La serpiente blanca alternaba el resentimiento con el cinismo, y nadie se libraba de su mal humor. También se negaba a decir su nombre. Decía que a los gusanos agonizantes no debía importarles eso. Pero cuando Tellur lo presionó para que se diera un nombre, el blanco terminó por soltar:
—Carroña. Carroña es el único nombre que necesito y, dentro de nada, también vosotros os haréis llamar así. Somos criaturas muertas que aún no han perdido la movilidad, carne podrida que aún no se ha descompuesto. Llamadme Carroña, y yo os llamaré a todos Cadáver.
Mantuvo su palabra, y así es como se dirigió a ellos a partir de entonces. Resultaba irritante. Sessurea deseaba no haberse encontrado nunca con la criatura y, más aún, que no les hubiera contado la historia de La Que Recuerda.
Nadie confiaba en él. Robaba comida de las mandíbulas de los demás. Mediante un mordisco repentino o un latigazo de la cola, asustaba a las serpientes que tenía próximas, para que soltaran a sus presas, y se las apropiaba. Mientras dormía, dejaba que su melena liberara una nube de toxinas. Era tremendamente molesto, sobre todo si se tomaba en consideración que dormía en el corazón de la maraña. Maulkin se agarraba a él mientras dormían, para que no intentara escaparse durante la noche.
Pero durante el día, tenían que seguirlo. Y ahí, de nuevo, encontraba todo tipo de maneras de fastidiar al resto de la maraña. A veces se detenía para probar la corriente, y se entretenía preguntándose en voz alta a dónde estaría yendo. Otras, por el contrario, no había quien lo parara, y se divertía desoyendo las protestas y demandas de los que necesitaban un descanso. Maulkin siempre lo seguía como una sombra, pero eso iba en contra de su buena salud.
Rara vez pasaba una marea sin que Carroña provocara a Maulkin hasta el punto de que este deseara matarlo. Adoptaba poses insultantes; no dejaba de soltar veneno, y no mostraba ningún tipo de deferencia hacia el líder. Si la decisión hubiera sido de Shreever, la serpiente habría sido estrangulada días atrás, pero Maulkin era capaz de contener toda la fuerza de su rabia, incluso cuando la criatura miserable lo provocaba, o se burlaba de sus aspiraciones; aunque diera furiosos coletazos contra el agua, y echara chispas amenazantes por los ojos. Tampoco intentaría amenazar al blanco; llevaba demasiado tiempo esperando su propia muerte.
Lo que más atormentaba a Maulkin era que el blanco poseía todo lo que le había dado La Que Recuerda. Cuando los miembros de la maraña se preparaban cara pasar la noche, anclándose los unos a los otros, solían charlar un poco, antes de quedarse dormidos. Uno de ellos sacaba a la luz algún fragmento de recuerdo de su herencia dragona, y lo compartía con los demás. A menudo, lo que a uno le faltaba se lo podía aportar otro, y así conseguían tejer toda una red de recuerdos. Algunas veces, la simple evocación de un nombre podía hacer que otra serpiente recordara toda una cascada de fragmentos que creía olvidados. En esos momentos, Carroña siempre se quedaba rezagado, y esbozaba una sonrisita de autosuficiencia, mientras los demás intentaban conectar sus débiles pensamientos. Daba la impresión de que era capaz de iluminarlos en todo momento. Si es que lo deseaba, claro. Por eso quería matarlo Shreever.
Aquella noche, la conversación se había orientado hacia las tierras del lejano sur. Algunos recordaban un lugar enorme y árido.
—Hacían falta días enteros para llegar allí—aseguró Tellur—. Y creo recordar que, una vez allí, la arena estaba tan caliente que no había quien se quedara encima. Había que... que...
—¡Cavar! —lo interrumpió otra serpiente, presa de la excitación—. Como odiaba esa arenilla que se metía entre las garras, y en los pliegues de mi piel. Había que deslizarse dentro, para huir de la corteza caliente, y encontrar un estrato más fresco. ¡Y eso que el estrato más fresco no era mucho más fresco!
Ese elemento sensorial, el de la molesta arenilla entre los pliegues de su piel, despertó la imaginación de Shreever. No solo sintió la arena caliente, sino también el sabor amargo de aquella región. Hizo trabajar sus mandíbulas, mientras lo recordaba.
—¡Protégeos las aletas de la nariz! ¡No respiréis el polvo! —los precavió, triunfalmente.
Otra serpiente, igualmente excitada, tomó la palabra.
—Era aún mejor que eso. Por que, una vez que salías del alcance de la arena azul, había... había...
No había nada. Shreever acabó con todas sus expectativas de un plumazo. Una vez que la arena cambiaba del dorado al azul, ya casi se había llegado. Debajo de la arena azul había algo por lo que merecía la pena el largo y tedioso vuelo, e incluso arriesgar la vida en las tormentas de arena. ¿Por qué eran capaces de recordar el calor y la piel irritada debido al roce con la arenilla, y no podían recordar, en cambio, la meta que perseguían?
—¡Esperad! ¡Esperad! —exclamó de repente el blanco—. ¡Yo sé lo que era! Debajo de la arena azul había, ¡oh, era tan bonito, tan maravilloso, motivo de tanto gozo! Era... —Hizo girar su cabeza, y formó espirales con sus ojos de color escarlata, para estar seguro de que todas las serpientes le prestaban atención—. ¡Estiércol! —declaró alegremente—. ¡Enormes montículos de fresco y apestoso estiércol! Y entonces fue cuando nos declaramos a nosotros mismos señores de los Cuatro Reinos. ¡Señores de la Tierra, de los Mares, de los Cielos, y del Estiércol! ¡Oh, y cómo nos revolcábamos en nuestra grandeza, y cómo celebrábamos todo lo que habíamos conquistado! ¡Guardo un recuerdo tan vivo de ello! Dime, Cadáver Sessurea, ¿no te viene ahora ese recuerdo a la mente, de un modo más vivo, más...
