Capítulo 28
Sueños de dragona

Tintaglia batía las alas rápida y desordenadamente. Reyn cerró los ojos para no ver como la playa se le venía encima a toda prisa. Las ráfagas de viento que levantaban eran fortísimas. No lo iba a pasar nada bien. Cuando las garras de sus patas traseras empezaron a resbalar sobre la arena, a la dragona se le fue el cuerpo hacia delante. Esta vez, consiguió que Reyn no se cayera, pero no sin añadir nuevas magulladuras a su cuerpo maltrecho. Cuando lo soltó, Reyn consiguió aterrizar sobre sus pies y alejarse, tambaleante, mientras la dragona se estabilizaba. El hombre consiguió dar unos cuantos pasos más antes de caer rendido sobre la arena húmeda, patéticamente aliviado de volver a estar en el suelo.

—Los dragones nunca deberían verse obligados a aterrizar de esta manera —se quejó Tintaglia.

—Los humanos jamás deberían ser tratados de este modo —le contestó Reyn, al borde de la extenuación.

Se le iba la vida en cada respiración.

—Es lo que intentaba decirte antes de que comenzáramos esta locura.

—Vete a cazar —le dijo Reyn.

Era imposible conversar con ella cuando tenía hambre. Discutieran del tema que discutieran, la culpa siempre sería suya.

—Con tan poca luz no creo que encuentre nada —replicó. Pero, justo cuando se disponía a alzar de nuevo el vuelo, añadió—: Intentaré traerte algo de carne fresca.

Siempre le decía lo mismo. Y la verdad es que algunas veces se acordaba de hacerlo.

Reyn no intentó ponerse de pie hasta que hubo sentido la ráfaga de viento que provocaba el movimiento de sus alas cuando se elevaba. Luego, se obligó a sí mismo a hacerlo y a caminar, dando tumbos, hasta el linde del bosque. Siguió todos los pasos de lo que se había convertido para él en un extenuante ritual. Madera. Fuego. Agua fresca, si es que podía encontrarse; agua de su cantimplora a falta de agua de río. Una comida escasa extraída de sus reservas, que estaban ya a punto de agotarse. Luego, se acurrucaba junto a la hoguera y dormía lo que podía. Tintaglia tenía razón sobre lo de la caza. El corto día de invierno había pasado muy deprisa, y las estrellas ya estaban empezando a asomarse en el cielo. Iba a ser una noche límpida pero fría. Pero al menos no les llovería encima. Solo se helarían.

Se preguntó cómo estaría avanzando su gente las tareas que Tintaglia había diseñado para ellos. Drenar el río Pluvia resultaría peligroso, y no solo por las impredecibles crecidas de las aguas, sino también por su nivel de acidez. Aquellos Tatuados que compraron su estatus de mercaderes de los Territorios Pluviales con su colaboración habrían pagado un precio justo por él.

Se preguntó si el Mitonar habría conseguido mantener su unidad, y si los chalazos habrían vuelto a atacar desde que se había marchado. Tintaglia se había ensañado bien con sus naves. A lo mejor, la amenaza de la dragona era lo suficientemente fuerte como para mantenerlos a raya. Cuando había sobrevolado el Pasaje Interior, habían visto muchas naves chalazas, tanto galeras como embarcaciones pesqueras. Enseguida se convenció, al ver cuantas habían, que sus planes debían incluir algo mucho más gordo que la simple rendición del Mitonar. Todas las naos se estaban dirigiendo hacia el este. Viajaban a la manera de los clanes chalazos, con una enorme nao en la que acumulaban las provisiones, y algunas galeras para los abordajes. Una vez, habían sobrevolado un pueblo arrasado. Lo más probable es que hubiera sido un enclave pirata por el que los chalazos habían decidido hacer escala antes de continuar su viaje hacia el sur.

A menudo, Tintaglia amenazaba a las naos y a las galeras cuando pasaban, regodeándose visiblemente en el pánico que creaba. El movimiento regular de los remos se volvía vibrante y tembloroso cuando la sombra de la dragona pasaba por encima de sus cubiertas. Algunos hombres corrían a esconderse, mientras aquellos que estaban en los aparejos se apresuraban a bajar de ahí. Una vez, Reyn vio a un hombre caer en picado desde un mástil y desaparecer en las aguas.

