Capítulo 18
Lealtades

Kennit consideró el pergamino que tenía entre las manos. Antes de haber roto el sello, los pedazos de cera que estaban esparcidos sobre su mesa habían formado el símbolo de Malsano Faldín. El buen mercader había conseguido resignarse a la pérdida de su mujer y de una de sus hijas. Sus hijos varones y su nao habían salido indemnes de la caza de esclavos porque, en el momento del ataque, se encontraban fuera de la ciudad. Como Kennit le había predicho a Sorcor, Malsano Faldín había aceptado su enlace con Alisa. El mercader Durjan siempre había tenido buen ojo para adivinar dónde estaba el poder. Este mensaje urgente era su más reciente gesto de buena voluntad en su batalla por ganarse a Kennit. Por ese motivo, el pirata se mostraba suspicaz ante la lectura de esa misiva.

El contenido del mensaje había sido elaborado minuciosamente, cuidando cada palabra. Un buen tercio de la página estaba dedicado a los correspondientes saludos y buenos augurios para Kennit. Cómo le gustaba al pomposo mercader Durjan despilfarrar tiempo y tinta antes de desvelar las noticias que tenía para Kennit. A pesar de que su corazón latía a toda velocidad, Kennit se obligó a sí mismo a mantener el rostro impasible mientras releía el pergamino. Separó los hechos de las fiorituras que le añadía Faldín. Este había desconfiado de los extranjeros que habían llegado a Mentecacia, y había sido de los primeros en sospechar que su embarcación era una nao rediviva. Había conseguido que su hijo atrajera al capitán de la nao y a su compañera hasta su tienda, y les había contado historias para ver si ellos le contaban también alguna. Pero la verdad era que no había tenido mucho éxito.

Su huida repentina, en plena noche, había resultado tan extraña como su llegada, y las historias que contaron al día siguiente los hombres que habían desertado del barco habían confirmado sus sospechas. A bordo de esa nao se encontraba una tal Althea Vestrit, que afirmaba ser la propietaria de la Vivacia. La tripulación de la nao rediviva estaba constituida por una curiosa mezcla de hombres y mujeres, y su capitán era un tal Brashen, que había servido a bordo del Víspera de Primavera, y era nacido y criado en el Mitonar. Si uno podía fiarse de los desertores, la verdadera misión de la nao habría consistido en recuperar a la Vivacia. La embarcación en la que habían llegado era una nao rediviva con un mascarón de proa en bastante mal estado de nombre Paragon.

Las letras de aquel nombre parecían danzar ante sus ojos. Le resultó difícil concentrarse en la parte siguiente del mensaje, en la que el mercader había hecho toda una recopilación de los rumores confirmados y sin confirmar que corrían por Jamaillia, como aquel que decía que la ciudad estaba preparando una flota para navegar hacia el norte y castigar al Mitonar por haber secuestrado al sátrapa y destruido sus muelles de aduanas. Faldín opinaba, a este respecto, que los nobles de Jamaillia llevaban mucho tiempo buscándose una excusa para saquear el Mitonar. Y que habían terminado por encontrarla.

Kennit pestañó varias veces. No lograba creerse del todo esa historia. ¿El sátrapa había abandonado Jamaillia, se había marchado al Mitonar, y había sido secuestrado allí? Toda la trama parecía rocambolesca. Estaba claro que el meollo del asunto residía en el hecho de que Jamaillia se estaba preparando para las represalias. Sería conveniente evitar a los navios de guerra que atravesaran el Pasaje Interior en dirección al Mitonar. A su vuelta, en cambio, cuando estuvieran cargados de tesoros robados, serían unas víctimas muy suculentas. Gracias a sus serpientes, no le costaría apenas esfuerzo abordar esas naves.

La misiva concluía con otra tanda de cumplidos y buenos deseos, así como con una serie de comentarios poco sutiles cuyo propósito era recordarle a Kennit que debía estarle agradecido a Malsano Faldín por enviarle esas noticias. El mercader había cerrado su mensaje con una elaborada firma a dos colores, seguida de un post scriptum en el que le relataba, exultante, lo bien que estaba evolucionando el embarazo de Alisa.

Kennit depositó el pergamino encantado sobre su mesa, y dejó que se enrollara solo. Sorcor y los demás se habían reunido en el interior de la cabina de Kennit, a la espera de recibir las noticias. El mensajero había seguido las órdenes de Faldín, que deseaba que la misiva le fuera entregada a Sorcor, y que este se la llevara de inmediato al capitán Kennit. Lo más probable era que lo hubiera hecho para que Sorcor pudiera admirar la inteligencia y lealtad de su suegro.

¿O acaso había algo más? ¿Sería posible que Sorcor o Malsano Faldín sospecharan de la importancia que esas noticias podían llegar a tener para Kennit? ¿Habría llegado algún otro mensaje, a la atención exclusiva de Sorcor, en el que Faldín le hubiera pedido a su yerno que observara las reacciones de su capitán? Durante unos pocos segundos, la duda y la sospecha se apoderaron de Kennit, pero solo durante unos pocos segundos. Sorcor no sabía leer. Si Faldín había deseado involucrar a su yerno en un complot contra Kennit, se había equivocado de intermediario.

La primera vez que Kennit había leído el nombre de la nao rediviva y su descripción, el corazón le había dado un vuelco. Había tenido que esforzarse por seguir respirando con normalidad, y por mantener la calma. Una segunda lectura de la página, más exhaustiva, le había permitido recomponerse. Las preguntas se agolpaban en su cabeza. ¿Sospechaba Faldín de la conexión que existía? Y si lo hacía, ¿cómo la había averiguado? No aludía a ello en ningún momento, a menos que la parte en la que contaba lo que habían dicho los marineros que habían saltado del Paragon fuera una invención suya. ¿Qué sabían esos marineros, y qué habrían contado? ¿Lo sabía esa tal Althea Vestrit y, si así era, tenía intención de utilizar al Paragon como algún tipo de arma dirigida en su contra? Si era algo que se sabía, ¿cuánta gente lo sabía? ¿Podía solucionarse matando a un puñado de hombres y hundiendo otra nave?

¿Estaba condenado a que su pasado lo persiguiera para siempre?

Durante un instante de locura, Kennit se ofreció a sí mismo la posibilidad de huir. No tenía por qué volver a Mentecacia. Poseía una nao rediviva, y tenía una flota de serpientes a su disposición. Podía dejarlo todo e ir adonde quisiera, a cualquier lugar en el que hubiese agua, a probar suerte allí. Estaba claro que tendría que volver a empezar, y forjarse una nueva reputación, pero las serpientes se encargarían de acelerar el proceso. Levantó la vista un momento para estudiar a los tripulantes que estaban agolpados en su cabina. Desgraciadamente, todos tendrían que morir. Incluso Wintrow, pensó, con amargura. Tendría que deshacerse de toda su tripulación, y encontrar algún modo de reemplazarla. Y, aun así, la nao sabría quién habría sido...

—¿Capitán? —aventuró Sorcor, en un tono amable.

Salió de su ensimismamiento. Aquello no era factible. Era mucho más realista volver a Mentecacia a limpiar la ciudad de todo individuo sospechoso, y seguir como hasta ahora. También habría que ocuparse de la nao, pero ya había tratado antes con el Paragon. Solo tendría que volver a hacerlo. No obstante, aparcó a un lado ese pensamiento. Aún no se sentía capaz de enfrentarse a él.

—¿Malas noticias, capitán? —se atrevió a preguntar Sorcor.

Kennit forzó una falsa sonrisa. Les expondría las noticias y observaría sus reacciones.

