Capítulo 14
Mentecacia

—Es solo que no lo tengo claro. —Brashen estaba en la cubierta superior, junto a Althea. La neblina del crepúsculo le rizaba el cabello y le llenaba el chubasquero de perlas plateadas—. Todo se ve diferente ahora. No me refiero solo a la niebla, sino también al nivel del agua, al follaje, a la línea de costa. Nada es como yo lo recordaba.

Agarró la barandilla de proa con las manos, a escasos centímetros de donde descansaban las de ella. Cuando sintió que era capaz de resistir la tentación de tocarlo, Althea se llenó de orgullo.

—Podríamos quedarnos aquí, sencillamente —habló con suavidad, pero su voz sonó un poco rara a través de la neblina—. Podríamos esperar a que entrara o saliera otro barco.

Brashen sacudió la cabeza, despacio.

—No quiero ser atacado ni desafiado. En cuanto lleguemos a Mentecacia, eso puede ocurrir en cualquier momento, pero no quiero que parezca que ni siquiera sé por qué estoy aquí. Llegaremos allí muy seguros de nosotros mismos y, con toda nuestra chulería, echaremos el ancla en Mentecacia. Si les hago creer que soy un prepotente y un pirado, los vigilantes de seguridad tardarán menos en acercarse a nosotros. —En la penumbra, le dedicó una sonrisa medio torcida—. No debería tener que esforzarme mucho para causarles esa impresión.

Habían echado el ancla junto a una orilla arbolada y pantanosa. Las lluvias del invierno habían provocado el desbordamiento de los ríos y de las corrientes de esa región. Cuando subía la marea, las aguas saladas y las aguas del río se mezclaban en aquella zona pantanosa. En la penumbra, los árboles, tanto los vivos como los muertos, se erguían amenazantes sobre las aguas. A veces, allí donde la densidad de la niebla era menor, se podían ver muros de árboles, ligados por lianas colgantes, y recubiertos de musgo. El espesor de la selva llegaba hasta el agua. Después de muchas tediosas horas de observación, Brashen y Althea habían encontrado varias posibilidades de entrada. Cualquiera de ellas podía ser la estrecha desembocadura del caudaloso río que conducía a la laguna indolente tras la cual se encontraba Mentecacia.

Brashen volvió a fijar la vista sobre el trocito de vela andrajoso que tenía en la mano. Él mismo había diseñado su dibujo, cuando era oficial a bordo del Víspera de Primavera.

—Creo que representaba unas algas que sobresalían del agua en marea baja. —Volvió a echar una ojeada a su alrededor—. No lo tengo nada claro —confesó en voz baja.

—Elige una —sugirió Althea. —Lo peor que podemos hacer es perder tiempo.

—No. Eso es lo mejor que podemos hacer—la corrigió Brashen—. Lo peor que podemos hacer es mucho peor. Podríamos quedar atrapados en una ensenada y tener que esperar a que nos rescatara la subida de la marea. —Cogió aire—. Pero supongo que tendré que tomar algún tipo de decisión.

La nao estaba muy silenciosa. Brashen había ordenado que la tripulación caminara sin hacer ruido, y hablara solo entre murmullos. No habían encendido ninguna luz. La propia nao estaba intentando silenciar los pequeños ruidos que hacía su cuerpo de madera. Esta niebla transmitía demasiado bien el ruido. Si se acercaba otro barco, deseaba poder oírlo. Ámbar surgió como una aparición y, en silencio, se colocó junto a ellos.

—Si tenemos suerte, una parte de la niebla se disipará al alba —apuntó Althea, optimista.

—Está más densa que nunca —comentó Brashen, en respuesta—. Antes de intentar cualquier cosa, esperaremos a ver lo que nos trae la luz del día. Mira allí. —Apuntó a una dirección, y Althea siguió la línea imaginaria que salía de su brazo—. Creo que la entrada está ahí. Haremos el intento al amanecer.

—¿No estás seguro? —susurró Ámbar, consternada.

—Si fuera fácil encontrar Mentecacia, no se habría mantenido como refugio pirata durante todos estos años —apuntó Brashen—. La magia de este lugar está en que, a menos que sepas que está ahí, nunca se te ocurrirá adentrarte por ese camino.

—A lo mejor... —comenzó Ámbar, dubitativa—. A lo mejor uno de los antiguos esclavos podría ayudarnos. Vienen de las islas Piratas...

Brashen sacudió la cabeza.

—Les he preguntado. Todos afirman ignorar por completo la existencia de Mentecacia, así como niegan haber sido piratas alguna vez. Pregúntale a cualquiera de ellos. Fueron los hijos de los esclavos huidos que se establecieron en las islas Piratas para empezar una nueva vida. Fueron capturados por invasores chalazos o jamaillios, y tatuados y vendidos en Jamaillia. Desde allí, fueron enviados al Mitonar.

—¿Es eso tan difícil de creer? —le preguntó Ámbar.

—No del todo —le contestó Brashen—. Pero un muchacho siempre termina por hacerse una idea general del pueblo en el que se ha criado. Estos tipos se dicen ignorantes de tantas cosas que no me los puedo creer del todo.

—Son buenos marineros —añadió Althea—. Cuando pasaron a estar bajo mis órdenes, me imaginaba que tendría problemas con ellos, pero no ha habido ninguno. Hubieran preferido quedarse entre ellos, pero no se lo he permitido, y no se han quejado. Se han puesto a trabajar duro, igual que lo hizo el primero de ellos que subió a la nave en secreto. Creo que Harg siente que ha perdido parte de la autoridad que ejercía sobre sus compañeros. Bajo mi mando, todos son simples marineros, en igualdad de derechos. Pero son buenos... demasiado buenos como para que este sea su primer viaje.

