—Ya está. Voy a tener que perforarte el lóbulo de la oreja. ¿Te importa?
—Después de todo lo que has hecho, seguro que ni lo noto. ¿Puedo tocarlo antes?
Ámbar posó el enorme anillo en la mano abierta del Paragon.
—Aquí lo tienes. ¿Sabes que podrías abrir los ojos y mirar, verdad? Ya no necesitas sustituir la vista por el tacto.
—Aún no —le dijo el Paragon.
Le habría gustado que no hubieran sacado ese tema. No se veía capaz, en ese momento, de explicarle por qué no quería abrir aún los ojos. Cuando llegara el momento, lo sabría. Sonrió al sentir el peso del anillo en su mano, mientras se deleitaba con sus nuevas sensaciones faciales.
—Es como si hubieras tallado una red de conexiones de tronconjuro en un aro. Con una bolita atrapada en el medio.
—Tu descripción es tan halagadora... —comentó Ámbar, irónicamente—. No pretende más que ser un aro plateado con una gema engarzada en su interior. Se parece a uno de mis pendientes. Levántame, para que pueda llegar al lóbulo de tu oreja.
Cuando le ofreció la palma de su mano a modo de plataforma, Ámbar no dudó en subirse a ella. El Paragon la transportó hasta su oreja, y no se quejó cuando Ámbar le taladró el lóbulo. La remodelación de su rostro no había sido dolorosa en el sentido que los hombres le confieren al dolor. Ámbar se apoyó contra su mejilla mientras trabajaba, protegiéndose de las virutas que iban saltando con cada movimiento del taladro. El aparato emitía un extraño zumbido. Las virutas de tronconjuro caían abundantemente sobre un trozo de tela que Ámbar había colocado para que no se perdieran en las aguas. Al final de cada día de trabajo, el Paragon se los comía. Así, no perdía ninguno de sus recuerdos.
Ya no se escondía de ellos. Madre dedicaba parte de cada día a leerle sus cuadernos de bitácora. Cuando llovía, protegía su cuerpo y los libros bajo un gran trozo de vela. El Paragon no entendía los balbuceos que salían de su lengua truncada, pero eso no tenía importancia. A la hora de leer, se sentaba sobre la cubierta y apoyaba la espalda contra el pasamanos. A través de ella, el Paragon recuperaba algunos de sus más antiguos recuerdos. En esos libros se encontraban ordenadas las observaciones que habían hecho sus capitanes a través de los años. Era igual. Aquellas anotaciones le ayudaban a sacar a la luz sus propios recuerdos.
El taladro le perforó completamente la oreja. Ámbar lo sacó de su tronconjuro y, después de un momento de forcejeo, consiguió colocarle el pendiente y cerrárselo por detrás de la oreja. Luego se alejó un poco del Paragon mientras este se comía las virutas que habían ido cayendo. Tiró ligeramente del aro, y giró la cabeza hacia un lado y hacia otro para acostumbrarse a su peso.
—Me gusta. ¿Me queda bien?
—Oh, sí—suspiró Ámbar, con satisfacción—. Te queda perfecto. Pasó del gris al color rosado, y ahora brilla con tanta fuerza que apenas puedo mirarlo. La gema emite destellos azules y plateados hacia el resto de la red, igual que el mar en un día soleado. Me gustaría que lo vieras.
—Todo a su debido tiempo.
—Bueno, pues ya casi he terminado contigo. Solo me quedan por hacer algunos retoques finales. Pero quiero poder tomarme mi tiempo.
Volvió a acariciarle el rostro con sus manos. Era un gesto extraño, en parte cariñoso y en parte técnico. En efecto, también estaba comprobando si se había dejado alguna irregularidad en la madera. Inmediatamente después de abandonar la isla Llave, Ámbar había salido a la cubierta superior con todas sus herramientas. Luego, sin ningún tipo de preaviso, se había encordado al pasamanos y había descendido hasta la altura del rostro del Paragon. Le había tomado medidas con tiza, y no había dejado de murmurar en ningún momento. Cuando Madre había acudido al pasamanos, la había interrogado con sus balbuceos.
—Le estoy reparando los ojos. Y transformándole el rostro, porque me lo ha pedido. Tengo un esbozo en la maleta. Échale un ojo si quieres.
Mientras hablaba, Ámbar había saltado hasta el pecho del Paragon. Cuidaba con especial atención la parte de su cuerpo que estaba cubierta de quemaduras. El Paragon puso sus manos debajo del cuerpo de la carpintera para protegerla de una mala caída.
Cuando Madre había vuelto a acercarse al pasamanos, había emitido sonidos de aprobación. Y, desde entonces, había seguido la mayor parte del trabajo de Ámbar con atención. Aquella labor debía suponerle muchas horas de dedicación, porque Ámbar trabajaba día y noche. Había empezado, con una sierra y un cincel, a seccionar grandes trozos de madera, no solo de su barba, sino también de sus cejas, e incluso de su nariz. Luego, se había puesto con su pecho y sus antebrazos. «Para mantener la proporción», le había explicado. Cuando las manos del Paragon se habían puesto a buscar a tientas, solo se habían encontrado con el esbozo áspero de unos nuevos rasgos. Pero eso había cambiado muy rápido, porque trabajaba en él con un fervor que el Paragon no le había conocido jamás. Ni la lluvia ni el viento lograban moverla de allí. Cuando caía la tarde, encendía algunas lámparas y seguía adelante, recurriendo, pensaba el Paragon, más al tacto que a la vista. Una vez, cuando Brashen la había regañado por tener esos horarios, le había contestado que, si quería restaurar su alma, ese trabajo era mil veces mejor que unas cuantas horas de sueño. Sus propias heridas no ralentizaban su ritmo de trabajo.