—Las noticias son solo noticias, capitán Sorcor. El que las recibe es quien decide si son buenas o malas. Yo diría que estas noticias son... interesantes. Estoy seguro de que todos nos alegramos de saber que el embarazo de Alisa va de maravilla. Malsano Faldín también me cuenta que una extraña nave ha visitado Mentecacia, y ha manifestado un deseo expreso por unirse a nuestra cruzada contra la trata de esclavos. No obstante, nuestro buen amigo Faldín duda de su sinceridad. La nave llegó misteriosamente, en plena noche, y se fue a la noche siguiente. —Le echó otra ojeada distraída al pergamino—. Y existe el rumor de que la ciudad de Jamaillia está reuniendo una flota para saquear el Mitonar, como represalia por algún tipo de afrenta cometida contra el sátrapa.

Kennit se recostó informalmente contra el respaldo de su silla para tener una perspectiva más amplia de los rostros a los que se había propuesto estudiar. Etta estaba entre los presentes, junto con Wintrow. Últimamente, el muchacho andaba siempre en compañía de la mujer, pensó. Sorcor, cuyo rostro cubierto de cicatrices expresaba lealtad y devoción hacia Kennit, y orgullo por la fecundidad de su mujer, estaba situado al lado de Jola, el actual primer oficial de Kennit.

Todos iban elegantemente ataviados con los productos de sus más recientes expediciones de piratería. Incluso Wintrow, influenciado por Etta, se había puesto una camisa de seda azul sobre la que la propia Etta había bordado unos cuervos. El leal Sorcor llevaba ahora esmeraldas colgando de sus orejas y un cinturón de piel con hebilla de plata del que colgaban dos espadas iguales. La calidad de las telas que Etta llevaba solo podía ser igualada por el corte y la confección del traje para el que habían servido. En la bodega, tenían más tesoros almacenados: medicinas difíciles de encontrar, perfumes exóticos, piezas de oro y plata estampadas con los rostros de los diferentes sátrapas, joyas deslumbrantes, fabulosas pieles y magníficos tapices. Las riquezas que contenía la bodega ya eran casi tan cuantiosas como la suma de sus ganancias del año anterior.

Últimamente, la caza había resultado provechosa; la piratería nunca les había resultado tan fácil. Gracias a su flotilla de serpientes, no necesitaba hacer nada más que señalar a una presa jugosa. Rayo y él seleccionaban a sus víctimas, y la nao enviaba a las serpientes a por ellas. Después de una hora o dos de hostigamiento, las naves se rendían. Habían empezado por acercarse a las naves agotadas y pedirles que les entregaran todos sus bienes. Las tripulaciones siempre habían obedecido y se habían mostrado sumisas. Sin sacar una sola espada, Kennit desplumaba entonces a las embarcaciones y las dejaba marchar, no sin recordarles antes que esas aguas pertenecían ahora a la provincia del rey Kennit, de las islas Piratas. Les sugería que hablaran con sus gobernadores, para ver si estaban interesados en establecer un sistema de generosas aduanas a la entrada de su territorio. Si lo estaban, a lo mejor se acercaría a negociar con ellos.

En cuanto a las dos últimas naves con las que se habían cruzado, les había ordenado a las serpientes que las saquearan por él. La Vivacia había echado el ancla mientras las serpientes habían arreado a sus víctimas por él. El último capitán se había rendido de rodillas ante los ojos de Kennit, pero este lo había observado cómodamente sentado desde la cubierta superior de la Vivacia. El capitán cautivo disimulaba muy mal el pánico que sentía hacia Rayo, y ella se deleitaba con eso. Después de que Kennit hubiera hecho su selección a partir de los consejos de Rayo, la tripulación capturada debía transportar las mercancías de su nave hasta la bodega de la Vivacia. Kennit solo debía preocuparse por evitar que sus tripulantes se aburrieran o se mostraran demasiado contentos de sí mismos. De vez en cuando planeaba el abordaje de una galera, para saciar la sed de sangre de su tripulación, y para aumentar la lealtad de las serpientes ofreciéndoles alimento.

El mensaje de Faldín había llegado en un barco pequeño pero rápido, de nombre Duenderíllo. Aun cuando Jola había reconocido la embarcación y había agitado la bandera del cuervo, ni Kennit ni Rayo habían podido resistirse a hacer una exhibición de su poder. Habían tenido que enviar a las serpientes a rodear el barquito para escoltarlo hasta Kennit. El capitán de la embarcación se había deshecho en saludos, pero ninguna de sus bravuconadas había podido eliminar el temblor de su voz. Al llegar a la cubierta de la Vivacia, después de haber hecho el último tramo del viaje rodeado de resplandecientes seres escamados, el mensajero había palidecido y enmudecido.

Kennit se había hecho con la misiva y había enviado al mensajero a buscarse una «bien merecida ración de brandi». Cuando volvieran a Mentecacia, cada uno de los hombres del Duenderíllo propagaría rumores acerca de los nuevos aliados de Kennit. Sería bueno para impresionar a sus enemigos. Y todavía mejor para recordarles su poder a sus amigos. Kennit exploró todas las posibilidades que podían salirle de allí mientras inspeccionaba, uno a uno, los rostros que tenía a su alrededor.

Sorcor frunció el ceño en un esfuerzo por ordenar sus pensamientos.

—¿Conocía Faldín al capitán? Debería. Conocía a casi todo el maldito pueblo de Mentecacia, y solo un hombre experimentado habría sido capaz de hacerle cruzar el cenagal a su nave, incluso a plena luz del día.

—Sí que lo conocía —le confirmó Kennit, de buena gana—. Un tal Brashen Trell, del Mitonar. Creo que la temporada pasada vino a Mentecacia con el viejo Finney para hacer negocios, a bordo del Víspera de Primavera. —Kennit volvió a fingir otra ojeada a la misiva—. A lo mejor ese Brashen Trell es un navegante extraordinario con una excelente memoria, pero Faldín sospecha que la clave no está en el hombre sino en la nave. Una nao rediviva. Con el rostro desfigurado. De nombre, Paragon.

Wintrow se había delatado. Se le habían subido los colores en cuanto había oído el nombre de Trell. Y ahora estaba sudando sin querer soltar prenda. Interesante. Era imposible que el muchacho estuviese compinchado con Faldín, porque no había tenido suficiente tiempo libre en Mentecacia. Así que debía de tratarse de otra cosa. Dejó que su mirada se encontrara con la del chico, como por accidente. Esbozó una sonrisa, y esperó.

Wintrow parecía sobrecogido. Por dos veces, separó los labios y los volvió a juntar antes de aclararse ligeramente la garganta.

—¿Señor? —aventuró, en un susurro.

—¿Wintrow? —Kennit pronunció su nombre con una punta de calidez en su voz.

Wintrow se cruzó de brazos. ¿Qué secreto, se preguntaba Kennit, buscaba esconder el muchacho? Cuando Wintrow volvió a tomar la palabra, lo hizo con un hilillo de voz.

—Deberías hacer caso de la advertencia de Faldín. Brashen Trell fue el primer oficial de mi abuelo, Ephron Vestrit. A lo mejor es verdad que quiere unirse a ti, pero lo dudo. Sirvió a bordo de la Vivacia durante años, y puede que siga sintiendo una gran lealtad por los Vestrit. Por mi familia.

Al pronunciar esas últimas palabras, el muchacho se agarró los brazos con más fuerza. Así que era eso. Wintrow se había decantado por su lealtad hacia Kennit, pero no sin sentir que estaba traicionando a su familia. Interesante. Casi emotivo. Kennit se puso a dar golpecitos con los dedos sobre la mesa que tenía delante.

—Ya veo.