Ámbar suspiró.

—La primera vez que les propuse subir a bordo para permitirles vender su fuerza de trabajo a cambio de una posibilidad de volver a casa, nunca consideré que tuvieran lealtades enfrentadas, lo confieso. Ahora, me parece obvio. Tenía la oportunidad de hacer una buena acción, y eso me cegó.

Althea sonrió, y le dio un golpecito amistoso a Ámbar. Ámbar le devolvió una media sonrisa. Durante unos instantes, Althea se quedó preocupada.

—¿Puedo atreverme a preguntar si Lavoy nos puede ayudar en algo? —prosiguió Ámbar, con mucho tacto.

Cuando vio que Brashen no contestaba, Althea sacudió la cabeza.

—Los mapas de Brashen son lo único con lo que contamos para seguir adelante. Con el cambio de estación, y las transformaciones constantes de las islas, el asunto se está volviendo peliagudo.

—A veces llego a preguntarme si estoy siquiera en las aguas en las que tengo que estar —añadió Brashen, amargamente—. Podría haberme equivocado completamente de río.

—Estamos bien encaminados. —La voz profunda del Paragon sonó muy agradable, casi como una melodía—. Estamos incluso en la desembocadura correcta. Como habría podido deciros hace horas, si cualquiera de vosotros se hubiera dignado a preguntármelo.

Los tres humanos se quedaron en absoluto silencio, como si al moverse, o al hablar, se arriesgaran a romper algún tipo de conjuro. En la mente de Althea volvió a aflorar una íntima sospecha que había estado albergando en su interior.

—Estás en lo cierto, Althea. —La nao contestó a su pregunta no formulada—. Ya he estado aquí antes. He entrado y salido de Mentecacia suficientes veces como para saber que puedo navegar en la noche más oscura, y con cualquier marea —sus carcajadas hicieron vibrar la cubierta superior. Perdí mis ojos antes de haber remontado este río por primera vez, así que poco importa lo que vea o no vea.

Ámbar se atrevió a hablar alto y claro.

—¿Cómo puedes saber dónde estamos? Siempre dijiste que te daba miedo navegar ciego en aguas abiertas. ¿Por qué no tienes miedo ahora?

Se rió indulgentemente.

—Hay una gran diferencia entre el mar abierto y la desembocadura de un río. Aquí, todos mis sentidos están en alerta. ¿No te llega el hedor de Mentecacia? ¿De sus hogueras, de sus chimeneas, de las fosas comunes donde queman a sus muertos? Los olores que no me trae el aire, me los trae el río. El regusto amargo de Mentecacia es arrastrado hasta aquí por la corriente. Puedo sentir el agua de la laguna, densa y verde, en cada fibra de mi cuerpo. Está igual que cuando gobernaba Igrot.

—¿Podrías llevarnos allí, incluso en la noche más oscura? —aventuró Brashen, con mucho tacto.

—Sí, eso es lo que he dicho.

Althea esperó. ¿Debía creer al Paragon o debía tenerle miedo? ¿Debía dejar todas sus vidas bajo el cuidado de la nao, o esperar al amanecer y abrirse camino por el río envuelto en neblina...? Intuyó que la nao los estaba sometiendo a una prueba. De repente, estuvo encantada de que el capitán fuera Brashen. No le habría gustado tener que tomar ella esa decisión.

Todo estaba tan oscuro que apenas podía ver el perfil de Brashen. Vio como levantaba los hombros al inspirar profundamente.

—Paragon, ¿nos llevarías hasta allí?

—Sí.

***

Trabajaron a oscuras, sin linternas, para colocar las velas y levar el ancla. Ciego como estaba, le gustaba la idea de que los demás se desenvolvieran entre tinieblas. Mientras manejaban las cuerdas y los aparejos, guardaban absoluto silencio. Los únicos sonidos que perturbaban esa calma eran los de los engranajes al girar, y el traqueteo de las cadenas. Puso todos sus sentidos en alerta.

—Estribor. Ligeramente —indicó, sin levantar la voz, mientras izaban las velas y el viento le refrescaba la memoria, a la vez que transportaba la orden hasta la popa de barco.

Brashen estaba en el timón. Al Paragon le gustaba sentir sus manos firmes ahí. Era aún mejor que la sensación de ser el que decidía a dónde iban y al que los hombres obedecían. Y eso que le encantaba que fueran descubriendo lo que se sentía al depender de alguien a quien temían. Porque todos lo temían, incluso Lavoy. Lavoy hacía bonitos discursos sobre amistades que trascendían el tiempo o las razas pero, en su interior, el oficial temía a la nao mucho más que cualquier otro hombre.

Y bien que hacían, pensaba el Paragon con satisfacción. Si conocieran su verdadera naturaleza, se harían pis encima. Se tirarían por la borda, y lo verían como una muerte dulce. El Paragon levantó los brazos y separó los dedos todo lo que pudo. El viento húmedo que le pasaba entre los dedos mientras las velas lo empujaban hacia la desembocadura del río no le provocaba gran cosa, pero sí que le bastaba para mantener viva su alma. No tenía ojos, no tenía alas, pero seguía teniendo alma de dragón.

—¡Qué bonito! —le dijo Ámbar.