Cada vez que sobrevolaban una nueva embarcación se le quedaba la sombra de la duda. ¿Sería esa nave aquella en la que estaba retenida Malta? Tintaglia le había asegurado que, a esa distancia, sentiría la presencia de la muchacha.

—Tú no tienes ese sentido, y yo no puedo explicártelo —añadió, condescendientemente—. Imagina que tuvieras que explicarle lo que es el olfato a alguien que no tiene. Esto que parece una habilidad arbitraria, casi mística, no difiere mucho de lo que sería oler las flores de un manzano en la oscuridad.

Reyn empezaba a perder la esperanza, y la ansiedad se iba apoderando de él. Cada día que pasaba era otro día separado de Malta. Y lo que era peor, era otro día que Malta pasaba en manos chalazas. Maldijo a su imaginación por el modo en que lo atormentaba, esbozando imágenes de ella en manos extrañas. Mientras se acurrucaba junto al fuego, cruzó los dedos para no soñar aquella noche. Los sueños en los que aparecía Malta se tornaban demasiado a menudo en pesadillas. Aun así, intentar no pensar en ella cuando se estaba quedando dormido era igual que intentar contener la respiración. Recordó la última vez que la había abrazado. Se habían quedado solos y, ajenos a todo el protocolo a seguir, la había cogido entre sus brazos. Malta le había preguntado si le dejaría ver su rostro, pero él se había negado.

—Podrás verme cuando digas que te casarás conmigo —le había dicho.

A veces, en sus sueños, cuando la cogía finalmente entre sus brazos, le permitía hacer la locura de levantarle el velo. Y ella siempre retrocedía, horrorizada, y se zafaba de su abrazo.

No podía funcionar. Si seguía pensando en esas cosas no se dormiría.

Recordó entonces a Malta en una ventana, mirando hacia el exterior, a Casárbol, mientras él le cepillaba su espesa cabellera negra. Era como manejar hilos de seda entre sus dedos enguantados, mientras olía la fragancia de Malta. Habían estado juntos, y ella había estado a salvo. Se metió uno de sus caramelos de miel en la boca y sonrió al notar su dulzor.

Cuando Tintaglia volvió, se había quedado dormido. Lo despertó como hacía siempre, añadiendo madera al fuego. La dragona se echó junto a él para protegerle de la noche, gesto que se había convertido en un hábito. La curva de su cuerpo permitió conservar mejor el calor que emanaba de la hoguera. A medida que 1os tocones de madera que había traído se iban consumiendo y soltando calor, Reyn se fue adormeciendo.

En su sueño, volvía a cepillar el cabello sedoso de Malta pero, esta vez, estaban a bordo de una nao. La noche era límpida y fría. Por encima de sus cabezas, miles de estrellas agujereaban el cielo invernal con sus destellos brillantes. Escuchó el ruido del viento al chocar contra las velas. En el horizonte, las oscuras formas de las islas casi tocaban las estrellas, brillantes estrellas que se diluyeron cuando levantó la cabeza para mirarlas. Fue entonces cuando supo que había lágrimas en los ojos de Malta.

—¿Cómo he podido llegar a estar tan sola? —le preguntó a la noche.

Bajó la cabeza, y Reyn pudo sentir la calidez de las lágrimas que resbalaban por sus mejillas. El corazón le dio un vuelco. Pero enseguida se le volvió a llenar de orgullo, al ver que Malta levantaba la cabeza y su rostro era la viva imagen de la determinación. Sintió como inspiraba profundamente, se levantó con ella, y le puso las manos sobre los hombros cuando se negó a rendirse ante la desesperación.

En aquel instante, supo que no deseaba otra cosa que estar a su lado. No era una palomita cobarde a la que hubiera que esconder y proteger. Era una tigresa, fuerte como el viento que les abofeteaba la cara, una compañera con la que un hombre de los Territorios Pluviales podía contar. La envolvió con la fuerza de ese sentimiento.

