Capítulo 23
Vuelos

Reyn jamás hubiera creído que sería capaz de dormirse entre las garras de una dragona. Pero acababa de comprobarlo. Se estiró para desperezarse y, luego, al ver que sus pies estaban colgando sobre la nada, se puso a chillar como un poseso. La dragona soltó una risita, pero no dijo nada.

Estaban empezando a conocerse bien. Por el ritmo al que batían sus alas, Reyn supo que Tintaglia estaba cansada. Pronto tendría que descansar. De no haber sido por él, le había dicho, podría haberse lanzado en picado hasta las aguas cercanas a la orilla de cualquier isla, y dejar que el agua absorbiera el impacto de su aterrizaje. Pero, dado que lo tenía agarrado de sus patas delanteras, tendría que buscar una playa que estuviera lo suficientemente despejada como para permitirles tomar tierra gradualmente. No les resultaría fácil encontrar un lugar así en las islas Piratas. Las islítas que sobrevolaban estaban formadas por laderas inclinadas y escarpadas, como cimas de montañas emergidas de las aguas. Un número reducido de ellas tenía playas de arena. Cada vez que quisiera descansar, tendría que seleccionar un lugar y descender de los cielos en círculos interminables. A medida que se fuera acercando al suelo, aumentaría la intensidad de los movimientos de sus alas, impidiendo que Reyn pudiera respirar, y levantado nubes de arena y de polvo. Una vez abajo, lo dejaría caer sobre la arena, y le pediría que se quitara de en medio. Luego, independientemente de si Reyn le había hecho caso o no, volvería a levantar el vuelo. El viento que desplazarían sus alas bastaría para tirarlo de nuevo al suelo. Estaría fuera durante unas horas, el tiempo necesario para cazar, alimentarse, dormir y, en ocasiones, volver a alimentarse.

Reyn aprovechaba esas horas de soledad para encender una hoguera, comer algo de sus reservas, y enrollarse en su abrigo para dormir. Cuando no lo conseguía, se atormentaba a sí mismo pensando en Malta, o preguntándose en qué se convertiría si la dragona no regresaba.

Bajo la tenue luz del atardecer invernal, Reyn avistó una playa de arena negra entre montones de rocas basálticas. Tintaglia inclinó sus alas y viró hacia ella. Empezaron a volar en círculos sobre ese lugar, revolviendo un montón de gravilla a su alrededor. Los mamíferos marinos que estaban durmiendo la siesta levantaron sus pesadas cabezas. Al ver a la dragona, se arrastraron a toda prisa hacia las olas. Tintaglia empezó a soltar maldiciones, antes de decirle a Reyn:

—De no haberte llevado entre mis garras, ahora tendría una comida bien grasa y sabrosa entre mis colmillos. No se suelen ver bueyes marinos tan al norte en esta época del año. ¡No volveré a tener una oportunidad como esta!

La capa de arena que cubría el suelo de roca negra resultó ser menos profunda de lo que parecía. Tintaglia aterrizó, pero no muy dignamente: sus enormes garras patinaron sobre la arena como las uñas de un perro sobre un suelo de losa. Cuando su cola dio un latigazo salvaje, en un intento por mantener el equilibrio, poco le faltó para caer sobre Reyn antes de conseguir detenerse.

Una vez que lo hubo dejado sobre la playa, se alejó rápidamente de ella, aunque la dragona no levantó el vuelo inmediatamente. Siguió murmurando, desconsoladamente, lo que le habría gustado cazar a uno de esos apetitosos bueyes marinos.

—Carne roja y magra, vetas de grasa y, oh, el delicioso hígado, la guinda suprema que se deshacía en la boca.

Reyn echó una ojeada hacia el espeso bosque del interior de la isla.

—No creo que te cueste mucho encontrar otra presa —le aseguró.

Pero eso no la consoló.

—Oh, de eso no me cabe duda. Encontraré conejos huesudos y flacos a montones, o una cierva a punto de morir de inanición. No quiero nada de eso, Reyn. Me bastaría para saciarme, pero mi cuerpo me pide crecer. Si me hubiese despertado en primavera, como mandaba la tradición, habría tenido todo el verano para cazar. Me habría hecho fuerte y habría ganado peso, hasta que el invierno se hubiera cernido sobre mí y, entonces, habría tenido las reservas suficientes como para poder alimentarme exclusivamente a base de animales flacos. Pero no ha podido ser así. —Extendió sus alas y se las observó tristemente—. Siempre estoy hambrienta, Reyn. Y, apenas he saciado mi hambre, que mi cuerpo ya me está pidiendo que duerma. Pero sé que no puedo dormir, ni cazar, ni comer tanto como debería. Porque, si quiero salvar a los supervivientes de mi raza, tengo que mantener la promesa que te hice.

Reyn se quedó mudo. Le pareció que tenía, ante sus ojos, a una criatura totalmente distinta de la que lo había llevado entre sus garras hacía tan solo unos minutos atrás. La dragona era joven, y estaba en plena etapa de crecimiento, a pesar de acumular en su interior cientos de vidas. ¿Cómo debía sentirse uno al volver a la vida después de una espera tan larga y encontrarse solo en el mundo? De repente, sintió lástima por ella.

Con toda probabilidad, la dragona había percibido el sentimiento de Reyn, pero sus ojos giraron con frialdad.

—Quítate de en medio —lo avisó, pero no le dejó tiempo suficiente como para que se apartara.

Batió las alas, enviando una nube de arena sobre sus carnes magulladas.

Cuando se atrevió a volver a abrir los ojos, Tintaglia no era más que un destello azul e iridiscente, como un colibrí, que seguía elevándose hacia los cielos. Cantó, durante unos segundos, con la belleza pura de una criatura de su talla. ¿Qué derecho tenía él a retrasarla en su tarea de perpetuar su especie? Luego pensó en Malta, y recuperó su determinación. Una vez que Malta estuviera a salvo, estaría dispuesto a prestarle la máxima ayuda posible a Tintaglia.