Se asustó. Todavía había momentos en los que ella era transparente para él. Pero era la única cuyo miedo no podía sentir. A veces compartía sus sentimientos, pero nunca sus pensamientos. Y, cuando sentía sus emociones, sospechaba que era porque ella lo permitía. La consecuencia de todo aquello era que sus palabras lo confundían más a menudo que las de los demás. Era la única capaz de mentirle. ¿Estaría mintiendo ahora?

—¿Qué es bonito? —preguntó tranquilamente.

No obtuvo respuesta. El Paragon siguió con la tarea que tenía entre manos. Brashen quería que los llevara río arriba lo más silenciosamente posible. Quería que Mentecacia los viera amanecer anclados en su puerto. La idea sedujo a la nao. Quería ver como se sorprendían y gritaban al verlo volver de la muerte. Si es que aún quedaba alguien que se acordara de él.

—La noche es bonita —dijo finalmente Ámbar—-. Y tenemos buen aspecto, aquí, en la noche. La luna brilla, en algún lugar, ahí encima de nosotros. Hace que la niebla adquiera reflejos plateados. Allá donde mire, encuentro pedacitos de ti. Una hilera de gotitas plateadas colgando de una cuerda gruesa. O la niebla que se disipa durante unos metros, permitiendo que la luna ilumine nuestro camino. Te mueves con tanta gracia y dulzura. Escucha. Las aguas chocan contra tu proa, ronronean como los gatos, y el viento los manda callar. El río se estrecha por este lado; es como si estuviéramos recortando una senda por el bosque, partiendo árboles para poder pasar. El mismo viento que nos empuja también arranca las hojas de los árboles. Ha pasado demasiado tiempo desde que escuché por última vez el sonido del viento entre sus copas, y desde que sentí el olor a tierra húmeda. Esto es como estar en un sueño dorado a bordo de una nave mágica.

El Paragon sonrió, sin darse cuenta.

—Es que soy una nave mágica.

—Lo sé. Oh, Paragon, eres tan maravilloso. En una noche oscura como esta, con ese balanceo tan suave y cadencioso de tu casco, casi puedo sentir como despliegas tus alas y nos elevas hasta los cielos. ¿Lo sientes tú, Paragon?

Claro que lo sentía. Lo que lo incomodaba era que lo sintiera ella, y que expresara esa sensación con palabras. Pero no se lo dijo.

—Lo único que siento es que el canal es más ancho a estribor. Modifica un poco la dirección, yo te digo hasta donde.

Lavoy apareció en la cubierta. Paragon lo sintió caminar hasta la cabina donde Brashen manejaba el timón. La nao podía sentir la acumulación de rabia y agresividad en los pasos de Lavoy ¿Ocurriría aquella noche? No había dejado de preguntárselo y, ahora, empezaba a notar la excitación. A lo mejor, esta noche, los dos hombres se desafiaban, y luchaban, frente a frente. Se golpearían hasta que uno de los dos cayera derrotado. Aguzó el oído para escuchar las palabras de Lavoy.

Pero el primero en tomar la palabra fue Brashen. Su voz profunda sonó muy fría a través de la madera del Paragon.

—¿Qué es lo que te trae hasta la cubierta, Lavoy?

La nao sintió que Lavoy vacilaba. Por miedo, por inseguridad, o por simple estrategia. No habría sabido decidirse.

—Esperaba que echáramos el ancla esta noche. El cambio de dirección me ha despertado.

—¿Y ahora que has visto lo que vamos a hacer?

—Es una locura. Podríamos encallar en cualquier momento, y convertirnos en una presa fácil para cualquiera que se encontrara con nosotros de casualidad. Deberíamos echar el ancla ahora mismo, si es que este es un lugar seguro, y esperar al alba.

Brashen lo miró, divertido, mientras le preguntaba:

—¿Acaso no confías en la nao para que nos guíe, Lavoy?

Lavoy bajó la voz hasta convertirla en un susurro, y murmuró su respuesta. Paragon se sintió bullir de rabia. Lavoy no murmuraba para hacerle un favor a Brashen, murmuraba porque no quería que Paragon supiera lo que pensaba verdaderamente de él.

Brashen, por el contrario, habló muy claro. ¿Acaso sabía que el Paragon oiría cada una de sus palabras?

—No estoy de acuerdo, l.avoy. Sí, confío en él. Como lo he venido haciendo cada día desde que empezamos el viaje. Algunas amistades van más allá de la locura o del sentido común. Ahora que has dejado bien clara tu opinión sobre el capitán, y la confianza que tienes en la nao, te sugiero que te retires a tu camarote hasta que comience tu turno. Tenía previsto asignarte algunas tareas poco ordinarias. A lo mejor te resultan un poco duras. Buenas noches.

Lavoy esperó cinco respiraciones completas antes de moverse de allí. Paragon podía imaginarse la situación: el uno frente al otro, enseñándose los dientes, con las alas ligeramente desplegadas, y los poderosos cuellos arqueados, listos para el ataque. Pero, esta vez, fue el atacante el que apartó la vista, agachó la cabeza, y replegó las alas. Salió de la cabina, despacio, en actitud sumisa, pero malhumorada. El macho dominante lo siguió con la mirada. ¿Haría el triunfo brillar y girar los ojos de Brashen? ¿O sabía que la batalla solo quedaba aplazada?

***

Echaron el ancla mucho antes del amanecer. El traqueteo de la cadena fue el mayor ruido que hicieron desde que habían dejado atrás la desembocadura del río. En el puerto, habían buscado un lugar adecuado para amarrar, uno que no estuviera demasiado cerca de las otras tres naves. En ninguna de ellas se veía movimiento. Pobre del que se hubiera quedado de guardia, seguro que sería castigado al día siguiente. Brashen había enviado a la tripulación al piso inferior, excepto a unos cuantos hombres, cuidadosamente elegidos, que deberían vigilar el ancla. Luego, le había ordenado a la segunda oficial que se reuniera con él en la cubierta inferior.