Al oír mentar al viejo capitán, la nao se había estremecido levemente. Eso era aún más interesante que la lealtad dividida de Wintrow. Rayo afirmaba que no le quedaba nada de la antigua Vivacia. ¿Por qué vibraba entonces al oír el nombre del capitán Vestrit?

Se había hecho el silencio. Wintrow miraba fijamente el borde de la mesa. Tenía el rostro muy quieto, y la mandíbula cerrada. Kennit meditó, antes de desvelar el resto de su información. Suspiró levemente, como con resignación.

—Ah. Esto explicaría la presencia de Althea Vestrit entre la tripulación. Los desertores del Paragon dijeron que tenía la intención de arrebatarme a la Vivacia.

La nao se estremeció por segunda vez. Wintrow palideció, y se quedó helado.

—Althea Vestrit es mi tía —dijo, con un hilo de voz—. Estaba muy unida a la nao, incluso antes de que despertara. Contaba con heredar la Vivacia. —El chico tragó saliva—. Kennit, la conozco. No muy bien, ni en todos los aspectos, pero sé que en lo que se refiere a la nao, no cambiará de parecer. Hará todo lo que esté en su mano por recuperar a la Vivacia. Estoy tan seguro de eso como de que el sol sale por el Este.

Kennit esbozó una sonrisa.

—¿Será capaz de atravesar un muro de serpientes? Además, si sobrevive a eso, descubrirá que la Vivacia ya no es lo que fue. No creo que deba preocuparme.

—Ya no es lo que fue —repitió Wintrow, en un susurro. Su mirada se perdió en la lejanía—. ¿Lo es acaso alguno de nosotros? —preguntó, y hundió la cabeza entre sus manos.

***

Malta no soportaba los barcos. Odiaba sus olores, sus movimientos, la comida atroz que servían a bordo, la grosería de los hombres y, por encima de todo, odiaba al sátrapa. No, se corrigió a sí misma. Lo que más odiaba era no poder demostrarle lo mucho que lo aborrecía y lo despreciaba.

La nave nodriza los había recogido hacía ya algunos días. Con las prisas, el cuerpo de Kekki había sido abandonado en la galera, que se hundía cada vez más rápido. Cuando Malta y los demás habían sido rescatados a bordo de la nave nodriza, sus salvadores los habían abucheado y habían apuntado a la penosa embarcación de la que provenían. Malta sospechaba que el capitán había perdido gran parte de su estatus al tener que abandonar su nave, lo que incluía también la pérdida de derechos sobre sus «huéspedes», dado que no habían vuelto a ver al hombre desde que habían subido a bordo.

El camarote que compartía ahora con el sátrapa era mayor que el anterior, con auténticas paredes de madera y una puerta con pestillo. La habitación era más cálida y menos húmeda que la cabina improvisada que habían instalado los otros chalazos en la cubierta de su galera, pero ambas eran igual de sobrias. No había ventana. Y no ofrecía mucho más que lo absolutamente necesario. Alguien venía a traerles la comida y a retirar después la vajilla sucia. Cada dos días, un chico venía a llevarse el cubo en el que hacían sus necesidades. El ambiente era recargado y pestilente; la única lámpara que colgaba de una viga del techo no dejaba de soltar humo, lo que contribuía también a cargar la atmósfera de la cabina.

Junto a la pared había una pequeña mesa plegable, y un camastro estrecho con un colchón aplastado y un par de sábanas. El sátrapa comía sentado sobre el camastro; Malta, en cambio, se quedaba de píe. El cubo en el que defecaban, cubierto por una tapa para evitar que se derramara su contenido, estaba metido bajo el camastro. Eso era todo. Como Malta se negaba a compartir el camastro con el sátrapa, tenía que dormir en el suelo. A veces, cuando Cosgo se dormía, conseguía birlarle una de sus sábanas.

Cuando el sátrapa y ella habían sido conducidos por primera vez a su habitación, una vez que se habían quedado solos, Cosgo se había quedado mirando a su alrededor mientras se mordía los labios con rabia contenida. Después, le había preguntado:

—¿Esto es todo lo que has podido conseguirnos?

En aquel momento, Malta todavía se encontraba en estado de shock. Después de estar a punto de ser violada, de la muerte de Kekki, y del cambio repentino de embarcación, se había quedado algo desorientada.

—¿Lo que he podido hacer por nosotros? —preguntó, estúpidamente.

—¡Vete ahora mismo a decirles que esto es intolerable!

De repente, a Malta le salió todo su carácter. Se odió a sí misma por no poder contener las lágrimas que brotaron de sus ojos y resbalaron por sus mejillas, mientras le preguntaba al sátrapa:

—¿Y cómo pretendes que lo haga? No hablo chalazo y, aunque lo hablara, no sabría a quién acudir para quejarme. Y ninguno de esos bestias me escucharía tampoco. En caso de que no lo hayas notado, los chalazos no respetan precisamente a las mujeres.

Cosgo le dedicó una mueca cargada de desdén.

—No tienen respeto por las mujeres como tú. Si Kekki estuviera aquí, sabría cómo mejorar las cosas. Tendrías que haberte muerto tú. ¡Kekki sabía manejar estas situaciones!

El sátrapa había ido hacia la puerta, y la había abierto de un empujón. Desde el marco, había pedido a gritos que un grumete se presentara ante él. Cuando llegó, se puso a darle órdenes en chalazo. La mirada del grumete había ido del sátrapa a Malta, y de Malta al sátrapa. Era obvio que se había sentido desconcertado. Al final, se había inclinado ligeramente, y había desaparecido.

—¡Si no vuelve, será por tu culpa! —le había escupido el sátrapa, mientras daba un portazo.

Se había colocado dentro de las sábanas, y la había ignorado. Malta se había sentado en una esquina, toda enfurruñada. El grumete no había vuelto.

Esa esquina había pasado a ser su parte de la habitación. Ahora se encontraba allí sentada, con la espalda apoyada contra la pared, contemplando sus pies mugrientos. Ansiaba poder salir a cubierta para respirar el aire limpio y puro, para ver el cielo y, por encima de todo, para saber hacia dónde estaban navegando. La galera los había estado llevando en dirección norte, hacia Chalaza. El navio chalazo que los había rescatado, en cambio, estaba navegando hacia el sur. Pero Malta ignoraba si había continuado con la ruta que tenía programada de antemano, o si había puesto rumbo a Chalaza. Estar confinada en aquella cabina, y sin tener ni idea de cuándo terminaría su viaje, le parecía otra tortura. Se pasaba los días en un estado de inactividad tediosa y forzada.

Tampoco conseguía sacarle ninguna información al sátrapa. El balanceo de la nave de casco redondo lo ponía enfermo. Cuando no estaba vomitando, se quejaba de que tenía hambre o sed. Y cuando le traían comida y bebida, se lo zampaba todo de inmediato, sabiendo que lo devolvería todo unas horas más tarde. Cada una de sus comidas venía acompañada de una pequeña cantidad de tabaco de mala calidad. El sátrapa enturbiaba el aire de la cabina hasta que Malta se mareaba con el olor. Lo peor era que no paraba de quejarse de la mala calidad de la hierba, que le dejaba la garganta irritada y la cabeza dolorida. Malta le había recomendado que tomara un poco el aire, pero había sido en vano; lo único que quería era tumbarse en la cama y quejarse, o pedirle que le masajeara los pies o el cuello.

Mientras el sátrapa decidiera seguir confinado en su camarote, Malta estaría enjaulada con él. No se atrevía a aventurarse sola en el exterior.