Eligió un lugar recogido, al abrigo de unas cuantas rocas. El día era claro, y los rayos del sol bastante cálidos. Se comió un pedazo de carne seca y bebió agua de su cantimplora. Intentó dormir, pero le dolían demasiado las heridas de garra de la dragona, y le entraba demasiada luz en los ojos. Se puso a mirar al cielo, esperando el retorno de Tintaglia, pero solo vio volar gaviotas. Después de resignarse a un tiempo de espera considerable, decidió aventurarse en el bosque en busca de un poco de agua fresca.

Le resultaba extraño caminar bajo los árboles, y sobre el suelo firme. La selva pantanosa de los Territorios Pluviales era la única zona arbolada que había conocido hasta entonces. Aquí, algunas ramas de árboles estaban muy bajas, y el suelo estaba seco. Las hojas muertas formaban una gruesa alfombra bajo sus pies. Oyó ruidos de pájaros, pero no encontró muchas pistas de animales pequeños, y ninguna de cerdos o de ciervos. A lo mejor no había animales grandes en esa isla. De ser así, Tintaglia podría volver tan hambrienta como se había ido. El terreno se hizo más estepario, y empezaron a entrarle dudas de que fuera a encontrar una corriente de agua. Muy a su pesar, retomó el camino que llevaba hasta la playa.

Cuando ya estaba cerca del lugar en el que el oscuro bosque comenzaba a clarear debido a la luz que se filtraba desde la playa cercana, oyó un extraño sonido, profundo y vibrante, que le recordó a una piel de tambor golpeada con un objeto blando. Aminoró la marcha y escudriñó los alrededores desde la maleza antes de aventurarse en zona abierta.

Los bueyes marinos habían regresado. Media docena de ellos tomaba el sol sobre la arena. Uno de ellos levantó el hocico, y emitió el extraño sonido de fuelle con su garganta seca. Reyn se quedó mirándolos, fascinado. Nunca había visto criaturas tan inmensas desde tan cerca. La criatura bajó su enorme cabeza, y resopló pesadamente sobre la arena, visiblemente descolocada ante el olor desconocido de la dragona. Enseñó sus colmillos amarillos en señal de disgusto, sacudió la cabeza, y volvió a hundirla en la arena. El resto de criaturas lo ignoraron. Una se puso sobre su espalda y levantó perezosamente sus patas por encima de su cabeza. Giró su cabeza hacia Reyn, y abrió las aletas de su nariz. Reyn pensó que se pondría en pie de inmediato y galoparía hasta el mar pero, en lugar de eso, cerró de nuevo los ojos y siguió durmiendo.

Reyn empezó a trazar un plan en su cabeza. Se fue retirando de la playa sin hacer ruido. Había un montón de ramas de árbol accesibles. Eligió una que estaba bien recta y que era larga y firme, y la cortó con su cuchillo. No había cazado en su vida, y menos aún matado para comer, pero no era tonto. ¿Qué grado de dificultad podía tener matar a una de esas criaturas gordas y dóciles? Un único lanzamiento dirigido a la yugular le aseguraría carne fresca suficiente para ambos. Cuando se hubo quedado satisfecho con su punta de lanza, repitió el proceso con otra rama de árbol, para tener una segunda oportunidad. Luego, se abrió camino a través del bosque hasta llegar a la punta más alejada de la playa. Cuando salió a la arena, se agachó todo lo que pudo y corrió a colocarse entre las criaturas y las aguas protectoras.

Se había esperado que se alarmaran al verlo. Una o dos de ellas giraron sus cabezas para mirarlo, pero el manso rebaño siguió durmiendo y tomando el sol. l.o ignoró incluso aquel al que le había perturbado anteriormente el olor de la dragona. Reyn se envalentonó, y eligió un blanco de entre los bueyes que estaban más cerca de él: una res esbelta y apetitosa que ya había llevado una larga vida. Su carne no estaría tierna, pero habría mucha cantidad, y pensó que eso sería lo que Tintaglia preferiría.

No le servía de nada estar caminando a gachas. Cuando Reyn llegó a una distancia de una longitud de lanza del buey, este había hecho poco más que abrir un ojo. En ese momento, Reyn se sintió casi avergonzado de querer matar a un animal tan manso pero, aun así, echó su brazo hacia atrás. El cuello de la criatura le pareció enorme. Quería darle una muerte rápida. Inspiró profundamente antes de abalanzarse sobre el animal para clavarle su lanza en la yugular.

Un segundo antes de que la punta de la madera tocara su carne, el buey marino rodó hacia un lado y se puso en pie, mientras soltaba un rugido. Reyn se dio cuenta de que había menospreciado el temperamento del animal. La lanza que había querido hundir en su cuello se quedó clavada en su pecho. El buey marino empezó a sangrar por la nariz. Le había perforado un pulmón. Agarró tenazmente la lanza e intentó hundírsela más profundamente mientras la manada entera empezaba a agitarse.

El animal rugió de nuevo, antes de darse la vuelta para enfrentarse a su agresor. El animal arrastró a Reyn por donde quiso. Al habitante de los Territorios Pluviales no le estaba resultando nada fácil mantenerse agarrado a la rama de árbol. Aunque en esa situación le resultara tan útil como un ramo de margaritas, era la única arma que tenía. Intentó acoplarse al ritmo del animal para poder mantener sus pies en el suelo. Así podría tomar impulso y hundir más profundamente la lanza en el cuerpo del animal. El animal volvió a chillar, y empezó a sangrar por la boca tanto como por la nariz. Reyn estaba seguro de que ganaría la batalla, aunque ya empezaran a escasearle las fuerzas.

