Capítulo 22
Reunión familiar

Wintrow parpadeó para quitarse las gotas de lluvia de los ojos, y se quedó mirando el horizonte.

—No lo entiendo —volvió a decirse a sí mismo.

Pensó que estaba hablando para sus adentros, y se sobresaltó cuando Etta le contestó. La lluvia había ahogado el murmullo suave de sus pasos recorriendo la cubierta, por lo que no la había oído llegar.

—Deja de intentar adivinar lo que ha pasado. Kennit nos lo explicará todo en cuanto lo veamos.

—Solo quiero saber lo que ha pasado —dijo obstinadamente.

Fijó la mirada desconsoladamente en ese hilillo de humo que, hasta hacía nada, había sido el Paragon. Aunque había seguido la batalla, seguía sin saber lo que había ocurrido. ¿Por qué se había empeñado el Paragon en desafiar tanto a las serpientes como a la Vivacia? ¿Cómo se había declarado el fuego y por qué había abandonado Kennit un tesoro tan valioso? ¿Había hecho algún prisionero? El vacío de no saber amenazaba por consumirlo.

La tormenta que había estado amenazando durante todo el día había terminado por caer. La fuerte lluvia formaba una intensa cortina entre el resplandor del ardiente Paragon y ellos. A pesar del frío y de estar empapado, se quedó en la cubierta observando el final de la nao que su familia había fletado. Con ella, morían también sus esperanzas de recuperar a la Vivacia mediante un rescate. En el fondo, aquella lluvia lo aliviaba tremendamente, ya que no había sido capaz de encontrar sus propias lágrimas.

—Vamos adentro —le sugirió Etta, apoyando su mano cálida sobre el brazo de él.

Se dio la vuelta para mirarla. Si, a estas alturas de su vida, aún podía permitirse agarrarse a algún consuelo, ese consuelo era Etta. Se había echado encima el aceite corporal de Sorcor, lo que hacía resaltar sus formas esbeltas. Desde las profundidades de su capucha, lo penetró con la mirada. Unas pocas gotas de lluvia habían encontrado su rostro y adornado sus pestañas. Parpadeó, hasta que resbalaron por sus mejillas. Falsas lágrimas. Wintrow se quedó mirándola, envuelto en deseo. Etta volvió a cogerlo del brazo, y él se dejó llevar hacia dentro.

Sorcor le había cedido su despacho a Etta. Wintrow se emocionó al ver la tetera hirviendo y las dos tazas que Etta había colocado sobre la mesa. Lo había preparado y dispuesto allí para que lo compartieran. Le indicó una silla y el muchacho se sentó en ella, con las ropas empapadas, mientras ella les echaba aceite para impermeabilizarlas. Hubo un tiempo en que esa habitación le había pertenecido a Kennit, y aún quedaban algunos de sus muebles. El resto de la estancia estaba decorada al gusto de Sorcor, con muebles y adornos más recargados y ostentosos. El mantel bordado y decorado con borlas disimulaba las líneas sobrias y elegantes de la mesa que recubría. Etta se sacudió las gotas de agua que se habían quedado agarradas a sus cabellos, y se sentó en la otra silla.

—Se te ve tan triste como un perro abandonado —comentó, mientras le servía el té. Luego añadió, muy a su pesar, mientras le servía el té—: No entiendo por qué tengo que seguir recordándote que tengas fe en Kennit. Tenemos que creer en él, pase lo que pase. Hace un tiempo, me dijiste que era un enviado de Sa. ¿Acaso ya no crees en eso?

Wintrow sorbió un poco de té, y saboreó la calidez de la canela. A pesar de su profunda melancolía, aquella sensación lo agradaba. Etta parecía saber bien que los pequeños placeres de la carne eran, a menudo, las más potentes medicinas para luchar contra los males que achacaban al espíritu.

—Ya no sé ni qué creer —admitió débilmente—. He sido testigo de todo el bien que ha hecho a su alrededor. Ha liberado a muchos, y mejorado la calidad de vida de otros tantos. Podría mandar construir una mansión majestuosa, llena de riquezas y de criados, y el pueblo no dejaría de adorarlo. Y, sin embargo, sigue navegando, y enfrentándose a las galeras para liberar a más esclavos. Considerando todo esto, ¿cómo podría cuestionar la grandeza de su alma?

—Pero lo haces, ¿verdad?

Wintrow suspiró.

—Sí. Lo hago. Algunas noches, cuando intento meditar, cuando trato de encontrar mi lugar en este mundo, no consigo cuadrarlo todo. —Se apartó el pelo de la cara, y la miró a los ojos con franqueza—. A Kennit le falta algo. Puedo sentirlo, pero no consigo nombrarlo.

Una sombra de enfado cruzó el rostro de Etta.

—A lo mejor a quien le falta algo es a ti, y no a él. A lo mejor el problema es que pierdes la fe cada vez que Sa no te lleva por el camino por el que querrías ir.

Las palabras de Etta lo dejaron atónito. Jamás se habría esperado que una acusación así pudiera salir de su boca, y menos aún que le sonara tan cierta. La mujer siguió adelante.

—Kennit tiene sus fallos. Pero deberíamos centrarnos en sus logros, en vez de hurgar en sus dudas y en sus heridas. —-Levantó sus ojos acusadores sobre los del muchacho—. ¿O es que crees que, antes de hacer el bien, un hombre debe aprender a ser perfecto?

—Sa puede utilizar cualquier herramienta —murmuró Wintrow, antes de añadir, unos segundos después—: ¿Pero por qué ha tenido que arrebatarme a mi nao? Y no es solo que me la haya quitado, es también que la haya transformado en una criatura a la que ni siquiera reconozco. ¿Por qué tiene que matar a todos los que han venido a llevarnos a casa? ¡No puedo entender eso, Etta, y nunca podré!

—¿Podría ser porque ya has determinado que no lo vas a entender? —Le sostuvo la mirada—. Una vez leí, en un libro que me diste, que construimos el mundo con nuestro lenguaje. Mira lo que acaban de hacer tus palabras. Acabas de reinterpretar una situación, convirtiéndola en un atentado contra tu persona. Dices que es tu nao. ¿Es eso cierto? ¿Ha pertenecido alguna vez a alguien? ¿O ha sido simplemente una criatura encerrada en un cuerpo extraño, y reclamada después como una pertenencia? ¿Kennit la ha cambiado, o simplemente le ha permitido sacar a la luz su verdadera esencia? ¿Cómo sabes que ha matado a aquellos que vinieron a liberarte, si es que venían con esa intención? Una vez más, no sabemos nada. Y, aun así, tú has decidido que se ha cometido un agravio contra tu persona, para poder justificarte y seguir alimentando tu rabia. —Su voz se había ido alterando cada vez más. Finalmente, apretó los labios y se dio la vuelta—. Quería compartir algo contigo, algo que tiene que permanecer secreto. Ahora me pregunto si conviene que lo haga, o si también lo vas a tergiversar, y convertirlo en lo que no es.

Lo único que Wintrow podía hacer era mirarla. Aunque Etta le debiera parte de sus transformaciones, los cambios que experimentaba aún tenían la capacidad de dejarlo asombrado. Hacía tiempo que había dejado de golpearlo cuando él intentaba ampliar sus horizontes de mira. Ya no lo necesitaba; tenía la lengua tan afilada como un cuchillo. Wintrow había reconocido su inteligencia y respetado su astucia y su valor desde su primer encuentro con ella. Ahora, había escuela detrás de su inteligencia, y ética detrás de su valor. Eso la hacía aún más bella. Extendió su mano sobre la mesa, boca arriba, para mostrarle que se rendía. Para su sorpresa, Etta adelantó su cuerpo sobre la mesa y puso su mano sobre la de él. Cuando Wintrow cerró la mano sobre sus dedos, Etta le sonrió. Y, cuando jamás hubiera pensado que podía ser más bella, un rayo de luz iluminó su rostro. Se aproximó un poco más a él para susurrarle las siguientes palabras.

—Estoy embarazada. Llevo dentro de mí al niño de Kennit.

