Capítulo 34
Rescates

—¿Qué me importa a mí Kennit? —rugió Brashen—. ¡Vuelve a por Althea!

—¡Por ahora está a salvo donde está! —gritó el Paragon, desafiante—. Tengo que recuperar a Kennit. Lo necesito.

Brashen apretó los dientes. Durante un instante, estuvieron muy cerca el uno del otro. Pero luego, el Paragon adelantó a la Vivacia. Necesitaba ver a Althea y saber que estaba a salvo, pero la nao parecía obstinada en conducirlos directos hacia su muerte. Cada vez que Brashen empezaba a confiar en el Paragon, este volvía a truncar sus esperanzas. Se resistía a dejarse guiar por el timón y a acatar las órdenes, e intentaba pegarse a la popa de la nave jamaillia. La serpiente blanca se dejaba llevar por el impulso de las olas que iba formando la proa de la nao. En la cubierta superior, Madre parecía estar empujando el pasamanos, como si así fuera a conseguir que avanzara más deprisa. Ámbar estaba de pie, muy erguida, con el viento revolviéndole los cabellos. Tenía los ojos muy abiertos, como si estuviera escuchando una música que sonara a lo lejos.

—Al menos ve más despacio —le suplicó Brashen—. Deja que el resto de naves nos alcancen. No tenemos por qué enfrentarnos nosotros solos a toda la flota jamaillia.

Pero el Paragon seguía adelante tozudamente. Brashen supuso que, de alguna manera, estaría siendo guiado por la serpiente blanca.

—No puedo retrasarme. Lo matarán, Brashen. Puede que lo estén matando ahora mismo. No puede morir sin que esté yo presente.

Ese comentario le pareció abominable. De repente, Brashen sintió que alguien le tocaba la muñeca. Bajó ligeramente la vista y se encontró con la madre de Kennit. La mujer clavó su mirada pálida en los oscuros ojos de Brashen y le dijo de esta manera todo lo que su lengua ya no podía decir. Era imposible ignorar la elocuencia de aquella mirada. Brashen sacudió la cabeza, no por culpa de la mujer sino por su propia inconciencia.

—¡Pues allá vamos! —le gritó de repente a la nao—. Sigue adelante, ciego como estás, y acaba de una vez por todas con esta locura que te guía y te pierde.

—¡Como tiene que ser! —le devolvió el Paragon.

—Como tenemos que hacer todos —añadió Ámbar, en voz baja.

Brashen estuvo encantado de haber encontrado un nuevo blanco sobre el que descargar su angustia.

—Supongo que te refieres a esa idea tuya de destino—le contestó a Ámbar, en su frustración.

Le dedicó una sonrisa etérea.

—Oh, sí, claro —le dijo ella—. Y no me refiero únicamente al destino del Paragon. Sino también al mío. Y al tuyo. —Extendió el brazo—. Y al del mundo entero.

***

Kennit nunca se había visto en una situación peor. Estaba sentado sobre la cubierta, sin su muleta y sin armas, mientras los marineros corrían de un lado a otro a su alrededor. Del puñado de hombres que habían cruzado con él a la otra nave solo quedaban cadáveres. Ni siquiera pudo alegrarse al pensar en los jamaillios que se habían llevado a la tumba. El sátrapa se había acurrucado detrás de él. Aunque no estaba herido, se había desmayado. El propio Kennit estaba algo aturdido, pero no sangraba por ninguna parte.

Se había quedado sentado en la cubierta, pero con la espalda apoyada en la pared exterior de la cabina del timón. Sus captores pretendían obligarlo a mantener la vista hacia el frente. Se negó a hacerlo. Ya estaba harto de ver sus caras de desprecio y sus sonrisas burlonas. Se habían divertido mucho pasándose su muleta los unos a los otros y viéndolo caer una y otra vez. Lo habían pateado, y ahora le dolían las costillas. El mal giro repentino que había dado su suerte lo había desconcertado tanto como la paliza que había recibido. ¿A dónde había ido a parar su suerte? ¿Cómo le podía haber pasado eso a él, el rey Kennit de las islas Piratas? Unas horas atrás, había tenido en sus manos al sátrapa de Jamaillia, así como un acuerdo firmado que reconocía su calidad de rey de las islas Piratas. Había sentido su destino, y casi había llegado a rozarlo. Y ahora esto. No se había sentido tan desamparado y derrotado desde que era un muchacho. Apartó ese pensamiento de su cabeza. Nada de eso habría ocurrido si Wintrow y Etta lo hubieran seguido, como tendrían que haber hecho. Su valor, y la fe que tenían en su suerte, tendrían que haberla hecho aflorar, como en tantas otras ocasiones. Ya tendría tiempo de decírselo cuando lo rescataran.

Sintió que el sátrapa se estaba despertando de su letargo. Gimió débilmente. Kennit le propinó un buen codazo.

—Quieto —le dijo, en voz baja—. Siéntate. Intenta parecer competente. Cuanto más débil admitas que eres, más daño te harán. Te necesito entero.

El excelentísimo sátrapa de toda Jamaillia se incorporó, se sorbió las lágrimas con la nariz, y miró asustado a su alrededor. En la cubierta, los hombres corrían de un lado a otro, por delante de ellos, intentando hacer que la nave avanzara a mayor velocidad. Dos hombres los vigilaban, uno de ellos con un enorme cuchillo, y otro con un palo. El brazo izquierdo de Kennit estaba muy dolorido después de su último encuentro con él.

—Estoy perdido. Todo está perdido. —El sátrapa se estremeció.

—¡Basta ya! —le ordenó Kennit. Prosiguió, en voz baja—: Mientras sigas gimiendo y lloriqueando no estarás pensando. Mira a nuestro alrededor. Ahora, más que nunca, es cuando tienes que actuar como el sátrapa de toda Jamaillia. Compórtate como un rey si quieres ser tratado como tal. Siéntate. Estáte alerta, y haz como si te sintieras ultrajado. Compórtate como si tuvieras poder suficiente como para matarlos a todos.