De repente, otro buey marino le dio un enorme bocado a su abrigo y lo desestabilizó. Perdió el control de su lanza y, mientras caía, vio como la bestia herida se daba la vuelta para enfrentarse a él. De repente, cuando abrió la mandíbula ante él, los colmillos sin brillo del animal le parecieron muy afilados y enormes. Agarró su lanza astillada y rodó hacia un lado para evitar que el animal le diera un mordisco. Intentó ponerse de pie, pero la otra bestia seguía agarrando una esquina de su abrigo. Sacudió su cabeza de lado a lado, meneando a Reyn en todas las direcciones, y obligándolo a mantenerse de rodillas. Otros bueyes marinos se estaban aproximando rápidamente. Reyn intentó soltar la esquina de su abrigo y escapar, pero estaba muy enredado en la mandíbula del animal. Le echó un vistazo rápido a su víctima, que estaba agonizando sobre la arena. En aquel instante, eso ya no le servía de nada.

El agudo ki-i-i de Tintaglia atravesó el cielo. Sin dejar de morderle el abrigo, el animal que lo mantenía atrapado giró la cabeza hacia arriba para mirar de donde provenía el ruido. Un instante después, la manada entera se puso a galopar hacia las aguas. Al no conseguir desprender el abrigo de Reyn de sus colmillos, el buey marino arrastró a Reyn en su impulso.

Cuando la dragona atacó al animal, Reyn creyó que acabaría con el cuello partido. Rodaron juntos sobre la arena. El buey marino chillaba de un modo increíblemente estridente mientras las mandíbulas de Tintaglia se cerraban sobre su cuello. Le faltó poco para arrancarle la cabeza de un mordisco. Sin soltarse del abrigo de Reyn, la cabeza cayó hacia un lado del cuerpo convulsionado del animal, bajo las patas traseras de Tintaglia. Reyn, atontado, se dejó arrastrar hasta allí mientras seguía intentando desenganchar los colmillos de sus ropas.

—¡Mío! —rugió Tintaglia, amenazante—. ¡Mi presa! ¡Mi comida! Apártate de ella.

Reyn se alejó dando tumbos mientras Tintaglia acercaba las mandíbulas al vientre del animal. Después de darle el primer mordisco, levantó la cabeza para poder tragarse mejor sus entrañas sangrantes. El animal desprendía un olor hediondo que sobrecogió a Reyn. La dragona tragó el pedazo de carne.

—¡Mi comida! —volvió a decirle, y agachó la cabeza para dar otro mordisco.

—Por allí debe de haber otro animal. Ese también puedes comértelo —le dijo Reyn.

Señaló con el dedo en la dirección donde se encontraba el buey con el palo clavado. Reyn se dejó caer sobre la arena, rendido, y consiguió finalmente desenganchar los colmillos de su abrigo. Se deshizo de la cabeza con una mueca de asco. ¿Qué le había hecho pensar que sería capaz de cazar? Él era un explorador, un pensador. No un cazador.

Tintaglia, que se había llenado la boca de entrañas colgantes y chorreantes de sangre, se había quedado de piedra, observándolo con sus brillantes ojos plateados. Luego, había echado su cabeza hacia atrás, se había tragado el bocado, y le había preguntado:

—¿Puedo comerme a tu presa? ¿Es eso lo que has dicho?

—La maté para ti. ¿No creerás que yo podría comerme un animal de este tamaño, verdad?

La dragona giró la cabeza, como si estuviera descubriendo algo nuevo en el humano.

—Francamente, me quedé sorprendida de que hubieras sido capaz de matar a una de estas criaturas. Pensé que debías de estar muy hambriento para haber intentado algo así.

—No. Es para ti. Dijiste que tenías hambre. Aunque a lo mejor podría coger algo de carne para mañana. —A lo mejor, para entonces, se habría acostumbrado a ver comer a Tintaglia y al olor de la sangre.

La dragona giró su cabeza hacia un lado y hacia el otro para arrancar la mayor parte de la joroba que tenía el animal detrás del cuello. Masticó el bocado un par de veces, y se lo tragó.

—¿Lo mataste para mí?

—Sí.

—¿Y qué es lo que quieres a cambio? —le preguntó, a la defensiva.

—Nada más que aquello en lo que ya nos hemos puesto de acuerdo: que me ayudes a encontrar a Malta. Me di cuenta de que no encontrarías muchos animales grandes por aquí. Y viajamos mejor cuando tú has comido. Eso fue todo lo que pensé.

—Claro.

Reyn no supo interpretar esa respuesta escueta. Avanzó a trompicones hasta el animal al que había matado e intentó, por tercera vez, extraer su lanza del pecho del buey marino. Recuperó su cuchillo, lo limpió, y lo guardó de nuevo en su funda.

Tintaglia redujo a su víctima a un montón de huesos y, después, se dispuso a probar la de Reyn. El habitante de los Territorios Pluviales la miraba hacer, sobrecogido. Jamás se hubiera imaginado que cabría tanta cantidad de comida en su estómago. Cuando ya se había comido la mitad de la pieza, la dragona disminuyó el ritmo. Con ayuda de sus patas y de sus garras, cogió lo que quedaba de la carcasa y lo arrastró hasta la playa, fuera del alcance de la marea creciente, y cerca de la hoguera. Sin una palabra, se envolvió alrededor de aquellos despojos, como para protegerlos, y cayó en un profundo sueño.

Reyn se despertó, temblando, en plena oscuridad. El frío húmedo de la noche se había colado dentro de su abrigo gastado, y de la hoguera no quedaban más que cenizas. Cuando se puso a avivar la llama, se dio cuenta de que tenía hambre. Franqueó de puntillas la cola curvada de Tintaglia y, en la oscuridad, alcanzó la carcasa medio mordida. Se puso a buscar un trozo de carne que no estuviera marcado por los dientes de la dragona o por su saliva. Tintaglia abrió uno de sus enormes ojos antes de que Reyn hubiera encontrado lo que buscaba. Lo miró sin sorpresa alguna.

