La sala del Consejo de los Mercaderes ya no tenía tejado. Los chalazos habían terminado lo que habían empezado los nuevos comerciantes. Ronica se abrió camino a través de los restos del tejado derrumbado. Se había seguido quemando después de haberse venido abajo, de tal manera que los muros de piedra habían quedado cubiertos de hollín y de humo. De los tapices y las pancartas que habían decorado la estancia en otro tiempo, solo quedaban algunos fragmentos carbonizados. Unas cuantas vigas del techo, chamuscadas en algunos puntos, habían sobrevivido a las llamas. El cielo grisáceo del atardecer observaba la reunión que tenía lugar en el interior del edificio descubierto, mientras amenazaba con descargar sus nubarrones en forma de lluvia. Aun así, los mercaderes del Mitonar se habían obstinado en reunirse en el interior de una estructura que ya no podía protegerlos. Eso, pensó Ronica, decía mucho de la legendaria tenacidad de los mercaderes.
Los troncos caídos habían sido puestos a un lado. Todos caminaban por encima de ellos y del resto de los escombros carbonizados. Cuanta más gente pisaba el suelo, más se arremolinaban el polvo y el olor a ceniza. El fuego que había consumido el tejado también había arrasado la mayoría de las mesas y de los bancos de madera. Quedaban algunas sillas chamuscadas, pero Ronica no se fiaba lo suficiente de su resistencia como para sentarse en ellas.
Además, de esa manera se sentía más extrañamente igual a todos los que estaban reunidos allí, hombro con hombro. Mercaderes del Mitonar, nuevos comerciantes, esclavos tatuados y pescadores musculosos, hombres de negocios y criados.
Llenaban la sala de reuniones. En el exterior, los que no cabían estaban agrupados en los escalones o en el suelo. A pesar de sus diferentes orígenes, toda esa gente compartía ciertas cosas. Todos los rostros reflejaban la sorpresa y el dolor profundo por la invasión chalaza y los estragos que había causado. Además, el fuego y la batalla los había tratado a todos por igual, desde los ricos mercaderes hasta los esclavos del hogar. Sus ropas estaban manchadas de hollín o de sangre, y a veces de ambos. Muchos de ellos parecían descuidados. Los niños se acurrucaban junto a sus padres o sus vecinos. No era extraño que los hombres llevaran armas. El murmullo de las conversaciones giraba, casi siempre, en torno a la dragona.
—Les echó su aliento encima, y empezaron a derretirse como velas en el viento.
—Destrozó un casco entero con un golpe de su cola.
—Ni siquiera los chalazos se merecían una muerte como esa.
—¿Que no se la merecían? Se merecían morir de cualquier manera.
—La dragona es una bendición de Sa, enviada para salvarnos. Deberíamos prepararle regalos de agradecimiento.
Mucha gente guardaba silencio, con la mirada fija en las tarimas que habían sobrevivido a las llamas, y que servían para elevar a los líderes que cada grupo había elegido.
Ahí estaba Serilla, en representación de Jamaillia. Junto a ella, Roed Caern fulminaba a los presentes con la mirada. Al verlo subido en una tarima, Ronica apretó los dientes y se obligó a apartar la mirada de él. Había mantenido la esperanza de que Serilla hubiera roto su relación con Roed después del brote de locura que le había dado cuando había atacado a los nuevos comerciantes. ¿Cómo podía ser tan inconsciente esa mujer? La compañera parecía perdida en sus pensamientos. Estaba vestida mucho más elegantemente que cualquier otro de los presentes, con un largo y sedoso vestido blanco, cosido con hilo de oro. Las cenizas y el hollín le habían ensuciado el dobladillo. Aunque llevaba manga larga y un abrigo grueso de lana, la compañera estaba cruzada de brazos, como si tuviera frío.
Kelter el Ralo también estaba en una tarima, y la sangre que exhibía hoy en su blusón de pescador no era sangre de pescado. Una mujer de constitución fuerte, que tenía tatuajes en toda la mejilla y el cuello, se encontraba junto a él. Dujia, la líder de los Tatuados, llevaba unos pantalones harapientos y una túnica remendada. Sus pies descalzos estaban sucios. El vendaje que llevaba alrededor de uno de sus antebrazos demostraba que había estado en el grueso de la batalla.
Los mercaderes Devouchet, Conry y Drur eran los únicos representantes del Consejo del Mitonar. Ronica no sabía si no habían sobrevivido más nobles del Consejo, o si estos tres eran los únicos que se habían atrevido a enfrentarse a Caern y sus secuaces. Estaban lejos de Serilla y de Roed. Al menos esa separación había podido establecerse.
Mingsley era el representante de los nuevos comerciantes. Se veía que había estado llevando su chaqueta bordada durante todos los días pasados. Se mantuvo alejado de la tarima de la mujer esclava, y evitó su mirada. Ronica había oído decir que Dujia no había llevado una vida fácil como esclava de Mingsley, y que este tenía buenas razones para temerla.
Selden, el nieto de Ronica, estaba sentado al borde de una tarima, con los pies colgando, extrañamente tranquilo. Paseaba su mirada y un aire de preocupación sobre la muchedumbre que tenía a su alrededor. El único que se había atrevido a cuestionar su derecho a estar allí había sido Mingsley. Selden lo había mirado directamente a los ojos, y le había asegurado:
—Cuando llegue la dragona, hablaré por vosotros. Y, si es necesario, os traduciré sus palabras. Tengo que quedarme aquí, para que pueda verme, por encima de la muchedumbre.
—¿Qué te hace pensar que va a venir aquí? —le había preguntado Mingsley.
Selden le había sonreído.
—Oh, claro que vendrá. No temas. —Parpadeó despacio—. Ahora duerme. Ya se ha llenado el estómago.
Cuando su nieto sonrió, las escamas plateadas de sus mejillas se tensaron y brillaron. Mingsley se quedó atónito, y se apartó de él. Ronica tuvo miedo de detectar tan pronto un reflejo azulado en los labios agrietados de Selden. ¿Cómo podía haber cambiado tanto, y tan deprisa? Aquello era tan desconcertante como el placer que le producían esos cambios al muchacho.
Jani Khuprus, la representante de los Territorios Pluviales, se mantenía detrás de Selden, en actitud protectora. Ronica se alegraba de que estuviera allí, pero se preguntaba por sus intenciones. ¿Estaría allí para reclamar al último heredero de la familia Vestrit y llevárselo a Casárbol? Y, aunque no lo estuviera, ¿qué lugar le quedaba a Selden en el Mitonar?
Keffria estaba tan cerca del estrado que, solo con levantar la mano, podría haber tocado al muchacho. Pero no lo hizo. La hija de Ronica había estado muy callada desde que Reyn les había traído de vuelta a Selden. Había observado la senda de escamas plateadas que serpenteaba por encima de las mejillas de su hijo, pero no las había tocado. Selden le había dicho alegremente que Malta estaba viva porque así se lo había comunicado la dragona. Cuando había visto que Keffria no le contestaba nada, la había cogido del brazo, como para despertarla de su trance.
—Madre. Olvida tu dolor. Tintaglia puede devolvernos a Malta. Sé que puede.
—Esperaré a que llegue ese momento —había dicho Keffria, débilmente.
Y nada más. Ahora, miraba a su hijo como si este fuera un fantasma, como si unas cuantas escamas lo hubieran alejado de este mundo.
Reyn Khuprus estaba justo detrás de Keffria. Tanto él como Jani iban ahora con la cara descubierta. De vez en cuando, Jani veía a algunas gentes volver la cabeza para observar a los habitantes de los Territorios Pluviales, pero ambos estaban demasiado preocupados como para sentirse ofendidos. Reyn estaba enfrascado en una conversación con Grag Tenira. Parecían tener opiniones diferentes. Ronica rezó para que no llegaran a las manos. El Mitonar necesitaba mantenerse tan unido como fuera posible.
