Capítulo 25
Saliendo a flote

—Volvemos a estar en la playa —comentó el Paragon.

—No por mucho tiempo —le aseguró Ámbar.

Le dio una caricia con su mano enguantada. Un gesto de cariño que duró apenas un segundo. Se había quedado dormida durante un buen rato, y él había esperado con impaciencia a que se despertara para saber si aún podía recuperar aquella conexión que habían compartido unas horas atrás. Pero ya no lo lograba. No conseguía alcanzarla, y apenas podía sentirla. Estaba tan solo como de costumbre.

Brashen ya no confiaba en él. El Paragon había intentado explicarle que la parte de su casco que quedaba debajo del agua estaba en perfecto estado, pero el capitán había insistido en arrastrarlo hasta la playa. Se había disculpado con la nao alegando que habría hecho lo mismo con cualquier otra embarcación que se hubiera encontrado en un estado similar. Luego, había conducido a la nao chamuscada hasta la playa de arena. Dado que la marea estaba bajando, su casco enseguida se había quedado varado en la arena. Al menos ahora estaba fuera del alcance de la serpiente y de sus movimientos circulares. Los comentarios revanchistas de la criatura habían estado a punto de volverlo loco.

Brashen les había ordenado a los tripulantes supervivientes que hicieran algunas reparaciones. Se puso a andar sobre la cubierta. No pronunció apenas palabras sino que fue dirigiendo las operaciones con su sola presencia. Y los trabajadores se pusieron manos a la obra, aunque con poco nervio. El mástil partido estaba siendo extraído y reparado. Las cadenas, cuerdas y demás accesorios de la nao habían sido recuperados, algunos trozos de madera estaban volviendo a ser fijados, y los jirones de los velámenes, junto con algunas otras cosas, habían sido llevados de nuevo hasta la cubierta. Estanterías enteras de comida echada a perder yacían en toda una parte de las camaretas. Los cristales rotos de las ventanas del capitán habían sido sustituidos por tablas de madera. Unos cuantos hombres habían sido enviados a tierra a cortar madera para ayudar a sostener los mástiles. No les resultaría fácil trabajar con una madera tan joven, pero no tenían alternativa. No había tiempo para charlar, ni para cantar, ni para hacer el tonto. Incluso Clave se mostraba retraído y silencioso. Nadie se había atrevido a limpiar las manchas de sangre de la cubierta. Las rodeaban, cuidando de no pisarlas, o saltaban por encima de ellas. El veneno de la serpiente había dejado agujeros y marcas de colmillos debajo de su pecho. A partir de ahora, tendría que sumarse nuevas cicatrices.

Ámbar, que había tenido que vestirse con una sábana, había trabajado duro junto a los demás, hasta que Brashen le había dado la orden inapelable de que se fuera a descansar. Se había quedado tendida en su camastro durante un buen rato. Al final, se había levantado, como si no pudiera soportar estar quieta. Ahora estaba sentada en la cubierta superior, preparando las herramientas que necesitaba para la tarea que se disponía a realizar. Se movía con dificultad, intentando proteger el lado de su cuerpo que más quemaduras había sufrido. El Paragon, que se había acostumbrado a que le contara en voz alta todo lo que hacía, se encontró de repente con una Ámbar silenciosa. Percibió su estado de preocupación, pero no pudo hacer nada para remediarlo.

Kennit y la Vivacia se habían desvanecido de tal manera que parecía que nunca hubieran estado allí. Lo único que quedaba de la horda que los había atacado era una serpiente. La tranquilidad de los días que habían seguido a la tormenta creó la ilusión de que todo había sido un sueño. Pero había sido real. Los dragones merodeaban en su interior, no lejos de la superficie. Sus cubiertas estaban teñidas de sangre nueva. Algunos miembros de su tripulación seguían enfadados con él. O asustados. A veces, con los humanos, la diferencia era difícil de percibir. Lo que más le dolía era que Ámbar estuviera distante con él.