Kennit había seguido su propio consejo. Sí los jamaillios se hubieran llevado al sátrapa con la intención de deshacerse de él, ya lo habrían hecho, razonó. El hecho de que ambos siguieran vivos significaba que el sátrapa seguía teniendo algún tipo de valor ante sus ojos. Y, si lo tenía, y si el sátrapa sentía un mínimo de gratitud hacia Kennit, a lo mejor conseguía salvar también su vida. Kennit se esforzó por imprimirle fuerza a su voz. Exhaló toda su convicción en un susurro.

—No saldrán fácilmente de esta después de habernos dado este trato. Ahora mismo, mis naos deben de estar persiguiéndolos. Observa a nuestros captores, y piensa solo en cómo podrías matarlos.

—Lentamente —dijo el sátrapa, con la voz aún temblorosa—. Morirán lentamente —repitió, con mayor firmeza—. Tendrán mucho tiempo para arrepentirse de su estupidez. —Consiguió sentarse. Se envolvió en su abrigo lo más que pudo y fulminó a los guardas con la mirada. Le iba bien esa expresión de enfado, pensó Kennit. Eliminaba de su cara todo rastro de miedo y de infantilidad—. Mis propios nobles me han dado la espalda. Pagarán por su traición. Y sus familias también. Derribaré sus mansiones, arrasaré sus bosques, quemaré sus campos. Sus descendientes sufrirán por esto. Conozco sus nombres.

Uno de los guardas había escuchado la conversación. Le propinó un puntapié desdeñoso al sátrapa.

—Cállate. Morirás antes de que acabe el día. Oí como lo decían. Solo lo están retrasando para que todo el mundo pueda presenciar tu muerte. Unidos por la sangre, así lo llaman. —Sonrió, dejando a la vista sus dientes de marinero—. Tú también, rey Kennit. Puede que dejen que sea yo quien te mate. Tus condenadas serpientes mataron a dos de mis compañeros.

—¡Kennit!

El rugido vino del propio viento, como de un dios ultrajado. El guarda se dio la vuelta para mirar hacia atrás. Un escalofrío recorrió a Kennit de la cabeza a los pies. No le hizo falta mirar. Era la voz de su nao muerta, instándolo a que se reuniera con ella. Intentó levantarse pero, sin su muleta, le resultaba difícil.

—¡Ayúdame a levantarme! —le ordenó al sátrapa.

En cualquier otra circunstancia, el joven de sangre azul habría ignorado una orden así. Pero ahora, el sonido del nombre del pirata seguía retumbando en los oídos de todos. Se levantó rápidamente y le tendió una mano al pirata. Hasta los hombres de la cubierta habían ralentizado el ritmo de sus tareas para mirar hacia atrás. Algunos rostros se llenaron de horror. Kennit consiguió incorporarse apoyándose en el hombro del sátrapa, y se quedó mirando, atónito, a su nao fantasma.

Lo había encontrado, y se acercaba a él a toda velocidad.

Por muy inconcebible que pareciera, aquel era el Paragon. A su muerte, su rostro se había convertido en el de un joven. Una fantasmagórica serpiente blanca saltaba delante de la nao. La nao rediviva avanzaba más rápido que el viento. Era algo sobrenatural. Aquella pesadilla se completaba con la visión de su madre sobre la cubierta superior, con su cabello blanco ondeando al viento.

Lo vio, y extendió una mano implorante hacia ella. Junto a ella se encontraba una diosa dorada, y un hombre muerto dirigía a los tripulantes. Kennit se quedó boquiabierto durante un instante. Los fantasmas de su pasado venían a por él, a una velocidad imposible, acercándose a la nave jamaillia por un lateral e intentando cerrarle el paso.

—¡Kennit! —volvió a tronar la voz—. ¡He venido a por ti! —El Paragon le imprimió una rabia fría a su voz—. ¡Devolvedme a Kennit! ¡Es una orden! ¡Kennit es mío!

—¡Devuélvenoslo! —La Vivacia envolvió todo el cielo con su voz. Aunque Kennit no podía verla desde donde estaba, sabía que estaba cerca. El corazón le latía dolorosamente en el pecho. Podía salvarlo—. ¡Devuélvenoslo, nave jamaillia, o te hundiremos en las profundidades!

La nave jamaillia no tenía escapatoria. A pesar de las órdenes explícitas de su capitán para que fuera a su máxima velocidad, no podía hacer que fuera lo suficientemente rápido. El Paragon se dirigía directamente hacia su proa sin pensar en las consecuencias. La nave jamaillia viró, pero no lo suficiente. El Paragon acabó por chocar con ella, armando un estruendo terrible, seguido de los gemidos del tronconjuro. La madera de mago absorbió el impacto; la de la nave jamaillia, en cambio, estalló en mil pedazos. Los tripulantes de la nave jamaillia perdieron totalmente el control de su embarcación. Por encima de sus cabezas, las velas se agitaban ruidosamente. De repente, la Vivacia impactó en la nave jamaillia por el otro lado. Fue una maniobra arriesgada, que podría haber acabado con todas las naves hundidas. Las tres naves giraron en círculo. En cada una de las cubiertas, los marineros reaccionaron con exclamaciones de sorpresa y de pánico. Por encima de sus cabezas, los aparejos amenazaban con desplomarse. La Marietta y la Multicolora, cada una por su lado, se aproximaron a ellas.

Cuando los primeros rezones de ambas naos alcanzaron la cubierta de la nao jamaillia, esta seguía temblando bajo los pies de Kennit. Los marineros de las dos naos empezaron a pasar por encima del pasamanos. La batalla estalló a su alrededor, animada por los gritos salvajes de las propias naos redivivas. Hasta la serpiente añadió sus gritos. De repente, los captores jamaillios se encontraron luchando para defender sus propias vidas.

—¡Sátrapa! Tenemos que intentar volver a la Vivacia. —Kennit siguió apoyando parte de su peso en el hombro del sátrapa, y le gritó al oído—: Yo te guiaré —ante el temor de que su muleta viviente intentara ir por su cuenta.

