Los tripulantes se apartaron para abrirle paso a Kennit. El pirata caminó entre ellos con la mirada fija en la criatura que estaba tendida boca abajo sobre su cubierta. Chorreaba agua por todas partes. Los cabellos empapados le tapaban el rostro.
—Interesante deshecho, Etta —comentó, cínicamente.
Quienquiera que fuese o, se dijo Kennit a sí mismo después de estudiar sus manos, lo que quiera que fuese, resultaba una complicación añadida a una situación que ya era bastante confusa en sí misma. No tenía tiempo para esto.
—Tú lo has pescado, tú te lo quedas —anunció Kennit.
Cuando la consejera del sátrapa lo empujó a un lado para poder llegar hasta el cuerpo, el pirata se tambaleó. Kennit la fulminó con la mirada, pero ella no se dio cuenta. Abrió la boca para hablar, pero sus palabras murieron antes de ser pronunciadas. ¿Qué era esa cosa que llevaba en la cabeza? Althea se agachó junto a ella, empujando también al pirata para abrirse paso e ignorándolo completamente. Jek se mantuvo apartada de la multitud, junto con el sátrapa.
—¿Respira? ¿Está vivo? —preguntó Malta, sin aliento.
Se inclinó sobre el hombre pero no lo tocó.
Althea se arrodilló junto a ella y colocó, delicadamente, dos de sus dedos a un lado de la garganta del hombre. Durante un momento, su rostro se quedó muy quieto, pero luego le sonrió a su sobrina.
—Reyn está vivo, Malta.
Wintrow se había reunido con ellos. Se estremeció al oír las palabras de Althea, y le dedicó una sonrisa increíble a su hermana.
Cuando vio esa sonrisa, Etta sintió algo parecido a los celos. Se desvanecieron en un instante, y desvió su mirada hacia Kennit. Le preguntó, algo mohína:
—¿Me mandaste llamar?
—Sí. —Kennit se percató de que la multitud que reunida en torno a ellos estaba siguiendo de cerca su conversación. Suavizó el tono de su voz—. Y has venido. Como siempre.
Le sonrió. Hecho. Ya harían todos lo que quisieran con eso. Señaló al hombre que tenía a sus pies.
—¿Qué es esto?
—La dragona lo tiró al mar —le explicó Etta.
—Y, evidentemente, tú lo recogiste —comentó Kennit, cínicamente.
—La Vivacia dijo que debíamos hacerlo —le explicó nerviosamente uno de los hombres de Sorcor. ¿Le habría parecido mal al rey Kennit?
—Es Reyn Khuprus, un habitante de los Territorios Pluviales. Mi hermana está prometida con él. —Wintrow pronunció esas increíbles palabras con bastante calma—. Solo Sa puede saber cómo ha llegado hasta aquí. Pero el caso es que lo ha hecho. Ayudadme a darle la vuelta —añadió.
Agarró al hombre por un hombro. Cuando lo movió, Reyn gruñó. Sus manos se aferraron débilmente a la cubierta.
Althea se arrodilló junto a Wintrow.
—Espera. Dale tiempo para que limpie sus pulmones —sugirió, cuando vio que empezaba a toser.
Reyn resolló, levantó ligeramente la cabeza de la cubierta, y la dejó caer otra vez.
—¿Malta? —preguntó, con la voz ronca.
La muchacha se sobresaltó y se echó hacia atrás.
—¡No! —gritó, y luego se puso en pie y se abrió camino a empujones entre la multitud.
Etta, consternada, la siguió con la mirada.
—¿A qué ha venido esto? —preguntó a los que estaban a su alrededor.
Antes de que alguien pudiera contestarle, el vigía exclamó:
—¡Señor! ¡Las naves jamaillias están volviendo!
Esta vez fue Kennit quien se sobresaltó y se fue corriendo como pudo. No tendría que haber dejado que nada lo distrajese del enemigo, por muy afectado que pareciera estar. Alcanzó la cubierta superior tan rápido como pudo y se quedó mirando, horrorizado, las naves que se acercaban a ellos. Volvían a intentar rodear sus tres naves. ¿Estaban locos o qué? Algunas de las embarcaciones estaban, obviamente, en las últimas. Dos de ellas, en cambio, que estaban aún en buenas condiciones, habían asumido el liderazgo de las demás. Kennit pudo ver como los hombres se activaban alrededor de las máquinas de guerra de sus cubiertas. Las consideró con detenimiento. Tenía a la Marietta y a la Multicolora, ambas provistas de marineros experimentados, para cubrirle las espaldas. Al menos los hombres jamaillios estarían debilitados, y lo más probable era que ya hubieran gastado buena parte de sus municiones. Técnicamente, la flota jamaillia seguía siendo superior en número, pero no era menos cierto que la mayoría de sus naves habían sufrido daños severos. Dos de ellas ya se estaban yendo a pique, y sus tripulaciones se habían amontonado en pequeños botes.
Además, Kennit aún tenía al sátrapa como mercancía de intercambio. Este momento era tan bueno como cualquier otro para desafiar a la flota jamaillia.
—¡Jola! —gritó—. Diles a los hombres que vuelvan a sus puestos y que se preparen para el enfrentamiento.
La Vivacia observó la llegada de las naves junto con él, pero tenía la mente en otra parte.
—¿Cómo está el hombre de los Territorios Pluviales?
—Vivo —contestó, escuetamente.
—Lo trajo la dragona. Aquí. A mí.
—Wintrow parece pensar que la dragona lo soltó aquí por su hermana —contestó Kennit ácidamente.
—Eso tendría sentido —dijo la nao, pensativa—. Se complementan el uno al otro.
—Tanto sentido como todo lo que ha ocurrido hoy. ¿Cuántas posibilidades había de que ocurriera una cosa así, Vivacia? De entre todas las naves que había, la dragona ha soltado al prometido de Malta en la nave correcta.
—No ha sido casualidad. La dragona vino buscando a Malta y la encontró. Pero... —El mascarón de proa estudió detenidamente las naves que se acercaban y dijo, en un tono de voz suave—, aquí hay algo más, Kennit. Algo incluso más fuerte que tu suerte. —Sonrió, pero se podía leer la tristeza en su rostro—. El destino desconoce la posibilidad —añadió, misteriosamente.
Kennit no supo qué contestar a eso. Pero era una idea que le molestaba. El destino estaba muy bien cuando le decía que lo iba a conseguir. Pero los acontecimientos de este día parecían estar inclinando la balanza en su contra. Reconoció el ruido de las pisadas de Etta en la cubierta, detrás de él. Se giró hacia ella.
