—¿Estás seguro de que no vas a tener frío? —le preguntó de nuevo Jani Khuprus.
Selden le dedicó a Reyn una mirada cómplice y el habitante de los Territorios Pluviales no pudo evitar sonreír.
—No lo sé —le contestó Reyn honestamente—. Pero, si me pongo más capas de ropa, tengo miedo de resbalar fuera de ellas cuando la dragona me esté transportando.
Eso silenció a Jani.
—Estaré bien, madre —le aseguró—. No puede ser peor que salir a navegar un día de tormenta.
Se encontraban detrás de la Explanada de los Mercaderes, en una zona que acababa de ser despejada. Tintaglia había pedido que, en adelante, cada ciudad que estuviera bajo el control de los mercaderes contara con un espacio abierto lo suficientemente amplio como para que una dragona pudiera aterrizar allí cómodamente. Y, siempre que una dragona eligiera aterrizar en una ciudad, sus habitantes debían garantizarle a la criatura una bienvenida cálida y una comida adecuada. Las negociaciones sobre lo que debía ser «una comida adecuada» habían llevado varias horas. La comida debía estar viva, y tener al menos «el tamaño de una cría de toro al final de su primer año». Cuando le dijeron que lo más probable iba a ser que le tuvieran que dar carne de ave, dado que el Mitonar no tenía cultura ganadera, se había puesto furiosa, hasta que alguien le había ofrecido aceite caliente para sacarles brillo a sus escamas siempre que visitara la ciudad. Eso parecía haberla calmado.
Esos tira y afloja habían durado días, tantos que Reyn había pensado que se volvería loco. La docena de palomas mensajeras que había sobrevivido a la invasión hizo múltiples enlaces entre el Mitonar y Casárbol, hasta que las palomas llegaron a un estado de extenuación. Las sucesivas misivas que enviaban y recibían parecían todas incapaces de explicar lo que estaba ocurriendo en cada una de las ciudades. Reyn se había sentido aliviado al enterarse, en una línea, de que su padrastro y su media hermana habían vuelto a la ciudad y gozaban de buena salud. Bendir había abandonado Casárbol para aventurarse río arriba a intentar localizar el lugar que Tintaglia había señalado en el diminuto mapa del río que les había sido enviado. Una vez allí, se ocuparía tanto de buscar un método de dragado como de tratar de localizar pistas que indicaran el emplazamiento de otra ciudad enterrada. Cuando Tintaglia se había mostrado lo suficientemente satisfecha con los avances realizados, había aceptado finalmente empezar la búsqueda de Malta. Reyn se había sorprendido de toda la gente que se había concentrado para verlos marchar, aunque era más probable que fueran curiosos que personas realmente preocupadas por el sentido de la misión. No les afectaría mucho que Malta viviera o muriese.
—¿Estás listo? —le preguntó Tintaglia, sensiblemente irritada.
La dragona le hablaba a su mente, gracias al nexo que los unía, para que él pudiera sentir verdaderamente que estaba molesta.
Fue entonces cuando Reyn se resolvió a apartar sus emociones de su mente. Desgraciadamente, esto le dejaba con poco más que miedos y nerviosismo. Se subió a la dragona.
—Estoy listo.
—Muy bien —contestó. Paseó su mirada sobre los presentes para despedirse de ellos—. Cuando vuelva por aquí, espero ver muchos avances. Grandes avances.
De repente, Selden se separó de su madre y le tendió una bolsita de la ropa a Reyn.
—Cógelos. Son de Malta. Podrían ayudarte a encontrarla.
Reyn abrió la bolsita solemnemente, esperando encontrar en su interior algún tipo de joya. Pero, en lugar de eso, encontró un puñado de caramelos de miel. Se quedó mirándolos, desconcertado. Selden se encogió de hombros.
—Ayer estuve en nuestra antigua casa, para ver lo que quedaba de ella. Casi todo había sido robado o destruido. Así que se me ocurrió investigar en los lugares menos obvios. —Selden sonrió y, por un momento, volvió a tener cara de hermano pequeño—. Siempre supe dónde escondía Mala sus caramelos. —Distendió la comisura de sus labios—. Le encantan los caramelos de miel. Pero también te pueden ayudar a soportar el frío. No creo que le importe que te los comas.
Era tan propio de Malta. Hacer reservas de caramelos ante un futuro incierto. Reyn guardó la bolsita en su saco de viaje.
—Gracias —le dijo a Selden, solemnemente.
Se puso un velo de lana sobre la cabeza, y se lo remetió por el cuello de la chaqueta. Así mantendría su rostro caliente, pero también limitaría su visión.
—Eso es muy sabio —apuntó Selden, para animarlo—. Estás cambiando mucho, y lo sabes. La primera vez que te vi la cara, no pensé que a Malta le fuera a importar mucho tu aspecto. Pero ahora pareces mucho menos humano. —De repente, el muchacho se llevó una mano a la cabeza, y se tocó los párpados con los dedos—. Se morirá de envidia cuando me vea —predijo alegremente.
La dragona se echó sobre sus cuartos traseros.
—Date prisa —le ordenó hoscamente a Reyn. Se mostró más amable con Selden—. Échate hacia un lado, pequeño trovador, y mira hacia el suelo. No me gustaría cegarte con los reflejos de mi piel escamada.