—Malta, mi amor, toma mi fuerza —le susurró—. Porque tú ya eres mi fuerza y mi esperanza.

Al oír sus palabras, Malta giró la cabeza.

—¿Reyn? —le preguntó a la noche—. ¿Reyn?

Aquel tono de voz esperanzador fue el que lo despertó. Tintaglia empezó a estirarse detrás de él, y la arena y la piedra rasparon su cuerpo escamado.

—Bueno, bueno —dijo con voz de dormida—. Estoy sorprendida. Pensé que solo los Ancianos eran capaces de controlar sus sueños.

Inspiró profundamente.

—Ha sido como compartir con ella una caja de los sueños. Ha sido real, ¿verdad? Estaba con ella, y ella estaba allí.

—No hay duda de que has compartido algo con ella, y que era real. Pero no sé lo que quieres decir con lo de caja de los sueños.

—Es algo que los amantes utilizan algunas veces, en Casárbol, cuando quieren estar solos.

Se detuvo a tiempo. No le diría que aquellas cajas funcionaban porque contenían una pequeña cantidad de polvo de tronconjuro mezclado con potentes hierbas somníferas. A menudo, cuando los amantes se encuentran en uno de esos sueños, comporten con el otro aquello que está en su imaginación.

—Esta noche, sin embargo, he sentido como si Malta hubiera estado despierta, y yo con ella, en su mente.

—Así ha sido —afirmó la dragona, antes de añadir, engreídamente—: Es una pena que no se te den mejor ese tipo de ensoñaciones. De lo contrario, podrías haber ejercido un mayor control sobre tu mente y haberle preguntado dónde podías encontrarla.

Reyn sonrió.

—Vi las estrellas. Sé cómo es el cielo que está por encima de la nao. Y sé que no está herida, ni confinada en ninguna parte. No puedes saber cuánto me reconforta eso, dragona.

—¿No puedo? —Se rió suavemente—. Reyn, cuanto más cerca estemos el uno de la otra, menos barreras existirán entre tú y yo. Los Ancianos que podían tener ese tipo de ensoñaciones eran todos amigos de los dragones. Sospecho que tu nueva habilidad te viene de allí. Mírate. Cada día te pareces más a mí. ¿O es que naciste con esos ojos cobrizos? Lo dudo, como también dudo de que hubieran brillado alguna vez como ahora. Si te duele la espalda es porque te está creciendo. Mírate las manos: tus uñas son idénticas a mis garras. Ahora mismo, la danza de las llamas se refleja en tus párpados escamados. A pesar de estar envuelta en un caparazón, mi especie dejó sus marcas en la tuya. Ahora que los dragones han despertado y vuelven a caminar por el mundo, aquellos que se digan nuestros amigos llevarán sobre su cuerpo los símbolos de esa asociación. Reyn, si encuentras una compañera, y si llegas a ser padre, habrás engendrado una nueva generación de Ancianos,

Las palabras de la dragona lo dejaron sin aliento. Se sentó junto a ella. Abrió sus temibles mandíbulas, visiblemente divertida por la situación, y le habló a su mente. «Ábreme las puertas de tus pensamientos. Déjame ver las estrellas y las islas que tú viste. A lo mejor reconozco algo. Mañana reanudaremos la búsqueda de la mujer que se va a convertir en la madre de los Ancianos.»

***

Malta dio unos cuantos pasos dubitativos en la oscuridad.

—¿Reyn? —volvió a susurrar, con el corazón latiéndole a toda prisa.

Sabía que aquello era una locura. Pero parecía tan real. Había sentido como le tocaba el pelo, había respirado su olor... Era imposible. Era cosa de su corazón de niña, que se lamentaba por la pérdida del pasado. Aunque pudiera volver al Mitonar, no podría volver a ser quien había sido. La profunda cicatriz que le partía la ceja ya era un estigma suficiente, pero habría que añadirle rumores y palabrerías. A lo mejor Reyn seguía queriendo algo de ella, pero también podía ocurrir que su familia ya no permitiera que se casaran. Era una mujer arruinada. El único final socialmente aceptable para ella en el Mitonar era vivir sencillamente y lejos de la mirada de los demás. Apretó los dientes, y dejó que su rabia se convirtiera en su fuerza. Nunca recuperaría su antigua vida. Tendría que abrirse camino a través de una marea de infortunios, y construirse una nueva vida. El soñar con el pasado solo podía hundirla en la nostalgia. Se determinó a apartar a Reyn de su mente. Con la mayor de las frialdades, se agarró a las únicas herramientas que le quedaban. Aún tenía su cuerpo y su ingenio, y no dudaría en utilizarlos.