—Trae al sátrapa. Y a Malta.
Etta no contestó.
—¿Y bien? —le lanzó finalmente Kennit.
La mujer tenía una expresión extraña en el rostro. ¿Qué le pasaría ahora? La había traído de vuelta a la nao. ¿Qué más podía querer de él? ¿Y por qué lo quería justo ahora?
—Tengo algo que decirte. Es importante.
—¿Más importante que nuestra supervivencia?
Echó una ojeada en dirección a las naves que se acercaban. ¿Se detendrían primero a parlamentar o atacarían directamente? Mejor no probar suerte.
—Envíame también a Jola y a Wintrow —le ordenó.
—Lo haré—prometió. Cogió aire y añadió—: Estoy embarazada. Llevo un hijo tuyo.
Acto seguido se dio la vuelta y se alejó de él.
Las palabras de Etta congelaron el mundo de Kennit. De repente, dejó de sentir que estaba en una cubierta y se sintió prisionero de un instante. Habían demasiados caminos saliendo de ese instante, que se movían en demasiadas direcciones. Un bebé. Un niño. La semilla de una familia. Tendría la oportunidad de ser padre, como la había tenido su propio padre. No. Mejor. Podría proteger a su hijo. Su padre había intentado protegerlo pero había fallado en el intento. Podría ser un rey, y su hijo un príncipe. O podría deshacerse de Etta, llevarla a alguna parte, dejarla allí, y marcharse. Así nadie dependería de él, por lo que no podría fallarle a nadie. Sus pensamientos giraban en círculos y le martilleaban la cabeza una y otra vez. A lo mejor estaba mintiendo. A lo mejor estaba equivocada. ¿Deseaba tener un hijo? ¿Qué pasaría si nacía una niña?
—¿Seguirías llamándola Paragon? —murmuró el amuleto de su muñeca cruelmente. Soltó una carcajada—. El destino ha dejado de ser incierto. Una parte de él ha llegado volando con la dragona. Dice que los señores de los Tres Reinos volverán a volar. El resto del destino ha caído sobre tu cabeza. Pesa algo más que una corona, ¿verdad?
—Déjame solo —murmuró Kennit.
No le habló directamente al amuleto, sino al pasado que lo había alcanzado y lo reclamaba. Otros recuerdos, recuerdos que se había negado rotundamente a evocar, le volvieron a la mente. Estar rodeado de los brazos de su padre, intentando agarrar con sus manitas el timón del Paragon mientras su padre mantenía la dirección. Se vio a sí mismo subido a los hombros de su padre, y su madre riéndose junto a ellos, con una bufanda brillante enredada en sus oscuros cabellos, mientras navegaban en dirección a Mentecacia. Aquellos recuerdos, llenos de luz y de alegría, le resultaban menos tolerables que cualquier otro dolor que pudiese evocar. Eran como una burla, una mentira, desde la noche sangrienta en la que todo cariño y seguridad había sido borrado de su vida.
Ahora, Etta haría que todo comenzara de nuevo. ¿Estaba loca? ¿Acaso no sabía lo que iba a ocurrir? Era evidente que, al final, tendría que maltratar al chico. No porque quisiera hacerlo, sino porque era inevitable. Este momento detenía las oscilaciones del péndulo. Tenía que lanzarse hasta el otro lado, hasta el lugar en el que se convertía en Igrot, e Igrot se convertía en él. Luego, el muchacho tendría que interpretar el papel que ya había jugado Kennit en el pasado.
—No eres más que un patético bastardo —susurró el amuleto, horrorizado.
Pero el engranaje del destino no iba a detenerse porque alguien se apiadara de él. Nada podría salvarlo, ni a él ni al niño. Los acontecimientos tenían que seguir su curso. Nada podía interrumpir el curso del tiempo. Las cosas ocurrirían de nuevo tal y como habían ocurrido siempre. Tal y como siempre lo harían.
—¿Señor? —Era Jola, que estaba de pie junto a él.
¿Cuánto tiempo llevaba allí? Los pensamientos de Kennit se deshicieron como las hebras de un diente de león en los labios de un niño. ¿En qué había estado pensando? ¿Cuándo había empezado a llover? ¡Condenada mujer! ¿Por qué había tenido que elegir este preciso momento para distraerlo? Su primer oficial tragó saliva y tomó la palabra.
—La nave jamaillia nos está haciendo señas.
—¿Dónde está el sátrapa? —preguntó, con enfado.
Se cerró mejor el abrigo para que le entrara menos agua y se limpió las gotas de lluvia que se le habían ido acumulando en el rostro. Hacía mucho frío.
Jola pareció asustarse.
—Detrás de usted, señor.
Kennit echó una ojeada hacia atrás. Malta, que se había vuelto a colocar el turbante en la cabeza, estaba allí junto con el sátrapa y Wintrow. ¿En qué momento habían subido a la cubierta? ¿Cuánto tiempo llevaba él allí, conmocionado por las noticias que le había dado Etta?
—¡Claro, aquí está! —No ocultó su cólera, pero sí que logró reconcentrarla—. En el lugar exacto en el que tiene que estar. Contesta a sus señales. Diles que el capitán Kennit les aconseja que consideren bien cualquier movimiento que tengan la intención de ejecutar. Recuérdales que puedo volver a llamar a las serpientes en cualquier momento. Luego, asegúrales que no tengo intención de aniquilarlos, sino de formalizar un acuerdo legal. Podrían enviar una nave con sus representantes. Les permitiremos que suban a bordo, para que puedan comprobar, de la boca del propio sátrapa, que les digo la verdad.
Jola pareció aliviado.
—¿Así que las serpientes no nos han abandonado? ¿Volverán si las llamas?
Si hubiera tenido a alguna serpiente cerca, Kennit le habría dado de comer a Jola.
—¡Transmíteles mi mensaje! —le ladró a Jola.
Se giró para observar la amenaza. Reconoció el tipo de flota que era. Cada una de las naves pertenecía a un noble, y cada uno de esos nobles tenía la ilusión de volver cargado de tesoros y coronado por la gloria. Todos se desvivirían por poner su nombre en la negociación por la liberación del sátrapa. ¿Serían lo suficientemente inconscientes como para mandarle un rehén de cada nave? Así lo esperaba Kennit, y pronto se dio cuenta de que todavía había muchas posibilidades de derramar sangre en el día.