—Te lo agradezco, grandiosa Tintaglia. Aunque no me importaría tanto quedarme ciego si mi última visión hubiera sido de ti, lanzando destellos rosados y azules mientras te elevabas por los cielos. Podría vivir de un recuerdo así durante toda mi vida.
—¡Mentirosillo! —le dijo la dragona, como para restarle importancia a sus palabras, pero le fue imposible esconder el placer que había sentido.
En cuanto Selden se hubo apartado, levantó a Reyn del suelo como si fuera un juguete. Lo colocó sobre su pecho, con las piernas colgando.
Desplegó sus alas y agachó sus poderosas patas traseras. Empezó a batir sus alas, a ritmo continuo, una y otra vez. Reyn intentó pronunciar unas palabras de despedida, pero no pudo reunir aliento suficiente. La dragona se elevó tan rápidamente hacia los cielos que Reyn se golpeó la cabeza contra su pecho. Los gritos de adiós de los ciudadanos del Mitonar quedaron ahogados por el ruido de las alas de la dragona. Reyn cerró los ojos para protegerlos del viento frío. Cuando se obligó a abrirlos de nuevo, se encontró sobrevolando una alfombra gris y azulada. Se dio cuenta de que el mar estaba muy, muy por debajo de él. No veía más que aguas frías y profundas. Tragó saliva, para intentar contener el miedo que comenzaba a atenazarle el cuerpo.
—A ver. ¿Adonde querías ir?
—¿Que adonde quiero ir? Pues adonde esté Malta, es evidente.
—Ya te he dicho que yo no sé dónde está. Solo puedo sentir que está viva.
Reyn fue embargado por la desolación. De repente, la dragona se apiadó de él.
—Mira a ver si puedes hacer algo —le sugirió.
Volvió a sentir la conciencia de Malta a través de ella. Cerró los ojos, y se deslizó por ese sentir que no era escucha, ni vista, ni olfato, sino una extraña mezcla de todo aquello. Empezó a abrir y cerrar su boca, y a respirar profundamente, como si pudiera sentir el regusto de su olor en el aire frío. Estaba seguro de que una parte de su esencia también había ido al encuentro de Malta.
Se bañaron en un cálido y soñoliento letargo. Al igual que había sucedido en la caja de sueños, percibió el mundo que lo rodeaba tal y como lo hacía Malta. Calidez. Lentos balanceos. Respiró profundamente con ella, y sintió el inconfundible olor de una nave. Perdió toda conciencia de su propio cuerpo, y pudo penetrar aún más en ella. La sintió envuelta en el calor de un dormitorio. Se acopló al ritmo de su respiración, y compartió con ella la suya propia. Dormía con la mejilla apoyada sobre una de sus manos. Se convirtió en esa mano, y recibió el calor que emanaba de su mejilla. La acarició. Sonrió en su sueño. Reyn. Reconoció su presencia, sin llegar a explicársela del todo.
—Malta, mi amor —la saludó él, cariñosamente—. ¿Dónde estás?
—En la cama —suspiró, en un tono cálido, que parecía invitarlo a reunirse con ella.
—¿Dónde? —insistió él, ignorando, muy a su pesar, la invitación.
—En una nave. Una nave chalaza.
—¿Hacia dónde vas? —le preguntó entonces, desesperadamente. Cuanto más irritado se mostraba por no obtener respuesta a su pregunta, más notaba que se rompía el vínculo que los mantenía unidos en el sueño. Se agarró a ella, pero Malta acabó por despertarse, ante aquella perturbación continuada de su sueño—. ¿Dónde? —seguía preguntando Reyn—. ¿Dónde?
***
—¡Hacia Jamaillia! —Malta se encontró a sí misma sentada sobre su cama—. Hacia Jamaillia —repitió, pero no pudo recordar por qué le venían esas palabras a la cabeza.
Tenía la intuición de que acababa de despertarse de un sueño muy interesante, pero no era capaz de recordar absolutamente nada de él. En realidad, eso era casi un alivio. De día, era capaz de controlar sus pensamientos. Por las noches, en cambio, su mente traicionera le traía recuerdos de Reyn, aliando el cariño al dolor. Era mejor despertarse sin un solo recuerdo que bañada en lágrimas. Se llevó las manos a la cabeza y se tocó las mejillas. Una de ellas le hormigueaba extrañamente. Se desperezó, hizo un par de estiramientos, y se encontró irremediablemente despierta. Apartó la sábana de su cuerpo y se levantó, entre bostezos.
Ya casi se había acostumbrado a la opulencia de la habitación. Y se había divertido bastante en ella. El capitán le había asignado dos grumetes, y le había dado permiso para pedir cualquier cosa que hiciera más cómoda la vida del sátrapa. No se había moderado con nada. Una gruesa y suave alfombra de lana, y unos cuantos tapices brillantes colgados de las paredes le aportaban calor a la habitación. Las lámparas de aceite, cuyo humo tanto molestaba a Malta, habían sido sustituidas por candelabros. Una pila de sábanas y mantas se amontonaban sobre su cama. En cuanto a la del sátrapa, estaba cubierta por pieles de oso y de oveja. Junto a ella se podía apreciar una delicada cachimba, protegida por unas cortinas damasquinadas.