—No pude evitarlo —se quejó de nuevo.

—¿No pudiste? —le preguntó Ámbar, sin un ápice de emoción en su voz.

Llevaba toda la tarde igual. No lo acusaba de nada, pero tampoco aceptaba nada de lo que le decía. El Paragon estaba empezando a perder la paciencia.

—¡No! ¡No pude! Deberías saberlo, tú que has penetrado en el interior de mis recuerdos. Kennit es parte de mi familia. Ahora lo sabes. Ahora ya lo sabes todo. Has robado todos los secretos que prometí guardarle.

Se quedó en silencio, con la culpa aflorando de nuevo. No podía ser justo con todo el mundo. Si era justo con Kennit, estaría siéndoles desleal tanto a Ámbar como a los dragones. Aunque le hubiera vuelto a fallar, Kennit seguía siendo de su familia. Se sentía injusto y cruel. Y, lo peor de todo, aliviado. Sus sentimientos variaban como la dirección de una veleta al viento. No había deseado verdaderamente su muerte, ni la de todos sus tripulantes. Ámbar debería saber eso. Debería saberlo todo. Se sentía vergonzosamente reconfortado al haber compartido aquellos terribles recuerdos, aliviado, en definitiva, de que hubiera finalmente alguien que lo supiera todo. Su parte más infantil deseaba que, a partir de ahora, Ámbar le dijera lo que tenía que hacer. Llevaba demasiado tiempo cargando solo con aquellos secretos, sin saber qué hacer con tan horrorosos y vergonzantes recuerdos. Con todo el tiempo que llevaba escondiéndolos en su interior, deberían haberse desvanecido, o haber dejado de tener importancia. Pero, en lugar de eso, habían seguido alimentándose a sí mismos hasta estallar de nuevo. Justamente cuando había conseguido empezar una nueva vida, su vieja herida se había reabierto y lo había envenenado todo. Casi había conseguido matarlos a todos.

—Tendrías que habérnoslo dicho —pronunció las palabras con dificultad, como si en realidad hubiese preferido guardárselas para ella—. Durante todo este tiempo, has estado sabiendo un montón de cosas que podrían habernos ayudado, y te las has guardado para ti. ¿Por qué, Paragon? ¿Por qué?

El Paragon guardó silencio durante unos segundos. Podía sentir lo que Ámbar estaba haciendo. Estaba atando una cuerda a una anilla metálica, y probando su resistencia. Después, avanzó hasta el pasamanos y se subió a él, no sin dificultad. Saltó por encima de la proa, descendió balanceándose hasta la altura de su cabeza y, sin previo aviso, cayó de puntillas sobre su pecho. Instintivamente, el Paragon alargó las manos para recogerla. Al sentirse agarrada por él, Ámbar se quedó paralizada.

—Ya lo sé. Podrías matarme ahora mismo si quisieras. Pero, desde el principio, no hemos tenido más remedio que confiarte nuestras vidas. Pensaba que esa confianza funcionaba en ambos sentidos, pero ahora resulta obvio que no era así. Nos has demostrado que eres capaz de matarnos a todos. Por eso, ya no veo ningún motivo para temerte, decidas o no matarnos. Me has hecho comprender que no tengo forma de ejercer ningún control sobre eso. Todo lo que puedo hacer es mantener en orden mi propia vida, y seguir haciendo lo que tengo que hacer.

—Puede que eso sea lo único que pueda hacer yo también —replicó el Paragon.

Hizo con sus manos una plataforma para que la mujer pudiera ponerse en pie, igual que había hecho años atrás para Kennit cuando este tan solo era un muchacho.

Ámbar pareció ignorar sus palabras. Sus manos enguantadas le acariciaron suavemente la cara, deteniéndose en sus nuevas cicatrices, pero también en sus mejillas, en su nariz, y en su barba.