Hasta ahí podíamos llegar. La melena anaranjada de Sessurea se puso erecta, y atacó al blanco, con la mandíbula bien abierta. Maulkin se interpuso entre ellos, aunque sin ganas. Sessurea tuvo que echarse a un lado. Nunca se habría atrevido n desafiar a Maulkin, pero sí descargó su frustración sobre las serpientes que tenía a su alrededor, y que no le impidieron expresar su rabia. Sus ojos verdes giraron furiosamente mientras preguntaba:
—¿Por qué tenemos que aguantar a este mal nacido? Se ríe de nosotros, y de nuestros sueños. ¿Cómo podemos confiar en que nos esté llevando verdaderamente hasta La Que Recuerda?
—Porque lo está haciendo —le contestó Maulkin. Abrió su mandíbula, la llenó de agua salada, y se empapó las branquias con ella.
—Pruébala, Sessurea. Tus sentidos están trastocados por el abatimiento, pero prueba esto ahora, y dime a qué te sabe.
La serpiente azul obedeció. Shreever la imitó, como también hicieron muchos otros. Al principio, solo sintieron el sabor a maraña, y el de las toxinas de Carroña. Pero luego empezó a llegarles, inequívocamente: el regusto de una que llevaba recuerdos en sus carnes flotaba débilmente sobre las aguas. Shreever se puso a aspirar toda el agua que podía por sus branquias, en un intento por conseguir más cantidad de aquel sabor tan volátil. Este se atenuó, pero enseguida le llegó otra ráfaga más intensa.
Tellur, el esbelto trovador verde, salió disparado como una flecha hacia la Carencia. En cuanto sacó la cabeza fuera del agua, lanzó una pregunta al aire. Más rápida que las burbujas, la maraña fue apareciendo en la superficie, alrededor de Tellur. Sumaron sus voces a la del verde, y formaron un coro de llamada. De repente, Maulkin emergió de las profundidades, en medio de todos, con tanta fuerza que todo un tercio de su cuerpo debió arquearse fuera del agua antes de volver a zambullirse en ella.
—¡Silencio! —ordenó, cuando volvió a aparecer en la superficie—. ¡Escuchad!
Las cabezas y los cuellos arqueados de la maraña se giraron entre las olas. Por encima de ellos, la luna y las estrellas brillaban, blancas, como las anémonas. Todas las melenas se pusieron tersas y erectas. La superficie de las aguas se transformó en una pradera de flores, de las que se abren solo de noche. Durante unos segundos, los únicos ruidos que oyeron fueron los del viento y del agua.
Luego, una voz se elevó en la distancia, pura como la luz, y dulce como la carne.
—Venid —cantaba—, venid a mí y os enseñaré a conoceros. Venid a ver a La Que Recuerda, y vuestro pasado empezará a perteneceros y, con él, vuestro futuro. Venid. Venid.
Tellur gritó de entusiasmo, pero Maulkin lo mandó callar severamente.
—¿Y eso qué es?
Una segunda voz entonó la misma melodía. Las palabras estaban algo cambiadas, y las notas de música acortadas, como si esa segunda serpiente no tuviera profundidad en la voz. Pero, quien quiera que fuese, se hizo eco de la canción de La Que Recuerda.
—Venid, venid a mí. Vuestro pasado y vuestro futuro os esperan. Venid, yo os guiaré y os protegeré. Obedecedme, y volveréis a vuestro hogar, sanos y salvos. Os levantaréis de nuevo, y volaréis de nuevo.
Todas las órbitas oculares se giraron hacia Maulkin. El líder tenía la melena erguida, a la altura de la garganta, y el veneno brotaba de ella.
—¡Vamos! —declaró, pero sin gritar, solo para su maraña, no para las sirenas—. Vamos, pero vamos con cuidado. Hay algo extraño en todo esto, y ya nos hemos decepcionado antes. Venid. Seguidme.
A continuación, echó su enorme cabeza hacia atrás, y le abrió su mandíbula a la noche. Sus ojos dorados brillaron más que la luna o el sol. Cuando abrió la boca para hablar, toda el agua de los alrededores tembló al hacerse eco de su enorme poder.
—¡Vamos! —rugió—. ¡Vamos a por nuestros recuerdos!
Volvió a sumergirse en la Abundancia. Onduló como un rayo, y la maraña lo siguió. El blanco fue el único que se quedó atrás. Shreever, que todavía no confiaba en él, se dio la vuelta para ver lo que hacía.
—¡Locos! ¡Locos! ¡Locos! —le gritó Carroña a la oscuridad—. ¡Y yo soy el más loco de todos! —Luego, después de aullar salvajemente, se sumergió para seguir a los demás.
***
La Que Recuerda dejó que la nao les diera la bienvenida a los demás. Rayo le insistió para que se quedara, le dijo que las llevarían juntas, pero no eso no podía ser. Por fin, su destino se había reunido con ella. No podía posponer aún más lo que llevaba tanto tiempo esperando. Arqueó su cuerpo, pero, por mucho que intentaba moverse con fluidez, fue ondulando torpemente hacia ellos. Había algo que no cuadraba entre su cuerpo atrofiado y el recuerdo lejano de otros encuentros similares. Debería haber medido el doble, y haber desarrollado músculos poderosos, ser una gigante entre las serpientes, con toxinas suficientes como para transmitir sus recuerdos a una maraña tras otra. Decidió dejar a un lado todos sus recelos. Les daría todo lo que tenía. Y tendría que ser suficiente.
