Capítulo 32
Un ultimátum

A Althea no le hacía mucha gracia tener que abandonar la cubierta. Había visto las velas que se acercaban a ellos, y su miedo a que le pasara algo a la Vivacia se contraponía a la esperanza de ver a Kennit derrotado. Althea desoyó las peticiones de Wintrow hasta que le habló la propia nao.

—Ve abajo, Althea. Por favor. Puede que esta sea mi oportunidad para concluir un acuerdo con Kennit. Me será más fácil si no estás presente.

Althea había fruncido el ceño, pero había abandonado la cubierta superior, y Jek había salido tras ella.

Wintrow salió apresuradamente hacia la cocina para preparar una gran bandeja de comida y bebida. Cuando llegó a la cabina de Althea, esta ya se encontraba allí frente a Malta. El sátrapa se había tirado sobre la cama y se había quedado mirando la pared. Jek, que estaba de un humor taciturno, se había sentado en una esquina. Malta estaba furiosa.

—No entiendo lo que os podría llevar a cualquiera de vosotros a poneros de su lado. Secuestró a nuestra nao, se deshizo de su tripulación, y ha hecho prisionero a mi padre.

—No me estás escuchando —le dijo Althea fríamente—. Desprecio a Kennit. Todas las conjeturas que has hecho son falsas.

Wintrow posó la bandeja sobre la mesita.

—Comed y bebed algo. Luego hablaremos, uno tras otro.

El sátrapa se dio la vuelta para mirar hacia la mesa. Tenía los ojos rojos. Wintrow se preguntó si no habría estado llorando en silencio. Su voz vibraba de emoción, probablemente por lo que sentía como un ultraje contra su persona.

—¿Es esta otra de las humillaciones que Kennit me obliga a soportar? ¿De verdad se supone que tengo que comer aquí, en este espacio tan reducido, rodeado de gente común?

—No es mucho peor que tener que compartir mesa con los piratas, excelentísimo sátrapa. O que tener que comer solo en la habitación. Ven. Tendrás que comer algo si quieres conservar tu fuerza.

Wintrow y Althea intercambiaron miradas de incredulidad al oír el tono solícito de Malta. Wintrow se sintió súbitamente incómodo por tener que presenciar esa escena. ¿Serían amantes? La confesión de su tía le había hecho pensar que todo era posible.

—Voy a subir a la cubierta a ver lo que está pasando. Intentaré traeros algún tipo de información. —Se apresuró a salir de la habitación.

***

Las naves jamaillias se acercaban cada vez más, y se iban dispersando. Era obvio que su estrategia consistía en cortarles el paso hacia el sur y rodearlos. Las naves que estaban en los laterales de la formación habían acelerado. Si pretendía huir tendrían que darse la vuela pronto, antes de que los jamaillios pudieran cerrar su red sobre ellos. Aunque no había tiempo para hablar, la nao tomó la palabra.

—No puedes cuestionar mi lealtad hacia ti, Kennit. Pero mis serpientes se están debilitando. Necesitan comida y descanso. Y, por encima de todo, necesitan que las lleve a casa pronto.

—Es evidente

Kennit oyó el hastío en su propio tono de voz, e intentó cambiarlo

—Tus preocupaciones son las mismas que las mías, dulce muñeca de los mares. Créeme. Tanto tú como yo deseamos verlas a salvo, en su hogar. Voy a darte el tiempo que me has pedido para poder ocuparte de ellas. Inmediatamente después de esto.

Una de las naves más pequeñas se desmarcó de la flota y avanzó hacia ellos. Sin duda los alcanzaría pronto. Kennit necesitaba estar preparado para recibirla, y no metido en una conversación. Era tan posible obtener una victoria triunfal como una derrota abismal. Si las serpientes no lo ayudaban, sus tres naves tendrían poco que hacer contra la flota jamaillia.

—¿Qué pides de nosotros? —le preguntó la Vivacia, algo harta.

A Kennit no le gustó como había sonado eso. Intentó darle un giro a la conversación.

—Les pediremos que subyuguen a esa flota por nosotros. No les costará mucho conseguirlo. Puede que su sola presencia baste para persuadir a las naves de que se rindan. Una vez que les enseñemos a los jamaillios que tenemos al sátrapa, sospecho que cooperarán con nosotros. Luego, las serpientes nos escoltarán en nuestro viaje hacia Jamaillia, que haremos como demostración de fuerza. Una vez que el sátrapa y sus nobles hayan aceptado los términos de nuestro acuerdo, seremos libres de seguir el dictado de nuestros corazones. Reuniré todas mis naves. Protegeremos y guiaremos a las serpientes en su vuelta a casa.

A medida que hablaba, el rostro de la Vivacia se había ido volviendo más serio. Cuando sacudió ligeramente la cabeza, había desesperación en sus ojos.

—En momentos de arrebato, Rayo te hizo promesas que no podía cumplir, Kennit. Perdona que te lo diga, pero es así. Las serpientes no disponen de tanto tiempo. Sus vidas están empezando a pender de un hilo. Tenemos que partir cuanto antes. Mañana, si fuera posible.

—¿Mañana? —De repente, Kennit sintió como si la cubierta se estuviera resquebrajando bajo sus pies—. Imposible. Tendría que dejar marchar al sátrapa, entregándoselo a la flota jamaillia, para luego huir como un perro con la cola entre las piernas. Destruiría todo aquello por lo que hemos luchado, Vivacia, ahora que lo tenemos al alcance de la mano.

—Podría pedirles a las serpientes que nos ayudaran por esta última vez. Una vez que la flota jamaillia se rinda ante ti, podrías llevar al sátrapa a la Marietta. Pídele a la Multicolora que haga correr la voz por Mentecacia, y haz un llamamiento a todas tus naves para que se reúnan contigo en tu travesía hacia el sur. Eso sería tan impresionante como el espectáculo de una maraña de serpientes agonizantes. —Abandonó su tono sarcástico y prosiguió—. Deja que Wintrow y Althea nos lleven hacia el norte a mí y a mis serpientes. Podrían quedarse conmigo mientras vigilo los cascarones, para que tú pudieras dedicarte libremente a consolidar tu reino. Me gustaría poder volver a ti el verano que viene, Kennit.

Pronunció su discurso traicionero en voz alta. Ahí, cuando él más la necesitaba, lo abandonaba por su familia del Mitonar. Se maldijo a sí mismo en silencio por no haber escuchado a Rayo. Jamás tendría que haber subido a Althea a bordo. Se apoyó sobre su muleta y se obligó a calmarse. Se sentía caer en picado hacia un inminente desastre.