Se frotó los ojos, irritados por el humo de la lámpara. Ya les había sido retirado el almuerzo. Las horas que la separaban ahora de la cena le parecían interminables. Desoyendo sus consejos, el sátrapa había vuelto a colocarse. Estaba fumando en una pequeña pipa negra. La separó de sus labios, la miró con desprecio, y volvió a metérsela en la boca. La mueca de insatisfacción que Malta veía en su rostro no podía significar nada bueno para ella. Cosgo, que estaba tumbado en el camastro, volvió a darse la vuelta, y eructó con fuerza.

—Un paseo por la cubierta podría ayudarte a digerir —le sugirió Malta tranquilamente.

—Oh, cállate. Se me revuelve el estómago solo de pensar en andar. —De repente, se quitó la pipa de la boca, y se la tiró.

Sin esperar siquiera a ver la reacción de Malta, se volvió de cara a la pared, dando así por terminada la conversación.

Malta apoyó la cabeza contra la pared. La pipa no la había alcanzado, pero sí que le había exaltado los nervios. Intentó pensar en algo que hacer. Las lágrimas amenazaban de nuevo. No lloraría. Se recordó a sí misma que descendía de un pueblo fuerte y determinado: era la hija de un mercader del Mitonar. ¿Qué habría hecho su abuela en su lugar? ¿Y Althea? Eran mujeres fuertes e inteligentes. Habrían sabido encontrar una salida.

Malta se dio cuenta de que estaba tocándose la cicatriz con los dedos, y se retiró la mano de la frente. La herida se había vuelto a cerrar, pero la carne nueva tenía una textura cartilaginosa bastante desagradable. La protuberante cicatriz se hundía todo un dedo de largo en su cabellera. Malta se preguntaba qué aspecto tendría mientras se tragaba sus lágrimas.

Colocó las rodillas a la altura de su pecho y las rodeó con sus brazos. Cerró los ojos y se durmió. Tuvo sueños horribles sobre las cosas que se negaba a afrontar durante el día. Soñó que Selden estaba enterrado en la ciudad, y que su madre y su abuela la acusaban de haberlo llevado a la muerte. Soñó con Delo, huyendo horrorizado después de ver el rostro desfigurado de Malta. Soñó con su padre, dándole la espalda a su monstruosa hija. Pero los peores sueños eran aquellos en los que aparecía Reyn. Siempre se veía bailando con él una música lenta, a la luz de las antorchas. De repente, se le rompían los zapatos, y sus pies roñosos quedaban al descubierto. Luego, su vestido se quedaba hecho jirones. Y, finalmente, cuando empezaban a caérsele mechones enteros de cabello y su cicatriz rezumaba un fluido asqueroso por su cara, Reyn la empujaba para apartarla de su lado. Malta caía violentamente contra el suelo, todos los asistentes la rodeaban y la señalaban con el dedo. «Un momento de belleza, y marchita para siempre», se burlaban.

Unas pocas noches atrás, había soñado algo diferente. Le había parecido muy real, como si estuviera compartiendo visiones en la caja de sueños. Reyn había estirado los brazos para cogerle de las manos.

—¡Coge mis manos, Malta! —le había implorado—. Ayúdame a llegar hasta ti.

Pero ella, dentro del sueño, había sabido que todo esfuerzo era inútil. Había colocado sus manos detrás de su cuerpo, y se había escondido de él, avergonzada.

Más le valía no volver a tocarlo jamás, así no tendría que arriesgarse a darle lástima o asco. Se había despertado en llanto, mientras la dulzura de su voz se le seguía clavando como una puñalada. Ese sueño había sido el peor de todos.

Cuando pensaba en Reyn, le dolía el corazón. Se rozaba los labios, recordando los besos robados, y la barrera sedosa que formaba el velo entre sus dos bocas. Cada uno de los buenos momentos que recordaba junto a Reyn estaba rodeado de un mar de arrepentimiento. Demasiado tarde, se dijo a sí misma. Siempre sería demasiado tarde.

Suspiró, levantó la cabeza, y abrió los ojos. Ahí seguía, a bordo de una nave perdida de la mano de Sa, vestida con harapos, desfigurada, despojada de sus derechos y de su estatus de hija de mercader, y en compañía de un insufrible mojigato. Estaba claro que no podía confiar en que él moviera un dedo para mejorar sus circunstancias. A lo único a lo que se dedicaba era a estar tumbado sobre su camastro mientras se quejaba de que esas no eran maneras de tratar al sátrapa de Jamaillia. Estaba claro que aún no se había dado cuenta de que, ahora, no eran más que prisioneros de los chalazos.

Intentó mirar a Cosgo de manera imparcial. Había perdido peso, y estaba más pálido. Ahora que pensaba en ello, ni siquiera se había quejado mucho durante los dos últimos días. Y tampoco se había preocupado por acicalarse. Al principio, cuando habían subido a bordo, había intentado mantener un aspecto cuidado, Corno no tenía peines ni cepillos, le había pedido a Malta que le arreglara sus cabellos revueltos con los dedos. Ella había accedido, pero apenas había podido evitar su repulsa. Estaba claro que a Cosgo le había gustado la experiencia, porque había llevado su cuerpo hacia el de ella, que estaba sentada al borde de la cama. En un intento grotesco por seducirla, el sátrapa le había dicho, burlonamente, que así podría alardear ante otros acerca de cómo había atendido al sátrapa durante aquel periodo de privaciones. Pero luego, él les contaría a todos su estrepitoso fallo como sirvienta y como mujer. A menos que... Y en ese momento le había agarrado la muñeca y le había guiado la mano hacia donde ella no quería ir.

Pero todo eso había pasado antes de que empezara a marearse. Desde que había enfermado, se había movido cada día menos. De repente, le vino a la mente algo terrible. Si él se moría, ¿qué sería de ella? Recordó vagamente algo que Kekki le había dicho cuando estaban en la galera... Frunció el ceño, y aquellas palabras volvieron a aflorar en su mente. «Su estatus nos protegerá, si nosotros lo protegemos a él.» De repente, se puso a observar al sátrapa. Si quería sobrevivir a bordo de aquella nave, no le servía de nada ser una mercader del Mitonar. Lo que tenía que hacer era comportarse como una mujer chalaza.

Malta fue hasta el camastro y se inclinó sobre el sátrapa. Tenía los párpados cerrados y oscuros, y se agarraba débilmente a las sábanas con sus delgadas manos. Por mucho que lo odiara, se dio cuenta de que, en ese instante, lo que sentía era lástima por él. ¿Cómo se le había ocurrido pensar que él podría hacer algo por los dos? Si había alguien que podía mejorar su situación, esa era ella. Eso era lo que esperaba el sátrapa, que sus compañeras cuidaran de sus necesidades. Y eso era lo que esperaban también los chalazos. Se había estado escondiendo en la habitación cuando lo más apropiado habría sido reclamar un buen trato para su hombre. Los chalazos no respetarían a un hombre cuya propia mujer dudaba de su poder. El sátrapa tenía razón. Había sido ella, no él, quien los había condenado a recibir un trato tan miserable. Ahora, solo le cabía esperar que no fuera demasiado tarde para salvar el estatus de Cosgo.

A pesar de sus murmullos de protesta, lo destapó. Posó su mano sobre la frente del sátrapa y en el interior de su axila, como le había visto hacer a su madre cuando Selden estaba enfermo, pero no encontró fiebre ni secreciones raras. Con mucha dulzura, le fue dando golpecitos en la mejilla hasta que abrió los ojos. Los tenía amarillentos, y le apestaba el aliento.

—Déjame en paz —gruñó, mientras intentaba agarrar las sábanas.

—Si lo hago, me temo que morirás, ilustrísimo. —Intentó adoptar el tono que Kekki solía utilizar con él—. No tengo palabras para describir el dolor que me causa verte en este estado. Ahora mismo voy a hablar con el capitán para exigirle una explicación.