Sus herramientas no eran lo único que utilizaba para moldear el nuevo rostro del Paragon. En efecto, también era muy hábil con las manos. El Paragon nunca había estado entre manos tan expertas. Podía suavizar uno de sus rasgos haciendo presión con las yemas de sus dedos, y eliminar una imperfección con una caricia más enérgica, incluso ahora, cuando se encontraba con una aspereza, un par de toques bastaban para limarla.
—¿Lo amabas, verdad?
—Claro que lo amaba. Ahora deja de preguntarme por eso.
En algunas ocasiones, cuando Ámbar trabajaba sobre su rostro, el Paragon podía percibir el cariño que sentía la mujer por el rostro que estaba tallando. Ya no tenía barba, y su rostro parecía rejuvenecido. Esa apariencia concordaba mejor con su voz, y con lo que él sentía que era. Aun así, se encontraba raro al saber que llevaba la barba de alguien a quien Ámbar amaba. No le hablaría directamente de él. A veces, no obstante, distinguía al hombre en el que Ámbar pensaba en la manera que tenía de rozarlo con sus dedos.
—Ahora soy una capa sobre otra capa sobre otra capa —comentó, mientras la ayudaba a volver al pasamanos—. Dragón y dragón, bajo Paragon Ludoventura, bajo... quienquiera que sea este. ¿También me darás su nombre?
—Te queda mejor Paragon que cualquier otro nombre que te pueda poner. —Luego le preguntó:
—¿Dragón y dragón?
—Bastante bien, gracias. ¿Y tú qué tal?
Sonrió mientras lo decía. Aquella diplomática desviación de la conversación consiguió el objetivo perseguido. Sus dragones eran cosa suya, al igual que la identidad del hombre cuyo rostro portaba era cosa de Ámbar.
Brashen había subido hasta la cubierta. Cuando vio a Ámbar pasar por encima del pasamanos, le recordó severamente:
—No me gusta que salgas allá fuera sin estar atada. A la velocidad a la que vamos, para cuando descubriéramos tu desaparición ya sería demasiado tarde.
—¿Sigues pensando que la dejaría caer sin dar la señal de alarma, Brashen? —le preguntó muy seriamente el Paragon.
***
Brashen observó los ojos cerrados de la nao. Su ceño juvenil formaba una línea serena mientras esperaba la respuesta de Brashen. Después de un silencio corto pero muy incómodo, Brashen encontró palabras.
—Un capitán está en la obligación de considerar todas las posibilidades, nao. —Luego, cambiando de tema, le comentó a Ámbar—: Bonito pendiente. ¿Ya casi has terminado, verdad?
—Ya he terminado. Solo me quedan por hacer un par de retoques. —Apretó los labios, pensativa—. Y puede que le añada algún detalle a sus ropas.
Brashen, que estaba apoyado en el pasamanos, paseó una mirada crítica sobre el mascarón entero. Había realizado una cantidad enorme de trabajo en muy poco tiempo. Supuso, al ver el montón de esbozos a partir de los cuales trabajaba, que llevaba planeando esto desde que habían dejado el Mitonar. Con las virutas de madera que habían ido cayendo, Ámbar había tallado, además del anillo, un brazalete cobrizo para su muñeca, y una armadura para protegerle el pecho, a la que había enganchado un hacha de mango corto.
—Muy apuesto —comentó Brashen. Luego añadió, bajando el tono do voz—; ¿Vas a arreglarle la nariz?
—Su nariz no tiene nada de malo —le aseguró Ámbar, a la defensiva.
—Mmh. —Brashen consideró aquella línea torcida—. Bueno, supongo que un marinero siempre tiene que tener una o dos cicatrices en su cara. Y una nariz rota siempre le dará un aspecto singular. ¿Por qué has añadido un hacha?
—Me sobraba madera —contestó Ámbar, evasivamente—. Es puramente ornamental. La he pintado con los colores de una auténtica arma, pero sigue siendo tronconjuro.
Madre emitió un sonido de asentimiento. Se sentó sobre la cubierta con un libro abierto entre sus piernas cruzadas. Siempre parecía estar allí, murmurando palabras incomprensibles. Leía los libros con la misma devoción con la que alguna gente leía los Edictos de Sa.
—Lo completa —comentó Ámbar, con orgullo y satisfacción. Volvió a ponerse sus guantes gastados y empezó a reunir herramientas—. Y empiezo a sentirme cansada.
—No me sorprende. Duerme algo, y ven a verme después. Cada soplo de viento nos acerca más a Mentecacia, y quiero discutir nuestra estrategia.
Ámbar sonrió con ironía.
—Pensé que habíamos quedado en que no teníamos ninguna estrategia más que la de ir a Mentecacia y propagar el rumor de que nos gustaría intercambiar a la madre de Kennit por Althea.