—Ya veo —consiguió articular.

Tras él, los tripulantes estaban que no cabían en sí de júbilo. Ajenos a la traición que estaba teniendo lugar, los marineros intercambiaban palabras y gestos mientras aguardaban con impaciencia el encuentro con las naves jamaillias. El extrovertido capitán Rojo había difundido por todas partes los resultados de las negociaciones de Kennit. Nadie dudaba de su triunfo. Fallar ahora, con tanto público, era impensable.

—Préstame hoy toda la ayuda que puedas —le sugirió. Se negó a considerar que le estaba rogando a la nao—. Y el mañana se encargará de restablecer el equilibrio de la balanza.

Una expresión extraña, como de dolor anticipado, deformó momentáneamente los rasgos de la Vivacia. Cerró sus enormes ojos verdes durante un instante. Cuando los abrió de nuevo, tenía otra mirada.

—No, Kennit —dijo con suavidad—. No hasta que me des tu palabra de que mañana nos llevamos a las serpientes al norte. Ese el precio que tendrás que pagar si quieres que te ayude hoy.

—De acuerdo. —Kennit no quiso pensar en la mentira que acababa de soltar. La Vivacia lo conocía demasiado bien. Si se paraba a considerar el modo en que debía responder a su pregunta, el mascarón de proa sabría que no estaba siendo sincero con él—. Tienes mi palabra, Vivacia. Si esto es tan importante para ti, también lo es para mí.

El mañana, como le había dicho, ya se ocuparía de restablecer el equilibrio de las cosas. Ya se preocuparía él entonces de las consecuencias del hoy. Observó el avance de la nave jamaillia que se había desmarcado del resto. No tardaría mucho más en llegar a la altura de la Vivacia.

***

—¿Ves algo? —le preguntó Jek.

Althea, que tenía la frente apoyada en el ventanuco, no le contestó. Por mucho que la habitación hubiera cambiado, no podía tocar esa diminuta ventana sin que le recordara a su padre. ¿Qué pensaría su padre de ella ahora? Se sentía embargada por la vergüenza. Esta era su nao familiar, y aquí estaba ella, escondida en los bajos fondos mientras un pirata negociaba en la cubierta.

—¿Qué estará pasando ahí arriba? —se preguntó en voz alta—. ¿Qué les estará diciendo?

Se abrió la puerta y entró Wintrow, con las mejillas enrojecidas por el azote del viento. Empezó a hablar de inmediato.

—Los jamaillios nos están impidiendo el paso. Kennit se ha presentado a sí mismo como rey de las islas Piratas y les ha pedido el paso. Se han negado. Ante la negativa, Kennit ha replicado que el sátrapa viajaba a bordo de su nao, y que la satrapía había legitimado su título de rey de las islas Piratas. Se han burlado de él, diciéndole que el sátrapa estaba muerto. Kennit les ha contestado que el sátrapa estaba muy vivo, y que pretendía llevárselo a Jamaillia para restaurar su figura en el trono. Han pedido pruebas. Les ha gritado que no les gustarían nada las pruebas que podría ofrecerles. Luego, le han ofrecido la libertad de paso con la condición de que les entregara al sátrapa. A lo que ha contestado que no estaba loco. Ahora, los jamaillios que estaban llevando a cabo las negociaciones se han retirado. Kennit les ha dicho que podían tomarse un tiempo para pensar, pero que no se les ocurriera dar un paso al frente. Todos están a la espera del siguiente movimiento.

—Esperas y más esperas. —Althea puso el énfasis en aquella palabra—. No creo que se quede sentado esperando a que la flota jamaillia nos rodee. La única salida posible es la huida. —Luego fijó la vista en el sátrapa—. ¿Es verdad lo que dice Kennit? ¿Has legitimado su autoproclamada condición de rey? ¿Cómo has podido ser tan estúpido?

—Resulta complicado de explicar. —Malta se aventuró a dar una explicación mientras el sátrapa fulminaba a la mujer con la mirada—. Negarse habría sido mucho más estúpido. —En un tono más bajo, añadió—: Aproveché la única esperanza que teníamos de sobrevivir. Pero no espero que lo entiendas.

—¿Cómo podría hacerlo? —replicó Althea—. Sigo sin explicarme cómo llegaste aquí, y más aún con el sátrapa de Jamaillia. —Cogió aire y allanó el tono—. Ya que no nos queda más remedio que permanecer encerrados aquí, porqué no me lo cuentas. ¿Cómo llegaste a abandonar el Mitonar?

Malta no quería ser la primera en tomar la palabra. Wintrow captó su reticencia gracias a una mirada de reojo que le echó al sátrapa. Althea no se percató de nada. A su tía nunca se le habían dado bien las sutilezas. Frunció el ceño ante el silencio de Malta, y esta solo se sintió aliviada cuando Wintrow interfirió en el diálogo.

—Yo fui el primero en abandonar el Mitonar. Althea sabe algo de aquello por lo que he pasado. Pero Malta, en cambio, no sabe nada. Althea tiene razón. Ya que no nos queda más remedio que esperar, no perdamos el tiempo. Yo seré el primero en contaros mis viajes. —Tenía la mirada triste y avergonzada cuando añadió—: Sé que estás ansiosa por escuchar alguna noticia sobre tu padre. Me gustaría poder contarte más de lo que sé.

Se sumergió en un honesto pero breve relato de lo que le había sucedido. A Malta le costó creerse la parte en la que contó que se había hecho tatuar el rostro por orden de su padre. ¿Qué había pasado entonces con el tatuaje? Se mordió la lengua para retener el impulso de llamarlo mentiroso. El cuento sobre la desaparición de su padre era tan increíble como su historia de que había sido rescatado por una serpiente. Cuando explicó como la nao lo había curado y eliminado su cicatriz, Malta se mostró escéptica, pero guardó silencio.

Una ojeada al rostro de Althea evidenciaba que no había escuchado el relato completo de las aventuras de Wintrow. Al menos ella parecía perfectamente dispuesta a creer que Kyle Haven había estado dispuesto a todo. Cuando Wintrow mencionó la desaparición de su padre por obra de Kennit, se limitó a sacudir la cabeza. Jek, la imponente mujer de los Seis Ducados, los escuchaba con atención, como si disfrutara escuchando buenas historias. Entretanto, detrás de Malta, el sátrapa comía y bebía sin preocuparse de los demás. Antes de que Wintrow hubiera terminado de hablar, el sátrapa se había agenciado el camastro y se había tumbado de cara a la pared. Cuando Wintrow se quedó sin nada que decir, Althea giró la vista hacia Malta y aguardó, expectante. Pero Malta sugirió:

—Será mejor que mantengamos un orden. Tú fuiste la siguiente en abandonar el Mitonar.