Se sentía aterrada solo de pensar en afrontar el exterior, pero también sabía que era su única opción. Ensayó en su cabeza el discurso que esperaba ser capaz de pronunciar delante del hombre. Debería avergonzarse del trato que le está dando al sátrapa. Se merece la deshonra y la muerte.

El sátrapa se había quedado boquiabierto. De repente, parpadeó, y sus ojos empezaron a lanzar chispas de indignación. Perfecto. Si jugaba bien sus cartas, él tendría que corresponderle con la misma arrogancia. Cogió aire.

—¡Tendrían que poder ofrecerte algo mejor, incluso en esta porquería de barco! ¿O es que el camarote del capitán es tan incómodo y austero como este. Lo dudo. ¿Acaso come filetes correosos, y fuma tabaco malo? Nada más subir a bordo, debería haberte ofrecido su mejor bálsamo. Día tras día, has estado esperando pacientemente a que te trataran como te mereces. Si la cólera de toda Jamaillia se abatiera ahora sobre ellos, solo podrían culparse a sí mismos. Has tenido tanta paciencia como el propio Sa. Ahora, no me queda más remedio que exigirles que arreglen este desastre. —Se cruzó de brazos—. ¿Cómo se dice «capitán» en chalazo?

El sátrapa estaba anonadado. Cogió aire.

—Leu-fay

—Leu-fay —repitió ella.

Marcó una pausa, y se puso a observar al sátrapa desde más cerca. De sus ojos brotaban lágrimas de autocompasión, o de conmoción. Lo cubrió con las sábanas, y lo arropó como si fuera Selden. Una extraña sensación de determinación acababa de apoderarse de ella.

—Su eminencia tiene que descansar. Mientras tanto, yo voy a encargarme de que su eminencia sea tratada como se merece el sátrapa de Jamaillia, o a morir en el intento. —Se temía que eso último resultara demasiado cierto.

Cuando sus párpados volvieron a cerrarse, Malta se levantó y se puso manos a la obra. No se había cambiado de vestido desde la noche en la que había abandonado Casárbol. Una vez, cuando estaban en la galera, había intentado lavarlo. Estaba todo raspado y manchado por el uso continuado que había hecho de él. Se lo quitó y, con ayuda de sus dedos y de sus dientes, arrancó todos los colgajos. Lo sacudió bien, y lo limpió todo lo que pudo antes de volver a ponérselo. Ahora le quedaba por encima de las rodillas, pero no podía hacer nada para remediarlo. Anudó las tiras arrancadas, y peinó el cabello lo mejor que pudo, y lo envolvió dentro del pedazo de tela. Tenía la esperanza de parecer mayor si llevaba el pelo cubierto. Además, así podría esconder la mayor parte de su cicatriz. Quedaba algo de agua en la jarra que les habían traído con el almuerzo. Humedeció un trozo de tela en ella y lo utilizó para limpiarse la cara y las extremidades.

Al recordar todo el cuidado que había puesto en prepararse para el baile de presentación, y cuánto le había costado elegir un vestido y unos zapatos, sonrió amargamente. «Buen porte y saber estar», le había aconsejado Rache. «Haz gala de tu belleza, y todo el mundo te admirará.» En aquel momento, no se había creído las palabras de la mujer. Ahora, en cambio, eran su única esperanza.

Cuando se hubo acicalado lo mejor que pudo, se ocupó de controlar sus nervios. Espalda recta, cabeza alta. Imagina que llevas zapatitos brocados, anillos en los dedos, y una corona de flores en la cabeza. Lanzó una mirada determinada hacia la puerta, y le exigió:

—¡Leu-fay!

Inspiró profundamente, una vez, y otra. Cuando cogió aire por lercera vez, se resolvió a caminar hacia la puerta. Descorrió el pestillo, y salió de la habitación.

Se aventuró por un largo pasillo que solo estaba iluminado por una lámpara que se encontraba en la otra punta. Aquella penumbra le impedía concentrarse todo lo que debía en su pose. Además, tenía que ir sorteando objetos. La variedad de mercancías que iba distinguiendo le pareció sospechosa. Normalmente, los navios mercantes no transportaban un espectro tan amplio de bienes, y tampoco los dejaban tan desperdigados. Una de dos, o eran piratas, o eran invasores, se dijo a sí misma, a menos que se hicieran llamar de otra manera. Malta se preguntó si considerarían que el sátrapa no era más que otra mercancía que venderían al mejor postor. Faltó poco para que ese pensamiento la devolviera a su habitación. Pero enseguida se dijo a sí misma que, aun así, su deber era exigir que le dieran un buen trato. Era evidente que obtendrían un mayor precio por Cosgo si lo mantenían en las mejores condiciones posibles.

Subió un par de escalones, y se encontró en una habitación llena de hombres que apestaba a humo y a sudor. Algunos de ellos dormían en las hamacas oscilantes. En una esquina, otro hombre estaba remendándose los pantalones. Otros tres se habían sentado alrededor de un una caja, e iban moviendo fichas encima del tablero de un juego de mesa. Cuando la muchacha entró, todos se dieron la vuelta para mirarla. Uno de ellos, un chico rubio que debía de tener su misma edad, se atrevió a sonreírle. Llevaba la mugrienta camisa de cuadros medio desabrochada. Malta levantó la barbilla y volvió a acordarse de los anillos brillantes y de la corona de flores. No le devolvió la sonrisa, pero tampoco evitó su mirada. En lugar de eso, se esforzó por adoptar la misma expresión de desaprobación que utilizaba su madre con las criadas perezosas.

—Leu-fay.

—¿Leufay?—repitió un hombre de edad avanzada de los que estaban sentados alrededor de la caja.

Levantó mucho las cejas, como si no pudiera dar crédito a lo que acababa de oír. Los demás hombres se rieron.

Malta no alteró la expresión de su rostro. Solo aumentó la frialdad de sus ojos.

—¡Leu-fay! —insistió.

Después de encogerse de hombros y suspirar, el hombre rubio se levantó. Cuando vio que avanzaba hacia ella, Malta tuvo que hacer esfuerzos para no salir huyendo. Levantó la vista para mirarlo a los ojos. Le estaba costando mantener su pose. Cuando el hombre quiso cogerle el brazo, Malta le apartó la mano con un gesto desdeñoso. Puso cara de indignación, y dos dedos sobre su pecho, antes de afirmar, fríamente, sin preocuparse de si el hombre entendería o no sus palabras:

—Son del sátrapa. Y ahora, ¡leu-fay!

El rubio miró hacia sus compañeros mientras se encogía de hombros, pero no intentó volver a tocarla. Parecía haberse resignado. Con un gesto de la mano, Malta le indicó que caminara por delante de ella. Pensó que no sería capaz de soportar la presencia de un hombre a sus espaldas.

La guió a grandes pasos por la nave. Unas escalerillas los condujeron, a través de una escotilla, hasta una cubierta ventosa. Sus sentidos se dejaron envolver por el aire fresco, el olor del agua salada y la puesta de sol detrás de un banco de nubes rosadas. Se le disparó el corazón. Hacia el sur. La nave los estaba llevando hacia el sur, hacia Jamaillia, no hacia el norte, en donde se encontraba Chalaza. ¿Habría alguna posibilidad de que una nave del Mitonar los avistara e intentara detenerlos? Redujo el ritmo de sus pasos, esperando divisar algún trozo de tierra, pero no se veía más que el mar cubierto de nubes en el horizonte. Ni siquiera podía adivinar dónde se encontraban. Volvió a acelerar su marcha para alcanzar a su guía.