Se había escondido en la cubierta superior para estar sola, alejada de los dos hombres que contaminaban su vida. Ambos seguían obstinados en poseer su cuerpo. El capitán Rojo se imaginaba a sí mismo como a su instructor en el placei de la carne, mientras que el sátrapa ansiaba poseer su cuerpo de la manera en que un niño podría ansiar una piruleta: como un consuelo físico que ayudaba a pasar tiempos difíciles. Las ávidas galanterías del uno y los constantes manoseos del otro la dejaban hastiada y con la sensación de estar sucia. Tenía que conseguir desalentarlos, pero sin cerrarles del todo la puerta. Había descubierto que, en este aspecto, los hombres se dejaban gobernar por su imaginación. Mientras el capitán Rojo y el sátrapa siguieran jugando con la idea de que Malta podría ceder a sus encantos, seguirían desviviéndose por impresionarla. Del capitán Rojo lograba extraer esas pequeñas libertades que hacían que su vida fuera tolerable: podía caminar sola sobre la cubierta, cenar en su misma mesa, y hablar con una libertad casi total. Del sátrapa obtenía información a partir de las leyendas de la corte de las que se jactaba. Era una información que esperaba poder utilizar para comprarle a Kennit su libertad.

Y es que estaba convencida de que pedirían un rescate tanto por el Cosgo como por ella. De alguna manera, durante su cautiverio, Cosgo había pasado a ser una posesión suya. Por muy molesto que le resultara, lo consideraba como de su propiedad. Había conseguido mantenerlo con vida e intacto. Por eso, si alguien tenía que sacar provecho del sátrapa, esa sería Malta Vestrit. El sátrapa Cosgo sería la llave de su supervivencia en Jamaillia. Cuando el sátrapa les fuera devuelto a sus nobles jamaillios, ella se iría con él. Porque, para entonces, Malta le sería indispensable.

Una vez más, hizo acopio de valor. Temía mucho esas sesiones con Cosgo. Apeló a su última fuente de belleza: se soltó el cabello, tan largo y tan lacio como si todavía fuera una niña candida y pura. Fue hasta su habitación, y llamó a la puerta.

—¿Por qué molestarse? —le dijo ásperamente—. Lo quiera o no, sé que vas a entrar.

—Eso es verdad, excelentísimo sátrapa —le concedió mientras penetraba en el cuarto.

Estaban a oscuras, excepto por la tenue luz de una lámpara que colgaba del techo. Malta avivó la llama y se sentó a los pies de su cama. El sátrapa se sentó, encorvado, juntando la barbilla con sus rodillas. Malta había sabido que estaría despierto. Dormía de día, y se pasaba las noches rumiando y lamentándose. Hasta donde alcanzaba a recordar, no había abandonado su camarote desde que habían subido a bordo de la nao. Se le veía muy joven. Y muy enfurruñado. Malta esbozó una sonrisa.

—¿Cómo estás esta noche, excelentísimo sátrapa?

—Igual que estaba ayer. Igual que estaré mañana. Miserable. Enfermo. Aburrido. Traicionado.

Eso último lo dijo mientras la miraba con ojos acusadores.

Malta no reaccionó.

—Pues parece que estás mucho mejor. Pero este cuartucho necesita ser ventilado. Está soplando una brisa fresca. Pensé que a lo mejor te gustaría venirte conmigo a dar una vuelta por la cubierta.

Los mareos de los que se quejaba el sátrapa habían terminado por desaparecer. En los últimos dos días le había vuelto el apetito. La comida que le traía seguía siendo igual de sosa, pero había dejado de quejarse por ello. Por primera vez desde que Malta lo conocía, el sátrapa le dedicó una mirada limpia, sin segundas intenciones.