***
Después de que Malta huyera, Jek y Althea transportaron el cuerpo de Reyn hasta la habitación de Althea. Había vuelto en sí una vez tumbado sobre el camastro.
—¿Dónde está Malta? —preguntó, aturdido—. ¿No la encontré?
Le salía mucha sangre de la nariz y le chorreaba el pelo.
—Lo hiciste —le aseguró Althea—. Pero ahora el capitán Kennit ha reclamado sus servicios.
De repente, Reyn se llevó las manos a la cabeza.
—¿Me vio la cara? —preguntó, horrorizado.
Una pregunta como esa, en un momento como ese, exigía una respuesta sincera.
—Sí que lo hizo —le contestó Althea, sin alterarse. No tenía por qué mentirle, o intentar protegerlo. Resultaba difícil interpretar sus ojos cobrizos, pero no la forma de su boca—. Es muy joven, Reyn —alegó Althea, a favor de su sobrina—. Ya lo sabías cuando empezaste a cortejarla. Intentó que sus palabras sonaran amables pero firmes—. No puedes esperar que...
—Déjame solo. Por favor —le pidió, con un hilillo de voz.
Jek dejó de observarlo, y abrió la puerta. Althea salió tras ella.
—La ropa que está ahí tendida es la de Wintrow —dijo, por encima de su hombro—. Lo digo por si quieres ponerte algo seco.
En realidad, no tenía mucha esperanza de que le fuera a valer alguna de esas prendas. A pesar de su rostro escamado era un hombre apuesto, alto y musculoso.
Jek pareció haber seguido el curso de sus pensamientos.
—No está nada mal, incluso con sus escamas —comentó en voz baja.
Althea se apoyó contra el muro, en el exterior de la habitación, junto con Jek.
—Debería estar ahí fuera, en la cubierta, y no aquí —se quejó a su amiga.
—¿Por qué? Tampoco tienes voz ni voto en lo que pasa ahí arriba —apuntó Jek, que comenzaba a sentirse irritada. De repente bajó la voz—. Admítelo, Althea —quiso sonsacarle Jek—, cuando miras las escamas de su rostro, tienes que estar preguntándote también por lo demás.
—No, no lo hago —le contestó Althea, con una voz de hielo.
No quería pensar en eso. Ese hombre era un habitante de los Territorios Pluviales, un pariente de los mercaderes del Mitonar. Le debía lealtad, y no vacías especulaciones sobre su cuerpo. Se dijo a sí misma que ya había visto habitantes de los Territorios Pluviales anteriormente, así que no tenía por qué sentirse chocada. No podían evitar lo que les hacían los Territorios Pluviales. La familia Khuprus era conocida por su riqueza tanto como por su sentido del honor. Con escamas o sin ellas, Reyn Khuprus era un buen partido. El hecho de que hubiera hecho tantos esfuerzos por recuperar a su prometida demostraba, indudablemente, que tenía un gran corazón. Aun así, no condenaba a Malta por haber huido. Lo más probable era que hubiese estado fantaseando con encontrarse un rostro atractivo bajo ese velo. Encontrarse de frente con su prometido escamado debía de haber sido un fuerte impacto para ella.
***
Reyn se quitó la camisa. La tiró al suelo, sobre el montón que ya formaba el resto de sus ropas. Inspiró profundamente por su garganta seca, y se obligó a permanecer un rato delante del espejo para observar detenidamente lo que Malta había visto. Tintaglia no le había mentido. El contacto entre ambos había acelerado el proceso de cambio del habitante de los Territorios Pluviales. Tocó su fina piel escamada de dragón, y abrió y cerró los ojos de reptil con los que se estaba observando a sí mismo. El pelo que tenía en el pecho emitía reflejos de bronce. Había visto parientes suyos llegar a los cincuenta años sin haber experimentado todos los cambios que a él ya le habían sobrevenido. ¿Qué sería de él a medida que se fuera haciendo mayor? ¿Le crecerían garras de dragón, sus dientes se volverían puntiagudos, y su lengua áspera?
Tampoco era que importara mucho, se dijo a sí mismo. Hasta ahora había estado solo, y bajo tierra; la mayor parte del tiempo, buscando dragones. Ya no tenía por qué importarle su apariencia. Tintaglia había cumplido con su parte del trato, y ahora le tocaba a él hacer lo mismo. Mantendría su promesa. Pero no se le escapaba la ironía del asunto. Tendría que vivir con la pregunta de si realmente hubiera podido salvar a Malta. Ya no tenía por qué negarse sus fantasías salvajes. Había soñado que la rescataría sana y salva a pesar de los peligros que hubiera corrido, y que ella se tiraría a sus brazos y le prometería que siempre estaría a su lado. Había soñado que, cuando se descubriera el rostro, ella se lo acariciaría y le diría que no importaba, que era a él a quien amaba y no a su rostro.
Lamentablemente, la realidad era mucho más cruel. Tintaglia lo había soltado y se había largado con las serpientes. Después de agotadores días de vuelo y de noches heladas en playas aisladas, se había quedado sin fuerzas. Los parientes de Malta habían tenido que rescatarlo. Seguro que pensaban que era un loco. Su odisea personal había perdido todo su sentido dado que Malta ya estaba a salvo. No tenía ni idea de por qué la Vivacia ondeaba una bandera jamaillia, pero era obvio que Althea Vestrit había conseguido recuperar su nave y rescatar a su sobrina. No era solo que se las hubieran arreglado sin sus patéticos esfuerzos, sino también que la habían rescatado.
Cogió una de las camisas de Wintrow de entre las que estaban tendidas, y se la puso. No tuvo más remedio que quitársela, entre suspiros. Recogió su propia camisa del suelo y observó como chorreaba el agua de ella. Su velo se había enganchado a ella. Se quedó mirándolo durante unos instantes. Al final, los separó, y se puso el velo antes que ninguna otra cosa.
***
Malta permaneció largo rato bajo la lluvia fina sin sentirla. La piel fina y escamada de Reyn tenía un tacto de papel sedoso, y sus ojos de cobre brillaban como dos faros. Una vez, había besado sus labios por encima de su velo. Sintió sus dedos ásperos de criada sobre los labios cuarteados de Reyn, y retiró su mano enseguida. Ahora era inalcanzable. Levantó lo cara para recibir la lluvia sobre ella, y bendijo su contacto helado. Adorméceme, le imploró. Llévate este dolor.
—Tengo frío —gimió el sátrapa, que se encontraba junto a ella—. Y estoy cansado de estar aquí de pie.
