Capítulo 27
La isla Llave

Fiel a sus propias determinaciones, el Paragon había salido con la marea. Sin elegancia, sin delicadeza pero, cuando las aguas crecientes lo habían desencajado de la arena, las velas remendadas ondearon sobre los mástiles que habían arreglado como habían podido, junto con lo que quedaba de los aparejos. La mitad de su tripulación, mermada, estaba herida, de mayor o menor gravedad, y la mayoría había perdido toda esperanza, pero aun así navegaban.

El Paragon surcaba ola tras ola. Ámbar no había empezado aún a tallarle su nuevo rostro, y menos aún sus ojos. En un arrebato inspirador, había esbozado su proyecto, tomando medidas y marcando el rostro del Paragon. Cuando la nao se había puesto a navegar, Ámbar había abandonado su tarea hasta que se resolvieran otros asuntos más urgentes. La nao surcaba los mares a ciegas y, aun así, no a ciegas, porque veía con los ojos de Ámbar.

Se apoyó sobre el pasamanos, con el pelo ondeando al viento, y le contó todo lo que veía. Le transmitía, a través de las palmas de sus manos, lo que sentía al ver cada una de las islas junto a las que pasaban. No compartía con él su sentido de la vista, sino su sentido del océano y de los pedazos de tierra diseminados en él. La serpiente blanca les seguía el rastro y, a su modo, ejercía una fuerza sobre la nao. El Paragon sospechaba que lo que intentaba la serpiente era despertar a los dragones que habitaban en su interior, pero estos ya estaban despiertos y ganaban fuerzas día tras día. Sus pensamientos se mezclaban con los del Paragon. Los dragones llegaban hasta él a través de Ámbar y, cada vez que lo hacían, lo cambiaban un poco. Se estaban transformando en él, y él en ellos.

—Estamos volando —murmuró Ámbar.

La lluvia caía con fuerza sobre su rostro y le empapaba los mechones de cabello que le quedaban. Ahí estaba, de pie, con los ojos bien abiertos, soñando con él, aquellas islas que había podido ver en otros tiempos.

—Hubo un tiempo en el que volé. Pero estas islas no eran islas, sino cimas de montañas. A la primera fila de islas la llamábamos el Gran Muro Interior. Debajo del Muro estaban las Tierras Bajas, y detrás de ellas las Montañas Marinas, un lugar agitado y ruidoso. Algunas de esas montañas echan humo, escupen, y vomitan piedra líquida, convirtiendo el verano en invierno y el día en anochecer. Ahora están cubiertas por el agua. Las cimas de las Montañas Marinas son lo que llamáis el Muro Escudo, la Mujer Anciana, y todo eso. Y estas islas entre las que nos estamos metiendo no son más que las cimas del Gran Muro Interior.

—Cuando hablas de ellas de esa manera, soy capaz de imaginármelas.

—Mmh. Ahora tenemos que verlas tal y como Jgrot y Lucto Ludoventura las veían. Lucto era el hijo de Junco Ludoventura. En las islas Piratas, todo el mundo lo llamaba Buenaventura Ludoventura. Y Kennit era el hijo de Buenaventura. Se quedó con ese apodo. —El Paragon se calló durante unos segundos. Tenía la mente proyectada en el pasado—. La suerte siempre fue muy importante para él.

Ámbar cuidó cada una de sus palabras.

—Cuando Althea me contó tu historia, me dijo que abandonaste el Mitonar junto con Junco Ludoventura.

—Lucto era el hijo mayor de Junco. Navegaba con su padre, pero la tensión entre ellos era constante. Junco tenía la capacidad imaginativa de una roca. Compraba barato y vendía muy caro. Esa era su única ética, la ética Ludoventura. Les pagaba el mínimo a sus hombres, y cambiaba a menudo de tripulación porque se portaba demasiado mal con ellos. A los ojos de Junco, las vidas de sus tripulantes eran menos importantes que las de las mercancías que transportaba. Nunca se paró a pensar si se podía vivir de otra manera. No me temía, porque le faltaba imaginación para saber lo que podría hacerle.

»Lucto, su hijo, era distinto a él. Era un soñador, un hombre joven, que sabía saborear los placeres de la vida. Se sentía ahogado por las costumbres del Mitonar, por sus maneras de proceder y sus tradiciones. Lucto fue quien introdujo a Junco en un pequeño negocio en las islas Piratas. Lucto tenía un don para tratar con los corruptos. Sabía relajarse entre ellos, a cambio de lo cual lo querían. Ayudó a que la fortuna de la familia volviera a prosperar. Eso agradó a su padre. Para recompensarlo, le arregló un buen matrimonio con la hija menor de un mercader muy próspero. Pero Lucto solo tenía un corazón, y ese corazón ya le pertenecía a una chica de las islas Piratas. El día en que su padre cayó fulminado en una mesa de negocios de Mentecacia, Lucto tenía alrededor de veintidós años. Lucto llevó el duelo de su padre, pero no lo suficiente como para volver al Mitonar y llevar la vida que el viejo había planeado para él. Esparció las cenizas de su padre y jamás volvió a su hogar. La tripulación estuvo encantada de seguirlo, porque a Lucto le gustaba el güisqui tanto como a ellos, y tenía bastante manga ancha. Era un muchacho generoso, pero no tan precavido como debería de haber sido. Se casó con su chica de las islas Piratas, y juró que viviría como un rey en su pequeño reino.

