Capítulo 16
La oferta de Tintaglia

Reyn inspiró profundamente y abrió los ojos en la oscuridad. Había soñado que la dragona estaba atrapada en su ataúd. Al recordarlo, volvió a tener palpitaciones, y su cuerpo se empapó de sudor. Estaba tumbado, jadeando y maldiciendo a la criatura, y a los recuerdos que le había dejado. Debería intentar dormirse de nuevo. Pronto comenzaría su turno de guardia, y se arrepentiría de no haber intentado volver a conciliar el sueño después de aquella pesadilla. Contuvo la respiración para escuchar los ronquidos profundos de Grag, y la respiración tranquila de Selden. No dejaba de dar vueltas intentando encontrar una posición más cómoda entre las sábanas empapadas en sudor. Estaba agradecido de que le hubieran dado una cama para él solo; la mayoría de los demás estaba compartiendo. Durante los últimos días, la familia Tenira había estado acogiendo a muchos individuos de un amplio espectro de gentes del Mitonar.

A la reciente alianza entre los viejos y los nuevos mercaderes, los esclavos, y el pueblo de las Tres Naves, le había faltado poco para morir recién nacida. El grupo que se había reunido alrededor de la mesa de los Tenira, al que había que sumar a algunos representantes de los nuevos comerciantes, se había atrevido a llamar a la puerta de la mansión de Restart, y había pedido entrar. Los espías de la comitiva habían visto pasar, un poco antes, a los últimos nobles del Consejo del Mitonar. También se encontraban reunidos un cierto número de los más acérrimos seguidores de Roed. Reyn se había preguntado si no estarían poniéndose ellos mismos la soga al cuello. No obstante, al recibirlos, Serilla se había mostrado tranquila. Detrás del hombro izquierdo de la compañera, Roed Caern los fulminaba con la mirada. A pesar del ceño fruncido y de las quejas de su hombre de confianza, Serilla los había invitado a entrar y a unirse a la «discusión informal sobre el estado del Mitonar». Pero, cuando los miembros ya presentes se estaban apretando en la mesa de reuniones para hacerles un hueco a los recién llegados, habían comenzado a oírse las sirenas de alarma de la ciudad. Mientras salía disparado hacia fuera, Reyn se había temido una traición. Un centinela apostado en el tejado había gritado que una flotilla de naves chalazas estaba acercándose al puerto del Mitonar. Roed Caern había sacado una espada, y había gritado que los nuevos comerciantes habían invadido esa reunión con la esperanza de cargarse a todos los líderes sensatos del Mitonar de una sola vez, mientras sus aliados chalazos atacaban la ciudad. Se había lanzado a la caza de los emisarios de los nuevos comerciantes junto con sus seguidores, que parecían perros rabiosos. Todos ellos empezaron a sacar los cuchillos que habían prometido no traer.

La primera gota de sangre que había sido derramada durante el ataque chalazo había caído en el rellano de Restart. Los nobles del Consejo de Mercaderes le habían plantado cara a Roed, impidiendo que sus hombres masacraran a los delegados de la Tres Naves, de los Tatuados, y de los nuevos comerciantes. La reunión se había disuelto cuando sus participantes habían empezado a huir de la locura de Roed, y se habían precipitado a defender sus casas y sus familias de los invasores. Eso había ocurrido tres días atrás.

Los chalazos habían llegado a la playa en tropel. Sus navios y galeras habían tomado el control del puerto, y derrotado a los guerreros que estaban apostados en la arena y en los muelles. Habían vencido a los desorganizados habitantes del Mitonar, y se habían llevado al Kendry. Un equipo de valientes tripulantes había intentado darles caza fuera del puerto. La nao se había ido en contra de su voluntad. Cuando los barcos chalazos lo habían arrastrado hasta el mar abierto, se había resistido. Más allá de eso, Reyn no sabía lo que les había ocurrido a esa nao y a su tripulación. Se preguntaba si los chalazos tendrían la capacidad de obligar al Kendry a llevarlos río arriba hasta Casárbol. ¿Habrían mantenido vivos a los tripulantes para chantajear a la nao?

Los chalazos se habían adueñado del puerto, y de los edificios colindantes. Y, ahora, sus manos ávidas estaban a punto de cerrarse sobre el corazón del Mitonar. Cada día se adentraban en una nueva zona de la ciudad, la saqueaban, y quemaban sistemáticamente lo que no podían llevarse con ellos. Reyn jamás había visto tanta destrucción junta. No obstante, dejaban intactos algunos edificios estratégicos, almacenes en los que podían guardar sus botines, y edificios de piedra desde los que los habitantes del Mitonar defendían la ciudad. De todo el resto no quedaron más que escombros. Los chalazos no distinguían entre viejos mercaderes, nuevos comerciantes, pescadores, vendedores ambulantes, putas o esclavos. Robaban y mataban indiscriminadamente. Habían incendiado toda la extensa línea de viviendas de las Tres Naves, destruido sus embarcaciones pesqueras, y aniquilado u obligado a sus habitantes a refugiarse en los hogares de sus vecinos. Los chalazos no tenían ningún interés en negociar. No habría posibilidad de rendición. Los prisioneros habían sido encadenados y subidos a bordo de uno de los barcos mercantes, para ser después conducidos a sus nuevas vidas de esclavos, en chalaza. Si los invasores habían tenido algún aliado en el Mitonar, lo habían traicionado. Nadie se había librado del desastre.

—Tienen intención de quedarse —dijo Grag con seguridad—. Una vez que hayan matado o esclavizado a toda la población del Mitonar, los chalazos se establecerán aquí, y la Bahía del Mitonar no será más que otra extensión de Chalaza.

—¿Te he despertado yo? —le preguntó Reyn, en voz baja.

—No del todo. No consigo dormirme profundamente. Estoy cansado de esperar. Sé que tenemos que organizar la resistencia. Ha sido muy duro aguantar tanto caos durante todo este tiempo. Y, ahora que ha llegado el momento, no podemos permitirnos esperar, pero me gustaría que tuviéramos más tiempo para prepararnos. Me gustaría que mamá y las niñas pudieran huir a las montañas. A lo mejor podrían esconderse allí hasta que todo esto terminara.