La llevó hasta un hombre alto y musculoso que estaba supervisando el trabajo de un grupo de tripulantes. El marinero saludó al hombre con la cabeza, le mostró a Malta, y murmuró unas palabras, entre las cuales Malta reconoció la conocida «leu-fay». El hombre le dio un repaso de arriba abajo con toda la confianza del mundo, y ella le devolvió una mirada altanera.

—¿Qué es lo que quieres? —le preguntó.

Tuvo que hacer acopio de valor.

—Quiero hablar con el capitán. —Adivinó que el marinero la había conducido hasta el primer oficial.

—Dime qué es lo que quieres.

A pesar de su fuerte acento, Malta entendió perfectamente lo que había dicho. Se cruzó de brazos.

—Quiero hablar con el capitán. —Pronunció la frase despacio, separando cada palabra, como si el oficial fuera un completo estúpido.

—Habla conmigo —insistió.

Esta vez, fue Malta quien le dio un repaso.

—¡Ni hablar! —le dijo con brusquedad.

Después, sacudió la cabeza, y se dio la vuelta airadamente, en un movimiento que llevaba practicando con Delo desde que tenían nueve años (con el que habría echo bailar las faldas de su vestido, de haber estado este en condiciones). Comenzó a alejarse de ellos, con la cabeza bien alta, e intentando controlar la respiración de su corazón desbocado. Cuando ya estaba tratando de recordar cuál era la escotilla que había utilizado para subir a cubierta, oyó como la llamaban de vuelta.

—¡Espera!

Se detuvo. Giró la cabeza despacio para mirarlo por encima de su hombro, y levantó una ceja interrogativa.

—Vuelve aquí. Te llevaré hasta el capitán Deiari. —Hizo pequeños gestos con la cabeza para asegurarse de que la muchacha lo había entendido.

Malta dejó que hiciera un cierto número de gestos con la mano antes de volver hacia ellos, para salvar su dignidad.

Los aposentos del capitán, situados en la popa, no tenían ni punto de comparación con la habitación que compartía con el sátrapa. Su camarote tenía una amplia ventana, una alfombra gruesa en el suelo, algunas sillas cómodas para sentarse, y un suave olor a tabaco y otras hierbas. En una esquina de la habitación estaba el camastro del capitán, cubierto por un colchón de plumas y un cubrecama de piel blanca. Había unos cuantos libros apilados sobre una estantería, así como algunas botellas que contenían licores de colores.

El propio capitán estaba sentado en una de sus cómodas sillas, con las piernas estiradas y un libro entre las manos. Llevaba una camisa de lana gris clara, por encima de unos gruesos pantalones. Sus pies estaban protegidos por un par de buenos zapatos, y sus botas de lluvia se estaban secando en la entrada. Cómo deseaba Malta volver a tener ropa limpia, seca y caliente como la suya. No pareció agradarle la interrupción. Cuando vio a Malta, le ladró una pregunta al oficial. Antes de que este tuviera tiempo de contestar, Malta tomó la palabra.

—Deiari leu-fay. Ante la demanda del misericordioso sátrapa Cosgo, he venido a ofrecerle la oportunidad de enmendar sus errores, antes de que sea demasiado tarde. —Lo miró a los ojos, fríamente, y esperó.

La dejó esperar. Empezó a pensar que había calculado mal su jugada, y se quedó helada. La mandaría matar, y la tiraría por la borda. La expresión de su cara solo desprendía frialdad. Llevaba joyas en los dedos y, sobre su cabeza, reposaba una corona de flores. No. Mejor de oro. Pesaba. Levantó la barbilla para poder soportar su peso, y observó los ojos pálidos del hombre.

—El misericordioso sátrapa Cosgo —dijo finalmente el hombre, sin ningún tipo de emoción.

Se le entendía perfectamente, no tenía acento.

Malta asintió levemente con la cabeza.

—Tiene más paciencia de la que debería. Cuando subimos a bordo de esta nave, no le dio importancia a su falta de cortesía. «Seguro que está muy ocupado, con toda la gente que ha acogido a bordo», me dijo. «Tiene que escuchar algunas declaraciones, y tomar decisiones en consecuencia.» Ya ve que el sátrapa sabe bien lo que significa gobernar. Me dijo: «no dejes que te altere esta falta de atención por su parte. Cuando tenga tiempo de prepararnos una bienvenida adecuada, el leu-fay enviará una comitiva a esta miserable cabina en la que me ha confinado provisionalmente». A medida que los días fueron pasando, fue dándose un argumento tras otro para excusarle. A lo mejor había estado enfermo, o no deseaba perturbarlo mientras se estaba recuperando de su convalecencia, o quizá no estaba enterado de que un hombre como él debía recibir todos los honores. Como hombre duro que es, no le da mucha importancia a la comodidad personal. ¿Qué son un suelo sin moqueta o la escasez de comida, en comparación con las penurias a las que tuvo que hacer frente en los Territorios Pluviales? Pero, como sirvienta leal que soy yo, me siento ofendida por el trato que está recibiendo. Supone, inocentemente, que le ha ofrecido lo mejor que tiene. —Hizo una pausa, mientras paseaba su miraba, despacio, por toda la habitación—. Cuando cuente esto en Jamaillia, nadie me va a creer —comentó en voz baja, como si se lo estuviera diciendo a sí misma.

El capitán se levantó. Se rascó la nariz nerviosamente, antes de despedir, con un gesto de la mano, al oficial, que todavía estaba en la puerta. El hombre desapareció de inmediato, y cerró la puerta tras él. Malta sintió que, de repente, el capitán desprendía un fuerte olor a sudor, aunque por fuera parecía muy tranquilo.

—Era tan difícil de creer, que apenas le di crédito a esa historia. ¿De verdad que ese hombre es el sátrapa de toda Jamaillia?

En ese momento, Malta se la jugó. Eliminó todo rasgo de amabilidad de su rostro y adoptó un tono acusativo.

—Sabe perfectamente que sí. ¿Cómo podría ignorar eso? A menos que esté intentando buscarse una excusa, señor.

—Y tú debes de ser una de sus cortesanas. ¿Me equivoco?

Le respondió a su sarcasmo con otra directa.

—Claro que no. Mi acento es del Mitonar, como bien debes de saber. Soy la más humilde de sus sirvientas, a la que le ha sido concedido el honor de servirle en estos tiempos de necesidad. Soy plenamente consciente de mi inutilidad. —Volvió a jugársela—. La pérdida de su compañera Kekki a bordo de una galera chalaza le ha afectado mucho. No es que le eche la culpa al capitán de la galera pero, si el sátrapa también muere en manos chalazas, correrá la voz de que vuestra hospitalidad deja mucho que desear. —Bajó la voz para añadir—: Algunos círculos podrían llegar, incluso, a interpretarlo como una jugada política.

—Si es que llegan a enterarse —apuntó el capitán. Malta se preguntó si no habría sobreactuado. Pero la siguiente pregunta del capitán le devolvió fuerzas—-. ¿Qué hacíais exactamente en ese río?

Malta sonrió, enigmáticamente.

—No soy quién para divulgar los secretos de los habitantes de los Territorios Pluviales. Si desea saber más sobre este asunto, a lo mejor podría preguntarle al sátrapa si se dignaría a iluminarlo. —Cosgo no sabía lo suficiente sobre ese pueblo como para desvelar ningún secreto importante. Siguió adelante—. O no. ¿Por qué querría compartir sus secretos con alguien que lo ha tratado tan irrespetuosamente? Para alguien que se hace llamar aliado, ha demostrado ser un pésimo anfitrión. ¿O es que somos sus rehenes? ¿Va a pedir un rescate por nosotros, como si fuera un vulgar pirata?