—Te he dejado las dos patas delanteras —le dijo, antes de volver a cerrar los ojos.

Reyn sospechó que le habría dejado las partes menos sabrosas del animal pero, aun así, cortó con su cuchillo las dos piernas de buey. Aquellas patas grasas, rosadas y sin pelo no lo hacían precisamente salivar, pero clavó una en un palo largo y la puso a asar sobre las llamas. En unos minutos, el sabroso aroma de la carne chamuscada se extendió por el ambiente. Para cuando la pieza estuvo lista, el estómago de Reyn ya estaba rugiendo de hambre. La piel estaba crujiente, y la carne tan tierna y sabrosa como cualquier otra que hubiera probado. Antes de haber terminado de comer la primera pierna de buey, puso a asar la segunda.

Justo cuando la estaba retirando del fuego, Tintaglia se despertó y se puso a olisquear el aire ambiente.

—¿Quieres un poco? —le preguntó Reyn, a regañadientes.

—¡Claro que no! —le contestó ella, ligeramente irritada.

Se terminó la carcasa del animal mientras Reyn se comía su segunda pata de buey. Esta vez, Tintaglia comió de manera más comedida, y disfrutando mucho más del sabor de la carne. Reyn mordisqueó a conciencia los últimos trocitos de carne que quedaban pegados al hueso, antes de tirar este al fuego. Después, se limpió la grasa de las manos con el agua de las olas que llegaban hasta la orilla. Cuando volvió junto a la hoguera, se dedicó a reorganizar los tocones de madera, para que la llama aguantara lo que quedaba de aquella fría noche. Tintaglia suspiró, satisfecha, y se tendió sobre la arena, junto al fuego. Reyn, que estaba sentado entre la dragona y la hoguera, quedó envuelto en una inesperada atmósfera de calidez. Se tumbó sobre su abrigo, y cerró los ojos.

—No te pareces en nada a la idea que me había hecho de los humanos —le dijo Tintaglia.

—Tú tampoco te pareces a lo que yo imaginaba que sería un dragón —le contestó. Suspiró a su vez, saciado—. ¿Saldremos al amanecer?

—Claro. Aunque, si pudiera elegir, me quedaría aquí a comer alguno más de estos bueyes marinos.

—No puede ser que sigas teniendo hambre.

—No ahora. Pero una siempre tiene que pensar en el futuro inmediato.

Los dos guardaron silencio durante unos instantes. Al final, Reyn no pudo resistirse a preguntarle:

—¿Todavía vas a crecer mucho más?

—Claro. ¿Por qué no habría de hacerlo?

—Es solo que... bueno, ya me pareces bastante grande ahora. ¿Qué tamaño pueden alcanzar los dragones?

—Mientras vivimos, crecemos. Así que depende de lo que vivamos.

—¿Cuánto tiempo crees que vivirás?

Tintaglia soltó una risita.

—Tanto como pueda. ¿Cuánto crees que vivirás tú?

—Pues... si viviera unos ochenta años habría tenido una vida larga. Pero no hay muchos habitantes de los Territorios Pluviales que consigan llegar a viejos. —Reyn trató de enfrentarse a su propia mortalidad—. Mi padre murió a los cuarenta y tres. Me gustaría tener suerte y poder vivir unos años más. Lo bastante como para ver crecer a mis hijos, al menos hasta la adolescencia.

Tintaglia se desperezó.

—Me temo que, ahora que has viajado junto a una dragona, vas a vivir mucho más que eso.

—¿Quieres decir que el tiempo me parecerá más largo? —preguntó Reyn, intentando quitarles toda trascendencia a sus palabras confusas.

—No. En absoluto. ¿Acaso no sabes nada? ¿Te crees que lo único que una dragona puede compartir con su compañero de viajes es un puñado de escamas o unos ojos cobrizos? A medida que tu cuerpo vaya asimilando mis rasgos, tu esperanza de vida se incrementará en proporción. No me sorprendería que pasaras de los cien años en perfecto estado de salud. Al menos, así sucedía con los Ancianos. Algunos de ellos llegaron a vivir tres o cuatrocientos años. Pero ellos tenían generaciones de estrecha relación con los dragones a sus espaldas. Puede que tú no vivas tanto tiempo, pero seguro que tus niños sí.

Reyn se despertó de golpe y se incorporó dando un bote.

—¿Te burlas de mí?

—Claro que no. ¿Por qué habría de hacerlo?

—Por nada. Es solo que... no estoy seguro de querer vivir tanto tiempo.

Guardó silencio durante unos segundos. Se imaginó cómo sería ver morir a su madre y a su hermano mayor. Eso era tolerable: uno ya se esperaba sobrevivir a sus parientes de más edad. ¿Pero qué pasaría si tuviera que ver envejecer y morir a Malta? ¿Qué pasaría si tuvieran hijos y tuviera que verlos marchitarse también mientras él seguía estando sano y alerta? No estaba seguro de querer una recompensa así por el dudoso honor de ser el compañero de una dragona. Pronunció su siguiente pensamiento en voz alta.

—Cambiaría todos esos años por la seguridad de poder pasar uno solo de ellos junto a Malta.

Para Reyn, pronunciar el nombre de Malta en voz alta era como pronunciar un encantamiento mágico. La vio en el ojo de su mente: su cabello negro y lustroso, y el modo en que sus ojos brillaban cuando lo miraba. Su memoria traidora lo devolvió al baile de la vendimia, cuando la había cogido entre sus brazos y se habían acercado a la pista de baile. Solo habían podido compartir una canción antes de que se hubiera tenido que ir a salvar el mundo. Lo que no le había impedido perderlo todo, Malta incluida.