Los ojos brillantes de Madre siguieron la conversación. Asintió con la cabeza.
—¿Y no le ves fallos a ese plan? Como, por ejemplo, que el pueblo entero se nos pueda echar encima y nos la arrebate para negociar a su vez con Kennit.
Madre sacudió la cabeza. Indicó, a través de gestos, que se opondría a tal cosa.
—Oh, eso. Bueno, el plan entero está tan lleno de fallos, que resultan demasiado obvios como para molestarse siquiera en mencionarlos —contestó Ámbar con ligereza.
Brashen frunció el ceño.
—Si queremos recuperar a Althea tenemos que arriesgarnos. Esto no me resulta divertido, Ámbar.
—A mí tampoco —contestó enseguida la carpintera—. Sé que estás preocupado hasta la médula, y no te faltan motivos. Pero, por mucho que discutamos, esa ansiedad no se te quitará. Lo que deberíamos hacer, en lugar de eso, es centrarnos en las cartas que tenemos. Si no podemos confiar en que lo lograremos, estamos derrotados de antemano. —Se levantó, cargó sus herramientas sobre su hombro, ladeó la cabeza, y lo miró comprensivamente—. No sé si esto te servirá de algo, Brashen, pero tengo la íntima convicción de que volveré a ver a Althea. Llegará el momento en que volvamos a estar todos juntos. No sé lo que ocurrirá hasta entonces. Pero estoy segura de que llegará.
La mirada de la carpintera había adquirido un aire soñador. El color de sus ojos pareció oscilar entre el oro bruñido y el marrón claro. Brashen sintió como un escalofrío le recorría la espalda, pero también se sintió extrañamente reconfortado por sus palabras. No compartía su ecuanimidad, pero tampoco era capaz de dudar de ella.
—Ahí está. Lo ves. Tu fe es más poderosa que todas tus dudas —dijo Ámbar, sonriente. Luego añadió, en un tono menos místico—: ¿Te ha dicho Kyle algo útil?
Brashen sacudió la cabeza amargamente.
—Me canso de escucharlo. Me ha contado cientos de veces, con todo lujo de detalles, como la Vivacia y Wintrow lo traicionaron. Es de lo único de lo que habla por voluntad propia. Creo que ha revivido esa experiencia una y otra vez durante el tiempo en el que ha estado encadenado en esa celda. Solo dice barbaridades sobre ellos. Me resulta difícil controlar mis impulsos cuando dice que Althea se buscó ella sola todos sus problemas y que habría que dejarla afrontarlos de esa misma manera. Sugiere que volvamos inmediatamente al Mitonar, que nos olvidemos de Althea, de su hijo, de la nao familiar, y de todo lo demás. Y cuando le digo que ni hablar, se pone a maldecirme. La última vez que hablé con él, me preguntó si Wintrow y yo no habíamos estado compinchados desde un inicio. Da a entender que sabe que hemos estado complotando contra él desde el principio. —Brashen sacudió la cabeza con amargura—. Ya le has oído contar el modo en que Wintrow le arrebató la nao para dársela a Kennit. ¿Hay algo de todo esto que te parezca coherente?
Ámbar se encogió ligeramente de hombros.
—No conozco a Wintrow. Pero sé una cosa. Bajo las circunstancias adecuadas, gente de la que nunca te esperarías nada es capaz de hacer grandes cosas. Cuando soportan el peso del mundo, la presión de los acontecimientos y el propio tiempo se alinean para que ocurran cosas increíbles. Mira a tu alrededor, Brashen. Te encuentras en el vértice del círculo, tan cerca del centro que no te das cuenta de las circunstancias que nos rodean. Estamos viviendo un momento álgido, crítico, en el que debemos elegir si queremos que el futuro discurra por un lado o por el otro.
»Las naos redivivas están recuperando su auténtica naturaleza. Las serpientes, a las que todos considerábamos fruto de leyendas infantiles, ahora son vistas con normalidad. Las serpientes le hablan al Paragon, Brashen, y el Paragon habla con nosotros. ¿Cuándo fue la última vez que la humanidad le concedió inteligencia a otra raza de criaturas? ¿Qué repercusiones tendrá esto para tus hijos y tus nietos? Estás en medio de un gran torbellino de sucesos, que culminarán con el cambio de rumbo del mundo. —Bajó la voz, y una sonrisa perfiló sus labios—. Pero lo único que tú puedes sentir es que estás separado de Althea. El hecho de que un hombre pierda a su compañera puede ser el elemento que desencadene el curso de los acontecimientos. ¿No ves lo extraño y maravilloso que es esto? ¿Que toda la historia vaya a estar determinada por un asunto del corazón?
Brashen miró a la extraña mujer y sacudió la cabeza.
—Yo no lo veo así, Ámbar. No lo veo así para nada. Se trata únicamente de mi vida y de que, ahora que he descubierto lo que necesito para ser feliz, soy capaz de dejarme la piel para conseguirlo. Eso es todo.
Ámbar sonrió.
—Eso es todo. Tienes razón. Y eso es todo lo que es todo.
Brashen suspiró. Sus palabras estaban cargadas de misterio. Sacudió la cabeza.
—Soy un simple marinero.
