor. Oh. —Le agarró la muñeca—. Las compañeras han dejado de bailar. Ahora empezará el verdadero baile.

—¿No estarás deseando que empiece? —le preguntó, en tono de broma, fingiendo no querer levantarse.

Malta abrió mucho los ojos y le dio un aviso con la mirada. Reyn se puso de pie.

—Lo único que quieres es enseñar tu vestido —la acusó, con el rostro muy serio.

—Mentira. Lo que quiero es exhibir a mi elegante compañero delante de todas estas personalidades, antes de llevármelo a los Territorios Pluviales para hacerlo mío para siempre.

Como siempre, los cumplidos extravagantes de Malta hicieron que Reyn se sonrojara. La guió hasta la pista de baile sin pronunciar palabra. Los músicos empezaron a tocar. Los tambores jamaillios marcaron el compás, y los demás instrumentos les siguieron el ritmo. Reyn cogió a Malta de la mano, y se guardó el otro brazo detrás de la espalda, al estilo jamaillio. Aunque le había explicado a Wintrow que era la única manera de hacer correctamente este paso, sabía que su hermano mayor frunciría el ceño cuando viera el atrevimiento de Reyn. Bailaron lentamente al ritmo de los tambores hasta que empezaron a sonar los instrumentos de cuerda y ellos se pusieron a girar en círculo. La sensación de mareo era maravillosa, porque Reyn siempre la agarraba en el último momento, y volvían a bailar lentamente al ritmo marcado por los tambores, siguiendo el tempo.

La segunda vez, la hizo girar más deprisa, y más cerca de su cuerpo.

—¿No lamentas la espera? —se atrevió a preguntarle, en la privacidad del baile.

—Habría lamentado más haber arriesgado la legitimidad de mi herencia —le contestó muy seriamente.

Malta puso los ojos en blanco, y Reyn hizo como que desaprobaba sus proposiciones obscenas.

—¿No se aguantaría un hombre hambriento las ganas de comer durante la preparación de su comida? —le preguntó, la siguiente vez que se acercaron en un giro.

Estuvieron tan cerca el uno del otro que sintió su aliento en su cresta. Le trajo la ya familiar sensación de calidez que envolvía a veces su cuerpo. Se dio cuenta de que había vuelto a ocurrir. Las demás parejas de baile se habían detenido y habían formado un círculo alrededor de ellos para ver bailar a los Ancianos. Reyn la hizo girar una vez más, y la acercó tanto a su cuerpo que los pechos de Malta rozaron su pecho.

—Dicen que el hambre es lo que hace que la comida sea tan sabrosa —añadió en su oído—. Te aviso. Para cuando lleguemos al Mitonar, estaré peor que hambriento.

El murmullo de la multitud informó a Malta de que debían de estar girando a una velocidad suficiente como para que su falda empezara a emitir brillos rojizos. Cerró los ojos, confiando en que Reyn la mantendría en su órbita, y se preguntó si habría algo capaz de superar este momento tan maravilloso. Cuando encontró la respuesta, sonrió.

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***

—Están muy guapos juntos —murmuró Etta.

Wintrow la miró por el rabillo del ojo. Extrañamente, miraba a los bailarines con ojos de deseo. Supuso que se estaría imaginando a sí misma en los brazos de Kennit, quemando la pista de baile con la misma gracia que compartían Reyn y Malta. Pero con más decoro, decidió. Incluso los piratas tenían más decoro del que hacía gala su hermanita.

—Me alegro de que vayan a casarse pronto —apuntó en voz baja.

—Oh. ¿Crees que entonces dejarán de bailar? —le preguntó Etta sarcásticamente.

Wintrow sonrió humildemente. Una chispa de la antigua Etta se había colado a través de su vestido de luto.

—Es probable que no —le concedió—. Supongo que Malta nació bailando. —Al ver la expresión extática de su rostro cuando Reyn la hacía girar, añadió—: Sospecho que, incluso cuando tenga doce crios, seguirá haciendo el mismo alarde de sus sentimientos.

—¡Vaya vergüenza! —exclamó Etta, irónicamente. Se calló cuando la pareja volvió a girar, y luego le preguntó—: ¿Todos los ciudadanos del Mitonar desprecian el baile tanto como tú?

—Yo no desprecio el baile —le contestó, para su sorpresa—. Antes de ser enviado al monasterio me enseñaron los pasos básicos, y se me daban bastante bien. —Observó a Reyn y a Malta durante unos segundos—. Lo que están haciendo no es tan impresionante. Es solo que son capaces de hacerlo rápido y con gracia. Y que hacen muy buena pareja. —Frunció el ceño durante un momento antes de admitir—: Y que Malta lleva un vestido increíble.