Cuando estuvieron lo bastante cerca como para intercambiar toxinas, se detuvo. Dejó que su cuerpo se hundiera en el fondo marino y se quedó allí, esperándolos. El líder, una serpiente fuerte cuyo cuerpo brillaba con el mismo fuego interno que lucía en sus ojos, se adelantó para saludarla, colmillo con colmillo. Los demás se colocaron alrededor de ellos. La maraña se quedó tan quieta como podía estarlo un conjunto de criaturas marinas, bajo las turbulentas olas del mar. Cada uno de sus miembros guardó el mismo espacio de separación para con sus vecinos, y se alinearon cuidadosamente. Gracias a la memoria racial de la especie, pronto pasarían a ser una unidad. La Que Recuerda abrió sus mandíbulas todo lo que pudo, para mostrarles sus dientes, y así saludarlos formalmente. Sacudió su melena, hasta que cada uno de sus mechones se irguió en todo su esplendor, quedando a la altura de su garganta. Rebosaba toxinas, y pronto tendría que soltarlas. Con mucho rigor, se contuvo. No se disponía a despertar a una sola serpiente; tenía que resucitar a una maraña entera.
—Maulkin, de la maraña de Maulkin, te da la bienvenida.
Sus enormes ojos cobrizos recorrieron de arriba abajo el cuerpo de La Que Recuerda. Sus órbitas giraron una sola vez, de decepción, o de lástima quizá, y después se quedaron quietas. Le enseñó sus colmillos. La Que Recuerda hizo chocar levemente los suyos, en señal de respuesta. La melena de Maulkin se irguió. Después de haber pasado tanto tiempo junto a él, la maraña de Maulkin estaba acostumbrada a sus venenos, y sería más vulnerable a los de La Que Recuerda, si esta combinaba sus toxinas con las del líder. Maulkin era una pieza esencial en el despertar de los demás. La Que Recuerda expulsó un chorro de su veneno en dirección a las mandíbulas abiertas de Maulkin, y vio como este lo tragaba, y como le afectaba después. Sus ojos giraron, despacio, y su melena adquirió un tono entre morado y rosa. Le dejó tiempo suficiente para que ajustara su cuerpo a los cambios que estaba experimentando. Luego, casi con languidez, La Que Recuerda envolvió el cuerpo de Maulkin con el suyo propio. Maulkin se abandonó a ella.
Sintió como se fundían sus pieles. Se detuvo un momento para ajustar sus ácidos mientras parpadeaba. Luego, cuando alcanzó el estado de éxtasis de la memoria, enmarañó su melena con la de él, con el fin de estimularlas a ambas, para que liberaran nubes de veneno. Al probar una toxina que no había secretado él mismo, Maulkin recibió tal impacto que casi perdió el sentido.
Luego, la noche se volvió más oscura. La Que Recuerda aprendió todo lo que Maulkin sabía de las serpientes de su maraña. Absorbió todos los recuerdos confusos que Maulkin guardaba de sus migraciones, y los ordenó para él. Se hizo eco, de repente, de las peripecias de toda una generación perdida. Su alma se llenó de lástima. Quedaban muy pocas hembras, y todas eran ya mayores. Sus espíritus llevaban décadas atrapados en unos cuerpos que solo debían haber sido de uso transitorio. En ese momento, sin embargo, el orgullo del triunfo ahogaba el dolor con el que solían palpitar sus corazones. A pesar de todo lo que habían sufrido, su raza había sobrevivido. Había superado todos los obstáculos. Y encontraría la manera de terminar la peregrinación. Formarían sus cascarones, y renacerían como dragones. Los señores de los Tres Reinos volverían a habitar los cielos.
Sintió como el espíritu de Maulkin se entremezclaba con el suyo propio.
—¡Sí!
Esa exclamación fue la señal que había estado esperando La Que Recuerda. Le echó sus toxinas sobre la cara. Maulkin no se estremeció sino que, más bien, se sumió voluntariamente en un estado de inconsciencia, en el que abría su mente para recibir los recuerdos de su especie. Comenzó a dar latigazos con la cola, pero La Que Recuerda no lo soltó. Despacio, con mucho esfuerzo, empezó a girar con él, y los envolvió en un círculo de toxinas que se fue extendiendo hacia la maraña de serpientes que los observaba. Vio como las toxinas los alcanzaban poco a poco. A medida que iban siendo envenenadas, las serpientes se iban quedando rígidas, y abrían sus mentes para recibir los recuerdos de su especie. La Que Recuerda era pequeña, amorfa, y se cansaba demasiado deprisa. Quería pensar que tendría reservas de veneno suficientes para todos. Abrió sus mandíbulas e hizo trabajar los músculos que expulsaban las toxinas de su melena. Se entregó al máximo. Sus músculos trabajaron sin descanso hasta que vació sus reservas por completo. Cuando terminó, hizo girar de nuevo sus dos cuerpos, para disipar, esta vez, las toxinas que habían provocado el trance de las serpientes. Tenía el cuerpo al límite de sus posibilidades.
De repente, se dio cuenta de que Maulkin estaba hablando con ella. Ahora era él quien la agarraba, porque ya no podía más. Giró con ella, y la obligó a empapar sus branquias de agua.
—Ya basta —le dijo, con delicadeza—. Ya basta. Descansa. Gracias a ti, La Que Recuerda, la maraña de Maulkin se ha convertido en Nosotros, Los Que Recordamos. Has cumplido con tu tarea.