—¿Qué terminara, en qué sentido? —preguntó Reyn en tono sarcástico—. Sé que tenemos que conservar la esperanza, pero no me creo que vayamos a ganar esta batalla. Si los expulsamos de nuestras playas, se retirarán a sus naves a preparar un nuevo asalto. Mientras tengan el control del puerto, controlarán el Mitonar. ¿Cómo sobreviviremos sin actividad comercial?

—No lo sé. Pero no hay que perder la esperanza —insistió Grag, obstinadamente—. Al menos todo este caos ha servido para que nos reunamos. Ahora todos tendrán que hacerse a la idea de que solo sobreviviremos si nos mantenemos unidos.

Reyn intentó que su voz sonara optimista, pero no lo consiguió.

—Hay esperanza, pero es pequeña. Si nuestras naos redivivas volvieran y los acorralaran en el puerto, creo que todo el Mitonar se uniría a ellos. Si tuviéramos alguna manera de rodearlos entre la playa y el delta del puerto, podríamos matarlos a todos.

El miedo creció en la voz de Grag.

—Me gustaría saber dónde están nuestras naos o, al menos, cuántas de ellas están todavía en funcionamiento. Sospecho que fueron los chalazos los que alejaron a nuestras naos. Salieron disparados y nosotros los perseguimos, posiblemente hasta un lugar en el que nos estuviera esperando una flota mucho más grande, con la intención de aniquilarnos. ¿Cómo hemos podido ser tan estúpidos?

—Somos comerciantes, no guerreros —contestó Reyn—. Nuestra mayor fuerza también es nuestra mayor debilidad. Todo lo que sabemos hacer es negociar, y nuestros enemigos no están interesados en eso.

Grag emitió un sonido, a medio camino entre un suspiro y un gruñido.

—Ese día, tendría que haber estado a bordo de Ofelia. Tendría que haberme ido con ellos. Esta espera, el no saber lo que le ha ocurrido a mi padre y a su nao... me está matando.

Reyn guardaba silencio. Sabía demasiado bien que las inseguridades de un hombre podían destrozarle el alma. No insultaría a Grag diciéndole que sabía lo que sentía. El dolor de cada hombre era solo suyo. En lugar de eso, le ofreció:

—Ya que los dos estamos despiertos, podríamos levantarnos. Vamos a hablar a la cocina, para no despertar a Selden.

—Selden está despierto —susurró el muchacho. Se incorporó—. Está decidido. Hoy me voy con vosotros. Voy a luchar.

—No —Reyn no tardó ni un segundo en prohibírselo, y solo después templó sus palabras—. No creo que eso sea muy sabio, Selden. Tienes que cuidar tu posición social. Puede que seas el último heredero de tu familia. No deberías arriesgar tu vida.

—Me arriesgaría más si me quedara aquí como un cobarde y no hiciera nada. Reyn. Por favor. Sé que no lo hacen a propósito, pero mi madre y mi abuela me hacen sentir... pequeño. ¿Cómo voy a aprender a ser un hombre, si no paso tiempo con otros hombres? Necesito ir con vosotros.

—Selden, si te vienes hoy con nosotros, puede que no llegues a convertirte en un hombre —Grag lo puso sobre aviso—. Quédate aquí. Protege a tu madre y a tu abuela. Así es como mejor puedes servir al Mitonar. Y es tu deber.

—No seas condescendiente—le contestó el chico, agresivamente—. Si el ruido de las espadas llega hasta aquí, nos matarán a todos, porque vosotros ya estaréis muertos. Voy a irme con vosotros. Sé que pensáis que os voy a estorbar, que vais a tener que protegerme. Pero no va a ser así. Os lo prometo.

Grag se dispuso a objetar algo, pero Reyn los interrumpió a ambos.

—Sigamos discutiéndolo en la cocina. Me gustaría tomar un poco de café.

—Imposible —le interrumpió Grag, malhumorado. Enseguida, Reyn vio que se estaba esforzando por bajarse los humos—. Lo que sí hay es té.

No eran los únicos que no podían dormir. Alguien había encendido el gas y puesto a hervir a fuego lento un cazo lleno de gachas. La madre y la hermana de Grag, así como las mujeres Vestrit, cocinaban sin descanso en la enorme habitación. Pero no había bastante trabajo como para mantenerlas a todas ocupadas. Un murmullo de voces les llegó desde el salón comedor. A medida que se hacía la comida, iban llegando bandejas a la mesa. Ekke Kelter también estaba allí. Le dedicó una cálida sonrisa a Grag mientras le servía una taza de té. Luego, se sentó frente a él en la mesa de la cocina, y dijo, con total naturalidad:

—Los guerreros ya se han marchado. Querían estar seguros de sus posiciones antes de que empezara el ataque.

Reyn sintió una extraña punzada en el corazón cuando vio la columna de humo y llamas que salía del almacén de la familia Drur. Era la señal que debía dar comienzo al ataque. De repente, todo se volvía real. Un puñado de espías atrevidos, en su mayoría jóvenes esclavos, había señalado que ese era el lugar en el que los chalazos habían amontonado su botín. Con toda probabilidad, acudirían a apagar el fuego. El Mitonar haría arder sus riquezas si con eso lograban atraer a los chalazos a un lugar céntrico. Una vez que las llamas empezaran a consumir el almacén, los arqueros intentarían destruir las naves chalazas lanzándoles flechas en llamas. Por otro lado, un equipo de hombres de las Tres Naves, con los cuerpos engrasados para protegerse de las frías aguas, nadarían hasta las naves chalazas y echarían sus anclas para que no pudieran huir.

