—Quiero que me dejes salir de aquí.
Kennit cerró la puerta tras su paso y dejó la bandeja. Se giró hacia Althea con elaborada calma.
—¿Necesitas algo de ahí fuera que no puedas tener aquí? —le preguntó, cuidando estudiadamente las formas.
—Aire fresco y libertad de movimiento —le contestó de inmediato.
Estaba sentada en un extremo del camastro. Cuando se levantó, el balanceo continuo de la nao la obligó a apoyarse contra el mamparo para no perder el equilibrio. No se soltó hasta que no estuvo segura de que podía mantener la verticalidad por sí sola.
Kennit levantó una ceja.
—¿Te trato mal? ¿Es eso?
—No exactamente. Lo que pasa es que me siento prisionera y...
—Oh, para nada. Eres la invitada a la que más cuido. Me dolería que no lo vieras así. Ven. Sé honesta conmigo. ¿Hay algo en mí que te molesta? ¿Te asusta mi aspecto? Si es así, te aseguro que no lo hago a propósito.
—No, no. —Observó los esfuerzos que tenía que hacer para formular una respuesta—. Eres todo un caballero, y no se puede decir que des mucho miedo. Solo me has demostrado amabilidad y cortesía. Pero, cuando intenté abrir la puerta, el pestillo estaba echado y...
—Ven. Siéntate aquí y come algo, que vamos a discutir este asunto —le sonrió, mientras intentaba no comérsela con los ojos.
Se había puesto la ropa de Wintrow y, con el pelo como lo llevaba, recogido en una coleta, el parecido entre ambos era aún más acusado. Tenía sus mismos ojos oscuros, y la forma de sus mejillas, pero su rostro nunca había sido estropeado con un tatuaje. Era probable que se hubiera puesto la ropa de Wintrow creyendo que estaría menos provocativa que con su camisón. La verdad era completamente opuesta. La camisa de Wintrow hacía palpitar el corazón de Kennit. Sus mejillas tenían un color rosado muy natural, pero sus ojos seguían brillando de manera extraña. No debía de habérsele terminado de pasar el efecto del somnífero que le había dado. Destapó la comida y la dispuso encima de la cama, para que se la comiera. Luego se quedó esperando, igual que el grumete Kennit había esperado, años atrás, al pirata Igrot. Cuantos extraños paralelismos, se dijo para sus adentros. Apartó el pensamiento de su cabeza, y se esforzó por mantener la conversación.
—Ya te he explicado lo que me preocupaba. Me temo que mis hombres no tengan las buenas maneras a las que estas acostumbrada. Si te dejara pasear a tus anchas por la cubierta, estaría permitiendo que ocurriera un incidente, o algún tipo de altercado. Muchos de mis hombres son antiguos esclavos; y algunos de ellos fueron esclavos a bordo de esta nao. Pasaron mucho tiempo en sus agujeros, temblando de frío y rodeados de inmundicia. Tu familia los condenó a esa vida. No les tienen mucho cariño a los parientes de Kyle Haven. Dices que no tienes la culpa de que recibieran ese trato, ni del trato que recibió la nao. Pero me temo que sea difícil que la tripulación lo acepte. O que la nao lo acepte.
»Sé que te mueres por ver a la Vivacia. —Le sonrió con indulgencia—. Si fueras libre de abandonar esta habitación, correrías a ver al mascarón de proa. Porque sé que no me crees cuando te digo que la Vivacia se ha ido —por el rabillo del ojo, vio como Althea apretaba los labios y hacía rechinar sus dientes, igual que hacía Wintrow cuando estaba enojado. Kennit estuvo a punto de sonreír, pero consiguió mantener la compostura. Sacudió la cabeza, y la miró con seriedad—. Pero esa es la verdad, y Rayo no te recibirá con los brazos abiertos. ¿Llegaría a amenazarte con un maltrato físico? La verdad, honestamente, es que no lo sé. Y prefería que no me lo tuviera que decir la experiencia.
Kennit le devolvió su mejor sonrisa a la mirada silícea de Althea. Vaya ojos tan negros que tenía.
—Ven. Come algo. Después te sentirás más capaz de razonar.
La sombra de la duda pasó por el rostro de Althea. Kennit recordó aquella sensación. Igrot, todo un modelo de retorcimiento, podía, después de días enteros de rigor y crueldad, pasar a ser todo un ejemplo de gentileza. Durante una semana, le hablaría con suavidad, utilizaría sus mejores modales, y le daría muestras de cariño paterno filial. Le daría la enhorabuena por el trabajo bien hecho, y le auguraría un futuro brillante. Y después, sin previo aviso, lo agarraría de la muñeca con toda su fuerza, lo acercaría a él, y Kennit sentiría la aspereza de su mejilla barbuda contra su rostro, mientras intentaba zafarse del abrazo de su captor.
De repente, se sintió muy vulnerable. ¿Se había puesto en peligro al establecer contacto con la mujer? Intentó recuperar su amplia sonrisa, pero solo pudo penetrarla con sus ojos. Althea le sostuvo la mirada.
—No me apetece comer nada —le dijo, desganada—. Le echas algo a la comida que me adormece. No me gusta esa sensación. No me gusta tener sueños tan reales, ni el modo en el que me siento cuando intento despertarme y no lo consigo.
Kennit intentó poner cara de sorpresa.
—Me temo, damisela, que has estado mucho más débil de lo que te crees. Creo que no has estado durmiendo tanto solo para recuperarte de tu baño en las aguas heladas, sino también para curarte de meses de dudas y aprensiones. Es normal que ahora que estás a bordo de tu nao familiar tu cuerpo se relaje y te deje descansar. Pero... espera. Deja que sea yo quien te reconforte.
Se sentó, con cuidado, sobre su silla. Con una fastidiosa dedicación, se comió un trozo de cada cosa que tenía en el plato, e hizo como si se bebiera un sorbo de vino, para ayudar a tragarlo todo. Se limpió los labios a conciencia, con ayuda de su pañuelo, y se dio la vuelta para mirarla de nuevo.
—Ya está. ¿Satisfecha? No hay veneno. —Ladeó la cabeza hacia ella y levantó una ceja—. Pero ¿por qué supones que tengo la intención de envenenarte? ¿Qué clase de monstruo crees que soy? ¿Tanto me temes y me odias?