Althea se aclaró la garganta. El sencillo relato de Wintrow le había llegado más hondamente al alma de lo que estaba dispuesta a mostrar. Ahora entendía mejor algunas de las decisiones tomadas por el muchacho. Ojalá lo hubiera dejado hablar antes. Le debía una disculpa. Más tarde. A pesar de todas las cosas por las que había pasado estando con Kennit, no había duda de que estaba del lado del hombre. Eso no era perdonable, pero al menos sí comprensible. Se dio cuenta de que lo estaba observando en silencio. El muchacho se había puesto rojo. Althea desvió la mirada e intentó organizar sus propios pensamientos. Había demasiadas cosas que no quería compartir con estos jóvenes. ¿Le debía a Malta la verdad sobre su relación con Brashen? Decidió que le contaría los hechos, pero desnudos de sentimientos. Sus sentimientos solo le pertenecían a ella.

—Malta se acordará del día en el que abandoné el Mitonar a bordo del Paragon. La nao se dejaba manejar bien, y navegamos estupendamente durante los primeros días, pero...

—Espera —Wintrow se atrevió a interrumpir a su tía—. Vuelve atrás, hasta la última vez que nos vimos, y cuéntanos lo que te ha pasado a partir de ahí. Me gustaría escucharlo todo desde el principio.

—Muy bien —le concedió Althea con brusquedad.

Se quedó mirando un momento al círculo de cielo que se veía a través del ventanuco. Wintrow pudo verla decidir cuánto quería compartir con ella. Cuando tomó la palabra, contó cosas de un modo desnudo de sentimientos, volviéndose aún más desapasionada a medida que se iba acercando a los sucesos más recientes. No miró a Wintrow en ningún momento, sino que le contó directamente a Malta el hundimiento del Paragon con todos sus tripulantes a bordo, Brashen incluido. Le habló también de la violación, en un tono frío y plano. Wintrow se sintió conmocionado al advertir la expresión de comprensión y odio en los ojos de Malta, y bajó la mirada. No la interrumpió en ningún momento. Guardó silencio hasta que ella dijo:

—Evidentemente, aquí todo el mundo me toma por una loca. Kennit los ha impresionado con sus maneras de caballero. Hasta mi propia nao duda de mí.

A Wintrow se le secaron la garganta y la boca.

—Yo no dudo de ti, Althea.

Aquellas palabras fueron de las más duras que habría de pronunciar jamás.

Althea le lanzó una mirada que casi le rompió el corazón.

—Nunca me defendiste —lo acusó.

—No habríamos ganado nada con ello. —Incluso a él, sus palabras le parecieron las de un cobarde. Bajó la mirada y dijo honestamente—: Te creo porque Etta me dijo que te creía. Por eso abandonó la nao. Porque no podía soportar la idea de tener que ser testigo de lo que Kennit había hecho. Gracias a Sa, yo pude quedarme, pero tuve que mantener la boca cerrada.

—¿Por qué? —la pregunta no salió de la boca de su tía sino de la de su hermana.

Se obligó a sí mismo a sostenerle la mirada a Malta.

—Conozco a Kennit—se encontró diciendo a sí mismo. La verdad que estaba admitiendo ahora le causaba un profundo dolor—. Ha hecho cosas buenas, e incluso cosas grandes. Pero una de las razones por las que ha podido hacerlas ha sido que nunca se ha dejado atar a ninguna regla. —Sus ojos miraron primero el rostro escéptico de Malta y después el rostro helado de Althea—. Ha hecho mucho bien —dijo con suavidad—. Y yo quise ser parte de eso. Así que lo seguí allá donde fue. Y cerré los ojos a todas las cosas horribles que iba haciendo. Me volví un experto en ignorar aquellas cosas que escapaban a mi capacidad de comprensión. Hasta tal punto que, cuando el demonio se abatió sobre mi propia familia, tampoco pude admitirlo en voz alta —bajó la voz hasta susurrar—: Incluso ahora, el hecho de tener que admitirlo me obliga a aceptar... que yo también he tomado parte en el asunto. Esto es lo que me resulta más difícil de aceptar. Quería compartir la gloria que acumulaba por todas las cosas buenas que hacía. Pero, si las reclamo como algo mío, también...

—No puedes jugar con la mierda sin ensuciarte también tú —intervino Jek, sucintamente, desde una esquina. Se incorporó para posar una de sus enormes manos sobre la rodilla de Althea—. Lo siento —dijo, sencillamente.

Wintrow se estaba dejando consumir por su vergüenza.

—Yo también lo siento, Althea. Lo siento mucho. No solo lo que te hizo, sino también el sufrimiento generado por mi silencio.

—Tenemos que matarlo —prosiguió Jek, cuando vio que ni Althea ni Malta tomaban la palabra—. No veo otra alternativa.

Durante un terrible instante, Wintrow pensó que estaba hablando de él. Althea sacudió la cabeza despacio. Tenía los ojos llenos de lágrimas, pero no las dejó caer.

—He pensado acerca de todo esto. Al principio, yo tampoco pude encontrar otra solución. Lo haría en cuanto se me presentara la ocasión, si no me arriesgara a dañar a la nao con esa jugada. Antes de que pueda dar este paso, la Vivacia tiene que darse cuenta de cómo es Kennit. ¿Estáis dispuestas a ayudarme con esto? ¿A hacer que la Vivacia vea cómo es en realidad?

Wintrow levantó la barbilla.

—Es mi deber. No hacia ti, ni hacia la nao. Sino hacia mí mismo. Me debo esa honradez a mí mismo.

—¿Y qué pasa con padre? —preguntó Malta, con un hilillo de voz—. Te ruego que lo tengas en consideración, Althea. Si no lo haces por sus hijos, hazlo al menos por tu hermana Keffria. Pienses lo que le pienses de Kyle, no comprometas su regreso, por favor. Manten tus manos alejadas de Kennit al menos hasta entonces.

De repente, un sonido sordo y prolongado recorrió a la nao. Althea lo escuchó con sus oídos, pero se le estremecieron hasta los huesos. Si conseguía agarrar el sentido de aquello sería a través de su piel, que se le había erizado con el paso de aquella sensación auditiva. Se olvidó de todo el resto y se concentró en ella.