—¿Por qué habría de hacerlo?

—Por variar, al menos —le sugirió—. Puede que a su majestad le apetezca...

—Déjalo —gruñó, con un tono de voz que Malta no le conocía.

—¿Excelentísimo sátrapa?

—Deja de burlarte de mí. Excelentísimo esto y grandísimo no sé cuantos. No soy nada de eso, ya no. Y tú me desprecias. Así que deja de pretender lo contrario. Es tan degradante para mí como para ti.

—Estás hablando como un hombre —exclamó, sin poder evitarlo.

El sátrapa le dedicó una mirada siniestra.

—¿Y como habría de hablar si no?

—Lo he dicho sin pensar, mi señor —mintió.

—Te pasa a menudo. Igual que a mí. Es una de las pocas cosas que me gustan de ti —le replicó.

A Malta no le costaba esfuerzo seguir sonriendo si se paraba a pensar que tenía al sátrapa en su poder. Cosgo, que seguía tumbado en su cama, se incorporó, y puso los pies en el suelo. Luego se levantó, sin mucha seguridad en sí mismo.

—Pues muy bien —anunció de repente—. Voy a salir.

Malta disimuló su sorpresa manteniendo la sonrisa. Encontró un abrigo y le ayudó a ponérselo. La prenda le venía enorme a su cuerpecillo flacucho. La muchacha abrió la puerta y el sátrapa pasó delante, sin despegar una mano de la pared, y sorprendiéndola al agarrar su brazo con la otra. Caminaba como un inválido, con pasos cortos e inseguros. Malta contuvo sus deseos de meterle prisa. Le abrió la puerta que daba al exterior, y el viento invernal les abofeteó el rostro. El sátrapa, sin aliento, empezó a jadear, y acabó por detenerse.

Malta pensó que querría volver a su camarote, pero siguió adelante, obstinadamente. Cuando llegaron a la cubierta, se encogió aún más en su abrigo, como si sintiera mucho más frío del que hacía en realidad. Miró a su alrededor, y también hacia arriba, antes de salir definitivamente a cielo descubierto. Se apoyó sobre el pasamanos y se puso a andar como un anciano, mientras observaba las aguas y el cielo nocturno como si los estuviera descubriendo por primera vez. Malta se quedó callada, detrás de él. Tras unos minutos comentó en voz alta:

—El mundo es un lugar inmenso y salvaje. Es algo que no he entendido hasta que no he dejado Jamaillia.

—Estoy segura de que, dado que ibas a ser el heredero del Trono de la Perla, tus nobles y tu padre sintieron la necesidad de protegerte, excelentísimo sátrapa.

—Hubo un tiempo... —empezó, dubitativo. Frunció el ceño— Es como intentar recordar otra vida. Cuando era muchacho me gustaba competir, y era bastante fanfarrón. Cuando tenía ocho años, causé un gran revuelo a mí alrededor al anunciar que iba a entrar en las carreras de verano. Competí contra otros niños y adolescentes de Jamaillia. No gané, a pesar de lo cual mi padre me felicitó. Pero yo me quedé destrozado. Ya ves, ni siquiera había pensado en que podría perder... —Se le fue apagando la voz, pero Malta pudo captar la intensidad de su pensamiento—. Se olvidaron de enseñarme eso. Siendo más niño, aún podría haberlo aprendido. Pero no me dejaron acercarme a las cosas que no se me daban bien, y alabaron todos mis éxitos como si se hubieran tratado de auténticas proezas. Todos mis tutores y consejeros me aseguraron que era una persona fuera de lo común, y yo me lo creí. Salvo cuando mi padre me miraba a los ojos, y podía leer la decepción en los suyos. A la edad de once años, empecé a aprender lo que eran los placeres de la vida de un hombre. Mis nobles, así como otros dignatarios extranjeros, me ofrecieron buen vino, mezclas de tabacos, mujeres talentosas, y yo no rechacé nada. Y, oh, qué bien se me daba todo aquello. El tabaco adecuado, el vino adecuado, y la mujer adecuada pueden convertir a cualquier hombre en un ser maravilloso. ¿Sabías eso? Yo no. Pensé que todo era tan bueno gracias a que estaba yo allí, brillando como el diamante más puro de toda Jamaillia. —De repente, volvió a girar la cabeza hacia la nao—. Llévame dentro. Estabas equivocada. Aquí fuera hace frío, y no me encuentro nada mejor.