La Que Recuerda solo quería descansar, pero hizo acopio de fuerzas para darles un último aviso.
—He despertado a otra más, plateada, que dice ser pariente nuestra. No me fío de ella. Pero a lo mejor conoce el camino a casa.
***
El agua era un hervidero de serpientes. Con todos los años que llevaba surcando los mares, Kennit jamás había visto algo así. Formaron un verdadero enjambre alrededor de la nao. Levantaron sus enormes cabezas melenudas para observarla con curiosidad. Junto a la proa de Rayo, sus cuerpos esbeltos ondeaban y cortaban las olas. La luz de la mañana hacía brillar los colores refulgentes de sus escamas. Sus enormes ojos giraban como molinetes.
Kennit sintió que era el blanco de todas sus miradas. Mientras estuvo en la cubierta, observando a estos extraños seguidores, Rayo se ocupó de mantenerlos a raya. Sacaban la cabeza del agua, y algunas saltaban hasta la altura del mascarón de proa, para poder observarlo mejor. Otras se conformaban con mirar, pero unas terceras le gritaban o le silbaban. Cuando Rayo les cantó una respuesta, las inmensas cabezas se giraron hacia Kennit para observarlo con detenimiento. Para un hombre que ya había perdido una pierna por culpa de una serpiente, esas miradas avariciosas debían de resultar escalofriantes. Pero Kennit no se movió un ápice, y conservó la sonrisa.
Detrás de él, los hombres se afanaban en la cubierta y en los aparejos, con más cuidado que habitualmente. Aquella mañana, tenían que hacerle frente a un doble peligro, al de las aguas, y al de los colmillos. Poco importaba que las serpientes no estuvieran mostrándose hostiles con la nao. Sus rugidos y retozos bastaban para intimidar a cualquiera. La única que parecía no tenerles miedo era Etta. Se agarró al pasamanos, con los ojos bien abiertos, y las mejillas enrojecidas, mientras seguía el espectáculo de aquella escolta centelleante.
Wintrow se mantenía detrás de ella, cruzado de brazos. Se dirigió a la nao.
—¿Qué te dicen, y qué les contestas?
Rayo se dio la vuelta para mirarlo. De repente, al notar también la mirada de Kennit, el chico se estremeció, como si acabara de recibir un golpe. Luego palideció, y le empezaron a temblar las piernas. Se alejó, tambaleante, del pasamanos. Wintrow abandonó la cubierta superior sin añadir palabra, dando pasos inseguros, y con la mirada perdida. Kennit consideró momentáneamente si debía pedirle una explicación o no, pero decidió dejarlo estar. Todavía no sabía hasta donde podía llegar Rayo. No quería arriesgarse a ofenderla. La expresión del rostro de Rayo no había variado un ápice; seguía sonriendo. La nao se dirigió a Kennit:
—Lo que dicen no tiene que ver con los humanos. Hablan de sus sueños de serpientes, y yo les aseguro que comparto sus mismas aspiraciones. Eso es todo. Ahora me seguirán, y harán lo que yo les diga. Elige a tu víctima, capitán Kennit. La despedazarán para ti como un puñado de lobos que han escogido a un toro de la manada. Di dónde quieres ir, y todo lo que nos encontremos de camino caerá entre tus manos como fruta madura.
Le lanzó la oferta despreocupadamente. Kennit trató de aceptarla con ecuanimidad, pero enseguida se dio cuenta de lo que podía llegar a significar. No solo podría hacerse con naos, sino también con pueblos, e incluso con ciudades. Miró a su escolta arco iris, y se la imaginó tomando el control de la bahía del Mitonar, o retozando delante de los muelles de la propia Jamaillia. Podrían instaurar un bloqueo que interrumpiera todo comercio. Con una flota de serpientes bajo su mando, sería capaz de controlar todo el tráfico marítimo del Pasaje Interior. Rayo le estaba ofreciendo la posibilidad de dominar toda la costa.
Kennit vio como la nao lo miraba por el rabillo del ojo. Sabía muy bien lo que le estaba ofreciendo. Se acercó un poco más a ella, y le dijo al oído:
—¿Y a mí qué me cuesta? ¿Solo «lo que me pidas, cuando me lo pidas»?
Torció sus labios rojos para esbozar una leve sonrisa.
—Exacto.
Ya no era el momento de dudar.
—Lo tienes —le contestó.
***
—¿Qué te pasa? —le preguntó Etta, enojada.
Wintrow levantó la vista para mirarla, sorprendido.
—¿Perdona?
—¡Qué te perdone tu madre! —No dejaba de gesticular sobre el tablero de juegos que estaba encima de la mesa baja—. Te toca jugar. Lleva siendo tu turno desde que me he puesto a terminar este ojal. Pero, cada vez que levanto la vista, sigues ahí sentado, embobado con la luz de la lámpara de aceite. ¿Qué te pasa? Últimamente no te concentras en nada.
Eso era porque toda su mente trabajaba en una sola dirección. Podría haberle dicho eso, pero prefirió encogerse de hombros.
—Supongo que llevo unos días sintiéndome un poco inútil.
Etta esgrimió una mueca cruel.
—¿Unos días? Siempre has sido un inútil, joven sacerdote. ¿Por qué te inquieta justo ahora?