Ronica paseó la mirada por toda la variedad de gentes que se habían reunido allí. Suspiró. Selden seguía siendo su nieto; a pesar de sus escamas, seguía siendo un Vestrit. A lo mejor los cambios en el rostro de Selden solo serían un estigma más, que llevaría sin vergüenza alguna en el nuevo Mitonar. Una de las naves a la que la dragona le había arrancado el mástil estaba llena de prisioneros del Mitonar. Muchos de ellos acababan de ser tatuados. Sus rostros habían quedado marcados con los símbolos de sus captores, de modo que cada invasor pudiera recibir los beneficios que le correspondían cuando los vendieran en chalaza. Los chalazos habían abandonado aquella nave destrozada, y habían intentado huir en galeras, pero Ronica no creía que ninguna de ellas lo hubiera logrado. Los habitantes del Mitonar habían acudido a rescatar a sus parientes, mientras la dragona perseguía a sus presas chalazas. Muchas personas que no habían pensado en su vida que llevarían algún día un tatuaje en la mejilla, ahora lo llevaban. Eso incluía a algunos nuevos mercaderes. Ronica sospechaba que eso podría hacerles cambiar sus políticas.
La ansiedad sacudía sin relajo a la gente que estaba ahí reunida. Cuando la dragona había vuelto de cazar chalazos, les había ordenado a los líderes humanos que se reunieran, y les había dicho que pronto acudiría a tratar con ellos. En ese momento, el sol estaba en lo más alto. Ahora, la noche estaba cayendo, y ella todavía no había vuelto. Ronica devolvió la mirada al estrado. Sería interesante ver quién intentaba llamar al orden a toda esa gente, y a quién le haría caso la multitud.
Serilla, suponía Ronica, hablaría, como era habitual, en representación de la autoridad del sátrapa. Pero fue el mercader Devouchet quien apareció en primer lugar en lo alto del estrado. Levantó los brazos, y la muchedumbre se calló.
—Nos hemos reunido hoy aquí, en la sala de reuniones del Consejo del Mitonar. Desde el asesinato del mercader Dwicker, yo soy quien ostenta la posición de líder del Consejo. Por eso pido ahora la palabra. —Fue mirando a los presentes, como si esperara alguna discrepancia, pero todos guardaron silencio.
Devouchet procedió entonces a constatar lo obvio.
—El pueblo del Mitonar se encuentra reunido para discutir lo que tiene que hacer con la dragona que ha llegado hasta sus orillas.
Eso, pensó Ronica para sus adentros, estaba bien formulado. Devouchet no había mencionado ninguna de las diferencias que habían empujado al pueblo a la batalla en un principio. Había reunido a todos los habitantes del Mitonar, como si fuesen una única unidad, en torno a la cuestión de la dragona. Devouchet siguió hablando.
—Ha expulsado a la flota chalaza de nuestro puerto, y ha aniquilado a algunas bandas de invasores. Por el momento, ha desaparecido de nuestros cielos, pero dijo que volvería pronto. Antes de que lo haga, tenemos que decidir de qué manera queremos negociar con ella. Ha liberado nuestro puerto. ¿Qué estamos dispuestos a ofrecerle a cambio?
Hizo una pausa para respirar. Y, en eso, cometió un error, porque un centenar de voces se alzaron, con una respuesta diferente cada una.
—Nada. ¡No le debemos nada! —exclamó un hombre, con enfado, mientras otro dejaba oír su comentario:
—El hijo del mercader Tenira ya ha sellado nuestro acuerdo. Grag le dijo a la dragona que, si expulsaba a los chalazos de nuestro puerto, la ayudaríamos con la tarea que propusiera. Eso parece justo. ¿Se ha retractado alguna vez un mercader del Mitonar? No, ni lo va a hacer por miedo a una dragona.
—Deberíamos preparar ofrendas para ella. La dragona nos ha liberado. ¡Deberíamos darle las gracias a Sa por enviarnos este regalo!
—¡Yo no soy un mercader! ¡Como tampoco lo es mi hermano, y no vamos a atarnos a la palabra dada por otro hombre!
—Hay que matarla. Todas las leyendas cuentan que hay que tener cuidado con los dragones, porque son crueles y traicioneros. Deberíamos estar preparando nuestras defensas, en vez de reunimos tanto.
—¡Quietos! —rugió Mingsley, avanzando un paso para situarse a la altura del hombro de Devouchet.
Aunque se veía que era un hombre robusto, el alcance de su voz todavía sorprendía a Ronica. Mientras miraba a la muchedumbre desde arriba, empezó a sudarle la frente. Ronica se dio cuenta de que ese hombre estaba asustado.
—No tenemos tiempo para discutir. Tenemos que llegar rápidamente a un acuerdo. Cuando vuelva la dragona, tenemos que presentarnos ante ella como un pueblo unido. Plantarle cara sería un error. Ya visteis lo que les hizo a las naves y hombres chalazos. Tenemos que apaciguarla, si no queremos correr su misma suerte.
—Puede que algunos se merezcan la misma muerte que los chalazos —observó Roed Caern con crueldad.
Se abrió paso hacia lo alto del estrado, hasta llegar a la altura del corpulento mercader, al que consideró, amenazante. Cuando Roed se dirigió al público, Mingsley retrocedió un par de pasos.
—Ayer lo oí decir muy claro. Uno de los mercaderes ya ha cerrado un acuerdo con la dragona. ¡La dragona es nuestra! Pertenece a los mercaderes del Mitonar. Tendremos que estar a la altura de las negociaciones, mercaderes del Mitonar, sin recurrir a ninguno de esos extranjeros que reclaman esta ciudad como suya. Con la dragona de su lado, el Mitonar podrá no solo expulsar a esos sucios chalazos de sus tierras, sino también a los nuevos comerciantes y a sus esclavos. Todos hemos oído las noticias. El sátrapa ha muerto. No podemos confiar en la ayuda de Jamaillia. Mercaderes del Mitonar, mirad a vuestro alrededor. Nos encontramos en una explanada en ruinas, dentro de nuestro destrozado pueblo. ¿Cómo hemos llegado hasta esta situación? ¡Tolerando a los ávidos nuevos comerciantes, un pueblo que vino aquí violando nuestras normas, para robarnos nuestras tierras! —Una mueca de odio curvó sus labios mientras se giraba hacia Mingsley. Sugirió, con voz cruenta—: ¿Cómo podemos pagar a nuestra dragona? Con carne. Dejemos que la dragona se encargue de todos los extranjeros.
Lo que ocurrió a continuación no se lo esperaba nadie. La compañera Serilla avanzó, con determinación, mientras los murmullos ultrajados por las palabras de Roed Caern se convertían en un rugido. Cuando Roed se dio la vuelta, sorprendido, Serilla le puso su manita sobre el pecho. Y, sin previo aviso, lo empujó hacia la parte trasera del estrado. La caída fue corta; si hubiera estado preparado le habría bastado con saltar un par de escalones hacia atrás, pero no lo estaba. Hizo aspavientos con las manos, para intentar mantener el equilibrio. Ronica oyó el crujido de su cabeza contra el suelo, y el alarido de dolor que soltó después. Algunos hombres hicieron un círculo alrededor de él. Hubo un breve estado de agitación general.
—¡Alejaos de él! —gritó Serilla y, durante un confuso instante, Ronica pensó que la compañera pretendía defender al hombre—. ¡Dispersaos, o compartid su destino!