Brashen se apoyó sobre el pasamanos y su mirada se perdió en las luces de Mentecacia. Brillaban, como montones de ojos amarillos a través de la niebla, y emitían destellos al chocar su luz con la neblina cambiante. Una de esas luces lo desconcertó: brillaba más que las demás, y estaba mucho, mucho más alta. ¿Alguien había olvidado una linterna en la copa de un árbol? No tenía sentido contestar a eso, así que apartó la idea de su cabeza. Estaba seguro de que resolvería su duda cuando llegara el amanecer. El resto de las luces, dispersas, no confirmaban el recuerdo que tenía de ese pueblo, pero, sin duda, la culpa era de la niebla. Volvió a centrar la vista en un plano general de Mentecacia. El pequeño y apestoso pueblo nunca dormía. La niebla traía hasta sus oídos extraños fragmentos de sonidos distorsionados. Gritos de alegría, una canción de borrachos, el ladrido de un perro. Brashen bostezó. Se preguntaba si podría permitirse unas cuantas horas de sueño antes de que el amanecer le descubriera al pueblo de Mentecacia a su nao y a su tripulación. Unos pies desnudos caminaron suavemente detrás de él.

—No está aquí—susurró Althea, decepcionada—. O, al menos, no hay rastro de ella en el puerto...

—No. No creo que la Vivacia esté anclada aquí esta noche. Eso habría sido tener demasiada suerte. Pero estaba aquí la última vez que yo vine a Mentecacia, y creo poder afirmar, con bastante certeza, que volverá a estar aquí. Paciencia. —Se dio la vuelta para verla de frente. Bajo la niebla que los envolvía, se atrevió a cogerla de su mano y acercarse a ella—. ¿Qué te imaginabas? ¿Que nos la encontraríamos aquí, y que encontraríamos la manera de sacarla del puerto sin librar una batalla?

—He sido una ilusa —admitió Althea. Durante unos segundos, descansó sobre el hombro de Brashen, que se moría de ganas de abrazarla.

—Pues llámame iluso a mí también, porque tenía la misma esperanza. La esperanza de que algo pudiera resultarnos fácil y sencillo.

Althea se enderezó, entre suspiros, y se apartó de él. La noche se hizo más fría.

Brashen se puso melancólico.

—¿Althea? ¿Crees que existirá un tiempo y un lugar en que las cosas serán fáciles y sencillas para nosotros? Un tiempo en el que pueda andar por la calle, bajo la luz del día, contigo agarrada del brazo.

Contestó despacio.

—Nunca me he permitido proyectarme tan lejos.

—Yo sí—dijo Brashen, con franqueza—. Te he imaginado a ti como capitana de la Vivacia, y a mí como capitán del Paragon. Ese es el final más feliz que podríamos esperar para nosotros. Pero luego me pregunto, ¿en qué lugar nos deja eso? ¿Dónde y cuándo nos construiremos un hogar para nosotros?

—Coincidiremos en algunos puertos.

Brashen sacudió la cabeza.

—Eso no me basta. Yo quiero tenerte siempre. Quiero que estés a mi lado.

Althea bajó la voz.

—Brashen. No puedo permitirme pensar en esto ahora. Me temo que mis planes de futuro tendrán que empezar a bordo de mi nao familiar.

—Y yo me temo que siempre tenga que ser así. Que tu nao familiar siempre sea prioritaria. —De repente, se dio cuenta de que parecía un amante celoso.

Althea pareció sentir lo mismo.

—Brashen, ¿de verdad tenemos que hablar de esto ahora? ¿No podemos, por el momento, conformarnos con lo que tenemos, sin pensar en el mañana?

—Creí que se suponía que era yo quien tenía que decir esas cosas —contestó, bruscamente, después de unos segundos de silencio—. Pero sé que es verdad, y que debería estar contento con lo que tengo ahora. Momentos robados, besos secretos. —Sonrió lastimosamente—. Cuando tenía diecisiete años, pensaba que eso era lo mejor que se podía esperar del amor: una pasión secreta a bordo de una nave. Besos furtivos en la cubierta inferior durante una noche neblinosa.

Avanzó un paso para poder tomarla entre sus brazos, y la besó apasionadamente. No la había sorprendido. ¿Acaso había estado esperando a que lo hiciera? El cuerpo de Althea se fundió perfectamente con el suyo. Esa respuesta lo excitó tanto que gimió de placer y de deseo. Luego, muy a su pesar, separó su cuerpo del de ella.

Cogió aire.

—Pero ya no soy un muchacho. Ahora, solo consigo volverme loco con esta situación. Quiero algo más, Althea. No quiero suspense, ni peleas, ni celos. No quiero encuentros furtivos, ni quiero ocultar lo que siento. Quiero la comodidad de saber que eres mía, y enorgullecerme de que los demás también lo sepan. Quiero que te acuestes junto a mí, cada noche, y te quiero en mi mesa cada mañana. Quiero saber que, si dentro de muchos años me encuentro en alguna otra cubierta, tú seguirás junto a mí, en otra noche como esta.

Se dio la vuelta para mirarlo, con incredulidad. Apenas podía distinguir sus rasgos. ¿Estaba de broma? Su voz había sonado muy seria.

—Brashen Trell, ¿me estás proponiendo matrimonio?

—No —se apresuró a contestar. Hubo un largo e incómodo silencio. Luego, se echó a reír—. Bueno, supongo que sí. Matrimonio, o algo muy parecido.