—¿Crees que tú podrías bailar así?

—Con práctica a lo mejor. —De repente, se le ocurrió una idea. Al tiempo que descubría lo estúpido que todavía podía llegar a ser. Se acercó a ella—. Etta. ¿Me concederías este baile?

Le tendió la palma abierta de su mano. Etta la miró durante un momento, y luego bajó la vista.

—No sabría cómo —le contestó en voz baja.

—Yo podría enseñarte.

—No lo haría bien. Solo conseguiría humillarme a mí misma, y a mi compañero de baile.

Wintrow se apoyó de nuevo sobre el respaldo de su silla y le habló con suavidad, pero obligándola a escucharlo con atención.

—Cuando tienes miedo de fallar, estás temiendo por algo que todavía no ha ocurrido. Bailar es mucho menos difícil que leer, sobre todo para una mujer que es capaz de moverse entre los aparejos sin desprenderse nunca de ellos. —Esperó.

—No... ahora no. No en un lugar tan público. —Le costó admitirlo. En realidad, le costaba admitir cualquier deseo—. Pero, algún día, sí que me gustaría aprender a bailar.

Wintrow le sonrió.

—Cuando estés lista, me sentiré muy honrado de ser tu compañero.

Etta añadió, en voz muy baja:

—Y tendré una falda mejor que esta.

***

Las estrellas brillaban en el frío y oscuro cielo. Por contraste, las luces amarillas de Jamaillia se veían cálidas y cercanas. Sus reflejos ondeaban como lomos de serpientes sobre las aguas del puerto. La fría noche de primavera transportaba los ecos de alegría y la música de las festividades lejanas. Al otro lado del muelle, la Ofelia descansaba en la oscuridad. Aunque era una nao chapada a la antigua y bastante sumisa, tenía carácter. Un momento después, lanzó una enorme caja en dirección de la Vivacia.

—¿Juegas? —le preguntó, animosamente.

La Vivacia se encontró sonriéndole al mascarón de proa. No había pensado que se encontraría con otra nao rediviva tan agradable, especialmente con una que afirmaba haber perdido todos sus recuerdos de dragona. La Ofelia no era solo una buena compañía, sino también una fuente importante de cotilleos del Mitonar.

Pero lo que a la Vivacia le pareció aún más importante fueron los informes detallados de todo lo que había visto y oído en Casárbol. Las tierras de incubación se encontraban río arriba, fuera del alcance de una nao de su tamaño. La Ofelia, sin embargo, era una buena mediadora y sabía escuchar. Había llegado a conocer no solo todos los hechos sino también todos los rumores en torno a los progresos de las serpientes. A pesar de que había compartido con la Vivacia tanto noticias buenas como malas, el mero hecho de saber lo que les estaba ocurriendo resultaba reconfortante. Aunque lo mejor que podía hacer ahora mismo para servir a su especie era quedarse en Jamaillia, la incertidumbre había sido difícil de soportar. La Ofelia había comprendido su sed de información desde el primer momento. Desde que había llegado a la ciudad de Jamaillia, sus informes detallados habían tranquilizado mucho a la Vivacia. Aun así, cuando Ofelia le lanzó la caja, sacudió la cabeza.

—Althea me dio a entender que hacías trampas cuando jugabas con ella —comentó, con ligereza.

—Oh, así es Althea. Una buena chica, pero un poco susceptible. Tampoco es que tenga el mejor criterio del mundo. Después de todo, eligió al renegado de Trell cuando podría haber tenido a mi Grag.

La Vivacia se rió con suavidad.

—No creo que tu Grag tuviera nunca una oportunidad. Sospecho más bien que «ese renegado de Trell» fue elegido para ella por su padre Ephron Vestrit unos cuantos años atrás. —Al ver la expresión ofendida de Ofelia, añadió—: Pero no parece que Grag la haya echado de menos durante mucho tiempo.

Ofelia asintió, contenta.

—A veces, los humanos tienen que ser pragmáticos. No viven tantos años, sabes. Su Ekke es una buena chica, que sabe plantarle cara a la vida y hacer algo con ella. Me recuerda a mi primera capitana. «No esperes que me quede en tierra haciéndote niños», le dijo, aquí, en mi cubierta. «Mis niños van a nacer en esta nao», añadió. ¿Y sabes lo que dijo Grag? «Sí, querida». Dócil como un corderito. En mi opinión, creo que sabe que es lo mejor que puede hacer si quiere tener una familia. Los humanos no viven tanto tiempo, ¿sabes?