Kennit le lanzó una mirada de aviso.
Aunque se había cruzado de brazos para protegerse el torso del frío, el sátrapa seguía tiritando.
—No creo que se estén acercando. ¿Por qué me tengo que quedar aquí, bajo este viento y esta lluvia?
—Porque me da la gana —le espetó Kennit.
Wintrow pensó que debía intervenir.
—Si quieres te dejo mi abrigo —le ofreció.
El sátrapa frunció el ceño.
—¡Está empapado! ¿De qué me serviría?
—Podrías estar aún más mojado —le gritó Kennit mientras miraba al mar.
Malta inspiró profundamente. El pirata y el sátrapa no parecían muy diferentes el uno del otro. Si conseguía manejar a uno, sabría cómo actuar con el otro. No fue el valor lo que la motivó a cruzar la cubierta y plantarse delante de Kennit con los brazos cruzados, sino una profunda desesperación. Aunque era un hombre violento y peligroso, Malta no le temía. ¿Qué podía hacerle? ¿Arruinarle la vida? Aquel pensamiento casi la hizo sonreír.
Las palabras que pronunció en voz baja solo iban dirigidas a Kennit, pero la esbelta mujer que se encontraba junto a él también las escuchó.
—Por favor, rey Kennit, si no le va a permitir guarecerse bajo un techo déjeme al menos traerle un abrigo más gordo y una silla.
Sintió que el pirata estaba buscando su cicatriz con la mirada. Le respondió con mucha frialdad.
—Se está comportando como un insensato. A nadie le puede hacer daño un poco de lluvia. No veo por qué te preocupas.
—Usted, señor, está siendo mucho más insensato que yo. —Le habló con toda franqueza, sin pararse a pensar si le estaría ofendiendo en algo—. Olvídese de mis motivos. Preocúpese de los suyos. Sea cual sea el placer que sienta al maltratarlo, no será comparable con lo que perderá. Si quiere que los capitanes de esa flota lo consideren como a un bien valioso, tendrá que tratarlo como a su excelentísima majestad sátrapa de Jamaillia. Si piensa hacer negocios con esos ricos, así es como tendrá que presentarlo. Y no como a un pobre excéntrico y miserable muchacho.
Desvió un momento la mirada de los ojos de aguamarina de Kennit a los de la mujer. Para su sorpresa, pareció estar disfrutando de la escena, casi dándole su aprobación. ¿Lo había sentido Kennit? Miró a Malta, pero le habló a la mujer.
—Mira a ver lo que puedes hacer por él, Etta. Quiero que esté bien presentable.
—Puedo arreglarlo.
La mujer tenía una voz de contralto, mucho más refinada de lo que Malta habría esperado de la voz de una pirata. Tenía una mirada inteligente.
Malta la miró con franqueza, y le dedicó una pequeña reverencia mientras le decía:
—Tiene toda mi gratitud, señora.
Siguió a Etta por la cubierta superior y se esforzó por caminar a su ritmo. Se había levantado el viento, y con él, una lluvia molesta, fina pero persistente. La cubierta mojada estaba resbaladiza pero, en sus días a bordo de la Multicolora, Malta había desarrollado su sentido del equilibrio. Estaba asombrada de sí misma. A pesar de todo lo que iba mal en su vida, se sintió orgullosa de tener la capacidad de moverse a sus anchas por el barco de su padre. Su padre. Tomó la determinación de alejar todo pensamiento sobre él de su cabeza. Y tampoco se preocuparía por Reyn, por muy cerca que estuviera de él. Al final, no tendría más remedio que enfrentarse a él, toda desgraciada y deformada, y sentir la decepción en sus extraordinarios ojos de cobre. Sacudió la cabeza y apretó los dientes para retener las lágrimas que se amontonaban en sus ojos. Lo que tenía que hacer era concentrar todos sus esfuerzos en devolverle su trono al sátrapa. Intentó pensar con claridad mientras seguía a Etta hasta el camarote de su padre.
El camarote estaba como Malta lo recordaba. No había cambiado un ápice desde los tiempos en los que su abuelo capitaneaba la Vivacia. Miró con angustia los muebles familiares. Con un solo movimiento, Etta abrió un baúl de cedro ricamente tallado. Estaba lleno de ropas suntuosas y coloridas. En cualquier otro momento, Malta habría cogido cualquiera de las prendas con curiosidad y celosía. Ahora, en cambio, se mantenía ahí quieta mientras Etta escarbaba en el interior del baúl.
—Aquí. Esto servirá. Le quedará un poco grande pero, si lo sentamos en una silla, nadie lo notará. —Sacó un pesado abrigo de color escarlata y botones oscuros—. Kennit dijo que era de mal gusto, pero yo sigo pensando que le quedaría muy bien.
—Sin duda —accedió Malta, sin ningún tipo de expresividad.
Personalmente, pensaba que una vez que se sabía que alguien era un violador, poco importaba cómo se vistiera.
Etta se levantó, con el suntuoso abrigo colgado del brazo.
—La capucha está forrada con pelo —notó. De repente le preguntó—: ¿En qué estás pensando?
No tenía ninguna necesidad de ser desagradable con esa mujer. Wintrow le había dicho que Etta sabía cómo era el verdadero Kennit. De alguna manera, había logrado entenderse con él. ¿Quién era ella para criticar la lealtad de Etta? Seguro que ella la consideraba una cobarde por servir al sátrapa.
—Me preguntaba si Kennit se habría parado a pensar en todo esto. Tengo la impresión de que, si los nobles jamaillios se han aliado, ha sido con la intención de asesinar al sátrapa, para culpar después a los mercaderes por ello, y saquear finalmente nuestro pueblo. ¿De verdad crees que los nobles que están ahí siguen siendo leales al sátrapa y tienen la intención de rescatarlo? ¿O más bien que son traidores que solo esperan poder terminar lo que empezaron en el Mitonar? —Frunció el ceño—. Puede que tengan más interés en provocar a Kennit para que mate al sátrapa que en salvarlo.
—Estoy segura de que Kennit ha considerado todas las posibilidades —contesto enseguida Etta—. No es como el resto de los hombres. Él puede ver más allá y, en tiempos de gran peligro, hacer grandes demostraciones de poder. Sé que lo más probable es que dudes de mí, pero todo lo que tienes que hacer es preguntarle a tu sobrino. Él ha visto a Kennit calmar una tormenta y capitanear una maraña de serpientes. De hecho, Kennit curó las quemaduras de serpiente de Wintrow con sus propias manos, e hizo desaparecer el tatuaje que su padre le había hecho en la mejilla. —Etta se encontró con la mirada escéptica de Malta—. Puede que un hombre como este no deba regirse por las reglas ordinarias —prosiguió—. Puede que su propia visión de las cosas le invite a hacer cosas que les están prohibidas a los demás hombres.