Recordó la manita de Malta agarrada a la suya. La cabeza de su amada solo le llegaba a la altura de la barbilla. Alejó de su cabeza la imagen de Malta a bordo de una galera chalaza. Conocía bien los procederes de los hombres chalazos, y lo desprotegidas que estaban sus mujeres. Se sintió invadir por el miedo, al tiempo que bullía de rabia. Se sintió débil y estúpido. Él había tenido la culpa de que Malta se hubiera visto expuesta al peligro. Seguro que no se lo perdonaría. De hecho, ni siquiera se atrevería a pedírselo. Aunque consiguiera rescatarla y llevarla a casa sana y salva, dudaba de que ella quisiera volver a verlo. Se sumió en la desesperación.

—Vaya tormentas de emociones sois capaces de despertar los humanos sobre la única base de la imaginación —comentó la dragona, en un tono condescendiente. Luego le preguntó—: ¿Hacéis todo eso porque vuestras vidas son muy cortas? ¿Por eso os inventáis historias acerca de lo que podría pasar mañana, y os llenáis de sentimientos que podrían no llegar a hacerse reales? Como no podéis recordar el pasado anterior a vuestras vidas, os inventáis futuros que posiblemente no existirán jamás.

—Puede que tengas razón —accedió Reyn a regañadientes. Le irritaba que se estuviera tomando el asunto tan a la ligera—. Supongo que, al poseer tantos recuerdos, los dragones no necesitan imaginarse el futuro.

Tintaglia hizo un extraño sonido con la garganta. Reyn dudaba de si lo que pretendía señalar con eso era su aprobación o su desaprobación.

—No necesito imaginarme el futuro, porque ya sé cómo será. Los dragones volverán a ser los señores de los Tres Reinos, como les corresponde. Volveremos a gobernar los cielos, las aguas, y la tierra. —Cerró los ojos.

Reyn se puso a pensar muy profundamente en las palabras de Tintaglia.

—¿Y dónde está esa tierra de los dragones? ¿Remontando el río desde Casárbol, más allá de los Territorios Pluviales?

Tintaglia levantó ligeramente uno de sus párpados. Esta vez, Reyn estaba seguro de haber visto un brillo divertido en el fondo de su ojo plateado.

—¿La tierra de los dragones? ¿Cómo si solo hubiera una, y tuviera fronteras? Solo a un humano se le podría ocurrir algo así. Gobernaremos los cielos. Gobernaremos las aguas. Y gobernaremos la tierra. Toda la tierra. —Empezó a cerrar lentamente el párpado.

—¿Y que pasará con nosotros? ¿Con nuestras ciudades, con nuestras granjas, nuestros campos, y nuestros viñedos?

El ojo se abrió de nuevo.

—¿Qué es lo que pasará con ellos? Los humanos seguirán peleándose entre ellos para determinar quién puede cultivar en qué tierras y a quién pertenecen tales vacas. Así es como se comporta la humanidad. Los dragones saben arreglárselas más sencillamente. Aquello que está en la tierra pertenece al que antes se lo coma. Lo que yo mato es mi comida. Lo que tú matas es tu comida. Es así se simple.

Unas horas antes, Reyn casi había sentido amor por ella. Se había quedado maravillado con los destellos azulados de su piel escamada mientras levantaba el vuelo. Luego lo había rescatado de los bueyes marinos, en vez de dejar que lo mataran y quedar libre del acuerdo que la ligaba a él. Incluso ahora, estaba descansando en el refugio que había creado para él con su cuerpo, junto al fuego. No obstante, cada vez que se hacía demasiado evidente el aprecio mutuo que se profesaban, ella soltaba algún comentario tan arrogante y desagradable que lo único que podía sentir hacia ella era que no debía bajar la guardia. Cerró los ojos, pero fue incapaz de dormirse. No podía evitar pensar en el monstruo al que había devuelto al mundo. Si mantenía su palabra y rescataba a Malta, él también tendría que mantener la suya. Se imaginó serpientes transformándose en dragones, y más dragones saliendo de la ciudad enterrada. ¿Estaría condenando a la humanidad a la esclavitud por el destino de una sola mujer?

Por mucho que lo intentó, no fue capaz de convencerse de que el precio a pagar por salvar a Malta era demasiado elevado.

***

Malta llamó a la puerta y entró de inmediato en la habitación, sin esperar respuesta. Suspiró, molesta, al comprobar que la cabina seguía a oscuras. La atravesó en dos zancadas y descorrió las cortinas.

—No deberías quedarte ahí tumbado, compadeciéndote de ti mismo en la oscuridad —le dijo muy seriamente a Cosgo.

La miró desde su camastro. Tenía los ojos legañosos, casi pegados.

—Me estoy muriendo —se quejó, con la voz ronca—. Y a nadie le importa. Este barco no debería moverse tanto. Sé que el capitán lo hace aposta. Para poder burlarse de mí delante de la tripulación.

—No, no es verdad. La Multicolora se mueve así. Ayer, durante la cena, me enseñó por qué. Tiene que ver con el diseño del casco. Si te decidieras a subir a la cubierta, a respirar algo de aire fresco y mirar el agua, no te molestaría tanto el movimiento de la nave.

—Deja de repetir eso. Yo sí que sé lo que me vendría bien. Fumar. Seguro que la hierba me cura este mareo.

—Te estoy diciendo la verdad. Cuando subimos a esta nave, estuve enferma durante dos días. El capitán Rojo me animó a intentar eso, y estaba tan desesperada que lo hice. Funciona. Dijo que tenía que ver con el hecho de sentir el movimiento de la nave en relación con el del agua. Cuando estás aquí sentado mirando hacia la pared, o tendido en la oscuridad, tu estómago no puede entender lo que siente tu cabeza.