Esos pocos que habían intentado ayudar a Roed se replegaron, y se mezclaron de nuevo con la muchedumbre, como gotas de agua que desaparecen en la arena. Dejaron solo a Roed, inmovilizado por sus captores, con un brazo retorcido detrás de su espalda. Apretó los dientes para aguantar el dolor, pero consiguió escupirle una maldición a Serilla. Los mercaderes, viejos y nuevos, eran quienes lo tenían retenido. En cuanto Serilla dio la orden, se lo llevaron de allí. Mientras veía como se lo llevaban, Ronica se preguntaba lo que harían con él.
La compañera Serilla levantó la cabeza y miró a la multitud. Por primera vez, Ronica vio el rostro de la mujer iluminado, como si estuviera habitado por un espíritu verdadero. Ni siquiera se dio la vuelta para mirar como se llevaban al hombre que acababa de destronar. Se quedó allí, en su promontorio, y temporalmente al mando.
—No podemos tolerar a Roed Caern, o a aquellos que piensan como él —declaró, en voz alta—. Pretende sembrar la discordia allí donde más necesitamos estar unidos. Habla en contra de la autoridad de la satrapía, como si esta se hubiera extinguido con la muerte del sátrapa Cosgo. ¡Sabéis que eso no es así! Hacedme caso, pueblo del Mitonar. No importa ahora que el sátrapa esté vivo o muerto. Lo que importa es que yo represento su autoridad, y que, si muere, tendré que continuar con su buen gobierno. No puedo permitirme fallarle, ni a él ni a sus subditos. Vengáis de donde vengáis, sois todos subditos del sátrapa, y la satrapía os gobierna. En eso sois todos iguales, y podéis estar unidos. —Se detuvo, y paseó su mirada sobre los que compartían el estrado con ella—. No necesito a ninguno de vosotros aquí arriba. Soy capaz de hablar por todos vosotros. Más allá de eso, cualquier pacto que concluya con la dragona os atará a todos por igual. ¿No es eso mejor, el dejar que alguien que no esté unido sentimentalmente al Mitonar hable por todos vosotros, de manera impersonal?
Le faltó poco para conseguirlo. Después de Roed, su propuesta parecía razonable. Ronica Vestrit vio como la multitud intercambiaba miradas. A continuación, desde el otro lado del estrado, Dujia tomó la palabra.
—Hablo en nombre de los Tatuados cuando afirmo que la satrapía ya nos ha ofrecido bastantes dosis de igualdad. Ha llegado el momento de construir nuestra propia igualdad, como residentes del Mitonar, no como subditos de Jamaillia. Daremos nuestra opinión en lo que habrá de prometérsele a esta dragona. Otros han manejado nuestro trabajo y nuestras vidas durante demasiado tiempo. No podemos seguir tolerándolo.
—Esto era lo que me temía —la interrumpió Mingsley. Apuntó a la mujer tatuada con un dedo acusador y tembloroso—. Vosotros, esclavos, vais a arruinarlo todo. Solo os preocupa vuestra venganza. No cabe duda de que haréis todo lo que esté en vuestra mano para dirigir la ira de la dragona contra vuestros antiguos dueños. Pero, cuando todo termine, y aunque vuestros amos hayan muerto, seguiréis siendo el mismo pueblo que sois hoy en día. No estáis hechos para autogobernaros. Habéis olvidado lo que es ser responsable. La prueba está en cómo os habéis comportado desde que habéis traicionado a vuestros dueños, con su legítima disciplina. Habéis vuelto a lo que erais antes de que vuestros amos os poseyeran.
»Mírate, Dujia. Primero fuiste una ladrona, y después te convertiste en esclava. Te merecías tu destino. Elegiste tu vida. Tendrías que haberla aceptado. Pero tus amos, uno tras otro, se dieron cuenta de que eras una ladrona y una mentirosa, hasta que el mapa de aquellos a los que habías servido se extendió por todo tu rostro, hasta tu cuello.
»Buena gente del Mitonar, los esclavos no pertenecen a un pueblo diferente, excepto porque llevan el estigma de sus crímenes. Si nos ponemos así, ¿por qué no darles también derechos a las putas, o a los carteristas? Tenemos que escuchar a Serilla. Todos somos jamaillios, tanto viejos como nuevos mercaderes, y todos deberíamos estar orgullosos de los lazos que nos unen con la satrapía. Hablo en nombre de los nuevos mercaderes cuando digo que aceptamos que la compañera Serilla negocie con la dragona en nuestro nombre.
Serilla se había mantenido muy erguida, en la parte delantera del estrado. Esbozó una sonrisa, y pareció genuina. Llevó su mirada más allá de Mingsley, para incluir a Dujia en su gesto.
—Como representante del sátrapa, está claro que negociaré por vosotros. Por todos vosotros. El nuevo comerciante Mingsley no ha reflexionado bien sus palabras. ¿Acaso ha olvidado que algunos habitantes del Mitonar llevan ahora tatuajes en sus mejillas, cuando su único crimen ha sido el de ser capturados por los chalazos? Para que el Mitonar sobreviva y prospere, tiene que volver a sus más antiguas raíces. La Carta decía que este debía ser un lugar en el que los parias ambiciosos pudieran construirse nuevos hogares y nuevas vidas. —Soltó una risita—. Yo también soy una exiliada, enviada aquí para ejercer el poder del sátrapa. Jamás volveré a Jamaillia. Al igual que vosotros, tendré que convertirme en una ciudadana del Mitonar, y construirme una nueva vida aquí. Miradme. Soy la viva encarnación del Mitonar. Venid a mí —les instó, con suavidad. Miró a toda la muchedumbre—. Aceptadme. Dejadme hablar por vosotros. Unámonos todos en un mismo acuerdo.
Jani Khuprus sacudió la cabeza pesarosamente mientras subía los escalones del estrado, y pedía la palabra.
—Algunos de nosotros no estamos satisfechos de estar ligados a la palabra del sátrapa, o a la palabra de cualquier otra persona que no seamos nosotros mismos. Hablo en representación de los Territorios Pluviales. ¿Qué ha hecho Jamaillia por nosotros, excepto restringir nuestra zona de comercio, y robarnos la mitad de nuestros beneficios? No, compañera Serilla. No eres compañera mía. Echa todos los lazos que quieras entre el Mitonar y Jamaillia, pero los Territorios Pluviales no van a seguir aguantando este yugo. Sabemos más de esa dragona de lo que tú sabes. No te dejaremos negociar con nuestras vidas para aplacarla. No tengo derecho a ahogar las voces de mi pueblo bajo la tuya. —Jani intercambió una mirada con Reyn, que se encontraba abajo con los demás.
Ronica sintió que Jani y Reyn se habían estado preparando para ese momento.
Reyn habló desde el suelo.
—Escuchadla. No debéis creer a la dragona. Que vuestros sentidos se guarden de sus encantos, y vuestros corazones se cuiden de sus palabrerías. A mí me ha estado engañando durante muchos años, y lo he pagado con una pérdida profunda y dolorosa. Resulta fácil dejarse seducir por su belleza, y creer que es una criatura de leyenda, maravillosa y sabia, venida para salvarnos. No seáis tan crédulos. Le gustaría hacernos creer que es superior a nosotros, que pueda conquistarnos y gobernarnos simplemente por quien es. No es mejor que nosotros y, en lo más profundo de mi corazón, tengo la certeza de que no es más que una bestia con ingenio suficiente como para formar palabras. —Levantó la voz, para que todos pudieran oírlo—. Nos han contado que se ha dormido después de llenarse el estómago. ¿Alguno de vosotros se ha atrevido a preguntar lo que ha comido? ¿De qué carne se ha alimentado?
Mientras sus palabras se asentaban en las mentes de la multitud, añadió:
—Muchos de nosotros preferirían morir antes que ser esclavizados. Bueno, pues yo también moriría antes que ser esclavo o pasto de la dragona.