Malta comenzó a oír los ronquidos intermitentes del sátrapa. Bien. Tendría tiempo de arreglarse antes de que se despertara. Atravesó la habitación sin un ruido, hasta llegar al baúl de la ropa, en el que se puso a rebuscar. Sus manos tocaron todo tipo de telas de colores variados. Eligió un vestido de tela gruesa, suave, y azul, y lo sacó del baúl. Procedió a examinarlo. Le quedaría un poco grande, pero se apañaría con él. Después de echarles una ojeada a las ropas del sátrapa, se puso el vestido. Una vez que se lo hubo puesto, y solo entonces, se sacó el camisón por las piernas. Finalmente, metió los brazos en las mangas azules de la prenda sedosa. El vestido estaba ligeramente perfumado, como si hubiera mantenido el olor de su anterior propietario. Evitó pensar en cómo habría llegado esa elegante pieza de ropa hasta manos chalazas. Además, no resucitaría a su anterior propietaria por seguir llevando aquellas ropas harapientas. Con eso, solo conseguiría empeorar la cuestión de su propia supervivencia.
Había un espejo en la tapa del baúl, pero Malta evitó mirarse en él. La primera vez que lo había abierto, con alegría, lo primero que había visto había sido su propio reflejo. Su cicatriz estaba en un estado mucho peor de lo que se había estado imaginando. Era un trozo de carne pálida, con mucho relieve, que casi le llegaba a la nariz y desaparecía en sus cabellos. Se había tocado aquella superficie grumosa sin poder creérselo del todo y, acto seguido, se había alejado del baúl, horrorizada.
El sátrapa se había reído de ella.
—¿Lo ves? —le había dicho, en tono burlón—. Te lo dije. Tu momento de belleza ha pasado, Malta. Más te valdría aprender a ser útil y obediente. Es todo a lo que puedes aspirar ahora. Deja aparcado tu orgullo, o solo te decepcionarás a ti misma.
No fue capaz de contestar a sus odiosas palabras. Se había quedado muda, con la mirada fija en su propio reflejo. Se había quedado observándolo durante unos segundos, incapaz de moverse, incapaz de pensar.
El sátrapa había roto el encantamiento propinándole un puntapié.
—Esta noche ceno con el capitán, y aún no me has preparado la ropa. Y, en el nombre de Sa, cúbrete esa herida que tienes en la cabeza. Ya resulta bastante humillante que toda la tripulación sepa que estás desfigurada como para que encima vayas haciendo ostentación de ello.
Le había obedecido en el más completo silencio. Aquella noche, se había sentado en el suelo junto a su silla, como un perro. Su posición le había recordado a la de Kekki, sometida, pero alerta. Aparte de unas cuantas palabras en jamaillio, no había entendido nada de la conversación de los comensales. De vez en cuando, el sátrapa le pasaba comida por debajo de la mesa. Después de unas cuantas veces, se dio cuenta de que lo hacía cuando había probado un plato que no le gustaba. Guardó silencio, y no perdió la sonrisa ni cuando el sátrapa se limpió los dedos en su falda. En un momento dado, los hombres que estaban alrededor de la mesa se pusieron a hablar de ella. El sátrapa dijo algo, el capitán le contestó, y hubo un estallido de risa general. A continuación, el sátrapa le dio un puntapié desdeñoso, como para alejar su desagradable presencia de él.
Malta se quedó sorprendida de lo que le había dolido ese gesto. Mantuvo una leve sonrisa en su rostro, y fijó su mirada en el vacío. Se estaban montando un festín a base de platos selectos y de buen vino que habían sacado de las naves que habían ido saqueando. Después de cenar, compartieron una hierba de calidad de la reserva personal del capitán Deiari. Más tarde, el sátrapa le contaría que esa embarcación no era una nave pirata sino un barco patrullero, y que todas las mercancías les habían sido confiscadas a contrabandistas y auténticos piratas.
Malta se había esforzado por conservar su máscara durante toda la velada. Incluso en el camino de vuelta a la cabina, cuando había seguido sumisamente al sátrapa, y en la habitación, cuando lo había ayudado a desvestirse y se había resistido a sus tibios avances, manteniendo todo su aplomo. Solo se había permitido estallar en llanto cuando se había asegurado de que el sátrapa se hubo dormido. Útil y obediente. ¿Era realmente lo único que le cabía esperar de la vida? Se dio cuenta de que esas palabras parecían más propias de su madre, y creyó morir. Útil y obediente a su padre chalazo. ¿Qué pensaría de ella si pudiera verla ahora? ¿Se sentiría horrorizado, o pensaría que había terminado por convertirse en toda una hembra? Le dolía preguntarse esas cosas de alguien a quien amaba. Siempre había tenido la certidumbre de que la quería más a ella que a sus dos hermanos. Pero ¿cómo la veía? ¿Como a una joven independiente? ¿Como una hija de mercaderes? ¿Aprobaría más el papel que estaba desempeñando ahora?
Ese pensamiento siguió rondando su cabeza mientras se apretaba los lazos del vestido y los recogía de manera que no pudiera pisárselos. Se recogió el pelo en una coleta, y escondió su cicatriz con un pañuelo. Una vez que hubo terminado de arreglarse, se puso a analizar su rostro en el espejo. La vida a bordo de una nave no le convenía nada a su piel. Se veía muy pálida, excepto alrededor de los ojos, y a la altura de los labios, que tenía muy irritados. Parezco una mujer ordinaria, se dijo para sus adentros. O una sirvienta ajada.