—A lo mejor lo que mi estómago no puede entender es lo que mi cabeza sabe —replicó Cosgo—. Soy el excelentísimo sátrapa de toda Jamaillia. Por mucho que una panda de rateros piratas me retenga prisionero en condiciones atroces. Soy el heredero del Trono de la Perla, un elegido de Sa. Desciendo de una familia de cientos de sabios mandatarios que se remonta hasta el principio de los tiempos. Y, aun así, me hablas como si fuese un niño pequeño, y ni siquiera te molestas en utilizar fórmulas de cortesía. —Giró la cabeza hacia la pared—. Prefiero morirme. Deja que me muera, y la cólera de Sa se extenderá sobre todos vosotros por lo que me habéis hecho.

Esa ola de autocompasión terminó de llevarse la poca lástima que Malta había podido sentir por él. Por condiciones atroces se refería a que su habitación era pequeña y que nadie, excepto ella, se preocupaba por él. Lo que más le irritaba era que le hubieran dado una habitación para ella sola. La Multicolora no era una nave muy espaciosa, pero resultaba que estos piratas hacían de la comodidad su máxima prioridad. Antes de entrar en su habitación, se había propuesto convencerle de que compartiera la mesa del capitán. Antes de abandonar su propósito, hizo una última tentativa.

—Harías mejor en demostrar que tienes algo de sangre en las venas que en gimotear como un niño e imaginar algún tipo de horrible venganza por tu muerte. Ahora mismo, lo único que tiene valor a sus ojos es tu nombre. Levántate y demuéstrales que hay un hombre detrás de ese título. Puede que así empiecen a respetarte.

—¡El respeto de piratas, asesinos, y ladrones! ¡Vaya objetivo más deseable! —Giró la cabeza hacia ella. Tenía la cara pálida y delgada. Puso los ojos en blanco, en señal de disgusto—. ¿Y a ti te respetan por lo poco que has tardado en volverte en mi contra? ¿Respetan que no te hayas pensado ni dos veces que debías prostituirte si querías salvar tu vida?

La antigua Malta le habría dado una bofetada en su cara insolente. Pero la nueva Malta podía ignorar los insultos, tragarse las ofensas, y adaptarse a cualquier situación. Esta Malta sobreviviría. Se dio la vuelta, haciendo volar sus faldones brillantes, de colores azules, amarillos, y rojos. Llevaba unos calcetines de rayas rojas y blancas, muy calientes. Su camisa era blanca, pero la chaqueta que la recubría era roja y amarilla. Había elaborado el conjunto la noche anterior. Con los restos de tela de las prendas que había destrozado para confeccionarlo, se había hecho un pañuelo nuevo para la cabeza.

—Voy a llegar tarde —le dijo fríamente—. Cuando vuelva te traeré comida.

—No creo que me apetezca mucho comerme tus sobras —le dijo amargamente. Cuando Malta estaba a punto de alcanzar la puerta, añadió—: Ese «sombrero» no te queda del todo bien. No te cubre la cicatriz.

—No me lo he puesto para eso. —No se dio la vuelta para mirarlo.

—¿Por qué no me traes mejor algunas hierbas? —le gritó de repente—. Sé que las tienen. ¡Tienen que tenerlas! Mientes cuando dices que no es así. Sabes que es lo único que puede estabilizar mi estomago, y me las sigues negando deliberadamente. ¡Estúpida puta! ¡Hembra inútil!

Malta cerró violentamente la puerta, se apoyó sobre la pared del pasillo e inspiró profundamente. Luego, se levantó los faldones para no pisárselos, y se puso a correr. El capitán Rojo no soportaba que sus comensales llegaran tarde a la mesa.

Cuando llegó frente a su puerta, se detuvo un momento para recuperar el aliento. Como si viniera de un mundo completamente distinto, se pellizcó las mejillas para que adquirieran un color rosado, y se arregló el pelo y los faldones lo mejor que pudo. Ya estaban todos sentados alrededor de la mesa. El capitán Rojo le dedicó una mirada severa. Malta se inclinó en reverencia.

—Le pido perdón, señor. He tenido un contratiempo.

—Claro. —

Lo único que le contestó el capitán fue aquella palabra. Se apresuró a ocupar el asiento que le había reservado, a su izquierda. El primer oficial, un hombre que tenía toda la cara cubierta de tatuajes, desde la ceja hasta la garganta, se sentó a su derecha. El tatuaje que llevaba el capitán Rojo era mucho más sutil. Al estar hecho con tinta amarilla, era difícil verlo a menos de saber que estaba allí. Cuando actores y músicos eran hechos prisioneros y condenados a la esclavitud, sus propietarios solían evitar hacerles tatuajes no demasiado visibles para que no resultaran antiestéticos durante sus actuaciones. La tripulación de la Multicolora estaba mayoritariamente compuesta por una tropa de actores que había sido liberada por el capitán Kennit.

En cuanto el capitán le hizo una señal, el grumete que estaba junto a la puerta se puso a servirles la comida. Por mucho que se pusieran ropas elegantes, que utilizaran cubertería china, y finas copas de cristal, la calidad de la comida seguía siendo pésima. Malta había concluido que, de una embarcación a otra, la calidad de la comida no sufría grandes variaciones. El pan estaba duro, la carne salada, y las verduras llenas de raíces. Pero al menos, en la Multicolora, no tenía que comerse las sobras de otra persona. Podía sentarse en una mesa, y utilizar cubiertos. El vino, que la nave chalaza había requisado recientemente, era mucho mejor que la comida a la que acompañaba.