Madre había estado observando atentamente el intercambio dialógico. Ahora sonreía, y su sonrisa era tan beatífica por la paz que transmitía como aterradora por la aceptación que implicaba. Aquella expresión era como una confirmación de lo que Ámbar había dicho. De repente, Brashen se sintió acorralado por dos mujeres, y presionado para que hiciera no sabía qué. Fijó la vista en Madre.
—Conoces a tu hijo. ¿Crees que tenemos alguna posibilidad de conseguir lo que nos proponemos?
La mujer sonrió, pero dejando traslucir su pesar, y luego se encogió de hombros.
El Paragon tomó la palabra.
—Cree que lo conseguiréis. Pero hay cosas que aún no se pueden saber, como si os enteraréis de que lo habéis logrado, o de si vuestro triunfo será aquel que habríais deseado para vosotros mismos. Lo que Madre sabe es que conseguiréis aquello para lo que estáis destinados.
Brashen intentó descifrar las palabras de la nao durante unos segundos. Luego suspiró y le dijo:
—No empieces tú también ahora.
***
Malta se sentó en la mesa del capitán, con los dedos cruzados y las manos sobre la mesa.
—Es una oferta justa, puesto que nos beneficia a todos. No veo ninguna razón por la cual la rechazarías.
Le sonrió al capitán Rojo mientras le acariciaba las manos e intentaba desplegar todos sus encantos. El sátrapa, impasible, estaba sentado junto a ella.
El capitán Rojo parecía sorprendido, al igual que el resto de personas que estaban sentadas alrededor de la mesa. Malta había elegido el momento oportuno. La parte más difícil había sido aquella en la que había tenido que convencer al sátrapa para que aceptara hacer las cosas a su manera. Lo había vestido y arreglado con suma dedicación y, a base de adulaciones y súplicas, lo había convencido para que cenara en la mesa del capitán. También le había dictado el modo en que tenía que comportarse hasta que el sátrapa había entendido que debía mostrarse cortés pero no afable, y más silencioso que hablador. Solo se había aclarado la garganta para dirigirle la palabra al capitán cuando la comida estaba casi a punto de concluir.
—Capitán Rojo, tenga la bondad de atender a la negociación que Malta Vestrit va a presentar en mi nombre.
El capitán Rojo, que se había quedado demasiado sorprendido como para reaccionar de otra manera, se había limitado a asentir.
Luego, le había presentado la oferta del sátrapa a través de un discurso que había practicado innumerables veces frente al espejo de su habitación. Sacó a relucir que la satrapía no se medía en niveles de riqueza económica, sino que su esencia descansaba en el poder. El sátrapa no pagaría dinero por su rescate, y tampoco les pediría a sus nobles que lo hicieran por él. En lugar de eso, negociaría él mismo todos los puntos. Precisó los términos de su oferta: el reconocimiento de Kennit como rey de las islas Piratas, el final de la trata de esclavos en las Islas, y la expulsión de los patrulleros chalazos. Los detalles de todo aquello habrían de ser negociados más detenidamente con el capitán Kennit. Puede que incluyeran exoneraciones para aquellos que, estando en el exilio, desearan volver a Jamaillia. Parte de la estrategia de Malta había consistido en presentar su oferta mientras muchos comensales seguían en la mesa. A base de charlar con la tripulación, había ido reteniendo aquellos asuntos que más les preocupaban. Tenían miedo de volver a Mentecacia, o a la Cala del Toro, y encontrarse con que sus hogares habían sido arrasados; y estaban ansiosos por ver a sus familiares y amigos en Jamaillia, así como por volver a pisar las grandes avenidas de la capital.
Malta había conseguido colar sus propios deseos en aquella oferta. El silencio del capitán era más que elocuente. Se rascó la barbilla, y repasó cada uno de los rostros que se encontraban alrededor de la mesa. Luego, se inclinó hacia el sátrapa.
—Tienes razón. Solo pensé en el dinero. Pero esto... —Se quedó mirándolo con suspicacia—. ¿De verdad estás dispuesto a ofrecernos estas condiciones?
El sátrapa habló con dignidad y contención.
—Si hubiera dejado que Malta dijera estas cosas sin haberlas sopesado previamente, estaría completamente loco.
—¿Por qué? ¿Por qué ahora?
Esa no era una pregunta a la cual Malta le hubiese preparado, cosa que le hizo perder la sonrisa. Habían convenido en que ella se encargaría de resolver ese tipo de preguntas, pero no se sorprendió al ver como el sátrapa ignoraba tranquilamente su acuerdo.
—Porque soy un ser humano capaz de aprender de sus errores —anunció. Si no hubiera añadido nada más, sus palabras la habrían condenado al silencio, pero consiguió tender el puente con su siguiente comentario—. La posibilidad de haber salido de Jamaillia y de haber viajado fuera de mis dominios me ha hecho descubrir muchos asuntos que mis consejeros me habían escondido, o que ignoraban ellos mismos. Mi arriesgada travesía ha reportado sus frutos. La locura que cometí al abandonar la capital brilla ahora en forma de sabiduría adquirida. —Paseó su sonrisa llena de gracia alrededor de la mesa—. A menudo, mis consejeros y mis nobles han menospreciado mi inteligencia. Eso ha sido un gran error por su parte.
