Capítulo 35
Decisiones difíciles

—Baja conmigo para que pueda vendarte esto —insistió Malta—. No deberías arriesgar tu salud, excelentísimo.

Se sobresaltó cuando una roca cayó en el agua que estaba más próxima a ellos. Miró hacia atrás, y Reyn siguió su mirada. Las naves jamaillias estaban afinando su puntería, y no dejaban de acercarse.

—No. Todavía no.

El sátrapa se agarró al pasamanos y se quedó mirando al suelo, obstinado. Malta se había colocado detrás de él para poder hacer presión sobre la herida con la tira de tela de la camisa de Jek. El propio sátrapa se negaba a tocarse la herida. La única que podía acercarse a él era Malta. Reyn se negó a sentir celos. El sátrapa se aferraba a su presencia como si esta fuera la única que le daba sentido a su mundo, por mucho que se negara a reconocer que dependía de ella. Reyn no podía creerse que el hombre no se diera cuenta de la falsedad de la dulzura en las atenciones que Malta tenía con él. De repente, el sátrapa se llevó las manos a la boca para formar una especie de megáfono con el las palabras llenas de júbilo dedicadas a la nave jamaillia que se estaba hundiendo.

—Buen viaje, lord Criath. En breve podrás darles tus buenos consejos a las serpientes. Me aseguraré de que tu familia sepa cuánto gritaste para pedir clemencia. ¿Qué pasa, Ferdio? ¿No eres buen nadador? No dejes que eso te perturbe. No pasarás demasiado tiempo en el agua y, cuando estés en el estómago de la serpiente, ya no tendrás por qué nadar. Tus hijos nunca recibirán herencia, lord Kreio. Lo perderán todo, no solo las tierras del Mitonar que te cedí, sino también los terrenos jamaillios. En cuanto a ti, Peatón de la Colina, ¡mi mejor compañero de fumada! ¡Tus bosques y tus huertos quedarán hechos cenizas! Ah, noble Vesset, ¿por qué escondes tu cara entre tus manos? ¡No tengas miedo, yo no voy a mirarte por encima del hombro! ¿Dejas a una hija, verdad?

Los nobles conspiradores levantaron la vista hacia él. Algunos lo miraron implorantes, otros le aguantaron la mirada estoicamente, mientras unos terceros proferían insultos contra su persona. Todos tendrían el mismo final. Cuando se habían acercado con su bote a las aguas llenas de serpientes, la tripulación los había abandonado. Su desconfianza hacia el bote había estado bien fundada. Ahora, sus cadáveres flotaban en aguas de alta toxicidad. Reyn no había avistado a ningún superviviente.

Aquello era demasiado para el habitante de los Territorios Pluviales.

—Te ríes de la agonía —le dijo al sátrapa.

—¡Me río de los traidores! —lo corrigió el sátrapa con agresividad—. ¡Y mi venganza habrá sido suave! —gritó lo más fuerte que pudo en dirección a las aguas.

Observó ávidamente como los nobles jamaillios intentaban mantenerse en la cubierta de la nave, que seguía hundiéndose. Las olas ya ascendían por encima de ella. Murmuró algunos nombres para memorizarlos, con la obvia intención de poder tratar después con sus familias. Reyn intercambió una mirada llena de incredulidad con Malta. ¿Este muchacho salvaje y sin piedad era el excelentísimo sátrapa de toda Jamaillia?

Cosgo abrió de nuevo la boca para gritar:

—Oh, serpiente, no te vayas, aquí tienes tiernos... ¡Ah!

De repente, se quedó sin habla y su cuerpo se dobló sobre su herida.

Malta adoptó una expresión tan inocente como la de un bebé mientras le presionaba la herida con firmeza y declaraba:

—Oh, excelentísimo sátrapa, deberías dejar de gritar. Mira, has vuelto a empezar a sangrar. Ven, vamos abajo. Déjaselo a la justicia de Sa.

—Vuelvo a sangrar... ah, estos cobardes traidores se merecen una muerte más lenta. Kennit tenía razón. Me salvó, ¿sabes? —Se colgó del brazo de Reyn sin pedirle permiso previo y se apoyó en él para poder caminar en dirección a los camarotes—. Al final, Kennit reconoció que mi supervivencia era más importante que la suya. ¡Qué alma más honorable! Yo desafié a esos traidores, pero cuando vinieron a darnos muerte, fue el honorable Kennit quien se llevó la mía. A partir de ahora, un nombre quedará siempre asociado al honor. El del rey Kennit de las islas Piratas.

Así que el sátrapa pensaba alzarse en el trono con la reputación de Kennit. Reyn embelleció sus fantasías por él.

—Sin duda, los trovadores harán canciones maravillosas para contar tus aventuras. El sátrapa viajó al Mitonar y a los Territorios Pluviales. El único final adecuado para una canción así sería aquel en el que, en el último momento, el rey de los piratas reconociera la importancia superior del sátrapa de Jamaillia y, gracias a un acto altruista, salvara su vida.

Reyn lo dijo todo seguido, y le encantó que Malta tuviera que luchar consigo misma para evitar reírse. El rostro del sátrapa, que se encontraba entre ambos, se iluminó.

—Sí, sí. Una idea excelente. Habría que incluir una estrofa dedicada a todos aquellos que me traicionaron, y a la manera en que murieron, comidos por las serpientes a las que Kennit les había ordenado que me protegieran. Eso hará que los futuros conspiradores se lo piensen dos veces antes de traicionarme.