También había conversación entre los comensales y, aunque no fuera siempre muy elevada, al menos, debido a la naturaleza de la tripulación, se cuidaban los modales y el estilo. Ni la esclavitud ni la piratería habían minado su inteligencia ni su finura. Dado que carecían de teatro, la mesa del almuerzo se convertía en el escenario de sus actuaciones, y Malta en su espectadora. Se desvivían por hacerla reír o gritar de sorpresa. De no haberlo sabido, Malta no habría sido capaz de adivinar que los mismos hombres que jugaban y combatían a golpe de palabra, eran también piratas sanguinarios capaces de la peor de las carnicerías. Por muchas muestras de cortesía que le hubieran demostrado, Malta jamás se permitía olvidar que también era su prisionera. La muchacha nunca hubiera pensado que la educación que había recibido por ser la hija de una mercader del Mitonar llegaría a serle de tanta utilidad.

Sin embargo, aunque pudiera discutir apasionadamente acerca del verdadero significado del papel del hijo de la viuda en las comedias de Redoief, o seguir un debate sobre las razones que hacían que Saldon tuviera un dominio tan excelente del lenguaje y tan deplorable sentido dramático del espacio, ansiaba que llegara un momento en el que pudiera encauzar la conversación hacia algún tema del que pudiera extraer información útil para ella. Hasta el final de la comida, no le llegó ninguna oportunidad. El capitán aprovechó el momento en el que todos se estaban retirando de la mesa para centrar su atención en Malta.

—¿Ya veo que nuestro excelentísimo sátrapa Cosgo sigue sin querer unirse a esta mesa?

Malta apretó los labios, y se tomó su tiempo para contestar.

—Me temo, capitán, que sigue indispuesto. Me temo que nunca lo educaron para soportar los rigores del viaje en una embarcación como esta.

—Su educación no le enseñó a soportar ningún rigor. Di mejor que lo que le ocurre es que desprecia nuestra compañía.

—Su salud es muy delicada, y las circunstancias que lo rodean ahora no ayudan demasiado a mejorarla —contestó Malta enseguida, determinada como estaba a no criticar al sátrapa. Si se permitía el lujo de hacerlo, dejarían de verla como a su leal, y hasta podía ser que valiosa, doncella. Se aclaró la garganta—. También me ha pedido algo de hierba para aliviar sus mareos.

—Bah. Eso no cura lo mareos; lo único que hacen esas hierbas es colocar a un hombre hasta que deja de importarle todo lo que le rodea. Ya te dije que no tolerábamos esas cosas a bordo de esta nave. Si caímos en las manos de los esclavistas, fue porque acumulamos deudas de hierbas para fumar y otros artículos similares.

—Eso fue lo que le dije, capitán. Pero me temo que no me creyó.

—Son tan importantes para él que no se puede imaginar que nosotros no las tengamos —se burló el capitán. Se aclaró también él la garganta, antes de cambiar de tema—. Lo mejor que podría hacer sería unirse mañana a nosotros, para que pudiéramos discutir, de buena manera, los términos de su rescate. Insístele para que se una a nosotros.

—Lo intentaré —le contestó Malta con sinceridad—. Pero me temo que no voy a poder convencerlo de que, con eso, mejoraría las condiciones de su cautiverio. A lo mejor, si me dejaras actuar de intermediaria... Estoy acostumbrada a lidiar con su carácter.

—Di mejor que estás acostumbrada a tratar con su mal genio, sus caprichos, su arrogancia, y sus niñerías. Y, si puedo confiarte mis planes, has de saber que hemos acordado entre todos que el sátrapa de Jamaillia sería un gran regalo para Kennit, el rey de las islas Piratas. Muchos de nosotros encontraríamos divertido que el chico sátrapa terminara sus días con el tatuaje de un cuervo junto a la nariz, y grilletes en los pies. A lo mejor se le podría enseñar a servirle el almuerzo a Kennit.

»Pero Kennit tiende a ser un hombre de un gran pragmatismo. Sospecho que el rey acabaría por pedirles un rescate a los nobles que estuvieran dispuestos a remover cielo y tierra por recuperar al sátrapa. Cosgo debería pensar en que quién podría querer hacer eso por él. Me gustaría presentarle a Kennit una lista de nombres a los que pudiéramos invitar a competir por el premio.

Kennit. Ese era el nombre del hombre que se había llevado a su padre y a su nao. ¿Qué podía significar eso? ¿Existía alguna posibilidad de que ella pudiera alzarse ante ese hombre y negociar de alguna manera la liberación de su padre? De repente, el sátrapa Cosgo adquirió un nuevo valor ante sus ojos. Cogió aire, y sonrió.

—Intentaré persuadirle de que elabore esa lista de nombres —le aseguró Malta al capitán. Siguió al oficial con la mirada: era el último miembro de la compañía en abandonar el comedor—. Si me lo permites, veré si puedo ponerme a ello ahora mismo.

La puerta se cerró detrás del hombre. Malta maldijo a su corazón por latir tan aceleradamente, porque sabía que la sangre le estaría subiendo también a la cabeza, traicionando su nerviosismo. Sonrió mientras se acercaba a la puerta.

—¿Tanta prisa tienes por abandonarme? —le preguntó el capitán Rojo fingiendo tristeza.

Se levantó de su silla, y rodeó toda la mesa para acercarse a ella por su lado izquierdo.

—Tengo prisa por cumplir con la tarea que me has mandado —le contestó Malta.

Sonrió, y parpadeó varias veces muy seguidas, como para encandilarlo. Estaba jugando a un juego arriesgado con este hombre. El capitán tenía la autoestima muy alta, y eso era una ventaja. Le gustaba fantasear con la idea de que ella pudiera desearlo, y disfrutaba persiguiéndola, y aprovechando cada oportunidad que se le presentaba para cortejarla. Luego se pavoneaba delante de su tripulación. Su cicatriz no lo repugnaba. A lo mejor, pensaba Malta, una vez que un hombre había sido marcado en contra de su voluntad, le prestaba menos atención a las marcas de los rostros de los demás.