Los diversos grupos de atacantes del Mitonar habían planeado estas distracciones para desorientar a los invasores antes de ejecutar el ataque final, al amanecer. Cada hombre se había armado lo mejor que había podido. Las espadas, antiguas reliquias familiares, serían empuñadas junto a los garrotes, a los cuchillos de carnicero, a los arpones y a las hoces. Mercaderes y pescadores, jardineros y esclavos, todos empuñarían sus herramientas de trabajo para librar la batalla que se anunciaba. Reyn se frotó los ojos. Morir ya resultaba bastante duro en sí: ¿no podían haberse equipado algo mejor? Reyn se sirvió una taza de té y, sin pronunciar palabra, les deseó todo lo mejor a los pobres saboteadores que se deslizaban, sin ruido, entre las frías y lluviosas sombras.

Selden, que estaba sentado detrás de él, le agarró con fuerza la muñeca, por debajo de la mesa. Cuando Reyn le dedicó al chico una mirada interrogativa, una sonrisa macabra iluminó su rostro.

—Puedo sentirlo —dijo en voz baja—. ¿Tú no?

—Es natural tener miedo —le dijo al muchacho, para reconfortarlo.

Pero Selden se limitó a sacudir la cabeza, y a soltar la muñeca de Reyn. El corazón le dio un vuelco. El hermanito de Malta había pasado por demasiadas experiencias traumáticas para un chico de su edad. Eso le había afectado al cerebro.

Ronica Vestrit trajo pan recién hecho a la mesa. La anciana había trenzado su cabello grisáceo, y se lo había recogido con horquillas. En el momento en el que Reyn se disponía a agradecerle el pan a Ronica, su propia madre entró en la habitación. No llevaba su velo. Ninguno de los habitantes de los Territorios Pluviales había vuelto a cubrirse el rostro desde que Reyn se lo había retirado durante la reunión del Consejo. Si todos debían formar parte de ese nuevo Mitonar, deberían poder mirarse a los ojos unos a otros. ¿Eran sus cobrizos y brillantes ojos escamados realmente diferentes de los tatuajes que se extendían por los rostros de los Tatuados? Su madre también se había trenzado y recogido el pelo. Y llevaba pantalones, en vez de las amplias faldas que solía ponerse. Cuando Reyn la miró, desconcertado, Keffria le dijo simplemente:

—Cuando ataquemos, no quiero que la falda entorpezca mis movimientos.

Reyn le sostuvo la mirada. Esperaba esa sonrisa materna que le indicara que se trataba de una broma. Pero no sonrió. Solo dijo, en voz baja:

—No había ninguna razón para que discutiéramos esto. Sabíamos que estaríais todos en contra. Ya es hora de que los hombres del Mitonar recuerden que, para llegar aquí, las mujeres y los niños se arriesgaron tanto como sus hombres. Todos lucharemos hoy. Será mejor morir en la batalla que vivir como esclavas después de que nuestros hombres murieran intentando protegernos.

Grag tomó la palabra, con una sonrisa totalmente deshecha.

—Eso sí que es ser optimista. —Sus ojos se detuvieron unos segundos sobre su madre— ¿Tú también?

—Claro. ¿O es que creías que solo valía para cocinarte, y para mandarte luego a morir? —Naria Tenira le soltó las palabras con amargura, mientras colocaba una tarta de manzana recién hecha sobre la mesa. Sus siguientes palabras fueron más dulces—. La he hecho para ti, Grag. Sé que es tu favorita. También hay carne, queso y cerveza en el salón comedor, si lo prefieres. Los que se levantaron antes que vosotros prefirieron hacer una comida consistente antes de afrontar el frío.

Esa podía ser su última comida juntos. Si los chalazos los invadían hoy, encontrarían la despensa vacía. Ya no tenía sentido conservar nada, ni la comida, ni las vidas de los seres queridos. A pesar de la destrucción imperante, o a lo mejor gracias a ella, la fruta recién horneada, recubierta de miel y de canela, nunca le había olido tan bien a Reyn. Grag cortó porciones generosas. Reyn le dio la primera porción a Selden, y luego aceptó otra para él.

—Gracias —murmuró. No se le ocurría nada más que decir.

***

Mientras Tintaglia giraba en círculos sobre la ciudad del Mitonar, la rabia que tenía en su interior empezó finalmente a hervir. ¿Cómo se atrevían a tratar así a una dragona? Puede que fuera la última de su especie, pero seguía siendo una señora de los Tres Reinos. En Casárbol, la habían echado como si fuera una vulgar ladrona llamando a su puerta. Cuando había sobrevolado en círculos la ciudad, y había empezado a rugir para hacerles saber que pensaba aterrizar allí, no se habían molestado en limpiar el puerto de gente. Y, cuando finalmente había logrado posarse sobre tierra firme, la gente había huido chillando, mientras sus alas en movimiento hacían rodar barriles y cajas hasta el río.

Se habían escondido de ella, y la habían tratado desdeñosamente, en vez de darle la bienvenida que se merecía y de ofrecerle carne. Se había dicho a sí misma que tenían miedo, y había esperado. Pronto verían que no tenían nada de lo que temer, y celebrarían su llegada. Pero, en lugar de eso, le habían enviado un batallón de hombres armados con flechas y lanzas, y protegidos con escudos caseros, que habían avanzado, todos a una, como si ella fuera una vaca extraviada que debían devolver al rebaño, en vez de una dama a la que debían satisfacer.

A pesar de todo, no se había alterado. Habían transcurrido numerosas generaciones desde la última vez que un dragón los había visitado. A lo mejor habían olvidado las fórmulas de cortesía. Les daría una oportunidad. Pero es que, cuando los saludó como si hubieran cumplido con las formalidades que les correspondían, algunos se comportaron como si no la entendieran, mientras que otros gritaban: «ha hablado, ha hablado», como si eso fuera algo raro. Había esperado pacientemente a que dejaran de pelearse entre ellos. Y, finalmente, había agarrado a una mujer, y la había acercado a ella. La mujer había apuntado a Tintaglia con su lanza, y le había preguntado:

—¿Por qué estás aquí?

Tintaglia podría haberla aplastado, o abierto su mandíbula para rociarla con una nube de toxinas. No obstante, una vez más, se había tragado su rabia, y había preguntado, simplemente:

—¿Dónde está Reyn? Mandádmelo aquí.