Aquellas palabras cerraron definitivamente la puerta entre ellos, dejándolo fuera de su vida y de su luz. Era de Kennit, siempre lo había sido, y siempre lo sería. Wintrow siempre estaría solo.

—Al principio no estaba nada segura. Aun así, cada noche, desde hace algún tiempo, hay algo en mi interior que me dice que no estoy sola. Y, hace un rato, cuando me mandó aquí con unos modales que nunca había empleado antes conmigo, pensé que a lo mejor había una razón. Así que me senté aquí y me hice a mí misma la prueba de enhebrar una aguja en equilibrio sobre la palma de mi mano. Se balanceó tan violentamente que no pude dudarlo por más tiempo. Todo parece indicar que un niño está creciendo dentro de mí, un hombre que seguirá sus pasos—. Separó su mano de la de Wintrow y la posó, con orgullo, sobre su vientre plano.

Wintrow se sintió embargado por la soledad.

—Debes de estar muy contenta —se esforzó en decir, sobreponiéndose a su dolor intenso.

La sonrisa de Etta se redujo una fracción.

—¿Eso es todo lo que vas a decirme? —le preguntó.

Era todo lo que se atrevía a decirle. Era mejor no pronunciar en voz alta ninguno de los demás pensamientos que se agolpaban en su cabeza. Se mordió la lengua y se quedó mirándola, en un silencio del que no cabía esperar nada más.

Etta suspiró levemente y apartó la mirada del chico sacerdote.

—Esperaba que dijeras algo más. Tontamente, supongo. Como Kennit siempre dice que eres su profeta pues, no te rías, eh, había jugado con la idea de que, cuando te dijera que estaba embarazada del hijo del rey de las islas Piratas, tú... oh, no sé, dirías algunas palabras que anunciaran su futura grandeza, o... —Se le quebró la voz, y se ruborizó levemente.

—Como en las leyendas antiguas —consiguió decir Wintrow—. Un visionario que anuncie los milagros que acontecerán.

Etta sintió la necesidad de apartarse de él. Se sentía súbitamente incómoda por haber albergado tantas expectativas de cara a su propio hijo. Wintrow hizo un gran esfuerzo por desoír al muchacho dolido que se revolvía en su interior, y le habló como hombre y como sacerdote.

—No tengo ninguna profecía para ti, Etta. Ninguna palabra de Sa, ninguna inspirada profecía. Creo que, si este niño está abocado a hacer grandes cosas, será gracias a la herencia de la que disponga, la que le hayáis dado tú y Kennit. Lo estoy viendo en ti, Etta, ahora mismo: te da igual lo que la gente vea o no vea en tu hijo, porque siempre reinará en tu corazón. Tú sabrás lo que vale mucho antes que los demás, y sabrás que lo mejor que habrá podido aprender contigo habrá sido, sencillamente, a ser él mismo. Un niño echa raíces a partir de la aceptación de sus padres. Tú ya le has hecho ese regalo a tu bebé.

Las palabras de Wintrow consiguieron emocionar tanto a Etta como si hubiese enunciado una profecía. Resplandecía.

—Estoy impaciente por ver la cara de Kennit cuando se lo diga.

Wintrow inspiró profundamente. Invadido por la certeza y convencido de que, si Sa había inspirado en algún momento sus palabras, ese momento era el que estaba viviendo, le dijo:

—Te aconsejo que te guardes la buena nueva durante un tiempo. Ahora mismo, la mente de Kennit está demasiado llena de preocupaciones. Espera a que llegue un momento verdaderamente oportuno.

—A lo mejor tienes razón en eso —le dijo, muy a su pesar.

Wintrow dudaba de que fuera a hacerle caso.

***

La tormenta que llevaba todo el día amenazándolos terminó por encontrarlos. El Paragon echó su cabeza hacia atrás para sentir esas últimas gotas de lluvia. Las olas chocaban violentamente contra él pero, cuanto más se iba hundiendo en las profundidades, menos conseguían hacer que se balanceara. Los golpes que se oían en la escotilla se habían hecho menos frecuentes. Las llamas que había encendido Kennit con la ayuda del aceite hacían cada vez más humo, y empezaban a desprender mucho olor, pero seguían ardiendo. De vez en cuando se oía un crujido, y uno de los aparejos se desprendía del conjunto y caía sobre la cubierta.

El Paragon ignoraba todo eso. Se estaba hundiendo en sí mismo, en un lugar mucho más profundo que el fondo de cualquier océano.

Ámbar lloraba en su interior. Eso sí que era difícil de soportar. No se había dado cuenta, hasta entonces, de lo mucho que la apreciaba. Y a Clave. Y a Brashen, que estaba tan orgulloso de ser su capitán. Apartó, con determinación, esos pensamientos de su cabeza. No podía ceder ahora. Desde el piso de abajo, la carpintera había reptado todo lo lejos que había podido hacia la proa. A pesar de todo lo que le dolían sus quemaduras, se había arrastrado a través de las aguas que se filtraban por el casco de la nao. El Paragon hubiera preferido que muriese ahogada: habría tenido un mejor final. Pero aún vivía, y se agarraba ahora a la viga principal, aquella a la que amarraban la nao, mientras le hablaba, débilmente. El Paragon hacía todo lo posible por mantenerse alejado de ella.

Una serpiente embistió un lateral de su casco.

—Eh, tú. Estúpido. ¿De verdad vas a dejar que te hagan esto? —La voz de la criatura estaba cargada de desdén—. Despierta. Tienes tanto derecho a vivir como ella.

—También tengo su mismo derecho a morir—le replicó el Paragon.

Enseguida pensó en que ojalá no hubiese hablado, porque ahora tampoco podría ignorar la agonía de Ámbar.

—Paragon. Paragon. No quiero morir. No de esta manera. No sin haber terminado mi cometido. Por favor, nao. Por favor, no lo hagas.

Ámbar lloraba, y cada una de sus lágrimas quemaba su tronconjuro tan dolorosamente como el veneno de una serpiente.

—Nadie tiene derecho a morir inútilmente —proclamó la serpiente.

Paragon reconoció su voz. Era el macho que se había enfrentado a las demás serpientes cuando estas lo habían atacado. Volvió a golpear al Paragon. Resultaba molesto.

—Morir es lo mejor que puedo hacer por Kennit —se recordó el Paragon a sí mismo. Una vez más, se esforzó por mantener la concentración.

La serpiente volvió a embestir con fuerza el casco escorado del Paragon.

—No te estoy hablando de «kennit». Te estoy hablando de la utilidad que puedas tener para tu propia especie. Rayo se jacta de ser la única en poder guiarnos hasta casa y protegernos. Yo no me la creo. Mis recuerdos me dicen que existieron muchos guías y protectores. Estoy seguro de que, lo que uno puede hacer bien, dos podrán hacerlo mejor. ¿Por qué está tan dispuesta a matarte con tal de satisfacer a ese «kennit»? ¿Y por qué os importa tanto a ti y a Rayo?

—¿Si desea mi muerte, es para complacer a Kennit? —El Paragon pronunció las palabras muy lentamente.

No les encontraba ningún sentido. Estaba seguro de que aquella desgarradora decisión había sido obra de Kennit, que no tenía nada que ver con la Vivacia, o con Rayo, como le gustaba que la llamaran ahora.

A menos que quisiera quedarse a Kennit para ella sola. A menos que deseara deshacerse del Paragon para no tener ningún rival. A lo mejor Kennit lo había engañado. A lo mejor quería que muriese para poder quedarse con la Vivacia.

Se sorprendió de su propio razonamiento.

—¡Vete! Esta decisión la tengo que tomar yo solo.

—¿Y quién eres tú para decidir? —lo presionó la serpiente.

—Soy Paragon. ¡Paragon Ludoventura!

Utilizaba aquel nombre como un talismán que le permitía ocultar el resto de sus identidades.

La serpiente se restregó contra él, piel con casco.

—¿Y quién más eres?—le preguntó.

Sintió, en su interior, la presión repentina de las manos de Ámbar contra su tronconjuro.

—¡No! —chilló, a la atención de ambas, mujer y serpiente—. ¡No! Soy Paragon Ludoventura. Nada más.