Althea inspiró profundamente, y se apoyó sobre el pasamanos.

—Nunca dejarás de sorprenderme —le hizo notar, nerviosa—. Yo... no sé qué decirte.

La voz de Brashen también tembló, aunque Althea sabía que hacía lo posible por disimularlo.

—Supongo que tienes razón, dado que ni siquiera he formulado aún la pregunta. Pero, cuando todo esto termine, lo haré.

—Cuando todo esto termine, tendré una respuesta que darte. —Le hizo la promesa, aunque no tenía ni idea de lo que le iba a contestar.

Ocultó esa preocupación en un rincón de su mente. Había otras cosas de las que preocuparse, se dijo, otros asuntos más urgentes, aunque esos asuntos no hicieran palpitar su corazón. Trató de ralentizar el ritmo de su respiración, y de apaciguar el deseo que sentía.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó, mientras hacia gestos en dirección a las luces silenciosas.

Contestó a su pregunta con otra pregunta.

—De todas las personas que están a bordo, ¿en quién confías más? Dime dos nombres.

No le costó nada decidir.

—Ámbar y Clave.

Se echó a reír.

—Respondo lo mismo. ¿Y en quien confías menos?

Tampoco necesitó pensárselo.

—En Lavoy y en Artu.

—Pues quedan fuera de la lista de los que van a pisar tierra. No cargaremos a cuestas con nuestros líos, ni los dejaremos solos a bordo de la nao.

Nuestros líos. Nosotros. Le gustaba como sonaba eso.

—¿A quiénes nos llevamos, entonces?

—A Jek, a Cypros, y a Kert. También me gustaría llevarme a uno o dos de tus antiguos esclavos, para dar a entender que somos una tripulación mixta. Tendrás que elegirlos tú. —Hizo una pausa para reflexionar—. Voy a dejar a Lop con Ámbar. Le haré saber a Haff que tendrá que prestarle ayuda si se lo pide. Y le diré a Ámbar que, si sucede algo a bordo de la nave, Lop será el encargado de llevar a Clave a tierra para que pueda avisarnos.

—¿Piensas que Lavoy puede estar tramando algo? —Emitió un gruñido cargado de desprecio.

—No pienso nada. Solo estoy contemplando todas las posibilidades.

Althea bajó la voz.

-—No aguanto más esta situación. ¿Qué vamos a hacer con él?

Brashen habló despacio.

—Deja que sea él quien dé el primer paso. Cuando lo haya hecho, ya veré lo que hago yo. A lo mejor me permite hacer limpieza entre los tripulantes.

***

Por fin llegó el amanecer. Los rayos del sol se filtraron a través de la neblina, y de los fantasmas errantes. Las nubes taparon el sol, y comenzó a caer una de esas lluvias que calaban hasta los huesos. Brashen ordenó sacar la pasarela, para conectar la nao con el muelle. Mientras sus hombres la colocaban, se quedó observando Mentecacia. Apenas la reconocía. La luz que le había llamado la atención la noche anterior resultó ser de una torre de vigilancia. Los muelles habían cambiado de ubicación, ahora estaban delante de un conjunto de almacenes de madera húmeda. En los límites exteriores del pueblo, el incendio no había conservado más que algunas estructuras Daba la impresión de que el nuevo pueblo había surgido de las cenizas del anterior. Dudaba de que hubiera ocurrido por accidente: la torre de vigilancia parecía estar ahí para avisar a los hombres malos de que no volverían a pillar al pueblo desprevenido.

Sonrió amargamente. Era probable que los habitantes de Mentecacia no se alegraran de encontrarse con una nave extraña en su puerto. Consideró la posibilidad de esperar en la nave hasta que enviaran a alguien a hacerles las preguntas de rigor, pero luego decidió que no. Sería valiente y descarado, daría por asumido que los recibirían con los brazos abiertos, como buenos camaradas, y ya vería a dónde lo conducía eso.

Inspiró profundamente. Cuando se dio cuenta de que estaba sonriendo, se sorprendió a sí mismo. Debería haber estado exhausto. Se había pasado la mayor parte de la noche despierto, y se había vuelto a levantar antes de que amaneciera, solo por el placer de sacar a Lavoy de la cama. Le había dado sus órdenes al oficial. Tenía que encargarse de mantener el orden a bordo de la nave, e impedir que los tripulantes conversaran con cualquier persona ajena a la nao. El mantenimiento de una férrea disciplina era esencial. Ámbar se encargaría de los botes y de Clave. Antes de que Lavoy se hubiera atrevido a preguntar por qué, Brashen le había informado de que ella tenía sus propias órdenes, y que no debía interferir en ellas. Entretanto, quería que todos los tripulantes que aún estuvieran durmiendo salieran a la cubierta, para que las zonas de dormitorio fueran desparasitadas, y para que la nave recibiera una buena limpieza. Las tareas estaban ideadas para mantener ocupados a los hombres y al primero de a bordo. Brashen se quedó mirándolo fijamente, hasta que el oficial asumió, a regañadientes, sus tareas. A continuación, volvió a colocarse en el timón.

Ámbar y Paragon habían recibido las órdenes más difíciles de cumplir. La nao debía quedarse quieta y en silencio, para hacer creer que era una embarcación de madera ordinaria. Y Ámbar tenía que ayudarlo como pudiera. Brashen estaba seguro de que Ámbar sabría leer entre líneas: no dejes que nada perturbe a la nao. Es decir, no dejes que nadie la provoque.