Los tenía en la palma de la mano. Todo el mundo esperaba a oír sus siguientes palabras. El sátrapa inclinó el cuerpo sobre la mesa. Cada vez que lanzaba un nuevo argumento, lo enfatizaba con un golpecito de su dedo sobre la mesa. Malta estaba anonadada. Nunca lo había visto así.
—Me he encontrado en compañía de piratas, y de hombres y mujeres con el emblema vergonzoso de la esclavitud tatuado en el rostro. Pero no sois como me contaron. No he encontrado ignorancia ni estupidez entre vosotros, ni tampoco barbarie ni salvajismo. He visto a los patrulleros jamaillios negociar tratados con Chalaza. Hay demasiados patrulleros, y solo sobreviven saqueando el resto de embarcaciones. Está claro que he confiado en los aliados equivocados. En este momento, la ciudad de Jamaillia se mostraría muy vulnerable ante un ataque chalazo. Más me valdría buscarme mejores aliados. ¿Y quién mejor que aquellos que ya han aprendido a luchar contra los chalazos?
—¿Quién mejor, en efecto? —les preguntó el capitán Rojo a los presentes. Sonrió de modo jovial, pero enseguida se controló para añadir—: Está claro que el capitán Kennit es quien debe tomar la última decisión. Pero sospecho que le estamos haciendo un regalo mucho más valioso que todo el oro que hayamos podido compartir con él en el pasado. Estamos a escasos días de Mentecacia. Deberíamos enviar una paloma mensajera al pueblo para avisar a Kennit de lo que le traemos. —Levantó su copa para brindar—. ¡Por los rescates que valen más que el oro y la sangre!
Cuando todos estaban levantando sus copas, Malta oyó el grito del vigía:
—¡Barco a la vista!
Los hombres que estaban alrededor de la mesa se miraron con extrañeza. Tenían la orden de evitar las naves chalazas, ahora que la Multicolora estaba cargada hasta los topes. Alguien llamó a la puerta.
—¡Adelante! —dijo el capitán, visiblemente molesto.
Detestaba que le interrumpieran el momento de la comida, y más aún cuando estaba en medio de algo importante.
El grumete abrió la puerta, con las mejillas encendidas de excitación. Con una amplia sonrisa, anunció:
—Señor, hemos avistado a la Vivacia y a la Marietta.
***
Kennit observó el acercamiento del bote que venía de la Multicolora con sentimientos encontrados. Sorcor había abandonado la Marietta para la ocasión, y se había vestido de punta en blanco. Ahora, se había colocado detrás del hombro derecho del capitán. Al otro lado se encontraba el capitán Rojo, que también había elegido cuidadosamente sus ropas, y parecía demasiado ensimismado en la rememoración de su triunfo como para advertir las propias reservas de Kennit. Le estaba entregando a Kennit un trofeo que ninguno de sus otros capitanes podría igualar. No había nada mejor a lo que pudiera aspirar un hombre de su condición. Sería recordado, por los siglos de los siglos, como el capitán pirata que le regaló el sátrapa de Jamaillia al rey Kennit.
El capitán Rojo había sido el primero en pisar la Vivacia, para anunciarle lo que venía. Ahora observaba, con una pose teatral, como su trofeo era subido a bordo. Kennit se sentía tan halagado como molesto. La captura del sátrapa era un hecho notable, y las ganancias potenciales que se podrían sacar de él cuantiosas. Pero tenía que mantenerse centrado en otras cosas. Echó varias ojeadas hacia Althea Vestrit, que también estaba apoyada sobre el pasamanos observando la llegada del bote. Jek estaba junto a ella. Jek siempre estaba junto a ella. El viento invernal les revolvía los cabellos, les levantaba las faldas, y ponía color en sus mejillas. Jek era una mujer apabullante: esbelta, audaz, y con sentido de la justicia. Pero era Althea la que cautivaba a Kennit como ninguna otra mujer podía hacerlo.
Desde que había salido de su cabina y había conseguido libertad para moverse por toda la nao, Kennit se había mostrado cuidadoso con ella. Mantenía ante todo el mundo que el horrible sueño que había tenido había sido producto del jarabe de amapola que le había sido suministrado para el dolor de espalda. Se había disculpado públicamente por ello mientras le recordaba amablemente que había sido ella la que se había quejado de un dolor intenso en la espalda. ¿Acaso no se acordaba de haberse tomado el jarabe? Ante la agresividad de su negativa, se había encogido de hombros, como si ya no supiese qué hacer con ella. «Fue cuando dijiste que te gustaba el lazo del cuello de mi camisa», le había dicho, justo antes de dedicarle su mejor sonrisa.
—No intentes hacer que eso parezca algo —lo amenazó.
Compuso en su rostro una expresión de dolida resignación.
—No hay duda de que eres mucho más sensible a las amapolas de lo que te imaginabas —le sugirió cortésmente.