Malta ladeó la cabeza en la dirección de la mujer pirata.
—¿Seguimos hablando de las negociaciones para restaurar al sátrapa en el trono? —preguntó—. ¿O estás intentando encontrarle excusas para lo que le hizo a mi padre? —preguntó.
Y a mi tía, añadió para sus adentros.
—El comportamiento de tu padre necesitaría algo más que esto para ser excusable —le devolvió fríamente Etta—. Pregúntale a Wintrow lo que se siente al llevar cadenas y un tatuaje de esclavo. Tu padre obtuvo lo que se merecía.
—Puede que todos obtengamos lo que nos merecemos —le devolvió Malta afiladamente.
Le dio un repaso a Etta de arriba abajo y vio cómo la mujer se encendía de ira. Llegó a sentir remordimientos cuando, de repente, leyó el dolor en los ojos de Etta.
—Puede que tengas razón —le contestó fríamente la mujer—. Trae aquí esta silla.
Eso fue, pensó Malta cuando levantó la pesada silla, una pequeña venganza. Llevó la silla a duras penas, golpeándose las rodillas con sus patas a cada paso que daba.
***
Reyn Khuprus se mantuvo en la parte trasera de la cubierta superior, desde donde podía observarlo todo sin ser visto. Miraba a Malta. El velo oscurecía su imagen, pero no por ello dejaba de contemplarla con hambre. Le sonrió al sátrapa mientras dejaba la silla a su lado. Aquella imagen le hizo daño, pero no pudo mirar hacia otro lugar. Se giró hacia la enorme mujer que tenía detrás y le enseñó al sátrapa, con una gran sonrisa, el abrigo de color escarlata que traía consigo. El sátrapa conservó bien alto el orgullo, y le levantó la barbilla. Lo que vino después fue para Reyn como si le hubieran retorcido un cuchillo en el estómago. Malta le desabrochó su abrigo mojado, sin dejar de sonreírle cálidamente durante todo el proceso. Una vez que hubo terminado, se lo quitó y se apresuró a envolver al sátrapa en un abrigo seco. Le colocó la capucha y se preocupó de cerrarle los botones hasta arriba. Luego, le limpió las gotas de lluvia de la frente y de las mejillas con ligeros toques de su mano. Cuando el sátrapa se hubo sentado, se agachó para ajusfarle los bajos del abrigo.
Había amor en cada uno de esos gestos. No podía culparla. Con su tez pálida, su actitud patricia, y sus maneras de caballero, el sátrapa era mucho mejor partido para Malta Vestrit que un desecho de habitante de los Territorios Pluviales. Se acordó, de golpe, de que este era el hombre con el que Malta había compartido su primer baile durante el baile de presentación. ¿Había empezado a sentir algo por él desde ese momento? Se desplazó para situarse junto a la silla del sátrapa, y apoyó sus manos encima con familiaridad. Era indudable que las duras pruebas a las que se tenían que haber enfrentado les habían unido. ¿Qué hombre podría resistirse durante tanto tiempo a los encantos y la belleza de Malta? Seguro que el sátrapa también sentía una gran gratitud hacia ella, puesto que no podría haber sobrevivido por sí solo.
Reyn sintió como si su corazón hubiera desaparecido de su pecho dejando un enorme agujero en su lugar. No había duda de que había huido al verlo. Tragó saliva a duras penas. No le había dado la bienvenida, ni siquiera como amiga. ¿Temía acaso que Reyn la atara a su promesa? ¿O que la humillara delante del sátrapa? Se sumergió en el dolor que le causaba verlos juntos. Malta jamás volvería a ser suya.
***
Althea había ayudado a su sobrina a subir la pesada silla hasta la cubierta superior. Le pareció una estupidez mostrarse en la cubierta pero es que, después de todo, nada de esto tenía sentido para ella. Todos estaban atrapados en el ridículo y peligroso juego de demostraciones de fuerza de Kennit. Observó a Malta mientras le quitaba el abrigo mojado de los hombros al sátrapa y lo envolvía en uno nuevo. Le cerró la capucha a conciencia, como si fuera Selden. Cuando se hubo sentado en su trono improvisado, incluso le estiró los bajos del abrigo para que le cubriera mejor las piernas. Le dolió ver que Malta se humillaba de ese modo. Pero lo que peor le sentó fue que Kennit hubiera observado toda la escena con una sonrisita pintada en el rostro.
Acumuló tanto odio que se le nubló la vista y sintió bullir la sangre en todo su cuerpo. Se clavó las uñas en las palmas de sus manos mientras se esforzaba por respirar con normalidad.
—¿Tantos deseos tienes de matarlo? —le preguntó la nao en un susurro.
Aunque el comentario parecía estar dirigido solo a ella, Althea vio como Kennit se giraba ligeramente al oír las palabras. Levantó una ceja interrogativamente.
—Sí, así es. —Dejó que leyera las palabras de su boca.
Kennit sacudió la cabeza con pesar. Luego, volvió a centrar su atención en la pequeña embarcación que se estaba acercando a ellos poco a poco, bajo la tenue luz del crepúsculo. Kennit se preguntó si el ataque de las serpientes le habría provocado daños. Una comitiva de hombres vestidos con suma elegancia los observaba desde la cubierta. La mayoría de ellos parecían ser hombres robustos bajo aquellas ricas vestimentas. Los marineros de la embarcación permanecieron en la cubierta para ayudar a sus superiores a cruzar a la Vivacia. Una sonrisa le torció los labios. Sería divertido si esa nave empezaba a hundirse mientras se posicionaba junto a la Vivacia.
—A lo mejor me tendría que haber vestido para la ocasión —le comentó a Etta en voz alta—. Con la misma dedicación con la que hemos adornado a nuestro sátrapa. De hecho, puede que solo entiendan de ropa.
Se cruzó de brazos y sonrío, expectante.
***
—Aquí están —le dijo Malta al sátrapa en voz baja—. Mantente recto y toma una pose real. ¿Reconoces a alguno de ellos? ¿Crees que te serán leales?
El sátrapa echó una mirada sombría en dirección a sus nobles.