—¡Matadlos! —El rugido del capitán jamaillio se impuso al resto de ruidos de la batalla—. Tienen que morir, por orden de lord Criath. Matad al sátrapa y al capitán pirata. ¡No dejéis que se escapen!

***

La cubierta de la Vivacia estaba llena de cadáveres que seguían derramando sangre, impregnando con ella el tronconjuro. Caminar entre ellos era toda una odisea. Entre los marineros que estaban visiblemente desorientados, los que yacían en el suelo, y el balanceo cada vez mayor de la nao, la distancia que separaba a Malta del lugar en el que Reyn había caído parecía imposible de superar. Sintió que se movía torpemente, y que caminaba sola en medio del caos y de la locura hacia el final del mundo. Los piratas corrían de un lado a otro siguiendo órdenes de Wintrow. Ya ni siquiera los oía. Reyn había hecho todo ese camino para rescatarla, y ella había sido demasiado cobarde como para dirigirle siquiera la palabra. Había tenido tanto miedo de que pudiera rechazarla que no ha sabido reunir valor suficiente para darle las gracias. Ahora, tenía miedo encontrarse con un cadáver.

Estaba tendido boca arriba. Malta tuvo que apartar otro cuerpo de encima de él. Pesaba mucho. Lo empujó con todas sus fuerzas sin muchas esperanzas mientras el resto del mundo proseguía su cruzada por salvar a Kennit. Nadie vino en su ayuda, ni siquiera su hermano, ni su tía. Se le caían las lágrimas, y estaba muerta de miedo, pero siguió empujando. Oyó como las dos naos redivivas se gritaban la una a la otra. Los marineros corrían de un lado a otro a su alrededor sin prestarle atención alguna. Se arrodilló sobre la sangre, caló uno de sus hombros contra la masa del muerto, y consiguió apartarlo de Reyn.

Al ver sus ropas empapadas de sangre y el charco que se estaba formando a su alrededor, Malta quedó conmocionada. Reyn estaba literalmente bañando en sangre, horriblemente quieto.

—Oh, Reyn. Oh, mi amor —consiguió pronunciar las difíciles palabras que se habían quedado encerradas en su corazón desde la primera vez que habían compartido la caja de los sueños.

Se agachó para abrazarlo, sin pensar que se mancharía con la sangre. Su cuerpo todavía estaba caliente.

—No tendremos futuro —murmuró, entre sollozos—. No tendremos futuro.

Era como perder de nuevo su hogar y a su familia. De repente supo que el único lugar al que habría podido volver habría sido a sus brazos. Su juventud, su belleza, y sus sueños, morirían junto con él.

Le dio la vuelta con ternura, como si todavía pudiera sentir dolor. Lo miraría a la cara por última vez, y clavaría sus ojos en los ojos cobrizos de él, aunque no pudiera devolverle la mirada.

Cuando le desabrochó el velo de la camisa, se llenó las manos de sangre. Utilizó las dos manos para levantarle el velo, que prácticamente se le deshizo entre los dedos, dejando al descubierto su rostro cubierto de sangre. Empezó a limpiárselo, de una manera muy tierna, con el reverso de su manga. Se inclinó sobre él y besó sus labios inmóviles. Y ya no los separaba un sueño, o el velo de Reyn. Apenas oía el murmullo de la batalla que proseguía alrededor de ella. Nada de lo que pudiera estar pasando tenía importancia. Su vida se había detenido allí mismo. Trazó el contorno de las cejas de su amado con sus dedos.

—Reyn —dijo, en voz baja—. Oh, mi Reyn.

Abrió ligeramente sus brillantes ojos cobrizos. Malta se quedó asombrada cuando Reyn parpadeó dos veces, y terminó de abrirlos del todo. La buscó con la mirada. Emitió un gemido de dolor, mientras se llevaba la mano derecha a la manga del brazo izquierdo.

—Me duele —dijo, aturdido.

Malta se inclinó más sobre él. El corazón le latía a toda velocidad. Apenas se escuchó hablar.

—Quédate quieto, Reyn. Estás sangrando mucho. Déjame verte.

Empezó a desabrocharle los bolones de la camisa con un cuidado que no se habría imaginado tener. No se atrevería a albergar ninguna esperanza, no, ni siquiera se atrevería a rezarle a Sa para que estuviese vivo, ni para que la amara. Eso sería esperar demasiado. Sus manos temblorosas no conseguían desabrochar los botones.

Terminó de desabrocharle la camisa y se la abrió, esperando encontrarse con una visión horrible.

—¡Estás entero! —exclamó—. ¡Gracias a Sa!

Acarició su pecho de bronce con una mano. Sus escamas onduladas brillaban bajo la pálida luz del sol invernal.

—¿Malta?

Se puso a buscarla, como si al fin estuviera en condiciones de ver quién estaba arrodillada junto a él. Le cogió las dos manos con su sangrante mano izquierda y las retiró de su cuerpo, mientras sus ojos se detenían sobre la cicatriz de la frente de la muchacha. Aunque sintió vergüenza y dolor, Malta le sostuvo la mirada. Pero él no le acarició la mejilla como había esperado. No. En lugar de eso, sus dedos fueron directos a la protuberante cicatriz y trazaron su recorrido desde la ceja hasta el cuero cabelludo. Se le saltaron las lágrimas.

—Coronada —murmuró—. Pero ¿cómo ha podido pasar? Una cresta, como en las representaciones de la reina anciana de los tapices. Las escamas están empezando a ponerse rojizas. Oh, mi niña, mi amor, mi reina, Tintaglia estaba en lo cierto. Serás la única criatura capaz de alumbrar a nuestros futuros hijos.

Poco le importaba a Malta que sus palabras no tuvieran ningún sentido. Había aceptación en su rostro, así como respeto. Sus ojos estaban llenos asombro y de delectación.

—Tus cejas también, e incluso tus labios. Están empezando a salirte escamas. Ayúdame a incorporarme —le pidió—. Quiero verte entera. Tengo que abrazarte para poder asegurarme de que esto es real. He hecho un camino muy largo y he soñado contigo a menudo.

—Estás herido —protestó—. Aquí hay mucha sangre, Reyn...