El Paragon no fue capaz de guardar silencio.

—Aquella noche, tú me amabas. Estabas deseando dar tu vida por salvar la mía. ¿Cómo puedes estar ahora tan enfadada conmigo?

—No estoy enfadada —negó—. Pero no puedo evitar pensar que todo esto podría haber sucedido de otra manera. Estoy... dolida. No. Rota. Por todo lo que no hiciste cuando nosotros lo dimos todo por ti. Por todo lo que nos escondiste. Y lo más probable es que la profundidad de ese sentimiento tenga que ver con lo mucho que te quiero. ¿Por qué no confiaste en nosotros, Paragon? Si hubieras compartido tus secretos con nosotros, todo habría sucedido de otra manera.

El Paragon consideró sus palabras durante un momento, mientras se rascaba el cuello y se alisaba la barba.

—Tú también estás llena de secretos —le dijo de repente, con un tono acusador—. Te guardas muchas cosas que nunca has compartido con nosotros. ¿Cómo puedes acusarme por estar haciendo lo mismo?

De repente, Ámbar adoptó un tono mucho más formal.

—Los secretos que yo guardo solo me pertenecen a mí. El hecho de que no los comparta no perjudica a nadie.

Se agarró a sus dudas.

—No puedes estar segura de eso. Era igual de peligroso que compartiera mis secretos o que los revelara. Pero, como bien has dicho, eran míos. A lo mejor eran lo único en el mundo que me pertenecía verdaderamente.

Ámbar guardó silencio durante largo rato. Luego preguntó:

—¿Dónde están los dragones? ¿Qué son los dragones, y por qué tienes dragones en tu interior? ¿Es por eso por lo que he soñado con ellos y con serpientes? ¿Eran mis sueños un acto de llamada que debía acercarme a ti?

El Paragon sopesó el asunto durante un momento.

—¿Qué me darías por esa respuesta? ¿Quizá uno de tus secretos? Para demostrarme que confías en mí tanto como estoy confiando en ti.

—No sé si puedo —le contestó Ámbar. Había dejado de tocarle la cara—. Mis secretos son como una armadura. Sin ellos, me vuelvo muy vulnerable a todo tipo de daños. Incluso a daños que la gente no concibe como tales.

—Ya veo —contestó él.

Se dio cuenta de que su comentario había sido cortante.

Ámbar cogió aire y habló deprisa, como si se estuviera sumergiendo en unas aguas heladas.

—Es difícil de explicar. Cuando yo era mucho más joven y hablaba de estas cosas, la gente pensaba que era una engreída. Intentaban convencerme de que no podía ser lo que yo sabía que era. Al final, huí de aquel lugar. Y, cuando lo hice, me prometí a mí misma que no volvería a tener miedo de lo que la gente pensara de mí. Me guardaría para mí el futuro que yo sabía que me aguardaba. Desde entonces, he compartido mis sueños y mis ambiciones con muy pocas personas.

—Estás utilizando muchas palabras para no decirme nada —apuntó el Paragon con impaciencia—. ¿Qué eres exactamente?

Esbozó una leve sonrisa, desprovista de alegría.

—No sabría contestarte en una palabra. Me han llamado tantas veces loca como profeta. Siempre he sabido que había cosas que yo debía hacer por el mundo, cosas que nadie más podía hacer. Bueno, no dudo de que eso sea algo que todo el mundo piensa. Y, aun así, sigo un camino cuyo trazado no distingo con claridad. A veces encuentro guías, pero no soy siempre capaz de verlas. Me puse a buscar a un muchacho esclavo de nueve dedos. —Sacudió la cabeza. El Paragon sintió aquel movimiento—. En lugar de encontrarlo a él encontré a Althea, y sentí que podía establecer una conexión a través de ella. Así que la ayudé. Ojalá puedan perdonarme los dioses, porque a lo que la ayudé fue a encontrar la muerte. Luego conocí a Malta, y me pregunté si no sería a ella a quien debería estar ayudando. Miré hacia el pasado, Paragon, a través de los remolinos del tiempo, pasando por símbolos que se vuelven personas, y personas que caminan en la frontera entre la realidad y la leyenda. Tengo una misión que cumplir aquí, pero aún no sé cuál es, se me aparece velada. Todo lo que puedo hacer es seguir adelante y esperar que, cuando llegue el momento, sea capaz de reconocerla y de ejecutar los movimientos adecuados. Aunque ahora mismo no me quedan muchas esperanzas. —Cogió aire—. ¿Por qué hay dragones en tu interior? —le preguntó.