—Reconozco los colores del viejo lord Criath. Estaba muy entusiasmado con mi viaje al norte, pero me dijo que no me podía acompañar porque los balanceos de los barcos le dañaban las articulaciones. Mira con qué agilidad cruza ahora la cubierta, y lo erguido que está. El quinto hombre, el que se está acercando a los demás, lleva los colores de la casa de Ferdio, pero lord Ferdio es un hombre bajito y delgado. Este debe de ser uno de sus hijos mayores, un valiente. En cuanto a los demás... No sabría decirte. Están todos tan emperifollados y revestidos que apenas les veo las caras...
Malta lo sospechó un segundo antes que cualquier otra persona. Miró un momento a los hombres que estaban trasladándose a la Vivacia. En la cubierta de la otra nave, algunos marineros ayudaban a sus líderes a cruzar. Muchos tenían miradas amenazantes y llenas de malicia, y estaban bien protegidos del frío dentro de sus abrigos. ¿Demasiados?
—¡Traidores! —gritó de repente.
Su grito obligó a algunos de ellos a pasar a la acción, puede que antes de lo que habían planeado. Algunos de los hombres que estaban más elegantemente vestidos se quedaron en la otra nave pero, al oír el grito de Malta, todos se quitaron los abrigos, tanto los marineros como los nobles traidores. Sacaron sus armas a la vista como los soldados normales y corrientes. Los marineros que habían estado asistiendo a sus cohortes atravesaron de un salto el hueco que separaba a las dos naves. Aparecieron más hombres de las cubiertas inferiores y se pusieron a saltar también ellos, espadas en mano.
Los hombres de Kennit, un puñado de almas en las que no se podía confiar, se prepararon para recibirlos. En un instante, la cubierta principal de la Vivacia se convirtió en una melée de hombres musculosos y brillos de espadas. Girara en la dirección que girara, Malta solo encontraba caos a su alrededor. Kennit había desenvainado su espada y estaba ladrando órdenes a diestro y siniestro mientras Etta le vigilaba las espaldas con una espada en una mano y un puñal en la otra. Incluso Wintrow, el bueno de su hermano, había sacado un cuchillo y se había preparado para repeler a todos aquellos que intentaran subir a su cubierta. Jek y Althea, que tenían las manos vacías, se habían puesto de acuerdo para cubrirle las espaldas. Y todo esto había sucedido en un abrir y cerrar de ojos.
El sátrapa tenía el rostro transfigurado por el pánico. Malta había permanecido inútilmente junto a el.
—¡Protégeme! —le chilló, estridentemente—, protégeme, han venido a matarme. Sé que han venido a matarme.
Le agarró la muñeca con tanta fuerza que se sorprendió. Se agarró a sus pies, después de tropezarse con el abrigo, que le quedaba demasiado grande, y la utilizó como escudo.
— ¡Protégeme, protégeme! —le imploró.
La arrastró hasta la punta de la proa y permaneció allí, aferrándose a su muñeca.
Malta se debatió desesperadamente para liberarse. Necesitaba ver lo que estaba ocurriendo en la cubierta principal.
—¡Suéltame! —le gritó, pero el sátrapa estaba demasiado asustado como para prestar atención a lo que decía.
Los hombres de la otra nave seguían saltando a la cubierta de la Vivacia.
Cuando Jek cogió la silla del sátrapa y la tiró contra la cubierta, hubo un gran estruendo. La marinera cogió una pata de la silla y le dio otra a Althea. Tenía una amplia sonrisa pintada en el rostro: debía de estar loca.
—¡Malta! —gritó, y Malta avanzó hacia ella, mientras la mujer le lanzaba una tercera pata de la silla—. ¡Utiliza esto!
Luego, volvió a ocupar su posición en los escalones a través de los cuales se accedía a la cubierta superior, y empezó a golpear salvajemente a los hombres que intentaban acceder a ella. Althea se unió a ella. Wintrow se había posicionado junto a Kennit, que les estaba gritando órdenes a sus hombres.
Malta echó su cabeza hacia atrás y se quedó mirando salvajemente a su alrededor. El resto de las naves de la flota jamaillia se estaban acercando de nuevo. Por el rabillo del ojo, vio como la Marietta los estaba embistiendo. No pudo ver a la Multicolora, pero dudaba de que se hubiera dado a la fuga. Avistó otra nave que se acercaba a gran velocidad y no llevaba los colores de Jamaillia. ¿Había decidido otra nave pirata unirse al enfrentamiento? Luego, vio moverse al mascarón de proa.
—¡Se acerca una nao rediviva! ¿Una nao del Mitonar viene en nuestra ayuda?
Malta transmitió las noticias a gritos, pero nadie le hizo caso.
El sátrapa le había soltado el hombro. Ahora, la sacudía de un lado al otro.
—Llévame abajo, ponme a salvo. Tienes que protegerme.
—¡Suéltame! —le gritó ella, al borde de la desesperación—. No puedo protegerte si me sacudes de esta manera.
Consiguió soltarse y se precipitó a recoger el trozo de madera que Jek le había tirado. Lo empuñó y lo levantó, pero no se sintió más segura por ello.
***
—¡No tenemos ni idea de contra quién estamos cargando! —les gritó Ámbar.
—¡Sabemos que Althea está a bordo de esa nao! —le contestó Brashen, visiblemente irritado, mientras se subía al mástil—. No podemos quedarnos aquí sin hacer nada mientras los jamaillios se llevan a la Vivacia. Confío tanto en ellos como en Kennit. Puede que la maten, o que la capturen. No me apetece nada ver a Althea con un tatuaje en la mejilla. Así que intentemos sacar algún beneficio de todo esto. —Saltó sobre la cubierta—. ¡Semoy! ¡Prepara las armas!
Semoy vino corriendo.
—Enseguida, mi capitán. Pero tendrás que decirles a los hombres contra quién estamos luchando.
Brashen sonrió, amplia y despreocupadamente.
—¡Contra todo aquel que se interponga entre nosotros y Althea!
De repente, el Paragon les sorprendió alzando su voz grave y profunda.
—Haced lo que queráis, ¡pero dejadme a Kennit!
***
El enfrentamiento, que se estaba desarrollando íntegramente en la cubierta principal de la Vivacia, dio un vuelco. No dejaban de saltar hombres a la cubierta de la Vivacia, y la presión era tal que la batalla estaba cambiando de rumbo. Malta vio, horrorizada, como Jek caía al suelo. Althea se sumergió en la melée para rescatarla. En cuanto desapareció de su vista, una ola de guerreros jamaillios, accedieron a la cubierta por un lateral. Le echó una ojeada a Wintrow. Etta y Kennit, que parecían formar un solo cuerpo, luchaban por salvar sus vidas.