Dentro de él, sin embargo, desde una profundidad más oscura que la de cualquier alma humana, otras voces tomaron la palabra, y Ámbar se puso a escuchar lo que decían.

***

Althea abrió los ojos y esperó un poco, hasta asegurarse de que había salido por completo de su mal sueño. Sintió que estaba a bordo de la Vivacia, en el interior de su antiguo despacho. Aunque la habitación estaba limpia y en orden, había algo raro en ella. Le vino a la mente la imagen de la guadaña. Tronconjuro muerto. No percibía la esencia de la nao rediviva por ningún lado. Miró por la ventanilla, y sintió el movimiento de una embarcación cualquiera. ¿Habrían tomado el control de la nao? ¿Estaría Brashen en el timón, llevándolos de vuelta a casa?

De repente, le dio un violento ataque de tos. Se había sentado demasiado deprisa. Le vino a la cabeza un fragmento de recuerdo, con la volatilidad del sueño: estaba tendida en la cubierta de la Vivacia, tenía mucho frío, y no dejaba de escupir agua de mar. Aún tenía el sabor de la salmuera en su boca, y le escocía la nariz. Eso había sido real. La cubierta le había parecido anormalmente dura, y no solo por la naturaleza de la madera. Había sentido, bajo las palmas de sus manos, el rechazo del tronconjuro. Jek había estado junto a ella, pero ahora ya no lo estaba. Seguía teniendo el pelo empapado, así que no había podido pasar mucho tiempo. Observó, a través de la ventana cómo se anunciaba, tempranamente, el crepúsculo de un breve día de invierno anormalmente oscurecido por la tormenta que apenas empezaba a desatarse. Una lámpara de aceite con la mecha muy corta colgaba de un gancho.

Se quedó ahí sentada, intentando ordenar en el tiempo cada cosa que iba recordando. Las serpientes habían volcado el bote y, después, una de ellas le había dado un coletazo. Tanto el bote como sus ocupantes habían saltado por los aires. Recordó la violencia con la que la serpiente lo había salpicado todo. Había luchado para no ahogarse, y logrado quitarse las botas, pero las aguas heladas habían arrastrado hacia las profundidades toda la tela de su vestido, y cada ola sucesiva la había sumergido en las aguas durante un tiempo más largo. No recordaba el momento en el que Jek la había agarrado, pero estaba segura de que la mujer había venido en su ayuda. Al final, habían sido pescadas por algún marinero de la Vivacia, y subidas hasta su cubierta.

Y ahora estaba aquí. Alguien la había vestido con un pijama de hombre de la mejor calidad, y la había tapado con un par de calientes mantas de lana. Ese alguien había tenido muchas atenciones con ella. So tomó aquello como una señal: las negociaciones de paz debían de haber ido bien. Lo más probable era que Brashen estuviera también a bordo, hablando con el capitán Kennit. Eso explicaría porqué no había sido devuelta al Paragon. Se vestiría e iría a buscarlos, justo después de visitar al mascarón de proa. Llevaba demasiado tiempo separada de su nao. Estaba convencida de que, una vez que hubiera charlado con la Vivacia, podría superar todos los obstáculos que las mantenían separadas.

Echó un vistazo a la habitación, pero no encontró ningún rastro de su ropa. Sí que vio, en cambio, camisas y pantalones tendidos de una cuerda. Alguna de esas prendas parecía de su talla. No había tiempo para remilgos; ya le daría las gracias más tarde a quien fuera que le había cedido su camarote y su ropa. El oficial, probablemente. Los libros que guardaba en una estantería dejaban suponer que aquel hombre poseía un cierto nivel de educación. El capitán Kennit subió en su estima. La calidad de una tripulación decía mucho de su capitán. Tenía la intuición de que se iba a entender bien con el pirata. Se levantó de la cama, tomando el mismo impulso con el que se incorporaba cuando solo era una niña, a bordo de la Vivacia, y puso las palmas de sus manos sobre la viga saliente que estaba justo encima de su cabeza.

—Vivacia—le dijo cálidamente, a modo de saludo—. He vuelto. He venido a llevarte a casa.

El impacto la devolvió de golpe contra el colchón. Se quedó tendida, algo aturdida, mirando al techo. ¿Se había golpeado con algo? No tenía sentido. Nada podía haberla golpeado, pero tenía la misma sensación que si hubiera sido así. Se miró las palmas de las manos, como esperando que estuvieran enrojecidas.

—¿Vivacia?—aventuró, con precaución.

Volvió a intentar sentir la esencia de la nao, pero no percibió nada.

Se armó de valor y volvió a tender sus manos hacia la viga. Cuando estaba a un dedo de distancia, se detuvo. La madera irradiaba tanto antagonismo como calor propagaba el fuego. Posó sus manos sobre ella. Fue como apretar las palmas contra un montón de nieve. Le ardieron los dedos a la vez que se le helaban, y se le iban entumeciendo. Apretó los dientes y ejerció más presión.

—Vivacia—repitió, rechinando los dientes—. Soy yo, nao. Althea Vestrit. He venido a buscarte. —El rechazo que sentía se hizo más evidente.

Oyó el ruido de una llave al girar en una cerradura, y el sonido de la puerta que se abría. Le echó una ojeada al hombre que acababa de apoyarse en la entrada. Era alto, apuesto, y vestía elegantemente. Traía consigo un olor a sándalo. Llevaba una bandeja con un bol humeante. Sus cabellos negros brillaban, y su bigote estaba cuidado con esmero. Las mangas y el cuello de su camisa estaban atadas con lazos blancos, y de una de sus orejas colgaba un diamante que habría podido ser la envidia de cualquier dandi. No obstante, las amplias hombreras de la chaqueta azul que llevaba, cortada a su medida, decían de él que no se conformaba con cualquier cosa. Se apoyaba sobre un bastón de latón y madera pulida. Estaba claro que aquello no era simplemente la herramienta de un cojo, sino un objeto de valor cuidadosamente elegido. Tenía que ser Kennit.

—¡No lo hagas!

No tardó ni un segundo en ponerla sobre aviso. Cerró la puerta detrás de él, colocó la bandeja sobre la mesa, y atravesó la habitación en dos de sus particulares zancadas.

—Te he dicho que no lo hagas. Solo conseguirás que te haga daño.

Tomó las muñecas de la mujer entre sus enormes manos, y apartó sus palmas de la viga de tronconjuro. De repente, volvió a sentirse aturdida, tanto por el esfuerzo como por el rechazo de la nao. Sabía lo que le había hecho la Vivacia.

La nao había eliminado sutilmente toda sospecha que Althea hubiera podido albergar en su interior a su respecto, y despertado en su mente cada uno de los recuerdos que tenía de egoísmo, estupidez, o falta de juicio que la nao había presenciado a lo largo de su vida. Se sintió avergonzada ante su propia inferioridad como ser humano, por mucho que aquello contradijera la lógica.

—Solo conseguirás que te haga daño —repitió Kennit.

Seguía teniendo el control de sus muñecas. Después de un intento fallido de zafarse de él, Althea se sometió a su autoridad. Kennit tenía mucha fuerza. Más valdría comportarse con dignidad que reaccionar como una niña frustrada.

Se encontró con sus ojos azules. Kennit le sonrió, como para reconfortarla, y esperó.

—¿Por qué? —preguntó ella—. ¿Por qué intentaría hacerme daño? Es mi nao.

La sonrisa de Kennit se hizo más amplia.

—Yo también estoy encantado de conocerte, Althea Vestrit. Ya veo que te encuentras mucho mejor. —La miró con franqueza—. Tienes mucho mejor aspecto que cuando te pesqué de las aguas. Vomitaste una cantidad considerable de sal sobre mi cubierta recién fregada.

Kennit estaba utilizando la proporción exacta de ironía y comentarios educados que necesitaba para recordarle la situación en la que estaba, y lo que le debía. Althea relajó las muñecas y, en cuanto lo hubo hecho, Kennit se las soltó, y le acarició ligeramente una de ellas, como para reconfortarla. Althea sintió como le ardían las mejillas.