—No, no. Lo que pasa es que... Ya sé que has sido muy amable conmigo. Pero... —Cogió aire, y Kennit pudo ver que se arrepentía de haber lanzado aquella acusación tan a la ligera—. No he dicho que quisieras envenenarme. Solo sé que duermo demasiado profundamente, y que siempre me despierto medio atontada. Siempre me duele la cabeza; nunca me siento alerta.
Empezó a balancear peligrosamente la cabeza, pero sus pies se quedaron clavados en el suelo.
Levantó las cejas y sus rasgos se torcieron en una mueca de gran preocupación.
—¿Te golpeaste la cabeza cuando caíste por la borda? ¿Tienes algún punto sensible?
—No, no creo... Se puso las palmas de la mano sobre la cabeza y presionó contra su cráneo.
—Permíteme a mí—insistió.
Empujó su silla hacia atrás, y le indicó con un gesto que tomara asiento en ella. Althea avanzó torpemente hasta la silla y se sentó muy derecha, mientras Kennit le colocaba las manos sobre la cabeza. Se sentó enfrente de ella, para poder ver el rostro de la mujer mientras sus dedos exploraban su cabeza con delicadeza. Le desató el cabello con fingida naturalidad, y se puso a analizar su cráneo. Frunció el ceño.
—A veces, un mal golpe en la nuca o en la espina dorsal... —murmuró, pensativo.
Luego, se colocó detrás de ella y echó hacia un lado toda su melena negra. Se acercó más y trazó la línea de su espina dorsal, por debajo del cuello de su camisa. Althea estaba sumisamente sentada delante de él, con la cabeza agachada y, aun así, podía sentir como sus músculos se estaban tensando. ¿Miedo? ¿Aprensión? ¿Deseo, quizá? El pelo de Althea conservaba un débil rastro de su perfume, pero su camisa olía a Wintrow. La combinación de ambos resultaba intoxicante. Kennit dejó que sus dedos descendieran por la espina dorsal de Althea.
—¿Te duele algo? —le preguntó, con tono de preocupación.
Detuvo sus dedos a la altura de la parte trasera de sus pantalones, pero no apartó su mano de la piel de ella.
—Un poco —admitió ella. Kennit no pudo evitar sonreírle a su buena estrella—. En la mitad de la espalda.
—¿Aquí? —Fue deslizando sus dedos hacia arriba hasta que Althea asintió—. Bien. Puede que la fuente del problema esté ahí. ¿Has tenido mareos? ¿Se te ha nublado la vista en algún momento?
—Alguna vez —le concedió, a regañadientes. Levantó la cabeza—. Pero sigo pensando que mis dolores de cabeza se tienen que deber a algo más.
—Yo no creo que sea así —la contradijo, suavemente. Su mano todavía descansaba sobre la espalda de la mujer—. A menos que... —Marcó una pausa, hasta que estuvo seguro de que tenía los oídos bien abiertos—. Siento tener que sugerir esto. Estoy seguro que sabes a lo que me refiero cuando te hablo de mi vínculo con la nao. Ella siente mis cambios de humor, y comparte los suyos propios conmigo. Tal vez la nao está enfadada contigo, o siente algún tipo de hostilidad hacia ti, o desea que enfermes... Oh, como siento haber sugerido siquiera algo así.
Kennit había reforzado intencionadamente su aprensión, pero al rostro de Althea se había puesto mucho más pálido de lo que había esperado. Tendría que tener más cuidado; no quería quitarle todas sus ganas de luchar de un plumazo. Le sonrió animosamente.
—Come algo. Recupera fuerzas.
—Puede que tengas razón —le concedió Althea, con la voz ronca.
Kennit hizo un ademán hacia la comida, y Althea se dio la vuelta para ponerse frente a la mesa. Cuando Althea se llevó a la boca la misma cuchara que acababa de utilizar él, sintió un arrebato de lujuria como nunca había sentido en su vida. Se quedó tan alucinado ante aquella intensidad que lo único que pudo hacer a continuación fue balbucear.
***
La comida estaba exquisita pero, como el pirata no le quitaba ojo de encima, no consiguió relajarse. Y tampoco pudo despejarse la cabeza. Bebió un sorbo de vino y empezó a ver doble casi de inmediato. Recuperó su visión normal en cuanto parpadeó pero, de repente, se sintió demasiado cansada como para seguir comiendo. Dejó su cuchara dentro del plato. Le estaba costando horrores mantener sus pensamientos en orden. Una sola palabra de Kennit era capaz de desordenarlos todos, otra vez. Pero seguía faltando algo, algo importante...
—Por favor —le dijo Kennit, solícitamente—. Intenta terminarte la comida. Sé que no te encuentras demasiado bien, pero lo que necesitas para recuperarte es comer.
Althea se esforzó por sonreír educadamente.
—No puedo. —Se aclaró la garganta, e intentó centrarse.
Las palabras de Kennit seguían alterando sus pensamientos. En cuanto había entrado por la puerta, había querido preguntarle algo muy importante... tan importante como su deseo de salir de la habitación para hablar con la nao. ¡Brashen! El retorno de Brashen a su mente pareció estabilizar sus pensamientos.
—Brashen —dijo, en voz alta, y sintió que recobraba fuerzas solo con pronunciar su nombre—. El capitán Trell. ¿Por qué no me ha mandado llamar, o llevado de vuelta a la cubierta del Paragon?
—Bueno. No estoy muy seguro de lo que debería contestar a eso. —La voz de Kennit parecía profundamente afectada.
Althea tuvo que girar la cabeza para mirarlo y, al hacerlo, le pareció que era la cabina la que daba vueltas a su alrededor. Todo estaba muy oscuro. Sintió que su lengua estaba como inerte.
—¿Qué quieres decir?
Kennit inspiró profundamente y lo dejó salir, poco a poco.
—Pensé que lo habrías visto todo desde las aguas. Siento enormemente tener que contarte esto, querida mía. Las serpientes le causaron grandes daños al Paragon. Me temo que la nave se fue a pique. Intentamos salvar a todos los que pudimos, pero las serpientes son tan voraces... El capitán Trell se hundió junto con su nao. No pudimos hacer nada por él. Es un milagro que consiguiéramos salvarte a ti. —Le dio una palmadita de consuelo en el hombro—. Me temo que esta nao va a tener que volver a convertirse en tu hogar. Pero no tengas miedo. Yo cuidaré de ti.