El Paragon sacudió la cabeza.

—Hacía buenos negocios, y vivía como quería. Hizo construir un refugio secreto para él y para sus hombres. Confiaba en la buena voluntad de sus hombres para mantener su mundo a salvo. Pero siempre hay hombres hambrientos, hombres que no se contentan con su porción de buena fortuna. Así fue como Igrot entró en el mundo de Buenaventura. Igrot ya era conocido por ser capaz de hacer lo que los demás piratas no se atrevían ni a mencionar. Le hizo creer a Buenaventura que serían socios en los negocios y en la piratería. Lucto lo creyó. Pero, en mitad de la celebración de su alianza, Igrot se rebeló contra él. Metió a mi padre entre rejas para poder poseerme, se llevó a Kennit de rehén para controlarme, y todos tuvimos que obedecerle por miedo a que les hiciera daño a los demás. Le cortó la lengua a mi madre...

—Paragon, Paragon —lo interrumpió Ámbar con dulzura—. No era tu padre sino el de Kennit. Y no era tu madre, era la de Kennit.

La nao sonrió amargamente bajo la lluvia.

—Trazas fronteras que no existen. Eso es lo que no entiendes, Ámbar. Cuando le hablas al Paragon, les estás hablando a los recuerdos que están acumulados en mi interior. Cuando Kennit y yo decidimos matarme, firmamos el suicidio de ambos.

—Eso es algo que jamás entenderé —comentó Ámbar en voz baja—. ¿Cómo puede uno odiarse tanto a sí mismo como para ser capaz de matarse?

La nao sacudió la cabeza, y salpicó las gotas de lluvia que le habían caído sobre el pelo.

—En eso es en lo que te equivocas. Nadie quería que yo muriera. Solo queríamos que todo el resto dejara de existir. Y la única manera de acabar con ello era interponer la muerte entre el mundo y mi ser.

De repente, giró la cabeza hacia una isla.

—Aquí. Es esta.

—¿Esta es la isla Llave? —No parecía nada convencida de ello—. No hay ningún sitio donde arribar, Paragon. Las rocas llegan hasta el agua. Parece una fortaleza arbolada.

—No, esa no es la Llave. Es la isla Cerradura. Desde el canal principal, se parece a cualquier otra isla. Pero si abandonas el canal principal y rodeas la isla, encontrarás una abertura entre las rocas. La isla tiene forma de medialuna casi cerrada. Hasta que entras en la medialuna, parece una isla hostil. Pero la isla Cerradura esconde una bahía, en cuyo interior se encuentra una isla más pequeña. La Llave dentro de la Cerradura. En la parte trasera de la isla Llave hay una ensenada donde se puede echar el ancla. Antes solía haber también un muelle, pero supongo que habrá desaparecido desde hace mucho tiempo. Ahí es donde vamos.

***

Brashen estaba en el timón. Cuando vio el amplio gesto que le hacía Ámbar con el brazo, asintió con la cabeza, y modificó la dirección para poner rumbo a la isla que le indicaba. Esta área de las islas Piratas estaba compuesta por un montón de islitas escarpadas que sobresalían de las olas. Esta en concreto no parecía muy diferente a las otras. El Paragon había sido muy discreto en cuanto a lo que hacía a esta isla distinta de las otras. La parte cínica del alma de Brashen se reía de él, aunque no por ello dejaba de transmitirle la orden de la nao a la tripulación y girar el timón en dirección a la isla mientras sus hombres cambiaban las velas empapadas. El viento constante los había beneficiado en el pasado. Ahora tendrían que realizar una serie de costosas maniobras para llevar al Paragon a donde Ámbar le indicaba.

El número reducido de tripulantes estaba corriendo de un lado a otro. Cuando las bodegas se habían inundado, la mayor parte de la comida se había estropeado. Las dolorosas heridas, una dieta monótona y reducida, y las tareas extenuantes de conducir a la nao con demasiados pocos hombres habrían sido suficientes factores de desmoralización. Pero sabían que Brashen tenía la intención de volver a enfrentarse a Kennit, y no tenían ningún interés en precipitarse hacia una muerte segura. Se habían vuelto rencorosos y chapuceros. Si la nao no hubiera estado tan predispuesta a navegar, la tarea habría sido imposible de realizar.

Clave subió a ver al capitán con los ojos medio cerrados para protegerse de la lluvia. El chico parecía haberse recuperado prácticamente del todo de sus heridas, aunque todavía se protegía el brazo escaldado.