—Te ruego que me perdones —le dijo, sinceramente—. Supongo que eres el capitán Kennit, y que fuiste tú quien me salvó la vida, así que te doy las gracias por ello. Pero es que sentir el rechazo de mi propia nao es... —se puso a buscar la palabra adecuada—, no lo puedo concebir —terminó, sin convicción.

—Oh, estoy seguro de que debe de ser algo devastador. —Kennit se adelantó, y posó la palma de su mano, despreocupadamente, sobre la viga de madera de color gris plata que tenía encima de su cabeza—. Tenéis que daros tiempo la una a la otra. Estoy convencido de que ya no eres la misma persona que cuando estuviste por última vez a bordo de esta nao. Y te aseguro que la nao tampoco lo es. —Añadió, en voz baja, mientras bajaba la mano—: Ninguna criatura con un mínimo de sensibilidad podría pasar por lo que ella ha pasado sin sufrir un proceso de cambio. —Se aproximó a su oído para añadir, en un susurro—: Dale tiempo. Y tómate tú el tuyo para conocerla y aceptarla como es. Y sé tolerante con sus arranques de rabia. Están profundamente enraizados, y bien justificados. —Su aliento cálido olía a especias. Se sentó sobre la cama, junto a ella, sin hacer de ello ninguna ceremonia—. Por ahora, contéstame a esto. ¿Te sientes mejor?

—Mucho mejor, gracias. ¿Dónde está Jek, la mujer que estaba conmigo? ¿Está Brashen aquí? ¿Le hicieron mucho daño las serpientes al Paragon? ¿Cómo las despistasteis? ¿Está vivo mi sobrino Wintrow? ¿Está bien?

Cada vez que formulaba una pregunta ya le estaba surgiendo la siguiente, hasta que Kennit se adelantó para taparle la boca con dos de sus dedos. Althea se ofendió ante el gesto, pero no reaccionó de ninguna manera. Lo aguantó, queriendo pensar que no pretendía molestarla con ese gesto.

—Cállate —le dijo, sin dureza—. Cállate. Cada cosa a su tiempo. No deberías estar atormentándote con tantas preguntas. Ya has tenido suficiente para un solo día. Jek está durmiendo como un tronco. Debió de rozarse con una serpiente, porque tiene una pierna y una costilla escaldadas, pero confío en que sus heridas sanarán pronto. Le di un poco de jarabe de amapola para el dolor. En este momento, lo mejor que podemos hacer es dejarla descansar.

Súbitamente, le vino otra pregunta a la cabeza.

—Entonces, ¿quién cuidó de mí? ¿Quién me metió en esta cama?

Sus manos se deslizaron instintivamente hasta los botones abrochados del cuello de su camisa.

—Fui yo —lo dijo en voz baja, y sin mirarla directamente a la cara. Una leve sonrisa asomaba en la comisura de sus labios, pero no la dejó expandirse al resto de su boca—. No me entusiasmaba la idea de tener que encargarle esa labor a ninguno de mis grumetes, y no hay mujeres a bordo de esta nao.

A Althea le ardía el rostro.

—Te he traído algo.

Se levantó mientras hablaba, y volvió a colocarse su muleta bajo el brazo. Atravesó la habitación, hasta llegar a la mesa, cogió la bandeja que había traído, y la llevó hasta la cama. A pesar de que le faltara una pierna, se movía con la gracia de un auténtico marinero. Posó la bandeja sobre las mantas y se sentó de nuevo junto a ella.

—Es una mezcla de vino y brandi, aderezada con especias. Es una antigua receta de Mentecacia que se utiliza para calentar y restaurar el cuerpo y que es excelente para el dolor. Prueba un poco mientras yo sigo hablando. Está mejor caliente.

Althea levantó el bol con las dos manos. El humo que desprendía era, ya de por sí, reconfortante. Unas especies oscuras flotaban en el fondo del líquido de color ámbar. Althea se llevó el bol hasta la boca y bebió un sorbo. Sintió como el calor del alcohol se propagaba por su cuerpo mientras la tensión que había acumulado se disipaba. Un escalofrío le recorrió el cuerpo y se le puso la carne de gallina. Sintió como si cuerpo se hubiera impregnado del frío de las aguas y que, solo ahora, estuviera empezando a quitárselo.

—Eso está mejor —le dijo Kennit, animosamente—. Déjame que piense. Wintrow no está aquí ahora mismo. Está prestando un servicio en la Marietta, bajo las órdenes de Sorcor, mi segundo oficial. He descubierto que el hecho de mover a un hombre prometedor de nave a nave, modificando sus responsabilidades, facilita el desarrollo de sus conocimientos náuticos, y potencia su capacidad de pensar por sí mismo. Has tenido que darte cuenta de que estabas ocupando su habitación y su cama. No te preocupes por eso ahora. Está perfectamente allí donde le he enviado, y sé que no te echará nada en cara.

—Gracias —dijo cautelosamente Althea.

Intentó reorganizar sus pensamientos. Era obvio que Kennit consideraba a Wintrow como a un hijo al que había envuelto en los negocios familiares y tenía que educar en vistas de confiarle mayores responsabilidades. Althea nunca había considerado esa posibilidad, y no sabía cómo debía reaccionar ante ella.

—Es muy amable por tu parte ofrecerle una oportunidad como esa —se oyó decir a sí misma. Una parte de ella se sorprendió al oír sus propias palabras. ¿Era muy amable por proporcionarle a Wintrow la oportunidad de convertirse en un mejor pirata? Intentó imponer algo de orden entre sus pensamientos—. Tengo que preguntarte esto. ¿Cómo ha reaccionado la Vivacia al hecho de que Wintrow se haya ido? No es bueno que una nao rediviva permanezca mucho tiempo separada de algún miembro de su familia.

—Bébete esto mientras está caliente. Por favor. —Volvía a emplear su tono animoso. Mientras Althea le obedecía, le echó una ojeada al trozo de cama que los separaba, como si tuviera miedo de que sus siguientes palabras fueran a disgustarla—. La Vivacia ha estado bien. No echa tanto de menos a Wintrow. Ya ves que me tiene a mí. —Se incorporó de nuevo para acariciar las vigas de color gris plateado—. He descubierto que, para una nao, tener una familia no es tan importante como tener un espíritu afín. La Vivacia y yo tenemos muchos rasgos en común: el amor por la aventura, un odio profundo hacia la trata de esclavos, el deseo de...

—Creo que conozco a mi propia nao —le cortó Althea, pero se encontró con la mirada de bondadosa reprobación de Kennit.

Levantó el bol y bebió un gran trago de líquido para esconder su decepción. Ya estaba empezando a relajarse, envuelta en la calidez del licor. Una ola de vértigo le recorrió el cuerpo. Sintió que las manos de Kennit agarraban el bol que sostenía en sus manos vacilantes.

—Estás más débil de lo que crees —le dijo, piadosamente—. Estuviste bastante tiempo en el agua. Y, ahora, he vuelto a alterarte con mis palabras despreocupadas. Estoy seguro de que esto no debe de ser fácil de afrontar para ti. A lo mejor venías con la idea de rescatar a tu nao y a tu sobrino. Y te estás dando cuenta ahora de que estarías sacándolos de un mundo al que aman. Descansa un rato, antes de que sigamos hablando. Te lo pido por favor. Tu estado de extenuación te está haciendo ver el peor lado de las cosas. Wintrow es fuerte, está contento, y convencido de que ha descubierto aquello en lo que Sa quiere que trabaje. La nao está ávida de galeras, y disfruta con la vida tan aventurera que llevamos. Deberías alegrarte por ellos. Y también de estar a salvo, a bordo de tu nao familiar. Partiendo de esas bases, las cosas no pueden sino irte bien.

Althea siguió bebiendo, hasta que las especias del fondo del bol se le pegaron a los labios. Kennit le cogió el bol de las manos y, al ver que la mujer se tambaleaba, la agarró por la espalda. Olía bien. A sándalo. Y a clavo. Althea apoyó la cabeza contra el hombro de la elegante chaqueta azul. El lazo que ataba el cuello de la camisa de Kennit le hizo cosquillas en la cara. A Brashen le quedarían bien esos lazos. Y una chaqueta como esa.