Cerró la tapa del baúl con determinación. Se había ganado el respeto del capitán y de su tripulación gracias a su actitud, no a su apariencia. Si ahora se abandonaba, perdería toda posibilidad de negociar con ellos. No confiaba demasiado en que el sátrapa fuera capaz de mantener el tipo sin su ayuda. Lo único que lo hacía parecer realmente un sátrapa era la continua deferencia que le demostraba. Le repugnaba tener que dedicarle tanto tiempo a alimentar su sensación de superioridad. Y, lo que era peor aún: cuanto más lo agasajaba, más atractiva la encontraba él. Pero ella era más fuerte que él. Había acabado fácilmente con sus pobres avanzadillas en el terreno físico, apartando sus manazas a un lado, y recordándole que no merecía sus atenciones.
Se calzó un par de zapatillas de piel, y ya estaba lista. Se aproximó a la cama del sátrapa, se aclaró la garganta, y descorrió su cortina. Lo que menos deseaba en ese momento era sorprender sus intimidades.
—No quería despertarte de tu siesta, grandísimo sátrapa, por eso te pido perdón y me permito pedirte permiso para traerte el desayuno.
Cosgo abrió un ojo.
—Puedes ir. Pero asegúrate de comprobar que te lo den caliente, y no tibio como ayer.
—Lo haré, mi señor —le prometió humildemente.
No creyó necesario recordarle que el día anterior, después de que le hubieran traído su desayuno, había seguido fumando un buen rato antes de tocarlo. Nunca tenía culpa de nada. Se puso un abrigo sobre los hombros y se marchó tranquilamente.
Esos momentos eran los únicos que podía robar para ella. Fuera de la vista del sátrapa, podía disfrutar de un momento de libertad, sin verse comprometida por ninguna de las expresiones de su rostro. Cuando se cruzaba con algún marinero, este solía mirarle fijamente la ceja, y hacía algún comentario a su espalda, pero ella lo dejaba correr.
La cocina se encontraba en una camareta situada a mitad del barco. Cuando llegó hasta allí, vio que la puerta corredera estaba abierta. El cocinero, un hombre de aspecto pálido y lúgubre, le hizo un gesto con la cabeza a modo de saludo. Sacó una bandeja, un par de boles, y unos cuantos cubiertos. Luego, con ayuda de un cucharón, sirvió una ración matutina de gachas en cada bol. Por mucho que el sátrapa se quejara, algunas cosas no podían cambiarse. De repente, se oyó un grito desde el puesto de vigía, y el cocinero se sobresaltó. Unos segundos después, se oyó un clamor salvaje en la cubierta. El ruido atronador de unos pasos y unas órdenes dadas a gritos rompieron la relativa paz que había estado reinando a bordo de la nave balanceante. No necesitaba entender chalazo para saber que, entre esos gritos, había un montón de insultos. Desde la puerta, el cocinero añadió unos cuántos más a su repertorio personal, tiró su cucharón sobre la mesa, y le dio una orden a Malta, mientras la miraba con dureza. Luego se marchó, dando un portazo. La muchacha reabrió la puerta de inmediato para ver si podía enterarse de algo de lo que estaba pasando ahí fuera.
La cubierta era un hervidero de actividad. ¿Se anunciaba una tormenta? Observó con asombro como los marineros soltaban las cuerdas, desplegaban las velas, y volvían a atar las cuerdas. A medida que iba creciendo la velocidad de la nave, fue sintiendo como la cubierta se inclinaba bajo sus pies.
Desde lo alto de los mástiles, los vigías iban retransmitiendo al resto de la tripulación lo que estaba sucediendo. Malta se aventuró un par de pasos fuera de la cocina y estiró el cuello. Consiguió echar un vistazo y, al ver una mano que apuntaba en una dirección, dejó que sus ojos siguieran el camino imaginario que trazaba.
Vio velas. Otras naves venían hacia ellos. Oyó un segundo grito de ahí arriba, y le entró miedo. Se refugió de nuevo en la cocina y se puso a observar la situación desde el ventanuco que tenía más a mano. Otra nave parecía estar acercándose a ellos muy deprisa, con el viento a favor. Unas extrañas banderas, que tenían por dibujo la imagen de un cuervo con las alas abiertas, ondeaban en ambas naves. Hizo trabajar su mente. La nave chalaza huía de las otras dos. ¿Significaba eso que eran del Mitonar? ¿O acaso eran piratas? No sabía si debía desear que la nave chalaza consiguiera esquivarlos o que los capturara. Si eran capturados, y resultaba que las otras embarcaciones eran barcos piratas, ¿qué pasaría con ella y con el sátrapa? Pensó, a la carrera, en un plan.
Esperó al momento oportuno para precipitarse fuera de la cocina en busca de un escondite, igual que haría un ratón atrapado en un agujero. Cuando el pasillo comenzó a derrumbarse detrás de ella, quedó sumida en la más completa oscuridad. Atravesó toda la nave y, al pasar por delante del cuartelillo de los tripulantes, se lo encontró completamente desierto. Gracias a la tenue luz de la lámpara, consiguió abrirse camino a través de un montón de cajas de ropa, hasta que llegó finalmente a la cabina del sátrapa. Cuando irrumpió en ella, abrió un ojo, perezosamente, y se quedó mirándola, visiblemente irritado.
—Tu comportamiento es inaceptable —le dijo—. ¿Dónde está mi desayuno?
No podía dejar de interpretar su papel, incluso en medio de aquella crisis.