La mujer agarró su lanza con más fuerza, para intentar controlar sus nervios.

—¡No está aquí! —proclamó, con una vocecilla estridente—. ¡Ahora, vete, antes de que te ataque!

Tintaglia dio un latigazo con su cola a una pirámide de barriles, que cayeron al río.

—Pues mandadme a Malta. Mandadme a alguien que sea lo suficientemente inteligente como para razonar antes de amenazar.

La obligada portavoz corrió detrás de la línea de guerreros temblorosos, y se concedió unos segundos de respiro. Luego, avanzó apenas un par de pasos por delante de la muchedumbre, y proclamó:

—Malta está muerta, y Reyn no está aquí.

—Malta no está muerta —exclamó Tintaglia, aburrida. Los lazos que la unían a la hembra humana ya no eran tan fuertes, pero tampoco habían desaparecido del todo—. Me estoy cansando de esto. Mandadme a Reyn, o decidme dónde puedo encontrarlo.

La mujer se obstinó en su discurso.

—Solo te diré que no está aquí. Y ahora, ¡fuera!

No podía más. Tintaglia se levantó sobre sus cuartos traseros, para caer luego con fuerza sobre sus patas delanteras, haciendo que el muelle temblara salvajemente. La mujer se tambaleó, y cayó de rodillas, mientras algunos de los guerreros rompían filas para huir. De un coletazo, Tintaglia barrió el muelle de cajas y barriles. Luego, agarró la raquítica lanza de la mujer entre sus dientes y la hizo añicos.

—¿Dónde está Reyn? —rugió.

—¡No se lo digas! —gritó uno de los guerreros, pero otro joven surgió por delante de ellos, y le imploró a la dragona:

—¡No la mates! ¡Por favor! —Barrió a sus compañeros con una mirada feroz—. ¡No sacrificaré a Ala por el bien de Reyn! Él tiene la culpa de que esté aquí la dragona, que se las arregle él con ella. Reyn se ha marchado de aquí, dragona. Se fue al Mitonar, con el Kendry. Si quieres a Reyn, búscalo allí. No aquí. No tenemos nada que ofrecerte, excepto nuestras lanzas.

Algunos le gritaron que era un traidor y un cobarde, pero otros se pusieron de su lado y le dijeron a la dragona que se marchara, que buscara a Reyn. Tintaglia estaba disgustada. Se apoyó de nuevo sobre sus cuartos traseros, permitiéndole a la mujer que se escapara, para caer después con más fuerza sobre sus patas delanteras. Clavó sus garras en el muelle, y las sacó de nuevo, para astillar sus tablas. De un coletazo, aplastó dos barquitos de pesca que estaban amarrados al muelle. Quería que vieran lo poco que le costaba causar tanta destrucción.

—¡No me llevaría nada de tiempo reducir vuestra ciudad a polvo! —rugió—. Recordadlo bien, raquíticos bípedos. Esta no será la última vez que me veáis o que oigáis hablar de mí. Cuando vuelva, os enseñaré lo que es el respeto, y el modo en que debéis recibir a una dama de los Tres Reinos.

Algunos se echaron a correr o, al menos, eso intentaron. Otros la embistieron con sus lanzas. Tintaglia no les puso una garra encima. En lugar de eso, extendió sus alas, las batió ligeramente en el aire, y volvió a pisar fuertemente el suelo. El impacto catapulto a los supuestos defensores al otro lado del muelle. La caída fue dolorosa. Al menos uno de ellos cayó al agua. No esperó a que le hicieran más desplantes y se echó a volar. El muelle se balanceó salvajemente. Todos gritaron mientras se elevaba; algunos con el puño en alto, otros con el miedo en el cuerpo.

A Tintaglia no le importaba lo más mínimo. Escrutó los alrededores. El Mitonar. Debía de ser ese pestilente pueblecillo costero que había sobrevolado al venir hacia acá. Buscaría a Reyn allí. Ese hombre ya había tratado con ella antes. Podría volver a hacerlo, y hacerles entender a los demás el peligro que corrían si no cumplían con su voluntad

Y aquí estaba, ahora, afrontando el viento helado del invierno, dando vueltas sobre ese núcleo de población. Un puñado de estrellas pálidas, salpicaban el cielo por encima de ella. Por debajo, unas cuantas luces amarillas iluminaban el pueblo durmiente. Pronto, el amanecer sacaría a los humanos de sus nidos. Le llegó una ráfaga de humo pestilente. El puerto estaba abarrotado de naves y, a lo largo de la línea de costa, a intervalos irregulares, se habían encendido hogueras. Vio a algunos hombres pasear junto a ellas. Hizo memoria. La guerra. Estaba sintiendo el hedor de la guerra. Debajo de ella, un edificio del puerto del que salía una gruesa columna de humo empezó a arder en llamas. Se oyó un grito. Aguzó la vista, y pudo distinguir las sombras de unos hombres que se alejaban furtivamente, mientras un grupo mucho más grande convergía en el lugar del incendio.

Bajó más, para intentar entender lo que estaba pasando. En cuanto hubo descendido un poco, empezó a oír el silbido inconfundible de las flechas. Los proyectiles inflamados no la alcanzaron, sino que le dieron a una nave que apagó rápidamente el fuego. Una segunda ronda siguió a la primera. Esta vez, una de ellas le dio a una vela, que prendió fuego. Las llamas se extendieron velozmente a los aparejos. Tintaglia batió las alas con energía para ganar altura, y el viento que produjo avivó el fuego que consumía a la embarcación. Unos hombres gritaban de asombro sobre la cubierta de la nave en llamas. Apuntaban primero a la vela que ardía, y luego a la silueta de dragón que sobrevolaba su nave.