Al no disponer de más ropa que la que llevaba puesta, Althea no había tenido más remedio que aceptar el conjunto que Kennit había seleccionado para ella y enviado a su habitación. Así como joyas, perfumes, y pañuelos. Jek había aceptado enseguida el atuendo femenino sin sentir vergüenza por ello. Althea, en cambio, había resistido durante días. Aún hoy seguía vistiéndose con las prendas más normales que había encontrado: un par de pantalones de seda y una chaqueta damasquinada. A Kennit le gustaba elegir los colores en los que se envolvería, y le gustaba también saber que había tocado la ropa que ahora llevaba ella. ¿Cuánto tiempo más sería capaz de resistírsele? Acabaría comiendo en su mano, irremediablemente, como un pajarillo enjaulado.
Lo evitaba tanto como podía, pero la Vivacia no era una nao precisamente grande. Había pasado de los insultos y las amenazas a las miradas y gestos de odio. Él había respondido a todas sus provocaciones con fingida preocupación y buenas maneras. En lo más profundo de su ser, albergaba una extraña certeza. Tenía un poder sobre ella que jamás habría sido capaz de imaginarse, aunque hubiera provocado él mismo la situación. Althea se consideraba a sí misma como a una víctima, pero era vista como una histérica que vertía calumnias sobre un hombre inocente. Si hablaba de la violación, sus palabras eran acogidas con lástima más que con indignación. Incluso Jek, que le guardaba un odio impersonal a Kennit por haber hundido el Paragon, tenía sus reservas. Aquella falta de apoyo era, indudablemente, muy desalentadora para el objetivo que tenía entre manos: el asesinato de Kennit.
La mayoría de los tripulantes no tenía ningún interés en saber lo que le había hecho o dejado de hacer. Después de todo era el capitán, y los piratas que estaban a su servicio nunca se habían visto afectados por cuestiones morales. Algunos de ellos, aquellos que más apreciaban a Etta, estaban más preocupados por su ausencia que por la presencia de Althea. Unos pocos parecían pensar que había ofendido a Etta de alguna manera. Sospechaba que aquello era lo que más le preocupaba a Wintrow. Aunque jamás habían hablado de ello, de vez en cuando pillaba a Wintrow mirándolo escépticamente. Afortunadamente, aquello no le ocurría a menudo. Se pasaba la mayor parte del tiempo intentando, inútilmente, establecer algún tipo de lazo con su tía.
Althea ignoraba aposta a su sobrino. Wintrow soportaba sus malas pulgas sin quejarse, y hacía todo lo posible por mantenerse cerca de ella. Era obvio que esperaba que pudieran reconciliarse. En vistas a mantenerlo ocupado, Kennit le había confiado la mayoría de las tareas de mando rutinarias que aseguraban el buen gobierno de la nao. Tenía mucho más talento que Jola. Si las circunstancias hubieran sido otras, Kennit lo habría ascendido a primer oficial. Tenía dotes de mando.
Lo que más le molestaba a Kennit era que no podía disfrutar de un solo momento a solas con Althea. Hasta donde el pirata podía saber, cuando Althea no estaba en el camarote que compartía con Jek, estaba en la cubierta superior con el mascarón de proa. Eso divertía a Kennit, porque sabía que la nao pasaba mucho tiempo intentando convencerla de que el pirata no había podido maltratarlo como decía que lo había hecho. La actitud de la Vivacia, más que la de cualquier otro ser vivo, parecía estar minando la conciencia de Althea. Cuando él mismo, al anochecer, se desplazaba a la cubierta superior para conversar con la Vivacia, Althea ya no se iba hecha una furia junto con Jek, sino que se limitaba a alejarse un poco y a espiarlo. Observaba cada uno de sus movimientos, mientras pensaba en cómo podría matarlo. Kennit le devolvía una mirada desafiante.
Cuando el bote se acercó más a ellos, Kennit vio que no solo contenía al resplandeciente sátrapa envuelto en unas ropas prestadas, sino también a su joven compañera. El sátrapa se quedó mirándolo con la cabeza bien alta, ignorando la escolta de serpientes que los acompañaba. La joven que iba con él también dirigía su mirada hacia la nao, pero tenía, en cambio, la cara muy pálida, y los ojos muy grandes, incluso desde esa distancia. El extraño turbante que llevaba en la cabeza pertenecería a algún tipo de moda jamaillia. Kennit se encontró a sí mismo pensando en cómo le quedaría a Althea esa extravagancia.
***
Althea le echó una mirada a Wintrow. El muchacho tenía la mirada puesta sobre el bote de la Multicolora, que seguía acercándose a ellos. Había madurado desde que había abandonado el puerto del Mitonar. Cada vez que lo observaba, se daba cuenta de que compartían muchos rasgos: era como ver la versión masculina de sí misma. De alguna manera, el hecho de que se pareciera tanto a ella hizo que su traición resultara aún más intolerable. Althea jamás se lo perdonaría.
Una chispa de reproche salida del pasamanos al que estaba agarrada, le recorrió el cuerpo.
—Lo sé, lo sé. Déjalo ya —murmuro, en respuesta.
La nao le había insistido repetidamente que dejara disiparse su enfado. Pero, si lo hacía, se quedaría a solas con su herida abierta y con su dolor. Era más fácil seguir enfadada. La rabia era algo que podía proyectar hacia fuera. El dolor, en cambio, la consumía por dentro.