El Paragon sintió que había cambiado de tema deliberadamente. Decidió contestarle de todos modos.

—Porque yo debería haber sido un dragón. Aquello a lo que llamáis tronconjuro no es otra cosa que una membrana protectora de la que se recubren las serpientes marinas antes de empezar su transformación en dragones. Los mercaderes de los Territorios Pluviales encontraron dragones en las ruinas de la antigua ciudad enterrada. Los mataron, y utilizaron sus cascarones para construir naos. Aunque las llamaron naos redivivas, la verdad es que estamos muertos. Aun así, mientras sobrevivan nuestros recuerdos, estamos condenados a vivir una media vida, atrapados en un cuerpo extraño que no puede ser desplazado sin la ayuda de los humanos. He tenido menos suerte que otros, porque soy el fruto de dos cascarones distintos. Desde el momento en que fui creado, los dragones que están en mi interior no han dejado de luchar por dominarse el uno al otro. —Sacudió su enorme cabeza—. Desperté demasiado pronto. No había absorbido suficientes recuerdos humanos como para poder centrarme en ellos. Desde que abrí los ojos por primera vez, he estado dividido.

—No lo entiendo. Entonces, ¿por qué eres el Paragon, y no un dragón?

Se rió amargamente.

—¿Qué otra cosa te crees que es el Paragon, sino un conjunto de recuerdos humanos que se debaten junto a dragones que luchan entre sí? Al preocuparse solo por luchar el uno contra el otro para conseguir el poder, me permitieron existir. Cuando me refiero a mí mismo, apenas sé lo que quiero decir. —Suspiró—. Eso fue lo que me dio Kennit, y lo que más voy a echar de menos. Un sentido de la identidad. Un sentido de pertenecer a algo. Cuando estaba conmigo, no tenía ninguna duda acerca de mi identidad. Tú lo ves como a un pirata sediento de sangre. Yo lo recuerdo antes que eso, como a un niño despierto y animoso, lleno de vitalidad. Se reía muy alto, se colgaba de mis aparejos, y jamás me hubiera dejado solo. Se negaba a temerme. Nació sobre mi cubierta. ¿Te lo imaginas? El único nacimiento que presencié tuvo la fuerza de hacerme olvidar todas las muertes que lo habían precedido. Su padre me lo ofreció cuando todavía estaba cubierto de la sangre en la que había nacido. «Nunca has sido mi nao, Paragon. No en tu corazón. Pero a lo mejor consigues ser la suya.» Y así fue. Mantuvo a los dragones a raya. Ahora, tú los has soltado de nuevo, y todos vamos a tener que cargar con las consecuencias.

—Parecen estar tranquilos. Como dormidos —aventuró Ámbar—. Y tú también pareces mucho más... abierto.

—Exacto. Estoy roto, y no puedo evitar el fluir de mis secretos. ¿Qué estás haciendo? —

Había pensado que podía estar inspeccionándolo para ver si había sufrido quemaduras. Pero, en ese caso, tendría que haber descendido hasta su casco, en vez de quedarse al nivel de su pecho.

—Estoy haciendo honor al compromiso que he contraído contigo y con los dragones. Voy a tallarte unos ojos nuevos. Estoy pensando en cómo podría empezar el trabajo.

