Capítulo 21
Paragon Ludoventura

Althea se encontraba en lo alto del mástil, escrutando el horizonte, cuando aparecieron las velas de la Vivacia. A partir de ese momento, solo se centró en aquellas velas blancas que contrastaban con el cielo plomizo. El Paragon se había escondido en una ensenada desde la que se veía un canal que estaba justo a las afueras de Mentecacia. Después de haber estudiado sus mapas, Brashen había deducido que aquel era el camino que tomaría la Vivacia para volver a Mentecacia, asumiendo que Kennit volvería desde las islas de los Otros. Brashen se había arriesgado y había acertado. Incluso antes de ver el casco o el mascarón de proa, Althea ya había reconocido el mástil y las velas. Durante un momento, la aparición que tanto había esperado la dejó sin habla. Durante esa última semana, había confundido a numerosos barcos con la Vivacia. E incluso había llamado a Brashen un par de veces para que subiera al mástil a confirmar sus sospechas. Y, cada una de esas veces, había estado equivocada.

Ahora, mientras observaba cómo iban apareciendo los aparejos que le resultaban tan familiares, estaba segura de sí misma: aquella era su nao. La reconocía, igual que podría reconocer el rostro de su madre. No les transmitió las noticias a todos de inmediato, sino que descendió del mástil a toda velocidad, atravesó la cubierta a grandes zancadas, e irrumpió en la cabina de Brashen. Estaba durmiendo, después de su noche de guardia.

—Es ella. Por el suroeste, por donde dijiste que llegaría. Esta vez no me estoy equivocando, Brashen. Es la Vivacia.

Brashen no le hizo ninguna pregunta. Inspiró profundamente.

—Entonces ha llegado el momento. Esperemos que Kennit demuestre ser tan inteligente y racional como tú has presupuesto. De cualquier otro modo, estaríamos ofreciéndole nuestras gargantas a un carnicero.

Althea se quedó mirándolo durante unos segundos, sin palabras.

—Perdona —le dijo Brashen, con la voz ronca. No tendría por qué haber dicho eso. Esta decisión la tomamos juntos. Ambos convencimos a la tripulación de que funcionaría. No pienses que estoy descargando mi parte de responsabilidad sobre ti.

Althea sacudió la cabeza.

—Solo estás diciendo en voz alta lo que yo llevo demasiados días pensando. Lo mires como lo mires, Brashen, la responsabilidad es toda mía. Si no fuera por mí, esta tripulación ni siquiera estaría aquí, dispuesta a ejecutar esta locura de plan.

La estrechó fuertemente entre sus brazos. Althea respiró el perfume de su piel desnuda y de sus cabellos sueltos contra sus mejillas. Frotó un lado de su cara contra la mejilla cálida de Brashen. ¿Por qué —se preguntaba— estaría apostando realmente? ¿Por qué estaría jugándose la vida de este hombre y la suya propia en esta aventura salvaje? Brashen relajó su abrazo y cogió su camisa del respaldo de la silla. Una vez que terminó de abrochársela, volvió a ser el capitán.

—Ve a buscar nuestra bandera de la paz y tráela aquí. Quiero que nuestros tripulantes tengan armas al alcance de la mano, pero que no sean visibles. Recuérdales que, antes que nada, lo que queremos es hablar con Kennit, pero que no le estamos invitando a subir a nuestra nao. Eso sí, en cuanto tengamos la más ligera sospecha de que tiene intención de atacarnos, actuaremos en consecuencia.

Althea se mordió la lengua para evitar decirle que la tripulación no necesitaba ningún recordatorio. Ya los había taladrado lo suficiente con todo eso. Al no tener que lidiar con la constante amenaza que les suponía Lavoy, tenía mucha más confianza en sus hombres. Obedecerían. Y, dentro de unas horas, a lo mejor ella volvería a pisar la cubierta de la Vivacia. A lo mejor. Se apresuró a cumplir con sus órdenes.

***

—Allí, señor. ¿La ve ahora? —Gankis apuntó con un dedo hacia el horizonte y bizqueó, como si eso fuera a ayudar al capitán a adivinar lo que quería enseñarle—. La nao está levando el ancla junto a la playa—. Lo más probable es que hayan utilizado los árboles de la línea de costa para camuflarse, pero los avisté cuando...

—Ya la veo —le interrumpió Kennit—. ¡Vuelve a tus tareas!

Le señaló los mástiles y los aparejos. Una extraña certidumbre se apoderó de su alma. El viejo vigía se alejó de Kennit, molesto por la rudeza con la que se había dirigido a él el capitán. El viento frío silbó en los oídos de Kennit, y el casco de su nao se hundió una vez más en las olas. Kennit, sin embargo, acababa de separarse del resto del mundo. La nao era el Paragon. La mitad de su alma estaba saliendo de aquella ensenada.

—¿Cómo puedo reconocerlo desde tan lejos? —se preguntó a sí mismo—. ¿Cómo? ¿Será algo que transporta el aire? ¿Un olor arrastrado por el viento?

—La sangre llama a la sangre —le susurró el amuleto que llevaba colgado de su muñeca—. Sabes que es él. Ha regresado a ti. Ha vuelto después de todos estos años.

Kennit intentó respirar, pero tenía los pulmones paralizados. Se dejó embargar por el miedo y las ansias. Si hablaba de nuevo con la nao y caminaba otra vez por su cubierta, estaría volviendo al pasado. Todo el dolor y las derrotas que había sufrido se desvanecerían. La nao se alegraría de saber todo lo que había prosperado y crecido y... No. No sería así. Habría confrontaciones y acusaciones, humillación y vergüenza. Abriría una caja de Pandora que volvería a envenenar su presente. Sería como atreverse a mirar a la cara a un amante al que se había traicionado. Le obligaría a admitirse a sí mismo lo que había hecho para asegurar su propia supervivencia egoísta.

Y, lo que era peor, aquello sucedería en público. Todos sus tripulantes sabrían quién había sido y lo que le había sucedido. La tripulación del Paragon también se enteraría. Etta y Wintrow se enterarían. Rayo se enteraría. Y ninguno de ellos volvería a respetarlo jamás. Todo lo que había construido a golpe de sudor y lágrimas, todos sus años de trabajo, se esfumarían de golpe y porrazo.

No podía permitirlo. Por muchos gritos que oyera en el interior de su mente, no podía permitirlo. El pasado no podía alterarse. Una vez más, el muchacho maltratado e implorante tendría que ser silenciado. Tendría que borrar su recuerdo del mundo, de una vez por todas.

Jola se acercó corriendo hasta él.

—Señor, esa nao que el vigía avistó ha desplegado una bandera, enorme y blanca. Una bandera de la paz. Sus tripulantes están levando el ancla, con la intención de acercarse a nosotros. —Su estado de excitación decayó en cuanto Kennit le dedicó una mirada ceñuda—. ¿Qué quieres que hagamos? —le preguntó, con más calma.

—Sospecho que pretenden engañarnos —le dijo a Jola—. Faldín me avisó de esto. No me voy a dejar embaucar por ellos. Si fuera necesario, no dudaría en aplicarle un castigo ejemplar a esta nao y a su tripulación. Si descubro que esconden algo, la nao acabará en el fondo del mar, junto con todos sus hombres. —Miró a Jola a los ojos—. Prepárate para oír muchas mentiras, Jola. Este capitán es un hombre particularmente inteligente. Maneja una nao rediviva para intentar hacerse con otra nao rediviva. No podemos permitirle que se salga con la suya.

De repente, el pánico le subió a la garganta, y perdió el habla. Tuvo miedo de que Jola pudiera volverse contra él en ese preciso instante, y sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Los sentimientos cambian, se recordó salvajemente a sí mismo. Esta sensación de ahogo, junto con estas lágrimas, le pertenecen a un muchacho que ya no existe. Hace mucho que dejé de sentir así. Yo no siento así.

Tosió para esconder ese momento de debilidad.

—Prepara a los hombres —le ordenó tranquilamente—. Tráelos aquí, y echa el ancla. Haz ondear nuestra bandera de la paz para darles confianza y que se acerquen más a nosotros. Haremos como si nos hubiéramos creído su artimaña. Y luego les enviaré a las serpientes. —Esbozó una sonrisa en la que se le veían todos los dientes—. Dudo mucho que el capitán Trell conozca a nuestras serpientes. A ver cómo se las arregla para negociar con ellas.

—Sí, señor —asintió Jola, antes de irse rápidamente.

Kennit también se puso en movimiento. Le pareció que su pata de palo hacía un ruido muy fuerte. Alrededor de él, los hombres corrían de un lado a otro, hacia los puestos que les correspondían. Ninguno de ellos aminoró realmente la marcha para observarlo. Ninguno de ellos podía ver ya quien era verdaderamente. Solo veían a Kennit, rey de las islas Piratas. ¿Y no era eso lo que siempre había querido? ¿Qué lo vieran como a un hombre que se había hecho a sí mismo? No podía evitar seguir imaginándose lo que se asustaría el Paragon al constatar que le faltaba una pierna, o el grito de alegría que soltaría al palpar el fino brocado de su chaqueta. Se dio cuenta de que el triunfo no le sabía tan bien cuando lo compartía con gente que siempre había considerado que triunfaría. En todos los mares de todo el mundo, solo había una persona que supiera realmente todo por lo que Kennit había pasado para llegar tan alto, que pudiera medir la importancia real de su victoria, y que entendiera de verdad lo mal que lo había tratado la vida anteriormente. Solo había un ser que pudiera sacar a relucir su pasado más oscuro. Paragon tenía que morir. No podía hacerse de otra manera. Y, esta vez, Kennit tendría que asegurarse de ello.

Mientras subía los escalones que llevaban a la cubierta, vio, para su desgracia, que Etta y Wintrow ya se encontraban allí. Wintrow estaba apoyado en el pasamanos, conversando animadamente con el mascarón de proa. Etta observaba al Paragon en la lejanía, con una extraña expresión en su rostro. Sus cabellos oscuros jugaban con el viento que se estaba levantando. Kennit alcanzó la cubierta superior y entornó los ojos para seguir la dirección de la mirada de Etta. Casi podía adivinar el dibujo del mascarón de proa. El Paragon se estaba acercando cada vez más. Cuando vio aquel rostro desfigurado, el corazón le dio un vuelco. La vergüenza se apoderó de él y le quemó por dentro, seguida de un arrebato de furia. No podían cargarle las culpas a él. Nadie tenía derecho a acusarlo, ni siquiera el Paragon. Era culpa de Igrot, todo era culpa de Igrot. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Creyó morirse de miedo, y se llevó una mano temblorosa a la cabeza.

—Dejaste que se llevara todo tu dolor —le susurró el amuleto al oído—. Dijo que lo haría, y tú le dejaste hacerlo. —El amuleto sonrió—. Pero todos tus recuerdos siguen aquí, esperándote. Junto con él.

—Cállate —rechinó Kennit.

Con sus dedos temblorosos, intentó quitarse esa condenada cosa de la muñeca. La tiraría por la borda, y se hundiría para siempre junto con todo lo que sabía de él. Pero, en ese momento, el pirata tenía los dedos especialmente torpes, y no fue capaz de desatar las tiras de cuero. Intentó arrancar el amuleto de las tiras de cuero, pero eran demasiado resistentes.

—¡Kennit, Kennit! ¿Estás bien?

Estúpida puta, siempre hacía las peores preguntas en los peores momentos. Intentó controlar sus emociones. Kennit sacó un pañuelo y se limpió el sudor de la frente. Recuperó la voz.

—Estoy bastante bien, como siempre. ¿Y tú?

—Pareces tan... por un momento creí que te ibas a desmayar.

Etta lo penetró con la mirada, en un intento por leerle la mente. Quiso cogerle las manos.

Eso nunca funcionaría. Kennit esbozó una leve sonrisa. Tenía que distraerla de algún modo.

—El muchacho —le dijo en voz baja mientras hacía un gesto con la cabeza en dirección de Wintrow—. Esto debe de estar resultándole duro. ¿Cómo está?

—Roto —le confesó Etta de inmediato. Un hombre que hubiera tenido menos seguridad en sí mismo podría haberse sentido ofendido de la facilidad con la que la mujer había derivado de su preocupación hacia él a su preocupación por Wintrow. Pero, después de todo, Etta solo era una puta. Suspiró—. Se empeña, una vez y otra, en obtener una respuesta de la nao. Le pide que reaccione como lo haría la Vivacia. Y, evidentemente, ella no lo hace. En este momento, está buscando algún tipo de reacción de la nao a la presencia de Althea. Pero no está consiguiendo nada. Cuando le recordó que le habías prometido que nadie le haría daño a Althea, se rió y dijo que esa era tu promesa, y no la suya. Le partió el corazón cuando le dijo que lo que había acordado contigo no significaba que le hubiera prometido nada a él. —Etta bajó la voz—. Significaría mucho para él si le confirmaras que estás dispuesto a mantener tu palabra.