—Te ruego que me perdones, grandísimo sátrapa. Nuestra nave está huyendo de otras dos. Si nos alcanzan, habrá que luchar. Y, si hubiera que luchar, me temo que estaríamos en inferioridad de condiciones. Si vienen, como creo, de las islas Piratas, será poco probable que tengan un gran respeto por el sátrapa de Jamaillia. Así que te he sacado estas ropas para que puedas disfrazarte. Si te vistes de marinero, a lo mejor no se dan cuenta de quién eres. Ni de quién soy yo.
Había empezado a sacar las prendas de ropa mientras hablaba. Sacó una camisa de tela gruesa y unos pantalones para ella, así como un sombrero de marinero con el que pudiera taparse la ceja. A lo mejor, si se ponía un suéter amplio, conseguía pasar por un chico. Para el sátrapa, había elegido un uniforme de grumete. Avanzó hacia la cama con toda la pila de ropa. Cosgo frunció el ceño, y se agarró con más fuerza a los bordes de su sábana.
—Levántate, grandísimo sátrapa, para que te pueda ayudar a vestirte —le ofreció.
Le gustaría haberle ladrado esa orden como a un niño desobediente, pero sabía que, con eso, solo conseguiría que se obstinara aún más.
—No. Quita esos asquerosos andrajos de mi vista, y sácame unas ropas adecuadas. Si tengo que levantarme y vestirme antes de tomar cualquier tipo de desayuno, me vestiré tal y como procede. Estás siendo muy injusta con los chalazos al considerar que van a ser derrotados y castigados tan fácilmente. No tengo ninguna necesidad de esconderme bajo un disfraz tan grosero. —Se sentó sobre su cama, y se cruzó de brazos—. Tráeme ropa y zapatos decentes. Voy a salir a cubierta a ver como mi patrullero dispersa a esos vulgares piratas.
Malta suspiró, derrotada. Si Cosgo se negaba a esconderse, tendría que hacer todo lo que estuviese en sus manos para que lo reconocieran. ¿No serían más amables los piratas con unos prisioneros a los que consideraran valiosos?
Se inclinó ante él.
—Es obvio que tienes razón, magnífico Cosgo. Te ruego que perdones la ignorancia de esta simple mujer.
Echó la ropa que el sátrapa había rechazado hacia un rincón. A continuación, seleccionó las ropas más espléndidas que pudo encontrar y se las tendió al sátrapa. De repente, un movimiento brusco de la nave la proyectó contra la cama. Inspiró profundamente y retuvo el aire, para quedarse a la escucha. Ya no se oían los mismos ruidos en la cubierta. Ni el ruido de los pasos, ni el de las órdenes dadas a voces, ni el de los gritos salvajes. ¿Habían sufrido la primera embestida? ¿Estarían siendo abordados en ese mismo instante? Intentó coger aire.
—Creo que sería bueno que nos apresuráramos, grandísimo sátrapa.
—Como quieras. —Apartó las sábanas de su cuerpo mientras suspiraba pesarosamente y levantó los brazos por encima de su cabeza—. Ya puedes empezar a vestirme.
***
Tintaglia lo sacudió. Reyn abrió los ojos, y vio los trémulos reflejos de las aguas oscuras muy por debajo de él. Gritó de terror, y se abrazó con más fuerza a las garras que lo mantenían sujeto.
—Eso está mejor —proclamó la dragona sin piedad alguna—. Pensé que estabas muerto. Se me había olvidado que los humanos no están tan sincronizados con sus cuerpos como los dragones. Si vuestra alma se aleja demasiado de vuestro cuerpo, puede que no encuentre el camino de vuelta.
Reyn se abrazaba como un enfermo a sus garras. Se sentía mareado y diminuto, y tenía frío, pero no creía que fueran efectos del vuelo. Sospechaba que había estado inconsciente. Intentó recordar lo último en lo que había pensado, pero no lo consiguió. Miró hacia abajo y, de repente, se dio cuenta de lo que estaba viendo.
—¿Son chalazas estas galeras? ¿Qué están haciendo? ¿Hacia dónde se dirigen? Eran siete, y navegaban hacia el sur. Se habían dispuesto en «V», como una bandada de gansos.
—¿Cómo puedes esperar que yo sepa algo así? ¿O que me importe? —Echó una mirada frivola hacia abajo—. He visto muchos barcos dirigirse hacia esas aguas. Los expulsé del Mitonar, como prometí. Pero era demasiado trabajo para una sola dragona expulsarlos a todos. —Pareció ofendida ante el hecho de que le hubiera obligado a admitir eso, así que cambió de tema—. Creía que solo te preocupaba Malta.
—Y así es —dijo, en voz baja—. Pero, todas esas naves...
Dejó que sus palabras se perdieran en el viento. De repente, comprendió algo de lo que debería haberse dado cuenta desde un principio. Los pueblos del Mitonar y de los Territorios Pluviales no eran los únicos objetivos de las embestidas chalazas. Chalaza había estado muy comprometida con los nuevos mercaderes en el complot hacia la persona del sátrapa. Y luego los había traicionado, como siempre solía hacer. Ahora, Chalaza estaba planeando un ataque masivo contra lamaillia. El Mitonar solo era una estación de paso, un lugar que arrasar y ocupar para quitarse un enemigo menor de las espaldas, antes de ir a por los más tuertes. Se quedó mirando las naves. Tintaglia le acababa de decir que había visto muchas como esas. La flota jamaillia había ido perdiendo poder en la última década. Reyn dudaba bastante de que Jamaillia pudiera resistir una embestida chalaza, y mucho más de que pudiera ganar la batalla. ¿Sobreviviría el Mitonar al parón comercial que supondría la entrada en guerra? Su mente no dejaba de darles vueltas a todas las implicaciones que se podrían derivar de lo que acababa de ver.