—¡Señor! Ámbar ma dicho que la nao dihe qu'stamos a punto de divisar un' abertura en un lateral de la isla. S'abre sobr'una bahía en el interior de la isla, que tien'a su veh una ihla en su interior. Esa ihla debería tener un buen lugar dond'echar el ancla, en su Iao más ventoso. El Paragon dice qu 'echemos el ancla allí.

—Ya veo. ¿Y luego qué?

La pregunta era retórica. No esperaba que Clave se la contestara.

—Diz'que, si tenemoh suerte, l'anciana que vive allí aún seguirá con vida. Tendremos que llevárnojla con nosotro' señor. Ella eh la llave pra llegar hasta Kennit. Nos dará cualquie' cosa con tal de recuperarla. Incluso a Althea. —El chico inspiró profundamente, antes de soltar—: La nao diz'qu'es la madre de Kennit.

Al oír eso, Brashen levantó una ceja. Pero no tardó nada en recuperarse de su sorpresa.

—Lo mejor que puedes hacer es guardarte esa información para ti, muchacho. Ve a decirle a Ciprés que coja el timón durante un momento. Voy ahora mismo a escuchar con mis propios oídos todo lo que Ámbar pueda contarme sobre este asunto.

***

La lluvia cesó justo cuando Brashen descubrió el lugar donde tenía que echar el ancla, pero ni siquiera los rayos de sol que se filtraron a través de la cobertura de nubes pudieron animarlo. Un muelle derruido salía de una ensenada. El tiempo había degradado los pilares que sujetaban el muelle, y le faltaban algunos tablones de madera. El traqueteo del ancla al caer al agua pareció perturbar la paz invernal de la isla. Pero, cuando Brashen miró hacia la silenciosa colina boscosa que se elevaba detrás del muelle, se dio cuenta de que probablemente no fuera necesario tomarse tantas molestias. Si había habido gente viviendo allí en un pasado, aquel muelle hundido era lo único que quedaba de ellos. No vio casas. Al final del muelle se veía la entrada hacia un camino cubierto por la maleza. El camino se perdía enseguida entre los árboles.

—No parece haber gran cosa por aquí. —Clave dijo en voz alta lo que pensaba el capitán.

—Estoy de acuerdo contigo. Aun así, ya que hemos llegado hasta aquí, vamos a echar un vistazo. Iremos hasta tierra en los botes, que no me fío de ese muelle.

—¿Iremoh?—repitió Chive, con una enorme sonrisa.

—Sí. Voy a dejar a un puñado de hombres a bordo, y a Ámbar a cargo del Paragon. Me llevo al resto de los hombres conmigo. Les vendrá bien bajar de la nao durante un rato. A lo mejor hasta encontramos comida y un poco de agua fresca. Si alguien vivió aquí alguna vez, es que la isla debió de permitirles satisfacer sus necesidades básicas.

No le dijo a Clave que se estaba llevando con él a la mayoría de los tripulantes para que no pudieran huir con la nao mientras él estaba en tierra.

Los tripulantes llegaron sin ganas, pero se les iluminó el rostro ante la perspectiva de bajar a tierra. Los organizó en grupos. Uno de ellos se quedaría a bordo de la nao, y el otro bajaría a los botes. Algunos hombres cazarían y buscarían frutos, y otro puñado de hombres se adentraría con él en el camino. Mientras los hombres preparaban los botes, Brashen se acercó al Paragon con fingido desinterés.

—¿Me vas a decir lo que me espera?

—Una subidita, para empezar. Lucto no quería que su pequeño reino se pudiera divisar desde las aguas. Tengo los recuerdos de Kennit del camino que hay que seguir para llegar allí. Tienes que subir la colina, pero estáte alerta cuando llegues a la cima de la colina y empieces a bajar. El camino se mete primero por un huerto antes de llegar a un recinto cerrado. Solía haber una gran casa, y una fila de casitas más modestas. Lucto cuidaba bien de sus hombres. Sus mujeres e hijos vivieron felices allí, hasta que Igrot asesinó a la mayoría de ellos. Los supervivientes de la masacre se convirtieron en sus esclavos.

El Paragon marcó una pausa. Fijó las cuencas vacías de sus ojos sobre la isla. Brashen esperó.

—La última vez que me marché de aquí, Madre seguía estando viva. Lucto había muerto. Igrot había llevado su juego demasiado lejos, y Padre había pasado a mejor vida. Cuando nos fuimos, abandonamos a Madre en la isla. Creo que esa idea divirtió a Igrot. Pero Kennit juró que volvería a buscarla. Estoy seguro de que habría mantenido su promesa. Su madre era una mujer valiente. Por muchos golpes que hubiera recibido, seguía eligiendo la vida. A lo mejor no se ha muerto todavía. Si la encuentras... cuando la encuentres, cuéntale tu historia. Sé honesto con ella. Se lo merece. Cuéntale porqué has venido a llevártela. —De repente, la voz de la nao se alteró—. No la asustes ni le hagas daño. Ya ha sufrido bastante a lo largo de su vida. Pídele que venga con nosotros. Es posible que se nos una por voluntad propia.