Le formuló la pregunta con tanta franqueza que pilló al hombre desprevenido.

—Yo... claro que no, no sois mis rehenes. —Levantó el mentón—. ¿Si lo tuviera retenido, por qué estaría llevándolo a toda prisa a Jamaillia?

—¿Dónde se lo venderá al mejor postor? —le preguntó Malta con sequedad.

El capitán cogió aire para replicar enfadado, pero Malta siguió adelante antes de que pudiera pronunciar palabra:

—No niegue que al menos ha tenido esa tentación. En los tiempos que corren, habría que estar loco para no considerar esa posibilidad. Pero un hombre inteligente también sabría que el sátrapa tiene fama de ser generoso con sus amigos. Aunque también se dice que el desprecio y la vergüenza que siente por aquellos que no lo tratan como es debido es algo que conviene evitar. —La muchacha inclinó ligeramente la cabeza—. ¿Será usted quien ayude a consolidar la amistad entre Chalaza y Jamaillia? ¿O quien venda a sus aliados, empañando para siempre la reputación de los chalazos?

Se hizo un largo silencio.

—Hablas como una mercader del Mitonar. Considerando que los mercaderes nunca han apreciado demasiado a los chalazos, ¿cuál es tu interés en todo este asunto?

—¿Cómo se puede ser tan estúpido? Me va la vida en ello. —Malta fingió escandalizarse—. ¿Quiere saber cuál es el interés de una mujer, señor? Pues yo se lo diré. Mi padre es chalazo. Pero es evidente que no me muevo por mis propios intereses. Lo único que me importa es la vida del sátrapa. —Inclinó la cabeza en una reverencia.

Sus últimas palabras quedaron flotando en el aire. Durante el silencio que las sucedió, Malta no perdió detalle de la evolución en la mente del hombre. No le costaría nada tratar bien al sátrapa. Además, no cabía duda de que un rehén que gozara de buena salud valdría más que uno que estaba a punto de morir. Y, a su vuelta, la gratitud del sátrapa podría ser mil veces superior a la de los nobles.

—Puedes retirarte —la despidió el hombre, abruptamente.

—Como usted desee —murmuró Malta, con una punta de sarcasmo en su obligado sometimiento.

No convenía que la sirvienta del sátrapa se mostrara demasiado humilde. Era algo que le había enseñado Kekki. Inclinó de nuevo la cabeza pero, en vez de salir de la habitación caminando hacia atrás, le dio la espalda. Ya sabría él cómo tomarse eso.

Cuando salió a cubierta, ya había anochecido, y se dejó envolver por el viento frío. Una ola de vértigo hizo que se tambaleara, pero se obligó a permanecer en pie. Estaba exhausta. Sintió una vez más el peso de la corona imaginaria que llevaba encima de la cabeza, y levantó la barbilla para poder soportarlo. No se apresuró. Encontró la escotilla por la que había llegado, y descendió hasta las profundidades malolientes de la nave. Cuando pasó por delante de las cabinas de los tripulantes, hizo como si nada. Ellos, en cambio, detuvieron el murmullo de sus conversaciones para observarla.

Encontró su cabina, cerró la puerta tras su paso, fue hasta la cama, y se arrodilló delante de ella. Le venía que ni pintado que su estado real de agotamiento cuadrara tan bien con el papel que tenía que seguir jugando.

—He vuelto, excelencia —le susurró—. ¿Te encuentras bien?

—¿Bien? Estoy muerto de hambre, y encima vienes tú a recordármelo —replicó el sátrapa.

—Ya veo. En cuanto a eso, mi señor, es posible que haya conseguido mejorar sustancialmente nuestra situación.

—¿Tú? Lo dudo.

Malta inclinó la cabeza hasta las rodillas, y conservó esa posición durante unos segundos. Justo cuando empezaba a decirse que su esfuerzo había sido inútil, oyeron llamar a la puerta. Debía de ser el grumete, que traía la cena. Malta se obligó a levantarse para abrirle la puerta, en vez de decirle simplemente que entrara, como hacía habitualmente.

Tres hombres musculosos encuadraban al oficial de a bordo, que se inclinó ligeramente ante ella.

—Esta noche cenáis en la mesa del leufay. Esto es para vosotros. Lavarse. Vestir.

Debía de costarle la vida pronunciar esas palabras, porque enseguida las cambió por gestos con los que le mostraba a los hombres que llevaban barreños de agua hirviendo y los brazos cargados de ropa. Advirtió que, entre la ropa, había algunas prendas de mujer. No solo lo había convencido del estatus del sátrapa, sino también del suyo propio. Se esforzó por contener la expresión de triunfo que quería instalarse en su rostro.

—Si el sátrapa consiente —contestó fríamente, mientras les indicaba a los hombres dónde debían dejar las cosas.

***

—¿Qué haréis entonces? —se atrevió a preguntarle Wintrow a la nao.

La brisa nocturna les heló el rostro. El muchacho se encontraba en la cubierta superior, cruzado de brazos, en un intento por protegerse del frío. Estaban navegando a buen ritmo hacia Mentecacia. De haber tenido poderes sobrenaturales, Wintrow habría amainado el viento, reducido la velocidad de la nao, o cualquier cosa que le hubiera hecho ganar tiempo para poder pensar.

El mar no se veía tan negro. Las crestas de las olas iban transportando los reflejos de la luna en sus movimientos. La luz de las estrellas se pegaba a la piel de las serpientes que surcaban las olas junto a la nao. Sus ojos de colores cobrizos, plateados, o dorados, emitían extraños brillos en tonos rosas y azulados, como los de esas flores que se abrían de noche. Cada vez que subía a cubierta, Wintrow sentía que lo estaban observando. Y es que a lo mejor lo hacían. Coincidiendo con ese pensamiento, una cabeza emergió de las aguas. Debido a la oscuridad, no podía estar seguro, pero pensó que se trataba de la serpiente verde y oro de la playa de los Otros. En el intervalo de tres respiraciones, se mantuvo pegada a la nao, observándolo. Oyó un susurro en su cabeza. Te conozco, bípedo. Pero no habría sabido decir sí le estaba hablando o si, al verla, su mente había vuelto a hacerse eco de la voz que había oído en la playa.

—¿Qué haremos entonces? —repitió burlonamente la nao.

Podía reducirlo cuando quisiera. Wintrow apartó a un lado ese miedo.

—Ya sabes lo que quiero decir. Althea y Brashen nos están buscando. Pueden estar esperándonos en las proximidades de Mentecacia, o enfrentarse a nosotros delante del propio puerto. ¿Qué haréis entonces, tú y tus serpientes?

—Ah. Te referías a eso. A ver.

El mascarón de proa se echó hacia atrás, para acercarse a él. Sus mechones oscuros se retorcían como las serpientes de una maraña. Colocó su mano a un lado de su boca, como para compartir un secreto con él. Pero le salió un susurro teatral, habló prácticamente en voz alta, para que Kennit, que estaba subiendo a su cubierta, pudiera oír lo que decía. Le sonrió al pirata.

—Buenas noches, querido.

—Buenas noches, y buen viento, preciosa mía —le contestó Kennit.

Se apoyó sobre la barandilla de proa y estrechó la enorme mano que la nao le tendía a modo de saludo. Luego, le sonrió a Wintrow. El esmalte de sus dientes era tan blanco como el reflejo de luz de luna en las escamas de las serpientes.

—Buenas noches, Wintrow. Te veo mejor. Cuando antes te fuiste de mi camarote, estabas un poco paliducho.