De repente, el mundo se oscureció. Un instante después, una ráfaga de aire frío y molesto, como el hedor de una serpiente, se coló entre la gente. Se oyeron aullidos de terror y gritos de enfado: los humanos ahí reunidos temblaban, en la sombra de la dragona. Instintivamente, algunos se refugiaron contra los muros, mientras otros intentaban esconderse entre la multitud. Una vez que la sombra hubo pasado, y que volvió la pálida luz del día, Ronica sintió como la criatura aterrizaba en la explanada. El violento impacto se transmitió a través de los adoquines, e hizo temblar las paredes de la sala de reuniones. Las puertas eran demasiado pequeñas como para recibirla, lo que llevó a Ronica a preguntarse si los robustos muros de piedra aguantarían, en un determinado momento, el asalto de la dragona. Un instante después, la criatura rugió, y colocó sus garras delanteras sobre la parte superior del muro. Inclinó su cuello serpenteante, que sujetaba su enorme cabeza, para poder observarlos a todos. Lanzó un rebufo que por poco le hizo perder el equilibrio a Reyn.
—¿Así que solo soy una bestia con habilidad para hablar, eh? ¿Y cómo te haces llamar a ti mismo, humano? Con tus escasos años y tu memoria truncada, ¿cómo puedes considerar que estás a mi misma altura?
Todos los presentes se agarraron con más fuerza a sus vecinos, para dejar un espacio abierto alrededor del objeto del enfado de Tintaglia. Hasta los diplomáticos del estrado se protegieron las caras con sus brazos, como si temieran el mismo castigo que estaba a punto de abatirse sobre Reyn. Todos aguardaban el momento de su muerte.
De repente, Selden saltó ligeramente del borde del estrado, y Ronica creyó que se iba a desmayar del susto. El muchacho colocó valientemente su cuerpecillo entre Reyn y la mirada de enfado de la dragona. Se inclinó en una reverencia.
—¡Bienvenida, criatura resplandeciente! —Cada ojo, cada oído, estaban centrados en él—. Nos hemos reunido todos aquí, como puedes ver. Hemos esperado tu retorno, gobernadora de los cielos, porque queremos saber qué es lo que quieres de nosotros exactamente.
—Ah, ya veo. —La dragona levantó la cabeza para poder observar mejor a la multitud. Hubo un movimiento general de pánico, y todas las rodillas temblaron inintencionadamente—. ¿No os habéis reunido para complotar contra mí?
—¡Nadie ha considerado seriamente tal cosa! —mintió Selden, osadamente—. A lo mejor somos humanos insignificantes, pero no somos estúpidos. Hoy hemos intercambiado muchas historias sobre tus hazañas. Todos han oído hablar de tu temible aliento, del viento que generan tus alas, y de la fuerza de tu cola. Todos reconocen que, sin tu glorioso poder, nuestros enemigos nos habrían derrotado. Piensa en lo triste que habría sido este día para nosotros si su pueblo, en vez del nuestro, se hubiera ganado el honor de servirte.
¿A quién, pensó Ronica, se estaba dirigiendo Selden? ¿Estaba halagando a la dragona, o les estaba recordando a los asistentes que le habrían valido igual otros humanos? Los habitantes del Mitonar podían ser reemplazados. A lo mejor, el único modo de sobrevivir consistía en servirla con entrega.
Los enormes ojos de Tintaglia giraron cálidamente al oír las palabras de Selden. Ronica fijó la vista sobre sus espirales profundas, y se sintió a sí misma arrastrada hacia la criatura. Era verdaderamente magnífica. El modo en que se solapaban las escamas de su rostro le recordó a Ronica a las juntas flexibles de las cadena de joyería fina. Mientras Tintaglia observaba a la multitud reunida, su cabeza se movía, lentamente, de un lado a otro. Ronica se sintió presa de ese movimiento, incapaz de prestar atención a otra cosa. La dragona era tan plateada como azul; cada uno de sus movimientos renovaba la intensidad de sus colores. Su cuello curvado tenía tanta gracia como el de un cisne. Ronica sintió un deseo irrefrenable de tocar a la dragona, de descubrir por sí misma si aquella suave ondulación era cálida o fría. Alrededor de ella, por todas partes, la gente se fue acercando a ella, fascinada por sus encantos. Ronica empezó a relajarse. Todavía se sentía cansada, pero era un cansancio bueno, como el que dan las agujetas después de un día de trabajo productivo.
—Lo que necesito de vosotros es muy sencillo —dijo la dragona, con suavidad—. Los humanos siempre habéis sido buenos constructores y excavadores. Eso de adaptar la naturaleza a vuestros propios fines lo lleváis en la sangre. Esta vez, sin embargo, adaptaréis la naturaleza a mis fines. Hay un lugar en los Territorios Pluviales donde las aguas no son todo lo profundas que deberían. Me gustaría que fuerais hasta allí y ampliarais el cauce del río, hasta que permitiera el paso de una serpiente. Eso es todo. ¿Lo habéis entendido?
La pregunta que les formuló rompió el silencio de la multitud. Las caras de sorpresa empezaron a murmurar entre ellas. ¿Eso era todo lo que les iba a pedir, esa sencilla tarea?
Luego, un hombre gritó una pregunta.
—¿Por qué? ¿Por qué quieres que las serpientes puedan remontar el río Pluvia?
—Son jóvenes dragones —le dijo Tintaglia tranquilamente—. Necesitan remontar el curso del río para llegar al lugar especial donde tiene lugar la incubación, proceso por el cual terminan de transformarse en dragones. Antaño, había unas tierras de incubación cerca de la ciudad de Casárbol, pero el pantano se ha tragado esas orillas cálidas y arenosas.
Durante un momento, sus ojos giraron mientras pensaba.
—Necesitarán guardias que las vigilen durante la incubación así que, durante los meses del invierno, mientras se estén transformando, tendréis que protegerlas de los depredadores. Esa era una tarea que los dragones y los Ancianos solían compartir. Los Ancianos construyeron sus ciudades cerca de las tierras de incubación para poder cuidar mejor de los cascarones hasta que la primavera les trajera los rayos de sol que necesitaban para romperlo. De no ser por la ciudad anciana que estaba junto a mi playa de incubación, yo no me habría salvado. Podéis construir vuestros hogares allí donde vivieron antiguamente los Ancianos.
—¿En los Territorios Pluviales? —preguntó una voz, que sonó horrorizada—. Las aguas son acidas; solo se puede beber el agua de la lluvia. La tierra no deja de temblar. La gente que vive demasiado tiempo en los Territorios Pluviales se vuelve loca. Sus hijos nacen muertos, o deformes, y, a medida que van envejeciendo, sus cuerpos se vuelven monstruosos. Todos saben eso.
La dragona emitió un extraño sonido con la garganta. A Ronica se le tensaron lodos los músculos hasta que averiguó de lo que se trataba. Se estaba riendo.
—Se puede vivir junto al río Pluvia. Casárbol es una buena prueba de ello. Pero, antes de que existiera Casárbol, mucho antes, existían ciudades maravillosas en las orillas del río Pluvia. Podrían volver a existir. Os enseñaré cómo potabilizar el agua. Eso sí, si las tierras se van hundiendo, tendréis que vivir en los árboles, como hacen en Casárbol; no tenéis otra opción.
La mente de Ronica fue invadida por una sensación extraña. Parpadeó varias veces. Había algo... ah. Eso era lo que había cambiado. La dragona había dejado de mirar hacia el lugar donde se encontraba ella, para concentrarse en otro sector de la multitud. Ronica volvió a sentirse alerta. Se prometió a sí misma que tendría más cuidado con las miradas giratorias de la dragona.