—¡Aquí está! —rugió un marinero jamaillio después de saltar por encima de ella.
Malta intentó atacarlo con su palo y la espada del marinero se clavó dentro de la madera. El hombre no se complicó y cambió de arma. Con la mano que le quedaba libre, le arrebató su arma a Malta con la misma facilidad con la que habría podido quitarle un juguete a un niño. Se echó a reír y la empujó hacia un lado. Entre su empujón y el hecho de que el sátrapa seguía tirando de ella, perdió el equilibrio El hombre agarró al sátrapa por la nuca, y tiró de él hasta que soltó a Malta. Cuando esta quiso agarrarse a él por voluntad propia, el guerrero lo puso fuera de alcance y se preparó a clavar su espada en el pecho de la chica. De repente, el filo de otra espada le atravesó el pecho, y se quedó mirándolo mientras agonizaba como si no pudiera creerse lo que estaba sucediendo. Detrás de él, un hombre alto rugía con furia. Empujó lejos de Malta tanto a su víctima como a su espada. Luego lo tiró en dirección de sus camaradas, al tiempo que recuperaba su arma.
—¡Al suelo! ¡Encógete! —le gritó Reyn furiosamente, antes de darse la vuelta.
Sus ojos de cobre brillaban a través de su velo hecho jirones. Cuando le echó una ojeada a su manga izquierda, vio que estaba teñida de sangre. Luego, tres hombres se le tiraron encima y el amado de Malta cayó ante sus ojos.
—¡Reyn! ¡No! —gritó, e intentó correr hacia él, con extrema dificultad, dado que el sátrapa seguía colgado de ella.
Se había acoplado a sus hombros como un pulpo a una roca, y no dejaba de murmurar y gimotear. Un hombre la agarró del pelo y la empujó hacia un lado. En cuanto cazó al sátrapa, soltó una risa salvaje, como la de un niño sosteniendo un trofeo.
—¡Lo tengo! —rugió—. ¡Lo tengo!
Malta inclinó la cabeza hacia un lado para evitar recibir un golpe, pero el puño del hombre impactó finalmente contra su cráneo y la dejó atontada durante un instante. No había sido deliberado. Ahora que tenían al sátrapa, ninguno de ellos se interesaba ya por ella. Vio que lo levantaban como a un saco de patatas y uno de los hombres se lo llevaba colgado del hombro entre gritos de júbilo. La batalla empezó para secuestrarlo y terminó cuando lo consiguieron. Los invasores habían conseguido aquello por lo que habían venido; ya solo les quedaba marcharse. Durante un segundo, Malta dirigió su mirada hacia el rostro pálido del sátrapa, cuya expresión estaba transfigurada por el pánico. No veía a Reyn por ninguna parte. Se incorporó sobre sus rodillas y luego se levantó, no sin esfuerzo. El sátrapa estaba siendo transportado por la cubierta sembrada de hombres muertos y agonizantes. Los piratas que seguían luchando habían adoptado una postura defensiva: luchaban por salvar sus vidas; eran incapaces de salir a rescatarlo.
El sátrapa era una persona molesta e inútil, pero Malta había estado ocupándose de él como de un niño pequeño. Había estado a su lado día y noche. Al ver como se lo llevaban hacia una muerte segura, se sintió profundamente afligida.
—¡Malta! —gritó, mientras tendía hacia ella la mano que le quedaba libre.
—¡El sátrapa! —gritó ella inútilmente—. ¡Se lo están llevando! ¡Salvadlo! ¡Salvadlo!
Nadie pudo responder a sus súplicas. En cuanto sus captores hubieron reducido al sátrapa, los demás guerreros jamaillios se replegaron junto a ellos, entre risas y gritos de alegría. Una vez que el foco de la batalla se hubo dispersado, Malta pudo ver a su tía Althea. Había conseguido una espada. Cuando hizo un intento por salir detrás del sátrapa, Jek la retuvo.
—¡Su vida no vale más que la tuya! —le gritó la mujer.
Le caían gotas de sangre de la coleta rubia.
De repente, Reyn emergió de debajo de una maraña de cadáveres. En cuanto lo vio, Malta gritó de alegría. Cuando lo había visto caer, lo había dado por muerto.
—¡Reyn! —gritó y, al ver que desenvainaba una espada y se precipitaba tras los captores del sátrapa, chilló—-: ¡No! ¡No, Reyn, no lo hagas! ¡Vuelve!
No llegó muy lejos. Un hombre herido le puso la zancadilla cuando pasó por delante de él, y Reyn se estrelló estrepitosamente contra el suelo. Un escalofrío recorrió el cuerpo de Malta. Solo tenía ojos para Reyn, que se había puesto a forcejear con el hombre que lo había tirado al suelo. Tenía un cuchillo manchado de sangre. Sin pensárselo dos veces, Malta se abalanzó sobre el hombre del cuchillo.
***
—¡Suéltame! —Althea intentó deshacerse de Jek, pero su amiga no desistió.
—¡No! Déjalo marchar. Se lo han llevado a su cubierta. ¿Qué quieres, trasladar allí la batalla, donde la suerte nos es aún más contraria? ¡Lo hemos perdido, Althea, al menos por ahora!
Althea supo que tenía razón. El hombre que transportaba al sátrapa estaba caminando sobre un tablón de madera que unía precariamente las dos naves. Los guerreros jamaillios se estaban retirando triunfalmente. Ya habían empezado a cortar las cuerdas que habían mantenido a las naves lado a lado durante la breve pero fiera batalla. Se marcharon tan rápido como habían venido, llevándose al sátrapa con ellos.
Althea vio la breve intentona de Reyn. Pensó que se levantaría sin problemas, pero antes de que pudiera hacerlo, otro inesperado salvador se propuso rescatar al sátrapa. Kennit, que estaba junto a Etta y Wintrow, se adelantó y se sumergió de lleno en la acción, mientras lanzaba gritos furiosos a diestro y siniestro.
—¡No dejéis que se lo lleven! —rugió, con enfado.
Tenía una espada corta en una mano y la muleta bajo el brazo contrario. Malta no confiaba en que pudiera dar más que unos cuantos pasos, pero resultó que el pirata atravesó la cubierta sin problemas, alternando pie y muleta con una gracia que la dejó asombrada.