Brashen inspiró profundamente y consideró el plan de la nao bajo la perspectiva más negativa. Se sintió avergonzado de tener que llevarlo a cabo.

—Lo haré lo mejor que pueda—le prometió al Paragon.

Lo mejor que pudiera. ¿Era posible aplicar la palabra «mejor» a esa tarea: el rapto y maltrato de una anciana? No creía que aquello fuera posible, aunque lo haría con tal de recuperar a Althea. Intentó consolarse a sí mismo. Haría todo lo que estuviera en su mano para que la anciana no sufriera ningún daño. Lo más probable era que la mujer no tuviera nada que temer del pirata.

Sacó a la luz el agujero más gordo del plan.

—¿Y si la madre de Kennit... ya no está aquí?

—Entonces esperaremos —propuso la nao—. Kennit vendrá, tarde o temprano.

Esa perspectiva reconfortó a Brashen.

***

Brashen condujo a su escolta de hombres armados por el camino medio escondido por la maleza. Caminaban sobre una alfombra gruesa de hojas caídas. De las ramas de los árboles, tanto de las que estaban desnudas como de las que aún tenían hojas, caían gotas de lluvia. Brashen llevaba una pesada espada a un lado de su cinturón, y dos de sus hombres tenían sus arcos a punto. Esas medidas iban más encaminadas a protegerse de los jabalíes, dado que el camino estaba lleno de las huellas de sus pisadas, que de cualquier forma de resistencia imaginada. Por lo que había dicho el Paragon, si la mujer aún vivía, lo más probable sería que viviera sola. Brashen se preguntó si estaría loca. ¿Cuánto tiempo podía vivir una mujer completamente aislada antes de perder la cordura?

Llegaron a lo alto de la colina y comenzaron a descender por la vertiente opuesta. Los troncos de los árboles eran igual de gruesos, pero los tocones de grandes dimensiones dejaban intuir que, en otros tiempos, esta parte de la colina había sido utilizada por los leñadores. Con el paso del tiempo, el bosque se había recuperado. Cuando llegaron al pie de la colina, salieron a un huerto. Las malas hierbas le llegaban a Brashen hasta los muslos. Sus hombres lo siguieron por entre los árboles frutales de desnudas ramas. Algunos de los árboles estaban caídos. Otros entremezclaban sus ramas por encima de las cabezas de los marineros.

A partir de la mitad del huerto, las ramas de los árboles mostraban signos de haber sido podadas recientemente. La hierba también había sido cortada, y Brashen pudo sentir un débil rastro de madera quemada en el ambiente. Ahora veía lo que la maraña de ramas de árbol le había estado escondiendo. Una enorme casa de paredes blancas dominaba el valle, flanqueada por una fila de casitas que bordeaban las tierras dedicadas a los cultivos. Brashen se detuvo, y sus hombres con él, entre murmullos de sorpresa. La existencia de un granero dejaba creer que podía haber provisiones almacenadas en su interior. Cuando el capitán levantó la vista, vio que había cabras y ovejas pastando en el otro lado de la colina. El cuidado de aquellos animales era demasiado trabajo para un solo par de manos. Tenía que haber gente viviendo allí. Se exponían a un posible enfrentamiento.

Les echó una ojeada a los hombres que venían detrás de él.

—Seguidme la corriente. Quiero intentar salir de esta sin que tengamos que luchar. La nao dijo que a lo mejor decidía venir con nosotros por voluntad propia. Esperemos que así sea.

Mientras hablaba, una mujer que llevaba a un niño en sus brazos corrió hasta una de las casitas y se encerró en su interior dando un portazo. Un instante después, la puerta se volvió a abrir. Un hombre corpulento salió al rellano, los avistó, y volvió a refugiarse dentro de la casa. Cuando apareció de nuevo, llevaba un hacha de madero entre las manos. La levantó por encima de su cabeza mientras los miraba. Uno de los hombres de Brashen estiró su arco.

—Bájalo—le ordenó Brashen en voz baja.

A continuación levantó los brazos para hacerles ver que venía en son de paz. El hombre que los miraba desde el rellano de la casa no parecía impresionado. La mujer que salió detrás de él tampoco. Había cambiado al niño por un enorme cuchillo.

Brashen tomó una decisión difícil.

—Mantened los arcos abajo. Seguidme, pero manteneos veinte pasos por detrás de mí. Que ningún hombre tire una flecha a menos que yo lo ordene. ¿Os ha quedado claro?

—Muy claro, señor —contestó uno de sus hombres.

Los demás emitieron murmullos dudosos. Aún estaba muy fresco en sus memorias el último intento de su capitán por entablar una negociación pacífica.

Brashen levantó los brazos, estirándolos lo más lejos que podía de su espada, y se dirigió a las personas que lo miraban desde la entrada de la casa.

—Voy a ir hacia vosotros. No tengo intención de haceros daño. Solo quiero hablar con vosotros. —Empezó a caminar hacia ellos.

—¡Quédate dónde estás! —le gritó de vuelta la mujer—. ¡Háblanos desde tu posición!