—Me gusta que los hombres lleven lazos —le comentó. Kennit se aclaró la garganta. La mujer sintió que se le subían los colores—. Me estoy mareando —se disculpó, mientras intentaba mantenerse derecha—. No tendría que haber bebido tan deprisa. Se me ha subido directamente a la cabeza.

—No, no, no pasa nada. Te estás exigiendo demasiado. Túmbate aquí. —Había seguido, como si nada, para no hacerle pasar más vergüenza.

Decididamente, era todo un caballero.

Saltó del camastro con su única pierna, y se puso a arreglarle la almohada. Althea se tumbó, obedientemente. La cabina daba vueltas a su alrededor.

—¿Cómo va el temporal? —preguntó, angustiada.

—Aquí, en las islas Piratas, consideramos a esto una tormenta menor. Saldremos pronto de ella. Echaremos el ancla en algún lugar cubierto y la dejaremos pasar. No te preocupes por nada. La Vivacia puede soportar achaques mucho más duros que este.

—Lo sé. Lo recuerdo.

Althea esperaba que fuera a dejarla sola. Pero, en lugar de eso, volvió a sentarse sobre su cama. Los recuerdos se arremolinaban en su mente, recuerdos de otro hombre alto y moreno junto a su camastro. Su padre había superado numerosos temporales con la Vivacia cuando Althea también viajaba a bordo de ella. De pequeña, había considerado a la Vivacia como el lugar más seguro del mundo. La Vivacia había sido el mundo de su padre, donde todo lo controlaba y nunca dejaba que nada le hiciera daño a su niña. Siempre estaría segura, siempre estaría bien. Un hombre fuerte gobernaba la nao, y unas manos firmes sujetaban su timón. Empezaron a pesarle los párpados, y terminó por cerrarlos. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan a salvo.

***

Kennít la observó detenidamente. Los bucles de su cabello húmedo yacían, enmarañados, sobre la almohada. Sus pestañas no eran tan largas como las de Wintrow, pero la similitud entre ambos seguía siendo asombrosa. La cubrió con las mantas, y las remetió bajo el colchón, para que no pudiera destaparse. Se había quedado dormida, lo que no sorprendió nada a Kennit, dado que ya había probado la mezcla de amapola y mandragora en Jek. Se quedaría profundamente dormida, y él tendría tiempo de pensar en el papel que tendría que adoptar con ella y en cómo respondería a sus preguntas.

El Paragon había caído junto con todos sus hombres. Una lástima. Las serpientes habían reaccionado a la ofensiva de Brashen. Eso podría funcionar, siempre que ella no hablara con ningún tripulante. ¿Sería capaz de mantenerla aislada del resto sin levantar sospechas? Le iba a resultar difícil enlazar las mentiras adecuadas pero seguro que se le ocurría algo.

Se quedó mirándola durante un rato más. Era una versión femenina de Wintrow. Trazó, con su dedo índice, la curva de su mejilla, el arco de su ceja, la forma de su nariz. Género del Mitonar, de buena cuna y educación intachable. Era imposible equivocarse. Cuando se inclinó sobre ella para besarla, sintió el calor que emanaba de sus labios. Su boca inerte le hizo llegar el sabor de las especias y del brandi. Podía tomarla allí mismo. Nadie lo sabría, puede que ni ella se diera cuenta de que lo había hecho. Una ocurrencia divertida le pasó por la cabeza y le provocó una sonrisa. Empezó a desabrochar el botón del cuello del pijama de Althea. Su propio pijama, pensó, y le pareció que se estaba desvistiendo a sí mismo. La mujer respiraba profunda y cadenciosamente.

—Solo te gusta porque se parece al chico —le dijo pérfidamente el amuleto.

La vocecilla desagradable perturbó la paz que reinaba en la habitación.

Kennit se quedó helado. Fusiló con la mirada al pedacito de tronconjuro, que tenía los ojos brillantes. ¿Eran chispas azules lo que veía en el fondo del tronconjuro, o se lo estaba imaginando? La boca tallada se torció en una mueca de disgusto.

—Y solo quieres al muchacho porque te recuerda a ti cuando tenías su edad. Solo que, en realidad, tú eras mucho más joven que él cuando Igrot te arrastró hasta su cama.

—¡Cállate! —le ordenó Kennit.

Aquellos recuerdos que había mantenido bloqueados durante tanto tiempo habían perecido finalmente con el Paragon. ¿Para que había servido todo aquello, si no había sido para destruir sus recuerdos? Si el amuleto se ponía a hablar en estos términos, podía hacerlo peligrar todo. Todo. Supo, en ese momento, que tendría que destruir aquel objeto.

—No servirá de nada —le dijo, burlonamente—. Destruyeme, y Rayo sabrá por qué lo has hecho. Y te voy a decir otra cosa. Toma a esta mujer en contra de su voluntad, y toda la nao sabrá por qué lo hiciste. Me encargaré personalmente de ello. Y de que Wintrow sea el primero en saberlo.

—¿Por qué? ¿Qué es lo que quieres de mí? —susurró Kennit, enfurecido.

—Quiero que Etta vuelva a esta nao. Con Wintrow. Tengo mis razones. Y te pongo sobre aviso de que tanto Rayo como yo consideraríamos la violación como un hecho extremadamente desagradable. Los dragones jugamos limpio.

—¡Una mierda de amuleto, del tamaño de una nuez, y se hace llamar dragón!

—No hace falta tener el tamaño de un dragón para poseer el alma de un dragón. Quítale tus manos de encima.

Kennit obedeció, despacio. Mientras se levantaba y cogía su muleta, comentó:

—No te tengo miedo. Y, en cuanto a Althea, terminaré por poseerla. Por su propia voluntad. Ya lo verás. —Inspiró profunda y lentamente—. Nao, mujer y muchacho. Todos serán míos.

***

¿Cómo lo había sabido?, se preguntaba el Paragon, una y otra vez. ¿Cómo había sabido Ámbar el lugar exacto en el que tenía que colocar sus manos para sentirlos a cada uno de ellos, y a todos al mismo tiempo. Seguía presionando la madera con sus dedos, así que estaba completamente abierta a él. De haberlo querido, podría haber penetrado en su interior y haberla despojado de todos sus secretos. Pero no deseaba saber nada más de ella que lo que ya sabía. Solo quería que abandonase la partida para poder morir en paz. ¿Por qué no podía hacer eso por él? Siempre se había comportado como un amigo. Ahora, sin embargo, se sentía ignorado por ella, y manipulado, puesto que lo estaba utilizando para hablar con esos otros con los que compartía su tronconjuro. Le hablaba a él, pero ellos también escuchaban lo que decía, y aquella escucha provocaba un eco interior que hacía vibrar su alma de nao.

—Tengo que vivir—dijo, implorante—. Solo tú puedes ayudarme. Todavía me quedan muchas cosas por hacer en esta vida. Por favor. Si podemos hacer algún tipo de trato, dímelo. Pregúntame cualquier cosa y, si está en mis manos concedértela, considéralo hecho. Pero ayúdanos a vivir. Cierra tus juntas, y haz que el agua deje de fluir. Déjame vivir.

—Ámbar. Ámbar. —Contra todo pronóstico, se dirigió a ella—. Por favor. Déjalo estar. Quédate quieta. No hables. Moriremos juntos.

—Nao. Paragon. ¿Por qué? ¿Por qué tenemos que morir? ¿Qué ha cambiado, por qué estás haciendo esto? ¿Por qué no podemos vivir?

Nunca podría entenderlo. Aun así, sabiendo que era una locura, el Paragon intentó explicárselo.

—Los recuerdos tienen que morir. Si alguien se vuelve incapaz de recordarlos, podrá vivir como si nunca hubieran existido. Kennit me dio sus recuerdos, y yo estoy dispuesto a morir por ellos, para que al menos uno de nosotros pueda vivir en paz.

Tanto el uno como el otro lo escuchaban con atención. De repente, el Mayor tomó la palabra, haciendo vibrar sus pensamientos a través de su mitad del casco.

—Eso no funciona así. Los recuerdos no dejan de existir porque se los silencie. El olvido no deshace las cosas.