—Como no, excelentísimo sátrapa —murmuró Malta.

Le ofreció su brazo y Cosgo se lo aceptó. Estaba temblando de frío, y no dejó de apoyarse sobre ella en todo el camino de vuelta a su camarote.

Una vez que hubieron regresado a la habitación, el sátrapa dejó caer su abrigo en el suelo. Luego se subió a su cama y se tapó con las sábanas hasta la cabeza.

—Ojalá estuviera aquí Kekki. —Se estremeció—. Ella siempre sabía cómo hacerme entrar en calor. Allí donde todas las demás fracasaban, ella conseguía aliviarme.

—Será mejor que te deje descansar, excelentísimo sátrapa —se apresuró a decir Malta.

Cuando ya estaba a punto de salir por la puerta, la voz del sátrapa la hizo frenarse en seco.

—¿Qué va a ser de mí, Malta? ¿Lo sabes tú?

—No lo sé, mi señor —admitió humildemente.

—Sabes más de lo que sé yo. Creo que, por primera vez desde que me hice sátrapa, he entendido lo que se supone que es la tarea de las compañeras del corazón... lo que no significa que todas las mías cumplieran. Tienen que encargarse de conocer los detalles de aquellas cosas que yo no he tenido tiempo de aprender. Y hay que poder confiar en ellas. No tienen que ser aduladoras ni diplomáticas, sino de fiar. Así que, dime: ¿en qué situación me encuentro? ¿Y qué me aconsejas hacer?

—No soy la compañera de tu corazón, sátrapa Cosgo.

—Esa es una gran verdad. Tan cierta como que nunca lo serás. Pero no te queda otra que hacer las veces de compañera. Cuéntame. ¿Cómo está mi situación?

Malta inspiró profundamente.

—Van a ofrecerte a Kennit, rey de las islas Piratas. El capitán Rojo piensa que Kennit te cambiará por lo oferta del mejor postor, pero ni siquiera eso está asegurado. Si lo hace, y lo único que se le ofrece es dinero, no le importará si el interesado es tu enemigo o tu aliado. El capitán Rojo me ha pedido que descubra cual de entre tus nobles ofrecería la recompensa más elevada.

El sátrapa sonrió amargamente.

—Supongo que eso significa que ya sabe cuánto darían por mí mis enemigos.

—No lo sé —le contestó Malta—. Creo que lo que significa es que deberías pensar seriamente en cuáles de tus aliados podrían ofrecer una cuantiosa suma de dinero por salvar tu vida. Cuando llegue el momento, deberías escribirles una carta para pedirles que paguen tu rescate.

—¡Qué locuras dices! Así no es como se harán las cosas. Yo seré quien negocie mi propio rescate. Le daré garantías, firmaré lo que haga falta, y le insistiré para que me consiga un pasaje de vuelta a Jamaillia. Sabes que soy el sátrapa, ¿verdad?

—Mi grandísimo sátrapa —empezó Malta, dubitativa. Imprimió mayor firmeza en su tono de voz. Le había pedido sinceridad. Pues ahora vería lo que hacía con ella—. Hay otras personas que no ven tu situación de la misma manera. Kennit no aceptará ningún tipo de garantía, ni de ti ni de nadie. Querrá ver dinero contante y sonante antes de soltarte. Y no le importará saber de quién provenga, si de tus leales nobles o de aquellos que no deseen que vuelvas a Jamaillia: nuevos comerciantes, chalazos que podrían utilizarte como rehén... le dará igual. Por eso tienes que pensar en qué es lo que más te conviene. ¿De quien no puedes cuestionar la fidelidad? ¿Quién te profesa su máxima lealtad y es a la vez lo suficientemente rico como para comprar tu libertad?

El sátrapa se rió.