—Creo que la mayoría no es mía. —Se llevó una mano a un lado de la cabeza—. Estaba aturdido. Y recibí un espadazo en el brazo izquierdo. Pero aparte de eso... —Se movía despacio, con dificultad—. No tengo nada más.

Consiguió ponerse de rodillas, e intentó levantarse, despacio. Apoyó su peso en Malta, y esta acompañó sus movimientos. De repente, se llevó una mano a la cara.

—Mi velo —exclamó. Luego volvió a mirarla. Malta jamás habría pensado que cabría tanta alegría en el rostro de un hombre—. Entonces, ¿te casarás conmigo? —le preguntó, sin querer hacerse demasiadas ilusiones.

—Si me tomas tal y como soy.

Eligió la vía de la verdad. No podía dejar que se sumergiera en esto a ciegas, sin conocer los rumores que podría oír acerca de su mujer en el futuro.

—Antes de nada, tengo que contarte muchas cosas sobre mí, Reyn.

En ese instante, la Vivacia gritó algo acerca de una devolución. Un momento después, un fuerte impacto los envió de nuevo al suelo. Reyn gritó de dolor, pero se tiró sobre Malta para protegerla. En el momento en que la abrazó, sintió el temblor de la nave. Se quedó tendido junto a ella, agarrándola con fuerza con su brazo bueno, que debía protegerlos a ambos de todos los males del mundo. Cuando los marineros se deshicieron en exclamaciones y estalló de nuevo rumor de la batalla, Reyn le gritó al oído:

—Lo único que necesito saber es que te tengo ahora.

***

Wintrow sabía cómo llevar la nave. Althea lo vio claro, entre otras cosas, mientras corría, como una más, a cumplir con las órdenes del capitán en funciones. También vio otra cosa, aún más importante que el hecho de que supiera llevar bien su cubierta. Los tripulantes confiaban en él. Jola, el primer oficial, no cuestionaba su autoridad ni se preguntaba si era lo bastante competente como para sustituir a Kennit. Etta tampoco dijo nada. La Vivacia se puso a su disposición sin reservas. Althea tuvo celos de la relación que había entre la Vivacia y Wintrow. Fluía como el agua, sin esfuerzo. Intercambiaban ánimos e información con la mayor naturalidad del mundo. No la excluían a propósito, sino que, sencillamente, sus conversaciones pasaban a través de ella, como las conversaciones entre adultos pasan por encima de un niño.

El chico sacerdote, del tamaño y la fragilidad de un niño, se había convertido en un joven enérgico que gritaba sus órdenes con voz de hombre. Althea se dio cuenta de que su padre nunca había creído que pudiera desenvolverse de esa manera, y se sintió culpable por ello. De haberlo sabido, Ephron Vestrit se habría opuesto a la decisión de Keffria de enviarlo al monasterio. Su propio padre había pensado utilizarlo como una especie de seguro hasta que Selden, su hijo menor, y el más osado, se hiciera adulto. El único que había creído en él y le había dado una oportunidad había sido Kennit. Kennit el violador también había sido, de alguna manera, el líder que Wintrow casi había idolatrado, y el mentor que le había enseñado a sustituirlo en la cubierta y a dirigirla.

Los pensamientos se agolpaban en su cabeza con la misma fuerza con la que el viento empujaba sus velas. Odiaba a muerte a Kennit. Más que matarlo, deseaba ponerlo en evidencia. Quería acabar con la lealtad y el amor que le profesaban sus seguidores, igual que él había acabado con la dignidad y la privacidad de su cuerpo. Quería hacer con él lo que él había hecho con ella, quitarle algo que no pudiera recuperar nunca. Quería hacerlo sentir como un miserable, pero de una manera que escapaba a toda lógica. No quería hacerles daño a los otros dos: ni a su sobrino, ni a su nao. Pero, a pesar de todo el cariño que les tenía, no podía ignorar de lo que Kennit le había hecho.

Ahora que sabía que Brashen estaba vivo, le dolía aún más. Cada vez que echaba una ojeada a la cubierta del Paragon, su alegría se teñía de aprensión. En cuanto pensaba en que tendría que decírselo, disminuían sus ganas de reunirse con él. ¿Sería capaz de entenderlo? No estaba muy segura de qué era lo que más temía: que se enfadara, como si Kennit le hubiera robado algo que le pertenecía, que considerara que estaba sucia, o que le diera menos importancia de la que tenía para ella, pensando que se recuperaría enseguida. Cuando se dio cuenta de que no sabía cómo reaccionaría, tuvo miedo de no conocerlo realmente. La confianza y el amor que había entre Brashen y ella, todavía era, en algunos aspectos, algo totalmente nuevo y fresco. ¿Soportaría el peso de la verdad? Sintió como la rabia la consumía de nuevo al pensar que, a lo mejor, Kennit había destruido también eso.

Después, no tuvo más tiempo de pensar. Estaban junto a la nao jamaillia. Althea oyó un sonido terrible mientras chocaba contra algo. El Paragon probablemente, pensó con emoción. Su pobre nao loca se había incorporado a la batalla para salvar a Kennit. La nave jamaillia se veía cada vez más grande y amenazante y...

—¡Cuidado! —gritó alguien.

Un instante después, supo que aquello solo había sido un aviso pero, para entonces, ya estaba deslizándose por la cubierta. Mientras perdía el equilibrio y rodaba, se sintió invadir por la rabia. ¿Cómo se atrevía Wintrow a arriesgar a la nao de esa manera? Luego sintió, a través del tronconjuro, lo implicada que se sentía la Vivacia en esta operación de búsqueda y captura. En realidad, era ella la que había optado por el peligro, y Wintrow quien había hecho todo lo posible para minimizarlo. Althea se cayó encima de uno de los cadáveres que seguían tendidos en la cubierta. Se puso de pie entre suspiros. El lateral de la nao jamaillia estaba tan cerca como un muelle en el momento previo a atracar una nao. Vio saltar a Etta de cubierta a cubierta, y espada en mano. ¿Había tomado Wintrow la iniciativa? Ya no lo veía por ninguna parte. Se hizo con la espada que el muerto seguía sujetando con una mano.