—Sin duda —accedió Malta—. Pero ahora tenemos que ir abajo.

Lo sujetó con firmeza y acompañó sus pasos. Su mirada angustiada se encontró con la de Reyn, y compartieron la incertidumbre de no saber si sobrevivirían a este día. A pesar de la oscuridad de esa sensación, Reyn se alegró de poder compartir con Malta tanto de lo que sentía solo con tenerla cerca. Hizo acopio de fuerzas y trató de irradiar calma hacia ella. Estaba convencido de que el capitán Kennit habría vivido situaciones peores. Sus tripulantes sabrían cómo sacarlos de esta.

***

—Rasgaré una vela para hacer un sudario —se ofreció Ámbar.

—Muy bien —accedió Brashen, que estaba aturdido.

Bajó la vista para mirar el cuerpo de Kennit. E1 pirata que había estado a punto de matarlos yacía muerto sobre la cubierta. Ahora, su madre lo cogía para abrazarlo, mientras lloraba en silencio, con una sonrisa trémula en sus labios. Desde que le había entregado a Kennit a su madre, el Paragon se había quedado muy quieto. Brashen no sabía si hablar con él, por miedo a que no le contestara. Sintió que estaba ocurriendo algo en el interior de la nao. Brashen temía lo que pudiera ser aquello.

—¿Saldremoh de esta? —le preguntó Clave pragmáticamente.

Brashen bajó ligeramente la vista para mirar al muchacho que estaba junto a él.

—No lo sé —le contestó, escuetamente—. Vamos a intentarlo.

El muchacho vigilaba a las naves enemigas con un ojo crítico.

—¿Po' qué se mantienen a'sa distancia?

—Sospecho que les tienen miedo a las naos redivivas. ¿Por qué razón arriesgarían sus vidas si les basta con utilizar rocas?

La nave jamaillia estaba terminando de hundirse. Después de que la serpiente blanca les hubiese demostrado que no podían huir en los botes, un puñado de almas desesperadas, se habían subido a los aparejos. Las otras dos naos de Kennit se habían enfrentado a las naves jamaillias adyacentes y estaban intentando abrir un hueco en el anillo de embarcaciones que los rodeaba. Un proyectil cayó a escasa distancia de donde se encontraban. El Paragon vibró ligeramente. No cabía duda de que, una vez que la nave jamaillia se hubiera hundido del todo, el resto de la flota catapultaría sus rocas con más ganas.

—Si pudiéramos conseguir que la serpiente blanca ayudara a las dos naos piratas, a lo mejor podríamos romper el círculo de naves jamaillias. Pero seguiríamos teniendo que despistarlas.

—Esto no pinta nada bien —decidió Clave.

—No —corroboró Brashen, con una mueca. Luego, sin embargo, sonrió—: Pero todavía no estamos muertos, ¿verdad?

Una extraña mujer estaba saltando de las manos del Paragon a la cubierta. Sin echarle una sola ojeada a Brashen, se instaló silenciosamente junto al pirata caído. Un dolor inefable ensombrecía su mirada. Levantó una de las manos de Kennit y se la llevó a la mejilla. Madre se inclinó sobre Kennit para poder apoyar una mano sobre su rodilla. Las miradas de las mujeres se encontraron sobre el cuerpo de Kennit. Durante un momento, la mujer de cabello oscuro estudió el rostro de Madre. Luego habló con tranquilidad.

—Lo amaba. Y creo que él también me amaba a mí. Estoy embarazada de su hijo.

La mujer apartó los rizos oscuros de Kennit de su rostro inmóvil. Brashen se sintió un intruso en la escena, y desvió la mirada hacia la Vivacia, que ya se estaba alejando. Wintrow y Althea se encontraban en la cubierta, hablando de alguna cosa. En cuanto la vio, a Brashen se le disparó el corazón. Corrió a toda velocidad hacia el pasamanos, mientras maldecía su propia inconsciencia. Si una mujer había podido cruzar de una nao a otra, también podría hacerlo una segunda.

—¡Althea! —gritó, pero las dos naves ya estaban muy alejadas.

Aun así Althea oyó su llamada, y se dio la vuelta. Corrió tan rápido como pudo hacial proa. Cuando la vio saltar sin pensárselo dos veces al hombro de la Vivacia, creyó que se le iba a salir el corazón del pecho. La Vivacia se sorprendió, pero agarró a Althea para impedir que se cayera.

Las palabras que le dijo a la nao atravesaron las aguas y llegaron hasta él con claridad.

—Por favor, Vivacia. Tú no me necesitas. Quiero ir con él.

La Vivacia le echó una ojeada al Paragon. Luego, hizo sonar su voz a través de las aguas.

—¡Paragon! ¡Recoge también a esta!

Con el mismo cariño con el que una madre podría levantar a su hija, la Vivacia levantó a Althea, la volvió a bajar, la levantó de nuevo, y la lanzó hacia la nao ciega.

—¡No! —rugió Brashen, muerto de miedo, mientras se agarraba al pasamanos.

—¡La tengo! —gritó el Paragon con seguridad en la voz y, milagrosamente, consiguió cogerla.

La agarró con fuerza y amortizó el choque acompañando su impulso con las manos. Luego, la fue acercando a los brazos extendidos de Brashen. Su cuerpo tropezó con el pasamanos, antes de deslizarse entre los brazos del hombre. Ni siquiera intentó hablar. No le quedaba aliento para ello. Cuando levantó la vista hacia el Paragon, la nao se giró también. Sonrió, y sus pálidos ojos azules se llenaron de diminutas arrugas. Brashen estaba alucinado.