—La respuesta a esa pregunta es muy simple. Nadie. No me puedo fiar de la lealtad de ninguno de mis nobles. En cuanto a su nivel de riqueza, bueno, los más ricos serán los que más ganen con mi desaparición. Si me muero, alguien tendrá que sustituirme como sátrapa. ¿Por qué gastarían su fortuna en recuperar al legítimo ocupante del trono cuando podrían hacerse con el propio trono?

Malta guardaba silencio.

—¿Así que nadie pagaría tu rescate? —le preguntó, tranquilamente.

El sátrapa se volvió a reír, con mayor cinismo en su tono de voz.

—Oh, seguro que alguien pagará mi rescate, y con el mío el tuyo. Aquellos que lo paguen serán quienes mayor necesidad tengan de verme desaparecer sin testigos. —Giró la cabeza hacia la pared—. Seremos rescatados por aquellos que más brindaron a mi salud cuando mi nave zarpó de Jamaillia. Por aquellos que conspiraron para lanzarme hacia esta maldita odisea. No soy estúpido, Malta. Los mercaderes del Mitonar estaban en lo cierto: hubo una conspiración, con implicaciones de nobles y diplomáticos chalazos, e incluso de nuevos mercaderes. Mordieron la mano que les daba de comer pensando cada uno de ellos que, una vez que esa mano hubiera desaparecido, podrían ser el nuevo rey de la jungla.

—O sea que deben de estar disputándose tu puesto en este mismo momento —intuyó Malta—. Todo se reduce a un simple negocio. Mi abuela siempre decía: mira siempre a ver quién obtiene el mayor beneficio. —Frunció el ceño, ignorando el dolor que le producía su cicatriz cuando arrugaba la frente—. Me dijo que, cuando quisiera introducirme en el negocio de otros, siempre tendría que acercarme al que estuviera obteniendo menos beneficios. Si conseguía despertar su interés, se convertiría en mi socio. Así que, ¿quién se beneficiaría menos de que fueras destronado?

—¡Oh, vamos! —Cuando volvió a girarse hacia ella, el sátrapa parecía disgustado—. ¡Esto es degradante! Estás reduciendo mi existencia y el destino del trono a un vulgar negocio entre mercaderes. —Resopló, indignado—. Pero ¿qué otra cosa podría esperar de la hija de un mercader? Toda tu vida se basa en relaciones de compra-venta. No hay duda de que tu madre y tu abuela vieron tu belleza efímera como algo que tenían que explotar mientras aún estuvieran a tiempo de hacerlo.

El cuerpo de Malta se tensó. No pronunció palabra alguna hasta que pudo recuperar el control de sus emociones. Decidió que, si tenía que tener algún tipo de armadura, sería para protegerse de comentarios como ese.

—Los mercaderes negocian para intercambiar mercancías. El sátrapa y los nobles negocian para conseguir poder. Te engañas a ti mismo, grandísimo sátrapa, si crees que existe una gran diferencia entre un tipo u otro de maquinación.

El sátrapa no pareció impresionado por su teoría, pero no se la rebatió.

—Bueno, a ver, para contestar a tu pregunta, todos se beneficiarán de mi desaparición. Me refiero a todos los nobles que tengan dinero o influencias, claro.

—Pues ahí está la respuesta. Piensa en los nombres de aquellos que no tengan ni dinero ni influencias. Ahí tienes a tus aliados.

—Ah, pues vaya maravilla de aliados. ¿Con qué se supone que comprarán mi libertad? ¿Con polvo y estiércol?

—Antes de que consideres el modo en que comprarán tu libertad, tienes que pensar en por qué les beneficiaría hacerlo. Hazles ver las ventajas que les supondría tu liberación, y encontrarán los medios necesarios. —Malta se quitó el abrigo y se sentó en un extremo de la cama. El sátrapa se incorporó para poder mirarla a la cara—. Vamos, piensa.

El sátrapa de toda Jamaillia apoyó la cabeza contra la pared. Su pálida piel, y los cercos oscuros que había acumulado bajo los ojos lo hacían parecerse más a un niño enfermo que a un gobernador en problemas.