Tintaglia estaba aburrida.
—A ver. ¿Has encontrado ya a tu compañera? ¿Me sabes decir dónde está?
Reyn tragó saliva.
—Más o menos. —Notó que la dragona estaba empezando a perder la paciencia—. Un momento —le imploró.
Inspiró profundamente el aire helado, varias veces, para ver si recuperaba algo de agudeza mental, mientras intentaba encontrarles un significado a los fragmentos de sueño que recordaba.
—Estaba en una nave —le dijo a la dragona—. Por el movimiento, diría que era una nave de casco profundo, no una galera. Aunque ella dijo que era chalaza. —Frunció el ceño—. ¿Tú no lo sentiste?
—No estaba atenta —le contestó, despreocupadamente—. Así que una nave chalaza. Y grande. Hay muchas de esas. ¿Dónde?
—Se dirigía a Jamaillia.
—Oh, eso me es de mucha ayuda.
—Dirección sur. Sobrevuela el Pasaje Interior.
—Y cuando sobrevolemos la nave en la que está ella, tu intuición te lo dirá, ¿verdad? —prosiguió la dragona, escéptica—. ¿Y luego qué?
Reyn se quedó mirando las aguas que se agitaban por debajo de los dedos de sus pies.
—Y después, de alguna manera, me ayudarás a rescatarla. Y a llevarla de vuelta a casa.
La dragona gruñó, escéptica.
—Eso es una locura imposible de llevar a cabo. Solo conseguiremos perder el tiempo. Deberíamos dar la vuelta, Reyn.
—No. No sin Malta —respondió, inflexiblemente. Ante la expresión de rabia contenida de la dragona, le replicó—: Lo que tú esperas de mí es otra locura igual de inconcebible. Me pides que me introduzca en los pantanos de los Territorios Pluviales, que localice, Sa sabe donde, alguna ciudad hundida desde hace no sé cuántos años, y que, finalmente, encuentre alguna manera de rescatar a los cascarones de dragón que estén enterrados en sus entrañas.
—¿No me estarás diciendo ahora que no te sientes capaz de hacerlo? —la dragona se sentía ultrajada.
Reyn esbozó una sonrisa.
—No más de una tarea imposible a la vez. Tú primero.
—Mantendré mi palabra —prometió, aunque todavía estaba algo molesta.
Lamentó haberla ofendido. Así no iba a conseguir que diera lo mejor de sí misma.
—Sé que mantendrás tu palabra —le aseguró, antes de coger aire—. Nuestras almas entraron en contacto, Tintaglia. Tu corazón es demasiado noble como para deshacer esa promesa.
La dragona no contestó, pero Reyn sintió que se reblandecía. Ignoraba la razón por la cual era tan receptiva a los halagos, pero sabía que era un precio pequeño que podía permitirse pagar. Siguió transportándolo mientras sus alas batían a ritmo constante. Reyn, pegado al pecho de Tintaglia, pudo oír con qué intensidad trabajaba su corazón. La dragona lo había colocado en un lugar cálido. De repente, le entró confianza en sí mismo y en la dragona. Encontrarían a Malta, y la traerían de vuelta a casa. Se agarró con las dos manos a las uñas de Tintaglia, e ignoró el dolor que sentía en sus piernas colgantes.
***
A Malta le temblaban tanto las manos que le costaba ponerse bien la chaqueta. Un profundo grito de agonía resonó a través de la cubierta. Apretó los dientes e intentó pensar que iban ganando los chalazos. Acababa de descubrir que prefería lo malo conocido a lo bueno por conocer. Ajustó el cuello de la camisa del sátrapa con delicadeza. Ahí estaba. El excelentísimo sátrapa de toda Jamaillia, heredero del Trono de la Perla, ya estaba presentable. El sátrapa se miró en el pequeño espejo que le tendió Malta. Comenzó a alisarse el bigotillo, completamente indiferente a los ruidos de la batalla. Algo cayó pesadamente sobre el tramo de cubierta que estaba encima del techo de su cabina.
—Ya estoy listo para subir —anunció.
—No creo que sea una decisión muy acertada. Ahí arriba se está librando una batalla, ¿acaso no lo oyes? —Se dio cuenta de que había utilizado un tono demasiado agresivo.
—¡No soy un cobarde! —declaró.
No. Solo era un pobre idiota.
—¡No deberías exponer tu vida a ese peligro, excelentísimo! —le imploró—. Sé que no les das importancia a tu propia vida, pero piensa en Jamaillia, que quedaría tan huérfana y desorientada como una nave sin timón.
—No sabes lo que dices —le contestó el sátrapa, sin alterarse—. ¿Quién se atrevería a atacar físicamente al sátrapa de Jamaillia? Esos condenados piratas solo se atreven a disputarme el trono desde una posición segura. En cuanto me miren a los ojos, huirán despavoridos.