—¿No podrías quedarte aquí y hacer un par de trabajos extra para mí? —le preguntó, con una cálida sonrisa.

Era un hombre muy guapo y refinado. La parte más fría de su corazón barajó la posibilidad de convertirse en su amante, y de utilizarlo para llegar hasta Kennit. Pero no lo haría. No porque le viniera a la mente la imagen de los amplios hombros de Reyn, o de su mano envuelta en la de él mientras bailaban. No del todo. Había etiquetado todas las proyecciones que hacía su mente de Reyn como pertenecientes a un futuro que nunca alumbraría. Sería imposible que terminara casándose con ese hombre. Lo que sí era posible aún, si lograba ser lo suficientemente fuerte, era que consiguiera salvar a su padre. A pesar de todo lo que le había ocurrido, él la seguiría queriendo, con su incondicional amor de padre.

Se había distraído demasiado. El capitán Rojo le cogió las manos y se quedó mirándola, divertido.

—Me tengo que marchar, de verdad —murmuró ella, con fingido rechazo—. Todavía no le he llevado su cena al sátrapa. Si me retraso, se pondrá de muy mal humor, y para conseguirte esos nombres necesito que esté...

—Deja que espere —le sugirió hoscamente el capitán, mientras se la comía con los ojos—. Me apuesto lo que quieras a que nadie se ha atrevido a utilizar esa táctica con él. Y puede que sea exactamente lo que necesita para volverse más razonable.

Malta intentó retirar una mano, sin forzar demasiado.

—Si su salud no fuera tan delicada, estaría muy tentada de utilizar esa táctica. Pero es el sátrapa, el gobernador de toda Jamaillia. Es importante que un hombre como él goce de buena salud. ¿No estás de acuerdo conmigo?

En respuesta, la mano que le quedaba libre al capitán se deslizó de repente hasta su cintura. La atrajo hacia él, y empezó a besarla. Malta cerró los ojos y aguantó la respiración. Intentó acompasar sus labios a los suyos, como para crear la sensación de que aquello le agradaba, pero lo único en lo que podía pensar era en el momento en que terminaría. De repente, el capitán sacó su faceta de auténtico marinero chalazo, y la caló entre sus piernas. Malta se debatió mientras murmuraba:

—No. ¡No, por favor, por favor!

El capitán se detuvo inmediatamente. En cierto sentido, parecía apiadarse de ella.

—Es lo que sospechaba. Estás hecha toda una actriz. Si estuviéramos los dos en Jamaillia, yo fuera un hombre libre y tú no tuvieras esa cicatriz, podríamos sacarte mucho partido. Pero resulta que estamos aquí, querida, a bordo de la Multicolora. Los tripulantes de aquella nave chalaza de la que os recogimos tuvieron que hacerte cosas terribles. ¿Tan crueles fueron contigo?

Le costaba imaginarse que un hombre pudiera estar formulándole una pregunta así.

—Me amenazaron, pero nada más —consiguió decir. Desvió su mirada de la de él.

No la creyó.

—No te voy a obligar a hacer nada que no quieras hacer. No tengas miedo de eso. No tengo necesidad alguna de violentar a ninguna mujer. Pero no me importaría ayudarte a superar tus miedos. Aunque tampoco quiero meterte prisa. —Le acarició el muslo con la otra mano—. Tu actitud y tus maneras demuestran que recibiste una buena educación. Pero tanto tú como yo nos hemos convertido en lo que la vida ha hecho de nosotros. No podemos volver atrás, a un pasado más inocente. Puede que mis palabras te suenen muy duras, pero te hablo con la voz de la experiencia. Ya no eres la hija virginal de un padre que ha negociado para ti un buen marido. Así que no te queda más remedio que aceptar esta vida y entregarte a ella. Disfruta de los momentos de placer y libertad que te ofrezca, en lugar de seguir soñando con un matrimonio formal y un lugar en la alta sociedad. Malta, la hija de una mercader del Mitonar, ha desaparecido. Conviértete en Malta de las islas Piratas. Puede que, a fin de cuentas, te encuentres con una vida más emocionante que la que has dejado atrás.

Paseó sus dedos desde su muslo hasta el hueco de su garganta.

Malta se esforzó por mantener la calma mientras sacaba su última arma.

—El cocinero me dijo que tienes una mujer y tres hijos en la Ensenada del Toro. La gente podría ponerse a hablar. Eso podría herir a tu mujer.

—La gente siempre habla —le aseguró. Sus dedos jugaron con el collar de la muchacha—. A mi mujer no le preocupan esas cosas. Dice que es el precio que tiene que pagar por tener un marido tan apuesto e inteligente. Haz como yo, no pienses en ellos cuando estés aquí. Ellos no tienen nada que ver con lo que pasa a bordo de esta nave.

—¿De verdad? —le preguntó tranquilamente—. ¿Y si tu hija fuera capturada por un puñado de esclavistas chalazos, le darías el mismo consejo que a mí? ¿Qué se entregara a ellos y aceptara de buen grado lo que le hicieran? ¿Le dirías que su padre jamás la aceptaría de vuelta porque habría dejado de ser su «niña virginal»? ¿No te importaría el número de veces que la violaran, o quién lo hiciera? —Levantó la barbilla.

—Maldita seas —le dijo el capitán, pero con un tono de admiración.

Sus ojos brillaron de frustración, pero la soltó. Malta suspiró de alivio.

—Te conseguiré esos nombres —le ofreció, para compensarlo—. Me aseguraré de que entienda que su vida depende del grado de movilización que pueda conseguir de sus nobles. Le tiene mucho aprecio a su vida. Estoy segura de que sabrá cómo hacer que aflojen sus bolsillos.

Malta le sonrió, genuinamente, y se permitió caminar con cierto orgullo mientras abandonaba el comedor.