—Es la Vivacia —dijo Wintrow, innecesariamente.

Malta alzó la vista en la distancia.

—Está llamando a las serpientes —dijo, con suavidad.

Althea se quedó mirando fijamente a Malta, al igual que Wintrow. Tenía los ojos muy abiertos y muy oscuros.

El silencio que sobrevino fue perturbado por un largo ronquido proveniente del camastro del sátrapa. Malta se sobresaltó, como si acabara de despertarse, y se echó a reír suavemente.

—Me parece que voy a poder empezar a hablar libremente, sin interrupciones, correcciones, o acusaciones de traición.

Para la sorpresa de Althea, Malta se echó a llorar, y se le corrió toda la pintura que le quedaba en el rostro. Luego se quitó los guantes, dejando a la vista sus manos escaldadas y enrojecidas. Se deshizo el turbante y tiró el pañuelo al suelo. Una enorme brecha de un color rojo encendido empezaba en su ceja y se hundía detrás de la primera línea de cabello.

—Empecemos por el principio —se ordenó a sí misma, con una voz dura y desprovista de esperanza—. Y después hablaré... —De repente, se le quebró la voz—. Hay mucho que contar. Lo que me ha ocurrido personalmente es lo menos importante de todo. El Mitonar ha sido arrasado. La última vez que lo vi, había humo por todas partes y se estaba librando una auténtica batalla campal.

Althea observó a su sobrina mientras hablaba. Malta no omitió ningún detalle de su relato, pero habló muy rápidamente. Aunque su tono de voz era suave, las palabras le iban cayendo de los labios. Althea sintió resbalar lágrimas por sus mejillas cuando se enteró de la muerte de Davad Restart. Ella misma quedó sorprendida de la intensidad de su reacción, pero lo que vino después la chocó todavía más. De repente, los rumores acerca de los disturbios en el Mitonar se convirtieron en una desgracia personal. Cuando entendió que Malta no tenía ni idea de si su abuela o Selden seguían con vida, se quedó devastada.

Malta habló del Mitonar y de Casárbol con distancia, como si fuera una anciana contando historias inverosímiles de su juventud perdida. Le contó a su hermano, sin ningún tipo de emoción, que su familia la había prometido a Reyn Khuprus, que los Vestrit habían huido a Casárbol cuando el Mitonar había caído, que su curiosidad la había llevado hasta las entrañas de la ciudad enterrada, y que un terremoto casi había acabado con su vida. En otro tiempo,

Malta habría aportado todo lujo de detalles extravagantes a su relato. Ahora, en cambio, se conformaba con contarlo. Cuando Malta habló de Reyn, Althea sospechó que el joven de los Territorios Pluviales se había ganado el corazón de su sobrina. Pensó, para sus adentros, que Malta era demasiado joven como para tomar ese tipo de decisiones.

A medida que Malta iba avanzando en su historia, bajaba el tono y hablaba lo más deprisa que podía, especialmente en todo lo referente al sátrapa. Althea comprendió que su sobrina miraba al mundo con ojos de mujer. Sus experiencias a bordo de la galera le dejaron la piel de gallina. Malta se rió siniestramente al contar como su rostro desfigurado la había salvado de recibir un peor trato. Para cuando Malta hubo terminado, Althea detestaba al sátrapa, pero comprendía el valor que la muchacha le otorgaba. Dudaba de que fuera a cumplir las promesas que le había hecho, pero le impresionaba que, incluso en momentos de peligro, Malta hubiera seguido pensando en su familia y hecho por ellos todo lo que estaba en sus manos.

Estaba claro que la muchacha había madurado. Althea recordó, avergonzada, que había llegado a sentir que Malta solo maduraría a base de sufrimiento. Era indudable que había madurado, pero el coste que había pagado había sido alto. La piel de sus manos parecía tan rugosa como las patas de un pollo. Tenía una cicatriz monstruosa en la cabeza, que resultaba tan chocante por su color como por su tamaño. Pero, más allá de la deformidad física, sintió que tenía la cabeza bien amueblada. Los elaborados sueños románticos de la niña se habían transformado en le determinación de la mujer por sobrevivir. Althea sintió aquello como una pérdida.

—Al menos ahora estás de vuelta entre nosotros —le ofreció Althea cuando Malta hubo terminado.

Tenía ganas de decir: «a salvo con nosotros», pero Malta ya no era una niña a la que se pudiera tranquilizar con mentiras piadosas.

—Me pregunto por cuánto tiempo —contestó Malta, tristemente—. Tengo que seguirlo allá donde vaya, hasta que me asegure de su restauración en el trono, para que pueda cumplir con su palabra. De lo contrario, todos mis esfuerzos habrán sido vanos. Por otro lado, si os abandono aquí, quién sabe si volveré a veros. Además, Althea tiene que encontrar una manera de bajar de esta nao y de alejarse de Kennit.

Althea sacudió la cabeza y esbozó una sonrisa triste.

—No puedo dejar a mi nao con él, Malta —dijo, tranquilamente—. Pase lo que pase.

Malta se dio la vuelta. La barbilla le tembló durante un instante pero, cuando habló, consiguió imprimirle firmeza a su voz.

—La nao. Siempre la nao, desmembrando a la familia y exigiendo sacrificios. ¿Os habéis preguntado alguna vez lo distintas que serían nuestras vidas si nuestra tatarabuela no hubiera ligado nuestras vidas a esta cosa?

—No. —La voz de Althea se volvió fría. No pudo evitarlo—. No le guardo rencor por nada de lo que ha sucedido.

—Te ha convertido en su esclava —observó Malta amargamente—. Te ha apartado del resto del mundo.

—Oh, no. Nada de eso. —Althea intentó encontrar las palabras adecuadas para expresarlo—. En ella descansa mi verdadera libertad.

Pero ¿lo hacía realmente? En otro tiempo, esas palabras habían sido ciertas, pero ahora la Vivacia había cambiado. La nao y ella ya no se completaban la una a la otra. Una diminuta parte de su mente la traicionó al recordar el día robado junto con Brashen en Mentecacia. Si Brashen aún estuviera vivo, ¿sería capaz de sostener este mismo discurso? ¿O se aferraba a la Vivacia porque era lo único que le quedaba?

De repente, toda la nao vibró con los sonidos emitidos por las serpientes.

—Ya vienen —susurró Malta.

—Sería mucho más seguro para todos que te quedaras aquí —les anunció Wintrow—. Voy a ver qué es lo que está pasando.