Era una buena pregunta. ¿Por qué le molestaba? Desde que Kennit se había hecho con el control de la nao, no había ocupado oficialmente ningún cargo. No era un grumete, ni tampoco el ayudante del capitán, y nadie lo había tomado en serio cuando había reclamado la propiedad de la nave. Kennit le había mandado unas tareas algo extrañas, pero eso apenas le había quitado tiempo. La Vivacia, en cambio, le había robado el corazón a tiempo completo. Pensó amargamente que era un poco tarde para darse cuenta de eso. Era un poco tarde para admitir que sus lazos con la nao habían determinado su vida y sus días a bordo. Ella lo había necesitado, y Kennit lo había utilizado como puente para llegar hasta ella. Pero ninguno de los dos seguía necesitándolo. O, al menos, la criatura que se expresaba a través del cuerpo de la Vivacia había dejado de necesitarlo. De hecho, apenas lo toleraba. Todavía le dolía la cabeza, después de su último encuentro con ella.
Apenas tenía recuerdos del momento de su sanación. Lo habían seguido días de convalecencia, en los que había estado tendido en su camastro, mirando el juego de luces en las paredes de su camarote, y sin pensar en nada. La rápida recuperación de su cuerpo había drenado todas sus reservas físicas. Etta le había estado llevando comida, bebida y libros que nunca había abierto. También le había llevado un espejo, pensando que eso lo alegraría. Así, Wintrow pudo ver como la capa superficial de su cuerpo se había regenerado, después de que Kennit se lo ordenara. También vio como la piel de su cara estaba expulsando la tinta de su tatuaje. A medida que los días iban pasando, el dibujo con el que su padre lo había marcado se volvía más tenue, hasta que el emblema de la Vivacia desapareció de su rostro, como si nunca hubiera estado allí.
Tenía que ser cosa de la nao. De eso estaba seguro. Se había servido de Kennit como herramienta, pero eso le había permitido al capitán atribuirse los logros de un nuevo milagro. La nao había querido hacerle entender a Wintrow que podría doblegar su voluntad cuando quisiera. No obstante, no le había regenerado el dedo que había perdido. Wintrow, sin embargo, ya había dejado de preguntarse si ese hacer estaba más allá de las posibilidades de la nao o si, sencillamente, se había negado voluntariamente a curar esa parte de su cuerpo. Había hecho desaparecer de su cara la imagen de la Vivacia, y el significado de aquello era obvio.
Etta dio un golpe sobre la mesa, y Wintrow se sobresaltó.
—Lo estás volviendo a hacer —le dijo, acusadora—. Y no has contestado a mi pregunta.
—Ya no sé qué hacer conmigo —le confesó—. La nao ya no me necesita. Kennit ya no me necesita. Solo me utilizó para hacer de nexo de unión entre ellos. Ahora están juntos, y yo estoy...
—Celoso —terminó Etta—. Se te nota. Espero haber sido más sutil cuando estuve en tu lugar. Durante mucho tiempo, estuve donde estás tú ahora, preguntándome dónde estaba mi lugar, preguntándome si Kennit me necesitaba y por qué, odiando a la nao por la fascinación que sentía por ella. —Esbozó una sonrisa de entendimiento—. Siento lo que te está pasando, pero no voy a ayudarte con esto.
—¿Qué podría ayudarme? —preguntó.
—Mantenerte ocupado. Sobreponerte. Aprender algo nuevo. —Ató otro nudo—. Encuentra algo que te distraiga la mente.
—¿Cómo qué? —preguntó, amargamente.
Cortó el hilo, y tiró de él hasta comprobar que botón estaba bien cosido. Dejó que su barbilla jugara con el tablero de juegos abandonado.
—Divertirme.
Sonrió, para hacerle ver que era broma. El movimiento de su barbilla provocó que la lámpara de aceite cayera sobre su cabello lacio, y rebotara sobre el hueso de su mejilla. Levantó la vista para mirar a Wintrow, a través de sus pestañas, mientras enhebraba su aguja. Sus ojos brillaban de excitación. La comisura de sus labios se curvó ligeramente para formar otra sonrisa. Sí, lo que debía hacer era encontrar una nueva ocupación, algo que evitara el desastre. Wintrow volvió a centrar la vista sobre el tablero de juegos, y movió ficha.
—Aprender algo nuevo. ¿Cómo qué?
Etta resopló, despreciativa. Destruyó las defensas de Wintrow moviendo una sola ficha.
—Algo útil. Algo en lo que puedas concentrar toda tu atención, en vez de pasarte el día soñando despierto.
Wintrow quitó sus piezas del tablero.
—¿Qué me queda por aprender a bordo de esta nave?
—Navegación —sugirió Etta—. Ya tienes las bases. No te sería difícil perfeccionarte. —Esta vez, lo dijo muy seria—. Pero lo que verdaderamente creo que deberías aprender es eso que has dejado de lado durante tanto tiempo. Llenar ese vacío que es para ti como una herida abierta. Vuelve a donde tu corazón siempre te ha conducido. Llevas demasiado tiempo negándote a ti mismo.
Wintrow estaba algo tenso.
—¿Y eso significa...? —dijo tranquilamente, para instarla a que prosiguiera.
—Conócete a ti mismo. Sigue con el sacerdocio —le contestó.
Wintrow se sorprendió de su propio desconcierto. No se atrevería ni a considerar lo que había deseado que podría haber estado sugiriendo Etta. Sacudió la cabeza, y su voz se llenó de amargura.
—Todo eso ha quedado demasiado atrás. Sa es una pieza importante de mi vida, pero yo ya no soy tan devoto como en otro tiempo. Un sacerdote debería estar siempre deseoso de dar su vida por los demás. Hubo un tiempo en qué pensé que eso me haría feliz. Pero ahora... —dejó que sus ojos se encontraran con los de Etta, y le dedicó una mirada cargada de honestidad—. He aprendido a desear cosas para mí mismo —dijo sencillamente.
Etta se rió.