Se lo creía de verdod. Malta, que se había quedado atónita, guardó silencio mientras el sátrapa caminaba hacia la puerta. Cuando llegó a la altura de la puerta, el sátrapa se detuvo, y esperó a que Malta fuera a abrírsela. A lo mejor esa era la solución. Si no le abría la puerta, a lo mejor decidiría, sencillamente, quedarse en la habitación. Sin embargo, después de un largo instante de congelación, Cosgo frunció el ceño y anunció:
—Parece que lo tengo que hacer yo todo —y la abrió.
Malta se arrastró detrás de el, tan presa del pánico como de la fascinación.
Mientras subía por la escalerilla que llevaba a la cubierta, consideró que su salvación podía estar en la escotilla. Siempre costaba mucho levantarla y deslizarse por ella. Desgraciadamente, cuando el sátrapa llevaba apenas media escalerilla subida, la escotilla se abrió, y un rayo de sol penetró de lleno el agujero. Un hombre sin camisa los observó malévolamente. El tatuaje del cuervo con las alas abiertas que llevaba en su pecho estaba salpicado de sangre, que no parecía suya. También tenía tatuajes de esclavo esparcidos por su rostro y por un lateral de su cuello. De su cuchillo goteaba un líquido rojo. De repente, un brillo malicioso iluminó sus enormes ojos.
—¡Eh, capitán! ¡Venga a ver al par de mochuelos que he encontrado aquí abajo! —Luego ladró, a la atención del sátrapa y de Malta—: ¡Subid aquí, y rapidito!
Cuando el sátrapa emergió por la escotilla, el pirata lo agarró del brazo y lo arrastró hasta el suelo de la cubierta. El sátrapa lo maldijo y se debatió, pero el pirata lo ignoró por completo. Cuando le llegó el turno a Malta, la muchacha apretó los dientes y se negó a gritar. Se dedicó simplemente a clavar su mirada furiosa sobre el hombre mientras este la sacaba a la cubierta. Aterrizó sobre sus pies, junto al sátrapa. Malta se agachó, sin quitarle ojo al pirata, para agarrar al sátrapa del brazo y ayudarlo a incorporarse.
Alrededor de ellos, la cubierta era un caos. Tres invasores con cara de pocos amigos habían acorralado a un puñado de chalazos desarmados en una esquina. Otro se había caído del mástil, y se había partido las dos piernas. No se atrevieron a moverse. Un tercer grupo de piratas estaba bajando a la bodega a ver el botín que sacarían de esta nave. Malta oyó un ruido de salpicadura y se dio la vuelta justo a tiempo para ver como tiraban un cuerpo por la borda. Quizá fuera el del oficial.
—¡Moriréis por esto! ¡Moriréis! —pronosticaba el sátrapa, iracundo. Tenía las mejillas encendidas y el cabello alborotado. Los miraba con todo su odio—: ¿Dónde está el capitán? ¡Exijo ver al capitán!
—Estáte quieto, por favor —le imploró Malta, en un susurro.
Además de no escucharla, la empujó, como si su caída fuera culpa de la chica.
—¡Silencio! —le escupió a la cara—. Estúpida mujer. ¡No pienses que puedes decirme lo que tengo que hacer! —Sus ojos brillaban de enfado pero su tono de voz tembloroso lo traicionaba. Puso las manos sobre sus caderas—. Exijo que me traigan al capitán.
—¿Qué has encontrado, Rusk? —le preguntó un hombrecillo musculoso a su captor, con una sonrisa.
Unos cuantos mechones de cabello rizado, de color cobrizo, le sobresalían del pañuelo con el símbolo del cuervo que llevaba atado a la cabeza. Llevaba una espada en su brazo izquierdo. Levantó las chorreras de la camisa del sátrapa con la punta de su espada.
—Este mochuelo lleva unas ropas muy finas. Yo diría que es un comerciante rico, o que tiene sangre noble.
Cosgo se tomó esas palabras como una afrenta a su honor.
—¡Soy el excelentísimo sátrapa Cosgo, gobernador de Jamaillia, y heredero al Trono de la Perla! Y exijo ver al capitán.
Las esperanzas de Malta se desvanecieron por completo.
Una sonrisa iluminó el rostro pecoso del hombre.
—Ya estás hablando con el capitán. Con el capitán Rojo. —Se inclinó haciendo una reverencia ante él y añadió en tono meloso—: A su servicio, grandísimo sátrapa. Seguro...
El hombre que los había descubierto se rió tan fuerte que se atragantó.
El rostro de Cosgo se encendió de rabia.
—Me refiero al auténtico capitán. Al capitán Deiari.
La sonrisa del capitán Rojo se hizo más amplia. Se atrevió incluso a guiñarle un ojo a Malta.
—Lo siento muchísimo, excelentísimo sátrapa Cosgo. Ahora mismo, el capitán Deiari está alimentando a los peces. —Después de suspirar profundamente, le explicó a Malta—. Eso es lo que les ocurre a los hombres que no bajan la espada. O a los que me mienten. —Esperó.
Detrás de él, dos marineros cogieron al hombre que se había caído del mástil, y se lo llevaron. Malta se quedó mirando la escena con una mezcla de satisfacción y horror. El cuerpo sin vida del hombre iba dejando un reguero de sangre sobre la cubierta. Sus ojos inertes se cruzaron con los de ella, y sus labios se distendieron para esbozar una sonrisa triste mientras era arrastrado por la cubierta. Malta sintió que se quedaba sin respiración.
—Te digo que soy el excelentísimo sátrapa Cosgo, gobernador de toda Jamaillia.