—¡Bienvenida a bordo! ¡Vamos a intentar salir de aquí lo antes posible! —le dijo Clave, a modo de saludo.

—Oh, Brashen —dijo Althea, temblando en su pecho.

El sonido de su voz sacó a Brashen de su conmoción. Levantó la vista para mirarlo, pero lo abrazó con más fuerza que nunca. Inspiró profundamente.

—Este es el plan de Wintrow. Si conseguimos salir de aquí, pondremos rumbo al norte, en dirección a Mentecacia. Ahora no nos costará acceder al puerto. Podremos quedarnos allí tanto tiempo como sea necesario, hasta que las palomas mensajeras nos hagan llegar refuerzos.

De repente, interrumpió el flujo de sus palabras. Se quedó mirando el cuerpo inmóvil de Kennit. Tanto la anciana como Etta parecían ajenas a lo que estaba sucediendo a su alrededor.

—Está muerto —murmuró Brashen en su pelo—. Falleció en los brazos del Paragon. —Althea se abrazó a él como nunca antes lo había hecho. Brashen la apretó contra su cuerpo, y sintió el deseo de poder pasar un rato a solas con ella. Todo su alrededor estaba teñido de muerte—. Salir de aquí —murmuró, escépticamente—. ¿Cómo?

De repente, el Paragon tomó la palabra. Miró a Brashen por encima de la cabeza de Althea y le habló como si hubiera estado solo.

—Una vez te prometí que no te mataría. Estaba loco, tú lo sabías, y aun así confiaste en mí. —La nao miró a su alrededor con sus fríos ojos azules para hacer un reconocimiento de la situación—. Ahora que ya soy uno solo, voy a renovar mi promesa. Haré todo lo que pueda para manteneros con vida.

***

—¡Subidlos a bordo!

La orden vino de abajo. Malta, Reyn y el sátrapa giraron la cabeza. Wintrow, que tenía la camisa manchada con la sangre de Kennit, estaba apuntando con el dedo hacia los nobles de la nave jamaillia que estaba a punto de desaparecer bajo las aguas. Jola se apresuró a colocarse a su lado.

—¿Quieres que soltemos un bote? —preguntó, sin poder creérselo.

—No. No arriesgaré a ninguno de los míos por salvarlos a ellos. —Alzó la voz para que los nobles jamaillios lo oyeran—. ¡Os lanzaremos un cabo! Aquellos que se atrevan a cogerlo tendrán una oportunidad de sobrevivir. La elección es vuestra. Vuestra flota no nos está dejando otra opción de rescate. Ocúpate de todo, Jola. —Volvió a girarse hacia la cubierta.

Empezó a reinar el caos entre los nobles. Se habían concentrado todos en un lateral de la nave. Un anciano levantó las manos y le suplicó a Sa que tuviera piedad de él. Un joven más avispado y pragmático corrió al otro lado de la nave, desde donde se puso a agitar su abrigo y a gritarles a las naves que detuvieran el ataque. Nadie le hizo caso. Las olas sobrepasaban ya la altura del pasamanos. Jola aseguró un cabo y lo lanzó. Todos los hombres se agarraron a él, pensando que los levantarían desde la nao.

—¡Así no, brutos! —rugió el primer oficial—. Atad el extremo del cabo a algo, y subid a pulso, uno tras otro.

La mayoría de ellos tenían barbas blancas y no estaban acostumbrados a trabajar con sus brazos. No serían capaces de subir sin ayuda. Al final, hubo que lanzar varios cabos más y arrastrarlos hacia arriba. Cuando alcanzaron la cubierta, todas sus ropas estaban empapadas y harapientas.

—Ya podéis estar agradecidos de que esto sea una nao rediviva —les informó Jola, muy severamente—. Al tronconjuro no se le engancha ningún crustáceo marino, al contrario de lo que le sucede a la madera normal. Por eso, vuestro ascenso ha sido menos duro de lo que podría haber sido.

Aquella docena de hombres a los que el sátrapa conocía por su nombre, con los que había estado cenando, en los que había confiado, se encontraron de nuevo ante él. Aunque algunos de ellos le aguantaron la mirada, la mayor parte agachó la cabeza o se quedó mirando el horizonte. Cuando el sátrapa habló, pronunció la última palabra que Malta hubiera esperado oír salir de sus labios.

—¿Por qué? —les preguntó. Miró a cada uno de ellos por turnos. Malta, que aún mantenía su herida presionada, lo sintió temblar ligeramente. Cuando levantó la vista hasta su rostro, pudo ver una verdad de la quizá nadie más se había percatado. Le había dolido la traición—. ¿Tanto me odiabais, como para traicionarme y buscar mi muerte?

Aquel al que había llamado lord Criath levantó sus grandes ojos grises para mirarlo a los ojos.

—Mírate —gruñó—. Eres débil y no tienes cabeza. No piensas en nada más que en ti mismo. Te has hecho con todos los bienes de la ciudad y la has dejado al borde de la ruina. ¿Qué otra cosa podíamos hacer que matarte? Nunca te comportaste como un verdadero sátrapa.

El sátrapa Cosgo aguantó la mirada del hombre.