Kennit se encogió de hombros.

—Haré todo lo que pueda. Pero no puedo decirle nada más que lo que ya le he dicho. A veces, alguna gente está determinada a luchar hasta la muerte. ¿Qué podemos hacer entonces? No creo que espere que me vaya a dejar matar por ella para no faltar a mi palabra.

Etta se quedó mirándolo durante unos segundos. Por dos veces, pareció a punto de decir algo, pero no emitió sonido alguno. Al final, le preguntó tranquilamente:

—Están haciendo ondear una bandera de paz. Supongo que podría ser un truco pero... intentarás mantener tu promesa, ¿verdad?

Kennit ladeó la cabeza en su dirección.

—Vaya pregunta más absurda. Claro que lo intentaré. —A continuación, le sonrió más cálidamente y le ofreció su brazo, Etta se lo cogió y caminó con él junto al pasamanos—. Si las cosas empezaran a torcerse, y haz uso de tu buen criterio para juzgar eso, si sospechas que las cosas pueden ponerse feas para Wintrow, llévatelo abajo —le dijo, con toda la calma del mundo—. Encuentra una excusa, un motivo cualquiera. Lo que se te ocurra.

Etta lo miró por el rabillo del ojo.

—Ya está bastante crecidito como para olvidar su juguete favorito en cuanto le presentan otro.

—No me malinterpretes. Solo estoy diciendo en voz alta lo que tú y yo sabemos. Eres una mujer con muy buenos atributos para distraer a cualquier hombre. Hagas lo que hagas, no te lo tendré en cuenta. Cualquier cosa. No espero de ti que consigas hacerle olvidar las implicaciones de su familia en todo este asunto, pero seguramente no necesite presenciar todo lo que vaya a pasar.

No habría podido ser más explícito. Le había dado a entender, claramente, que tenía carta blanca para seducirlo. Sa no ignoraba que la mujer tenía suficiente apetito como para entretenerse con dos hombres. Últimamente, había demostrado ser insaciable. Debería ser capaz de mantener ocupado a Wintrow mientras Kennit se ocupaba de resolver los líos. Cuando llegaron a la altura de Wintrow, Etta parecía estar sumida en sus pensamientos. En cuanto al muchacho, le estaba hablando a la nao con toda su dulzura.

—Althea prácticamente se crió sobre esta cubierta. Tenía la esperanza de que llegaras a ser suya. De haber tenido elección, ella nunca te habría abandonado. Cuando vuelva a subir aquí, tus sentimientos hacia ella volverán a aflorar, ya lo verás. Te devolverá a tu esencia, Vivacia, y estoy seguro de que se lo agradecerás. Una vez que vuelva, tendrás que disolver toda esa rabia que sientes por algo que estuvo obligada a dejar hacer. —Le sonrió, como para reconfortarla—. Volverás ser tú misma.

Rayo estaba cruzada de brazos. A su alrededor, el agua estaba llena de serpientes.

—No estoy enfadada, Wintrow. Lo que estoy es aburrida. Aburrida de oírte recitar lo mismo, una y otra vez. He oído decir en numerosas ocasiones que los sacerdotes son capaces de discutir con un hombre hasta que este termina por darles la razón, solo para que se callen. Así que voy a hacerte una pregunta. ¿Si hago como que siento algo por ella, te callarás y te irás?

Wintrow agachó la cabeza durante un par de segundos. Kennit pensó que Rayo lo había derrotado. Luego, el muchacho dirigió la vista hacia el Paragon, que seguía aproximándose a ellos.

—No —dijo, en voz baja—. No me iré. Me quedaré aquí, junto a ti. Cuando Althea suba a bordo, tendrá que haber alguien en disposición de contarle la transformación que has sufrido.

Eso era impensable, decidió Kennit en un momento. Se aclaró la garganta.

—En realidad, me gustaría encargarte una pequeña tarea, Wintrow. Llévate a Etta contigo. Tan pronto como echemos el ancla, me gustaría que te llevaras el bote y remaras hasta la Marietta. Últimamente, algunos de los hombres de Sorcor están un poco irascibles, y se han ido acostumbrado a hacer las cosas a su manera. Dile a Sorcor, con mucho tacto, evidentemente, que me encargaré de esta nave yo solo. Me gustaría que mantuviera a la Marietta en la retaguardia; y que no permitiera que sus tripulantes se agolparan en los aparejos. La nave que viene hacia nosotros ha izado una bandera de paz. No me gustaría que sus hombres se sintieran amenazados, ni en situación de inferioridad numérica. Eso podría provocar estallidos de violencia innecesaria.

—No podrías enviar a... —empezó Wintrow, implorante.

Kennit pellizcó la mano de Etta, que entendió el mensaje enseguida.

—No lloriquees, Wintrow —le reprochó—. Quedarte aquí, dejando que Rayo te atormente, no te beneficiará en nada. Juega contigo, corno un gato con un ratón, y tú no tienes capacidad para sobreponerte a ello y afrontar la situación que se nos viene encima. Kennit se encargará de hacerlo por ti. Ven. Tienes un don para la diplomacia. Tú eres el único que puede transmitirle la orden a Sorcor sin que se la tome como una ofensa.

Kennit la escuchaba admirado. Se le daba realmente bien hacerle sentir a Wintrow que, al oponerse a las órdenes recibidas, se estaba comportando como un insensato y un egoísta. Debía de ser una habilidad propia de las mujeres. Hubo un tiempo en que su madre le hablaba empleando esa misma punta de impaciencia que era la que lo convencía de que estaba equivocado. Alejó aquel recuerdo de su mente. Cuanto antes desapareciera el Paragon, mejor. Durante años, todos esos recuerdos que había creído enterrar en su pasado habían estado agitándose en su interior, dejándole una profunda sensación de malestar.

Wintrow, dubitativo, miraba alternativamente al uno y al otro.

—Pero yo esperaba poder estar presente cuando Kennit recibiera...

—Parecería que eres nuestro rehén. Me gustaría que vieran que eres un miembro más de mi tripulación, que no estás constreñido por mí. A menos que... —Kennit marcó una pausa, antes de dedicarle a Wintrow una mirada extraña—. ¿Tienes ganas de abandonar esta nao? ¿Te gustaría marcharte con ellos? Si eso es lo que deseas, tienes que decírmelo. Podrían llevarte de vuelta al Mitonar, o a tu monasterio.

—No. —Todos, incluida Etta, quedaron sorprendidos ante la respuesta de Wintrow—. Este es mi sitio. Ahora estoy seguro de ello. No tengo ningún deseo de marcharme. Me quedaré junto a ti, Kennit, y presenciaré la creación del reino de las islas Piratas. Siento... siento que aquí es donde Sa desea que esté. —Agachó la mirada durante unos segundos y, a continuación, volvió a levantar la vista para encontrarse con la expresión impasible del rostro de Kennit—. Iré a ver a Sorcor, señor. ¿Tiene que ser ahora mismo?

—Sí. Me gustaría que se quedara donde está. Asegúrate de que se entera bien de eso. Vea lo que vea, tendrá que dejar que sea yo quien lo resuelva.

Kennit los miró marchar y, acto seguido, ocupó el lugar de Wintrow en el pasamanos.

—¿Por qué te lo pasas tan bien atormentando al muchacho? —le preguntó a Rayo en un tono distendido.

—¿Por qué insiste él en taladrarme con esa obsesión suya por la Vivacia? —gruñó la nao en respuesta. Se apartó el cabello de los ojos para poder observar mejor al Paragon, que seguía aproximándose—. ¿Qué tenía ella de tan maravilloso? ¿Por qué no puede aceptarme a mí en su lugar?

¿Celos? Si hubiera tenido más tiempo, esa habría sido una vía de exploración interesante. Evitó contestar a sus preguntas.

—Los jóvenes siempre intentan aferrarse a lo que han conocido desde siempre. Dale tiempo, acabará por ceder. —A continuación, le hizo una pregunta que nunca antes se había atrevido a formularle—: ¿Son capaces tus serpientes de hundir una nave? No me refiero a si son capaces de impedir que siga navegando, sino a si podrían llegar a hundirla. —-Cogió aire—. Y, preferiblemente, en varios trozos.

—No lo sé —le contestó, perezosamente. Giró la cabeza, y le mostró su perfil.

Rayo lo miró por el rabillo del ojo y le preguntó:

—¿Te gustaría que lo intentáramos?

Kennit se quedó sin habla durante unos segundos. Al final, terminó por admitir que sí.

—Solo si fuera necesario —añadió débilmente.

Rayo habló en un tono gutural.

—Considera lo que me estás pidiendo. El Paragon es una nao rediviva, al igual que yo. —Se dio la vuelta, en dirección al mar, para observar a la nao que se aproximaba hacia ellos—. Hay otro dragón, que es pariente mío, descansando en ese tronconjuro. Me estás pidiendo que traicione a mi propia especie por ti. ¿Me crees capaz de hacer algo así?

Ante esta reacción imprevista, a Kennit le faltó poco para perder el control de la situación. Los tripulantes del Paragon estaban echando el ancla, justo detrás de la línea de alcance de los hipotéticos proyectiles que pudieran ser lanzados contra ellos. No estaban del todo locos. Kennit tendría que ganarse a Rayo, y rápido.

—Para mí, tú eres más importante que cualquiera. Si me pidieras un sacrificio comparable, no dudaría en llevarlo a cabo —le prometió.

—¿De verdad? —contestó ella, con una punta de crueldad en la voz—. ¿Incluso si se tratara de Etta?

—Sin dudarlo ni un solo momento —le prometió, negándose a darle vueltas a aquello.

—¿O de Wintrow? —su voz se había vuelto melosa y profunda.

Kennit sintió como si le estuviera clavando un cuchillo. ¿Cuan profundamente podía penetrar en su cabeza? Inspiró profundamente.

—Si me lo pidieras, lo haría. —¿Se lo pediría? ¿Se propondría separarlos el uno del otro? Apartó el pensamiento de su cabeza. Lo mejor que podía hacer era desviar el tema de conversación—. Espero ser tan importante para ti como tú lo eres para mí. —Intentó pensar en algún otro cumplido. Al no venírsele ninguno a la mente, le preguntó simplemente— ¿Lo harás?

—Creo que ha llegado el momento de que hablemos del precio que tendrás que pagar por esto —le contestó.

La Marietta ya había recogido el bote en el que viajaba Wintrow, y estaba virando. La tripulación echaría el ancla en algún lugar cercano. Mientras esperaba la respuesta de Rayo, Kennit observó el trabajo rutinario de los hombres que estaban en la cubierta de aquel barco.

—Una vez que terminemos con esto, reunirás a todas tus naves, esas en las que ondea la bandera del cuervo. Tanto ellas como tú nos serviréis de escolta. Las serpientes tienen que viajar lejos, hacia el norte, hasta la desembocadura de un río cuya imagen apenas consigo recordar, pero por la que he pasado numerosas veces cuando era la Vivacia. Cuando estemos navegando hacia el norte, tendremos que ir buscando más serpientes. Tendrás que protegerlas de las agresiones de los humanos. Remontaremos el río, mientras las otras naves se quedan vigilando su desembocadura. Sé muy bien que ninguna embarcación ordinaria puede acompañar a las serpientes en ese tramo de su migración. Me darás, Kennit Ludoventura, todo lo que te queda de invierno, toda tu primavera, y todo tu tiempo hasta que lleguen los días de máximo calor del verano. Hasta entonces, te dedicarás a ayudar a las serpientes a que hagan lo que tienen que hacer, y las protegerás cuando sea necesario. Este es el precio que tendrás que pagar. ¿Estás dispuesto a hacerlo?

En cuanto Rayo hubo pronunciado su nombre completo, Kennit supo que estaba a su merced. ¿Cómo lo había sabido? ¿Lo había adivinado? Le echó una ojeada al amuleto sonriente que tenía colgado de la muñeca. Al detener su mirada en esos rasgos tan similares a los suyos propios, Kennit supo quién lo había traicionado. El amuleto le guiñó un ojo.

—Hubo un tiempo en que yo también fui dragón —dijo tranquilamente.