—Ay, si Kennit se encargara de enseñarte algo de eso, estoy segura de que sería un excelente maestro. Pero me parece que te estás infravalorando. A lo mejor has perdido algo de intensidad, Wintrow, pero deberías volver a examinar tu corazón. Si ahora mismo pudieras elegir una sola cosa, ¿qué elegirías?
Se mordió la lengua para no pronunciar las palabras que le venían a la mente. Etta había cambiado, y él había sido parcialmente responsable de ese cambio. El modo en que hablaba y pensaba ahora eran un reflejo de los libros que habían compartido. No era que se hubiese vuelto más sabia, porque había desprendido sabiduría desde el principio. Había sido como la llama de una linterna consumiéndose tras un cristal cubierto de hollín. Ahora, el cristal estaba limpio, y su resplandor parecía más intenso. Etta bostezó, aburrida: estaba tardando demasiado en contestar. Wintrow esquivó su pregunta.
—¿Te acuerdas de la noche en la que me dijiste que debía descubrir en qué punto estaba de mi vida, y comenzar a caminar desde allí? ¿Y que debía aceptar mi condición, y hacer con ella lo que pudiera?
Etta levantó una ceja, como para negarlo. A Wintrow le dio un vuelco el corazón. ¿Algo que había sido tan importante para él podía no haber dejado huella en ella? Pero Etta empezó a sacudir la cabeza, en señal de arrepentimiento.
—Estabas tan serio que me entraron ganas de pegarte. Vaya, muchacho. Parece imposible que fueras tan joven hace tan poco tiempo.
—¿Hace tan poco tiempo? —Wintrow se rió—. Parece que hayan pasado años. Me han pasado tantas cosas desde entonces. —Buscó la mirada de Etta—. Te enseñé a escribir, y dijiste que eso te había cambiado la vida. Pero ¿sabes cuánto has influido tú en la mía?
—A ver. —Se recostó sobre su silla y se puso a pensar—. Supongo que habré alterado el curso de tu vida al menos una vez.
—Estoy intentando imaginar lo que significaría para mí volver ahora a mi monasterio. Tendría que despedirme de mi nao, de Kennit, de ti, de mis compañeros de faena, de todo aquello en lo que se ha convertido mi vida. No sé si sería capaz de volver atrás, y sentarme con Berandol a meditar, o estudiar detenidamente mis libros. —Sonrió pesarosamente—. O trabajar el vidrio, que tanto me apasionaba antes. Estaría negando todo lo que he aprendido aquí. Soy como un pececillo que se ha alejado demasiado de su charca y ha sido arrastrado por la corriente del río. Ya he aprendido a sobrevivir aquí fuera. No sé si podría volver a conformarme con una vida contemplativa.
Etta lo miraba extrañada.
—No quería decir que deberías volver a tu monasterio. Solo que deberías volver a empezar a ser un sacerdote.
—¿Aquí? ¿En esta nao? ¿Por qué?
—¿Por qué no? Una vez me dijiste que si un hombre estaba destinado al sacerdocio, nada podría desviarlo de su camino. Que terminaría por serlo, independientemente del lugar en el que se encontrara. Y que podía ser que Sa te hubiera enviado aquí con una misión que cumplir. Que era tu destino, y esas cosas.
Quiso pronunciar las palabras con ligereza, pero, detrás de ese tono, Wintrow percibió una punta de esperanza desesperada.
—¿Pero por qué? —repitió—. ¿Por qué me instas ahora a que haga eso?
Etta se dio la vuelta, para que no le viera la cara.
—Puede que eche de menos el modo en que solías hablar. Como solías argumentar que todo lo que ocurría tenía sentido y explicación, aunque no fuéramos capaces de concebirlo en el momento inmediato. Me gustaba escucharte decir eso, aunque no pudiera creérmelo del todo. Eso que decías del destino, y todo lo demás.
Etta extravió una mano sobre su pecho, y enseguida la apartó de allí. Wintrow sabía que solía resistirse a tocarlo. Colgado del cuello, en una bolsita, llevaba el amuleto de la Isla de los Otros, la figurita del bebé. Se lo había enseñado cuando todavía se estaba recuperando de su «sanación milagrosa». Se había dado cuenta de lo importante que era para Etta, pero no había vuelto a pensar seriamente en ello desde entonces. Era obvio que Etta sí lo había hecho. Consideraba que el extraño amuleto simbolizaba algún tipo de augurio. A lo mejor, si Wintrow considerara que los Otros fueran auténticos profetas y visionarios, compartiría su opinión, pero no creía que eso fuera así. Lo más probable era que los vientos y las mareas hubieran arrastrado todo tipo de residuos hasta la playa, y que el amuleto hubiera estado entre ellos. Y, en cuanto a los Otros, Wintrow había sentido en carne propia lo que la serpiente que había liberado pensaba de ellos.
Abominaciones. No había aclarado ese término con precisión, pero su horror y su espanto sí que habían quedado claros. Jamás tendrían que haber existido. Eran ladrones de un pasado que no les pertenecía, sin poder alguno para predecir el futuro. Etta había encontrado un amuleto en su bota por mero azar, y no tenía más significado que la arena que lo acompañaba.
Era imposible que compartiera esa opinión con Etta sin provocar un enfrentamiento. Empezó con cuidado:
—Todavía creo en que el destino de cada criatura es único y significativo.
Etta lo interrumpió enseguida, aportando su propia interpretación de las palabras de Wintrow.
—Mi destino podría consistir en darle un hijo a Kennit: para que el rey de las islas Piratas tuviera un príncipe.
—También podría ser tu destino no hacerlo —apuntó el chico.
Ese comentario no agradó nada a Etta, lo que se reflejó en su rostro, pero enseguida se recompuso y se cerró. Se quedó impasible. Le había hecho daño.