Sintió como Ámbar se estremecía. Intentó sobreponerse, valientemente. Le habló como si no hubiera escuchado al Mayor.

—¿Por qué te ha hecho esto Kennit?

—Forma parte de mi familia. —El Paragon no podía disimular su amor por el pirata—. Es un Ludoventura, igual que yo. El último de su línea familiar, nacido en las islas Piratas. El hijo de un mercader del Mitonar se casó con una mujer de las islas Piratas. Kennit fue el niño que tuvieron, su hijo, su príncipe. Y mi compañero. Aquel que, finalmente, me amó por lo que yo era.

—Tú no eres un Ludoventura —le interrumpió el Mayor—. Somos dragones.

—Sí, somos dragones, y queremos vivir —era el Menor, intentando insertar un pensamiento propio.

—¡Silencio! —le interrumpió el Mayor, mientras el Paragon se escoraba aún más.

—¿Quién eres? —le preguntó Ámbar, confusa—. ¿Por qué hay dragones en tu interior, Paragon?

El Mayor se rió. El Paragon sabía que no merecía la pena contestar.

—Por favor —les imploró Ámbar—. Por favor, ayudadnos a vivir.

—¿Crees que mereces vivir? —le preguntó el Mayor. Puso sus palabras en la boca del Paragon, y utilizó su misma voz. Podía tomar el control de su cuerpo, y hacer sonar su voz a los cuatro vientos. No le importaba que Ámbar escuchara lo que pensaba a través de sus manos. El Paragon sabía que, si le estaba hablando de esa manera, era para demostrarle a la nao lo que había crecido, y lo fuerte que se había hecho—. Si así fuera, verías que, ahora mismo, nuestra salvación está en tus manos. Pero, si eres demasiado estúpida como para ver eso, creo que tendremos que morirnos todos.

—Pregúntale cómo—imploró el Menor—. Ahora que hemos regresado, ¿nos dejarías morir por la estupidez de una mujer? ¡No! Díselo. Deja que nos salve, para que podamos seguir adelante y...

—¡Silencio, débil! Te has pasado demasiado tiempo en compañía de los hombres. Solo los fuertes sobreviven. Estaremos mejor muertos que encerrados en un cuerpo controlado por humanos estúpidos. Así que deja que sea ella quien nos demuestre lo que puede hacer para salvarnos la vida. Si consigue adivinar el modo de sacarnos de esta, podrá volver a ser nuestros ojos. No tendremos más remedio que ser un Paragon, pero no el Paragon de los Ludoventura. Seremos el Paragon de los dragones. Dos convertidos en uno.

—¿Y qué pasa conmigo? —gritó salvajemente el Paragon. La lluvia caía con fuerza sobre su rostro ciego, y sobre su pecho. Se agarró la barba y tiró de ella con fuerza—. ¿Y qué pasa conmigo?

—Mézclate con nosotros —le dijo el Mayor—. O desaparece. Es la única elección que te queda. La serpiente decía la verdad. Seguimos teniendo un deber que cumplir para con nuestra especie, y ningún otro dragón o nao dragona tiene derecho a negárnoslo. Solo podemos ser uno. Sé uno con nosotros, o no seas nada.

—¡Nos estamos muriendo! —gritó Ámbar. Tenía la voz débil y ronca, debido al humo que estaba inhalando—. Todas las cubiertas están ardiendo mientras que, aquí abajo, el agua se está colando por todos los agujeros. ¿Cómo puedo salvarte, o salvarme a mí misma?

—Piensa —le ordenó el Mayor—. Demuéstranos aquello de lo que eres capaz.

Durante unos segundos, Ámbar se concentró. Se puso a perseguir al Mayor, como si pudiera robarle todo lo que debía saber. Luego, le dio un ataque de tos. Cada uno de los espasmos hacía gritar de dolor su piel escaldada. Cuando se le pasó la tos, pasó a estar fuera de los límites de percepción del Paragon. La sintió reducirse hasta un estado de transparencia, hasta que dejó de sentirla. Eso lo llenó de dolor, a la vez que de alivio. La cortina de lluvia helada que le caía pesadamente sobre los hombros terminó de hundirlo en sí mismo. Las olas crecían cada vez más. Pronto invadirían su cubierta. Las llamas se apagarían a medida que las olas lo fueran sumergiendo, pero no habría ningún mal en eso. El fuego y el humo habrían cumplido con su tarea.

De repente, Ámbar estaba dentro de él. Cuando empezó a sumergirse en los recuerdos de la especie dragona, la mujer emitió un grito de sorpresa. El Paragon la sintió flotar sobre una interminable cadena de recuerdos: desde el dragón hasta la serpiente, hasta el dragón, hasta la serpiente, y de vuelta al cascarón original. No pudo asimilarlo todo. El Paragon sintió como Ámbar se hundía en sus recuerdos. La mujer aguantó el tipo y buscó, incesantemente, lo que el Mayor le estaba ocultando, mientras permitía, al mismo tiempo, que los recuerdos del dragón penetraran en su interior.

—No está en mi memoria, sino en la tuya, pequeña insensata —le dijo.

Observó a la mujer como uno podría observar la resina de pino caer sobre una hormiga indefensa.

Se debatió hasta librarse de él, y sintió como si, para ello, hubiera tenido que arrancarse las manos de los brazos. El Paragon la sintió caer, y supo que, con cada inhalación, buscaba una bocanada de aire fresco que no encontraba. Volvió a sentirse extremadamente débil, casi sumida en un estado de inconsciencia. Luego, muy despacio, levantó la cabeza.

—Ya sé lo que hay que hacer—les anunció—. Ya sé como salvaros. Pero no voy a comprar mi vida a expensas de la del Paragon. Solo nos salvaré si me hacéis una promesa. No seréis dos transformados en uno, sino tres. Tenéis que preservar al Paragon.

El Paragon podía sentir el miedo de Ámbar. Su sudor estaba impregnado de miedo que exhalaba además en cada respiración. Se había quedado atónito ante la perspectiva de que hubiera alguien que prefiriera morir antes que traicionarlo.

—¡Hecho! —anunció el Mayor. Pudo sentir un débil rastro de admiración en sus palabras—. El corazón de esta humana es digno de tratar con el de una nao dragona. Ahora, dejémosla demostrarnos que también tiene cerebro.

El Paragon percibió los intentos de Ámbar por levantarse, pero ya había agotado todas sus fuerzas. Cayó de nuevo contra sus tablas. La nao intentó cerrar sus juntas por ella. No pudo. Los dragones no le dejaban hacerlo. Así que se limitó a transmitirle a su cuerpecillo débil toda la fuerza que pudo extraer de su tronconjuro. En la oscura atmósfera cargada de humo, Ámbar levantó la cabeza.

—¡Clave! —llamó. Aquel esfuerzo sobrehumano solo produjo un hilillo de voz—. ¡Clave!

***

—¡Poneos a trabajar, malditos! —les gritaba Brashen.

Luego, le dio un ataque de tos. Dejó que sus hombres descansaran durante un momento. Aquellos que habían estado aporreando la escotilla desde el interior cayeron rendidos a su alrededor. La escotilla no estaba cediendo, y el tiempo, en cambio, se les estaba acabando. Apartó a un lado sus miedos. El tronconjuro era difícil de partir. Aún quedaba algo de tiempo, aún quedaba una pequeña esperanza de poder sobrevivir, pero solo si lo seguía intentando.

—¡No os relajéis! Morir ahogado no será mejor que arder en llamas.

Al escuchar la orden, el equipo que estaba golpeando la escotilla con una viga volvió a ponerse manos a la obra, pero sin entusiasmo renovado. Había demasiados muertos, y demasiados heridos. De la nao salían unos ruidos ignominiosos: los de los golpes de la viga contra la escotilla, los de los gemidos de los heridos y, desde arriba, los del crepitar de las llamas. El nivel de las aguas estaba subiendo, y el hedor que desprendían se estaba intensificando. Cuanta más agua entraba en el Paragon, más pronunciada se hacía la inclinación de la cubierta. La nube de humo que se estaba filtrando a través del agujero se estaba haciendo también más densa. El tiempo se estaba agotando.