—Has sido mi fiel consejero desde que cumplí los quince años —le replicó, muy serio—. Siempre te escuché atentamente, Criath. Ferdio, tú fuiste mi tesorero. Peatón, Kreio, ¿no me ofrecisteis también vosotros vuestros consejos? Consejos que siempre seguí, a pesar de lo que me decían algunas de mis compañeras, porque quería que me tuvierais en buena consideración. —Paseó su mirada sobre ellos—. Ese fue mi error. Ahora lo veo claro. Me medí a mí mismo en relación con el nivel de cumplidos que recibía de vosotros. No soy, o no he sido, otra cosa que lo que me enseñasteis a ser, caballeros. —Siguió adelante—. Estas semanas pasadas en el mundo exterior me han abierto mucho los ojos. Ya no soy el muchacho al que podíais manipular y traicionar, señores. Ya lo iréis descubriendo. —Le dio instrucciones a Jola, como si tuviera autoridad para ello—: Enciérralos abajo. No necesitan tener acceso a ninguna comodidad.

—No. —Wintrow acababa de regresar. Contradijo la orden sin disculparse por ello—. Enciérralos en los camarotes, Jola. Quiero que el resto de la flota jamaillia pueda verlos. Puede que eso desanime a algunos de los arqueros y a las catapultas que acudan a nuestro encuentro cuando intentemos salir de aquí. —Miró un momento a su hermana, pero esta apenas lo reconoció. El dolor había tallado arrugas en su rostro, y enfriado su mirada. Aunque intentó suavizar el tono de su voz, sus palabras siguieron sonando como una orden—. Malta, estarás más a salvo en el camarote del capitán. ¿La llevarás hasta allí, Reyn? Y al sátrapa, de paso.

Malta miró una última vez hacia los restos de la nave jamaillia. No habría deseado ver a los nobles precipitándose hacia su muerte, prisioneros de esa carcasa medio hundida. Pero esto era la guerra, se dijo con dureza. Wintrow había hecho todo lo que estaba en su mano para salvarlos. A partir de ahora, si los nobles morían, sería porque sus propios hombres habían abierto fuego contra ellos. La muerte era un riesgo que habían elegido correr al empezar a complotar contra el sátrapa.

Eso no quería decir que ella no fuera a extraer ninguna satisfacción de aquello. Recordó con amargura a todos los esclavos y mercaderes que habían muerto por culpa de sus ambiciones. Si el complot que habían tramado hubiera tenido éxito, el propio Mitonar habría caído, y puede que los Territorios Pluviales hubieran caído con él. A lo mejor había llegado el momento de que sintieran lo que era enfrentarse a un peligro que eran incapaces de prever.

***

Desde lo alto del mástil del Paragon, Althea tenía una buena perspectiva de la batalla que se estaba librando. Le había dicho a Brashen que treparía al mástil para intentar buscar una apertura por la que pudieran salir de allí. Él la había creído, sin saber que, en realidad, estaba huyendo de la mirada azul del Paragon y de la manera tan posesiva de tocarla que había tenido. La combinación de ambas cosas había hecho que, de repente, se sintiera mal. Brashen no había notado nada. Había puesto a Semoy a cargo de la organización de la defensa de la nao, mientras que él mismo se disponía a coger el timón. Se le había partido el corazón al constatar el gran número de marineros que habían perecido, y el número aún mayor de supervivientes heridos. Se había sentido horrorizada al ver el rostro y el cabello escaldados de Ámbar y las heridas de Clave, que todavía se estaban pelando. Se sintió aún más avergonzada en tanto que no había compartido su miedo ni los peligros a los que se habían enfrentado.

Se puso a observar el catastrófico escenario de la batalla desde su posición de ventaja. Vio como algunas tripulaciones abandonaban sus naves dañadas, mientras otras se peleaban con los aparejos y con los heridos. No obstante, aquellas naves que seguían funcionando parecieron dispuestas a continuar la batalla. Hasta donde le alcanzaba la vista, no veía escapatoria. La Multicolora había embestido a una nave que había intentado bloquearle el paso. Ahora, las naves habían quedado ligadas a través de sus cabos y aparejos, mientras la batalla proseguía en ambas cubiertas. Althea tenía la sospecha de que, ganara quien ganara, ambas naves estarían perdidas. Aunque la Marietta podría haber aprovechado la ocasión para escapar, Sorcor decidió volver atrás para intentar ayudar a la Multicolora. Cientos de flechas volaron desde su cubierta apuntando a los marineros jamaillios, mientras la modesta catapulta de la Multicolora lanzaba piedras a las naves de los alrededores en un vano intento por contener su avance.

La lucha era encarnizada, y se estaba poniendo cada vez peor. Ahora que la Vivacia y el Paragon se habían sumado a ella, lo único que impedía que las naves jamaillias cerraran completamente a las dos naos era la voluntad de los jamaillios de mantener una distancia suficiente como para poder utilizar sus catapultas. La serpiente blanca que ondeaba junto al Paragon arrastró a unas cuantas naves hasta la playa. Althea vio como una de las velas principales de una de ellas se estrellaba de repente, y supuso que el veneno con el que las serpientes habían rociado las velas unas horas atrás había terminado por hacer efecto.

Solo podían agarrarse a la posibilidad de salir del círculo para huir a Mentecacia. Wintrow había afirmado que, desde allí, les sería posible defenderse, pero eso no significaba que pudieran aguantar un asedio prolongado. Sospechaba que, mientras el sátrapa siguiera vivo, la flota jamaillia no se rendiría. Y, una vez que estuviera muerto, eliminarían a todos los testigos. ¿Llegarían tan lejos como para arrasar todo un asentamiento pirata? No lo creía posible.