Oyó el sonido de un arco al tensarse, y una flecha le silbó en el oído. Evitó ese ataque, pero otra de las raquíticas flechas si que la alcanzó. Se clavó en su vientre escamado sin causarle el más mínimo daño. Estaba tan sorprendida como ofendida. ¿Se atrevían a intentar herirla? ¿A oponerse a la voluntad de una dragona? La ira bulló en su interior. Los cielos llevaban demasiado tiempo vacíos de alas. Definitivamente. ¿Cómo se atrevían los humanos a suponer que eran los dueños de este mundo? Tendría que enseñarles lo ridicula que era aquella creencia suya. Eligió la nave que veía más grande, replegó sus alas, y se lanzó en picado hacia ella.

Nunca antes se había enfrentado a una nave. En todos sus recuerdos de dragona, recordaba muy pocos momentos en que los humanos se hubieran enfrentado a los dragones. Enseguida descubrió que lo de enganchar sus garras a los aparejos era una mala idea.

Las naves se balanceaban de un lado a otro; no sabían como resistir la embestida. Los aparejos y las cuerdas se enredaban en las garras de Tintaglia. Se sacudió violentamente, y consiguió liberarse. Batió las alas para ganar altura. Cuando estuvo fuera de alcance de los chalazos, separó sus garras de la maraña de cuerda, madera y vela que había arrancado de la nave y la dejó caer sobre otra galera, que se fue a pique.

Para la segunda embestida, eligió como presa a una nave con dos mástiles. Cuando los marineros vieron que la dragona se estaba lanzando en picado sobre ellos, inundaron el cielo de flechas, que rebotaron sobre su cuerpo antes de caer de nuevo sobre la nave chalaza. Tintaglia se aproximó a la embarcación, y partió, de un coletazo, sus dos mástiles. Cayeron junto con las velas y los aparejos. La dragona escapó de la zona de peligro y voló al ras de otra galera, lo que hizo que sus hombres saltaran por la borda, muertos de miedo. Tintaglia rugía de placer. ¡Qué rápido habían aprendido a temerla!

Batió las alas, e hizo que se balancearan los barcos más pequeños. Enseguida se elevó un coro de aullidos y exclamaciones de terror que la dragona interpretó como un homenaje a su inmenso poder. Se elevó hasta los cielos, para sobrevolar mejor el puerto. Cuando el sol del invierno apareció en el horizonte, la deslumhró el propio reflejo de su cuerpo centelleante sobre las oscuras aguas. Hizo un barrido de la ciudad con su mirada de lince. Los humanos habían dejado de combatir el fuego, e incluso de combatir entre ellos. Todos los ojos estaban puestos sobre ella, todos los cuerpos estaban paralizados, como si le estuvieran rindiendo culto a su ira. Al ver tantas miradas asustadas, la dragona se llenó de orgullo. Inspiró el aroma del miedo humano, y se intoxicó poderosamente con él. Cogió aire, gritó, y expulsó una nube blanquecina de veneno. Fue arrastrada por la brisa de la mañana. Unos segundos después, le llegaron unos chillidos agónicos. Abajo, en las naves, las gotas de veneno quemaban la piel de los humanos, penetraban en su carne, y perforaban sus huesos y órganos internos. El veneno ácido, formado a partir de las aguas de su lugar de nacimiento, era tan fuerte que podía penetrar en la coraza de un dragón adulto, así que no tenía problema alguno en disolver la blanda carne de los humanos, ni en penetrar después en la madera de sus naves. La más mínima gota formaba una herida incurable. ¡Les estaba bien merecido a esos humanos que habían intentado perforarla con flechas!

Luego, a través de la confusión y de los gritos, del crepitar de las llamas, y del silbido del viento, una voz captó su atención. Giró su cabeza, para intentar separar ese sonido de los demás. Distinguió el canto de una voz de muchacho, aguda, pero no estridente. Entonó su nombre, con suavidad y pureza.

—¡Tintaglia, Tintaglia! ¡Reina azulada de los vientos y los cielos! ¡Gloriosa Tintaglia, mortalmente bella, hermosa en tu furia! ¡Tintaglia, Tintaglia!

Sus ojos de lince divisaron la pequeña figura. El muchacho estaba de pie, solo, encima de un montón de escombros. No debía de ser consciente de que su silueta era una diana perfecta. Se mantenía erguido, alegre, con los brazos levantados, mientras le cantaba en la lengua de los Ancianos. La atrajo con sus halagos, y entonó su nombre, con una dulzura inefable.

Las alas de Tintaglia movían el viento que había entre ellos. Ladeó su cuerpo, y giró en espirales llenas de gracia, a contracorriente. Bailaba con la canción del muchacho, y la envolvía con su encantamiento religioso. No podía resistirse. Descendió más y más abajo para escuchar sus palabras de adoración. Las naves destrozadas huían del puerto. Eso ya no le importaba. Las dejó ir.

La ciudad no estaba concebida para recibir a una dragona. No obstante, no muy lejos de su admirador, había una plaza que podría utilizar como pista de aterrizaje. Mientras batía las alas contra el viento para ralentizar su caída, muchos humanos corrieron a esconderse entre las ruinas de los edificios. No les prestó atención. Una vez que se hubo posado en el suelo, sacudió sus enormes alas, y luego las replegó. Movió su cabeza al ritmo de las palabras del trovador.

—Tintaglia, Tintaglia, que brilla más que el sol y que la luna. Tintaglia, más azul que la franja del arco iris, más brillante que la tierra. Tintaglia, la de las alas rápidas, la de las garras afiladas, implacable con los indignos. Tintaglia, Tintaglia.

Sus ojos giraron de placer. ¿Cuánto hacía que no había oído entonar alabanzas dragonas? Miró al chico, y se dio cuenta de que lo tenía cautivado. Su majestuosidad dragona se reflejaba en los ojos del muchacho. Recordó que ya se habían visto antes. Era el humano al que había rescatado junto con Reyn. Eso resolvía el misterio. En algunas ocasiones, ocurría que un mortal quedaba cautivado por el contacto con un dragón. Los más jóvenes eran especialmente vulnerables a ese tipo de lazos. Miró a la criatura con cariño. Era como una mariposa, condenada a su breve existir y, aun así, se acercaba para venerarla, sin miedo.