—Volved a vuestros puestos.

Tres hombres se levantaron y cogieron de nuevo la viga.

En ese momento, alguien llamó la atención de Brashen con un tirón de manga. Brashen giró la cabeza y se encontró con Clave. El muchacho había apoyado su brazo herido contra su estómago.

—Es Ámbar, señor.

Tenía la cara pálida y, bajo la tenue luz de la lámpara de aceite, se podían leer en su rostro el dolor y el miedo.

Brashen sacudió la cabeza, antes de frotarse sus ojos llorosos o irritados.

—Haz todo lo que puedas por ella, muchacho. Yo ahora no puedo ir. Tengo que seguir con esto.

—Lo que le traigo es un mensaje, señor. Me dijo que lo que debían hacer era probar con la otra escotilla. La que está debajo de su cabina.

Las palabras del chico tardaron unos segundos en calar en su mente. Pero luego, Brashen gritó:

—¡Traed la viga! ¡Enseguida!

Descolgó una lámpara y salió a toda prisa, sin esperar a ver si los demás lo seguían o no. Maldijo su propia estupidez. Cuando el Paragon había estado anclado junto a la playa, Ámbar había vivido en su interior, y utilizado como habitación el camarote del capitán. Sus instrumentos de trabajo, en cambio, los había dejado abajo, en el agujero. Para acceder allí más fácilmente, había serrado una trampilla en el suelo de la habitación. Tanto a Althea como a Brashen les había horrorizado su iniciativa. Ámbar había reparado el suelo, reforzándolo desde abajo, y pegando muy bien las juntas. Pero seguía siendo visible desde el piso inferior. Las escotillas del Paragon eran totalmente herméticas. Habían sido diseñadas para evitar toda entrada de agua. La trampilla que daba a la cabina del capitán, en cambio, solo había sido reforzada con clavos.

Brashen perdió toda confianza en sí mismo en cuanto vio la trampilla desde abajo. Ámbar era una buena carpintera, muy aplicada. Además, sería difícil trabajar allí, debido a la escora de la nao. Cuando sus tripulantes lo alcanzaron, estaba empujando vanamente la trampilla hacia arriba. Con la ayuda de sus hombres, apiló un montón de barriles y se subió encima de ellos para examinar el techo desde más cerca. Clave le pasó las herramientas.

Gracias a un martillo y una palanca, Brashen fue arrancando los clavos uno a uno. A esa altura, el humo era mucho más denso. A la luz de la lámpara, pudo ver, a través de una rendija, como las llamas estaban consumiendo la madera de la cubierta. Aunque consiguieran subir, era muy posible que encontraran fuego en el piso de arriba. No vaciló ni por un momento.

—¡Empujad con la viga, muchachos! —les ordenó, mientras se apartaba del medio.

A pesar de la falta de energía con la que manejaban la viga, Brashen vio como, al cabo del cuarto intento, las tablas cedían un poco. El capitán les pidió a sus hombres que se apartaran a un lado, y estos cayeron al suelo, entre jadeos y ataques de tos. Brashen volvió a subirse a la plataforma y empezó a dar martillazos contra el tronconjuro que lo separaba de la vida. De repente, cuando ya estaba a punto de darlo todo por perdido, las tablas cedieron y fueron cayendo estruendosamente a su alrededor. La luz amarillenta de la lámpara de aceite iluminó los rostros mugrientos de sus compañeros.

Brashen se agarró al borde del agujero, tomó impulso, y pegó un salto que lo llevó directamente arriba. Las paredes de la cabina estaban en llamas, pero el fuego todavía no se había propagado hacia el interior de la cámara.

—¡Subid aquí! —gritó Brashen, con toda la potencia de voz que pudo reunir—. ¡Salid de ahí mientras podáis!

Clave ya se encontraba en el borde del agujero. Brashen lo agarró con su brazo bueno y lo ayudó a subir a la cubierta. Cuando el capitán se puso a caminar sobre la cubierta, el muchacho lo siguió. La lluvia que caía empezó a calarle las ropas. Una ojeada breve le hizo advertir que había una serpiente blanca trazando círculos alrededor del Paragon. La lluvia intensa resultó ser una aliada para acabar con el fuego. Pero ni siquiera eso era suficiente. Las llamas seguían atacando el mástil principal y transmitiéndose a las camaretas. Al caer, los aparejos esparcían pedacitos de velas y madera quemada por todas partes. Brashen quitó los escombros que se habían acumulado encima de la escotilla principal, la desbloqueó, y la abrió.

—¡Por aquí! —volvió a gritarles—. Que todo el mundo suba a la cubierta, excepto los hombres que estén achicando agua. Limpiad la...

Tuvo que detenerse para toser, y vaciarse los pulmones de humo. Algunos hombres empezaron a subirse a la cubierta. El blanco de sus ojos resaltaba sorprendentemente sobre sus rostros mugrientos. Le llegaron nuevos gruñidos y gemidos desde abajo.

—Limpiad los escombros que aún estén ardiendo. Y ayudad a los heridos a subir a la cubierta, donde puedan respirar.

Se dio la vuelta y empezó a caminar entre montones de escombros. Tiró por la borda una maraña de cuerdas y un trozo de palo aún incandescentes. La cortina de lluvia limitaba la visión tanto como lo había hecho el humo anteriormente pero, al menos, ahora podían respirar. Cada nueva inspiración lo ayudaba a limpiar sus pulmones.

Alcanzó la cubierta superior.

—Paragon, cierra tus vetas. ¿Por qué estás intentando matarnos? ¿Por qué?

El mascarón de proa no contestó. La luz de las llamas hacía bailar irregularmente las sombras que se agitaban sobre la nao. El Paragon miraba hacia delante, bajo la tormenta. Seguía cruzado de brazos. Los músculos sobresalientes de su espalda denotaban la tensión que le suponía mantener esa posición. Mientras Brashen observaba al mascarón de proa, la serpiente blanca emergió de las aguas, delante ellos. Inclinó su cabeza melenuda hacia un lado, y se puso a observar a la nao con sus brillantes ojos rojos. Le habló a la nao, pero no obtuvo respuesta. De repente, Clave tomó la palabra.

—Regresé a buscar a Ámbar. Ahora está a salvo.

Ninguno de ellos estaba a salvo todavía.

—¡Paragon! ¡Cierra tus juntas! —volvió a gritarle Brashen.

Clave tiró de la manga de Brashen. Brashen bajó la vista para encontrarse con el rostro inquieto y desconcertado del muchacho.

—Ya lo ha hecho. ¿No lo has sentido?

—No, no he sentido nada. —Brashen se agarró al pasamanos, en un intento por establecer contacto con el mascarón de proa. Pero no ocurrió nada—. No siento nada.

—Yo sí. Loh siento a loh do' —dijo Clave, siniestramente. Un instante después, le avisó—: ¡Agáhese fue'te, señor!

De repente, la nao se elevó enormemente, y empezó a balancearse. Mientras volvía a bajar, Brashen oyó salvajes exclamaciones de asombro provenientes de la cubierta que tenía detrás. Sonrió en la oscuridad. Aunque la cubierta se estuviera inclinando mucho, si la nao había cerrado verdaderamente sus vetas, si conseguían mantener activo al equipo que se ocupaba de achicar el agua, y si la tormenta no se volvía más violenta, vivirían.

—Oh, nao, mi nao, sabía que no nos dejarías morir así.

—No ha sio coha suya. Al menoh no esactamente. —El muchacho fue bajando la voz hasta acabar en un murmullo—. Son él y elloh. Loh 'dragones.

Cuando empezaron a flaquearle las piernas al muchacho, Brashen lo agarró por el hombro.

—Llevo un t'empo soñando con elloh. Pero pensaba que se trataba solo d'un sueño.

***

—Subidlos a bordo —le ladró Kennit a Jola.

Observó, molesto, como Wintrow y Etta se reincorporaban a la nao. Un sentimiento de frustración amenazaba con consumirlo por dentro. Había echado el ancla en esa ensenada a la espera de que se calmara la tormenta y de que decidieran cuál iba a ser su siguiente movimiento. Sus planes iniciales de volver a Mentecacia podían verse modificados. Le habría gustado haber pasado más tiempo a solas con Althea, y también con Rayo.