Un instante después, sus pies tocaron la cubierta jamaillia. Todo era enfrentamiento a su alrededor. ¿Dónde estaría su sobrino? Un marinero jamaillio salió al encuentro de su espada. Althea resistió torpemente a sus dos primeros intentos de matarla. Luego, desde alguna parte, otra espada le rajó el pecho de lado a lado al marinero. Se giró mientras soltaba un alarido, y se alejó de allí tambaleándose.

De repente, Jek estaba detrás de su hombro, con esa sonrisa tan amplia e insana que ponía en las situaciones de peligro.

—¿Crees que, si salvo al sátrapa, se casará conmigo? No me importaría ser la mujer del sátrapa, o como quiera que se haga llamar.

Antes de que Althea pudiera contestarle, algo hizo vibrar salvajemente la cubierta bajo sus pies, haciendo tambalearse a los combatientes. Se agarró a Jek.

—¿Qué ha sido eso? —le dijo, mientras se preguntaba si la flota jamaillia estaría utilizando sus catapultas contra las naos.

Obtuvo su respuesta de un frenético marinero jamaillio.

—Capitán, capitán, esta condenada serpiente ha destrozado la dirección de la nao. ¡Y está entrando agua en el casco!

—Será mejor que hagamos lo que hemos venido a hacer aquí y nos larguemos cuanto antes —sugirió Jek animadamente. Se sumergió en el corazón de la batalla, sin enfrentarse a ningún oponente, sino abriéndose camino a través de la melée. Althea le pisó los talones, haciendo poco más que apartar a los hombres que se interponían en su camino—. Pensé que había visto a Etta... ¡Ah, ya hemos llegado! —exclamó Jek. Luego—: ¡Por el aliento de Sa y las pelotas de Él! —juró—. ¡Están los dos en el suelo, y cubiertos de sangre!

***

El capitán jamaillio les había ordenado a sus hombres que obedecieran sin rechistar. Era una cosa admirable, hasta que se volvía en contra de uno. Tenían aquella obediencia total escrita en los ojos cuando se acercaron a Kennit. Si el capitán lo ordenaba, matarían al pirata y al sátrapa sin dudarlo ni un segundo. Era evidente que, si no podían mantener al sátrapa bajo su control, querrían matarle. Kennit decidió hacer uso del recurso que tenía. Mantendría al sátrapa Cosgo con vida y bajo su control. Aquella era, claramente, la mayor amenaza que podía plantearles a los jamaillios. Habían sobrevivido al ataque de una maraña de serpientes y lo habían arriesgado todo para capturarlo. Kennit se lo llevaría de vuelta a su nao, y los jamaillios pagarían mucho más de lo que jamás habrían imaginado. La Vivacia estaba junto a la nave jamaillia. Solo necesitaba alargar la situación durante unos minutos, hasta que Etta y Wintrow acudieran a su rescate.

—¡Ponte detrás de mí! —le ordenó al sátrapa, y lo empujó hacia atrás.

Kennit apoyó su mano sobre la pared de la cabina del timonel para evitar perder el equilibrio. Su cuerpo era como un escudo que protegía a su cobarde excelencia. Con la mano que le quedaba libre, Kennit se quitó el abrigo. Los hombres seguían acercándose. Se deshizo del primero al envolver su espada en el abrigo que acababa de quitarse y tirar de ella con fuerza. Intentó hacerse con la espada, pero la hoja resbaló de la gruesa tela, y se le escapó de la mano.

El segundo hombre era un tipo enorme, que parecía más bien un forjador que un espadachín. Se adelantó, separándose del grupo, sin ninguna finura ni pretensión, y clavó su espada en Kennit y en el sátrapa. La hoja los ensartó a ambos.

—¡Los tengo! —exclamó, con satisfacción.

Kennit observó, asustado, que la camisa de su asesino ya estaba toda manchada de sangre. El hombre sacó la espada de la madera y se dio la vuelta para mirar a sus compañeros de partida. Kennit y el sátrapa cayeron al suelo.

Kennit seguía sin creerse lo que le estaba ocurriendo. Esto no podía estar pasándole, no a él. Un grito agudo, como el de un conejo agonizante, se elevó justo detrás de él. Enseguida, el grito se transformó en dolor. Lo partió en dos y se extendió a su cuerpo entero. Era un dolor blanco, insoportablemente blanco, y tan intenso que no hacía falta gritar. Un buen rato después, o al menos eso le pareció, la nave dejó de hundirse. Se llevó las dos manos al pecho, y sus dedos se llenaron de sangre. Un instante después, sintió en su boca el sabor de la sangre, de su propia sangre, a la vez salada y dulce. Ya había probado antes la sangre: a Igrot siempre le había gustado mucho golpearlo. Siempre que sentía el sabor de la sangre en su boca, sabía que debía prepararse para un dolor mucho mayor.

—Paragon —se oyó llamar a sí mismo, sin aliento, como siempre había hecho cuando el dolor le resultaba demasiado insoportable—. Estoy herido, nao. Estoy herido.

—Sigue respirando, Kennit. —La vocecilla que salía de su muñeca parecía presa del pánico—. Aguanta. Ya casi están aquí. Sigue respirando.

Estúpido amuleto. Ya estaba respirando. Muy a su pesar, desvió su mirada hacia su muñeca. Expulsaba sangre con cada una de sus exhalaciones. Su elegante camisa blanca se había echado a perder. Etta le confeccionaría una nueva. Sintió de nuevo el sabor de la sangre, y pudo olerla. ¿Dónde estaba el Paragon? ¿Por qué no se llevaba su dolor? Intentó llamarlo utilizando una vieja fórmula de la nao.

—Aguanta, muchacho murmuró, como solía hacer el Paragon—. Quédate quieto. Yo me lo llevaré todo. Dámelo todo. Preocúpate solo de ti mismo.

—¡Está vivo! —gritó alguien.

Levantó la vista para ver quién había hablado, y rezó por su liberación. Pero el rostro que lo miraba era un rostro jamaillio.