Las palabras de Kennit le fueron llegando por oleadas. Solo les iba encontrando sentido después de que el sonido hubiera llegado a sus oídos, a destiempo. Cuando comprendió lo que le había dicho, saltó de inmediato sobre sus pies. O al menos, eso pensó, porque enseguida tuvo que buscar la pared con sus manos para evitar perder el equilibrio. Odiaba aquella torpeza porque la estaba distrayendo de un dolor tan profundo que solo podía tener la muerte por causa. No conseguía entender el por qué hasta que, de repente, supo que se le había acabado el mundo. Se había alejado de él o, de alguna manera, él la había dejado atrás. Brashen. Ámbar. Clave. Haff. El pobre viejo Lop. Paragon, el querido loco de Paragon. Todos habían muerto por culpa de su absurdo objetivo. Los había conducido a todos hasta la muerte. Abrió la boca, pero sentía una pena tan grande que no pudo ni llorar.
—Vamos, ven aquí —le estaba diciendo Kennit, en un intento porque se tumbara sobre su camastro.
Althea había olvidado como se hacía para doblar las rodillas y, de repente, se hizo un lío con sus dos piernas. Perdió el equilibrio, se golpeó las costillas contra el borde del camastro, y se acurrucó finalmente en esa cama que tantas veces atrás le había servido de refugio.
—Brashen. Brashen. Brashen.
No podía dejar de decir su nombre, pero tenía tal nudo en la garganta que no le salía ningún sonido de la boca. La habitación no dejaba de moverse, y se estaba ahogando con aquella palabra. A lo mejor la palabra se le atascaba del todo en la garganta y conseguía morirse.
De repente, Kennit se sentó junto a ella. La agarró por los hombros para colocarla en posición sentada. La mujer se apoyó sobre su pecho, y él le pasó los brazos alrededor del cuerpo.
—Estoy aquí, aquí. Ahí, ahí, ahí. Un impacto terrible, lo sé. Me siento tan estúpido por habértelo contado de esta manera. Tienes que estar sintiéndote tan sola. Pero estoy aquí. Aquí. Toma un poco de vino.
Althea bebió un sorbo de la copa que le tendía. No quería tanto como tragó, pero la copa no bajaba, y parecía haberse quedado sin determinación. Durante todo el tiempo que estuvo sujetando la copa contra sus labios, Kennit le habló con dulzura. Cuando no quedó vino, dejó la copa a un lado y la abrazó. El rostro de Althea rozaba el lazo que le ataba al pirata el cuello de la camisa. Le apartó el pelo de la cara y la meció como si fuera una niña que estuviera diciendo cosas sin sentido, una niña a la que había que cuidar y decirle que todo iría bien a su debido tiempo, y que todo lo que tenía que hacer era creer en él y dejar que la hiciera sentir mejor. Le besó los labios con dulzura.
Kennit le estaba haciendo algo en la garganta. Althea se llevó la mano al cuello y descubrió que le estaba desabrochando la camisa. Agarró sus manos para detenerlo, intuyendo que aquello no era del todo normal. Kennit se deshizo de las manos de Althea, sin forzar, y sonrió condescendientemente.
—Sé sensata. No puedes irte a la cama vestida. Piensa en lo inconfortable que sería.
Las palabras de Kennit disolvieron de nuevo sus propios pensamientos. Le desabrochó cuidadosamente el resto de los diminutos botones, y le fue abriendo la camisa.
—Túmbate —susurró, y Althea obedeció sin pensar.
Kennit colocó su rostro a la altura de los pechos de ella y empezó a besarla con dulzura. Althea sintió la calidez de sus labios, y la habilidad de su lengua. Durante un instante, la cabeza oscura que tenía encima fue la de Brashen, y fueron las manos de Brashen las que empezaron a desabrocharle los pantalones. Pero no. Brashen estaba muerto. Se había ahogado en las gélidas y oscuras aguas, y esto no estaba bien, no podía buscar consuelo en ello. Por muy dulce y cálida que fuera su boca, esto no era algo que deseara hacer.
—¡No! —gimió de repente, mientras empujaba a Kennit a un lado.
Intentó incorporarse. La luz de la lámpara que estaba detrás del hombre proyectaba sombras inquietantes en la habitación. Althea lo veía todo doble.
—Esto es solo un sueño —le dijo, para reconfortarla—. Solo es un mal sueño. No te preocupes. Solo un sueño. Nada de lo que pase ahora importa. Nadie más lo sabrá.
Durante unos segundos, no pudo ver al hombre. Sus ojos de aguamarina le parecieron los de un extraño. No pudo leer nada en ellos. Las palabras del hombre estaban acabando con todas sus certezas. ¿Un sueño? ¿Estaba soñando aquello? Cerró los ojos para protegerse de aquella luz tan brillante.
Algo le empujó el hombro y se dejó caer hacia atrás. En algún lugar, alguien le estaba manoseando el cuerpo. Sintió el roce de sus pantalones al abandonar sus piernas. No. Hizo un esfuerzo por levantar sus párpados y ubicarse. El rostro de Kennit estaba a escasos centímetros del suyo pero, aun así, era incapaz de reconocer sus rasgos. Luego, sintió como su mano se deslizaba por sus muslos. Protestó cuando aquellos dedos se pusieron a investigar todo su cuerpo, y la mano se retiró.
—Solo es un sueño —le dijo de nuevo la voz. Le echó la sábana encima y la envolvió en su interior—. Ahora estás a salvo.
—Gracias —le dijo ella, confusa.
Pero después se agachó y la besó, y sus labios presionaron cada vez más intensamente los de ella, y su cuerpo se hizo cada vez más fuerte. Cuando la soltó, se dio cuenta de que estaba llorando. ¿Llorando por quién? ¿Por Brashen? Todo era demasiado confuso.
—Por favor —dijo ella, implorante, pero él ya se había marchado.
De repente, todo era oscuridad. ¿Habría apagado él la luz? ¿Se habría marchado de verdad? Althea esperó, pero todo estaba quieto y silencioso. Había sido un sueño... Ahora estaba despierta y a salvo a bordo de la nao. Sintió el agradable balanceo de la Vivacia que surcaba las olas del inmenso mar. Era como un vals, tan reconfortante como el balanceo de una cuna. Althea jamás había bailado con Brashen, y ahora se había ido para siempre. El llanto se apoderó de ella, pero no era un llanto de alivio. Solo la hizo sentir más débil y confusa. Todo era tan injusto, y ella se sentía demasiado mal como para intentar restablecer el orden.
***
Brashen había necesitado a una Alihea fuerte, y ella le había fallado. Ahora estaba muerto. Muerto para siempre, al igual que su padre. Volvió a arrodillarse sobre la cubierta junto al cuerpo sin vida de su padre y, una vez más, sintió que el mundo entero le era arrebatado de un plumazo.