No había tiempo para pensar. Para Kennit, desvanecerse ahora con las serpientes podía implicar perder, en apenas unos meses, todo lo que había tardado años en construir. Pero, aun así, no se atrevía a negarse. Aunque también podría seguir alimentando la leyenda que ya se había formado en torno a él. El Paragon estaba soltando un bote. Althea Vestrit estaría dentro de él. No debía permitirlo. No debía permitir que Althea subiera a bordo de la Vivacia. Por mucho que Rayo negara todo vínculo con ella, Kennit no quería arriesgarse. Tenía que detenerla ahora, en ese mismo instante. Le había arrebatado la Vivacia a Wintrow, y no estaba dispuesto a dejar que Althea se la arrebatara a él.

—Si hago lo que me pides, ¿hundirás el Paragon?—le resultó más difícil formular la pregunta por segunda vez, en tanto que ahora sabía que ella conocía las razones profundas que lo motivaban a acabar con el Paragon.

—Dime por qué quieres que desaparezca. Atrévete a pronunciar las palabras.

Cogió aire, y la miró a los ojos.

—Supongo que mis motivos son parecidos a los tuyos —le dijo con frialdad—. No quieres que Althea suba a bordo, porque tienes miedo de que te devuelva a ti misma. —Levantó la vista en dirección al Paragon—. Una parte de mí de la que podría prescindir está flotando en su interior.

—Entonces parece una sabia decisión para ambos —accedió, en un tono igual de frío—. Está loco. No puedo contar con su ayuda y, lo que es peor, podría seguirnos río arriba y enfrentarse a nosotros. Nunca podrá volver a volar como un dragón. Lo mejor será acabar con su sufrimiento. Y con el tuyo, claro. Después, solo tendrás que rendirme cuentas a mí.

Celos. Esta vez no había duda. No estaba dispuesta a tolerar a ningún rival, y menos a uno de la talla del Paragon. También en eso se parecían. Rayo apoyó su barbilla contra su pecho, y llamó a las serpientes. Kennit sintió, más que oyó, el sonido que salió de su garganta. Su escolta de serpientes se había demorado un poco para cazar y alimentarse pero, al oír la llamada, todas acudieron enseguida. Kennit pudo sentir la respuesta de la maraña y, a continuación, las aguas que rodeaban la proa se llenaron de serpientes. Unos segundos después, todo un bosque de cabezas, con el cuello estirado y los oídos atentos, emergió de las aguas. La serpiente verde y oro de la Isla de los Otros se adelantó. Cuando Rayo marcó una pausa, la serpiente abrió la mandíbula y le contestó con un rugido. La serpiente luchó por hacerse oír por encima del viento que auguraba tormenta. Rayo y ella intercambiaron varias series de gemidos, rugidos, y gritos agudos. Otras dos serpientes se sumaron a la discusión. Kennit pensó que debían de estar contestando las órdenes de Rayo. Eso nunca había ocurrido hasta ahora. No pensó que fuera una buena señal, pero tampoco se atrevió a interrumpir con una pregunta. Su propia tripulación había sentido la llamada de la curiosidad y se había puesto a observar y escuchar la escena. Kennit se miró las manos, que tenía agarradas a la barandilla, y vio que el diminuto rostro que tenía atado a la muñeca lo estaba observando con atención. Acercó el amuleto a uno de sus oídos.

—¿Están cuestionando la orden que les ha dado? —le preguntó.

—Están preguntándose si hay necesidad de hacerlo. La Que Recuerda piensa que el Paragon podría serles más útil vivo. Rayo les contesta que no solo está loco sino que también es un mero instrumento controlado por los hombres que están sobre su cubierta. Shreever ha preguntado si podrían comérselo para hacerse son sus recuerdos. Rayo se opone a eso. La Que Recuerda pregunta por qué. Maulkin acaba de preguntarle a Rayo si esa nao posee conocimientos que la otra no quiere que las serpientes conozcan.

Rayo empezaba a mostrarse visiblemente enfadada. En cuanto a Kennit, se había puesto a observar las miradas atónitas de sus tripulantes. Nunca antes habían dudado las serpientes en obedecer las órdenes de Rayo. Sin preocuparse siquiera de girar la cabeza, le dijo a Jola:

—Que los hombres se dirijan a sus puestos. —El oficial obedeció, y transmitió la orden a los demás.

—¿Qué dicen? —le volvió a preguntar al amuleto.

—Míralo tú mismo —le replicó el amuleto, en un susurro—. Van a hacer lo que les ha pedido.

***

Brashen se había quedado en el Paragon. A ninguno de los dos les había parecido una buena idea que abandonara la nao, y Althea tampoco podía soportar estar tan cerca de la Vivacia y no poder hablar con ella. Haff y Jek, que habían ocupado los puestos de remo, viajaban con ella. Lop, que estaba enrollando una cuerda de amarre, se sentó en la proa y se puso mirar hacia el frente. Althea, que estaba muy tensa, se sentó en el asiento de popa. Estaba recién aseada, y se había vestido a toda prisa con las mismas ropas que había llevado cuando el Paragon había abandonado el Mitonar. Le molestaba el peso de la falda, pero la ocasión exigía un mínimo de formalidad, y esas eran las mejores ropas que poseía. Además, de todas sus prendas, esas eran las únicas con las que aún parecía presentable. El viento frío del invierno le revolvió el recogido que se había hecho después de trenzarse el pelo. Esperaba que Kennit no fuera a considerar aquel esfuerzo de formalidad como una estrategia para sacar a relucir sus encantos femeninos. Quería que la tomara en serio.

Sus dedos empezaron a jugar con el pergamino que llevaba entre las manos, y fijó la mirada en su lugar de destino. Sobre la cubierta de su amada Vivacia solo se veía a un hombre. El viento agitaba su abrigo de color azul oscuro, y parecía estar apoyando todo su peso en una sola pierna, porque sus caderas no estaban al mismo nivel. Seguro que era Kennit. Antes de abandonar la cubierta del Paragon, había visto otras siluetas junto a él. Se le había ocurrido pensar que uno de los muchachos podía ser Wintrow. No podía decir que lo había reconocido, pero sí que una de las siluetas le había recordado a su padre, tanto por su cabello negro como por su porte. ¿Sería él? Y, si lo era, ¿a dónde había ido? ¿Por qué era Kennit el único que la esperaba?

Le echó una ojeada al Paragon. Pudo ver a un Brashen ansioso sobre su cubierta superior. Clave estaba detrás de él, con las manos colocadas sobre las caderas, imitando inconscientemente al capitán. Unidos a su rostro impasible, los mechones de cabello de Ámbar, que ondeaban en el viento como tiras de seda, hacían que pareciera otro mascarón de proa. El Paragon, que se había cruzado de brazos y había abierto al máximo su mandíbula, tenía el rostro orientado hacia la Vivacia. No había pronunciado ni una sola palabra desde que la había avistado por primera vez. Cuando Althea se había atrevido a tocar su hombro musculoso, le había parecido tan rígido como la madera muerta, e imposible de mover. Le había causado la misma impresión que si hubiera tocado la espalda en tensión de un perro rabioso.

—No tienes por qué estar asustado —le había dicho con dulzura, pero él no se había movido un ápice.

Una Ámbar dividida, que se había sentado junto a ella, encima del pasamanos, había sacudido la cabeza.

—No está asustado —le había dicho, en voz baja—. Lo que le ocurre es que la rabia que lo consume por dentro ha acabado con cualquier otro sentimiento. —El cabello de Ámbar ondeó levemente en el viento, que soplaba cada vez más fuerte, y pareció que hablaba desde una mayor distancia—. Cuando la mano del peligro nos agarra, no podemos hacer otra cosa que presenciar un cambio de rumbo. En este preciso instante, estamos caminando sobre una cuerda oscilante cuyos cabos están atados a distintas posibilidades de futuro. Los humanos siempre creen que pueden decidir el destino del mundo, y es verdad que lo hacen, pero nunca en el momento en el que ellos creen estar haciéndolo. Ahora mismo, el futuro de miles de ellos ondea como una serpiente sobre las aguas, y el destino de una nao puede convertirse en el destino del mundo entero.

Se giró para mirar a Althea con los ojos brillantes bajo la luz de las antorchas.

—¿Puedes sentirlo? —le preguntó, en un suspiro—. Mira a tu alrededor. Estamos en un punto de inflexión. Somos como una moneda que gira sobre una mesa, como una carta lanzada al aire, como una diminuta balsa en medio de una tormenta. Hay tantas posibilidades como abejas en un enjambre. Durante el día de hoy, en algún momento, después de una exhalación, el futuro del mundo cambiará de rumbo. Pase lo que pase, en la moneda saldrá cara o saldrá cruz, la carta quedará boca arriba o boca abajo, y la balsa volverá a salir a flote. La cara resultante será aquella que determine nuestro futuro, y los niños que aún están por llegar dirán:

—Todo está como siempre ha estado.

La voz de Ámbar se diluyó en el aire, pero Althea sintió que el viento se llevaba sus palabras para que el mundo entero se hiciera eco de ellas.

—¿Ámbar? Me estás asustando.

Una sonrisa de beatitud perfilaba los labios de la carpintera.

—¿Sí? Eso es que te estás haciendo más sabia.

Althea sintió que no podría sostenerle la mirada durante mucho tiempo. Luego, Ámbar parpadeó y volvió a mirarla con normalidad. Saltó de los aparejos hasta la cubierta, y se limpió las manos en los pantalones antes de ponerse sus guantes.

—Es hora de que te vayas —le anunció—. Ven. Te ayudaré a recogerte el pelo.

—Cuida del Paragon por mí —le pidió Althea, en un susurro.

—Ya me gustaría. —Ámbar acarició la barandilla de proa con las manos—. Pero hoy es un día que tiene que afrontar solo.

Ahora, Althea miraba a la nao desde su bote mientras deseaba que Ámbar estuviera junto a ella. Agarró con más fuerza el pergamino que tenía entre las manos, y se preguntó de nuevo si Kennit se dejaría tentar por la oferta que había redactado con tanta aplicación. ¡Tenía que dejarse! Todo lo que había oído de ese hombre daba a entender que poseía una gran inteligencia, unida a una intuición certera. Además, había izado su propia bandera de la paz, lo que significaba que estaba abierto a las negociaciones. Al menos la escucharía. Por mucho que amara a la Vivacia y, quizá especialmente si la amaba, tendría que darse cuenta de que lo mejor para todos sería dejar que volviera con su familia y cerrar, a cambio, un provechoso acuerdo comercial. De repente, Ámbar levantó el brazo y apuntó con el dedo por encima de la cabeza de Althea. En ese mismo instante, Lop lanzó un grito salvaje, y Haff se hizo eco de él mientras soltaba su remo, y se ponía en pie. Althea giró la cabeza para ver hacia donde apuntaba Ámbar, y se quedó helada.

Alrededor de la Vivacia, las aguas estaban llenas de serpientes. Cabezas y más cabezas fueron emergiendo, relucientes, de las profundidades, hasta que un auténtico banco de serpientes se interpuso entre ellos y la nao. Al corazón de Althea le faltó poco para salírsele por la boca. Haff se agachó en el fondo del bote y empezó a balbucear, mientras Jek preguntaba:

—¿Quieres que volvamos al Paragon?

Lop, esperanzado, se levantó, con sumo cuidado, y alargó el brazo para agarrar el remo de Haff. A Althea se le quedó la mente en blanco. Pero tenía que hacer algo. Después de haber llegado tan lejos, no podía dejar que el sueño de la Vivacia se desvaneciera ante sus ojos.

Lo que ocurrió a continuación fue mucho peor que todo lo anterior.

La Vivacia echó la cabeza hacia atrás y comenzó a cantarles a las serpientes. A medida que iba abriendo la boca, aumentaba el volumen de su canto. De su garganta salieron gemidos inhumanos, rugidos, y gorjeos. Las serpientes comenzaron a mover la cabeza, cautivadas por su canción y, unos segundos después, se pusieron a cantarle de vuelta. Parecían hechizadas. Althea se dio cuenta de que estaba medio arrodillada, con la mirada fija en el mascarón de proa. Un profundo malestar se apoderó de ella. La Vivacia les hablaba, de eso estaba segura, y ellas le contestaban. Cuando emitía aquellos silbidos sibilinos, los rasgos de la nao dejaban de parecer suyos, al igual que su piel y las ondas de su cabello. A Althea, esa imagen le recordó algo, algo que no había visto a menudo pero que jamás sería capaz de olvidar. Le recordó a la melena erecta de una serpiente en la posición exacta en la que debía estar para descargar su veneno. ¿Por qué imitaba la Vivacia el comportamiento de una serpiente? ¿Estaría intentando convencerlas de que no le hicieran daño a ella?