Abajo, en la cubierta, unos cuantos hombres estaban moviendo el cuerpo de Kennit. Mientras que la anciana se arrastraba detrás del cuerpo, Etta permanecía en la cubierta superior, junto al mascarón de proa, ajena a la batalla que estaba teniendo lugar a su alrededor. Era posible que ella también sintiera que quedaba más parte de Kennit en el mascarón de proa que en su cuerpo inerte. Ahora, Kennit formaba parte del Paragon. Había muerto en su cubierta, y la nao lo había recibido. Todavía no conseguía entender por qué.

De repente, oyó la voz de Ámbar.

—Será mejor que bajes al piso inferior. Brashen está convencido de que está a punto de caer una roca sobre la cubierta. Te aplastará si no te mueves de ahí.

El Paragon ya había recibido un buen impacto, que se había llevado parte de su pasamanos y había escorado su cubierta.

—Será mejor que baje yo también—añadió Ámbar—. Me parece que Kyle está montando todo un circo por que esté aquí el cuerpo de Kennit.

—¿Kyle? —la palabra ardió en la garganta de Althea.

—¿Brashen no te dijo nada? La madre de Kennit lo trajo con ella. Kennit lo había mantenido escondido en la isla Llave.

—No, no me dijo nada. No hemos tenido mucho tiempo para hablar.

Habían pasado cosas que ella ignoraba. ¿La madre de Kennit? ¿La isla Llave? Althea se apresuró a bajar del mástil. Aunque no se le había ocurrido pensar que el día podría complicársele más, era evidente que se había equivocado.

Kyle Haven, el marido desaparecido de Keffria, estaba apoyado en la puerta de acceso a los camarotes, bloqueando el paso. Althea reconoció su voz.

—¡Tíralo por la borda! —gritaba con dureza—. ¡Asesino! ¡Ladrón co-co-cortagargantas! —tartamudeaba de rabia—. ¡Merece morir! Dádselo de comer a las serpientes, igual que hizo él con mi tripulación.

Los dos hombres que transportaban el cuerpo parecían inquietos, pero la anciana, que debía de ser la madre de Kennit, era la que tenía el rostro más descompuesto. Siguió agarrando la mano de su hijo.

Althea saltó sobre la cubierta con agilidad y apresuró el paso.

—Déjala pasar, Kyle. No sirve de nada que la atormentes. No cambiará nada de lo que hizo Kennit.

En cuanto pronunció las palabras, supo que estaban cargadas de verdad. Observó el rostro de Kennit con impasibilidad. Ahora estaba más allá de toda venganza, y no tenía derecho a descargar su amargura sobre esa anciana dolida. Kyle, en cambio, no estaba fuera de su alcance. Llevaba mucho tiempo esperando este enfrentamiento. Su arrogancia y egoísmo casi le habían costado la vida.

A pesar de todo, cuando se dio la vuelta para mirarla, su odio se tiñó de pánico. Su confianza en sí misma se había desvanecido en el preciso momento en que lo había desafiado. Sus manos temblaron convulsivamente mientras él la fulminaba con la mirada, sin entender nada de lo que sucedía.

—¿Qué? —preguntó malhumorado—. ¿Quién eres?

—Althea Vestrit —dijo sin alterarse.

Althea le aguantó la mirada.

Tenía muchas marcas de heridas en el cuerpo. Le faltaban dientes, y tenía la cara llena de cicatrices. Su cabellera enredada, que siempre había sido rubia, se estaba poniendo grisácea. Los golpes que había recibido en la cabeza habían alterado su mente y su sistema motor. Temblaba como un anciano.

Ámbar estaba de pie junto a Althea. Le habló con dulzura, con el mismo tono de voz que utilizaba para calmar al Paragon cuando este estaba malhumorado.

—Déjalo marchar, Kyle. Está muerto. Nada importa ya. Y tú, ahora, ya estás a salvo.

—¿Qué importa eso? —gritó, ultrajado—. ¡A mí me importa! Miradme. Maldito desorden. ¡Es tu culpa! —declaró de repente, mientras apuntaba a Althea con un dedo tembloroso y encogido.

A la mujer le resultó difícil mirar sus manos torcidas. Daba la impresión de que habían sido partidas una y otra vez.

—Es culpa tuya. Tú, ser antinatural, que quisiste ser hombre. Fuiste la vergüenza de tu familia. Hiciste que la nao me odiara. Es culpa tuya. Culpa tuya.

Althea apenas escuchó sus palabras. Pero vio como se esforzaba por formarlas y extraerlas de su boca. Kyle inspiró profundamente, y se le puso la cara roja por el esfuerzo.

—¡Maldita seas! ¡Te morirás en esta nao! Te maldigo con esa mala suerte. Morirás sobre esta cubierta. ¡No lo olvides! ¡Te maldigo! ¡Os maldigo a todos!

Hizo un amplio gesto con sus manos temblorosas y escupió saliva

Althea se quedó mirándolo sin habla. La verdadera maldición era que fuera el marido de Keffria, y el padre de Wintrow, Malta y Selden. Su deber era devolvérselo a su familia. Aquel pensamiento hizo que se le helara la sangre. ¿Acaso no había sufrido Malta lo suficiente? La muchacha había idealizado a su padre. ¿Debía devolverle a ese pieza a su hermana?