***

Kennit estaba de pie, en la cubierta superior, aliviado al fin al ver que las serpientes estaban viniendo. Se había arriesgado a amenazar a la flota jamaillia con una ataque de las serpientes sin tener la certeza en ningún momento de que lo ayudarían. La estrategia de concederles tiempo a los jamaillios para que convinieran su siguiente movimiento no servía en realidad a otro fin que el de darle un poco de margen a la Vivacia para que pudiera convencer a las serpientes. Cuando la Vivacia los había llamado por primera vez, las aguas que rodeaban la nao habían empezado a llenarse de serpientes, pero habían desaparecido de repente y, durante un rato, Kennit había temido que lo hubieran abandonado. La nave jamaillia que había hecho de avanzadilla se había reincorporado a su flota, y botes procedentes de las otras naves convergieron en él. Kennit se estaba quedando sin tiempo. Allí, a escasa distancia, mientras esperaba dócilmente sobre su cubierta soportando el azote del viento, había hombres discutiendo de la mejor estrategia para aplastarlo.

Unos minutos después, los botes volvieron a sus naves.

No se atrevió a preguntarle a la Vivacia lo que estaba sucediendo. Su tripulación estaba a la espera, preparada para actuar. Casi se podían palpar sus ansias. Kennit sabía que los piratas estaban esperando que, en cualquier momento, las serpientes se abalanzaran sobre la flota jamaillia. Desde la distancia, verían surgir súbitamente toda una maraña de serpientes y oirían sus gritos agudos. Pero no estaba sucediendo nada de eso. Pronto tendría que tomar una decisión: permanecer y enfrentarse a las naves jamaillias, o huir. Si huía, era probable que la flota le diera caza. Incluso en el caso de que no creyeran que tenía al sátrapa en su poder, le tenían tantas ganas que no podrían resistirse. Sus continuos actos de piratería y el hecho de que hubiera terminado con la trata de esclavos los había irritado a todos.

De repente, cuando ya casi habían dejado de esperarlo, una alfombra de cabezas de serpiente rodeó a la Vivacia, y la tripulación se deshizo en exclamaciones de deleitación. Se pusieron a hablarle a la nao, y esta les contestó en su idioma. Después de ese primer momento, le echó una ojeada a Kennit. El capitán pirata se aproximó a ella para poder escuchar mejor sus dulces palabras.

—Están divididas —le avisó la Vivacia tranquilamente—. Algunas de ellas alegan estar demasiado débiles, y querer conservar sus últimas fuerzas para el viaje. Pero hay otras que están dispuestas a ayudarte por última vez. Eso sí, si no las llevamos al norte mañana, todas nos abandonarán. Si no mantengo mi palabra... —Marcó una pausa, antes de resumir brevemente—: Algunas hablan de matarme antes de marchar. Se les ha metido en la cabeza que podrían desmembrarme y sacar algún provecho de mis recuerdos devorando mi tronconjuro.

Jamás se le había ocurrido que las serpientes pudieran volverse en contra de la Vivacia. Si lo hacían, sería incapaz de salvarla. Tendría que huir a bordo de la Marietta, y esperar que las serpientes no los persiguieran.

—Mañana las llevaremos al norte —le confirmó el pirata.

La Vivacia murmuró algo parecido a un asentimiento.

Kennit se paró a pensar durante un breve instante. Si tenía que perder el control de esta arma, la utilizaría una última vez de una manera que los elevara a todos al nivel de la leyenda. Acabaría con el poder marítimo de Jamaillia mientras aún podía hacerlo.

—Atacadlos —ordenó, sin imprimirle ninguna emoción a su voz—. Ensañaros con ellos hasta que os diga lo contrario.

Sintió dudar a la Vivacia durante un momento. Luego, levantó los brazos y cantó con esa voz tan inhumana con la que solía atraer a las serpientes. Las cabezas melenudas se giraron hacia las embarcaciones jamaillias y se quedaron mirándolas. En cuanto se hizo el silencio, las serpientes salieron disparadas como flechas vivientes apuntando a sus dianas.

Las serpientes brillaban y lanzaban mil destellos hacia las naos, que seguían acercándose a ellos. Solo un tercio de las serpientes se lanzó al ataque. Las demás se quedaron alrededor de la nao, formando una impresionante, pensó Kennit, guardia de honor. Se dio cuenta de que Wintrow estaba detrás de él.

—Esta vez no he querido enviarlas a todas. No quisiera arriesgarme a que hundieran estas naves, como hicieron con el Paragon.

—Y también es más seguro para las serpientes —remarcó Wintrow—. Al estar más dispersas, será más difícil que las alcancen con sus proyectiles.

Eso no se le había ocurrido. Kennit observó la formación de serpientes. Puede que fuera el único en notar que ya no se movían tan rápido como antes, o que no nadaban con tanto entusiasmo. Incluso los colores de sus escamas brillaban menos. Todo parecía indicar que las serpientes le fallarían. Cuando paseó su mirada sobre las serpientes que habían permanecido alrededor de la nao, se confirmaron sus miedos. Los ojos y las escamas que lo habían deslumhrado con sus brillos estaban más apagados que nunca. A una serpiente de color granate no le quedaban más que colgajos en el cuello. Era como si hubiera intentado arrancarse la piel y no lo hubiera conseguido del todo. No era relevante, se dijo a sí mismo. No era relevante. Después de librar esta batalla final, no las necesitaría. Después de todo, había llevado sin ningún problema sus actividades piratas antes de su alianza con las serpientes. Podría volver a hacerlo.

Las cubiertas de las naves jamaillias empezaron a bullir de actividad cuando sus marineros prepararon las máquinas de guerra para atacar a las criaturas que estaban a punto de echárseles encima. De repente, los gritos de los humanos empezaron a mezclarse con las llamadas de las serpientes. Las naves más pequeñas soltaron ráfagas de flechas. Las naves más grandes utilizaron sus catapultas, y las rocas volaron sobre las aguas centelleantes antes de hundirse estruendosamente. Fue un milagro que el primer tiro alcanzara a una serpiente. Un coro triunfal se elevó de una de las naves jamaillias. La criatura herida, una enorme serpiente verde, empezó a emitir gritos agudos de dolor. Al oír sus gritos, las demás serpientes se acercaron a ella. Su enorme cuerpo, que flotaba sobre las aguas, iba soltando hilillos de plata mientras seguía gimiendo.

—Rompedle la espalda —susurró Wintrow, ásperamente.

Había fruncido el ceño, y observaba a la serpiente con lástima.