Una terrible certeza se apoderó de ella mientras seguía observando a la Vivacia. La apartó de su mente, como si se hubiera tratado de una pesadilla escalofriante. Es mía, se repitió a sí misma. La Vivacia es mía, es mi familia, es mi sangre. Aun así, se oyó a sí misma murmurar una orden:

—Lop, Jek, sacadnos de aquí. Haff, si no tienes nada mejor que hacer, cállate y escucha.

No tuvo que repetirlo. Se sentó, deprisa, mientras Lop y Jek unían sus esfuerzos en los puestos de remo.

La Vivacia levantó una de sus enormes manos. No le dedicó ni un segundo de atención a Althea, ni a ningún otro de sus tres compañeros. Apuntó directamente hacia el Paragon. De su garganta salió un agudo ki-ii-ii, similar al graznido de un halcón a punto de atacar. Todas las serpientes giraron la cabeza para observar a la nao ciega, y revolotearon como una bandada de pájaros. Al instante, el banco entero de serpientes se acercó a él como una alfombra decidida, colorida y centelleante. Sus cabezas emergieron de las aguas y sus costados brillantes ondularon sobre la superficie brillante de las olas mientras arqueaban sus cuerpos hacia el Paragon. Althea nunca había visto un espectáculo tan fascinante, ni tan aterrador. Se quedo boquiabierta. Las melenas multicolores empezaron a elevarse hasta la altura de sus gargantas, como flores de mortíferos pétalos que se abrieran con la luz del sol.

Desde la cubierta del Paragon, Brashen les gritó que regresaran enseguida a la nao, como si, gracias a esa orden, el bote fuera a moverse más deprisa. Althea volvió a centrar su atención en las serpientes, que seguían aproximándose a ellos, y supo que ya era demasiado tarde. Lop y Jek estaban remando lo mejor que sabían, pero era imposible que un bote tan pequeño, aun con dos remeros, avanzara más deprisa que aquellas criaturas marinas. El pobre Haff, aún sobrecogido por el recuerdo de su último encuentro con una serpiente, se mantenía encogido en el fondo del bote, temblando de miedo. Althea no lo culpó por ello. Seguía observando, transfigurada por el pánico, cómo las serpientes se acercaban a ellos. De pronto, una inmensa serpiente azul alcanzó el bote, con todos los tentáculos de su melena erectos.

Aunque la inmensa criatura apenas los rozó al pasar junto a ellos, todos los del bote chillaron de pánico. El barquito osciló salvajemente, y volvió a tambalease y a girar sobre sí mismo cuando una segunda serpiente pasó por delante de ellos. La tercera serpiente que se frotó contra el bote arrastró con ella el remo de Jek, después de romper la anilla en la que este encajaba. A partir de ahí, no podían hacer mucho más que agacharse en el fondo del bote y esperar que no volcara. Althea se agarró a su asiento con todas sus fuerzas mientras se preguntaba si sobreviviría. Cuando el balanceo del bote cesó, observó, horrorizada, como las serpientes habían rodeado al Paragon. No podía hacer gran cosa por la nave ni por su tripulación. Se esforzó en pensar en algo que pudiera servirles de ayuda.

El primer oficial tomó la decisión por ella.

—Podemos utilizar este remo para remar alternativamente a un lado y a otro del bote, e intentar llegar así hasta la Vivacia. Nunca lograremos volver al Paragon con todas esas serpientes de por medio.

***

Brashen observaba, impotente, como el diminuto bote de Althea era balanceado y sacudido por las olas que generaban las serpientes al pasar junto a él. Hizo trabajar su mente a toda velocidad para descartar posibilidades. No era buena idea soltar otro bote; con eso, solo conseguiría arriesgar la vida de más tripulantes. Si el bote de Althea volcaba, no podrían hacer nada por él. Desvió la mirada de su amada e inspiró profundamente. Cuando volvió otra vez la vista hacia ella, solo la miró con sus ojos de capitán. No podía permitirse utilizar sus ojos de amante. Si confiaba mínimamente en ella, tendría que pensar que sería capaz de cuidar de su bote y de su tripulación. Ella esperaría lo mismo de él. La nao tenía que ser su prioridad.

Por más que supiera que no podía hacer mucho, empezó a lanzar órdenes a diestro y siniestro.

—Levad el ancla. Quiero que podamos maniobrar si nos hace falta.

Se preguntó si lo estaría diciendo únicamente pura darles algo que hacer a los hombres y que, de ese modo, no observaran con tanta atención la oleada de serpientes que se les venía encima. Le echó una ojeada a Ámbar, que tenía el cuerpo inclinado sobre la barandilla de proa a la que se había agarrado con las dos manos, y le estaba contando al Paragon, en voz baja, todo lo que podía ver con sus ojos.

Rememoró sus encuentros anteriores con serpientes. Después de recordar a la serpiente de Haff, llamó a sus mejores hombres de cubierta para darles una serie de órdenes precisas y concisas.

—No disparéis hasta que yo os lo mande —les dijo severamente—. Y, cuando lo hagáis, disparad solo en caso de que podáis darle al punto brillante que está detrás del ángulo de sus mandíbulas. ¡No intentéis ningún otro blanco! Si no alcanzáis el punto a la primera, perseverad hasta que lo consigáis. Pero no podemos permitirnos desperdiciar muchos tiros. —Se dio la vuelta para mirar a Ámbar y le preguntó—: ¿Le damos armas a la nao?

—No las quiere —contestó ella, en voz baja.

—Y tampoco quiero a vuestros arqueros —dijo el Paragon con dureza—. Escúchame, Brashen Trell. Diles a tus hombres que bajen sus arcos y el resto de sus armas. Pueden mantenerlas al alcance de su mano, pero no blandirías así porque sí. No quiero que maten a esas criaturas. Tengo la intuición de que no me harán ningún daño. Si tienes una mínima consideración hacia mí... —El Paragon dejó flotar su comentario en el aire. Después, levantó los brazos y gritó, sin que nadie se lo esperara—: Os conozco. ¡Os conozco! —El timbre profundo de su voz hizo vibrar toda la estructura de la nao. A continuación, fue bajando los brazos, despacio—. Y vosotras me conocéis a mí.

Brashen se quedó mirándolo, confuso, pero hizo un par de gestos para que sus hombres obedecieran las órdenes de la nao. ¿Qué quería decir la nao? Cuando Brashen vio que echaba la cabeza hacia atrás y que inspiraba profundamente el aire que venía del mar, comprendió que la nao no les estaba hablando a ellos sino a las serpientes, que seguían aproximándose a él.

El Paragon abrió su mandíbula al máximo. El sonido que emitió hizo vibrar las tablas de tronconjuro, bajo los pies de Brashen, y se elevó después en una aguda ululación. Volvió a inspirar profundamente y a gritar después con un timbre de voz que no parecía humano.

Cuando se hizo el silencio, Brashen oyó el susurro entrecortado de Ámbar.

—Te han oído. Están frenando su avance, y mirándose las unas a las otras. Ahora, acaban de reanudar la marcha, pero más despacio que antes, y ninguna de ellas te ha quitado el ojo de encima. Tienen intención de rodearte. Una de las de delante acaba de desmarcarse del resto. Es un macho verde, pero el sol hace brillar sus escamas con reflejos dorados.

—Es una hembra —corrigió el Paragon con tranquilidad—. Es La Que Recuerda. El aire está impregnado de ella, y el agua transporta su esencia hasta mis tablas. ¿Está mirándome?

—Sí. Todas te están mirando.

—Estupendo.

El mascarón de proa volvió a coger aire para cantar, una vez más, en el lenguaje cavernoso de las serpientes.

***

Shreever siguió a Maulkin con el corazón en un puño. La lealtad que le guardaba era incuestionable, lo habría seguido hasta el fin del mundo. Shreever había aceptado su decisión de someterse a la dominación de La Que Recuerda. Su instinto le había hecho creer en la serpiente ondulante con una fe ciega. Maulkin tenía capacidad para inspirar confianza. Shreever estaba segura de que, unidas, esas dos serpientes podrían salvar a toda la raza.

Últimamente, sin embargo, le había parecido que sus dos líderes le habían dado demasiado poder a la nao plateada que se hacía llamar Rayo. Por más que lo intentaba, Shreever no lograba confiar en ella. Por mucho que la plateada oliera igual que Una Que Recordaba, no tenía ni la apariencia ni las maneras de una serpiente. A menudo, las instrucciones que les daba a los miembros de la maraña carecían de sentido y, cuando alguno le preguntaba cuándo los guiaría hasta una playa de incubación, siempre contestaba: «pronto». «Pronto» y «mañana» eran conceptos que a las serpientes les costaba asimilar. El gélido invierno estaba haciendo bajar mucho la temperatura de las aguas, y los bancos de peces migratorios estaban desapareciendo. Las serpientes ya habían comenzado a perder peso. Si no encontraban pronto las tierras de incubación, no tendrían reservas suficientes como para aguantar todo el invierno, y menos aún para metamorfosearse.

Aun así, La Que Recuerda seguía a la nao plateada, y Maulkin la seguía a ella. Shreever consentía, igual que Sessurea y los demás miembros de la maraña. Incluso aunque la última orden de la nao no tuviera mucho sentido. Quería que destruyeran a la otra nao plateada. Le habría gustado saber por qué. La nao no los había amenazado, ni provocado en ningún sentido. Olía como debía oler una serpiente, quizá no tan intensamente como Rayo, sino de un modo algo más difuso y volátil pero que, indudablemente, se dejaba sentir. Así que, ¿por qué destruirla? Y, sobre todo, ¿por qué destruirla sin comerse después su carcasa? ¿Por qué no llevarla hasta el fondo del mar, destrozarla en mil pedazos, y compartir su carne entre todos? La otra nao plateada que habían abatido les había entregado, sin ningún tipo de resistencia, tanto su carne como sus recuerdos. ¿Por qué habría de ser distinto con esta?

Rayo les había indicado la estrategia a seguir. Tenían que rociar a la nao con veneno para debilitar su estructura. Luego, los machos más largos y fornidos debían embestirla por uno de los flancos hasta que volcara. Una vez que sus velas se hubieran empapado de agua, las serpientes más pequeñas podrían sumar su peso y su fuerza para empujar su casco hasta el fondo del mar. Por el camino, tendrían que ir destrozándolo en mil pedazos y dejar que sus partes se fueran hundiendo paulatinamente. Solo podrían comerse a los bípedos. Era una locura. Aquel acto constituiría una pérdida deliberada de energía, vitalidad y comida. ¿Acaso aquella nao le producía algún tipo de temor a Rayo? ¿Escondería algún recuerdo que no deseaba compartir con las serpientes?

Luego, la nao plateada tomó la palabra. Su voz, profunda y autoritaria, hizo vibrar las aguas. Cuando las ondas que produjo rozaron a Shreever, esta pudo sentir su poder. Dejó de hacer ondular su cuerpo, y su melena dibujó signos de interrogación sobre las aguas.

—¿Por que me atacáis? —preguntó. Y enseguida añadió, con mayor dureza—. ¿Os lo ha pedido él? ¿Os envía a vosotras a cumplir con su cometido porque tiene miedo de enfrentarse a mí? Antes no era tan retorcido, y tampoco le gustaba hacer trampa. Creí que os conocía. Pensé que debía consideraros como las herederas de los Tres Reinos. Pero aquella raza perseguía sus propios fines. No se rebajaban a cumplir los designios de un hombre. —Aquel tono despreciativo resultaba tan hiriente como una nube de toxinas.

Las serpientes empezaron a sentir una gran confusión. No se habían esperado que su víctima fuera a hablarles, y menos aún que le llegara con una acusación. La Que Recuerda tomó la palabra en representación de todas ellas, y preguntó:

—¿Quién eres? ¿Qué eres?

—¿Quién soy? ¿Qué soy? Podría darte tantas respuestas que ninguna de ellas tendría sentido. Llevo años preguntándomelo, y nunca he encontrado una respuesta. E incluso, si lo supiera, ¿por qué tendría que contestarte, cuando tú no has respondido a mi pregunta? ¿Por qué me atacáis? ¿Os lo ha ordenado Kennit?

Ninguna de las serpientes contestó a su pregunta, pero tampoco iniciaron ningún movimiento de ataque. Shreever les echó una mirada a los silenciosos bípedos agrupados en la cubierta de la nao que estaban agarrados al pasamanos. Guardaban silencio, y apenas se movían. Observaban, silenciosos y expectantes, todo lo que iba ocurriendo. No tenían nada que decir en este asunto: era cosa de los señores de los Tres Reinos. ¿Qué significaban aquellas acusaciones? La sombra de la sospecha fue creciendo en la mente de Shreever. ¿Vendría de Rayo la orden que habían recibido, o vendría de los humanos que controlaban su timón? Shreever se mantuvo a la espera, expectante, de que Maulkin y La Que Recuerda obtuvieran una respuesta.