Cuando Kyle se percató de que sus palabras no alteraban a la hermana de su mujer, su rostro se encendió de rabia. Escupió sobre la cubierta, delante de Althea, con la visible intención de insultarla, pero el escupitajo se quedó colgando de su barbilla y el rostro de Althea solo reflejó consternación. Encontró palabras, y habló con tranquilidad.

—Déjalos pasar, Kyle, por el dolor de su madre. Déjalos pasar.

Cuando Kyle se quedó mirándola con cierto nivel de entendimiento, los hombres que llevaban el cuerpo de Kennit aprovecharon para pasar por delante de él. Madre los siguió, mientras le dedicaba una mirada cargada de reproche. Etta se había reunido con ella. Durante un instante, sus ojos se encontraron con los de Althea. Lo que se dijeron con la mirada no habría podido expresarse con palabras.

—Gracias.

Las palabras fueron pronunciadas rápidamente, y con resentimiento. Los ojos de Etta seguían brillando de odio, pero ese odio no iba dedicado a Althea sino a la vergonzante verdad que las atormentaba a ambas. Althea bajó la vista para dejar de enfrentarse a ello. Kennit la había violado. Etta lo sabía, y la admisión del hecho era como una estaca clavada en el corazón de los recuerdos que tenía de él. Ninguna de las dos mujeres podría escapar de lo que les había hecho a ambas.

Althea desvió la mirada, y sus ojos cayeron sobre Kyle, que seguía murmurando para sus adentros y haciendo grandes gestos con los puños cerrados para exteriorizar su rabia.

Ámbar le habló a Althea en voz baja.

—De noche, en nuestra habitación, solías decir que te habría gustado volver a cruzártelo una vez más. Solo para poder echarle en cara lo que hizo.

—Me robó mi nao y arruinó mis sueños —dijo, en tono de acusación. Althea no conseguía apartar la vista de su figura maltrecha—. Que Sa nos acoja en su seno. —Aunque el encuentro no había durado más que unos segundos, sintió que había envejecido diez años. Apartó la vista de Kyle para posarla sobre su amiga—. Mi sed de venganza se ha visto frustrada dos veces hoy —comentó, con la voz temblorosa.

Ámbar la miró sorprendida.

—¿Así es como te sientes?

—No. No del todo. —Althea buscó en el fondo de su corazón, y quedó sorprendida de sus propios sentimientos—. Estoy agradecida. Por mi vida, porque mi cuerpo siga intacto. Por tener a un hombre como Brashen a mi lado. Por Sa, Ámbar, no tengo nada de lo que quejarme. —De repente levantó la vista, como si acabara de despertarse de una pesadilla—. Tenemos que sobrevivir a esto, Ámbar. Tenemos que hacerlo. Tengo una vida que vivir.

—Todos nosotros la tenemos —contestó Ámbar. Miró a través del agua, hacia el lugar en el que los hombres luchaban, sobre las cubiertas de las naves—. Y una muerte que morir —añadió, en voz más baja.

***

—¿Qué haría Kennit ahora? —murmuró Wintrow para sus adentros, mientras escrutaba la línea cerrada de naves.

Había recogido a los hombres de la nave jamaillia porque no podía soportar la idea de dejarlos ahogarse o ser devorados por la serpiente. Debilidad, habría dicho Kennit. Un tiempo precioso derrochado que tendría que haber empleado en sacar a la nave de allí. Jola los estaba encadenando a conciencia, según las órdenes recibidas. Le entraban náuseas solo de pensar en ello. Pero no tenía tiempo de darle más vueltas. Se había quedado solo en esto. Kennit estaba muerto, y Etta se había ido a llorarlo. Althea también se había marchado al Paragon. Había tomado el mando de la Vivacia porque no podía soportar la idea de que lo hiciera Jola. Ahora que estaba bajo su control, tenía miedo de perderla y de perder a sus tripulantes. Le vino a la mente la última vez que había tomado el mando de la Vivacia. Luego, había reemplazado a su padre durante una tormenta. Ahora, en plena batalla, estaba llenando el vacío que había dejado Kennit. A pesar del tiempo que había pasado, seguía sintiendo la misma incertidumbre.

—¿Qué haría Kennit en mi lugar? —se preguntó de nuevo a sí mismo.

Su mente se negaba a trabajar.

—Kennit está muerto —la Vivacia pronunció las duras palabras con suavidad—. Tú estás vivo, Wintrow Vestrit. La decisión es tuya. Sálvanos a los dos.

—¿Cómo? No sé como hacerlo.

Volvió a mirar a su alrededor. Tenía que pasar a la acción, y rápido. La tripulación confiaba en él. Habían cumplido cada una de sus órdenes sin rechistar. Ahora, no obstante, al sentir como la muerte los rodeaba, se había quedado paralizado. Kennit habría sabido que hacer.

—Para ya —le habló tanto a su corazón como a su cabeza—. Tú no eres Kennit. No puedes mandar como él. Tienes que mandar como Wintrow Vestrit. Dices que tienes miedo de fallar. ¿Qué le has dicho tan a menudo a Etta que aún resuena en mis huesos? Cuando temes al fracaso, estás temiendo algo que aún no ha sucedido. Estás anunciando tus propios fallos y encerrándote en ellos con tu inacción. ¿O no fue eso lo que le dijiste?

—Cientos de veces —le contestó, casi sonriendo—. En la época en la que ni siquiera intentaba coger un libro. Y tantas otras veces.

—¿Y?

Cogió aire y se centró. Le echó otra ojeada a la batalla. De repente, recordó sus antiguos entrenamientos. Inspiró de nuevo. Cuando echó el aire, exhaló también todas sus dudas. Le pareció que la batalla no era más que otro de los tableros de juego de Etta.