Para interpretar su papel de capitán mercante, Brashen se había vestido con ropas que no había vuelto a llevar desde que había dejado el Mitonar. Se había atado al cuello una corbata que había creado a partir de un pañuelo, pero se había dejado abierto el botón del cuello de la camisa. No quería parecer demasiado formal. Se preguntaba lo que pensaría de él el capitán Ephron si pudiera ver que llevaba su chaqueta azul, que le iba como un guante, y la elegante camisa blanca que hacía juego con ella. Pensó que el viejo lo entendería, y que le desearía suerte.

—El bote ehtá listo, señor. —Clave le sonrió, lleno de esperanza.

—Gracias. Ya te he dado tus órdenes. Haz cuanto puedas por cumplirlas.

Clave puso los ojos en blanco, pero contestó:

—Sí, señor. —Sin ninguna muestra de rebeldía.

Fue dando saltitos detrás de Brashen mientras este se dirigía al bote.

Mientras el bote se alejaba de la sombra del Paragon, Brashen señaló otros tres botes que se dirigían a su encuentro.

—A vuestros remos —les ordenó a los demás, en voz baja—. Poneos a trabajar. Quiero que estemos bien lejos del Paragon antes de que estos tres nos cierren el paso.

Brashen le echó una ojeada a su nao. El mascarón de proa, silencioso, estoico, se había cruzado de brazos. Ámbar estaba apoyada en el pasamanos, detrás de él. Levantó una mano en señal de despedida, y Brashen le devolvió el gesto con la cabeza. A continuación, devolvió la vista a sus remeros.

—Recordad vuestras órdenes. Debemos ser amables. No dudéis en gastaros las monedas que os hemos entregado. No arméis jaleos. No quiero que nadie se emborrache tanto como para no poder mantener la lengua quieta. Si al final resulta que nos dan libertad para caminar por todo el pueblo, dispersaos. Haced preguntas. Quiero toda la información que podamos reunir sobre Kennit y la Vivacia. Pero no seáis demasiado insistentes. Desatadles la lengua, y luego dejadlos hablar. Sed curiosos, no cotillas. Nos reuniremos en los muelles cuando caiga la noche.

Cuando los tres barcos les cerraron el paso, estaban a más de medio camino de los muelles. Brashen dio una orden, y sus tripulantes dejaron de remar.

—¿Qué clase de negocios habéis venido a hacer aquí? —gritó un hombre moreno, con la barba grisácea, que debía comandar uno de los botes.

La lluvia había empapado su gorro informe, y ahora se le pegaba a la cabeza. Solo se le veía, por encima de la barba, el final de un antiguo tatuaje de esclavo.

Brashen se echó a reír ruidosamente.

—¿Me preguntas qué negocios he venido a hacer a Mentecacia? En Mentecacia solo se puede hacer una clase de negocios. Me apuesto lo que quieras a que nos dedicamos a lo mismo. Me llamo Brashen Trell y, antes de informar a nadie más sobre mi condición, me gustaría saber a quién estoy informando.

Le dedicó, sin esfuerzo, una amplia sonrisa. Jek sonrió a su vez, mientras jugaba con su remo. La sonrisa de Althea pareció un poco más forzada y, aparentemente, los demás se desentendieron de todo procedimiento protocolario.

El hombre con el que había hablado se tomó muy en serio su comentario.

—Me llamo Maystar Crup, y soy el capitán del puerto. El capitán Kennit fue quien me puso en el cargo, y me dio la autorización de preguntarle a todo el que viniera aquí lo que tenía la intención de hacer.

—¡Kennit! —Brashen se levantó de su asiento—. Ese es el nombre, señor, que me trae aquí. Ya he estado aquí antes, ¿sabe?, a bordo del Víspera de Primavera, aunque aquella fue una visita breve y no se lo tendré en cuenta a los que no se acuerden de mí. Pero, si he vuelto aquí, junto con mi nave y mi tripulación, ha sido por las historias que oí entonces sobre el capitán Kennit. Nos encantaría unirnos a él y a su tripulación para poder intercambiar impresiones. ¿Cree que podría recibirnos hoy?

Maystar le dedicó una mirada cargada de cinismo. Se humedeció los labios, y enseñó los dientes que le quedaban. Estaban casi todos amarillos.

—Podría. Si estuviera aquí, que no es el caso. Si es verdad que sabes algo de Kennit, ¿cómo es que no sabes que tiene una nao rediviva? ¿Ves alguna nao rediviva en el puerto, ahora mismo?

—Había oído decir que Kennit es un hombre de muchas naves. También he oído que, cuando se trata de Kennit, el primer error que un hombre puede cometer es asumir cualquier cosa sobre él. Se dice que es más astuto que un zorro, y que tiene mejor vista que un águila. Pero ¿no te parece este un sitio demasiado frío e incómodo para discutir sobre esto? Mentecacia ha cambiado más que un poco desde la última vez que la vi, pero seguro que sigue teniendo una taberna donde los hombres pueden hablar a sus anchas.

—La tiene. Una vez que decidimos que un hombre es bienvenido en Mentecacia.

Brashen levantó un hombro.

—A lo mejor sería más fácil de decidir junto a una copa de brandi. Así tendrás tiempo de decidir si el resto de mi tripulación es bienvenida en tierra firme. Llevamos bastante tiempo surcando los mares. Tienen las gargantas secas, y el bolsillo lleno de monedas con las que saciar su sed. Convinieron que Mentecacia sería un buen lugar para despejarse la mente.