Brashen avanzó unos cuantos pasos más para ver cómo reaccionaban. El hombre fue a su encuentro, con el hacha en posición de ataque. Era ancho de espaldas, y tenía las mejillas tatuadas hasta las orejas. Brashen recordó haber visto esos tatuajes en anteriores peleas: no lucharía demasiado bien, pero sería difícil de matar. Supo, con toda certeza, que no sería capaz de hacerlo. No mataría a ninguno de ellos mientras su bebé esperara, desatendido, en el interior de la morada. La propia Althea no sería capaz de pedirle que hiciera eso por ella. Tenía que haber otra manera de hacer las cosas.

—¡La mujer Ludoventura! —gritó. Deseó de todo corazón que el Paragon le hubiera dicho el nombre de la anciana—. La viuda de Buenaventura. Quiero hablar con ella. Por eso hemos venido aquí.

El hombre se detuvo, dubitativo. Giró la cabeza para mirar a la mujer, que levantó la barbilla para decir:

—Aquí no hay nadie más que nosotros. Marchaos, y olvidad que habéis estado aquí.

La mujer sabía que tenía la fortuna en contra. Si los hombres de Brashen avanzaban con él, podrían reducirlos. Brashen decidió aprovecharse de su ventaja.

—Voy a bajar hacia vosotros. Solo quiero comprobar que me estáis diciendo la verdad. Si no está ahí dentro, me marcharé. No queremos derramar sangre. Solo hablar con la mujer Ludoventura.

El hombre le echó una ojeada a su mujer. Brashen leyó incertidumbre en su mirada, y esperó estar en lo cierto. Comenzó a caminar despacio hacia la casa, con los brazos bien alejados de su espada. Cuanto más se acercaba, más dudaba de que fueran los únicos habitantes de aquella isla. Había al menos otra casa con un camino bien trazado y una nube de humo saliendo de la chimenea. Un leve movimiento de la mujer lo puso sobre aviso. Se giró justo a tiempo para evitar a una esbelta muchacha que se abalanzaba sobre él desde un árbol. Estaba descalza y desarmada, pero usaba su furia por arma.

—Invasores. Invasores. ¡Sucios invasores! —gritó, mientras lo atacaba con uñas y puños. Brashen levantó los brazos para protegerse la cabeza de sus uñas.

—¡Calcetín! ¡No! ¡No, para, vete! —gritó la otra mujer.

Corrió hacia ellos con sus andares de leñadora, cuchillo en mano, y el hombre la imitó enseguida.

—¡No somos esclavistas! —le dijo Brashen, pero solo consiguió que Calcetín se pusiera aún más fiera.

Consiguió zafarse de ella, y luego se dio la vuelta para agarrarla de la cintura. Intentó coger una de sus muñecas. Ella lo arañó y le tiró del pelo con la otra mano hasta que también consiguió inmovilizársela. Aquello era como sujetar a un gato enfadado. Sus pies desnudos hacían un ruido sordo al golpear las espinillas de Brashen y, mientras tanto, también intentaba morderle el hombro. El grosor de su chaqueta no le impedía realizar ninguno de sus movimientos salvajes.

—¡Para ya! —le gritó Brashen—. No somos esclavistas. Solo quiero hablar con la madre de Kennit Ludoventura. Nada más.

Al oír el nombre de Kennit, la chica a la que sostenía entre sus brazos se quedó sin fuerzas. Brashen aprovechó para empujarla hacia la mujer que blandía el cuchillo. Esta la agarró con un brazo y la hizo colocarse detrás de ella. Después, levantó una mano para detener al hombre del hacha, que estaba a punto de lanzarse de cabeza contra Brashen.

—¿Kennit? —preguntó—. ¿Kennit te mandó aquí?

No le pareció oportuno contradecirla.

—Llevo un mensaje para su madre.

—Mentiroso. Mentiroso. ¡Mentiroso! —gritó la chica con rabia, mientras le enseñaba los dientes. Mátalo, Saylah. Mátalo. Mátalo.

Brashen se dio cuenta, por primera vez, de que esa chica no estaba bien de la cabeza. El hombre del hacha le puso una mano en el hombro, distraídamente, para intentar calmarla. Hubo algo paternal en aquel gesto. La muchacha se quedó quieta, pero siguió haciéndole muecas a Brashen. No hubo ningún intercambio de miradas; era obvio que la mujer estaba reflexionando, y ahora Brashen sabía quién estaba al mando ahí.

—Vamos —dijo finalmente Saylah, mientras hacía un gesto con el que señalaba la casa—. Calcetín, corre a buscar a Madre. Pero no la inquietes, dile solo que ha llegado un hombre con un mensaje de Kennit. Vamos. —Se giró hacia Brashen—. Mi hombre, Dedge, se va a quedar aquí vigilando a tus hombres. Si uno de ellos se atreve a moverse, te mataremos. ¿Entendido?

—Claro. —Brashen se giró hacia sus hombres—. Quedaos aquí. No hagáis nada. Enseguida vuelvo.