Tintaglia desplegó sus alas en busca de su reconocimiento. Era el máximo privilegio con el que un dragón podía honrar a un mortal, aunque su canción infantil apenas lo merecía: por muy dulces que sonaran sus palabras, no era más que un principiante en el arte de la adulación. Batió ligeramente las alas para que sus tonos azules y plateados centellearan bajo la luz del sol del invierno. Selden guardaba silencio, fascinado.

Tintaglia cobró conciencia de que había más gente allí, y aquello la divirtió. La observaban, escondidos detrás de los árboles, o subidos a un muro. Agarraban sus armas con firmeza, en un intento por dejar de temblar de miedo. La dragona arqueó su largo cuello, y se pavoneó delante de ellos, para que pudieran observar sus músculos. Luego estiró sus patas, y se hizo las uñas contra el suelo adoquinado. Finalmente, con toda naturalidad, ladeó la cabeza y contempló a su pequeño admirador. Hizo girar sus ojos deliberadamente para captar el alma del muchacho, hasta que pudo sentir los latidos de dolor de su corazón. Cuando lo liberó de su embrujo, estaba jadeando, pero siguió plantándole cara. A pesar de su corta edad, estaba demostrando ser verdaderamente digno de cantarle alabanzas a una dragona.

—Bueno, trovador —empezó, burlona—. ¿Por qué estás cantando esta canción? ¿Qué quieres de mí?

—Nada. Canto porque me siento feliz de que existas —le contestó, audazmente.

—Eso está bien —le dijo ella.

Los demás, los humanos que se escondían detrás de Selden, se aventuraron un poco más cerca de la dragona, con las armas en posición de ataque. Locos. El latigazo que dio contra los adoquines los mandó de vuelta a sus escondites. Se echó a reír. Aun así, otro humano se acercó a ella, para plantarle cara también. Reyn llevaba una espada, pero esta apuntaba al suelo.

—Así que has vuelto —dijo Reyn, tranquilamente—. ¿Por qué?

Tintaglia resopló.

—¿Que por qué? ¿Y por qué no? Voy a donde quiero, humano. No eres quien para cuestionar a una dama de los Tres Reinos. El pequeñín ha elegido un papel mejor. Te convendría imitarlo.

Reyn apoyó su espada cubierta de sangre en el suelo. Tintaglia olió la sangre sobre el cuerpo de Reyn, y el sudor, y el humo de la batalla. Reyn se atrevió a fruncir el ceño.

—¿Solo porque has limpiado nuestro puerto de un puñado de naves chalazas te crees que te mereces nuestra veneración?

—Te das más importancia de la que tienes, Reyn Khuprus. Me dan igual tus enemigos, solo me preocupo de mí. Me atacaron con sus flechas. Se merecieron ese final, el mismo que les espera a todos los que se atrevan a desafiarme en el futuro.

El joven de cabello oscuro se aproximó aún más a ella. La dragona pudo ver que estaba apoyando todo su peso en su espada. Estaba más débil de lo que había pensado en un principio. Un reguero de sangre corría por su brazo izquierdo.

Cuando levantó la cara para mirarla, la pálida luz del invierno hizo brillar su párpado escamado. La dragona dobló las orejas, divertida. Reyn llevaba su marca, y ni siquiera lo sabía. Era todo suyo, aunque todavía se creyera que estaban al mismo nivel. La actitud del muchacho era más adecuada. Se mantuvo tan derecho como pudo. No la miraba con actitud desafiante, sino con admiración. El muchacho tenía potencial.

Desgraciadamente, ese potencial tardaría en desarrollarse, tiempo del que ahora no disponía. Si quería rescatar a las serpientes supervivientes, los humanos tendrían que actuar rápido. Centró su atención en Reyn. Tenía suficiente experiencia de los humanos como para saber que los demás lo escucharían a él antes que al niño. Les hablaría a través de él.

—Tengo una tarea para ti, Reyn Khuprus. Es de vital importancia. Tú y tus semejantes tenéis que abandonar todo lo que estuvierais haciendo para atender este asunto y, hasta que no esté completado, no debéis pensar en nada más.

Reyn no podía creerse lo que estaba oyendo. Otros humanos emergieron de entre los escombros. No se acercaron demasiado; se quedaron allí donde podían oír hablar a Reyn sin atraer demasiado la atención sobre ellos. La miraban con ojos desorbitados, y estaban tan preparados para huir como para cantarle alabanzas. ¿Amiga o enemiga?, se preguntaban. Los dejó reflexionar sobre eso, y concentró su atención en Reyn, pero el joven fue desagradable con ella:

—Ahora eres tú la que te das más importancia de la que tienes —le dijo fríamente—. No tengo ningún interés en ayudarte, dragona.

Sus palabras no la sorprendieron. Se echó sobre sus cuartos traseros, elevándose muy por encima de él, y extendió sus alas, para parecer aún más grande.

—Eso es que has perdido todo interés por la vida, Reyn Khuprus —le informó la dragona.

Tendría que haber temblado ante ella. No lo hizo. Se rió.

—En eso tienes razón, gusana Tintaglia. He perdido todo interés por la vida, y ha sido por tu culpa. Cuando dejaste morir a Malta, mataste cualquier buen sentimiento que hubiera podido tener hacia ti. Así que acaba conmigo, dragona, porque jamás volverás a subyugarme. Me arrepiento de haberte salvado. Más habría valido que hubieras muerto en la oscuridad, antes de arrastrar a mi amada hasta la muerte.

Sus palabras la chocaron. No solo porque estuviera siendo insufriblemente duro con ella, también porque le había perdido todo respeto. Ese bípedo patético, esa criatura efímera, estaba deseando morir en ese mismo instante, porque —se dio la vuelta y lo observó detenidamente—, ¡ah, sí!, porque creía que había dejado morir a su amada. Malta.

—Malta no está muerta —exclamó, disgustada—. Estás haciendo una montaña de algo que te has imaginado. Aparca a un lado tus locuras, Reyn Khuprus. La tarea que te toca llevar a cabo es mucho más importante que cualquier relación entre humanos. Voy a encargarte una misión que podría salvar a toda mi raza.