Jani Khuprus habló desde el estrado. Le temblaba la voz, pero sus palabras traducían una determinación de hierro.
—Está claro que se puede vivir en los Territorios Pluviales. Pero no sin esfuerzo ni periodo de adaptación. Es algo de lo que estamos orgullosos. Los Territorios Pluviales pertenecen a sus habitantes. No permitiremos que nos sean arrebatados. —Hizo una pausa para respirar entrecortadamente—. Nadie más sabe cómo subsistir junto a ese río, cómo construir casas en los árboles, o cómo aguantar las malas estaciones. Ya no podemos excavar en la ciudad enterrada en busca de objetos con los que comerciar. Tenemos que encontrar otra manera de sobrevivir. Pero, a pesar de todo, los Territorios Pluviales son nuestro hogar y no lo abandonaremos.
—Pues seréis vosotros quienes vigiléis los cascarones en invierno —le dijo la dragona. Ladeó la cabeza—. Estáis mejor preparados para realizar esta tarea de lo que pensáis.
Jani no perdió su determinación.
—Puede que eso podamos hacerlo, siempre y cuando se den una serie de condiciones. —Dirigió la mirada hacia la multitud, y dijo, sin rodeos—: Encended las antorchas. Esto nos puede llevar algún tiempo.
—Pero no demasiado —le avisó la dragona.
Jani no se dejó intimidar.
—Esta no es una tarea para un puñado de hombres con palas. Los ingenieros y trabajadores del Mitonar tendrán que ayudarnos a cavar en el fondo del río. Habrá que planificar el trabajo y se necesitará mucha mano de obra. Puede que Casárbol no tenga suficientes habitantes como para embarcarse sola en una aventura como esta.
La voz de Jani adquirió seguridad, y el ritmo de una negociadora. Eso era algo que sabía hacer muy bien.
—Habrá que afrontar dificultades, eso está claro, pero nuestros comerciantes están acostumbrados a soportar las penurias de los Territorios Pluviales. Los trabajadores necesitarán comida y un techo. Habrá que hacerles llegar el sustento, y para eso necesitaremos naos redivivas como el Kendry, que nos ha sido arrebatado. ¿Nos ayudarás a recuperarlo? ¿Y nos ayudarás también a proteger la desembocadura del río de los chalazos, para que nuestras mercancías puedan llegar hasta los trabajadores?
La dragona frunció levemente el ceño.
—Está bien —dijo, un poco fríamente—, si con eso vais a trabajar mejor.
Las lámparas de aceite de la sala de reuniones estaban siendo encendidas. Por contraste, la noche pareció aún más oscura. Los allí reunidos empezaban a tener frió. Su respiración se condensaba en nubes de vaho, y se iban acercando los unos a los otros, en buscar de calor humano. El cielo negro se llevó de repente el calor acumulado durante la jornada, pero nadie pensó en marcharse. El Mitonar llevaba la negociación en la sangre, y la puesta a punto de este pacto era demasiado importante como para no presenciar su nacimiento. En el exterior, un hombre estaba transmitiendo la evolución de las negociaciones a la gente que no había podido entrar.
Jani seguía hablando.
—Tendremos que construir una segunda ciudad cerca de esos «territorios de incubación del norte» de los que hablas. Eso llevará su tiempo.
—Tiempo del que no disponemos —declaró la dragona, con impaciencia—. Es esencial que estas obras comiencen lo antes posible, antes de que mueran otras serpientes.
Jani no pudo evitar encogerse de hombros.
—Si corre tanta prisa, necesitaremos aún más trabajadores. Puede que hasta tengamos que traerlos de Jamaillia. Y habrá que pagarlos. ¿De dónde vamos a sacar el dinero?
—¿Dinero? ¿Pagar? —preguntó la dragona, a punto de volverse loca.
De repente, Dujia reclamó la palabra. Se subió hasta el borde de la plataforma, y se colocó junto a Jani.
—No será necesario ir a Jamaillia a por trabajadores. Aquí está mi gente. Los Tatuados fueron traídos hasta aquí para trabajar sin ser pagados. Algunos de nosotros estaremos encantados de poder echar una mano, y no por dinero, sino por una oportunidad. La oportunidad de labrarnos un nuevo futuro. Por el momento, solo necesitaremos comida y un techo. Trabajaremos para construirnos un mañana.
Jani se giró hacia la mujer para mirarla a la cara. Un rayo de esperanza iluminaba el rostro de la mujer de los Territorios Pluviales. Expuso, alto y claro, los términos del acuerdo.
—Si queréis instalaros en los Territorios Pluviales, tendréis que empadronaros allí. Pasaréis a formar parte de nuestro pueblo. —Miró a Dujia a los ojos, y la mujer tatuada sostuvo la mirada escamada de Jani, cuyos ojos lanzaban chispas de excitación. La mujer de los Territorios Pluviales le sonrió a la otra. Luego, sus ojos se pasearon por toda la asamblea. Parecía estar observando a los Tatuados bajo una nueva perspectiva—. Vuestros hijos tendrán que casarse con hombres y mujeres de nuestro pueblo. Y vuestros nietos pertenecerán a los Territorios Pluviales. Una vez que os instaléis en los Territorios Pluviales, no habrá vuelta atrás. No podréis seguir siendo un pueblo aparte, con su particular modo de vida. No tendréis una vida fácil. Muchos de vosotros moriréis. ¿Entendéis bien lo que os estoy ofreciendo?
Dujia se aclaró la garganta. Cuando Jani volvió la vista hacia ella, la mujer tatuada la miró directamente a los ojos.
—Dices que tendremos que convertirnos en mercaderes de los Territorios Pluviales, como os hacéis llamar. ¿Eso es lo que seremos? ¿Mercaderes? ¿Con los derechos de los mercaderes?
—Aquellos que se casan con mercaderes de los Territorios Pluviales siempre se convierten en mercaderes de los Territorios Pluviales. Si mezcláis vuestra sangre con la nuestra, la nuestra será vuestra.
—¿Tendríamos nuestros propios hogares?
—Claro.
Dujia observó a la multitud que estaba ahí reunida. Buscaba a los grupos de Tatuados con la mirada.
—Eso fue lo que me dijisteis que queríais. Casas y bienes que vuestros hijos pudieran heredar, para estar en pie de igualdad con vuestros vecinos. Eso es lo que nos están ofreciendo los habitantes de los Territorios Pluviales, sin escondernos tampoco que no nos será fácil adaptarnos a su modo de vida. Hasta ahora, he hablado en nombre de nuestra comunidad, pero, ahora, cada uno de vosotros debe decidir.
Un miembro de un grupo de Tatuados formuló una pregunta.
—¿Y si no queremos ir a los Territorios Pluviales? ¿Qué haremos?
Serilla avanzó un paso.
—Hablo en nombre de la autoridad que me concede la satrapía. De ahora en adelante, no habrá más esclavos en el Mitonar. Los Tatuados serán Tatuados: nada más y nada menos. Si equiparara el estatus de los esclavos con el de los mercaderes del Mitonar, estaría violando la Carta original del Mitonar. Y no tengo poder suficiente como para hacer eso. Pero lo que sí puedo hacer es declarar que, a partir de ahora, y de acuerdo con las leyes originales del Mitonar, la satrapía de Jamaillia no reconocerá la esclavitud, ni las demandas de los ex propietarios de esclavos del Mitonar. —Dejó que su voz se impregnara de dramatismo—. Tatuados, sois libres.
—¡Siempre lo fuimos! —dijo alguien desde la muchedumbre, e hizo pedazos el momento de gloria de la compañera.
Mingsley hizo un último intento por conservar la mano de obra que explotaban sus gentes.
—Pero, está claro que los criados con contrato son otro asunto...