Unas cuantas cabezas asintieron. Ninguna de ellas pareció alegrarse ante aquella perspectiva.

Calcetín se alejó corriendo. Al cruzar las parcelas cultivadas, levantó nubes de polvo con los pies. Dedge se cruzó de brazos y centró su atención en los hombres de Brashen; este se fue con la mujer.

El cacareo de un gallo rompió la quietud del atardecer grisáceo e hizo que Brashen se sobresaltara. Se preguntó repentinamente si no habría errado completamente el tiro. Tierras labradas, pollos, ovejas, cabras, cerdos... esta isla podía asegurar la subsistencia de un buen número de personas.

—Date prisa —le gritó Saylah.

Cuando llegaron a la puerta de la casa, la mujer se colocó delante de él. Una vez dentro, se apresuró a coger en brazos al bebé lloroso, sin dejar de blandir su cuchillo por ello.

—Siéntate —le ordenó.

Brashen se sentó, y se puso a mirar la habitación con curiosidad. La calidad de los muebles dejaba intuir que aquella gente tenía más tiempo libre que estilo. Tanto la mesa como las sillas, o la cama de la esquina, parecían ser obra de sus propias manos. Todo parecía robusto, si no elegante. Era, a su manera, una habitación confortable. Un pequeño fuego brillaba en la chimenea, y Brashen se sintió agradecido por ese instante de calidez después del frío que había pasado durante todo el día. Entre los brazos de su madre, el bebé se estaba calmando. La mujer empezó el universalmente conocido movimiento de balanceo para mecer al niño.

—Tienes una casa muy bonita —comentó, sin saber bien por qué.

La mujer, sorprendida, entornó los ojos.

—Es aceptable —contestó, a regañadientes.

—Y mejor que muchos otros sitios en los que hemos podido estar, estoy seguro.

—Eso es verdad —concedió ella.

Se revistió con las mejores maneras del Mitonar. Hablaron un poco mientras esperaban a que llegara la señora de la casa. Brashen se atrevió a tomar asiento, como si estuviera convencido de su hospitalidad.

—Es un buen lugar para criar a un muchacho. Hay mucho espacio para correr, y un montón de cosas que explorar. Si sigue tan sano como ahora, este niño no tardará en desarrollar ganas de comerse el mundo.

—Es probable —concedió ella, después de mirar un momento el rostro del bebé.

—¿Qué tiempo tiene, un año? —se atrevió a adivinar Brashen.

Eso hizo sonreír a la mujer.

—Apenas. —Saylah le dio un golpecito cariñoso al bebé—. Pero creo que es bastante grande para su edad.

De repente, se oyó un sonido desde el exterior, lo que hizo que la mujer volviera a ponerse a la defensiva. Aun así, Brashen se atrevió a esperar que hubiera vencido parte de su desconfianza. Cuando Calcetín introdujo la cabeza por la puerta de la habitación, Brashen intentó mantener una actitud relajada. La muchacha lo miró con malevolencia mientras apuntaba con el dedo en su dirección.

—Invasor. Mentiroso —le escupió, con toda su furia.

—Sal de aquí, Calcetín—le ordenó Saylah.

La mujer más joven retrocedió un par de pasos, y Brashen oyó unos extraños murmullos desde el exterior. Cuando una anciana entró en la habitación y Brashen pudo echar un vistazo en su dirección, supo que ella era la mujer a la que estaba buscando. Kennit tenía los ojos de su madre. Inclinó la cabeza hacia él, con cierta cara de curiosidad. Bajo uno de sus brazos llevaba una cesta de la que sobresalían un montón de setas oscuras de ancho sombrero.

Emitió un gruñido interrogatorio a la atención de Saylah, que seguía apuntando a Brashen con su cuchillo.

—Llegó por el camino de la ensenada junto con otros seis hombres. Dice que tiene un mensaje para ti, que viene de parte de Kennit. Pero preguntó por la viuda de Buenaventura, por la mujer Ludoventura.

La anciana giró la cabeza hacia Brashen y lo miró con cara de incredulidad. Levantó las cejas, en un gesto exagerado que acentuaba sobremanera su sorpresa, y murmuró algo. El hecho de que no tuviera lengua no facilitaría las cosas. Le echó una ojeada a Saylah, preguntándose cuál sería la mejor manera de proceder. El Paragon le había aconsejado que fuese honesto, ¿pero también debía serlo delante de testigos?

Cogió aire.

—El Paragon me trajo aquí—dijo, en un tono tranquilo.

Debería de haber estado preparado para su reacción. La madre de Kennit se tambaleó, antes de agarrar el borde de la mesa. Saylah soltó un gritito de sorpresa y se apresuró a ayudar a la anciana a recuperar el equilibrio.

—Necesitamos su ayuda. El Paragon quiere que venga con nosotros a ver a Kennit.

—¡No podéis sacarla de la isla! ¡No podéis llevárosla a ella sola! —gritó Saylah con enfado.