—¿Por qué? —preguntó, en silencio—. ¿Por qué?
El peso repentino que le cayó sobre el cuerpo le cortó la respiración. Una mano le tapó la boca.
—Ahora quédate quieta. Quieta —le avisó con dureza la voz oscura que se había colado en su oído—. Lo mejor que puedes hacer es quedarte quieta, y así nadie más tendrá que saberlo. Si eres lista, harás lo que te digo.
Su vieja pesadilla cobraba fuerza, y ella se sentía cada vez más enferma. Intentó quitárselo de encima, pensó que lo había conseguido, pero cuando se giró hacia la pared para intentar hacerse lo más pequeña posible, empezó a oír una risita. Y ahí estaba, sobre su espalda, apartando la sábana a un lado. Estaba desnuda. ¿Cuándo la había desvestido? No tenía fuerza en los músculos. Cuanto más intentaba huir, más le pesaba su cuerpo. Emitió un sonido, y la mano que le tapaba la boca le cubrió también la nariz y le echó la cabeza hacia atrás. Dolía. No podía respirar, y ya no estaba segura de dónde estaba o de lo que le estaba ocurriendo. La necesidad de respirar se impuso a todo el resto. Agarró la muñeca de aquella mano y luchó débilmente contra ella. El hombre empezó a abrirle las piernas con sus rodillas. Le estaba haciendo daño, pero nada comparable con la imperante necesidad de respirar. El hombre deslizó su mano hasta que le cubrió solamente la boca. Althea cogió aire, una vez tras otra, a través de la nariz, y fue entonces cuando la penetró hasta el fondo. Althea abrió la boca sin emitir sonido alguno y se debatió como pudo, pero no había manera de zafarse de él.
Devon también la había agarrado así, y penetrado con tanta fuerza que se le había cortado la respiración. Aquel horrible recuerdo de su primera vez se impuso en su mente. Sus peores pesadillas resurgieron, y se las tuvo que tragar de nuevo, por miedo a que alguien más viera lo que le estaba ocurriendo. Caería en desgracia, su padre se enteraría, y todo sería su culpa. Siempre había sido su culpa. Se había puesto a llorar delante de Keffria, implorándole a su hermana que intentara comprenderla, diciéndole: «estaba asustada, pensé que quería que lo hiciera, y luego supe que no quería, pero no sabía cómo hacer que parara».
«La culpa es tuya», le había soltado Keffria, que estaba demasiado horrorizada como para sentir lástima por la oveja descarriada de su hermana. «Tú le dejaste hacerlo, por eso la culpa es tuya». Las palabras de Keffria apuntaban a Althea con un dedo acusador, haciendo que aquello se pareciera más a una iniciativa suya que a algo que le habían hecho. Y, de repente, le volvieron todos aquellos recuerdos, afilados como cuchillos: los impactos regulares del cuerpo del hombre, la sensación de pánico por la falta de aire, y la obligación desesperada de mantenerlo en secreto. Nadie podía saberlo. Apretó los dientes e ignoró los vaivenes de aquella mano áspera sobre su pecho. Intentó despertarse de aquella pesadilla, intentó zafarse de él, pero la tenía bien agarrada. No tenía escapatoria. Empezó a darse cabezazos contra la madera maciza, en un intento por aturdirse a sí misma.
Fmpezó a llorar otra voz, abatida. Brashen, intentó decir, Brashen, porque se había prometido a sí misma que jamás iba a haber otro hombre, pero la mano del hombre seguía tapándole la boca, y el cuerpo del hombre no dejaba de ir y venir dentro del suyo. Le costaba mucho respirar. La falta de aire la angustiaba más que el propio dolor. Antes de que todo hubiera terminado, la oscuridad consiguió apoderarse de ella, pero Althea se hundió en ella voluntariamente, con la esperanza de que fuera la muerte y de que hubiera venido a buscarla.
***
Kennit salió de la habitación, se dio la vuelta y echó, cuidadosamente, el pestillo de la puerta. Le temblaban las manos. Seguía respirando aceleradamente, y no parecía poder calmarse. Había sido tan intenso. Jamás se había imaginado que pudiera existir un placer tan feroz. No se atrevió a profundizar en aquella sensación, porque presintió que, si lo hacía, tendría que volver a entrar en la habitación.
Intentó pensar en el lugar al que iría a continuación. No podía volver a su propia habitación. La puta estaría allí, y Wintrow seguramente también. Quizá le notaran algo y empezaran a hacerle preguntas. Necesitaba estar solo. Quería contemplar su acto, sí, para poder saborearlo. Y para darle un sentido. Le costaba creer que hubiese podido dejarse llevar de esa manera. No podía ir a la cubierta superior. Aún no. Rayo estaría allí, y cabía la posibilidad de que supiera lo que había hecho. Con la cantidad de lazos que la unían tanto a él como a Althea, podía haber compartido la experiencia con ellos.
Aquel pensamiento hizo que la experiencia cobrara una nueva dimensión. ¿La habría compartido? ¿Había deseado que Kennit hiciera lo que había hecho? ¿Por eso había sido incapaz de detenerse? ¿Por eso se había sentido tan poderoso?
Se dio cuenta de que su pie y su muleta lo habían llevado arriba. El hombre que estaba en el timón lo miró con curiosidad, y luego siguió con su tarea. La noche era agradable, y el cielo invernal estaba despejado y lleno de estrellas. La nao elevaba su casco para recibir cada ola, y luego volvía a hundirse con suavidad. Estaban rodeados por su escolta de serpientes, esa ondulante alfombra de color y movimiento. Kennit se apoyó sobre el pasamanos y miró hacia el frente, más allá de los movimientos ondulatorios de la nao.
—Te has pasado de la raya —comentó fríamente una vocecilla en su muñeca—. ¿Qué fue lo que te hizo hacerlo, Kennit? ¿Resulta que, una vez más, solo podías deshacerte de tus recuerdos dándoselos a otra persona?
Las preguntas murmuradas se quedaron suspendidas en la noche y, durante unos instantes, Kennit no las contestó. No conocía las respuestas. Solo sabía que aquel acto le había traído un alivio mucho mayor que cuando había hundido al Paragon y sus recuerdos en el fondo del mar. Era libre. Finalmente:
—Lo hice porque podía hacerlo —dijo fríamente—. Ahora puedo hacer lo que quiera.