Fue acallado, no solo por la multitud, sino por un rugido que venía de la dragona.
—Ya basta. Resolved esas nimiedades en vuestro tiempo libre. No me importan lo más mínimo el color de vuestra piel ni los nombres que os pongáis, siempre y cuando cumpláis con vuestras obligaciones. Tenéis mano de obra. Mañana, yo misma echaré a volar para liberar al Kendry, encontrar a las demás naos redivivas y enviároslas. Me comprometo también a mantener las aguas que se encuentran entre Casárbol y el Mitonai limpias de naos enemigas mientras estéis trabajando. Ya no hace falta hablar nada más.
El cielo estaba negro. La dragona era un ente majestuoso que emitía reflejos de plata y azul. Ladeó ligeramente la cabeza, como si estuviera esperando a que asintieran. La llama oscilante de la lámpara de aceite perfiló sus formas. Ronica sintió como si se encontrara en un cuento de hadas y estuviera presenciando un milagro. De repente, los detalles insignificantes que les quedaban por resolver no le parecieron dignos de la escena que se estaba viviendo. ¿No había apuntado Tintaglia que eran criaturas de corta vida? Era evidente que no podía ocurrirles nada muy relevante en un intervalo de tiempo tan corto. Ayudar a Tintaglia a repoblar el mundo de dragones sería una buena manera de dejar algún tipo de impacto en el vasto mundo.
La muchedumbre emitió un suspiro de aprobación. La propia Ronica hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
—Malta —dijo Keffria, en voz baja, detrás de ella.
El sonido de la palabra perturbó a Ronica. Todo se había vuelto tan silencioso, que aquella interrupción le sentó como una piedra lanzada en medio de un lago en calma. Unas pocas cabezas se giraron hacia ella. Su hija inspiró profundamente, antes de pronunciar la palabra con más fuerza.
—Malta.
La dragona se dio la vuelta para observarla, visiblemente disgustada.
—¿Qué? —preguntó.
Keffria avanzó hacia la dragona, dando grandes y agresivas zancadas.
—¡Malta! —gritó su nombre—. Malta era mi hija. Tengo entendido que la dejaste morir. Y ahora, por algún extraño y malévolo encantamiento, mi único hijo se inclina ante ti para alabarte. Toda mi gente murmura y sonríe al verte, como si se sumieran repentinamente en un trance.
Al oír hablar a Keffria, Ronica sintió un extraño revuelo interior. ¿Cómo se atrevía a hablarle así a una criatura tan gloriosa y benevolente, a una criatura que había rescatado a todo el Mitonar, a la criatura responsable de la muerte de Malta? Durante unos segundos, Ronica se sintió desorientada, como si acabara de despertar de un profundo sueño.
***
—Madre —empezó a rogar Selden, mientras la cogía del brazo.
Keffria mantuvo a su hijo a un lado, para que no se expusiera al peligro, y siguió hablando. Tenía el corazón rebosante de odio hacia la que había manipulado a todos los asistentes. La rabia manaba junto al dolor.
—Yo no voy a sucumbir a tus encantos. Voy a encontrar la manera de vengarme de ti. Si resulta tan inconcebible que no pueda venerar a la que dejó morir a mi hija, será mejor que acabes conmigo ahora mismo. Échame tu aliento, y derrite mis carnes hasta los huesos. Al menos servirá para abrirle los ojos a mis hijos, y a todos los que se están humillando ante ti. —Escupió esas últimas palabras. Sus ojos se pasearon por entre la multitud—. Os negasteis a escuchar las palabras de Reyn Khuprus. Mirad ahora cómo es en verdad esta criatura.
La dragona echó la cabeza hacia atrás. La tenue luz que desprendían los ojos de plata de la serpiente hizo que parecieran estrellas blanquecinas. Abrió su enorme mandíbula, y Keffria, que por fin había hecho acopio de valentía, no se movió. Los ojos de Selden miraban alternativamente a su madre y a la dragona. Estaba paralizado de espanto. A Keffria le dolió que no fuera capaz de elegir a una de las dos, pero mantuvo el tipo. El resto de la gente se había alejado de Keffria en cuanto la dragona había empezado a echar su aliento. De repente, la madre de Keffria se abrió paso entre la muchedumbre, hasta llegar a la altura de su hija. La cogió del brazo. Y se quedaron allí quietas, desafiando a la criatura que se había llevado la vida de Malta y el corazón de Selden. Keffria recuperó el habla.
—¡Devuélveme a mis hijos! ¡O, si no, mátame!
Reyn Khuprus surgió de alguna parte, se precipitó hacia ellos, y los empujó a todos a un lado. Keffria se tambaleó, y Ronica cayó ante sus ojos. Oyó el grito de horror de Jani, desde la plataforma. El joven mercader de los Territorios Pluviales acababa de tomarles el relevo.
—¡Corred! —les ordenó, antes de darse la vuelta para mirar de frente a la dragona, con el rostro escamado encendido de ira—. ¡Tintaglia! —rugió—. ¡Ya basta! —Empuñaba una espada con la mano derecha.
Curiosamente, la dragona se quedó paralizada, con la mandíbula aún abierta. Una única gota de líquido venenoso colgaba de uno de sus múltiples dientes. Cuando cayó al suelo de piedra de la sala de reuniones, chisporroteó, y se formó un agujero.
Pero no había sido Reyn quien la había detenido, sino Selden. Se había colocado en la parte delantera de la plataforma y había estirado el cuello para hacerse notar por Tintaglia.
Al advertir todas las precauciones que tomaba su hijo para acercarse a la dragona y hablar con ella, Keffria se tranquilizó.
—¡Por favor, no les hagas daño! —chilló el muchacho, implorante. Acababa de olvidar sus buenas maneras—. Por favor, dragona. Son mi familia. Los quiero tanto como tú a los tuyos. Lo único que queremos es que vuelva mi hermana. Con todo el poder que tienes, ¿no podrías ayudarnos? ¿No podrías traerla de vuelta?
Reyn cogió a Selden por los hombros, y lo empujó hacia los brazos de su madre. Keffria lo abrazó sin pronunciar palabra. Su hijo seguía siendo su hijo, a pesar de todas esas escamas que habían aparecido en su rostro. Lo abrazó fuerte contra su pecho, y sintió como su propia madre la agarraba a su vez del brazo. Los Vestrit se mantendrían unidos bajo cualquier circunstancia.
—Nadie es capaz de resucitar a los muertos, Selden —afirmó rotundamente Reyn—. No le pidas cosas inútiles. Malta está muerta. —Cuando giró la cabeza para mirar a la dragona, una de las lámparas iluminó su rostro escamado. En ese instante, Reyn se pareció más que nunca a Tintaglia—. Keffria tiene razón. No me dejaré seducir por tus encantos. ¡Qué más da lo que puedas hacer por el Mitonar! Voy a contarle a esta gente cómo eres en realidad, para evitar que otros caigan en tus redes. —Se dio la vuelta para mirar a la multitud reunida, y abrió los brazos—-. ¡Oídme, habitantes del Mitonar! La dragona os ha hechizado con sus encantos. No podéis confiar en ella, porque no mantiene su palabra. Romperá el acuerdo que establezcáis cuando le convenga, alegando que una criatura tan poderosa como ella no ha de rebajarse a tratar con seres tan insignificantes como nosotros. ¡Ayudadla, y estaréis ayudando a restaurar una raza de tiranos! Hay que enfrentarse a ella ahora que está sola.
Tintaglia echó la cabeza hacia atrás, y descargó su frustración con un rugido que hizo temblar a las mismísimas estrellas. Keffria retrocedió, pero no salió huyendo. La dragona levantó las garras delanteras del muro en el que estaban apoyadas, tomó impulso, y volvió a apoyarlas con fuerza. La piedra se fisuró con el impacto.