El capitán pecoso extendió los brazos, espada todavía en mano, y sonrió.
—Por eso se han reunido aquí todos su leales subditos y tus honorables nobles, con el propósito de atender a tus necesidades en este maravilloso viaje hacia... ¿dónde? ¿Chalaza? ¿El sátrapa viaja de Chalaza a Jamaillia?
Cosgo volvió a sentirse ultrajado.
—Aunque no creo que sea de la incumbencia de un ladrón cortagargantas, te diré que estoy volviendo del Mitonar. Acudí allí a resolver una disputa entre viejos y nuevos mercaderes, pero fui secuestrado y arrastrado hasta los Territorios Pluviales. Los habitantes de los Territorios Pluviales, esa raza tan horriblemente deformada que siempre se cubre el rostro con un velo, me retuvo en el interior de una ciudad enterrada. Escapé de allí durante un terremoto, y tuve que navegar río abajo hasta que fui rescatado por un...
Mientras el sátrapa hablaba, el capitán no dejaba de mirar a sus hombres. Todos fingían el asombro y la admiración ante el relato del sátrapa. De repente, mientras sus hombres se reían a carcajadas, el capitán se adelantó un paso para colocar el filo de su espada en la garganta de Cosgo. Los ojos del sátrapa se le salieron de las órbitas, y se calló. Se quedó blanco.
—¡Déjalo ya, déjalo! —le suplicó burlonamente el capitán—. Mis hombres y yo tenemos trabajo. Deja de contarnos gestas y dinos la verdad. Cuanto antes nos digas tu nombre y la familia de la que vienes, antes recibiremos el rescate y te liberaremos. Porque quieres volver a tu casa, ¿verdad? ¿O acaso preferirías añadirte a mi tripulación?
Cosgo observó, furibundo, el círculo de captores que lo envolvía. Cuando se encontró finalmente con los ojos de Malta, comenzaron a brotarle las lágrimas.
—Déjalo en paz —dijo ella, en voz baja—. Es el auténtico sátrapa Cosgo, y te resultará mucho más útil como rehén si no está degollado.
El filo de la espada se alejó de la garganta del sátrapa y, un par de segundos después, apuntaba a los pechos de Malta, que se quedó paralizada de espanto. La espada aún estaba cubierta de sangre ajena. El capitán Rojo deslizó su filo por debajo del lazo que le sujetaba el corpino.
—Y tú, por supuesto, debes de ser la encantadora compañera de su corazón, también de vuelta hacia Jamaillia. —Le dio un repaso con la mirada, muy despacio.
El comentario burlón del capitán anuló todo el miedo que sentía Malta. Lo penetró con su mirada furiosa y le fue escupiendo su respuesta, palabra por palabra.
—No. Seas. Estúpido. —Levantó la barbilla—. Soy Malta Vestrit, hija de los mercaderes del Mitonar. Por muy extraña que suene su historia, es el verdadero excelentísimo sátrapa Cosgo. —Cogió aire—. Mátalo ahora, y en el futuro serás conocido como el capitán estúpido que dejó pasar la oportunidad de obtener el rescate de un sátrapa.
El capitán rugió de placer, y su tripulación se hizo eco de sus intenciones libidinosas. Malta sintió que se le encendían las mejillas, pero prefirió no moverse mientras la espada siguiera presionándole el pecho. El sátrapa murmuró, visiblemente irritado:
—No empeores las cosas, zorra.
—Capitán Rojo. Hemos tomado el control de la nave.
Las palabras vinieron de un marinero que era poco más que un chaval, y llevaba una chaqueta que le venía un par de tallas grande. Malta recordó habérsela visto al capitán Deiari. El botín del muchacho eran las ropas de un hombre muerto.
—Excelente, Oti. ¿Cuántos prisioneros hemos hecho?
—¿Contando con estos? Cinco.
—¿Estado de la nave?
—Lista para navegar, señor. Y cargada hasta los topes. Aquí dentro hay mercancías de mucha calidad.
—¿De veras? Maravilloso. ¿No os parece que un premio tan suculento como este se merece que volvamos al puerto? Una parada en Mentecacia nos vendrá estupendamente, ¿a que sí?
—Nos vendrá muy bien, señor —contestó el joven con entusiasmo.
Un murmullo de asentimiento se propagó por el resto de la tripulación.
El capitán miró a su alrededor.
—Comprueba las cubiertas inferiores. Consigue nombres, y averigua si sus familias pagarían un rescate por ellos. Lucharon bien. Si alguno de ellos manifiesta algún tipo de interés en hacerse pirata, haz que se presente ante mí. ¡Carn! Escoge a uno que te guste. Nos lo llevaremos a casa como premio.
Carn, el hombre que los había encontrado, sonrió ampliamente.
—Enseguida, señor. ¡Vosotros dos, vais a volver al lugar de donde vinisteis!
El capitán sacudió la cabeza.
—No. Estos dos no. Me los voy a llevar a la Multicolora conmigo. Aunque no sea el sátrapa de Jamaillia, apuesto a que conseguiremos un buen dinero por él. —Con un ligero movimiento de su espada, cortó el lazo que sujetaba el corpino de Malta. La muchacha agarró su vestido para evitar que se le cayera, mientras murmuraba su indignación. El capitán se limitó a sonreír—. En cuanto a la damisela, tendrá el honor de cenar con el capitán Estúpido, y así podrá contarle todos las historias que quiera. Acompáñala.