Sonrió animosamente, e hizo sonar el saquito repleto de monedas que llevaba atado al cinto. Las monedas hicieron ruidos metálicos al chocar las unas con las otras. Llevaba suficientes como para invitar a una ronda o dos, así como para hacerse con algunas provisiones para la nave. Los tripulantes que lo acompañaban también llevaban dinero suficiente como para pasárselo bien. Eran piratas exitosos, con dinero que gastar.

La sonrisa de Brashen se fue apagando, bajo la lluvia penetrante del invierno, antes de que Maystar asintiera de mala gana.

—Vamos. Podemos seguir hablando en la taberna, supongo. Pero tus hombres... tu tripulación se quedará aquí con nosotros, y aquellos que estén en el barco permanecerán allí por el momento. En Mentecacia, no somos muy dados a confiar en los extranjeros. Ni en las embarcaciones que se acercan sigilosamente durante la noche.

Eso lo había descolocado. Bien, Brashen dejaría que el hombre se centrara en eso.

—¡A la taberna se ha dicho! —Brashen asintió, de buena gana.

Se sentó atrás, en la popa, y fue conducido a Mentecacia como un rey, escoltado por la guardia del pueblo. Media docena de curiosos estaban agrupados en el muelle, con la cabeza metida entre los hombros, para protegerse de la lluvia. Maystar bajó del barco antes que Brashen. Para cuando sus pies tocaron tierra firme, Maystar ya estaba rodeado de un montón de curiosos. Brashen desvió toda la atención hacia él cuando exclamó:

—¡Señores! ¿Acaso ninguno de ustedes nos va a guiar hasta la taberna? —Les dedicó una sonrisa radiante.

Por el rabillo del ojo, vio como Jek sonreía también mientras evaluaba a los hombres que tenía delante. Las amplias sonrisas que estaba obteniendo en respuesta estaban en perfecta sintonía con sus intenciones. Cuando los tripulantes se reunieron con su capitán en los muelles, los paseantes se relajaron. Aquellos no eran invasores, sino honrados filibusteros, al igual que ellos.

—La taberna está por aquí —le dijo Maystar, refunfuñando.

A lo mejor se había puesto celoso al ver todo el revuelo que había causado Brashen. Este se percató de ello, y le devolvió, hábilmente, el control de la situación.

—Por favor, llévanos hasta allí —le pidió.

Mientras seguían a Maystar, Brashen notó que el séquito ya había disminuido. Era mejor así. Quería reunir información, no fascinar al pueblo entero. Advirtió que Althea se había colocado a su derecha, y a un paso de distancia por detrás de él. Era bueno saber que alguien tenía un cuchillo preparado para defenderlo si el pueblo de Mentecacia decidía volverse contra él. Cypros y Kert también caminaban tras él. Harg y Kilt, los dos Tatuados que Althea había elegido, venían siguiéndolos. Jek se había rezagado. Cerraba el grupo, junto con un hombre joven y apuesto con el que ya había empezado a conversar. Brashen pilló el hilo de la conversación: Jek le estaba preguntando al hombre si pensaba que los dejarían andar libremente por el pueblo y, si así se hacía, qué entretenimiento le recomendaba a una marinera solitaria como ella en su primera noche en el puerto. Brashen sonrió para sus adentros. No había nada que decir. Después de todo, él había sido quien le había pedido que fuera amable, y que reuniera información.

***

El interior de la taberna era oscuro. El cambio de temperatura con respecto al exterior se debía antes al calor humano acumulado que a la madera que ardía en la chimenea. Los olores a lana mojada, a sudor, a humo y a cocina se mezclaban en el ambiente. Althea se desabrochó el chubasquero, pero no se lo quitó. Si tenían que salir rápido de allí, no quería tener que abandonarlo. Miró a su alrededor con curiosidad.

El edificio estaba bastante nuevo, pero las paredes ya habían empezado a perder color, debido al humo. El suelo era de madera, y estaba cubierto de arena para disimular mejor la porquería. En uno de los lados, las ventanas daban al mar. Brashen los llevó hasta la esquina en la que crepitaba el fuego. Unas cuantas mesas de madera y otros tantos bancos soportaban el peso de una gran variedad de bebedores y charlatanes. Era evidente que, en un día como ese, la tormenta no animaba a salir a la calle. Cada uno de los presentes los miraba con un grado distinto de curiosidad, pero ninguno parecía tener un interés profundo en ellos.

Brashen le dio una palmada amistosa a Maystar en el hombro, mientras se sentaban en la mesa y, antes de que este pudiera pronunciar una palabra, pidió brandi para el capitán del puerto y para él, e invitó a su tripulación a una ronda.

l.a botella llegó de inmediato. Enseguida la abrieron, y se echaron un trago de sus cuencos de arcilla. Cuando el camarero trajo una bandeja con jarras para todos, Brashen se giró hacia Maystar.

—Mentecacia ha cambiado mucho. Buenos ejemplos de ello son esos nuevos edificios. Nunca había visto el puerto tan vacío. Cuéntame. ¿Qué ha pasado por aquí desde la última vez que vine?