—No lo hagas.

—¿Estás seguro? —le preguntó Ámbar.

El Paragon sintió su consternación. Se lo había prometido a los dragones. ¿Qué haría ahora si el Paragon no le permitía tocar su tronconjuro?

—No. Es decir, no quiero que me arregles la cara. Quiero que me des una nueva. Una que me caracterice de verdad.

Por pura acto de compasión, no le preguntó lo que quería decir con eso. Solo añadió:

—¿Estás seguro?

Se quedó pensativo durante unos segundos.

—Lo que no quiero... es ser un dragón. Quiero decir... sé que lo soy así que, si tengo que ser un dragón, me gustaría ser los dos a la vez. Sin dejar de ser el Paragon. Para ser, como tú bien dijiste, tres convertidos en uno. Quiero... —Vaciló. Si lo decía y ella se reía, sería peor que la muerte. La vida siempre era más dura y afilada que la muerte—.Tállame un rostro al que puedas amar —le susurró, en un tono de súplica.

Notó que Ámbar se relajaba y se quedaba en calma entre sus manos. La tensión que había sentido en su cuerpo había desaparecido. Sintió que estaba haciendo algo y, luego, sus manos desnudas bailaron suavemente sobre su rostro. Con ese roce, se estaba abriendo a él además de medirlo. Piel con piel. Dejó de esconderse de él. La intensidad del contacto fue tal que supo que aquel era el gesto más valiente que había hecho nunca. Reprimió su curiosidad e intentó devolverle la confianza que estaba depositando en él. No penetraría en su interior para apropiarse de todos sus secretos. Esperaría, y tomaría solo aquellos que ella le ofreciera.

Sintió como las manos de Ámbar se deslizaban por su rostro, para medir sus proporciones. Luego, le acarició la mejilla.

—Podría hacerlo. En realidad, no me sería muy difícil. —Se aclaró la garganta—. Para cuando volvamos al Mitonar tendrás un nuevo rostro, aunque tenga que entregarme a fondo para conseguirlo.

—¿El Mitonar? —Se había quedado anonadado— ¿Nos volvemos a casa?

—¿A dónde si no? ¿Qué sentido tiene volver a desafiar a Kennit? La Vivacia parece estar a gusto entre sus manos. Y, de todos modos, aunque no lo estuviera, ¿qué podríamos hacer nosotros al respecto?

—¿Y qué pasará con Althea? -—objetó el Paragon.

Ámbar interrumpió lo que estaba haciendo. Apoyó la frente contra su mejilla y compartió con él la profundidad de su dolor.

—Todo lo que hemos hecho ha sido por Althea, nao. Sin ella, cualquier cosa que me hubiera propuesto realizar habría carecido de sentido. Brashen no tiene ánimo para seguir adelante, y su tripulación tampoco tiene sed de venganza. Althea está muerta, y yo he fracasado.

—¿Althea? Althea no está muerta. Kennit la recogió.

—¿Qué? —Ámbar no daba crédito a lo que estaba oyendo.

Se cubrió la boca con las manos.

El Paragon no se lo podía creer. ¿Cómo podía ignorar eso?

—Kennit la recogió. Me lo dijo la serpiente. Creo que estaba intentando cabrearme. Dijo que Kennit se había llevado a dos de mis hembras. —Se detuvo.

Sintió que Ámbar estaba irradiando algo. Como si se estuviera rompiendo un cascarón a su alrededor, y su interior desprendiera calidez y alegría.

—¡Jek también!

Inspiró profunda y vibrantemente, como si fuera la primera vez que encontraba aire en mucho tiempo. Se dijo para sí misma:

—Siempre, siempre pierdo la fe demasiado deprisa. A estas alturas, debería haber aprendido algo. La muerte no había de triunfar. Puede amenazar, pero no puede someter al futuro. Lo que tenga que ser, será. —Le besó la mejilla, dejándolo completamente atontado, y luego le tiró ansiosamente de la barba—. ¡Arriba! ¡Arriba! ¡Súbeme a la cubierta! ¡Brashen! ¡Clave! Althea no está muerta. Se la llevó Kennit. ¡Me lo ha dicho el Paragon! ¡Brashen! ¡Brashen!