—No me encuentro bien —le contestó Wintrow sin ánimo. Miró a Kennit y se le hizo un nudo en la garganta—. Mi corazón está dividido, y mis miedos no me dejan dormir. —Echó la vista hacia la nao—. Por favor, no seas tan frivola conmigo. Estamos hablando de mi familia. Althea es mi tía, y ha sido tu compañera de viajes durante mucho tiempo. ¡Piénsalo, nao! Ella encajó tu última pieza, y te dio la bienvenida cuando despertaste. ¿Lo recuerdas?

—Recuerdo bien cuando me abandonó, poco después, permitiendo que Kyle me transformara en una nao esclavista. —Rayo arqueó una ceja y miró en su dirección—. Si esos fueran los últimos recuerdos que tuvieras de ella, ¿cómo reaccionarías al oír su nombre?

Wintrow apretó los puños. No se dejaría distraer por esa pregunta.

—¿Pero qué vamos a hacer nosotros? ¡Sigue formando parte de nuestra familia!

—¿Nuestra? ¿Qué significa ese «nuestra»? ¿Ya me estás confundiendo otra vez con la Vivacia? Querido muchacho, entre tú y yo no hay ningún «nosotros», ni ningún «nuestro». Hay un tú y hay un yo. Cuando yo hablo de «nosotros» o de «nuestro», no me estoy refiriendo a ti. —Dirigió la vista hacia Kennit, y lo acarició con su mirada.

Wintrow se obstinó.

—Me niego a aceptar que hayas eliminado de ti todo rastro de la Vivacia. De ser así, ¿cómo podrías poseer aún esos recuerdos tan amargos?

—Oh, Sa —murmuró la nao, en un suspiro—. ¿De verdad quieres volver a discutir esto?

—Me temo que ya lo estamos haciendo —intervino Kennit en un tono conciliador—. Ven aquí, Wintrow, y no me mires con esos ojos. Sé honesto conmigo, muchacho. ¿Qué es lo que esperas que hagamos? ¿Devolverle la nao a Althea para no herir tus sentimientos? ¿En qué quedaría tu lealtad hacia mí?

Wintrow se apoyó en el pasamanos, junto a Kennit. Finalmente, dijo:

—Tienes mi lealtad, Kennit, y lo sabes. Creo que lo has sabido incluso antes de que yo tomara conciencia de ello. Si no te fuera leal, no estaría soportando tanto dolor.

El pirata pareció verdaderamente emocionado ante esa confesión. Puso su mano sobre el hombro de Wintrow. Durante unos segundos, compartieron el silencio.

—Mi querido muchacho, tú aún eres muy joven. Todavía puedes decidir lo que quieres. —La voz de Kennit no era más que un susurro.

Wintrow se giró para mirarlo, sorprendido. Kennit fijó la vista en la lejanía, en la oscuridad de la noche, como si no hubiese pronunciado palabra. Wintrow cogió aire y se esforzó por organizar sus pensamientos.

—Lo que me gustaría pediros a los dos es que no le hagáis daño a Althea. Es la hermana de mi madre, sangre de mi sangre, y familiar de la nao. Por mucho que Rayo lo niegue, no me creo que la muerte de Althea la dejara indiferente. —En voz baja, añadió—: A mí no me dejaría indiferente.

—Sangre de tu sangre, y familiar de la nao —se repitió Kennit a sí mismo. Agarró a Wintrow por el hombro—. Por mi parte, te prometo que no voy a tocarle ni un pelo. ¿Nao?

El mascarón de proa encogió sus enormes hombros.

—Lo que diga Kennit. Ya ves que no siento nada hacia ella. No me importa ni que muera ni que viva.

Wintrow suspiró de alivio. Además, no se creía las palabras de Rayo. Sentía demasiada tensión acumulada en su interior: no podía ser toda de él.

—¿Y que pasará con su tripulación? —aventuró.

Kennit se rió, y le dio un golpe amistoso en el hombro.

—Ven aquí, Wintrow. Resulta difícil prever su comportamiento. Si un hombre decide luchar hasta la muerte, ¿cómo voy a detenerlo? No obstante, como bien habrás observado, últimamente solo derramamos sangre cuando nos vemos obligados a ello. Piensa en todos los barcos a los que hemos liberado y dejado seguir su camino. Las galeras, por supuesto, son un tema aparte. Cuanto se trata de galeras, antepongo el cuidado que les debo a los subditos de mi reino. Hay que tirarlos por la borda. No se puede salvar a todo el mundo, Wintrow. Algunos esclavistas ya me llegan mentalizados de que morirán entre mis manos. Cuando nos encontremos con el capitán Trell y su Paragon, actuaremos en función de la situación que se presente. No creo que puedas exigir nada más de nosotros en este aspecto.

—Supongo que no.

Era todo cuanto podía hacer aquella noche. Se preguntó si, habiendo estado a solas con la nao, podría haberla obligado a admitir que seguía unida a Althea. Althea, pensó con fiereza mientras se concentraba en aquella parte de su mente en la que se instalaba a veces la nao. Sé que te acuerdas de ella. Te despertó de tu letargo, y festejó tu vuelta a la vida. Te amaba. ¿Serías capaz de darle la espalda a un amor tan fuerte como ese?

La nao se estremeció y, junto a ella, un ruido de agua anunció el retorno de la serpiente verde y oro. El mascarón de proa, que tenía el ceño fruncido y las aletas de la nariz vibrantes, se giró para mirar a Wintrow. El muchacho, que temía que fuera a infligirle algún tipo de daño, se preparó para lo peor. Pero fue Kennit quien lo sacudió.

—¡Ya basta! —le dijo duramente a Wintrow—. ¿Creías que no me daría cuenta de lo que estabas haciendo a Rayo? Ha dicho que no sentía nada. Acéptalo. —Y le dio un golpecito compasivo en el hombro—. Algunos sentimientos mueren, muchacho. Rayo nunca volverá ser la misma para ti. ¿Por qué no vas a buscar a Etta? Ella siempre consigue animarte.

***

Mientras Kennit miraba a Wintrow cruzar la cubierta principal, su amuleto le habló. No susurró, ni trató verdaderamente de esconderse de la nao.

—Los sentimientos mueren —repitió, burlonamente—. Rayo ya nunca será la misma. Oh, sí. Convéncete a ti mismo de eso, querido, y podrás volver a tratar con el Paragon. —De repente, bajó la voz hasta adoptar el tono propio de las confidencias—. Siempre supiste que tendrías que volver a lidiar con él, ¿verdad? Cuando te llegó el rumor de que una nao rediviva ciega había vuelto al Mitonar, ya sabías que vuestros caminos volverían a cruzarse.

—¡Cállate! —Había miedo en ese arranque repentino de furia. Empezó a sudarle la nuca.

—Conozco al Paragon —dijo de repente la nao—. A través de los recuerdos de Althea. Y de su padre. A Ephron Vestrit no le gustaba esa nao. No quería que su hija jugara cerca de él. Sabes que el Paragon está loco, ¿no? Bastante loco.

—Oh, bastante loco —asintió afablemente el amuleto—. ¿Pero quién no lo estaría con todos esos recuerdos acumulados en su tronconjuro? Es un milagro que todavía pueda hablar, ¿no te parece, Kennit? No necesitó cortarse la lengua, apenas había abierto la boca durante los tres años en los que no se relacionó más que con un chico mudo. Oh, Igrot pensaba que sus secretos estaban a salvo. Todos sus secretos. Pero los secretos siempre acaban por filtrarse.

—¡Que te calles! —le susurró Kennit, furioso.

—Callado —murmuró el tronconjuro tallado que llevaba en la muñeca—. Callado como una nao ciega flotando sobre las aguas. Como un grito bajo las aguas.