Pero fue la serpiente blanca, la que no tenía nombre, la que tomó la palabra. Siempre se había quedado en las afueras de las maraña, en los márgenes, escuchándolos y burlándose de ellos.

—Van a matarte. No porque lo haya ordenado un hombre, sino porque la otra nao les ha prometido que, si lo hacían, los llevaría hasta su hogar. Por muy nobles y sabias que se digan estas criaturas, enseguida aceptaron tu muerte como un pequeño precio que tendrían que pagar para salvarse ellas. Aceptaron la muerte de una de las suyas.

La criatura que estaba en el interior de la nao se llenó los pulmones de aire.

—¿Una de las vuestras? ¿De verdad me reclamáis como a una de las vuestras? Es extraño. He sabido quiénes erais en cuanto he sentido vuestra presencia y, sin embargo, sigo sin saber quién soy yo. Yo nunca me he considerado como un heredero de los Tres Reinos. ¿Cómo es que vosotros sí lo hacéis?

—Está loco —gritó una serpiente de color escarlata que tenía una cicatriz en el costado. Sus ojos cobrizos giraron con impaciencia—. Cumplamos con nuestra tarea. Matémoslo. Luego, ella nos llevará al norte. Ya nos hemos retrasado bastante.

—¡Oh, sí! —exclamó la serpiente, con la voz ronca—. Matémoslo, matémoslo rápido, antes de que nos obligue a afrontar aquello en lo que nos hemos convertido. Matémoslo antes de que nos haga cuestionarnos la identidad de la otra nao, y la rozón por la cual confiamos tan ciegamente en ella. —Se retorció para elaborar una postura insultante, como si estuviera siguiendo a su propia cola—. A lo mejor es algo que aprendió cuando tenía un montón de humanos en su cubierta. Como bien sabemos todos, los humanos se deleitan matándose los unos a los otros. ¿No les hemos asistido, acaso, en esa tarea, cuando Rayo nos lo ha ordenado? Siempre y cuando esas órdenes vengan realmente de Rayo. A lo mejor se ha convertido en la doncella voluntariosa de un humano. A lo mejor es lo que nos está enseñando también a nosotros. Demostrémosle lo aplicadas que somos como alumnas. Matémoslo.

La Que Recuerda habló despacio.

—Nadie va a matar a nadie. Todos sabemos que no estaría bien. No estaría bien matar a esta criatura, porque no nos ha atacado y tampoco tenemos intención de comérnosla. Matarla simplemente porque nos ha sido ordenado no puede ser bueno para nosotros. Somos los herederos de los Tres Reinos. Solo matamos para satisfacer nuestros propios intereses, no los de los demás.

Shreever se llenó de alivio. Había estado albergando dudas mucho más profundas de las que se había atrevido a admitirse a sí misma. De repente, Tellur, el esbelto trovador verde, tomó la palabra.

—¿Y que pasará con el pacto que sellamos con Rayo? Dijo que nos llevaría a casa si hacíamos esto por ella. ¿Nos quedaremos como antes, abandonadas a nuestra propia suerte?

—Puede que sea mejor volver a lo que éramos antes de encontrarnos con ella que convertirnos en los asesinos que quiere que seamos —contestó Maulkin, severamente.

La Que Recuerda volvió a tomar la palabra.

—No sé cual es la relación de parentesco que nos une a esta nao. Según todo lo que hemos oído, cuando hablamos con este tipo de seres, estamos hablando con la muerte. Aun así, hubo un tiempo en que pertenecieron a nuestra raza, y por eso les debemos, al menos, un mínimo de respeto. No vamos a matar a esta nao. Debería volver junto a Rayo, a ver qué me dice. Si resulta que las órdenes no vienen de ella sino de los humanos que se pasean por su cubierta, dejaremos que sean ellos mismos los que resuelvan sus nimiedades. No somos sus criados. Si se niega a guiarnos hasta casa, yo me marcho. Los que lo deseen pueden seguirme. Puede que mis recuerdos sean suficientes para llevarnos a casa. O puede que no. Pero seguiremos siendo los señores de Los Tres Reinos. Deberíamos hacer juntos esta última migración. Una de dos, o renacemos o morimos. Cualquiera de las dos opciones será mejor que actuar como humanos y asesinar a nuestros semejantes para asegurar nuestra propia supervivencia.

—¡Qué fácil es decirlo! —exclamó con enfado una serpiente naranja—. Lo difícil va a ser hacerlo. Ha llegado el invierno, profeta, quizá el último invierno que vayamos a conocer jamás. No puedes guiarnos porque el mundo ha cambiado demasiado. Si no sabemos exactamente hacia dónde vamos, nadar hacia el norte será como nadar hacia la muerte. ¿Qué alternativa tenemos, aparte de huir hacia las tierras cálidas? Cuando volvamos de allí, seremos aún menos numerosas que ahora. ¿Y qué recordaremos? —El macho naranja inclinó la cabeza para centrar su mirada gélida en la nao—. Matémoslo. Será el pequeño precio que tengamos que pagar para obtener la salvación de la especie.

—¡Un pequeño precio! —corroboró una enorme serpiente de color escarlata—. Esta nao que no nos da respuestas, y que ni siquiera afirma ser de los nuestros, será un pequeño precio que pagar si con ello conseguimos que nuestra especie sobreviva. Lo ha dicho La Que Recuerda. Cuando matamos, es porque elegimos hacerlo. Matamos para satisfacer nuestros propios objetivos. Si matando a esta nao conseguimos que nuestra especie sobreviva, estaremos actuando según nuestros propios intereses.

—¿Creéis que es bueno que les compremos nuestras vidas a los humanos, y que les paguemos con sangre de nuestra propia especie? ¡Yo no lo creo así! —La serpiente moteada de azafrán que había pronunciado esas palabras tenía la melena erecta. Mientras hablaba, se adelantó hasta la altura de la enorme serpiente roja—. ¿Qué será lo siguiente? ¿Que nos ordenen que nos enfrentemos los unos con los otros? —Para demostrarle su desprecio, el provocador expulsó una nube de toxinas sobre la serpiente roja.

El macho rojo empezó a rugir, mientras se sacudía la cabeza, con lo que solo consiguió diseminar el veneno entre sus vecinos. Casi inmediatamente, las dos serpientes se enfrentaron en combate, golpeándose la una a la otra, y rociándose veneno mutuamente una y otra vez. Otras serpientes se sumaron a la pelea. Una ráfaga de toxinas abofeteó a uno de los gigantes azules, que reaccionó a la ofensiva rociando al atacante con sus propias toxinas. Otra serpiente verde, furiosa y dolorida, se acercó a él y lo envolvió con su cuerpo. Se debatieron, formando una espuma blanca alrededor de ellos, y provocando a las serpientes cercanas hasta que se sumaron también a la pelea. El caos se extendió a toda la maraña.

Por encima de todo aquel desorden, Shreever oyó los gritos de la nao plateada.

—¡Parad! ¡Os estáis matando las unas a las otras! ¡Detened esta masacre! ¡Matadme a mí si de verdad tenéis que hacerlo, pero no acabéis las unas con las otras en una pelea tan absurda!

¿Le tomó la palabra alguna de las serpientes? ¿Lo alcanzó por accidente la nube de toxinas que provocó sus exclamaciones de pánico y de disgusto? ¿Había sido un ataque premeditado de alguna de las serpientes? Era demasiado tarde para preguntárselo y, sobre todo, era inútil saberlo. La nao plateada aulló de dolor, con su voz humana, mientras se debatía por el daño que le estaban produciendo las quemaduras de veneno. Los chillidos lastimosos de los humanos se sumaron a los de la nao. Luego, una flecha lanzada desde la cubierta rebotó en la piel escamada de Shreever y alcanzó de lleno a Maulkin. El ataque perpetrado contra su líder bastó para terminar de enfurecer a las serpientes. Una veintena de ellas rodearon a la desafortunada nao. Una inmensa serpiente de color cobalto la embistió como si fuera una orea, mientras otras la rociaban con sus venenos. No estaban acostumbradas a luchar sobre la Abundancia. Los vientos caprichosos del mundo de ahí arriba hacían que la mayoría de las toxinas que soltaban volvieran a caerles sobre la cara. Eso solo consiguió aumentar el frenesí del ataque.

—¡Hay que detenerlas! —rugía Maulkin.

La Que Recuerda sumó su voz a la del macho.

—¡Acabad con esta locura! Ningún enfrentamiento con uno de nuestra especie puede acabar bien.

La serpiente blanca hizo sonar su voz por encima de las de todos los demás.

—Si Rayo quiere ver muerta a esta nao, ¡que la mate ella misma! ¡Y que nos demuestre que podemos confiar en ella!

Fueron aquellas palabras, más que las de los líderes, las que consiguieron relajar el ritmo de la ofensiva. Sessurea agarró a dos serpientes y las llevó hacia las profundidades, lejos de la nao, mientras estas se debatían para soltarse. Shreever, acompañada de otro puñado de serpientes, imitaron su ejemplo y arrastraron a los combatientes hacia las tranquilas profundidades de la Abundancia, hasta que recuperaran el control de sí mismas. La locura que las había invadido comenzó a disiparse.

***

El ataque concluyó con la misma velocidad con la que había empezado.

—No lo entiendo. —Brashen, que estaba apoyado sobre el pasamanos, observaba, atónito, a las serpientes alejarse de su nao—. ¿Qué significa esto?

Clave le sonrió. Su rostro aún estaba pálido, pero se le veía visiblemente aliviado. A pesar de las dolorosas quemaduras de su antebrazo, se esforzó por sonreír.

—¿Sihnifica que to'avía no vamo'a morir?

Por todo el barco había hombres gritando y retorciéndose de dolor por las heridas que les habían provocado las nubes de toxinas. Solo dos de los arqueros habían sido alcanzados directamente por el veneno, pero las ráfagas sucesivas habían debilitado a muchos otros. Los afectados estaban cayendo al suelo como moscas, y se retorcían a un lado y a otro de la cubierta, en un intento inútil por limpiarse los venenos que los consumían.

—¡No restreguéis vuestras heridas contra el suelo! Solo conseguiréis esparcir el veneno. ¡Agua salada! ¡Que cada hombre que pueda vaya a buscar un cubo de agua! Lavad la cara del mascarón de proa, y la de vuestros compañeros, y fregad después la cubierta. Hay que diluir las toxinas. ¡Rápido!

Brashen se puso a escudriñar las aguas cercanas en busca del bote de Althea. La había visto recuperar el control del mismo. Cuando las serpientes habían rodeado al Paragon, se había girado una vez más para mirar a la Vivacia. Los reflejos deslumbrantes de los rayos del sol sobre las olas y los cuerpos en movimiento de las serpientes habían terminado por confundirle la vista. ¿Dónde estaba? ¿Había podido ponerse a salvo? No podía quitársela de la cabeza. A cada segundo necesitaba volver la cara para observar las aguas. Pero no podía hacer nada por ella ahora. Tendría que concentrarse en tareas más inmediatas.

Debido a las quemaduras frías de los venenos de las serpientes, todavía salía humo de algunos puntos de la cubierta y del pasamanos. Brashen cogió un cubo de agua que le tendía uno de sus hombres y caminó en dirección al mascarón de proa. Ámbar se le había adelantado. Vertió un cubo de agua sobre el hombro quemado del Paragon. Cuando el agua salada se llevó los restos de veneno gelatinoso que habían recubierto el cuerpo del Paragon, la nao suspiró de alivio. No obstante, enseguida se puso a gemir y a quejarse. Ámbar se giró hacia Brashen e intentó coger el cubo que sostenía el capitán.

—Quédate quieta —le ordenó este, con brusquedad, mientras echaba el agua que quedaba sobre la cabeza de la mujer.

Mechones enteros de cabello se desprendieron de su cabeza. En el lado izquierdo de su cuerpo, toda su ropa estaba hecha jirones. También tenía la mitad de la cara cubierta de heridas.

—Ve a quitarte esas ropas, y lávate bien la cara —le ordenó.

Ámbar se quedó donde estaba.

—El Paragon me necesita —le dijo débilmente—. Todos los demás le han dado la espalda. Cada familia, cada especie de la que ha querido formar parte le ha dado la espalda. Solo nos tiene a nosotros, Brashen. Solo a nosotros.

El Paragon giró su rostro lleno de pústulas y quemaduras hacia ellos.

—Os necesito —admitió, con la voz ronca—. De verdad. Y por eso, Ámbar, tienes que ir abajo y quitarte esas ropas antes de que el veneno te consuma.