***

Al oír la llamada salvaje de Ámbar, Brashen se puso a correr tan rápido como le permitieron sus piernas, temiendo que el Paragon la hubiera atacado. En lugar de eso, llegó justo a tiempo para ver como el mascarón de proa la dejaba amablemente sobre la cubierta. Ámbar avanzó a trompicones hasta su altura, balbuceando algo acerca de Althea, hasta que cayó rendida ante sus pies.

—¡Te dije que fueras a descansar! —la reprendió, enfadado.

Las heridas del veneno de la serpiente debían de verse espantosas. El cuero cabelludo se le estaba pelando, y tenía mechones enteros de cabello completamente chamuscados. Tanto el lado izquierdo de su rostro como el de su cuello estaban enrojecidos. No sabía a ciencia cierta cuánta superficie de su cuerpo tenía quemada. Caminaba con una cojera pronunciada y mantenía su brazo izquierdo contra su pecho. Cada vez que la veía, le volvía a parecer imposible que pudiera estar fuera de la cama.

Se apresuró a ayudarla, deslizando su hombro izquierdo por debajo del brazo bueno de Ámbar, para que pudiera apoyarse en él.

—¿Qué ocurre? ¿Estás bien?

—Althea está viva. Una serpiente le dijo al Paragon que Kennit había recogido a dos mujeres de nuestra nao. Tienen que haber sido Althea y Jek. Aún podemos recuperarlas. —Las palabras le salían a borbotones.

Clave se acercó corriendo a ellos, confuso, y con el ceño fruncido. Brashen intentó asimilar las palabras de Ámbar. Althea estaba viva. No. No podía haber dicho eso. El dolor ante la pérdida había penetrado hasta el interior de sus huesos. Aquella oferta de alegría era como remover el cuchillo en la herida. No podía permitirse creerla. Pronunció las difíciles palabras.

—No lo creo.

—Yo sí —lo contradijo Ámbar—. El modo en el que me lo contó no dejaba lugar a dudas. Se lo dijo la serpiente blanca. Vio como Kennit subía a dos mujeres a su nao. Althea y Jek.

—Las palabras de una serpiente, recibidas por boca de una nao enloquecida —se burló Brashen. Pero, a pesar de ello, la esperanza afloró dolosamente en su interior—. ¿Podemos estar seguros de que la serpiente sabía de lo que hablaba? ¿Estaban vivas cuando Kennit las recogió? ¿Siguen vivas? Y, si siguen vivas, ¿qué esperanzas tenemos de poder rescatarlas?

Ámbar se rió. Lo agarró por el hombro con su mano buena e intentó sacudir su cuerpo.

—¡Están vivas, Brashen! ¡Date unos segundos para saborear este momento! Una vez que hayas cogido aire y dicho en voz alta «Althea vive», todos los demás obstáculos te parecerán nimiedades. Dilo.

Era imposible no dejarse convencer por aquellos ojos marrones y dorados.

—Althea vive.

Brashen pronunció las palabras en voz alta. Ámbar le sonrió, y Clave pegó un brinco espectacular sobre la cubierta.

—¡Althea está viva! —repitió el muchacho.

—Creedme —les animó el Paragon—. La serpiente no tiene ningún motivo para mentirme.