—¡A mí! —rugió Kennit mientras corría.
Sus leales piratas se unieron a él. Etta y Wintrow salieron corriendo detrás de él, pero el espacio intermedio ya había sido llenado por otros hombres. Habían quedado separados de él.
Kennit no se dejó detener por la barandilla de proa. Apoyó su muleta en el suelo, pasó su pierna por encima del pasamanos, y arrojó su cuerpo hacia delante. El salto que dio hacia la nave que se alejaba habría acobardado hasta a un tigre. Aunque Althea estaba segura de que caería entre las dos naves, Kennit alcanzó la otra cubierta y rodó sobre ella, seguido de un puñado de hombres. Uno de ellos, que no calculó bien su salto, cayó al agua.
Después, le perdió la pista a Kennit. Una multitud de hombres convergieron sobre Kennit y los suyos. Etta gritó de rabia e hizo acopio de fuerzas. Wintrow tuvo que retenerla para evitar que se precipitara detrás de Kennit. El espacio que se había abierto entre las dos naves era ya imposible de saltar. Se oían gritos de triunfo de la otra nave mientras se iba alejando de ellos. Dos hombres levantaron al pálido sátrapa y lo pasearon burlonamente delante de las narices de la Vivacia.
Etta se zafó brutalmente de Wintrow. Estaba tan desesperada y rabiosa que se desahogó con él.
—¡No seas insensato! No podemos dejar que se lo lleven. Sabes que lo matarán.
—No tengo intención de dejar que se lo lleven. Pero lo que está claro es que el hecho de que te ahogues no lo salvará —replicó, con enfado.
Le imprimió mayor profundidad a su tono de voz cuando gritó:
»¡Jola! ¡Se han llevado a Kennit! ¡Vivacia! ¡Tienen a Kennit, tenemos que seguirlos!
La Vivacia reaccionó enseguida.
—¡Levad el ancla! ¡Desplegad las velas! ¡Se han llevado a Kennit, tenemos que ir tras ellos!
—¡No! —murmuró Althea—. Dejad que se lo lleven, y que hagan lo que quieran con él.
Pero sabía que la nao no le haría ningún caso. Podía sentir la ansiedad de la Vivacia a través de su tronconjuro. La nao lo amaba y lo traería de vuelta a cualquier precio. Althea levantó la vista hacia la flota jamaillia que se extendía ante sus ojos. La Vivacia no tenía ninguna posibilidad de ganar la batalla, ni aunque se le unieran la Maríetta y la Multicolora. Se añadiría más sangre a las cubiertas de la Vivacia y, al final, la nao caería en manos jamaillias. Por mucho que fuera una causa perdida de partida, sabía que la nao se lanzaría a por ella. Y ella se vería arrastrada junto con su nao hacia un final sangriento.
Luego, una voz le llegó a través de las aguas y se filtró por sus cabellos hasta penetrar en su cuello.
—¡Saludos Vivacia! ¿Quién dices que tiene a Kennit?
Se giró despacio, mientras un escalofrío le recorría la espalda. La voz del Paragon le llegó como no podría haberlo hecho la de ningún otro hombre. Dirigió la vista hacia él, pestañeó, y volvió a mirarlo. No era el Paragon. La nao maltrecha, con todas sus reparaciones en los aparejos, llevaba una placa con el nombre de Paragon, pero el mascarón de proa tenía el aspecto de un apuesto joven, sin barba, y con el cabello recogido en una cola de caballo. Luego dirigió la vista hacia la mujer que estaba justo detrás de él, moviendo los brazos en amplios gestos de saludo. Durante un instante, mientras los miraba acercarse, el resto de sus pensamientos y miedos se detuvieron. Aunque no estaba viendo a Brashen ni tenía ninguna manera de saber si estaba vivo, sintió, de repente, que debía de estarlo. El Paragon tenía los ojos cerrados y navegaba con los brazos extendidos hacia delante. Aquella visión le removió el corazón. Era como había temido. Ámbar le había tallado un nuevo rostro, pero no había podido devolverle la vista. Una serpiente blanca surcaba las olas por delante de su proa.
—¡Están vivos!
De repente, Jek estaba tras ella, brincando de alegría, y dándole palmadas llenas de energía en la espalda. Se sintió más alegre que irritada cuando Jek la levantó del suelo mientras le daba un enorme abrazo.
—¡Oh, Paragon!—gritó la Vivacia, desesperada—. Allí, en esa nave, es donde lo tienen. ¡Lo matarán, Paragon, lo matarán!
Apuntó frenética e inútilmente en dirección de las aguas. Su propia ancla estaba apenas emergiendo de las profundidades.
Su lamento también llegó a oídos de la Marietta y de la Multicolora. Althea vio como se desviaban del camino que las conducía hacia la Vivacia para perseguir a la nave jamaillia que estaba huyendo.
El Paragon también había empezado a abrirse camino en su dirección. Extraía tanto impulso de su voluntad de nao rediviva como del viento que llenaba sus velas. Adquirió una velocidad sobrenatural.
La propia tripulación de la Vivacia, a la que le resultaban familiares las maneras de conducir una nao rediviva, se sorprendió de aquello. Althea le echó una ojeada a Brashen mientras este recorría las cubiertas del Paragon con Clave pegado a sus talones. En cuanto lo vio, se le disparo el corazón. El Paragon ya los había adelantado, y le enseñaba su popa a la Vivacia, que se quedó mirándolo con alegría.
Los tripulantes que faltaban se habían precipitado al oír que su capitán había sido secuestrado. Cada uno de los hombres que aún podía moverse había corrido a levar el ancla o a desplegar las velas. Habían decidido, por el momento, ignorar los cuerpos que recubrían la cubierta. Los heridos que habían podido ponerse en pie para prestar su ayuda se activaban en cualquier parte.
Malta, que no estaba herida pero sí visiblemente afectada, caminaba sin rumbo entre la maraña de muertos. Al advertir que Jola estaba sufriendo una conmoción, Wintrow había tomado el control de la situación. Etta parecía estar en todas partes, echando manos aquí y allá y ordenándoles a los hombres que se movieran con más brío.
—¡Althea! —gritó Jek, sacándola de su trance—. ¡Muévete!
Jek ya se había situado junto al timonel.
—¡Tras él! —Althea unió sus órdenes a las de Wintrow—. ¡El Paragon no se enfrentará a ellos solo!
La Vivacia salió disparada antes de que sus marineros hubieran terminado de levar el ancla.