—¡Ya estoy harta de ti! —le dijo a Reyn—. Dices que soy una mentirosa. Contaminas sus mentes con tus venenosas palabras. ¿Miento? ¿No mantengo mi palabra? Mírame a los ojos, humano, y te darás de bruces con la verdad.
Lo empujó con su enorme cabeza, pero Reyn mantuvo el equilibrio. Ronica intentó tirar de los hombros de Keffria, para que retrocediera, pero su hija no se movió. Estaba concentrada en mantener agarrado a Selden, que trataba desesperadamente de acercarse a la dragona. Parecía un escenario esculpido con miedos y deseos. De repente, Keffria dejó de oír la respiración de Reyn. Los ojos giratorios de la dragona lo habían hechizado. Reyn, cuyos músculos estaban todos tensos, como si estuviera llevando a cabo un gran esfuerzo de resistencia, no pudo evitar acercarse a la dragona. Keffria consiguió agarrarlo del brazo, y tuvo la impresión de estar sujetando una roca. Los labios de Reyn se movieron, pero no emitieron sonido alguno.
De repente, los ojos de la dragona dejaron de girar en espirales de plata. Reyn cayó a sus pies como una marioneta a la que le acabaran de cortar las cuerdas. Se quedó tendido sobre el suelo de piedra, inconsciente.
***
Reyn ignoraba que la dragona podía penetrar en su mente con tanta facilidad. Cuando la miró a los ojos, sintió que le hablaba desde el interior de su mente. «Hombre de poca fe», le dijo con ferocidad. «Me estás juzgando a través de tus propios errores. No te he traicionado. Me estás cargando a mí la culpa de tu propia incapacidad para encontrar a tu hembra, cuando yo cumplí con mi palabra. No pude rescatar a Malta. Hice lo imposible por ayudarte, pero tuve que dejarte terminar a ti mismo la tarea. No tengo la culpa de que fallaras, y no merezco ser vilipendiada por ello. El error fue tuyo, machito. Y no te he mentido. Abre tu mente. Entra en mí, ahora, y sabrás que digo la verdad. Malta vive.»
Ya había entrado en contacto con el alma de Malta en otras dos ocasiones. En la mística intimidad de la caja de sueños, gracias al polvo de tronconjuro, habían conseguido unirse. Habían soñado juntos. Aquel recuerdo todavía lo hacía vibrar de excitación. En la unidad de la caja de sueños, había sentido su presencia de una manera inconfundible. Había algo más, aparte del olor, del tacto, o del sabor de sus labios: era la esencia de Malta.
La dragona se adueñó de su mente, y no pudo zafarse de ella. Se debatió hasta que empezó a sentir otra presencia en su mente. Le llegó una extraña sensación de familiaridad, volátil, como una esencia en el viento. Malta. La sintió a través de la dragona, pero no pudo tocarla. Era tan frustrante como ver su silueta detrás de una cortina, o sentir su olor y la calidez de su mejilla en una almohada recién abandonada por ella. Se dejó guiar por esas sensaciones, anhelante, pero no llegó a ninguna parte. No pudo ignorar, en cambio, los esfuerzos que estaba haciendo Tintaglia por separar la esencia de Malta de la maraña de sensaciones que le llegaban. Tan pronto aparecía clara y distintamente, como se desvanecía entre recuerdos de viento, de lluvia, y de agua salada. «¿Dónde está?», le preguntó su mente a la de Tintaglia, sin rodeos. «¿Cómo está?»
—¡Eso no puedo saberlo!, —contestó la dragona, desdeñosamente—. ¡Sería como intentar respirar un sonido, o probar la luz del sol! Este tipo de conexiones no están hechas para fluir entre un humano y una dragona. No podéis darnos reciprocidad. Ahora mismo, ella ignora tus anhelos. Solo puedo decirte que vive, en algún lugar, de alguna manera. ¿Me crees ahora?
***
—Creo que Malta está viva. Malta vive. Vive —murmuró Reyn, con la voz ronca. Habría sido difícil adivinar si lo que sentía era júbilo o abatimiento.
Jani trepó hasta el estrado, y se abrió paso a través de la multitud, para arrodillarse junto a su hijo. Luego, con el cuerpo de Reyn entre sus brazos, contempló a Selden.
—¿Qué le ha hecho a mi hijo? —preguntó, entre lágrimas.
Keffria los miró a ambos. ¿Sabía Jani cuánto se parecía a la dragona? Desde las diminutas escamas de sus labios y sus párpados, pasando por el tenue brillo de sus ojos bajo la luz de la lámpara, todo su rostro contribuía a crear ese efecto. Jani estaba arrodillada junto al cuerpo de Reyn, y lo miraba, de la misma manera que Tintaglia los miraba a ambos. ¿Cómo podía preguntar algo así una mujer que se parecía tanto a una dragona? Selden se arrodilló junto a ellos pero, una vez más, se quedó embelesado mirando a la criatura. Movía los labios, como si estuviera rezando, pero tenía los ojos fijos en Tintaglia.
—No lo sé —le contestó Keffria a su hijo.
Bajó la vista hasta el prometido de Malta. Él también parecía medio dragón, pero había arriesgado su vida para salvar la de su hija. El corazón de Reyn era tan humano como el suyo. Le echó una ojeada a su propio hijo, que seguía mirando intensamente a la dragona. Un destello iluminó la superficie escamada del rostro de Selden. Él también se había enfrentado a la dragona para salvar a su familia. Seguía siendo de los suyos. Y, de algún modo extraño, también lo era Reyn. Keffria posó su mano sobre el pecho de Reyn.
—Quédate ahí—le pidió—. Todo va a salir bien. Tú solo quédate ahí.
Por encima de ellos, la dragona echó la cabeza hacia atrás, y declaró triunfalmente:
—¡Me cree! ¡Ya veis que no miento, habitantes del Mitonar! Venid. Vamos a sellar este pacto que hemos concluido, y mañana empezará una nueva vida para todos nosotros.
Jani se incorporó de un salto.
—No estoy de acuerdo. ¡Aquí no se sella ningún pacto hasta que no sepa lo que le has hecho a mi hijo!
Tintaglia miró despreocupadamente a Reyn.
—Lo he iluminado, mercader Khuprus. No volverá a dudar de mí.
De repente, Reyn agarró la muñeca de Jani con su mano escamada. Sus ojos se clavaron en los de ella.
—Malta vive —le prometió, con todo su corazón—. Es verdad que está viva. He conectado mi mente con la suya a través de la dragona.
Ronica suspiró de alivio. Keffria, en cambio, no se lo acababa de creer. ¿Sería verdad, o sería otra artimaña dragona?
Los ojos cobrizos de Reyn resplandecieron mientras intentaba incorporarse. Suspiró, entrecortadamente.
—Sella el pacto que quieras con los habitantes del Mitonar, Tintaglia —dijo, en voz baja—. Pero, antes de que lo hagas, sellaremos uno entre nosotros dos —se le quebró la voz—. Gracias a ti, he conseguido la pieza del puzzle que me faltaba. —Levantó la vista para mirarla a los ojos, osadamente, mientras le ofrecía—: A lo mejor han sobrevivido más dragones como tú.
Al oír esa última frase, Tintaglia se quedó paralizada. Luego, movió ligeramente la cabeza, mientras reflexionaba.
—¿Dónde? —preguntó.
Antes de que Reyn pudiera contestarle, Mingsley había bajado del estrado para interponerse entre Reyn y la dragona.
—¡Esto no es justo! —exclamó—. ¡Habitantes del Mitonar, escuchadme! ¿Nos representan única y exclusivamente los habitantes de los Territorios Pluviales? ¡No! ¿Debería este hombre paralizar nuestras negociaciones para resolver un asunto del corazón? ¡Por supuesto que no!