Algo que estaba muerto en el interior del cuerpo de Brashen renació de pronto. A lo mejor era verdad que, a pesar de la derrota, todavía estaba viva. Había asumido que la muerte de Althea se había debido a sus fallos. Ahora, se había vuelto a quedar descolocado. Aquel indulto repentino lo desconcertaba. Algo muy parecido al llanto lo sacudió y, bajo la mirada atónita de Clave, empezó a llorar las lágrimas que se había negado a soltar en el momento de su supuesta muerte. Se limpió las lágrimas de los ojos, pero no pudo evitar los temblores que se apoderaron de él.

Clave fue lo suficientemente atrevido como para agarrarlo con fuerza de la muñeca y decirle:

—Capitán, ¿no l'entiende'? Está viva. Ya no tiene' por qué llorar.

De repente, Brashen estalló en carcajadas, que expandieron tanto dolor como su llanto.

—Lo sé. Lo sé. Es solo que...

Sus palabras lo abandonaron. ¿Cómo podía explicarle a aquel muchacho la montaña de sentimientos que acompañaban la resurrección de Althea?

Ámbar les dio más argumentos de reflexión.

—Kennit no se habría molestado en subirla a bordo si hubiera tenido intención de matarla. Puede que pida un rescate por ella. Es la única explicación lógica que se me ocurre. A lo mejor no tenemos suficiente dinero como para pagar el rescate de la Vivacia, ni la habilidad y el poder necesarios para recuperarla por la fuerza, pero sí que tenemos bastante para hacer una oferta razonable por Althea y Jek.

—Tendremos que ir a Mentecacia. —La mente de Brashen trabajaba a toda velocidad—. Kennit cree que hundió al Paragon. Si reaparecemos... —Sacudió la cabeza—. No hace falta comentar el tipo de recibimiento que nos espera.

—Nunca no'ha vihto ni a mí ni a Ámbar. Podríamos subirno' al otro bote, salir al mar cuando suba la marea, y hacé'le un' oferta que...

Brashen sacudió la cabeza mientras le sonreía a Clave por la audacia de su propuesta.

—Eso es muy valiente por tu parte, pero no funcionaría, muchacho. Nada les impedirá coger el dinero del rescate y, seguidamente, raptaros también a vosotros. No. Me temo que tendrá que haber una batalla.

—No podrás recuperarla con una batalla —dijo de repente el Paragon, irrumpiendo en medio de la conversación—. En vuestro último encuentro ni siquiera preguntó por tu oro. —El mascarón de proa giró su rostro cubierto de cicatrices hacia ellos.

—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Brashen.

El Paragon desvió la mirada, y su voz se hizo más profunda.

—Porque sé lo que haría yo. Tendría miedo de que Althea conociera todos mis secretos. Eso sería demasiado peligroso para Kennit. La mataría antes de permitir que se la arrebataran. Aun así, sigo sin comprender por qué se la ha llevado. Le habría resultado mucho más cómodo dejarla morir ahogada. Debe faltarme alguna pieza del puzzle.

Brashen contuvo el aliento. Era la primera vez que la nao hablaba tan abiertamente con él. Era casi como si un extraño estuviera hablando con la voz del Paragon.

El Paragon siguió adelante.

—Si la tiene retenida es que la quiere para sí mismo, como a un tesoro que está más allá del poder del oro. Y Kennit solo guarda tesoros así en un lugar. Terminará por esconderla allí. Solo hay un sitio lo bastante seguro como para esconder aquello que es tan valioso que no se le puede ni dar muerte.

—¿Tú podrías llevarnos allí? ¿Podríamos esperarlo en ese lugar? —le preguntó Brashen.

La nao se dio la vuelta y hundió su cabeza contra su pecho. De repente, se le tensaron todos los músculos, como si estuviera librando una terrible lucha interna.

—¿Señor? —empezó Clave, pero Brashen hizo un gesto con la mano para que se callara.

Se quedaron todos a la espera.

—Saldremos con la próxima marea —anunció de repente el Paragon, con su voz de hombre—. Lo haré. Puede que la sangre consiga aquello que el oro no puede comprar. Os llevaré hasta la llave del corazón de Kennit.