—¿Porque eres el rey de los piratas? Igrot solía usar ese nombre algunas veces, ¿verdad? ¿Mientras hacía lo que quería?
Una mano áspera le tapo la boca. Dolor. Humillación. Kennit apartó el recuerdo de su mente con enfado. No debería existir. El Paragon tendría que habérselo llevado con él.
—No es lo mismo —dijo, y oyó que su propia voz estaba a la defensiva—. Yo no he hecho nada parecido a aquello. Le gustó. Es una mujer.
—¿Y eso te da permiso para hacer lo que quieras con ella?
—Claro que me lo da. Es natural. ¡No tiene nada que ver con lo que me pasó a mí!
—¿Señor? —le preguntó el timonel.
Kennit se giró hacia él con visible irritación.
—¿Qué ocurre?
—Pido perdón, señor. Pensé que me estaba hablando a mí, señor.
A la luz de las estrellas, el hombre parecía asustado.
—Bueno, pues no. Concéntrate en tu tarea y déjame en paz.
¿Cuánto habría escuchado el hombre? No importaba. Si se volvía un problema, Kennit podía hacerlo desaparecer. Podía tirarlo por la borda con cualquier premisa. Un golpe en la cabeza, un empujoncito, y nadie volvería a saber nada de él. Kennit no tenía por qué temer a nadie y no temería a nadie. Esta noche, había acabado con el último de sus demonios.
El amuleto de su muñeca se había quedado callado, y el peso del silencio terminó por hacerse más acusador que las palabras.
Al final, Kennit susurró:
—Es una mujer. A las mujeres les pasa continuamente. Están acostumbradas a que les pase.
—La violaste.
Kennit soltó una carcajada.
—Apenas. Yo le gusto. Dijo que era todo un caballero. —Cogió aire—. Solo se resistió porque no es una puta.
—En realidad, ¿por qué lo hiciste, Kennit?
El amuleto era implacable. ¿Sabría acaso que aquella era la pregunta que no dejaba de torturarle la mente? Había pensado que se detendría a tiempo. De hecho, se había detenido, hasta que ella había empezado a llorar en la oscuridad. De no haber sido por eso, él podría haberse marchado. Así que la culpa era tanto suya como de la mujer. A lo mejor. Kennit siguió hurgando en su interior en busca de una respuesta. Habló muy suavemente.
—A lo mejor lo hice para poder entender lo que me hizo él a mí. Cómo podía hacerme eso, cómo podía oscilar así entre la amabilidad y la crueldad, entre las buenas maneras y los arranques de furia... —se le apagó la voz.
—Pobre y patético bastardo. —El amuleto pronunció lentamente cada una de las palabras acusadoras—. Te has convertido en Igrot. ¿Te has dado cuenta? Para vencer al monstruo, te has transformado en el monstruo. —La vocecilla bajó aún más el tono—. Ahora solo debes temerte a ti mismo.
***
Etta soltó su panel de bordado. Wintrow levantó la vista de su libro y, después de exhalar un suspiro interno, lo dejó encima de la mesa y esperó.
—Estoy enamorada de él. Pero eso no significa que sea estúpida. —Penetraba a Wintrow con sus ojos oscuros—. Está otra vez con ella, ¿verdad?
—Iría a llevarle una bandeja de comida —sugirió Wintrow.
Desde la última vez que habían vuelto a subir a la Vivacia, hacía cuatro días, los cambios de humor de Etta se habían hecho aún más acusados. Wintrow había supuesto que debía de ser cosa de su embarazo aunque, cuando su madre había pasado por aquello, había estado más alegre que unas castañuelas. Al menos hasta donde él podía recordar. Pero a lo mejor no estaba así por su embarazo. A lo mejor era por el extraño y distraído comportamiento de Kennit. A lo mejor eran celos puros y duros, debido a todo el tiempo que le estaba dedicando Kennit a Althea. Wintrow siguió mirando a Etta sin bajar la guardia, mientras se preguntaba si iba a soltar alguna otra cosa.
—Le sugerí que podría cenar con nosotros. Dijo que todavía se sentía débil. Pero cuando me ofrecí a llevarle yo misma la bandeja, me dijo que podría hacerme daño. ¿Tú crees que eso tiene algún sentido?
—Parece una contradicción —admitió Wintrow, todavía a la defensiva.
Las conversaciones como esa eran peligrosas. Mientras que ella podía criticar e incluso acusar a Kennit, cualquier cosa que dijera Wintrow en su contra podía ser interpretado como un abuso.
—¿Has hablado con ella? —le preguntó Etta.
—No, que va.
No admitiría que lo había intentado. Se había encontrado con que la puerta de su habitación estaba bloqueada desde el exterior. Esa puerta nunca había tenido pestillo. Kennit debía de haberlo instalado en cuanto decidió esconder allí a Althea. Cuando Wintrow había llamado tímidamente a la puerta, no había obtenido respuesta.
Etta se quedó mirándolo en silencio, pero Wintrow no estaba dispuesto a soltar prenda voluntariamente. Wintrow odiaba verla así, tan agitada y a la vez tan dolida. Desoyendo a la voz de su conciencia, le preguntó:
—¿Se lo has contado ya a Kennit?
Etta lo miró como si hubiera dicho algo obsceno. Cruzó los brazos encima de su vientre, de una manera casi protectora.
—Aún no he tenido ocasión— le dijo con dureza.
¿Significaba eso que ya no compartía cama con Kennit? De ser así, ¿dónde estaba durmiendo? El propio Wintrow se estaba dejando caer allí donde encontraba un hueco. Kennit no era del todo consciente de que le había dado el espacio de Wintrow a Althea. Wintrow le había tenido que recordar dos veces que le trajera algo de su ropa. Últimamente, el capitán no parecía el mismo. Lo habían notado hasta los tripulantes, aunque ninguno de ellos se había atrevido aún a murmurar sobre ello.
—¿Y esa otra mujer, Jek? —preguntó ácidamente Etta.
Wintrow pensó en mentirle, pero lo más probable era que ya supiera que había bajado a verla.
—No quiere hablar conmigo.
Kennit le había ordenado a Jek que se quedara en uno de los armarios en los que solían guardar las cadenas. Wintrow se las había arreglado para hacerle una visita y Jek lo había recibido con una ola de preguntas sobre Althea.