—Siempre que hay conflictos, hay debilidad. Por ahí es por donde tenemos que atacar.

Apuntó en dirección a la Marietta y a la Multicolora, que ya estaban inmersas en una cruenta batalla contra las naves jamaillias.

—¿Allí? —preguntó la Vivacia, dubitativa.

—Allí. Y tendremos que hacer lo posible por salvarlos también a ellos. —Levantó la voz para dar una orden—. ¡Jola! Llévanos allí. Que se preparen los arqueros. ¡Nos vamos!

Las cosas no estaban sucediendo como él había esperado pero, una vez que había decidido que no podía abandonar a sus amigos, la decisión era muy sencilla. La Vivacia respondió enseguida a las órdenes del timón, y obtuvieron la bendición del viento, que sopló a su favor. El Paragon los siguió sin dudarlo un segundo. Por el rabillo del ojo le echó una ojeada a Trell, que estaba en el timón de la nao rediviva. Ese sencillo acto de confianza le devolvió a Wintrow la confianza en sí mismo.

—¡No tengas dudas! —le dijo a la nao—. Conseguiremos que nos cedan el paso.

Una nave jamaillia viró para cerrarles el paso. Era una de las naves más pequeñas, pero su pasamanos estaba lleno de arqueros. Al oír los gritos de los rehenes, los arqueros vacilaron. Pero, un instante después, dejaron volar sus flechas. Wintrow se agachó para evitar dos puntas que venían directamente hacia él. Otra punta impactó en el hombro de la Vivacia, pero rebotó sin causarle daño alguno. La nao chilló, ultrajada, a la manera de las serpientes. El tronconjuro no tenía nada que temer de las flechas ordinarias. Las flechas en llamas ya eran otra cosa, pero Wintrow tuvo la lucidez suficiente como para advertir que no las utilizarían en un contexto tan masificado. El viento que se había levantado extendería enseguida las llamas de unas velas a otras y de unas naves a otras. Los arqueros de la Vivacia respondieron al ataque con mucha mejor puntería. La embarcación jamaillia se dio la vuelta. Wintrow tenía la esperanza de que la noticia de los rehenes se extendiera pronto.

Justo cuando pensaba que se habían librado de todo daño, un hombre se cayó de los aparejos. Gankis había muerto sin emitir ningún sonido: una flecha le había perforado la garganta. El anciano había sido uno de los miembros originarios de la tripulación de Kennit. Cuando su cuerpo impactó contra la cubierta, la Vivacia gritó. Y no como una mujer, sino como una dragona ultrajada. La misma rabia que la había invadido también había envuelto a Wintrow. El Paragon emitió un rugido de solidaridad, que fue respaldado por un chillido de la serpiente.

Una nave grande se estaba acercando rápidamente a ellos. Sin duda, su capitán tenía la intención de obligar a la Vivacia a volver al lugar donde se encontraba el grueso de las naves. Wintrow consideró la situación.

—Intenta pasar entre las dos naves —le ordenó—. Tira del timón cuanto quieras.

Se agarró con fuerza al pasamanos y rezó para no haber dado la orden que los llevaría a todos a la muerte. La Vivacia, con el viento en popa, surcaba las olas a toda velocidad en dirección a las dos naves. En el último momento, el capitán de la segunda nave destensó sus velas y viró hacia el exterior. Poco le faltó a la Vivacia para rozar su proa. Wintrow se percató de que la serpiente blanca se había colocado delante de ellos para guiarlos, al tiempo que rociaba a la nave jamaillia con sus venenos.

Ahora, tenían a la Multicolora justo delante de los ojos. Una de sus velas, de colores brillantes, se había desprendido del mástil y se había quedado colgando inútilmente.

La tripulación había eliminado a la mayoría de los atacantes de la cubierta, pero las dos naves seguían enganchadas la una a la otra. La Vivacia iba directa hacial ellas, gritando como una dragona, y con los arqueros preparados. La Marietta se apartó para permitirle el paso. Con toda probabilidad, la reserva de flechas y proyectiles de Sorcor debía de estar agotándose.

—¡Mira esto! —exclamó de repente Wintrow.

La serpiente blanca se había colado entre los cascos de la nave jamaillia y la Multicolora. Emitió un chillido y, como si conociera sus planes, se puso a rociar el casco de la nave jamaillia con veneno. Algunos hombres empezaron a gritar. La serpiente estaba demasiado cerca de la catapulta como para que pudieran utilizarla en su contra. La lluvia de flechas que cayó sobre el blanco no le hizo ningún daño. Desapareció entre las olas, y volvió a surgir a la altura de la proa de la nave. Roció de nuevo su casco con veneno, y luego agachó su enorme cabeza para hacer presión sobre el casco de la nao. Lo empujó con toda su fuerza. Wintrow oyó crujir la madera. La presión lo estaba haciendo ceder. A bordo de la Multicolora, los hombres hacían lo posible por separar su nao de la nave jamaillia. Los aparejos seguían enganchados, pero algunos hombres ya estaban trabajando en ellos con sus hachas. Tras una sacudida importante, terminaron por liberarse.