—¡Fallaste, Fiad! Ni siquiera lo has matado. —El hombre hundió su espada en el pecho de Kennit y la extrajo de nuevo—. ¡Esta vez sí!

Aquellas palabras de satisfacción fueron las únicas que escuchó Kennit antes de sumergirse en la oscuridad.

***

Habían llegado demasiado tarde. Wintrow gritó de dolor y mató al hombre que acababa de asesinar a su capitán. Lo hizo sin pensárselo, y no tuvo remordimientos. Los tripulantes que lo habían seguido desde la Vivacia se abrieron hueco entre la multitud. Etta se abrió camino y adelantó a Wintrow para arrodillarse junto a Kennit. Le tocó la cara y el pecho.

—¡Respira, respira! —gritó, con una siniestra alegría—. ¡Tenemos que llevarlo de vuelta a la Vivacia! Todavía podemos salvarlo.

Wintrow sabía que estaba equivocada. Había demasiada sangre, sangre oscura y coagulada, que seguía brotando de su pecho mientras hablaban. No podían salvarlo. Lo más que podían hacer era llevarlo a casa a morir, y para eso tendrían que actuar con celeridad. Se agachó, y cogió las manos del capitán entre las suyas. Etta se colocó al otro lado de Kennit, y no dejó de hablarle en ningún momento. El hecho de que no gritara de dolor mientras lo levantaban le demostró a Wintrow que ya casi los había abandonado. Tendrían que darse prisa. Habían conseguido repeler a los jamaillios, pero no durante mucho tiempo.

El sátrapa estaba debajo de Kennit. Cuando lo levantaron del suelo, empezó a gritar y a encogerse sobre sí mismo.

—¡No, no, no, no me matéis, no me matéis! —balbuceó.

Con ese abrigo rojo tan voluminoso, parecía un niño escondiéndose detrás de sus sábanas.

—Vaya fastidio —murmuró Wintrow para sí mismo, y luego se mordió la lengua, sin poder creer que esas palabras hubieran salido de su boca. Cuando ya se dirigía de vuelta hacia la nao, con Kennit en sus brazos, gritó, a la atención de sus tripulantes—: Que alguien traiga al sátrapa.

Jek se separó del grupo, se agachó a la altura del sátrapa, y lo cogió en brazos, antes de colocárselo encima de los hombros.

—¡Adelante! —proclamó, ignorando los gritos del sátrapa.

Althea, que estaba junto a ella, amenazaba a los guerreros jamaillios con su espada, protegiendo así las espaldas de Jek. Wintrow recibió una de las miradas fulminantes de sus ojos oscuros. Trató de no darle importancia. Tenía que devolver a Kennit a su cubierta. Deseaba que pudiera comprender que, a pesar de lo que Kennit le había hecho a ella, él seguía teniendo un vínculo con el pirata. Deseaba poder entenderlo él mismo. Atravesaron la cubierta medio corriendo. La pierna de Kennit se arrastraba por el suelo, dejando un reguero de sangre por el camino. Cuando llegaron al pasamanos, alguien le sujetó la pierna y los ayudó.

—¡Nos vamos! —le gritó a Jola en cuanto Althea y los demás hubieron vuelto a las cubiertas de la Vivacia.

Se giraron para repeler a los jamaillios, que seguían intentando abordarlos, para recuperar, si no al sátrapa con vida, al menos su cuerpo. Las naves empezaron a separarse. Un jamaillio intentó saltar a la Vivacia y cayó en el hueco que no paraba de agrandarse entre las naves. La nave de los jamaillios volvía a escorarse. Aparte de haber dañado la dirección de la nave, la serpiente también había perforado su casco.

—¡Wintrow! ¡Entrégame a Kennit! —gritó la Vivacia. Luego, más fuerte—: ¡Paragon, Paragon, lo tenemos! ¡Tenemos a Kennit!

Wintrow intercambió una mirada con Etta. El pirata, que estaba tendido entre ellos, se estremeció en silencio. La sangre brotó de su pecho e impregnó la cubierta. La mirada de Etta se ensombreció.

—A la cubierta superior —dijo Wintrow en voz baja. Luego, le gritó a la tripulación—: alejad a la Vivacia de la nave jamaillia. Se está hundiendo. ¡Jola! Sácanos de aquí antes de que al resto de la flota le dé tiempo a rodearnos.

—¡Es un poco tarde para eso! —anunció Jek con buen ánimo mientras depositaba al sátrapa en la cubierta de la Vivacia.

Althea lo cogió del brazo para evitar que se cayera. Cuando Jek le oyó soltar un grito de dolor, le desabrochó los botones de la camisa y se la abrió. Inspeccionó la herida sangrante que tenía a la altura del ombligo.

—No creo que sea nada importante. Kennit se llevó también tu muerte. Lo mejor que puedes hacer es ir abajo a acostarte hasta que alguien tenga tiempo de ir a verte—. Acto seguido, arrancó una tira de tela de su propia camisa y se la tendió—. Toma. Presiona la herida con esto. Eso detendrá la salida de la sangre.

El sátrapa miró el trozo de tela harapiento que le había puesto en la mano. Luego, desvió la mirada hacia su herida. Se puso la tira de tela sobre el vientre y se tambaleó. Althea lo mantuvo agarrado mientras Jek le cogía el otro brazo al tiempo que sacudía la cabeza. Desvió la mirada hacía Althea.

Althea estaba siguiendo a Wintrow con la mirada. Kennit tenía el brazo apoyado sobre los hombros de su sobrino, y el brazo de Wintrow rodeaba la cintura del pirata mientras lo arrastraba hacia delante. Apretó la mandíbula. A pesar de que ese hombre la hubiera violado, Wintrow había arriesgado su vida por salvarlo. El sátrapa cogió aire. Luego:

—¡Malta! —chilló, igual que un niño hubiera chillado: «¡Mamá!»—. Estoy sangrando. Me muero. ¿Dónde estás?