No podía olvidarse de todo el asunto. Aquella violación no tenía sentido, no obedecía a ninguna lógica. No podía argumentar nada al respecto. Parecía un acto digno de un loco, pero el cívico y sagaz capitán Kennit no estaba loco. Así que, ¿qué había sucedido? Imágenes de Devon y de Keffria se mezclaron con los recuerdos que tenía del ataque. ¿Podía haber sido lo que había alegado el pirata, una pesadilla inducida por las amapolas? La nao había intentado aplacar su enfado sugiriendo que podía haber sido obra de algún otro tripulante. Althea se había negado a considerar siquiera esa idea. Se aferraba a la verdad tanto como a su cordura, en tanto que soltar la una implicaba negar la otra.
De alguna manera, pensó, no importaba que Kennit la hubiera violado o no. Había matado a Brashen y hundido al Paragon. Esas eran razones suficientes como para odiarlo. Incluso le había arrebatado a su amada Vivacia, y la había cambiado tan profundamente que algunos de sus pensamientos e ideas le resultaban completamente extraños a Althea. Basaba todos sus juicios en su naturaleza profunda de dragona. Hubo un tiempo en que Althea había estado segura de que conocía el corazón de la nao. Ahora, a menudo veía a la extraña que tenía en su interior. No dejaba de desconcertarle que la nao no compartiera sus valores y preocupaciones. La Vivacia agonizaba bajo el peso asfixiante de las serpientes. Si hubo un tiempo en que había estado entregada a la familia Vestrit, ahora lo estaba a las serpientes.
A través de su lazo renovado, Althea sintió lo que la nao pensaba tan claramente como si el mascarón de proa hubiese hablado. «¿Dudas de que sea lo que pretendo ser? ¿Debería pretender ser otra cosa solo para gustarte? Si lo hiciera, sería mentira. ¿Preferirías amar una mentira a saber lo que soy verdaderamente?»
—Claro que no. Claro que no.
La reflexión de la nao la dejó vagando a la deriva. Se aferraba a una realidad horrible que otros consideraban una invención. ¿Cómo podía dejarlo atrás, cuando una y otra vez le volvía en forma de pesadilla? Había perdido la cuenta de las veces en las que Jek la había sacudido para que saliera del agujero en el que la sumía aquel recuerdo. Su mente traidora la transportaba desde imágenes inventadas en las que se ahogaba junto con Brashen hasta su convulsa búsqueda de aire sobre el camastro oscuro. Se sintió frágil e insegura. Echaba de menos a la antigua Vivacia, que había sido como un espejo y un complemento de la propia Althea. Echaba de menos a Brashen, un hombre del que se había enamorado hasta la médula. Vagó en los confines de su propia identidad sin ningún tipo de cuerda a la que agarrarse.
—Hay algo en esa chica que está en el bote —murmuró la Vivacia—. ¿No lo sientes también tú?
—No siento nada —contestó Althea, mientras deseaba que así fuera.
***
Malta observaba la línea del pasamanos con el corazón en un puño. Todo era amenaza: las olas que rompían, las gotas de agua que salpicaban, el viento que empujaba el bote, y todas esas serpientes que los rodeaban. Los hombres que manejaban los remos estaban igual de pálidos que ella, y compartían su pánico a las serpientes. Lo vio en sus miradas fijas y en la tensión de sus músculos. Cada vez que las criaturas sacaban la cabeza del agua, se quedaban mirándola fijamente con sus ojos de oro, plata, o bronce. Al pasar por delante del bote echaban la cabeza hacia atrás, una tras otra, y proferían gritos agudos con sus morros dentados. No había vuelto a enfrentarse a esa sensibilidad desde que había tratado con Tintaglia. Las miradas de las serpientes se clavaban irremediablemente en la suya, como si estuvieran tratando de llegar a su alma y hacerla suya. Malta, aterrorizada, fijó la vista en la Vivacia para evitar las miradas de aquellos monstruos escamados.
Se concentró en componer su rostro para las presentaciones pertinentes con el capitán Kennit. Toda la compañía de la Multicolora se había entregado a fondo para prepararla. Tenían tantos deseos de que Kennit se quedara admirado por la suntuosidad de su regalo que habían bañado y vestido al sátrapa más elegantemente que cuando Malta lo había visto por primera vez, en el baile del Mitonar. Aquellas atenciones y cuidados habían disparado el ego del sátrapa hasta límites insospechados. Tampoco se habían quedado cortos con Malta. Un grumete musculoso con un discreto dibujo de serpiente tatuado debajo de la nariz había insistido en pintarle la cara. Era la primera vez que Malta veía productos de maquillaje. Otro hombre le había arreglado el turbante, mientras un tercero seleccionaba joyas, perfumes, y vestidos de entre los frutos de sus saqueos. A Malta se le había enternecido el corazón al ver como la ayudaban a cumplir con su papel e intentar todos que su regalo fuera lo más extravagante posible. Se prometió que no se habrían esforzado en vano. Fijó la vista en la Vivacia, e intentó no preguntarse si su padre seguía vivo, o lo que pensaría de su transformación.
Luego, vio que Wintrow estaba apoyado sobre el pasamanos. Se levantó para poder observar mejor lo que no conseguía creerse.
—¡Wintrow! —le gritó a su hermano.