—Puede llevar a quien quiera con ella —aventuró Brashen, sin pensar mucho en lo que decía—. Te repito que no pretendemos hacerle ningún daño. He venido hasta aquí para llevarla ante Kennit.

La madre de Kennit levantó la cabeza y se quedó mirando a Brashen. Sus ojos de aguamarina lo penetraron profundamente. Sabía que nadie que mencionara al Paragon podía venir de parte de Kennit. Sabía que, con o sin intención de hacerle daño, estaría exponiendo su vida al peligro. Tenía los ojos de una antigua mártir, pero le sostuvo la mirada durante un buen rato. Al final, asintió con la cabeza.

—Dice que irá con vosotros —le informó inútilmente Saylah.

La madre de Kennit le hizo otra seña a la mujer tatuada. Esta vez, se quedó pasmada.

—¿A él? No puedes llevártelo a él contigo.

La madre de Kennit se puso bien recta y dio un golpe de talón contra el suelo para aumentar su énfasis. Repitió el extraño gesto, que consistía en girar la muñeca. Saylah miró a Brashen con seriedad.

—¿Estás seguro de que se puede llevar a quien quiera? ¿Formaba eso parte del mensaje?

Brashen asintió, mientras se preguntaba en qué lío se estaría metiendo. A estas alturas sería demasiado peligroso contradecirse. Cruzó su mirada con la de la anciana.

—El Paragon me dijo que confiara en ti —le dijo a la anciana.

La madre de Kennit cerró los ojos durante un instante. Cuando los volvió a abrir, estaban llenos de lágrimas. Sacudió la cabeza con fiereza, y luego se giró hacia Saylah. Farfulló algo, entremezclando los sonidos que emitía con gestos de la mano. La otra mujer frunció el ceño mientras traducía.

—Tiene que coger unas pocas cosas. Dice que deberías volver a la ensenada, y que nosotras nos reuniremos luego con vosotros.

¿Era posible que todo resultara tan fácil? Volvió a intercambiar una mirada con aquellos ojos de color azul claro, y la mujer asintió enfáticamente. Quería hacer esto a su manera. Muy bien.

—Os esperaré allí—le dijo, muy serio.

Después, se inclinó formalmente.

—Espera un momento —lo avisó Saylah. Sacó la cabeza por el marco de la puerta—. ¡Calcetín! ¡Baja eso! Madre dice que tenemos que dejarle volver a la ensenada. Si le golpeas con eso, te arrearé una buena con el cinturón. ¡De verdad te lo digo!

Calcetín, que estaba justo en el exterior de la puerta, dejó caer al suelo, desdeñosamente, un grueso palo de madera.

La mujer tatuada le dio otra orden.

—Corre a decirle a Dedge que Madre ha dado su autorización para que salga de aquí. Dile que todo va bien. Vamos, corre.

Brashen observó a la muchacha alejarse. Si se le hubiera ocurrido salir por la puerta, le habría abierto la cabeza. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal.

—Desde que la encadenaron no ha vuelto a ser la misma, pero se está recuperando. No puede evitar actuar así

La mujer pronunció las últimas palabras a la defensiva, como si Brashen le hubiese dirigido alguna crítica.

—No la juzgo —dijo, tranquilamente, y se dio cuenta de que lo que decía era verdad.

Brashen observó de nuevo a la muchacha. No podía ser mayor de dieciséis años. Tenía una cojera muy pronunciada. Escuchó lo que le decía a Dedge, y corroboró el mensaje con un gesto de asentimiento de la cabeza.

Después de inclinarse de nuevo en reverencia, Brashen abandonó la casa. Cuando pasó por delante de Calcetín, esta le puso caras e hizo gestos salvajes y obscenos. Dedge no dijo ni una palabra. No dejó de mirar a Brashen en ningún momento. Brashen le dedicó un gesto solemne con la cabeza al pasar delante de él, pero el rostro del hombre permaneció impasible. Se preguntó lo que diría Dedge cuando se enterara de que la madre de Kennit tenía la intención de llevárselo con él.

***

—¿Y cuánto tiempo vamos a tener que esperar? —le preguntó Ámbar.

Brashen se encogió de hombros. Había vuelto de inmediato a la nao y se lo había contado todo. Había encontrando a sus hombres exultantes, devorando dos jabalíes peludos que habían cazado a punta de lanza. Les habría gustado seguir cazando, pero Brashen había insistido para que toda la tripulación volviera a subir a bordo de la nao. No se arriesgaría a que le hicieran ninguna jugada sucia.

El Paragon había guardado silencio al oír su historia. Ámbar se había quedado pensativa. Ahora, la nao tomaba la palabra.

—Vendrá. No tomáis. —Giró la cabeza hacia otro lado, como si le diera vergüenza que le vieran la cara—. Ama a Kennit tanto como lo amo yo.