—Eso es lo que tú crees, ¿verdad?
Wintrow sacudió la cabeza.
—No, Etta. Yo no creo nada. Solo estoy diciendo que no deberías reducir tus aspiraciones a un hombre o un niño. Quién te ame o a quién ames no determina quién eres. Hay demasiadas personas, tanto mujeres como hombres, que aman a la persona que querrían ser, como si al amar a esa persona, o al ser amados por ella, pudieran alcanzar aquello que anhelan. Yo no soy Sa. No poseo su sabiduría todopoderosa. Pero me parece más probable que encuentres el destino de Etta en Etta, más que en la esperanza de que sea Kennit quien te impregne de él.
El rostro de Etta se llenó de rabia y sus ojos brillaron de enfado, pero se veía que, al mismo tiempo, estaba considerando las palabras de Wintrow. Al final, dijo ásperamente:
—Es imposible que me ofenda porque digas que debo preocuparme más de mí misma. —Se encontró de frente con su mirada—. Podría considerarlo como un cumplido, si no fuera porque me cuesta creer en tu sinceridad: es obvio que no te aplicas a ti mismo esa gran verdad.
Prosiguió, mientras Wintrow, atónito, guardaba silencio.
—No has perdido tu fe en Sa. Has perdido tu fe en ti mismo. Dices que yo mido mi importancia en los ojos de Kennit. Pero tú haces lo mismo. Evalúas tu importancia con respecto a la Vivacia o a Kennit. Toma tu vida en tus manos, Wintrow, y responsabilízate de ella. Puede que, entonces, ellos te consideren importante.
Como una llave que gira en una cerradura oxidada. Así se sentía Wintrow por dentro. O si no, como una herida que sangra por debajo de su costra. Wintrow desmembró las palabras de Etta, en busca de un fallo en su lógica. No había ninguno. Etta tenía razón. De algún modo, en algún momento, había abandonado sus responsabilidades para consigo mismo. Sus días de meditación, frutos de otro tiempo en el que estudiaba bajo la guía espiritual de Berandol, le parecían ahora un conjunto de perogrulladas que repetía sin aplicarse realmente. De repente, se acordó del muchacho inexperto que le contaba a su maestro el miedo que tenía a volver a casa en barco, porque tendría que viajar con hombres corrientes y no con pensadores como él. ¿Qué era lo que le había dicho a Berandol? «Son buena gente, pero no son como nosotros.» A continuación, había empezado a criticar el tipo de vida en el que un hombre solo se preocupa del día a día. Berandol le había dado a entender entonces que, si pasara un tiempo en el mundo de ahí fuera, podría cambiar la imagen que tenía de los hombres que trabajaban a diario para ganarse el pan. ¿Tenía razón Berandol? ¿O lo que había cambiado era la imagen que tenía de aquellos que se pasaban demasiado tiempo examinándose a sí mismos, sin haber experimentado nunca lo que significaba vivir?
Se había visto inmerso en el mundo de las naves y de la navegación en contra de su voluntad. Nunca lo había adoptado realmente como suyo, o aceptado siquiera todo lo que podía ofrecerle. Ahora que miraba hacia atrás, se daba cuenta de cómo se había resistido a todo lo que le llegaba. Se había enfrentado a su padre, había luchado contra Torg para poder sobrevivir, y le había plantado cara a la nao cuando esta había querido penetrar demasiado en su interior. Se había aliado con los esclavos, y no había bajado la guardia cuando habían sido liberados. Cuando Kennit había subido a bordo de la Vivacia, había seguido reclamando que la nao le pertenecía, a pesar de los esfuerzos del pirata por ganársela. Y, durante todo ese tiempo, se había sentido víctima de los acontecimientos. Había añorado su monasterio, y se había prometido a sí mismo que, a la primera de cambio, volvería a ser aquel Wintrow. Había mantenido esa esperanza, incluso después de resolverse a aceptar la vida que Sa le había reservado a bordo de la nao y de encontrar un sentido en ella.
Después de mucho engañarse a sí mismo, ahora veía claro que lo que había estado haciendo no era sino resistirse a cumplir con la voluntad de Sa. No había abrazado su destino. Lo había aceptado de mala gana, recogiendo únicamente lo que no podía rechazar, y dando la bienvenida solo a lo que encontraba aceptable, integrándolo todo en su vida de sacerdote.
Había algo. Había algo ahí, una idea, una iluminación, que vibraba en un recoveco de su mente. Un misterio que aún no había sido revelado. Dejó que su mirada se suavizara, y que su respiración adquiriera un ritmo más lento y profundo.
Etta dejó de coser. Recogió las piezas del juego y las devolvió a su caja.
—Creo que, por el momento, se nos han acabado los juegos —dijo tranquilamente.
Wintrow asintió. Los pensamientos bullían y se agolpaban en su cabeza. Cuando Etta abandonó la habitación, apenas se dio cuenta de ello.
***
La Que Recuerda lo reconoció. El bípedo Wintrow se encontraba en la cubierta de la nave y observaba a las serpientes que retozaban junto a ella, bajo la luz de la luna. Se sorprendió de que hubiera sobrevivido. Solo lo había empujado hasta la nao para que muriera entre los de su especie. Pero resulta que había sobrevivido. Cuando apoyó sus manos sobre la barandilla de proa, La Que Recuerda sintió la reacción de Rayo. No tuvo un espasmo visible, pero se estremeció por dentro. Un ligero rastro de miedo tiñó las aguas. ¿Se sentía Rayo intimidada por el bípedo?