Esa era una buena pregunta, pensó Althea. ¿Dónde estaba su sobrina? Le dio un repaso a la cubierta, hasta que, asombrada, detuvo la vista. Malta y Reyn estaban trabajando juntos para ayudar a un pirata herido. Reyn tenía el brazo izquierdo vendado. Se había quitado el velo, y Malta se había descubierto la cabeza. Su cicatriz había adquirido reflejos rojizos. Althea vio como se giraba brevemente para intercambiar unas palabras con Reyn, que asintió sin dudarlo. Reyn rodeó con el brazo al hombre al que habían estado intentando ayudar, mientras Malta se daba la vuelta para mirar al sátrapa. Sus primeras palabras, sin embargo, fueron para Althea.

—Reyn cree que soy guapa. ¿Te lo puedes creer? ¿Sabes lo que ha dicho de mis manos? Que se cubrirán de escamas, más o menos hasta la altura de mis codos. Dice que, si me rasco la capa de piel muerta, veré aparecer las escamas rojizas.

Los ojos de su sobrina brillaron con alegría mientras le repetía aquella frase a su tía. Y, más allá de su alegría, Althea no podía creerse lo que estaba viendo. Reyn estaba en lo cierto. La piel de Malta había adquirido el brillo característico de los habitantes de los Territorios Pluviales. Althea se llevó una mano a la boca para disimular su asombro.

Malta no pareció percatarse de nada. De repente, su rostro expresó preocupación, y le tendió su brazo al sátrapa mientras exclamaba, sorprendida:

—¡Estás herido! Pensé que solo estabas... Oh, vamos, ven conmigo, deja que te lleve abajo para que podamos mirarte esto. ¡Reyn! ¡Reyn, te necesito!

Malta abandonó momentáneamente al sátrapa de toda Jamaillia.

Althea desvió la vista del espectáculo del habitante de los Territorios Pluviales sin su velo acudiendo a toda prisa a la llamada imperiosa de su sobrina.

—Vamos —le dijo a Jek.

Atravesaron la cubierta, siguiendo el rastro de sangre que iba dejando el cuerpo de Kennit. Las manchas de sangre sobre la cubierta le resultaban extrañas. El tronconjuro las estaba rechazando. La sangre de Kennit no impregnaba la cubierta sino que se quedaba en la superficie, al igual que el resto de sangres que habían sido derramadas durante el día. Intentó averiguar lo que podía significar eso. ¿Estaba la Vivacia rechazando la muerte del pirata? De repente, sintió renacer la esperanza.

Un instante después, tras ser duchada por una inmensa ola de agua, se le disparó el corazón.

—¡Eso estuvo cerca! —exclamó Jek.

El siguiente proyectil impactó contra el casco de la Vivacia. La madera masiva entró en resonancia con el impacto y la nao se estremeció. Althea se dio la vuelta e intentó buscar un hueco por donde escapar del círculo de naves que los habían rodeado. No había ninguno. La Marietta y la Multicolora, que también habían quedado atrapadas, estaban intentando zafarse de los jamaillios. Una tercera catapulta lanzó una inmensa roca en su dirección, al mismo tiempo que el Paragon se acercaba peligrosamente a la proa de la nave jamaillia, y ante la vista de todos.

***

—Etta, Etta —aquel susurro entrecortado apenas le llegó a los oídos.

—Sí, querido, estoy aquí, cálmate, cálmate. —Una nueva roca impactó en las aguas, haciendo que la nao se tambaleara otra vez—. Vamos a llevarte a ver a la Vivacia. Vas a ponerte bien.

Apretó fuertemente a Kennit contra su pecho mientras apresuraban el paso. Quería ser delicada, pero tenía que llevarlo a la cubierta superior lo antes posible. A pesar del rostro descompuesto de Wintrow, sabía que la Vivacia podría darle fuerzas. Kennit se pondría bueno, y todo volvería a estar bien. El miedo a perderlo despejó todas las dudas de su corazón y de su cabeza. ¿Qué podía importarle lo que le había hecho a cualquier otra persona? A ella la había amado, como nadie lo había hecho nunca.

—No voy a ponerme bien, mi amor. —La cabeza le caía sobre el pecho, y los rizos negros de su cabello hacían como una cortina sobre su cara. Tosió débilmente, y volvió a expulsar sangre por la boca. Aquel susurro sonaba desesperado, urgente—. Llévate el amuleto de mi muñeca, mi amor. Llévalo siempre, hasta el día en que se lo des a nuestro hijo. A Paragon. ¿Lo llamarás Paragon? ¿Llevarás el amuleto?

—Claro, claro que sí, pero tú no te vas a morir. Cálmate. Ahorra energías. Ya hemos llegado a los escalones. Es el último trozo difícil, mi amor. Sigue respirando. ¡Vivacia! ¡Aquí está, Vivacia! ¡Ayúdalo, ayúdalo!

Los tripulantes, ayudados de Wintrow, lo subieron a la cubierta superior con demasiada rudeza. Etta subió los escalones de un salto y corrió por delante do ellos. Se quitó el abrigo y lo extendió sobre el suelo de la cubierta.

—Aquí —les gritó—. Ponedlo aquí.

—¡No! —tronó la Vivacia.

Había girado su cuerpo todo lo que había podido, más de lo que habría sido capaz de hacer cualquier humano. Extendió los brazos para recibir a Kennit en ellos.

—Puedes ayudarlo —le aseguró Etta—. No se morirá.

La Vivacia no le contestó. Cuando sus ojos se encontraron con los de Etta, estaban tan verdes como el océano. Tenía la ineluctable decisión del océano grabada en su mirada.

—Entrégamelo —le repitió, sin alterarse.

Un grito inefable resonó en el corazón de Etta. No le llegaba el aire a los pulmones. Su cuerpo entero estaba sometido a extrañas convulsiones, y acabó por quedarse anulado.

—Dádselo a ella —concedió.

No sintió el movimiento de sus labios, pero sí que oyó las palabras. Wintrow y Jola levantaron el cuerpo de Kennit y se lo ofrecieron a la Vivacia. Etta mantuvo cogidas las manos de Kennit hasta que la nao lo tomó en sus enormes brazos.

—Oh, mi amor —gimió, mientras la Vivacia se lo llevaba.