Brashen observó movimiento en el camino boscoso, como si las palabras del Paragon hubieran acelerado la entrada en escena de la anciana. Un instante después, en efecto, la mujer salió del camino. Cuando vio al Paragon, no pudo evitar llevarse las manos a la boca. Se quedó mirándolo fijamente. Dedge venía detrás de ella. Llevaba una bolsa encima del hombro, y una cadena en la mano que le quedaba libre. En el otro extremo de la cadena, un despojo humano, de largo cabello, tez pálida, y flaco como un saco de huesos, avanzaba dando tumbos. El hombre encadenado esgrimió una mueca de dolor antes de bajar la mirada, como si no pudiera soportar la luz del sol.

—¿Qué es eso? —preguntó Ámbar, horrorizada.

—Me temo que no vamos a tardar mucho en saberlo —le contestó Brashen.

Saylah venía detrás de ellos, empujando un cesto lleno de patatas y nabos. Unos cuantos pollos atados también a la cesta graznaban por encima de los vegetales. Ámbar entendió enseguida de lo que iba todo aquello. Se apresuró a ponerse en pie.

—Voy a ver qué podemos intercambiar por sus mercancías. ¿Quieres que seamos más bien generosos o más bien conservadores?

Brashen se encogió de hombros.

—Júzgalo tú misma. Dudo que tengamos mucho que ofrecer, pero es probable que les agrade cualquier cosa que no puedan hacer por sí mismos.

Al final, el intercambio resultó ser de lo más sencillo. La madre de Kennit fue subida a bordo, y lo primero que hizo fue ir a la cubierta del Paragon. Llevaba una bolsita de lona con ella. Lo más difícil fue subir a bordo al hombre encadenado. Como no conseguía subir los escalones, al final hubo que alzarlo a bordo como si fuera una mercancía. Una vez que alcanzó la cubierta, se acurrucó sobre sí mismo, y empezó a gemir. Se había cubierto la cabeza con los brazos, como si esperara recibir un golpe en cualquier momento. Brashen adivinó que había gastado sus últimas fuerzas en llegar tan lejos. Ámbar fue generosa: les dio todas las herramientas de las que decidió que podía prescindir para trabajar en la nao, así como prendas de ropa que venían de los marineros muertos. Brashen no quiso pensar en que estaban comprando comida para los vivos con las posesiones de los muertos. A la tripulación no pareció importarle lo más mínimo, y Saylah se quedó encantada. La generosidad de Ámbar hizo que bajara la guardia y dejara de sospechar de ellos.

—¿Cuidaréis bien de Madre? —les preguntó, cuando se disponían a partir.

—La cuidaremos como a una reina —prometió Brashen con sinceridad.

Saylah y Dedge los observaron alejarse desde la orilla. Brashen se quedó en la cubierta superior junto con la madre de Kennit, mientras levaban el ancla. Se preguntó cuál era el trato que les reservaría Kennit a los de la isla cuando descubriera la facilidad con la que le habían entregado a su madre. Parecía tranquila, y muy lúcida. A lo mejor él también podía conseguirlo. Se giró hacia Ámbar.

—Traslada las cosas de Althea a mi camarote. Instalaremos a Madre en la cabina de la primera oficial. Y quítale las cadenas a ese pobre diablo y dale algo de comer. Solo Sa puede saber por qué lo ha arrastrado hasta aquí, pero estoy seguro de que ha tenido que hacerlo por alguna razón.

—Seguro que sí —contestó Ámbar, con un tono de voz tan extraño que Brashen se alegró cuando la vio partir a ocuparse de sus tareas.

La madre de Kennit permaneció en la cubierta después de que el ancla estuviera recogida y Brashen hubiera repartido sus órdenes. El modo en que giraba la cabeza, y los gestos de asentimiento que hacía al observar a los tripulantes realizar sus tareas, denotaron que estaba bien familiarizada con las maneras que había que emplear para hacer avanzar a esta nao. Cuando el Paragon empezó a moverse, la anciana levantó la cabeza y acarició la barandilla de proa con sus manos venosas como haría una madre orgullosa de su hijo.

Cuando el viento hinchó las velas del Paragon y este empezó a alejarse de la ensenada y surcar las olas, la anciana abrió su bolsa amarilla. Brashen se reunió de nuevo con ella en la cubierta superior. La madre de Kennit sacó tres libros gastados. Brashen levantó una ceja.

—Diarios de a bordo —exclamó—. Los diarios de a bordo del Paragon, una nao rediviva de los mercaderes del Mitonar en sus viajes por las Orillas Malditas. ¡Son tus cuadernos de navegación, Paragon!

—Lo sé —contestó la nao con seriedad—. Lo sé.

Una voz ronca se elevó desde atrás.

—Trell. Brashen Trell.

Brashen se giró hacia la voz. Ámbar sostenía al esquelético prisionero de la isla Llave.

—Insistió en hablar contigo —dijo la carpintera, en voz baja.

El prisionero alzó su voz por encima de la de Ámbar. Cuando fijó su mirada lúgubre sobre Brashen, tenía los ojos llorosos. No dejaba de mover la cabeza en círculos errantes. También le temblaban las manos.

—Soy Kyle Haven —dijo, con la voz áspera—. Y quiero volver a casa. Solo quiero volver a casa.