La serpiente, intrigada, se acercó más al casco de la nave. No le costó adivinar que Rayo había nacido dragona. Sin embargo, y por mucho que la nao se negara a admitirlo, ya no era ni una dragona ni una serpiente. Era un híbrido, con sensibilidad humana, esencia dragona, y forma de nave. La Que Recuerda se sumergió en las aguas, y se alineó con la quilla plateada del barco. Desde ahí, podía sentir la presencia de la dragona con más intensidad. Sintió, casi de inmediato, que la nao no deseaba que estuviera allí, pero La Que Recuerda no tuvo ningún reparo en permanecer junto a ella. Tenía que cumplir su deber con la maraña a la que había despertado. Si la nao constituía un peligro para sus miembros, tendría que descubrirlo.
Cuando Maulkin el Dorado se unió a ella, solo se sorprendió a medias. No se molestó en esconder sus intenciones.
—Quiero saber más —le dijo. Maulkin hizo un leve gesto con la cabeza, en dirección al barco—. Nos dice que tengamos paciencia, que está aquí para protegernos y guiarnos hasta casa. Parece saber mucho de lo que ha ocurrido desde que los dragones sobrevolaban los cielos, pero presiento que esconde tantas cosas como cuenta. Todos mis recuerdos me dicen que deberíamos haber entrado en el río en primavera. Ahora, el invierno está a punto de llegar, y nos sigue aconsejando que esperemos. ¿Por qué?
La Que Recuerda admiró su franqueza. No le importaba que la nao supiera las reservas que tenía hacia ella. La Que Recuerda, en cambio, prefirió ser cautelosa.
—Debemos esperar y descubrir eso. Por ahora, está aliada con el bípedo. Dice que, cuando llegue el momento, utilizará a los que están a bordo para ayudarnos. Pero, entonces, ¿por qué tiembla cuando siente la presencia de este?
La nao no dio señales de haber escuchado su conversación sumergida. Pero La Que Recuerda sintió un cambio sutil en el agua que removía su casco. Ahora, sentía tanto miedo como rabia en esas aguas. Privadas como estaban de las dimensiones que deberían haber adquirido, sus carnes frustradas intentaban sintetizar los venenos que le provocaban sus emociones. La Que Recuerda reunió sus reservas de toxinas. Tenía poco que expulsar, le llevaba tiempo rellenar esas reservas. Aun así, abrió su mandíbula todo lo que pudo para recoger el débil rastro de Rayo, y respondió expulsando sus propias toxinas. Se adaptó a los movimientos de la nao para poder sentirla mejor.
Por encima de ellos, el bípedo seguía agarrado al pasamanos. En cierto modo, estaba agarrado al cuerpo de la dragona, La Que Recuerda sintió como se estremecía y transfería toda su atención hacia el muchacho.
—Buenas noches, Vivacia
El agua y la distancia cubrían el sonido de la voz de Wintrow, pero el contacto de su piel con el pasamanos lo amplificaba. Lo hacía penetrar en las entrañas de la nao, hasta llegar a La Que Recuerda. Sé quien eres, decía ese contacto. Al llamarla por el nombre que Rayo despreciaba, estaba apelando a una parte de ella que escondía. Y bien que hacía, decidió La Que Recuerda, a pesar de la resistencia de la nao.
—Vete de aquí, Wintrow.
—Podría, pero no estaría haciéndonos ningún bien. ¿Sabes lo que he estado haciendo, Vivacia? He estado meditando, rebuscando en mi interior. ¿Y sabes lo que he descubierto?
—¿Los latidos de tu corazón? —Rayo comenzó a penetrar en su interior.
La Que Recuerda sintió como las manos del muchacho se pegaban a la barandilla, y como se le disparaba el corazón.
—No lo hagas —imploró—. Por favor.
La nao lo dejó tranquilo, muy a su pesar. Wintrow volvió a apoyarse con normalidad sobre el pasamanos. Cuando se le estabilizó la respiración, dijo, en voz baja:
—Sabes bien lo que encontré cuando miré dentro de mí. Te encontré a ti. Estamos fundidos el uno en el otro, en cuerpo y alma. Somos uno solo, nao, y no podemos decepcionarnos. Te conozco, y me conoces. Ninguno de nosotros es lo que dice ser.
—Puedo matarte —le amenazó la nao.
—Lo sé. Pero con eso no te desharías de mí. Seguiría formando parte de ti, aunque me mataras. Creo que eso también lo sabes. Estás deseando alejarme de ti, nao, pero no creo que pudieras enviarme tan lejos como para que se cortaran los lazos que nos unen. Solo nos convertirías en un par de desgraciados.
—Estoy deseando intentarlo.
—Pues yo no —respondió Wintrow, suavemente—. Te propongo otra solución. Tratemos de aceptar aquello en lo que nos hemos convertido, y admitamos todas nuestras partes. Si dejas de negar la humanidad que late dentro de ti, yo aceptaré a la serpiente y a la dragona que está en mi interior. En nuestro interior —corrigió enseguida.
Se hizo el silencio, y solo se oyó el murmullo del agua. Algo estaba penetrando, poco a poco, en el interior de la nao. Algo como el veneno que brotaba de la melena erecta de una serpiente. Cuando Rayo volvió a tomar la palabra, solo desprendió amargura, como una pústula al explotar.
—Planteas tu oferta en un buen momento, Wintrow Vestrit. En un buen momento.
Se abatió sobre él, como una dragona sobre su presa. El bípedo cayó redondo sobre la cubierta. Empezó a sangrarle la nariz, y las gotas de sangre cayeron sobre la cubierta de la Vivacia. La nao rugió, desafiante, mientras su tronconjuro absorbía el líquido rojo.