—Es inútil —dijo, sin esperanza—. Todo está fuera de mi alcance. Ningún ciudadano de Jamaillia sostendrá mi causa. Tengo demasiados enemigos. Seré vendido y despedazado como un cordero en un día de fiesta. —Miró a Malta a los ojos—. Ya ves, Malta, que no todo se puede resolver con la ética de la compraventa de los mercaderes.

De repente, a Malta se le ocurrió una idea.

—Pero ¿y si pudiera ser así, excelentísimo sátrapa? —Echó su cuerpo hacia delante, apoyándose sobre sus brazos—. ¿Y si, con mi ética de mercader, pudiera salvaros a ti y a tu trono? ¿Qué me darías a cambio?

—No puedes, así que ¿por qué perder el tiempo con especulaciones? —Alzó una mano e hizo un gesto despreciativo—. Vete. Tu estúpida idea de salir a dar una vuelta sobre esta cubierta helada me ha dejado agotado. Ahora solo quiero dormir.

—Sabes que no lo harás —le replicó ella—. Te quedarás aquí tumbado lamentándote de tu suerte. Así que te propongo que, en lugar de eso, aceptes mi desafío. Tú dices que no puedo salvarte. Y yo que creo que sí puedo. Así que te propongo un trato. —Levantó la barbilla—. Si consigo salvarte, me salvo contigo. Me conseguirás un puesto de...

—Oh, no me pidas que te haga compañera de mi corazón. Eso sería tan humillante como si me pidieras que me casara contigo.

Malta sintió un estallido interno de rabia.

—Te aseguro que no me humillaría a mí misma de esa manera. No. Nos nombrarás, a mí y a toda mi familia, como tus representantes en el Mitonar y en los Territorios Pluviales. Reconocerás al Mitonar y a los mercaderes como a una entidad independiente. En cuanto a mi familia, los Vestrit, obtendrán en exclusiva el derecho de representar los intereses de Jamaillia en el Mitonar.

A medida que la idea iba cobrando forma en su cabeza, una sonrisa fue perfilando sus labios. Si sellaba un acuerdo como ese podría volver al Mitonar sin problemas. Nadie se fijaría en su cicatriz si conseguía concluir un pacto como ese. Sería el mejor acuerdo al que hubiera llegado un mercader. Incluso su abuela tendría que estar orgullosa de ella. Incluso la familia de Reyn tendría que...

—¡Quieres todo el Mitonar para ti! ¡Eso es ridículo!

—¿Lo es? Lo que te estoy ofreciendo a cambio es la posibilidad de conservar tu trono y tu vida. —Ladeó la cabeza—. De todos modos, la independencia del Mitonar ya es virtualmente una realidad. Solo estarías reconociendo algo que ya existe, y haciendo posible que Jamaillia y el Mitonar sigan considerándose en buenos términos.

El sátrapa se quedó mirándola fijamente.

—Ya he oído defender esta postura en otras ocasiones. Y no estoy seguro de que me convenza. Pero ¿cómo harás para devolverme mi trono y mi libertad?

—Dime que aceptas el trato y te lo cuento. —Sonrió—. ¿Lo aceptas?

—Oh, lo acepto —soltó finalmente el sátrapa, que no cabía en sí de impaciencia—. Sigo pensando que es una apuesta ridicula, y que es imposible que la ganes. Aun así, la acepto.

—¿Y cooperarás conmigo en todo lo que necesite para ganarla? —lo presionó.

El sátrapa frunció el ceño.

—¿Qué se supone que voy a tener que hacer?

—Esforzarte por actuar ante nuestros captores como yo te ordene, y corroborando todo lo que les cuente.

Malta sentía subir la emoción por su cuerpo. La derrota fatalista que había sentido unas horas antes había desaparecido. Lo único que la fortuna le había conservado era el ingenio. A lo mejor era lo único que había necesitado nunca.

—¿Qué piensas contarles?

—Aún no estoy del todo segura. Se me ha ocurrido la idea cuando has dicho que no había nadie en Jamaillia a quien le beneficiaría tu regreso al poder. —Se mordió el labio inferior pensativa—. Creo que lo que tenemos que hacer es descubrir una manera en que los piratas salgan beneficiados de tu vuelta al trono.