Luego, el mascarón de proa se dio la vuelta y tuvo que soltarle las manos.

La Vivacia llevó el cuerpo maltrecho de Kennit hasta su pecho y lo apretó contra él. Inclinó su enorme cabeza sobre él. ¿Podía llorar una nao rediviva? Luego, levantó la cabeza para no echarle el aliento encima. Su proa recibió el impacto de otra roca. La nao entera entró en resonancia.

—¡Paragon! —gritó, en voz alta—. Corre, corre. Kennit es tuyo. ¡Ven a llevártelo!

—¡No! —chilló Etta, que no entendía nada—. ¿Se lo entregarías a su enemigo? ¡No, no, devuélvemelo!

—Cállate. Así es como debe ser —dijo la Vivacia, en un tono amable pero firme—. Paragon no es el enemigo. Lo que estoy haciendo es devolvérselo a su familia, Etta. Luego añadió, con dulzura—: Deberías irte con él.

El Paragon se acercó más y más, sin un ruido, con las manos estiradas hacia delante y hacia la Vivacia.

—Aquí, estoy aquí—lo guiaba la nao.

Acercar a dos naos tan cerca, proa contra proa, era una maniobra insana; y más aún en medio de una lluvia de rocas. Uno de esos proyectiles cayó entre ambas, y los mascarones se quedaron empapados de agua. Decidieron ignorar aquello. De repente, las manos del Pararon se toparon con la Vivacia y empezaron a buscar los brazos que contenían a Kennit. Durante un largo instante, las dos naos redivivas se mecieron la una a la otra en un extraño abrazo, en el corazón del cual se encontraba el pirata. Luego, sin un ruido, la Vivacia colocó el cuerpo inerte de Kennit en los brazos del Paragon.

Desde el pasamanos de la Vivacia, Etta observó los cambios por los que pasó el rostro joven de la nao. Se mordió el labio inferior con los dientes, puede que para evitar que le temblaran. Luego, soltó el cuerpo de Kennit.

El Paragon abrió finalmente sus pálidos ojos azules. Se quedó mirando el rostro del pirata durante un buen rato, con el hambre acumulada de tantos años.

Luego, muy despacio, lo acercó a él. Cuando recibió el abrazo del mascarón de proa, Kennit parecía un muñeco inanimado. Movió los labios, pero Etta no pudo oír lo que decía.

La sangre que manaba de sus heridas desapareció sin dejar rastro en cuanto tocó el tronconjuro del Paragon. Luego, se inclinó sobre Kennit y le besó la frente con una ternura infinita. Al final, el Paragon alzó la vista. La miró con los ojos de Kennit y sonrió, con una sonrisa de insondable tristeza, pero que a la vez traía paz y serenidad.

Una anciana que se encontraba en la cubierta del Paragon se acercó al cuerpo de Kennit. Lágrimas resbalaban sobre su rostro. Hacía sonar su lamento sin pronunciar palabra alguna.

Tras ella se encontraba, cruzado de brazos, un hombre alto de cabello oscuro. Tenía la mandíbula cerrada y el ceño fruncido, pero no intentaba interferir. Incluso se adelantó para ayudar a soportar el peso del cuerpo de Kennit cuando el Paragon lo posó sobre los brazos de su madre. Lo dejaron, con sumo cuidado, sobre la cubierta de la nao rediviva.

—Ahora tú —dijo de repente la Vivacia.

Le tendió una mano a Etta, que se subió a ella.

***

En algún lugar de aquella oscuridad, alguien estaba haciendo sonar un tambor. Era un ritmo irregular, fuerte pero suave, suave pero fuerte, que se iba relajando, inexorablemente, y avanzaba hacia un estado de paz. Se oían otros sonidos, de gritos y de llantos, pero nada de eso importaba ya. Más cerca de sus oídos, oyó voces que le resultaron familiares. La voz de Wintrow, susurrándole palabras de consuelo, y la de otra persona:

—Lo siento, cuanto lo siento, Kennit. Ten cuidado. Aguántale la pierna mientras yo levanto...

Etta le hablaba por el otro oído.

—... Cálmate. Ahorra energías. Ya hemos llegado a los escalones. Es el último trozo difícil, mi amor. Sigue respirando...

Si quería, podía ignorarlos. Pero, si los ignoraba, ¿en qué pensaría? ¿Qué era importante ahora?

Sintió que la Vivacia se lo llevaba. Oh, sí, eso estaría mejor, eso sería más fácil. Se relajó e intentó dejarse marchar. Sintió como se le iba apagando la vida, y se quedó suspendido, como flotando, esperando a que llegara el final. Pero ella se negó a soltarle las manos.

—Espera -—lo susurro—. Aguanta soIo un momento más. Vas a volver a casa, Kennit. Siempre supimos que nunca fuiste mío. Tienes que volver a ser uno. Espera. Solo un poco más. Espera. —Luego llamó en voz alta—: Paragon. Corre, corre. Kennit es tuyo. ¡Ven a llevártelo!

¿Paragon? El miedo se apoderó de su cuerpo. A estas alturas, el Paragon ya no debía ser más que un fantasma con cara de muchacho. Lo había matado. Era imposible que su nao pudiera recuperarlo. Jamás podría volver a casa. Además, el Paragon no lo aceptaría. Lo dejaría hundirse en el mar exactamente como había hecho...

Reconoció el tacto de las enormes manos que lo recibieron. De haberle quedado lágrimas en el cuerpo, habría llorado. Intentó mover los labios, para decirle en alta voz cuanto lo lamentaba.

—Aquí, aquí—dijo alguien animosamente. ¿El Paragon? ¿Su padre? Alguien que lo amaba dijo—: No temas. Ahora estás conmigo. No te dejaré marchar. Nadie volverá a hacerte daño. —A continuación, sintió el beso que lo absolvía sin juicio de todo mal—. Ven a mí—le dijo—. Ven a mí.

La oscuridad dejó de ser negra. Se hizo gris plateada y, en cuanto recibió el abrazo del Paragon, que le abría las puertas de su hogar, se volvió completamente blanca.