***

La dragona mentía. El desprecio que sentía hacia ella era ilimitado. Él mismo se había recorrido el río de arriba a abajo con el Kendry, y no había encontrado rastro alguno de su amada. Malta estaba muerta, y la dragona mentía para convencerlo de que lo ayudara a satisfacer sus deseos. Le dedicó una mirada cargada de desdén. Dejaría que lo golpeara ahí mismo. No le diría ni una palabra más. Levantó la barbilla, relajó la mandíbula, y esperó la muerte.

Aun así, no pudo evitar sorprenderse cuando advirtió, desde su posición, unas sombras furtivas que se acercaban deslizándose entre las ruinas. Avanzaban, se detenían, y avanzaban de nuevo. Cada vez se acercaban más a la dragona. Sus armaduras de piel y sus colas peludas le permitieron saber que se trataba de chalazos. Volvían a la carga, a pesar de que sus barcos se habían hundido en el puerto, con las enormes bajas que eso les había supuesto. Ahora, espadas y lanzas en mano, preparados para el ataque, estaban convergiendo hacia la dragona. Una sonrisa adusta perfiló los labios de Reyn. Este giro de los acontecimientos le venía de perlas; dejaría que sus enemigos se mataran entre ellos. Ya se encargaría él después de acabar con los supervivientes. Los vio llegar sin pronunciar palabra, pero les deseó la victoria.

De repente, Grag Tenira surgió desde atrás y gritó:

—¡Dragona, detrás de ti! ¡A mí, Mitonar, a mí!

A continuación, el muy inconsciente cargó contra los chalazos, junto con un puñado de compañeros ensangrentados, en un intento por proteger a la dragona.

Con la velocidad de una serpiente que se lanza contra una presa, la dragona se dio la vuelta para enfrentarse a sus oponentes. Rugió, furiosa, y batió sus enormes alas, sin ser consciente de que, con ello, estaba haciendo volar por los aires a algunos de sus defensores. Embistió a los chalazos, con la mandíbula abierta, y les echó el aliento. Reyn no pudo ver más que eso, y sus aterradoras consecuencias. Los experimentados guerreros retrocedieron mientras chillaban como crios. En unos segundos, sus rostros se cubrieron de sangre. Un momento después, sus ropas y su armadura de piel se desprendieron de sus cuerpos vaporizados. Algunos intentaron huir, pero se derrumbaron a los pocos pasos. Sus cuerpos agonizantes fueron cayendo en pedazos. Los que se habían mantenido más alejados de la dragona intentaron escapar, tambaleantes, antes de caer, también ellos, al suelo, entre alaridos de dolor. Los gritos no se prolongaron durante mucho tiempo. El silencio que los sucedió resultó ensordecedor. Grag y sus hombres se detuvieron; tenían miedo de acercarse a los cuerpos ensangrentados.

Reyn sintió que se le removían las entrañas. Los chalazos eran sus enemigos, seres inferiores a los perros que no merecían ninguna consideración. Pero no habría sido capaz de desearles una muerte tan dolorosa como esa. Sus cuerpos seguían degradándose. Una cabeza se desprendió de su espina dorsal, y rodó hacia un lado. Las capas de piel se siguieron derritiendo hasta que no quedó más que el cráneo. Tintaglia volvió su enorme cabeza hacia atrás para observarlo mejor. Sus ojos giraban; ¿se estaría recreando en aquella masacre? Acababa de declarar que no sentía ningún aprecio por su vida. No había cambiado de parecer, pero tampoco quería correr la misma suerte que esos hombres. Se preparó a morir en silencio.

Reyn no habría sido capaz de decir de dónde había sacado Grag su valor. Se interpuso valientemente entre el joven de los Territorios Pluviales y la dragona. Puso su espada en alto, y Tintaglia rugió, ofendida. Luego, el mercader del Mitonar se inclinó, y colocó la espada delante de sus garras.

—Me pongo a tu disposición —le ofreció a Tintaglia—. Si limpias nuestro puerto de esta calaña, haré todo lo que pueda por cumplir tus órdenes.

Echó una mirada a su alrededor, como invitando a los demás a que se acercaran. Unos pocos se arrastraron hacia delante, pero la mayoría de ellos mantuvo una distancia prudencial. Selden fue el único que avanzó, confiado, hasta la altura de Grag. Guando vio el brillo en los ojos del muchacho, centrados en la dragona, Reyn se puso enfermo. Selden era tan joven que la criatura podía engañarlo como quisiera. Se preguntaba si su madre y su hermano lo habrían considerado de la misma manera cuando había abogado tan insistentemente en la defensa de la dragona. Se estremeció al recordarlo. Había devuelto a esa criatura al mundo, y lo había pagado con la vida de Malta.

Los ojos de Tintaglia se encendieron cuando sé puso a observar a Grag.

—¿Crees que puedes negociar conmigo como con tu criada? Los dragones no pueden llevar tanto tiempo alejados de vuestro mundo. La voluntad de una dragona tiene prioridad con respecto a las pobres metas de los humanos. Dejaréis de luchar, y os ocuparéis de satisfacer mis deseos.

Selden tomó la palabra antes de que Grag pudiera contestar.

—Después de haber contemplado tu furia grandiosa, poderosa dragona, ¿cómo podríamos desear otra cosa? Los que no quieren cumplir con tu voluntad son esos invasores. Ya has visto como se estaban posicionando para atacarte, incluso antes de saber lo que deseabas. Asústalos, y ahuyéntalos de nuestras orillas, reina alada de los cielos. Libéranos de ese problema, y así podremos dedicarnos mejor a tus nobles objetivos.

Reyn se quedó mirando al muchacho. ¿De dónde sacaba ese lenguaje? ¿De verdad pensaba que se podía influenciar tan fácilmente a una dragona? Cuando vio la enorme cabeza de Tintaglia agacharse hasta que las aletas de su nariz quedaron a la altura de la cintura de Selden, se quedó alucinado. La dragona le dio un golpecito amable a Selden, y al chico le faltó poco para perder el equilibrio.