De repente, oyeron a Clave gritar de espanto. Cuando se giraron para mirarlo, vieron que estaba apuntando con un dedo hacia el agua.

—¡El bote, señor! ¡Una se'piente le dio un coletazo, y to'os volaron por loh aire'! Cayeron en medio de lah se'pientes. Y a'ora ya no loh veo.

En menos de medio segundo, Brashen se había colocado junto a él.

—¿Dónde? —preguntó, mientras sacudía el hombro del muchacho, pero todo lo que Clave podía hacer era apuntar hacia el agua.

Allí donde había estado el bote solo quedaban los destellos coloridos y deslumbrantes de los cuerpos escamados de las serpientes, y de las olas colindantes. Dudaba de que Althea supiera nadar. Pocos marineros se molestaban en aprender, alegando que, si un marinero caía por la borda no tenía mucho sentido prolongar su agonía. Brashen se imaginó la pesada falda de Althea arrastrando a la mujer hacia las profundidades, y se puso a gruñir en voz alta. No podía permitirse perderla de esa manera. Pensó. Si mandaba otro bote al agua llena de serpientes, solo conseguiría mandar a más hombres a una muerte segura.

—¡Levad el ancla! —gritó.

Acercaría el Paragon a la Vivacia y trataría de encontrar el lugar en el que Clave los había visto por última vez. Había una posibilidad remota de que estuvieran vivos, y se estuvieran agarrando desesperadamente al bote volcado. Si no se interponían en su camino, ni piratas ni serpientes, la encontraría. Tenía que encontrarla.

***

Kennit observó aproximarse a la ola de cabezas de mandíbulas abiertas, e intentó mantener su aplomo. Los gritos distantes de la nao le estaban agotando los nervios y revolviéndole las entrañas, al despertar en su interior los recuerdos de una noche turbia y oscura de bastantes años atrás. Los apartó a un lado.

—¿Por qué vuelven las serpientes? Aún no han terminado con él. —Cogió aire—. Pensé que serían más eficaces, y que todo esto terminaría pronto.

—No sé porque están volviendo —le contesto Rayo, visiblemente enfadada.

Echó la cabeza hacia atrás, y les dio una sonora bienvenida a las serpientes. Algunas de ellas le contestaron, y se formó un ruido caótico.

—Creo que vas a tener que enfrentarte tú mismo a tus pesadillas —le informó tranquilamente el amuleto—. Mira. El Paragon viene hacia ti.

En un momento de lucidez, Kennit observó a la nao balancearse con gracia sobre las olas, mientras avanzaba hacia él. Así que, después de todo, habría que luchar. Puede que fuera mejor de esta manera. Cuando terminara la batalla, podría caminar una vez más sobre las cubiertas del Paragon. Sería su manera de despedirse de él.

—¡Jola! —Se alegró de que su voz sonara alta y firme, porque su corazón estaba desbocado—. Las serpientes han cumplido con su tarea. Han debilitado y desmoralizado al enemigo. Prepara a los hombres para la batalla. Yo mismo dirigiré el abordaje.

***

Brashen tendría que haberse percatado de que, a pesar de todos sus rugidos y movimientos, las serpientes no estaban atacando a la Vivacia. Debería haberse dado cuenta del modo en que los piratas estaban ordenadamente colocados junto a la barandilla de proa mientras el Paragon seguía acercándose. Tendría que haber observado más a la nao de Kennit en vez de empeñarse en escudriñar las aguas, en busca del cuerpo de Althea. Debería haber sabido que, para el rey de los piratas, una bandera de la paz no era más que un trozo de tela blanca...

Los primeros rezones alcanzaron la cubierta cuando todavía pensaba que estaba fuera de alcance. Aunque Kennit les había pedido hoscamente que despejaran la cubierta, un grupo de arqueros se había alineado detrás de la barandilla de proa de la Vivacia. Dispararon sus flechas, y los primeros hombres de Brashen cayeron. Hombres que habían sobrevivido al veneno de las serpientes recibieron la muerte sin haberla esperado mientras Brashen comenzaba a tambalearse, horrorizado, al cobrar conciencia de su propia incompetencia. La cubierta fue alcanzada por más rezones, las naos fueron acercándose la una a la otra, y una ola de invasores alcanzó la cubierta del Paragon. De repente, había piratas por todas partes, y no dejaban de llegar nuevas oleadas de ellos. Los defensores fueron perdiendo terreno hasta que la línea de defensa se quebró y solo quedaron pequeños grupos de hombres que rezaban por sobrevivir.

El Paragon gritó e hizo numerosos aspavientos que solo alcanzaron el aire. Desde el momento en que los primeros rezones lo habían alcanzado, el sueño de la victoria se había desvanecido. Las cubiertas de la nao absorbieron la sangre de los agonizantes y el mascarón de proa rugió interminablemente para expresar el dolor que le causaba cada pérdida. No obstante, ese otro sonido que llegaba hasta los oídos de Brashen, era aún peor: un silbido sordo que parecía provenir de los aparejos. En realidad, era la voz de la Vivacia, que les gritaba palabras de ánimo, tanto humanas como extrañas, a los piratas. Casi se alegraba de que Althea hubiese muerto antes de tener que escuchar como su propia nao se volvía contra ellos.

Sus tripulantes lucharon con valentía, pero sin ninguna técnica. Eran demasiado pocos, no tenían experiencia, y algunos de ellos estaban heridos. El joven Clave se quedó junto a él, con una espada corta en la mano buena, durante todo el tiempo que duró el asalto. Cuando la ola de atacantes los envolvió, Brashen mató a un hombre, y luego a otro, mientras Clave eliminaba a un tercero que estaba intentando asfixiar al capitán. Su osadía le costó un corte en el costado. No dejaban de aparecer piratas, que pisaban los cuerpos de sus compañeros caídos mientras blandían furiosamente sus espadas. Con la mano que le quedaba libre, Brashen agarró al muchacho por el pescuezo y, de un tirón, lo escondió detrás de su propio cuerpo para que pudieran protegerse mutuamente las espaldas. De este modo, pudieron avanzar en medio del caos, luchando únicamente para no perder la vida, hasta llegar a la cubierta superior. Brashen observó que la cubierta estaba llena de cadáveres. Estaba claro que los piratas lideraban aquella carnicería, y que sus propios hombres se habían visto reducidos a tener que defenderse o a trepar como ratones a los aparejos mientras los piratas les daban caza, entre siniestras carcajadas. Brashen había pensado que, desde arriba, obtendría una mejor vista de la batalla y podría distribuir las órdenes necesarias para reorganizar a sus luchadores. Pero una simple ojeada le había bastado para saber que ninguna estrategia podría salvarlos. Aquello no era una batalla, sino una carnicería.

—Lo siento —le dijo al muchacho herido que tenía a su lado—. Nunca tendría que haberte dejado venir conmigo. —Levantó la voz—. Y lo siento por ti, Paragon. Siento haberte llevado tan lejos, y alimentado tantas esperanzas para acabar ahora de este modo. Os he fallado a los dos. Os he fallado a todos.

Inspiró profundamente y gritó las palabras que más repugnancia podían producirle en ese instante.

—¡Me rindo! Y pido clemencia para mis tripulantes. El capitán Brashen Trell de la nao rediviva Paragon se rinde y te entrega esta nao.

Sus palabras tardaron unos segundos en hacer mella. El ruido de las espadas se fue apagando gradualmente. Los heridos, en cambio siguieron gimiendo de dolor. Un hombre con una sola pierna, el bigote elegantemente peinado y la camisa impoluta, se abrió camino a través del caos reinante. Solo podía ser el capitán Kennit.

—¿Tan pronto? —le preguntó, lacónicamente. Puso la mano sobre el cinto en el que llevaba su espada—. Pero si acabo de subir a bordo. ¿Estás seguro de que quieres rendirte? —Echó una ojeada a los grupos dispersos de supervivientes. Habían soltado sus armas, y habían sido rodeados por un círculo de espadas. El pirata, con su blanca sonrisa y su voz encantadora, le ofreció—: Estoy seguro de que mis hombres estarían encantados de dejar que los tuyos recuperaran sus espadas y lo intentaran una vez más. Es una pena que hayáis perdido vuestra primera batalla. Porque esta era vuestra primera batalla, ¿verdad?

Todos los piratas estallaron en carcajadas, que a Brashen le sentaron como un tiro en la cabeza. Bajó los ojos para evitar cruzarse con las miradas desesperadas de sus tripulantes, pero no pudo evitar la de Clave. Sus ojos llorosos estaban llenos de pesar cuando admitió:

—Yo nunca t'habria dejao, en pitan. Habría mue'to por ti.

Brashen dejó caer su propia arma, y puso una mano encima de la cabeza del muchacho.

—Lo sé. Eso es lo que más temía.

***

Al fin y al cabo no habían tenido tan mal final. No tan malo como podría haber sido, considerando todas las dificultades con las que se había topado su plan original. Kennit ni siquiera se molestó en avanzar para coger el arma del capitán. De todos modos, Brashen ya la había dejado caer a sus pies. ¿Acaso no sabía cuál era el procedimiento adecuado para hacer estas cosas? No es que tuviera miedo de adentrarse en la cubierta. Confiaba en sus hombres. Y llevaban mucho tiempo sin librar una batalla de verdad. Esta se había terminado demasiado pronto como para saciar su apetito. En los próximos días, tendría que darles caza a un par de galeras y dejar que sus hombres se divirtieran con ellas. Ordenó que los supervivientes bajaran a la bodega. Acataron dócilmente el cometido, con la esperanza de que su capitán los reuniera pronto para negociar con ellos los términos de sus respectivos rescates. Una vez que los hubo perdido de vista, les pidió a sus hombres que tiraran a los cadáveres por la borda. Observó, con desprecio, que las serpientes que se habían negado a matar a esos hombres acudían ahora a toda prisa a devorar esa comida fácil. Lo mejor sería dejarlo estar, y hacerles pensar que era un regalo de Rayo. A lo mejor, si abordaban un par de galeras y alimentaban a las serpientes con sus tripulantes, recuperarían el control sobre ellas.

El asunto Althea se resolvió casi de inmediato. No había ninguna mujer a bordo, ni entre los vivos ni entre los muertos. Cuando el capitán Trell, carcomido por la angustia, le preguntó si la Vivacia había recogido a algún superviviente del bote extraviado, solo pudo encogerse de hombros. Si Althea había estado a bordo del barquito de remos, no parecía que este hubiese vuelto a la nao. Emitió un leve suspiro de alivio. Pero odiaba la perspectiva de tener que mentirle a Wintrow. Solo se quedaría tranquilo cuando pudiera encogerse de hombros ante él y decirle que, fuera lo que fuera lo que le había pasado a Althea, no había sido culpa suya.

Trell había fruncido el ceño cuando Kennit le había pedido que fuera a la planta de abajo, pero lo había hecho. No tenía mucha elección, con tres espadas apuntando a su espalda y su pecho. Al cerrar la cubierta de la escotilla, sus gritos de enfado habían quedado ahogados.

Kennit les ordenó a sus hombres que volvieran a la Vivacia y se quedaran allí, excepto a tres de ellos, a los que cogió por banda para pedirles, en voz baja, que le trajeran barriles de aceite. Lo miraron con extrañeza, pero no cuestionaron su demanda. Cuando todos se hubieron marchado, se dio un pequeño paseo por la cubierta. Mientras su nao zumbaba de alegría, en esta se oía el murmullo de los gritos amortiguados que venían de abajo. Algunos de los hombres que se encontraban en la bodega estaban gravemente heridos. Bueno, no sufrirían durante mucho más tiempo.

En el suelo de la cubierta solo quedaban las siluetas ensangrentadas de los caídos. La cubierta recién fregada se había teñido de sangre. Era una vergüenza.

El capitán Trell había gobernado una nao inmaculada. El Pangan estaba tan limpio como Kennit lo recordaba. Igrot había comandado esa nao con mano dura, y siempre la había mantenido impoluta. Eso sí, la nao de su padre siempre había estado tan desordenada como su hogar. Kennit caminó hasta la puerta del camarote del capitán, y se detuvo en seco. Acababa de quedarse asombrado. Por increíble que pudiera parecer, el amuleto que llevaba en la muñeca estaba guardando silencio. Se dio otra vuelta por las cubiertas. Los hombres que habían encerrado en la bodega estaban empezando a calmarse. Eso era bueno. Sus tres grumetes volvieron y se presentaron ante él con un barril de aceite cada uno.