Cuando se dio cuenta de que Wintrow no tenía respuesta para ninguna de sus preguntas, le escupió, y se negó a contestar a cualquiera de las suyas. Llevaba puestos los grilletes, pero no había sido maltratada. Podía sentarse, ponerse de pie, y caminar un poco. Wintrow no condenaba a Kennit por haberle dado ese trato a la mujer. Después de todo, era grande y fuerte. Le habían dado una sábana, le traían comida regularmente, y sus heridas parecían estar curándose. Wintrow se dio cuenta de que la mujer no estaba corriendo mucha peor suerte que la que había corrido él al subir por primera vez a la nao. Incluso estuvo en el mismo armario en el que ella se encontraba ahora. Se frustró al entender que la mujer no hablaría con él. Quería escuchar de su boca lo que le había ocurrido al Paragon, porque lo que había oído de la tripulación no cuadraba con la versión de Kennit. Y no iba a ser la nao la que le hablara de ello. Lo único que hacía Rayo cuando intentaba hablar con ella era reírse de él.
—Intenté hablarle de ella al mascarón de proa —aventuró. Etta le dedicó una mirada de desaprobación, entremezclada, eso sí, de curiosidad—. Fue incluso menos amable de lo que suele ser conmigo. Dice con toda franqueza que lo que quiere es expulsar a Althea de su cubierta. Habla de ella con mucha dureza, entre maldiciones y amenazas, como si fuera...
Frenó la ola de pensamientos que se le venía a la cabeza, y rezó para que Etta no le pidiera que continuara. La nao hablaba de Althea como si se tratara de su peor enemiga. Y no por las atenciones de Wintrow, eso estaba claro. Ya no tenía el más mínimo interés por el muchacho.
Wintrow suspiró.
—Ya estás volviendo a montarte historias sobre la nao —lo acusó Etta.
—Sí, es verdad —admitió Wintrow enseguida—. La echo de menos. Hablar con Rayo es más una obligación que un placer. Y tú, últimamente, tienes tus propios líos en la cabeza. Me paso mucho tiempo solo.
—¿Mis propios líos en la cabeza? Fuiste tú quien dejó de hablar conmigo.
Hasta ese momento, Wintrow había pensado que el enfado de Etta iba dirigido exclusivamente hacia Kennit. Ahora, acababa de darse cuenta de que él también tenía su parte en el asunto.
—No era mi intención hacerlo —aventuró para intentar arreglarlo—. No quería meterme en algo que no tenía que ver conmigo. Pensé que estarías, eh... —se detuvo.
De repente, todo lo que había estado asumiendo a su respecto le pareció una locura.
—Pensaste que estaría tan ocupada estando embarazada que no podría pensar en otra cosa —terminó Etta por él.
Hizo asomar su vientre por debajo de su camisa y se puso a acariciárselo con una sonrisa boba pintada en el rostro. Pero enseguida frunció el ceño.
—Algo así —admitió Wintrow.
Agachó la barbilla y se preparó para recibir la cólera de Etta.
Pero lo que hizo la mujer fue echarse a reír.
—Oh, Wiiitrow, ores todo un personaje —exclamó. Pronunció las palabras con tanto convencimiento que Wintrow no pudo evitar poner cara de sorpresa—. Sí, tú —insistió, al ver la expresión de su cara—. Has estado muerto de envidia desde que te lo dije, casi como si yo fuera tu madre y estuviera a punto de dar a luz a un nuevo bebé. —Sacudió la cabeza. De repente, Wintrow se preguntó si no le agradarían esos celos—. A veces, entre tú y Kennit, abarcáis todos los tipos de locura posibles. Él con su rigidez, su frialdad, y sus reticencias a admitir cualquier tipo de ayuda, y tú con tus enormes ojos de cachorro, pidiendo a gritos que te dedique un momento de atención. No tenía ni idea de lo bien que me hacía sentir eso hasta que dejaste de hacerlo. —Inclinó la cabeza hacia él—. Puedes seguir hablando conmigo como antes. No he cambiado, de verdad. Dentro de mí está creciendo un niño, no una enfermedad ni un brote de locura. ¿Por qué te perturba tanto?
Cuando Wintrow empezó a hablar, todavía no sabía bien lo que iba a decir.
—Kennit se va a quedar con todo: con la nao, contigo, con un niño. Y yo no voy a tener nada de todo eso. Estaréis todos juntos, y yo al margen de vosotros, como siempre.
Etta estaba alucinada.
—¿Y tú quieres esas cosas? La nao. Un niño. ¿A mí?
Hubo algo en el tono de voz de Etta que disparó el corazón de Wintrow. ¿Quería que Etta sintiera algún deseo por él? ¿Albergaba ella algún sentimiento hacia él? Hablaría, y quedaría condenado. Pero, si tenía que perderlo todo, al menos todo quedaría dicho. Lo sabría, aunque después no quisiera nada más de él.
—Sí. Quiero todas esas cosas. A la nao porque era mía. Y a ti y a un niño porque... —le faltó valor—. Porque sí—terminó, en un tono poco convincente, mientras la miraba a los ojos.
Probablemente, pensó para sus adentros, con ojos de cachorrillo.
—Oh, Wintrow. —Etta sacudió la cabeza y desvió la mirada—. Eres tan joven.
—¡Tengo menos diferencia de edad contigo de la que tú tienes con él! —replicó, enfadado.
—No para las cosas que son importantes —le contestó, sin un atisbo de duda en sus palabras.
—Solo soy joven porque Kennit insiste en que lo soy —contraatacó—. Y tú te empeñas en creerlo también. No soy ningún niño, Etta, ni tampoco un clérigo indefenso al que tengáis que proteger. Ya no. Un año a bordo de esta nao transformaría a cualquier niño en un hombre. ¿Pero cómo se supone que voy a ser un hombre si nadie me deja serlo?
—No necesitas el permiso de nadie para tener hombría —sentenció Etta—. La hombría es algo que un hombre debe ganarse para sí mismo. Los demás solo se la reconocen a posteriori.
Etta se agachó para recoger el retal que estaba bordando.
Wintrow se levantó. Se sentía completamente impotente, y a un paso de estallar de rabia. ¿Por qué lo rechazaba con banalidades?
—«La hombría es algo que un hombre debe ganarse para sí mismo.» Ya veo. —
Cuando Wintrow vio que Etta erguía el tronco para sentarse bien recta, le agarró
la barbilla con dos dedos y giró su rostro, que no cabía en sí de asombro, hacia el suyo. No quería pensar. Estaba harto de pensar. Se agachó ligeramente y la besó, mientras deseaba con todas sus fuerzas estar haciéndolo bien. En cuanto sintió los labios de Etta entre los suyos, se olvidó de todo menos de aquella sensación tan increíble.