Mientras los piratas de la Multicolora respiraban aliviados, la serpiente volvía a rociar a la nave con sus toxinas. Un arquero solitario, tras un aullido de dolor por las heridas causadas, lanzó una única flecha. Alcanzó a la serpiente blanca justo debajo de la mandíbula. La serpiente chilló de agonía. Sacudió su cabeza a un lado y a otro, en un intento desesperado por desalojar la flecha. Wintrow vio, horrorizado, una herida abierta en el cuello de la serpiente. Una mezcla de sangre y toxinas blancas manaron a borbotones. Su carne se estaba consumiendo en su propio veneno. La Vivacia gritó de rabia y de dolor.

De repente, el Paragon los adelantó. La nao embistió a la embarcación jamaillia sin que la Vivacia hubiese podido preverlo de ninguna manera. Cuando su proa impactó contra el casco de la otra nave, el Paragon rugió con toda su fuerza. Agarró el pasamanos de la nave y lo partió en pedazos.

Wintrow jamás se había parado a calcular cuanta fuerza tenía una nao rediviva. Ahora, ante sus ojos, un Paragon enloquecido utilizaba el pasamanos de la nave jamaillia como un palo con el que golpear a la nave indefensa. Cada uno de los golpes hizo caer a algún marinero. Los hombres corrían en todas las direcciones buscando un techo que los protegiera de los pedazos de madera voladora. Cuando el pasamanos quedó completamente destrozado, cogió el hacha de guerra que tenía colgada del pecho. La blandió con las dos manos. Rugía cada vez que daba un hachazo. Cuando se hubo cansado de partir tablones de madera, se centró en las velas y los aparejos. Con la única ayuda de su hacha y de sus manos, redujo a la nave a escombros ante la mirada atónita de Wintrow. Los propios tripulantes del Paragon, muertos de miedo, optaron por ponerse a cubierto.

***

El resto de las naves jamaillias habían adoptado una postura defensiva. El Paragon siguió destrozando sus naves. Un ancla atada a una cadena impactó contra el pasamanos de una de las naves. Un bote lanzado con una fuerza prodigiosa partió la cubierta de otra. En su apresuramiento por salir del alcance del Paragon, una nave jamaillia colisionó contra otra. Se engancharon la una contra la otra, y empezaron a girar en círculos. El arranque salvaje del Paragon había abierto un hueco en la línea jamaillia. Aunque a ellos no les fuera a servir de mucho, Althea observó como la Marietta, seguida de la maltrecha Multicolora, lo atravesaban. Al menos ellos conseguirían escapar.

—¡Paragon! ¡Paragon!

Brashen gritó su nombre desde el timón. No pasó nada. El Paragon llevaba la rabia de los dragones en su interior, y solo la podía sacar rugiendo después de cada golpe. La Vivacia se deslizó por el hueco que había abierto el Paragon.

—¡Por aquí, por aquí! —le gritó al Paragon mientras escapaba, pero este no pareció oírla.

Por mucho que el viento soplara en sus velas, el Paragon no avanzaba: había agarrado la nave jamaillia con una mano y seguía arreándole golpes con la otra. Una roca impactó contra la popa del Paragon, recordándoles así a sus tripulantes que las naves jamaillias seguían atacando. Otra roca cayó sobre la cubierta trasera y arrancó una parte del pasamanos. Si les rompían la dirección, estarían perdidos. Fueron alcanzados por una tercera roca. La muerte les pisaba los talones.

Kyle Haven había salido de su escondite. Se colocó en mitad de la cubierta superior en medio del caos reinante, y empezó a gritar:

—¡Vais a morir, vais a morir! ¡Vais a tener el final que os merecéis! ¡Trajisteis su cuerpo a esta cubierta! ¡Y ahora, le haremos todos compañía, en el fondo del mar!

Unas horas atrás, Etta se había encerrado en los camarotes junto con Madre. Ahora, había vuelto a aparecer, y estaba atravesando la cubierta a toda velocidad. Mientras tanto, una pequeña nave jamaillia pasaba por delante de ellos, la misma que había acosado a la Vivacia momentos antes.

—¡Agachaos! —gritó Althea, mientras veía como una fila de arqueros lanzaban sus flechas.

Etta le hizo caso. Kyle no.

Dos flechas le atravesaron el cuerpo, y cayó al suelo, entre alaridos de dolor. Etta no le echó ni una ojeada. Se puso a correr como una posesa. Cuando alcanzó la cubierta superior, gritó con la fuerza de un viento gélido que acabara de levantarse.

—¡Sácanos de aquí, nao! O el hijo de Kennit nacerá muerto, un hijo al que me pidió que llamara Paragon.

El mascarón de proa giró la cabeza para mirarla. Sus enormes ojos azules brillaron con una chispa de locura. Se hizo el silencio entre ellos. Arrancó con una mano un trozo de madera de la nave maltrecha. Lo levantó por encima de su cabeza, y lo tiró hacia el pasamanos de la nave jamaillia que se aproximaba a ellos. Volvió a colocar el hacha en su cinto. Al final, agarró el casco de la nave con sus dos manos y la empujó con todas sus fuerzas. El impulso los acercó al hueco entre las naves a la vez que proyectaba a la nave jamaillia contra otras dos embarcaciones enemigas. De repente, las velas del Paragon se llenaron de aire y salió disparado hacia delante. Con la velocidad que solo una nao rediviva podía alcanzar, atravesó la línea de naves enemigas y salió a mar abierto.

Aquella visión les cayó del cielo como una visión de Sa. El Paragon mantuvo la dirección y no aminoró la marcha. Siguieron a la Vivacia con el viento a favor. Mientras tanto, la sangre de Kyle Haven se acumulaba en la cubierta del Paragon.