—¿Crees que puedes engañarme, lengua melosa? ¿Crees que con cuatro palabras bonitas me vas a convencer de que trabaje como una bestia para lograr tus fines? En su voz se mezclaban el cariño y el sarcasmo.

La vocecilla de Selden tintineó, alta y clara.

—No, señora de los vientos, no tengo intención de engañarte. Pero tampoco estoy negociando. Te pido este favor, poderosa dragona, para que podamos concentramos mejor en nuestra tarea. —Cogió aire—. Somos criaturas pequeñas, de vida corta. Debemos prosternarnos ante ti, estamos hechos para eso. Y nuestras pequeñas mentes están cortadas con el mismo patrón, solo se preocupan de problemas de humanos. Ayúdanos, esplendorosa reina, a calmar nuestros miedos. Ahuyenta a los invasores de nuestras costas, y así podremos atenderte con la mente despejada.

Tintaglia echó su cabeza hacia atrás y rugió de placer.

—Ya veo que eres todo mío. Supongo que no habría podido ser de otra manera. Eres muy joven, y presenciaste mi primer vuelo. Ojalá poseas los recuerdos de un centenar de trovadores Ancianos, pequeño, para que puedas servirme correctamente. Ahora me tengo que ir. No voy a sacaros las castañas del fuego, sino a hacer una demostración de poder.

Rugió, y pivotó sobre sus patas traseras como si fuera un semental preparado para la guerra. Cuando utilizó su impulso para elevarse, la tierra tembló y Reyn cayó al suelo. Un instante después, una ráfaga de aire y polvo le abofeteó el rostro. Se quedó en el suelo mientras sus alas de azul y plata la elevaban hasta los cielos. Sintió como si tuviera los oídos taponados con algodón. De repente, Grag lo agarró del brazo.

—¿En qué estabas pensando, para desafiarla de ese modo? —le preguntó el mercader. Levantó la vista, sobrecogido por la belleza de la dragona—. Es magnífica. Y es nuestra única opción. —Le sonrió a Selden—. Tenías razón, muchacho. Los dragones lo cambian todo.

—Hubo un tiempo en que yo pensaba lo mismo —dijo Reyn amargamente—. No te dejes persuadir por su hermosura. Es tan bella como engañosa, y en su corazón solo caben sus propios intereses. Si nos sometemos a su voluntad, seguro que nos esclaviza, igual que harían los chalazos.

—Te equivocas. —Por muy flacucho y pequeño que fuera, Selden parecía muy seguro de sí mismo—. Los dragones no esclavizaron a los Ancianos, y no nos esclavizarán a nosotros. Existen muchas maneras de que dos pueblos distintos puedan convivir entre ellos, Reyn Khuprus.

Reyn bajó la vista para mirar al muchacho, y sacudió la cabeza.

—¿De dónde sacas esas ideas, muchacho? ¿Y esas palabras con las que encandilas a una dragona para que no nos mate?

—Las sueño —dijo el muchacho, ingenuamente—. Cuando sueño que vuelo junto a ella, oigo como se habla a sí misma. Esa es la única manera de conversar con una dragona. —Cruzó sus bracítos sobre su pecho de niño—. Es mi manera de cortejarla. ¿Es tan diferente de como tú le hablas a mi hermana?

El recuerdo súbito de Malta, y del modo en que solía deshacerse en alabanzas hacia ella, fue como retorcerle un cuchillo en una herida. Empezó a alejarse del muchacho, que sonreía imperturbablemente. Pero Selden lo agarró del brazo.

—Tintaglia no miente —le dijo, en voz baja. Cruzó su mirada con la de Reyn, para demostrarle que hablaba en serio—. Considera que somos demasiado simples como para engañarla. Créeme. Si dice que Malta está viva, es que está viva. Mi hermana volverá con nosotros. Pero, para eso, tienes que dejar que te guíe, igual que mis sueños me guían a mí.

Oyeron un grito, cerca del puerto. Vieron hombres correr por todas partes, buscando una posición estratégica para poder observar lo que había pasado. Reyn no tenía ningún deseo de hacer lo mismo. Chalazos o no, a quien estaba aniquilando la dragona era a su propia especie. Oyó un crujido de madera masiva. Con toda probabilidad, acababa de arrancar otro mástil.

—¡Esos bastardos ya no tienen escapatoria! —gritó, exultante, un guerrero próximo a ellos.

Otros hombres se impregnaron de ese espíritu.

—Mira como vuela. ¡Es toda una reina de los cielos!

—Limpiará nuestras costas de esos malditos chalazos!

—¡Ala! Ha destrozado el casco de esa nave de un latigazo con la cola.

De repente, Grag recogió su espada y la blandió por encima de su cabeza. Su cansancio parecía haberse esfumado.

—¡A mí, hombres del Mitonar! ¡Qué no sobreviva ninguno de los que llegue a la playa!

Se puso a correr, y los hombres que minutos antes se habían estado escondiendo detrás de las ruinas, se apresuraron a seguirle el paso hasta que Reyn y Selden se quedaron solos en la plaza.

Selden suspiró.

—Deberías darte prisa en reunir a representantes de todos los pueblos del Mitonar. Cuando tengamos que tratar con la dragona, será mejor que lo hagamos a una sola voz.

—Supongo que tienes razón —le contestó Reyn, sin prestarle mucha atención.

Estaba recordando algunos sueños extraños que había tenido durante su propia juventud. Había soñado con la ciudad enterrada, llena de luz, de música, y de gente, y la dragona había hablado con él. A veces, aquellos que se pasaban demasiado tiempo ahí abajo tenían esos sueños. Pero eso solo podía ocurrirles a los habitantes de los Territorios Pluviales.

Reyn limpió el polvo de la mejilla de Selden con el pulgar, mientras seguía sumido en su nostalgia. Cuando vio una escama plateada en la mejilla aún polvorienta del muchacho, se quedó sin habla.