—Verted el aceite por todas partes, muchachos. Por los aparejos, por las cabinas, y por la cubierta. Luego, volved a vuestra cubierta. —Los miró con solemnidad, para asegurarse de que entendían la seriedad del asunto—. Yo seré el último hombre que abandone esta nao. Haced lo que os he pedido y marchaos enseguida. Soltad todos los rezones excepto uno y, luego, ordenadles a todos los hombres que estén a bordo de la Vivacia que bajen también a la bodega de la nao. ¿Me habéis entendido? Yo aún tengo que acabar un asunto en el Paragon.

Se inclinaron ante él en un gesto de sumisión y obediencia, y fueron a cumplir con su tarea. Cuando el último barril rodó, vacío, sobre la cubierta, Kennit volvió a ordenarles que se marcharan. Solo entonces, con el viento de cara, se encaminó hacia la barandilla de proa, algo que no había hecho en treinta años. Se inclinó sobre el pasamanos para poder observar el rostro del Paragon.

Aunque la nao hubiese estado mirando hacia arriba, Kennit no habría sabido decir si sus ojos habrían estado expresando enfado, provocación, tristeza, o alegría. Pero, ¡qué locura era esa! El Paragon no podía mirarlo con ninguna expresión. Igrot se había encargado de eso, años atrás. Kennit se había subido a una de las manos del Paragon para poder alcanzar su rostro, y había blandido el hacha. Habían soportado juntos ese mal trago porque Igrot les había prometido a ambos que, si no hacían lo que les pedía, Kennit moriría. Igrot había estado de pie sobre esta cubierta, justo donde estaba ahora Kennit, y había mirado hacia abajo para ver como el muchacho hacía el trabajo sucio. Para entonces, el Paragon ya había matado a dos buenos tripulantes a los que Igrot les había asignado la tarea de arrancarle los ojos. Pero al chico no le haría daño, oh, no. Aguantaría el dolor, e incluso lo acercaría hasta su rostro para que pudiera cumplir con la tarea, siempre que Igrot mantuviera su promesa de no matarlo. Cuando Kennit se había mirado por última vez en el interior de sus ojos oscuros, antes de destrozárselos a hachazos, había sabido que nadie podría volver a amar tan profundamente a ninguna persona ni a nada. Nadie podría tener un corazón tan grande. Había sabido que nunca, nunca, nunca nadie volvería a amar a nadie ni a nada tanto como el Paragon lo había amado a él. Se lo había prometido a sí mismo justo antes de levantar el hacha y de abatirla sobre aquellos ojos tan rebosantes de amor por él. No encontró, en su interior, ni sangre ni carne, solo un tronconjuro de color gris plateado que se astillaba con facilidad con cada nuevo hachazo. Le habían contado que el tronconjuro era de las maderas más duras de las que una nave podía estar construida, pero él la había partido como si se hubiera tratado de madera de pino, y los trocitos de madera que saltaban habían ido cayendo a las aguas profundas del mar que se extendían bajo sus pies desnudos. Sus pequeños pies, desnudos y callosos, contra la cálida palma de la mano del Paragon.

La intensidad doble del recuerdo mutuo lo quemó por dentro. Kennit recordó como se le había nublado la vista, no exactamente como si hubiera estado a punto de desmayarse, sino como si alguien hubiera cortado en pedazos la imagen que tenía ante sus ojos, sumiéndolo en la oscuridad durante unos instantes. Después de aquello, se había puesto a temblar, y había sentido vértigo. Cuando salió de su ensimismamiento, Kennit se dio cuenta de que se había agarrado inconscientemente al pasamanos. Craso error. Había querido evitar tocar cualquier parte de la nao con sus manos. Y ahí estaba, conectado de nuevo al Paragon. Ligado por la sangre y los recuerdos.

—Paragon —pronunció su nombre en voz baja.

La nao se estremeció, pero no levantó la cabeza. Un largo silencio los envolvió. A continuación se oyó:

—Kennit, Kennit, querido mío. —Su voz profunda y amable se oía entrecortadamente.

Por increíble que pudiera parecer, una sincera disculpa se impuso a todos los demás sentimientos que latían en el interior de la nao.

—Estaba enfadado contigo —le confesó la nao—. Pero ahora que estás aquí conmigo, ni siquiera puedo imaginarme cómo he podido sentir algo así.

Kennit se aclaró la garganta. Durante unos cuantos segundos no fue capaz de hablar.

—Nunca pensé que volvería aquí. Nunca creí que volvería a hablar contigo. —La nao se estaba llenando de amor, como una marea creciente. Kennit luchó por mantener su identidad separada de la del Paragon—. Esto no fue lo que decidimos, nao. Esto no se parece nada a lo que acordamos.

—Lo sé. —El Paragon habló para sus manos, dado que se había tapado la cara con ellas. La vergüenza que se había apoderado de él invadió también a Kennit—. Lo sé. Lo intenté. De verdad que lo intenté.

—¿Qué pasó?

Muy a su pesar, Kennit siguió haciéndole preguntas, con dulzura. En realidad no quería saber nada. La voz profunda del Paragon le recordaba a la pasta espesa con la que recubría de niño los bizcochos del desayuno, y al calor de los días de verano, cuando corría descalzo por las cubiertas mientras su madre le pedía que tuviera más cuidado. Todos esos recuerdos habían impregnado el tronconjuro de la nao y sangraban ahora en sus entrañas.

—Me sumergí hasta el fondo y me quedé ahí. Lo hice. O, al menos, lo intenté. A pesar de toda el agua que dejé entrar en mí, no fui capaz de hundirme del todo. Pero me quedé ahí abajo, y escondido. Vinieron peces y cangrejos. Se llevaron los huesos. Me sentí purificado. Todo era silencio, frío, y humedad. Pero también llegaron las serpientes. Hablaron conmigo. Yo sabía que no podía comprender su lenguaje, pero ellas insistieron en lo contrario. Insistieron y me metieron presión. Me hicieron preguntas. Querían saber cosas sobre mí. Querían recuerdos, me preguntaron por mis recuerdos, pero yo mantuve mi palabra. No les revelé ninguno de nuestros secretos. Entonces se enfadaron. Me maldijeron, se burlaron de mí, se... ¿no ves que tuve que hacerlo? Sabía que tenía que estar muerto y olvidado por todos, pero ellas no me dejarían morir ni caer en el olvido. Seguirían intentando hacerme recordar. La única manera que tenía de cumplir tu promesa era volver a flote. Y... luego, no sé muy bien cómo, volvía a estar en el Mitonar, y me repararon, y tuve miedo de que quisieran fletarme, pero lo que hicieron fue amarrarme y encadenarme a los muelles. Así que no pude estar muerto. Pero hice todo cuanto pude por olvidar. Y por ser olvidado.

La nao inspiró profundamente.

—Y, aun así, estás aquí —apuntó Kennit—. Y no es solo que estés aquí, sino que, además, has traído a unos tipos que podrían querer matarme en mi propio territorio. ¿Por qué, nao? ¿Por qué me traicionas de esa manera? —Cuando le formuló la siguiente pregunta, su voz vibraba de auténtica angustia—. ¿Por qué nos obligas a enfrentarnos de nuevo a todo esto?

El Paragon se tocó la barba con los dedos y empezó a retorcérsela.

—Lo siento, lo siento —gritó. De sus labios rodeados de barba salió, extrañamente, la voz de un muchacho arrepentido—. Yo no quería... Pero tampoco tenían intención de matarte. Dijeron que lo único que querían era traer de vuelta a la nao de Althea. Iban a ofrecerte dinero por la Vivacia. Yo sabía que no tendrían suficiente pero, de alguna manera, esperaba que, cuando tú me vieras, querrías tenerme de nuevo contigo. Pensé que podrías aceptarme a mí como pago.

Había ido levantando su tono de voz, que había llegado al borde del enfado. Ya casi había conseguido controlar la conmoción que había sentido al reencontrarse con Kennit.

—Pensé que, a lo mejor, cuando me vieras, limpio, bien montado, y surcando alegremente los mares, me querrías de vuelta. ¡Pensé que un Ludoventura podría desear tener la nao que le correspondía a su familia, en vez de una nao robada! Luego, oí decir de los labios de un pirata que tú siempre habías querido una nao como ella, tu propia nao rediviva. Pero si ya habías tenido una. ¡Yo! Y me habías dado de lado, y pedido que permaneciera muerto y olvidado. Y yo lo había aceptado, te había prometido que moriría y que me llevaría aquellos recuerdos conmigo. ¿Recuerdas aquella noche? La noche en la que dijiste que no podrías vivir ni con todos esos recuerdos tan dolorosos y tan duros, ni con los buenos recuerdos de unos tiempos que nunca volverían, y yo te dije que me los llevaría y moriría, para que tú pudieras vivir libre de ellos. Pensé en la manera de acabar del todo con ellos. Me llevé conmigo a todos los que sabían lo que te había pasado. ¿Te acuerdas? Me encargué de purificar tu vida, para que tú pudieras seguir viviendo. Y tú dijiste que nunca volverías a amar a otra nao como me habías amado a mí, que jamás querrías volver a amar a otra nao como tú y yo nos habíamos amado. ¿No lo recuerdas?

El recuerdo, ardiente, recorrió las manos de Kennit, sus brazos, sus hombros, y su pecho, hasta llegar a su alma, sobrecogida, y se instaló allí. Había olvidado lo dolorosos que podían llegar a ser esos recuerdos.

—Lo prometiste —prosiguió el Paragon entrecortadamente—. Lo prometiste, y has roto tu promesa, igual que yo he roto la mía. Así que estamos empatados.

Empate. Vaya concepto más infantil. Pero es que el alma del Paragon siempre había sido la de un niño abandonado a su suerte. A lo mejor, el único que podía haberse ganado su amor y su amistad, como había hecho Kennit, era otro muchacho como él. Podría ser que el único que hubiera permanecido junto a Kennit durante el largo reinado de Igrot sobre él, hubiera sido otro chico del que hubiesen abusado tanto como del Paragon. Pero, mientras que el Paragon había seguido siendo un muchacho, con una lógica de muchacho, Kennit había crecido hasta convertirse en un hombre. Un hombre que era capaz de enfrentarse a las peores verdades, y de saber que la vida no solía medirse en términos de empate y justicia. Otra de las peores verdades era que la distancia más corta que separaba a un hombre de su objetivo solía ser una mentira.

—¿Te crees que la amo? —Kennit seguía sin dar crédito a lo que acababa de oír—. ¿Cómo podría? Ella no es sangre de mi sangre, Paragon. ¿Qué podríamos compartir? ¿Recuerdos? Imposible. Te los he confiado todos a ti. Mi corazón es tuyo, nao, como siempre lo ha sido. Te quiero, Paragon. Solo a ti. Estás en mí, como yo estoy en ti. Todo lo que soy, todo lo que fui, está guardado en tu interior. Mis secretos están a salvo, a menos que... ¿a menos que se los hayas revelado a otras personas?

Kennit le preguntó aquello con el mayor de los cuidados.

—Nunca —declaró devotamente la nao.

—Bien. Eso es bueno. Por ahora. Pero ambos sabemos que solo hay una manera de protegerlos para siempre. Solo una manera de que sigan siendo secretos.

Se hizo el silencio, y Kennit lo dejó estar. Se estaba tranquilizando, y una certeza estaba tomando forma en su interior. Jamás tendría que haber dudado del Paragon. La nao estaba siendo sincera con él, como siempre había acostumbrado a ser. Se aferró a ese pensamiento, y dejó que creciera en su interior. Se dejó envolver en su calidez, y compartió aquella seguridad con el Paragon. Se permitió, solo en ese momento, abandonarse al amor que había sentido antaño por la nao. Lo amó, con la certeza de que el Paragon elegiría lo que era mejor para Kennit.

—¿Qué pasará con mi tripulación? —preguntó débilmente el Paragon.

—Llévatelos contigo —le sugirió Kennit con dulzura—. Te han servido lo mejor que han podido. Protégelos para siempre, dentro de ti. No te separes nunca de ellos.

El Paragon cogió aire.

—No les gustará la idea. Ninguno de ellos quiere morir.

—Bien. Pero tú y yo sabemos que la muerte solo ocupa un pequeño espacio de tiempo en la vida de un hombre. Lo superarán.

Esta vez, la nao dudó durante más tiempo.

—No estoy seguro de poder morirme del todo, sabes. —Pausa para respirar—. La última vez ni siquiera conseguí quedarme en el fondo del agua. Lo que la madera quiere es flotar, sabes. —Una pausa más larga—. Además, Brashen está encerrado ahí abajo, con los demás. Y yo le había hecho una pequeña promesa, Kennit. Le había prometido que no lo mataría.