El mascarón de proa emitió un gemido sordo, y hundió la cabeza entre las manos.

—Es culpa mía —murmuró—. ¿Es posible que haya vivido tanto y llegado tan lejos para morir así? Es culpa mía. Oh, Tellur, lo siento tanto.

Antes de que la serpiente verde se hundiera en las profundidades, el resto de la maraña deshizo su formación alrededor de la Vivacia. La ola de criaturas surcó las aguas, decididamente, hacia la flota de naves jamaillia. Las tripulaciones de las embarcaciones amenazadas trabajaban sin descanso, soltando y recargando las catapultas. Las serpientes habían dejado de rugir. El viento transportó los gritos de los humanos despavoridos. Kennit percibió que Wintrow estaba conteniendo la respiración. Un profundo murmullo se elevó desde atrás. Kennit echó una ojeada por encima de su hombro. Todos sus tripulantes habían detenido sus tareas. Se habían quedado hipnotizados por la anticipación de la masacre que estaba a punto de tener lugar.

No serían decepcionados.

Las serpientes habían rodeado a la nave que había acertado su tiro. Las serpientes de largo cuello le recordaron a los tentáculos de una anémona de mar. Envolvieron a la nave en sus venenos y rugidos. Las velas empezaron a derretirse sobre los mástiles, y los aparejos se vinieron abajo. Los gritos agudos de la tripulación acompañaron brevemente a los rugidos de las serpientes. Luego, las serpientes más grandes se tiraron sobre la cubierta. Las estructuras de madera no pudieron soportar el peso y los latigazos de las colas de las serpientes, y la nave terminó por partirse.

Kennit escuchó, desde atrás, exclamaciones de horror y sobrecogimiento. Al propio capitán pirata no le costó imaginarse vividamente a la Vivacia en el lugar de esa nave.

Mientras abandonaban a la pobre víctima de las serpientes, las naves jamaillias siguieron lanzado piedras. Después de cazar y devorar a la tripulación de la nave agresora, las serpientes desviaron su atención hacia el resto de las embarcaciones. Algunas naves intentaron huir, pero ya era demasiado tarde para eso. Las serpientes adoptaron la forma de un nido de algas para rodear a la flota. Como los esfuerzos de las criaturas estaban ahora divididos, los resultados no se apreciaban de inmediato. Las serpientes rociaron de veneno a las naves. Algunas de las de mayor tamaño las embistieron. Una de las naves perdió sus velas. Otra serpiente fue alcanzada. Rugió furiosamente, y se abatió sobre la nave antes de hundirse, sin vida, en las aguas. Esa nave se convirtió en el blanco en el que concentraron su furia las serpientes supervivientes.

—Diles que vuelvan —suplicó Wintrow, en voz baja.

—¿Por qué? —le preguntó Kennit, para avivar la conversación—. Si estuviéramos a su merced, ¿crees que de repente sentirían lástima por nosotros?

—¡Vivacia, por favor! ¡Diles que vuelvan! —le gritó Wintrow a la propia nao.

La Vivacia sacudió despacio su enorme cabeza. A Kennit se le encogió el corazón al comprobar la lealtad que le profesaba la nao, pero luego, con un murmullo que solo iba dirigido a Kennit y a Wintrow, cercenó el sueño del pirata.

—No puedo. Están fuera de control. Están frenéticas, y solo se dejan guiar por la desesperación y la sed de venganza. Tengo miedo de que, una vez que hayan terminado, se vuelvan sobre mí.

Wintrow palideció.

—¿Deberíamos escapar? ¿Podemos despistarlas?

Kennit sabía que no podrían. Eligió afrontar la situación con valentía. Bueno, al menos nadie le sobreviviría, así que no se contarían historias sobre su derrota. Le dio una palmada en el hombro a Wintrow.

—Cree en la suerte, Wintrow. Cree en la suerte. Todo irá bien. Sa no me trajo hasta aquí para dejarme perecer a manos de un puñado de serpientes. —De repente, se le ocurrió una idea—. Dile a Sorcor que me mande a Etta de vuelta desde la Marietta.

—¿Ahora? ¿En medio de todo esto? —Wintrow se había quedado horrorizado.

Kennit se echó a reír.

—¿No te gusta la idea, verdad? Me dijiste que Etta tenía que estar a mi lado. He decidido que estabas en lo cierto. Debería estar junto a mí, y más en un día como este. Avisa a Sorcor.

***

Diminutas naves chalazas estaban acosando a una embarcación mercante, en el mar que se extendía por debajo de ellos.

—¿Quieres que les demos su merecido? —sugirió Tintaglia, con un sonido sordo.

—No, por favor —le contestó Reyn. Las profundas heridas que tenía en el pecho hacían que cada respiración le resultara dolorosa.

Lo último que quería era ser sacudido entre sus garras mientras destrozaba las naves chalazas. Reyn sintió que la dragona se estaba consumiendo de ansia, pero no se tiró en picado sobre las naves.

—¿Has oído eso? —le preguntó al hombre.

—No. ¿El qué? —preguntó Reyn.

En lugar de contestar, las enormes alas empezaron a batir con energía. El océano y las naves se alejaron de él a una velocidad vertiginosa. Cerró los ojos, mientras la dragona seguía elevándose por los aires. Cuando se atrevió a abrirlos de nuevo, el océano, ahí abajo, no era más que una alfombra azul, y las islas juguetes dispersos. No conseguía respirar.

—Por favor —imploró, entre jadeos.

La dragona no le contestó. En lugar de eso, se metió en una corriente fría y se dejó transportar por ella. Reyn cerró los ojos y aguantó como pudo.

—¡Allí! —gritó de repente la dragona.

Reyn no encontró aire suficiente para poder preguntarle a qué se refería. Tintaglia ladeó su cuerpo y empezó a descender de las alturas con la misma rapidez con la que había ascendido a ellas. El gélido viento le helaba hasta los huesos. Justo cuando empezaba a pensar que era imposible encontrarse peor de lo que estaba, Tintaglia emitió un grito que sonó como un chirrido agudo. El sonido retumbó en sus oídos y el chillido mental del triunfo penetró en su diminuta alma humana.

***

—¡Míralos! ¡Allí están!

—¡Ha pasado algo! —les anunció Althea a sus compañeros de habitación—. Las serpientes han dejado de atacar. Todas han girado la cabeza.