Etta lo apartó de ella y enseguida se tapó la boca con una mano. Cogió aire. Tenía los ojos realmente abiertos. Enseguida empezaron a brillar chispas de ira en sus pupilas.
—¿Así es como pretendes afirmar que eres un hombre? ¿Traicionando a Kennit cuando él te ha entregado su amistad?
—Esto no ha tenido nada que ver con una traición, Etta. No ha tenido nada que ver con Kennit. Esto solo ha sido lo que me hubiera gustado que existiera entre nosotros, y que no existe. —Cogió aire—. Debería irme.
—Sí —contestó ella, con la voz alterada—. Deberías.
Se detuvo de nuevo en la puerta.
—Si estuvieras llevando a mi hijo —le dijo, con la voz ronca—, yo habría sido el primero en saberlo. No tendrías que haber tenido que compartir tu secreto con ningún otro hombre. Habrías tenido la seguridad de que la noticia me habría llenado de alegría. Habrías...
—¡Largo de aquí! —le ordenó con dureza.
Y Wintrow se fue.
***
«Althea. Una débil reminiscencia de un pasado que fue mejor. Has vuelto a mí.»
—No.
Althea sabía que sus labios se habían movido para formar una palabra, pero no oyó ningún sonido salir de ellos. No quería despertarse. Cuando estaba despierta no le ocurría nada bueno. Se sumergió más profundamente en aquella oscuridad, más allá del sueño, a la búsqueda de un lugar en el que pudiera perder el vínculo con su cuerpo mancillado. En busca de uno imaginario en el que Brashen estuviera vivo, y vivieran libres y enamorados. Intentó volver atrás en el tiempo, a sus días felices, cuando lo había amado sin saberlo, cuando los dos habían trabajado en la cubierta de una esplendida nao, y su padre la había mirado con aprobación. Y aún más atrás, hasta los tiempos en los que, siendo tan solo una niña, andaba descalza, se colgaba de los aparejos, o se tendía sobre la cubierta a echarse la siesta y soñar con un mascarón de proa viviente.
«¡Althea!» La voz vibraba de alegría. «Me has encontrado. Jamás debí haber dudado de ti.»
«¿Vivacia?» Althea se sentía rodeada de su presencia, que era más intensa que un simple olor, más penetrante que la sensación de calidez, y mucho más dulce que un recuerdo. Se dejó envolver por la esencia de la nao. Ya podía morir en paz. Althea quiso alejarse de allí, pero la Vivacia la envolvió con amor y necesidad. Althea no podía soportar tanta ternura. La atraía como una luz, y amenazaba con desgajar su determinación. Se alejó de allí. «Déjame marchar, mi amor. Quiero morirme.»
«Y yo contigo. Porque estoy hecha de muerte, soy una abominación, y estoy cansada de estar en esta oscuridad. ¿Acaso no has venido hasta estas profundidades para liberarme, no has venido para matarme?»
El recibimiento y las preguntas de la Vivacia horrorizaron a Althea. Huir de su propia vida era una cosa, pero terminar simultáneamente con la vida de su nao era otra bien distinta. De repente, empezó a dudar de todo lo que tenía tan claro un momento atrás. Apartó débilmente a la nao de su mente, e intentó desenmarañar sus preocupaciones de las de la Vivacia. El frío penetraba en su interior a través de su cuerpo maltrecho pero, cuanto más se alejaba de la vida, más profundamente se hundía en el interior de la nao.
«Estoy condenada a estar tan abajo que esto casi parece la muerte», le confirmó la nao. «Si supiera cómo morirme, lo haría. Me lo ha arrebatado todo, Althea. No siento el mar, ni el cielo, ni el viento sobre mi cara. Si intento llegar hasta Wintrow, amenaza con matarlo. Kennit no puede oírme. Acapara todo el espacio de conciencia de la nao, y no deja de repetir, para picarme, que echo de menos a mis humanos. Intento morirme, pero no sé cómo. Sálvame. Llévame contigo cuando te mueras.»
«No.» Althea se lo prohibió tajantemente. «Esto es algo que tengo que hacer sola. Tú tienes que seguir adelante.» Le dio la espalda a la nao, pero no sin dolor. Se alejó de ella.
Así que así es como funciona esto. El corazón late más despacio, y se hace cada vez más difícil respirar. Un veneno se expande a través de tu carne, y te manda al otro barrio. Pero yo no tengo tanto poder. No tengo un corazón al que pueda llamar mío, y no puedo morir por falta de aire. Todavía me retiene aquí porque necesita mis conocimientos. No puedo evitarla. «No me dejes aquí sola en la oscuridad. Llévame contigo.»
Althea sintió que la nao se agarraba a ella. Le recordó a una niña tirando de las faldas de su madre. Luchó por deshacer esa unión. La Vivacia se resistió, pero Althea se mantuvo firme. El esfuerzo que tuvo que hacer para alejarse de la nao volvió a avivar la llama que la acercaba a la vida. En algún lugar, su cuerpo tosió. La garganta se le llenó de un sabor amargo. Hizo pasar aire por el conducto, y volvió a sentir que su corazón trabajaba con regularidad. No. No era eso lo que deseaba con todas sus fuerzas. Lo que quería era morirse, no despertarse. La Vivacia le estaba poniendo las cosas difíciles.
«Tú solo déjame morir. Déjame morir y convertirme en una parte de ti, junto con mi padre, y con todos aquellos que murieron antes que él. Deja que siga existiendo solo en tu interior. No me queda ninguna alegría de vivir.»
«No. Tú no quieres reunirte conmigo. No te gustaría compartir conmigo lo que soy ahora. Si estás dispuesta a abandonar la vida, tienes que hacerlo del todo, no quedarte atrapada aquí conmigo. Por favor. Deja que nos vayamos juntas.»
El frío terminó de envolverla. La nao estaba férreamente determinada a morirse. Althea estaba horrorizada. Muy a su pesar, se agarró a su propia vida y a su conciencia. El aire empezó a entrar y salir de sus pulmones con regularidad. No podía dejar que la Vivacia la siguiera hasta la muerte. Tenía que disuadirla de ello.
« Vivacia, mi hermosa nao, ¿por qué?»
«¿Por qué? Sabes por qué. Porque mi vida está arruinada. No me espera ningún futuro mejor.»