El muchacho se quedó mirándola estúpidamente. Cuando vio, por el rabillo del ojo, una melena dorada sobre una enorme silueta, se le disparó el corazón y se le llenó de esperanza, pero no era su padre quien la estaba mirando, sino una mujer. El sátrapa la fulminó con la mirada por esa falta de decoro, pero ella lo ignoró. Paseó ansiosamente su mirada entre las siluetas que los observaban desde la Vivacia, con la esperanza de que Kyle Haven surgiera de repente de entre ellas y gritara su nombre. Eso no pasaría. Sí sucedió, en cambio, que la mano que se levantó y apuntó hacia ella fue, sin lugar a dudas, la de su tía Althea.
Althea se apoyó precariamente sobre el pasamanos. Se agarró al antebrazo de Jek y apuntó con entusiasmo hacia la niña que estaba en el bote.
—¡Por el amor de Sa! ¡Es Malta! —exclamó.
—¡No puede ser! —Wintrow se juntó con su tía para observar a la muchacha—. No se parece demasiado a Malla —dijo, dubitativo.
—¿Quién es Malta? —pregunto Kennit, picado por la curiosidad.
—Mi hermana pequeña —le contestó Wintrow, mientras cada golpe de remo acercaba más el bote a la nao—. Se parece mucho a ella, pero no puede ser ella.
—Bueno, sería una extraordinaria coincidencia. Pronto lo descubriremos —comentó Kennit, con ligereza.
El viento pareció hacerse eco de sus palabras y repetirlas en un susurro. En realidad, Kennit tenía un nudo en el estómago. Levantó una mano para hacer como si se mesara la barba, y el amuleto le habló en el oído.
—No se trata de una extraordinaria coincidencia, sino del destino. Eso es lo que dicen los seguidores de Sa. —Con la ligereza de un soplo, añadió—: No es una señal de buena fortuna, sino el preludio de tu muerte. Sa te castigará por haber abandonado a Etta.
Kennit resopló, y se puso las manos detrás de la espalda. No había abandonado a la puta, simplemente la había apartado temporalmente de su lado. Sa no lo castigaría por eso. Nadie lo haría. Como tampoco temblaría Kennit ante la magnitud de la oportunidad que se le presentaba. Los mayores trofeos les correspondían a los hombres más audaces. Sonrió para sus adentros mientras se agarraba una de sus muñecas con la otra mano, cubriendo así los ojos y la boca del amuleto.
Luego, Wintrow tomó la palabra y un escalofrío recorrió la espalda de Kennit. Tenía la mirada fija en el bote y en la muchacha que los miraba igual de fijamente a ellos cuando dijo:
—En el idioma de Sa, no existen las extraordinarias coincidencias. Solo el destino.
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Malta seguía observándolos, sin encontrar respuesta a las preguntas que se agolpaban en su cabeza. ¿Qué podía significar? ¿Se había unido Althea a la tripulación del pirata en lugar de rescatar a su nao familiar? No podía ser tan cínica. ¿O sí? ¿Y si no, qué hacía allí Wintrow? Cuando alcanzaron la nao, el sátrapa fue el primero en ser subido a bordo. Cuando los propios marineros la animaron a subir, Malta agarró ella misma la cuerda que le tendían. Uno de los tripulantes de la Multicolora la ayudó a subir por la sucia, raída, y húmeda cuerda. Malta intentó aparentar que no le costaba ningún esfuerzo trepar por ella. El roce con la cuerda impregnada de agua le irritó la piel de las manos, a pesar de que se la hubiera protegido con guantes. Se olvidó de la ardua subida en cuanto tocó el pasamanos y fue asistida por los de a bordo. Una extraña energía parecía emanar de ella. Estaba tan obsesionada por encontrar a su padre que ni siquiera detuvo la vista en Kennit.
De repente, allí estaba Wintrow, abrazándola con más fuerza y entusiasmo de lo que le que le hubiera creído capaz. Pero es que el chico al que había conocido había crecido y ganado músculo. Cuando gritó: «¡Malta! ¡Sa te ha traído de vuelta hasta nosotros!», su voz sonó como la de un hombre, y no muy diferente de la voz de su padre. Malta se quedó sorprendida al ver las lágrimas que le resbalaban por las mejillas, y al sentir la alegría tan intensa que le había causado el reencuentro fraterno. Después de aquel primer momento, se dio cuenta que Althea también la había envuelto con sus brazos.
—¿Pero cómo? ¿Cómo has llegado hasta aquí? —le preguntó su tía.
Pero Malta no quería contestar a ninguna pregunta antes de haber formulado la primera de todas. Se desprendió del abrazo de Wintrow, y se quedó sorprendida al constatar lo que había crecido su hermano.
—¿Y papá? —preguntó, con el corazón en un puño.
El profundo malestar que leyó en sus ojos le dio la respuesta.
—No está —le dijo, con delicadeza, y Malta supo que no hacía falta preguntar dónde estaba.
Se había marchado para siempre, y ella había lo había soportado todo para nada, se había arriesgado inútilmente. Su padre estaba muerto.
Luego, la nao tomó la palabra, y el timbre de su voz le recordó al de Tintaglia, cuando la dragona le había hablado a través de la caja de sueños. Cuando la nao le dirigió la palabra, Malta tuvo la terrible sensación de estar encontrándose delante de la misma especie.
—Bienvenida seas, criatura amiga de los dragones.