A través del ventanuco, podía ver un pequeño fragmento de la batalla, y eso le bastaba para juzgarla entera. De las cinco naves que veía, todas habían recibido daños. En una de ellas, las velas se habían desplomado sobre la cubierta y se veía poca actividad. Jamás volvería a ver el puerto. Las serpientes habían quebrado la formación jamaillia y obligado a las naves a dispersarse, para que cada una de ellas tuviera que luchar por su cuenta. Ahora, las serpientes habían cesado repentinamente sus ataques y se habían quedado mirando al cielo con sus enormes ojos brillantes.

—¿Qué pasa? —preguntó Malta, ansiosa, mientras se levantaba.

Jek abandonó su puesto de vigilancia en la puerta.

—Déjame ver —le pidió a Althea, mientras se acercaba al ventanuco.

Althea se apartó y se quedó en medio de la habitación. Miró hacia arriba, en busca de una viga de tronconjuro sobre la que posar sus manos.

—Ojalá tuviera un vínculo más estrecho con la Vivacia. Ojalá pudiera mirarla a los ojos como hacía antes.

—¿Qué siente? ¡Espera! ¿Adonde están yendo las serpientes? —preguntó Jek.

—Siente demasiadas cosas. Miedo, y ansiedad, y pena. ¿Se están marchando las serpientes?

—Están yendo hacia alguna parte —contestó Jek. Se apartó del ventanuco mientras suspiraba con impaciencia—-. ¿Por qué tenemos que quedarnos aquí? Salgamos a la cubierta a ver lo que está pasando.

—Ya me gustaría a mí —le contestó Althea sombríamente.

—Wintrow dijo que estaríamos más a salvo aquí —les recordó Malta.

De repente, se llevó las manos a la cabeza, como si el mero hecho de pensar en salir a la cubierta le produjera dolor.

—No creo que Kennit pensara que las cosas iban a suceder de esta manera —contestó Althea, para reconfortarla—. Creo que deberíamos salir ahí fuera y enterarnos de lo que está sucediendo.

—¡Exijo que todo el mundo permanezca aquí! —gritó de repente el sátrapa. Se sentó, con el rostro encendido de ira—. ¡No dejaré que me abandonéis! Como subditos míos que sois, me debéis lealtad. Tenéis que quedaros aquí para protegerme en caso de que sea necesario.

Una sonrisa torció la boca de Jek.

—Lo siento, hombrecito, pero no soy tu subdita. Pero es que, aunque lo fuera, seguiría subiendo a la cubierta. Ahora bien, si te decides a venir con nosotros, te vigilaré las espaldas.

Malta apartó las manos de su rostro. Inspiró profundamente por la boca antes de anunciar:

—Tenemos que subir a la cubierta. ¡Ahora mismo! ¡Está llegando Tintaglia! La dragona está llamando a las serpientes.

—¿Qué? ¿Una dragona? —preguntó Althea con incredulidad.

—Puedo sentirla. —La voz de Malta se tiñó de esperanza. Saltó sobre sus pies y sus ojos oscuros se volvieron aún más grandes—. Puedo sentir a la dragona. ¡Y oírla! Igual que tú puedes saber cosas a través de la nao. No dudes de mí, Althea. Te estoy diciendo la verdad. —Luego palideció, y su esperanza se transformó en angustia—. Y Reyn está con ella. Ha hecho todo este camino para reunirse conmigo. ¡Conmigo! —Se tapó la boca con una mano y se le arrugó el rostro.

—No te asustes —le dijo Althea, amablemente.

La muchacha se hundió en su silla. Sus dedos recorrieron la cicatriz que le partía la ceja. Enseguida apartó las manos, como si quemara, y se quedó mirando sus dedos, que parecían más bien garras.

—No —murmuró—. No es justo.

—¿Pero qué pasa con ella? —preguntó el sátrapa desdeñosamente—. ¿Está enferma? Si está enferma, quiero que os la llevéis de aquí.

Althea se arrodilló junto a su sobrina.

—¿Malta? —¿Qué le preocupaba a la chica?

—Para.

La entonación estuvo mucho más cerca de la orden que de la petición Malta se esforzó por ponerse de pie. Se movía como si hubiera estado hecha de piezas separadas, que no encajaban muy bien las unas con las otras. Sus ojos parecían no tener vida. Cogió su pañuelo de la mesa, lo miró, y lo dejó caer de sus dedos.

—Qué más da. —Su voz sonaba distante, imparcial—. Así es como soy ahora. Pero...

Dejó morir su pensamiento antes de pronunciarlo. Caminó hacia la puerta como si estuviera completamente sola. Jek se la abrió para que pudiera pasar. La mujer de los Seis Ducados le dedicó una mirada interrogante a Althea.

—¿Vas a venir?

—Claro —murmuró Althea.

Comprendió de repente lo que su madre debía de haber sentido a lo largo de todos estos años en los que siempre les había deseado lo mejor a sus hijas, pero sin poder hacer nada por que fueran realmente felices. Era una sensación angustiosa.

—¡Alto! ¿Y qué pasa conmigo? No podéis dejarme aquí, desatendido —protestó el sátrapa, con enfado.

—Pues date prisa, hombrecillo, o te quedarás atrás —le dijo Jek.

No obstante, Althea observó que le aguantó la puerta.

***

Kennit observaba la escena siendo consciente de estar boquiabierto, pero sin poder remediarlo. Había visto, por el rabillo del ojo, que la Vivacia estaba igual que él. Había, además, juntado las manos sobre su pecho, como si estuviera rezando. Detrás de él, Wintrow sí que rezaba, y no para pedir clemencia, como abría podido esperar Kennit, sino para celebrar la gloria de Sa con un alegre ántico. El muchacho parecía estar en trance.

—Los milagros, la gloria, están en ti, creador Sa.

No habría sabido decir si Wintrow era consciente de estar pronunciando esas palabras, o de si la inspiración le había venido súbitamente de la criatura que volaba por encima de ellos.

La dragona volvió a girar en círculo, y sus escamas azuladas emitieron reflejos de plata cuando los pálidos rayos de sol invernales le acariciaron los flancos. Chilló de nuevo. Cuando la dragona habló, Kennit sintió la respuesta de la Vivacia. La nao se estremeció de anhelo, y aquella sensación infectó también a Wintrow. La Vivacia ansiaba poder volar con esa libertad, elevarse, caer en picado, y planear en círculos por donde quisiera. Así, la nao cobró conciencia de todo lo que no era, y que nunca sería. La desesperación se extendió como un veneno por su cuerpo.