—Por eso tenemos que aprovechar tanto nuestro tiempo de vida. —Este comentario vino de Jek. Su perfume flotaba en la noche primaveral. A pesar del frío andaba descalza, y la falda larga que llevaba apenas le llegaba a los tobillos. Se acercó a ellas osadamente y se subió a los aparejos de la Vivacia—. Buenas noches, señoras —les dijo, a modo de bienvenida.

Inspiró profundamente, exhaló el aire, y se sentó entre los aparejos, con los pies colgando en el vacío.

—¡Has estado en el baile! —exclamó Ofelia—. Cuéntanos cómo está siendo. ¿Has visto el palacio del sátrapa?

—Desde el exterior. Estaba todo iluminado, y la música se filtraba por cada ventana y cada puerta. Las calles estaban llenas de carruajes elegantes, y había cantidad de gente por todas partes. Todos iban vestidos como reyes. Algunos se alegraron de poder estar ahí observando a sus mejores. Yo no. Preferí el patio interior. La música era alegre, los hombres apuestos, y el baile animado. Estaban cocinando cerdos enteros en las brochas, y bebiéndose una cerveza tras otra. Era una fiesta tan buena como cualquier otra en la que haya estado. A pesar de todo, estoy lista para salir mañana. Jamaillia es un lugar sucio a pesar de que todas sus casas sean tan elegantes. Estaré encantada de volver a surcar los mares y más aún de volver a Mentecacia. La primera vez que vi aquel puerto, supe que había encontrado mi hogar.

—¿El pueblo pirata? Que Sa nos acoja en su seno. ¿Tienes a alguien esperándote allí, querida? —le preguntó Ofelia.

Jek se echó a reír.

—Todos me están esperando. Solo que aún no lo saben.

La risa vulgar de Ofelia se hizo eco de la de Jek. Luego, se percató del silencio de la Vivacia.

—¿Por qué estás tan pensativa, querida? ¿Echas de menos a tu Wintrow? No tardará en volver.

La Vivacia salió de sus ensoñaciones.

—No. No es por Wintrow. Estará aquí enseguida, como bien dices. A veces me gusta no tener en la cabeza más que mis propios pensamientos. Me he puesto a mirar al cielo y a recordar. Cuanto más alto vuelas, mas estrellas ves. Hay estrellas ahí arriba que no volveré a ver nunca. Cuando los cielos aún me pertenecían, no me importaba, pero ahora lo siento como una pérdida.

—Eres joven. Todavía te esperan muchas cosas buenas como esa—le contestó la nao anciana, complacientemente—. No tiene ningún sentido que te preocupes ahora.

—Mi vida —musitó la Vivacia—. Mi vida como nao rediviva—. Se giró para mirar a la Ofelia mientras suspiraba—. Casi te envidio. Tú no te acuerdas de nada, y no echas nada de menos.

—Recuerdo un montón de cosas, querida. No desprecies mis recuerdos porque sean de navegación y no de vuelo. —Sorbió con la nariz—. Y podría añadir que mi vida no tiene nada de despreciable. Como tampoco lo tiene la tuya. Mi Grag podría enseñarte una valiosa lección. No intentes alcanzar las estrellas cuando estés rodeada del ancho mar. Es otro cielo, ¿sabes?

—Y tiene tantas estrellas como el de ahí arriba —comentó Jek. Saltó de nuevo a la cubierta y se estiró hasta que le crujieron las articulaciones—. Buenas noches, señoras. Me voy a mi camarote. El día empieza temprano para los marineros.

—Y para las naos redivivas. Que tengas dulces sueños, querida —le deseó la Ofelia. Cuando Jek se hubo alejado un poco, la nao rediviva sacudió la cabeza—. Recuerda esto. Si no sienta pronto la cabeza, se arrepentirá.

—Algo me dice que lo dude —-le contestó la Vivacia con una sonrisa.

Se dio la vuelta para mirar las luces de la ciudad. En el palacio del sátrapa, Wintrow y Etta se estaban ocupando de preparar a los humanos para que aceptaran el retorno de la especie dragona. De repente, se sintió orgullosa de ellos. Sorprendentemente, también se sintió orgullosa de sí misma. Le sonrió a la Ofelia.

—Jek está demasiado ocupada viviendo. No perderá el tiempo lamentándose. Y yo tampoco.