Althea quedó envuelta en el tormento de la nao. Se empapó de los conocimientos que la Vivacia había adquirido sobre sus orígenes y las dudas existenciales de la nao casi desgarraron su alma de su cuerpo. Se aferró tenazmente a la vida. No dejaría que su nao acabara de ese modo. La Vivacia se agarró a la voluntad de Althea e intentó arrastrarla con ella hacia las profundidades. «¡Estoy hecha de muerte!», gimoteó.
«¡No! ¡No, no lo estás!», le aseguró Althea, obstinadamente. Por mucho que aquello contradijera a su propia pulsión de muerte, luchó para que la nao no la arrastrara hasta las profundidades. «Estás hecha de vida y de belleza, y de los sueños de tres generaciones de mi familia. Estás hecha de viento, de agua, y de días azules. No puedes morir, amor mío, orgullo mío. Si todo lo demás falla, si la oscuridad devora todo lo que fui, al menos tú tienes que seguir adelante.» Le abrió a la nao su corazón y su mente, y dejó fluir sus recuerdos hasta ella: la risa estruendosa de su padre, y el momento en que, con orgullo, había cogido el timón entre sus manos por vez primera. Una puesta de sol desde aquel nido de cuervos, la terrorífica poesía de las olas en plena tormenta. «No puedes morirte conmigo», insistió Althea. «Si lo haces, todos estos recuerdos morirán contigo. Toda esta belleza, toda esta vida. ¿Cómo puedes decir que estás hecha de muerte? No fue su muerte lo que mi padre vertió en tu interior, sino la suma de los actos de su vida. ¿Cómo puedes estar hecha de muerte si despertaste al heredar su vida?»
Se dejaron acompasar por una quietud más allá de todo silencio. Althea era consciente de que, en algún lugar, su cuerpo seguía debilitándose. El frío y la oscuridad envolvieron sus pensamientos, pero se aferró a su conciencia, y esperó a que la nao se rindiera y le prometiera que seguiría adelante.
«¿Y tú?», le preguntó de repente la Vivacia.
«Yo me muero, querida mía. Es demasiado tarde para mí. Mi cuerpo está lleno de veneno, y mi espíritu también. No me queda nada bueno en esta vida.»
«¿Ni siquiera yo?»
«Oh, corazón mío, tú siempre serás una buena presencia en mi vida.» Althea se encontró con una verdad insospechada. «Si pudiera ayudarte de alguna manera, viviría. Pero me temo que ya es demasiado tarde como para cambiar nada.» Cuando Althea recuperó el sentido de su propio cuerpo, solo se encontró con una sensación de frío y de pesadumbre.
«Entonces me estás condenando a esta oscuridad. Porque sin ti nunca voy a tener ni la fuerza ni la voluntad suficiente como para abrirme camino a través de ella y volver a la vida. ¿Vas a dejarme aquí, sola para siempre en la oscuridad?»
Durante unos segundos no pronunciaron ningún pensamiento.
«¿Tienes valor suficiente como para seguirme hasta la muerte, nao?»
«Sí.»
La profunda falta de sentido de aquello atenazó a Althea. No se sentía nada valiente por estar cediendo al olvido y, por el mismo movimiento, concediéndoles el mundo a aquellos que las habían vulnerado. De repente, se sintió avergonzada por estar huyendo de la vida de una manera tan cobarde. La muerte podía detenerlo todo, pero no podía restablecer la justicia. De repente, se sintió fatal por rendirse a la muerte mientras aquel que le había destruido la vida seguía adelante, por abrazar la muerte si para eso tenía que abandonar a la nao por el camino.
«Pues ármate de valor, nao, y sigúeme hasta la vida.» Althea se esforzó por alcanzar su cuerpo pero, súbitamente, se acordó del tiempo que había pasado bajo el agua. Qué mal lo había pasado entonces, intentando salir a flote, en medio de las aguas heladas. Esto era peor. Las mareas de la muerte no ofrecían solución alguna a sus desesperados esfuerzos. Su propio cuerpo negaba su presencia.
Dejó de respirar. El latido errático de su corazón se interrumpió. Intentó alcanzar un estado de conciencia en medio de aquella infinita oscuridad, pero no lo logró. El sentido que tenía de su propio cuerpo se volvió aún más difuso, a medida que ella misma se iba descentrando, y su voluntad iba debilitándose. Su conciencia creció y empezó a desvanecerse en la misma oscuridad insondable en la que estaba atrapada la Vivacia. Althea siguió intentando reunir fuerzas, pero no encontró ninguna dentro de sí misma. «Vivacia», dijo, implorante. «¡Ayúdame, nao!»
Silencio. Luego, llévate todo lo que he dejado. Espero que sea suficiente.
«No, nao, ¡espera!»
«¡Althea! ¡Baja ahora mismo a la cubierta!» La orden familiar de su padre retumbó en su cabeza. Instintivamente, todo su cuerpo se estremeció, y se sintió caer. Impacto contra la cubierta de madera, tablas contra carne. Luces tenues. Estrellas atrapadas en el ventanuco de una puerta. Se echó hacia atrás, e intentó respirar desesperadamente, como un pez fuera del agua. Rodó hacia un lado y vomitó. El sabor, amargo y desagradable, coaguló en su boca y empezó a salirle también por la nariz. Sus reflejos se despertaron. Sorbió por la nariz, y exhaló, como pudo, el aire por la boca.
Respirar. Respirar. Respirar. Una voz distante le marcaba el ritmo. Tronconjuro contra carne, la Vivacia ayudaba a su corazón a volver a latir con normalidad. La nao estaba conectada a ella, pero el lazo no era fuerte, y se estaba debilitando por momentos. Aun así, además de intentar curar el cuerpo de Althea, también intentaba curar su corazón. «Oh, mi amor, mi amor. Jamás pensé que te haría algo así a ti. Lo juzgué mal. Te juzgué mal a ti. Incluso me juzgué mal a mí misma.» El pensamiento fue muriendo.
Althea parpadeó. Se sentía fatal. Su garganta, así como el interior de su boca, se habían llenado de bilis. Sentía un dolor intenso en su interior. Volvió a sorber por la nariz. Su cuerpo empezó a trabajar. Cogió aire voluntariamente, y puso las palmas de sus manos sobre la cubierta. Dolor. Era maravilloso volver a sentir el dolor, volver a sentir cualquier cosa.
—Bueno, Vivacia —dijo con la voz ronca—. ¿Vamos a vivir?
No obtuvo respuesta, y solo sintió el tacto de la madera inerte entre las palmas de sus manos.