Las serpientes habían dejado de atacar a las naves jamaillias, y pululaban ahora por mar abierto. Algunas de ellas estaban muy quietas, con el cuello erguido, y los enormes ojos girando a toda velocidad mientras miraban al cielo. Otras retozaban alegremente en el agua, y se divertían, como si sus juegos fueran a atraer la atención de la dragona. La flota jamaillia no había desaprovechado esa oportunidad. Apenas una hora antes, se estaban precipitando hacia una muerte segura; ahora, en cambio, aún podían agarrarse a la vida. Una de las naves de menor tamaño se estaba hundiendo. Sus tripulantes estaban siendo rescatados por otra embarcación. En otras cubiertas, los hombres intentaban organizar el caos y el desastre. Se deshacían de las marañas de aparejos y velas que consideraban irrecuperables. Aun así, a pesar de todo lo que habían soportado, los hombres no dejaban de gritar y de apuntar hacia la dragona mientras se retiraban.

***

Etta se agachó todo lo que pudo en el bote que Sorcor había preparado. Su mirada fue de los juegos de las serpientes al vuelo en círculos de la dragona. Tenía el rostro pálido, y la mirada fija en Kennit. Los hombres que la acompañaban en el bote remaron con todas sus fuerzas, con las cabezas hundidas entre los hombros.

La dragona estaba descendiendo hacia ellos en espiral. No había duda de que la Vivacia era el eje central de sus movimientos. Kennit vio que llevaba algo entre sus garras. Una presa, quizá, aunque no pudo distinguirla con claridad. ¿Estaría midiendo las dimensiones de la nao antes de atacarla? ¿Aterrizaría en las aguas como una gaviota? Volvió a pasar por encima de ellos, tan cerca que, esta vez, una ráfaga de viento generada por sus alas sacudió las velas de la nao y la hizo tambalearse. Las serpientes marinas empezaron a ulular estridentemente, aumentando el nivel sonoro y de agudos a medida que la dragona iba descendiendo sobre ellos. Luego, cuando pasó por encima del bote de Etta, la dragona dejó caer su carga. Fuera lo que fuera, no falló su objetivo por mucho. La dragona aterrizó sobre el agua, y se puso a batir la alas para permanecer a flote. Rugió, y las serpientes corearon una respuesta. Luego reemprendió el vuelo, mucho más despacio que un momento atrás.

Las serpientes la siguieron. Todas a una detrás de la dragona, como un puñado de hojas de otoño dejándose llevar por una corriente de aire. Las más rápidas lideraron la comitiva; otras, en cambio, siguieron a duras penas la estela de espuma que iban dejando las primeras. Lo que sí era seguro era que todas se estaban marchando. La dragona emitió un largo chillido final mientras se alejaba, llevándose con ella el triunfo de Kennit.

***

Era un hombre, y estaba vivo. Etta le echó un único vistazo cuando cayó en picado al agua. Sus piernas chocaron violentamente contra la inmensidad azul, y se hundió en ella después de salpicar todo a su alrededor. La dragona lo había soltado tan cerca del bote que casi lo había volcado. Etta habría jurado que lo había hecho aposta. El bote osciló salvajemente, a pesar de lo cual Etta se inclinó hacia uno de los extremos y se puso a buscar el cuerpo. ¿Se habría hundido? ¿Saldría a flote?

—¿Dónde está? —gritó—. ¡Mirad a ver si sale a flote!

Pero los hombres que estaban en el bote no le prestaron atención. Al ver que las serpientes se estaban alejando detrás de la dragona, aprovecharon para remar a toda velocidad hacia la Vivacia. En la cubierta principal, entre los tripulantes boquiabiertos y que señalaban con el dedo, tanto Kennit como Wintrow siguieron a la dragona con la vista.

Solo el mascarón de proa compartió el sentimiento de preocupación de Etta. La Vivacia le echó una última mirada de angustia a la dragona. Luego, se puso también ella a escrutar los alrededores del bote. Etta fue la primera en advertir un ligero movimiento bajo las olas y gritar, mientras apuntaba con el dedo:

—¡Ahí, ahí está!

Pero la criatura que emergió de las aguas entre jadeos no era un hombre. Tenía la forma de un hombre, pero sus ojos emitían reflejos cobrizos. Sus rizos oscuros y chorreantes de agua recordaban a las melenas de los seres de la maraña. Cuando vio el bote, tendió una mano en su dirección. Etta se dio cuenta de que su mano brillaba más intensamente que si únicamente hubiera estado mojada. Tenía escamas. Emitió un grito ahogado, y volvió a hundirse. Los remeros que lo habían visto se quedaron horrorizados y se aplicaron aún más en su tarea. Etta se había quedado paralizada mirando el lugar donde en el que la criatura se había hundido.

—¡Subidlo a bordo! ¡Por favor! —chilló una voz de niña.

Etta levantó la vista y vio a una chica elegantemente vestida que se agitaba sobre la cubierta. ¡La compañera del sátrapa no parecía tener más edad que Wintrow!

Luego, la Vivacia apuntó hacia las aguas con un gesto imperativo.

—¡Allí! ¡Allí, inconscientes! ¡Está volviendo a salir! ¡Rápido, rápido, subidlo a bordo!

Por mucho que los remeros, debido a su estado de pánico, hubieran ignorando a Etta, las órdenes del mascarón de proa eran algo completamente diferente. Los rostros pálidos bloquearon sus remos. Luego, cuando el hombre volvió a salir a la superficie, hicieron girar el bote para acercarse a él. La criatura los vio, e intentó alcanzarlos desesperadamente. Trató de abrirse camino hacia ellos, pero se hundió de nuevo, irremediablemente.

—Está acabado —predijo uno de los remeros.

Un instante después, sin embargo, sus manos volvieron a quebrar la superficie de las aguas. Uno de los hombres le tendió su remo. Lo agarró con tanta fuerza que le faltó poco para arrancárselo al remero de las manos. Consiguieron arrastrarlo hasta el bote. Enseguida logró agarrarse a uno de sus extremos. Pero no tenía fuerzas para hacer nada más. Hicieron falta dos hombres para subirlo a bordo. Cuando lo consiguieron, se quedó tendido en el fondo, chorreando agua por todas partes. Intentó respirar. Cuando logró expulsar toda el agua de mar de su nariz, empezó a echar sangre. Parpadeó con sus ojos inhumanos. Etta se había inclinado sobre él. Al principio, pareció que no la había visto. Pero luego vocalizó, sin emitir sonido alguno:

—Gracias.

Su cabeza cayó hacia un lado y se le cerraron los ojos.