—No os he mandado buscar —le dijo a Etta fríamente, a modo de saludo, mientras la mujer subía a bordo de la nao.

Etta no pareció inmutarse ante su comentario.

—Ya lo sé. Pensé que podría aprovechar este momento de tregua que nos ha concedido la tormenta para volver.

—Aunque yo no lo haya ordenado —apuntó Kennit sarcásticamente.

Etta se detuvo antes de llegar a tocarlo. Se había quedado anonadada. Había dolor en su voz cuando dijo:

—No se me ocurrió pensar que podías no desear mi vuelta.

Jola miró a Kennit con extrañeza. El capitán sabía perfectamente cuánto les gustaba Etta a los tripulantes, y cómo adornaban su relación con la puta con un sinfín de detalles románticos. Tal y como estaban las cosas, no tenía sentido que los sacara de quicio, ni a ellos ni a Etta.

—¿No pensaste en el riesgo que estabas corriendo? —añadió, cortantemente, queriendo dar a entender que lo que le ocurría era que estaba preocupado por ella—. Ve a cambiarte a la cabina. Estás empapada. Tú también, Wintrow. Quiero contarte algunas cosas.

Kennit se dio la vuelta, y empezó a caminar para que lo siguieran, mientras los maldecía para sus adentros por haberlo hecho salir a la cubierta con la lluvia que estaba cayendo. Empezó a dolerle intensamente el muñón. Cuando llegó a la cabina, se dejó caer sobre su silla, y tiró su muleta sobre la cubierta. Etta, que chorreaba agua por los cuatro costados, la recogió instintivamente, y se sentó en su lugar habitual, en una de las esquinas. Kennit, sumido en un silencio reprobatorio, observó como se quitaban sus ropas empapadas.

—Bueno. Así que habéis vuelto. ¿Por qué?

Les lanzó la provocación antes de que cualquiera de los dos hubiese podido abrir la boca. Les dejó tiempo suficiente como para que pudieran reagrupar sus pensamientos pero, en cuanto Wintrow empezó a coger aire para hablar, volvió a interrumpir el silencio.

—No os molestéis en contestar. Lo veo en vuestras caras. Después de todas las cosas por las que hemos pasado, y todavía no me creéis.

—¡Kennit! —gritó Etta, profundamente indignada, pero él la ignoró.

—¿Qué es lo que ponéis en tela de juicio? ¿Mis decisiones? ¿Mi honor? —Su rostro adoptó una expresión de amargo remordimiento—. Me temo que tenéis razón. No estuve muy acertado en la promesa que le hice a Wintrow, y tampoco fue muy honorable por mi parte arriesgar la vida de mi tripulación en un intento por mantener esa promesa. —Penetró a Wintrow con la mirada—. Tu tía está viva, y a bordo de la nao. De hecho, está durmiendo en tu camarote. ¡Quieto! —le ordenó, al advertir las intenciones de Wintrow—. No puedes ir a verla ahora mismo. Tenía frío y estaba desorientada después de haber pasado tanto rato en el mar. Le di amapolas para que se calmara. Por puras reglas de cortesía, no debemos perturbar su sueño. A pesar de la hostilidad con la que nos recibió el Paragon, no voy a traicionar el significado de una bandera de la paz. —Desvió su mirada hacia Etta—. En cuanto a ti, señorita, tendrás que mantenerte alejada tanto de Althea Vestrit como de la guerrera de los Seis Ducados que la acompaña. Tengo el presentimiento de que podrían hacerte daño. La mujer Vestrit tiene un discurso coherente pero ¿quien sabe cuales son sus verdaderas intenciones?

—¿Izaron una bandera de la paz, y luego os atacaron? —preguntó Wintrow, que no se lo podía creer.

—Ah. Así que lo habéis visto todo, ¿eh? Provocaron a nuestras serpientes, disparándoles flechas incendiadas. Malinterpretaron el avance de las serpientes. Después, como si con eso no hubieran hecho ya suficiente alarde de valentía, acercaron su nao a la nuestra para abordarnos directamente. Pero esa batalla la ganamos nosotros. Lamentablemente, perdimos un bien preciado durante el proceso. —Sacudió la cabeza—. Esa nao estaba determinada a morir.

Había construido una historia lo suficientemente superficial como para poder añadir detalles más adelante si resultara necesario, es decir, si Wintrow manifestaba dudas acerca de algo. Por el momento, había dejado al muchacho con el semblante pálido y serio.

—No tenía ni idea —empezó a decir Wintrow.

Kennit lo interrumpió enseguida, con un simple gesto de la mano.

—Pues claro que no tenías ni idea. Porque, a pesar de todo lo que me he esforzado para enseñarte, no has aprendido nada. Me entregué a ti, y te hice promesas imposibles de cumplir. Y, aun así, las mantuve. La nao no está nada contenta, la tripulación se ha jugado la vida, y hemos perdido un bien raro. Pero he mantenido la promesa que te hice, Wintrow. Como Etta me pidió. Me temo que no estáis considerando nada de eso —dijo, para terminar. Dirigió la vista del uno hacia el otro, y sacudió la cabeza, como si le disgustaran sus propias palabras—. Supongo que estaría siendo un tonto si os pidiera, a cualquiera de los dos, que os amoldarais a mis deseos para con Althea Vestrit. Me gustaría mantenerla aislada hasta que pueda determinar si es una amenaza o no. Quiero que esté cómoda, pero que no tenga ningún contacto con la tripulación ni con la nao. No tengo ninguna intención de matarla, Wintrow. Pero tampoco puedo arriesgarme a que descubra ninguna de las entradas secretas a Mentecacia, o que perjudique mi relación con la nao. Parece como si su mera presencia en estas aguas hubiera bastado para poneros a vosotros en mi contra. —Volvió a sacudir la cabeza—. Nunca pensé que seríais los primeros en dudar de mí. Nunca.

Llevó su espectáculo hasta el punto de hundir su cabeza entre sus manos. Sus codos descansaron sobre sus rodillas mientras se encorvaba adoptando una postura de fingida desesperación. Aunque oyó perfectamente el ruido de los pasos almohadillados de Etta sobre la cubierta, hizo como si se sobresaltara cuando la mujer le puso las manos sobre los hombros.

—Nunca he dudado de ti, Kennit. Nunca. Y, si lo prefieres, volveré a la Marietta hasta que me mandes buscar. Por mucho que me cueste estar separada de ti...

—No, no. —Kennit hizo un esfuerzo para levantarse y cogerla de la mano—. Ahora que estás aquí, lo mejor que puedes hacer es quedarte. Siempre que te mantengas alejada de Althea y de su compañera.

—Si eso es lo que quieres, no lo cuestionaré. En todo el resto de cosas que han tenido que ver conmigo, siempre has tenido razón. —Marcó una pausa—. Y estoy segura de que Wintrow opina lo mismo —añadió, incluyendo al muchacho en su acto de sumisión y entrega.

—Me gustaría ver a Althea —insistió el muchacho, desconsolado.

Kennit sabía lo mucho que le costaba al chico mostrarse contestatario y, en cierto sentido, admiró su tenacidad. Etta, en cambio, no lo hizo.

—Pero harás lo que te dice Kennit, ¿verdad?

Wintrow, derrotado, agachó la cabeza.

—Estoy seguro de que tiene buenas razones para estar pidiéndome esto —concedió, finalmente.

Etta se puso a masajear el cuello y los hombros de Kennit, que empezó a relajarse y a olvidarse de sus preocupaciones. Lo había conseguido. Había acabado con el Paragon, y hecho suya a Althea Vestrit.

—Volvemos a Mentecacia —dijo, en voz baja.

Una vez allí, encontraría una buena excusa para hacer que Etta bajara de la nao y se quedara en tierra. Le echó una ojeada a un Wintrow abatido. Se preguntó amargamente si también tendría que abandonar al muchacho. Si quería reconciliarse con Rayo, tendría que ofrecerle algo. A lo mejor tendría que ser el retorno de Wintrow a su monasterio.