Selden lo interrumpió.
—¿Un asunto del corazón? ¡Estamos hablando de la vida de mi hermana! —Dirigió su mirada hacia la dragona—. La quiero tanto como tú a tus serpientes, Tintaglia. Créeme. Demuéstrales a todos que las necesidades de mi familia te importan tanto como las de la tuya.
—¡Silencio! —La dragona bajó la cabeza, y empujó a Mingsley hacia un lado. Centró su atención en Reyn—. ¿Otros dragones? ¿Los has visto?
—Todavía no. Pero podría encontrarlos —contestó Reyn. Una leve sonrisa iluminó su rostro, pero siguió mirándola con dureza—. Siempre que hagas lo que te sugiere Selden. Tendrás que demostrar tanta empatia por los asuntos de nuestra especie como la que esperas recibir de nosotros.
De repente, la dragona levantó la cabeza, las aletas de su nariz empezaron a vibrar, y sus ojos giraron frenéticamente. Habló como para sí misma.
—¿Encontrarlos? ¿Dónde?
Reyn sonrió.
—No tengo ningún reparo en decírtelo. Necesitarás el trabajo de un hombre para desenterrarlos. Si los Ancianos se llevaron un capullo de dragón a una ciudad para protegerlo, a lo mejor lo hizo también en otras ciudades. Es justo, ¿no? Tú me devuelves a mi amor y yo me dedico a rescatar a los supervivientes de tu especie.
Los ojos de la dragona brillaron con intensidad. Dio un latigazo de alegría con la cola que, desde el exterior, fue interpretado como algo malo. En efecto, Keffria oyó los gritos de espanto de los presentes. Dentro de los muros de la sala, sin embargo, Reyn se mantuvo firme, a punto como estaba de ganar la batalla. A su alrededor, todos estaban expectantes.
—¡Hecho! —rugió la dragona. Movió las alas, vibrante de excitación, como si ya estuviera impaciente por levantar el vuelo. Revolvió el aire frío de la noche, que se coló, como un susurro, entre la muchedumbre agolpada en el edificio sin tejado—. En cuanto salga el sol, los demás se quedarán planificando el dragado del río y, mientras tanto, tú y yo iniciaremos nuestra búsqueda entre las ruinas de las ciudades ancianas.
—No —Reyn no levantó el tono.
El rugido ultrajado de la dragona, en cambio, retumbó en la noche oscura. Se oyeron gritos de terror, y alguna gente empezó a temblar. Reyn, en cambio, no se movió un ápice. Se mantuvo firme, mientras la dragona descargaba su enfado.
—Malta primero —dictaminó Reyn cuando Tintaglia tuvo que dejar de rugir para coger aire.
—¿Buscar a tu hembra mientras mi especie está enterrada en lugares fríos y oscuros? ¡No! —Esta vez, el rugido furioso de la dragona hizo vibrar hasta el suelo, por debajo de los pies de Keffria. También le retumbaron los oídos.
***
—Escúchame, dragona —prosiguió Reyn, conservando la calma—. El momento ideal para explorar y cavar es el verano, cuando las aguas están a su más bajo nivel. Ahora, en cambio, es el momento ideal para buscar a Malta. —Cuando la dragona echó la cabeza hacia atrás y se dispuso a abrir su mandíbula, le gritó—: Para que esto funcione, tendremos que negociar de igual a igual, sin amenazas. ¿Vas a tranquilizarte, o tendremos que vivir los dos con nuestras pérdidas?
Tintaglia bajó la cabeza. Sus ojos giraron de rabia, pero el tono de su voz sonó casi normal.
—Sigue hablando —le pidió.
Reyn cogió aire.
—Me ayudarás a salvar a Malta. Y, después, yo me dedicaré en cuerpo y alma a recorrer las ciudades de los Ancianos, no ya para buscar tesoros, sino para encontrar dragones. Ese será nuestro acuerdo. Los asuntos que tienes que tratar con el Mitonar son algo más complicados. El dragado de un río a cambio de la protección de nuestra costa, además de otras estipulaciones. ¿Vais a sellar el acuerdo por escrito, y aceptar los términos en los que este os una? —La mirada de Reyn fue de la dragona a Devouchet—. Por mi parte, estoy deseando cerrar este asunto con mi palabra. ¿Procederá de igual modo el Consejo del Mitonar?
Arriba, desde el estrado, Devouchet lanzaba miradas cargadas de incertidumbre. Keffria supuso que se había puesto nervioso al darse cuenta de que le había sido devuelto el control de la situación. Poco a poco, el mercader recuperó la calma. Keffria vio, para su sorpresa, como sacudía la cabeza.
—No. Lo que ha sido debatido esta noche en el Consejo del Mitonar cambiará la vida de todas las personas que viven en esta tierra. —El mercader paseó su mirada, cargada de seriedad, sobre la multitud allí reunida—. Un acuerdo de esta magnitud debe ser redactado y firmado. —Cogió aire—. Propongo, además, que no sea firmado únicamente por nuestros líderes sino que, al igual que hicimos antiguamente, todos los interesados dejen su huella en el documento. Esta vez, sin embargo, tendrán que firmar todos aquellos, tanto jóvenes como Ancianos, que deseen permanecer en el Mitonar. Todos los firmantes quedaran unidos entre sí, más allá del acuerdo que les una a la dragona.
Un murmullo recorrió la asamblea, pero Devouchét siguió adelante.
—Todos aquellos que firmen el acuerdo aceptarán someterse a las reglas del viejo Mitonar. Cada cabeza de familia ganará, a cambio, un voto en el Consejo del Mitonar, como siempre se ha hecho entre mercaderes. —Miró a su alrededor, incluyendo a los líderes que aún se encontraban en el estrado—. Cuando se produzca algún conflicto, todos deberán aceptar las deliberaciones del Consejo del Mitonar, que serán inapelables. Y también sería conveniente celebrar unas elecciones para renovar el Consejo del Mitonar, y asegurarse así de que cada uno de los grupos tenga voz en él.
Devouchét volvió a centrar su mirada en la dragona.
—Tú también tendrás que firmar para demostrar que aceptas los términos de nuestro acuerdo. Y tendrás que recuperar al Kendry, y llamar de vuelta a las otras naos redivivas porque, de lo contrario, no podremos trasladar trabajadores ni materiales río arriba. Después, tendrás que estudiar nuestros planos, para ayudarnos a modificar aquellas partes del río que peor conocemos, y para enseñarnos dónde tendremos que hacer ese dragado.
La muchedumbre ya comenzaba a asentir cuando la dragona se puso a resoplar, visiblemente disgustada.
—¡No puedo perder el tiempo con papeleos y firmas! ¡Considéralo hecho, y pongámonos manos a la obra!
Reyn tomó la palabra antes de que cualquier otro pudiera hacerlo.
—Cuanto más rápido, mejor; en eso estamos de acuerdo tú y yo. Si ellos desean firmar un acuerdo, que lo firmen. Lo que yo deseo, en cambio, es darte mi palabra, y aceptar la tuya.
Reyn cogió aire. Cuando volvió a hablar, lo hizo en un tono más formal.
—¿Dragona Tintaglia, tenemos un acuerdo?
—Lo tenemos—le contestó ella. La dragona miró a Devouchét, y al resto de personas que se encontraban en el estrado—. Redactad rápidamente ese acuerdo, si eso es lo que deseáis. Pero, en lo que a mí respecta, ya estamos unidos por la palabra. Mañana, Tintaglia empezará a hacer lo que ha prometido. Espero que cumpláis con vuestra parte del trato con su misma celeridad.