Kennit se alisó las cejas mientras reflexionaba, para que el Paragon supiera que estaba considerando detenidamente el asunto. Al final, le ofreció amablemente:

—¿Quieres que te ayude yo? Así no tendrías que romper tu promesa. Nada de esto sería culpa tuya.

Esta vez, la nao ladeó su enorme cabeza hacia Kennit. El tronconjuro mutilado en el que deberían de haber estado sus ojos pareció detenerse a observarlo. El pirata estudió aquellos rasgos que conocía tan bien como los suyos. La cabeza peluda, el ceño arrogante, la nariz aguilena sobre los labios finos y las barbas del mentón. El Paragon, su Paragon, la mejor de todas las naos. Su corazón sangraba dolorosamente de amor por la nao. Sus ojos se llenaron de lágrimas por los dos.

—¿Lo harías? —le pidió la nao en un susurro.

—Claro, claro que lo haría —le contestó Kennit para reconfortarlo.

***

Después de que Kennit abandonara sus cubiertas, se hizo el silencio, y se envolvió en él. No era un silencio de los oídos, sino del corazón. Habían otros ruidos en el mundo: los de los gritos de los tripulantes que seguían en la bodega, los de los cantos de las serpientes, los de los vientos que se estaban levantando, los de un rezón soltándose de la popa, los de las llamas crepitantes que conversaban las unas con las otras. De repente, una ráfaga de viento lo hizo balancearse. No había nadie en el timón para corregir su dirección mientras el viento tormentoso que se estaba formando empujaba sus velas medio consumidas por los venenos de las serpientes. Un crujido repentino, acompañado de una fuerte ola de calor, le indicó que el fuego acababa de alcanzar los aparejos. Las llamas, que trepaban con mayor seguridad que la que hubiera demostrado el más experto de los marineros, empezaron a devorar las velas y la madera de mago.

Por una vez, le tocaba ser paciente. Las llamas tardarían en extenderse. El tronconjuro no ardía con facilidad pero, una vez que lo hacía, era casi imposible apagarlas. La otra madera, la de las cabinas y los aparejos, ardería antes pero, finalmente, el tronconjuro también prendería. Podía esperar. Lo único que lo distraía de su espera paciente era su tripulación. Aquellos que se encontraban abajo se habían puesto a golpear con fuerza las escotillas. No había duda de que habían sentido los anormales balanceos, y hasta podía ser que hubieran empezado a oler el humo.

Decidió concentrar su atención en cosas más importantes. Su chico se había convertido en un hombre. Kennit hahía crecido saludablemente. Por el lugar de donde le había llegado su voz, debía de ser un hombre alto. Y fuerte. Había agarrado la barandilla de proa con la fuerza y la firmeza de un hombre. El Paragon, henchido de orgullo, sacudió la cabeza. Lo había conseguido. El sacrificio no había sido inútil. Kennit había crecido hasta convertirse en el hombre que él siempre había soñado que sería. Había sido increíble como el sonido de su voz, el roce de su mano, e incluso su olor en la brisa, le habían traído de vuelta todos esos recuerdos. Había recuperado todo lo que creía haber olvidado de Kennit. Y el sonido de su voz pronunciando «Paragon» había borrado hasta la más mínima imagen negativa y reserva que lo habían hecho enfadarse con él. ¿Enfadarse con él? Era una locura. Enfadarse con la única persona que lo había amado de todo corazón. No tenía sentido. Sí, el Paragon se había sacrificado por él pero ¿qué otra cosa habría podido hacer? Alguien tenía que descargar a Kennit de esa losa. Y ese había sido él. Lo había logrado, y ahora su muchacho estaba a punto de convertirse en el rey de las islas Piratas. Y, algún día, como Kennit y él bien habían planeado, tendría un hijo al que llamaría Paragon. Algún día existiría un Paragon Ludoventura colmado de amor y cariño. ¡A lo mejor ya existía! Ahora, el Paragon deseaba desesperadamente haberse acordado de preguntarle a Kennit si ya había tenido un hijo. Le habría gustado saber que aquel niño que había nacido en su imaginación se había vuelto real.

En la parte inferior de la nao, los tripulantes habían roto algo que estaban utilizando para golpear la escotilla. Pero no parecían estar poniéndole mucho empeño. A lo mejor el agujero ya se estaba llenando de humo. Lo mejor que podían hacer era echarse a dormir y a morir.

El Paragon suspiró y se dejó escorar ligeramente, como siempre le ocurría cuando no prestaba atención a los vientos. No era culpa suya. Era un defecto de construcción. Era el tipo de cosa que tenía que ocurrir cuando se construía una nao con dos tipos diferentes de tronconjuro. Uno de los dragones siempre intentaría dominar al otro. Luchar, luchar, y luchar, era lo único que habían hecho siempre, hasta que el Paragon se había vuelto loco intentando darles un sentido unívoco a sus dos personalidades. Finalmente, los había relegado al fondo de sí mismo y había decidido ser simplemente Paragon. Paragon Ludoventura. Pronunció el nombre en voz alta, pero sin gritarlo. Cerró la boca y dejó de respirar. En realidad, no necesitaba respirar. Solo era una parte más de la imagen que habían querido darle. Era una imagen que podía cambiar, si pensaba en ello con detenimiento. Durante unos minutos, no sintió nada. Luego, supo que las aguas estaban empezando a filtrarse en su interior. Las aguas heladas penetraban despacio en el interior de sus tablas. Despacio, muy despacio, empezó a sentir que aumentaba de peso. Se dejó escorar aún más. Sintió, en su interior, como los tripulantes empezaban a percatarse de ello. Oyó gritos, y el estruendo de un montón de pasos de hombres que corrían por todas partes tratando de adivinar dónde estaba la fuga. Cada una de sus vetas se había impregnado ya de agua. La única pregunta que quedaba por resolver era si se lo llevarían antes las llamas o las aguas. Pensó, plácidamente, que lo más probable sería que cada una de ellas se llevara su parte. Pero no sería culpa del Paragon. Se cruzó de brazos, giró el rostro en dirección a la tormenta que se acercaba, y se preparó para recibir la muerte.

***

—Pensé que le gustaría tomar la decisión a usted mismo, señor —dijo Jola, mientras se mantenía todo lo firme que podía.

Sabía que se estaba aventurando en un terreno peligroso, pero también era lo suficientemente sabio como parea intuir que no informar de eso a Kennit podría ser aún más peligroso. Aun así, Kennit hubiera preferido que el oficial no le hubiera contado nada. Todo habría sido mucho más sencillo.

Se apoyó sobre la barandilla y miró hacia la mujer que estaba en el agua. Su cabello rubio flotaba a su alrededor como un banco de algas. Las aguas heladas, ayudadas por las sacudidas que le propinaban las olas crecientes, le estaban ganando la partida. Todo habría terminado muy pronto. Por muy atenta que estuviera, las olas le pasaban por encima, sumergiéndola momentáneamente en las profundidades. Era sorprendente que su cabeza siempre reapareciera. Estaba luchando tenazmente contra las aguas. Podría haber aguantado mejor si hubiera soltado a su compañera que, de todos modos, parecía estar muerta. Era extraño comprobar lo obstinada que podía volverse una persona cuando estaba al borde de la muerte.

La mujer pálida que estaba en el agua echó la cabeza hacia atrás y se puso a toser.

«Por favor». Kennit no oyó sonido alguno; la mujer estaba demasiado débil como para poder gritar, Pero leyó la palabra que formó con sus labios. Por favor. Kennit se rascó la barba mientras reflexionaba.

—Es del Paragon —Le hizo notar a Jola.

—Sin duda —asintió el oficial con los dientes apretados.

¿Quién habría podido sospechar que le produciría tanta angustia ver a una mujer a punto de ahogarse? Kennit nunca dejaba de maravillarse ante los ejemplos de debilidad que podían minar el carácter de un hombre.

—¿Crees que deberíamos subirla a bordo? —El tono que empleó Kennit daba a entender que no le estaba dejando tomar la decisión al oficial. Únicamente lo estaba sondeando—. No tenemos mucho tiempo, sabes. Las serpientes ya se han marchado. En realidad, había sido Rayo la que les había dado la orden de marcharse. Kennit se había sentido aliviado al comprobar que aún tenía bastante control sobre ellas. El hecho de que no hubieran hundido al Paragon lo había puesto en alerta. Pero, en realidad, el único que había desafiado las órdenes de la nao había sido el macho blanco. Ahora, seguía dibujando círculos alrededor de la nao, con sus ojos rojos y acusadores apuntando hacia la Vivacia. Kennit supo que no le caía bien. Le irritaba profundamente que no se hubiese comido a los dos marineros que habían sobrevivido al ataque del bote. Eso le habría evitado todo este lío. Pero no, tenía que haberse quedado ahí, quieto, observándolos con curiosidad. ¿Por qué no obedecía a la nao?

Apartó su mirada de él, y obligó a su mente a afrontar el problema que tenía delante de sus ojos. La propia Rayo le había dejado claro que no quería ver como ardía la otra nao. Kennit le echó una ojeada al cielo, en el que se estaban formando nubes negras de tormenta. Tampoco le vendría mal a Kennit abandonar este lugar.

—¿Tú que opinas? —insistió el oficial.

La estima que tenía Kennit por el hombre cayó en picado. Por muy pocas luces que tuviera, Sorcor habría sido lo bastante valiente como para expresar su opinión. No se podía decir lo mismo de Jola. El capitán pirata miró una vez más hacia abajo. En ese momento, las llamas ya se habían propagado alegremente por todo el Paragon. El viento arrastró un débil olor a humo hasta las aletas de su nariz. Ya era hora de marcharse. Le habría gustado estar más lejos de esa nao. No solo porque tenía la intuición de que se pondría a soltar alaridos antes de terminar de consumirse, sino porque existía un peligro real de que el viento transportara pedazos de vela en llamas de los aparejos del Paragon hasta los de la Vivacia.

—Es una pena que andemos tan cortos de tiempo —le comentó a Jola, pero la orden de desplegar las velas murió en su garganta antes de que pudiera pronunciarla.

La mujer rubia se había colocado boca arriba sobre las aguas, con lo que los rasgos del hombre al que le estaba sujetando la cabeza habían quedado expuestos.

—¡Wintrow! —exclamó, sin poder llegar a creérselo. ¿Qué golpe de mala suerte podía haber empujado a Wintrow a las aguas, y como había conseguido rescatarlo aquella mujer? ¡Subidlos a bordo de inmediato! —le ordenó a Jola.

Luego, mientras el oficial corría a ejecutar la orden, una ola levantó momentáneamente a los dos cuerpos, y Kennit pudo ver que no se trataba de Wintrow. Ni siquiera se trataba de un hombre. Aun así, la similitud entre ambos había sobrecogido a Kennit, por lo que no rescindió la orden. Jola ya estaba gritando para que un marinero les lanzara una cuerda.

—Sabes que tiene que ser ella —murmuró el amuleto en su muñeca—. Althea Vestrit. ¿Quién si no podría parecerse tanto a Wintrow? A Rayo no le va a gustar nada. Te debes a tus objetivos, pero no a los suyos. Estás permitiendo que suba a bordo la única persona de cuya muerte tendrías que haberte asegurado.

Kennit le tapó la boca al amuleto con su otra mano, y lo ignoró por completo cuando empezó a retorcerse entre sus dedos. Se puso a observar la escena con curiosidad creciente. La mujer rubia cogió la cuerda, pero tenía las manos tan entumecidas por el frío que no conseguía agarrarla con fuerza. Un marinero tuvo que bajar a las aguas heladas para ayudarlos. Pasó la cuerda alrededor de la cintura de ambas mujeres, y le hizo un fuerte nudo.

—Izadlas —gritó, y así las subieron, como a un enorme montón de algas.

Kennit no entró en escena hasta que no las hubieron depositado sobre la cubierta. La similitud era innegable. Se llenó momentáneamente de deseo por la mujer. Una mujer con el rostro de Wintrow. Una mujer Vestrit.

De repente, advirtió que todos los hombres que se habían acercado a ver a las dos mujeres se habían quedado tan sorprendidos y silenciosos como él.

—¡Llevadlas abajo! ¿Tengo que ordenaros hasta una obviedad como esta? En cuanto a ti, Jola, envía una misiva a Mentecacia. Pídele a la Maríetta que nos siga. Se acerca una tormenta. Me gustaría que nos alejáramos de aquí antes de que estallara.

—Señor. ¿Debemos esperar a que Wintrow y Etta se reúnan con nosotros antes de partir?

Kennit le echó una ojeada a la mujer de pelo oscuro que estaba empezando a moverse y a toser.

—No —le contestó, distraídamente—. No enseguida. Por ahora, deja que se quedan donde están.