Durante unos segundos, el Anciano de la barba se quedó mirándolo, desconcertado. Althea se preguntaba si recordaría siquiera que se suponía que era él quien debía formular las preguntas. Pero Brashen había sabido utilizar muy bien esa labia que le había dado la naturaleza. No era muy probable que mucha gente se dirigiera al hombre de la barba como a un experto. Brashen se convirtió en el interlocutor más atento y adulador que Maystar habría podido encontrarse, y este le contó, con todo lujo de detalles, como la trata de esclavos había cambiado para siempre el espíritu de Mentecacia. Mientras lo escuchaba hablar, a gran velocidad, Althea empezó a captar que ese Kennit no era un pirata ordinario. Maystar habló de él con orgullo y admiración. Otros añadieron sus propias historias acerca de las cosas que Kennit había dicho, o hecho, o provocado. Uno de los que hablaron parecía ser un hombre culto. El tatuaje que tenía en la mejilla se arrugaba mientras recordaba, con el ceño fruncido, sus días a bordo de una nao rediviva, antes de que Kennit la hubiese liberado. Althea se percató de que hablaban de ese hombre como si fuera un héroe de leyenda. Al oír esas historias, no pudo evitar sentir una profunda admiración por el pirata, aunque también se llenó de preocupaciones. Un hombre como ese, tan valiente, tan sabio y tan noble, no abandonaría fácilmente a una nave como la Vivacia. Y si la mitad de las historias que se contaban sobre él eran ciertas, podía ser que la nao le hubiese entregado su corazón. ¿Y entonces qué?

Althea luchó para mantener la sonrisa, y seguir asintiendo mientras Maystar contaba sus historias. Había estado pensando en la Vivacia como en un tesoro de familia que les había sido arrebatado, o como en una niña secuestrada. ¿Qué pasaría si resultaba más bien que era una mujer de carácter que se había fugado con el amor de su vida? Todos los demás se estaban riendo de la ocurrencia de alguno de ellos. Althea se rió diligentemente. ¿Tenía derecho a alejar a la Vivacia de Kennit si la Vivacia había decidido atarse a él? ¿A quién le debía antes su lealtad, a su familia, o a su nao rediviva?

Brashen se incorporó para alcanzar la botella de brandi. Pero ese movimiento no fue más que un pretexto para rozar la pierna de Althea. La mujer sintió la calidez de su rodilla, y advirtió que Brashen era consciente de su dilema. La breve mirada que intercambiaron le dijo muchas cosas. No preocuparse ahora. Prestar atención. Ya considerarían después todas las implicaciones de lo que estaban oyendo. Se terminó su jarra de cerveza y la levantó para que el camarero se la volviera a llenar. Sus ojos se encontraron con los del extraño que estaba sentado en frente de ella. La estaba mirando intensamente. Althea rezó para que su amabilidad no le hubiera hecho pensar lo que no era. Al otro lado de la mesa, Jek se estaba peleando con el hombre que había fichado antes. Althea se dio cuenta de que lo estaba dejando ganar. El hombre que estaba sentado frente a ella la persiguió con la mirada, y sus ojos volvieron a encontrarse. Se podía adivinar el deseo en los ojos del hombre, que era bastante apuesto. Los tatuajes que tenía en la mejilla eran lo único que le estropeaba el rostro. Althea aprovechó un paréntesis en las explicaciones de Maystar para preguntarle:

—¿Por qué está el puerto tan vacío? Solo he visto tres naves amarradas a los muelles cuando caben fácilmente varias docenas.

Sus ojos brillaron al escuchar la pregunta, y su sonrisa se hizo más amplia.

Se inclinó sobre la mesa, para poder hablar en un tono más confidencial.

—Se ve que eres nueva en este negocio —le dijo—. ¿Acaso no sabes que esta es la mejor temporada para las islas Piratas? Todas las naves están ahí fuera, cosechando el sustento para el resto del año. Los temporales de invierno son nuestros aliados. Y es que, cuando una nave que viene de Jamaillia lleva tres días soportando una tormenta, cuando su tripulación está cansada y comienza a descuidarse, aparecemos nosotros y la atacamos. Dejamos que el temporal haga todo el trabajo previo. Ahora es cuando las naves vienen más cargadas de mercancías, porque transportan lo que han cosechado durante el verano y el otoño.

Su sonrisa se esfumó cuando añadió:

—También es la peor época del año para los hombres que han sido esclavizados. El tiempo es duro, y los mares se vuelven más fríos. Esos pobres bastardos están encadenados en agujeros húmedos, y el hierro de sus cadenas está tan frío que les quema la piel y la carne hasta llegar a los huesos. En esta estación del año, las galeras no son mucho más que cementerios flotantes.

Sonrió de nuevo, esta vez con ganas, y se le iluminó el rostro.

—Pero este año también está habiendo deporte. El Pasaje Interior está infestado de galeras chalazas. Izaron una bandera y proclamaron que se habían adueñado de ese territorio, en nombre del sátrapa. Pero era todo una farsa. Lo único que querían era poder asaltar ellos los barcos con las cargas más gordas. Se creen muy listos. El capitán Brig, hombre de confianza de Kennit, nos ha contado el truco para burlarlos. Lo primero que hay que hacer es dejar que las galeras den caza a otras naves y se hagan con sus cargas. Y luego, una vez que hayan terminado su cosecha, aparecemos nosotros para recolectarla. En una sola batalla, nos llevamos las mercancías de todos los barcos que han ido saqueando.

Volvió a sentarse en el banco de madera. Cuando vio la mirada atónita de Althea, se echó a reír. Luego cogió su jarra y golpeó la mesa con ella, para atraer la atención del camarero. Una vez que el muchacho le hubo rellenado la jarra, le preguntó a Althea:

—¿Cómo te metiste en esta vida?

—Por unos motivos tan oscuros como los tuyos, supongo —le contestó. Ladeó la cabeza y lo miró con curiosidad—. No te noto ningún acento jamaillio.

La artimaña funcionó. Empezó a contarle su vida. También él había llegado a Mentecacia después de un camino tortuoso. Su vida estaba teñida de tragedia y de tristeza, pero fue capaz de contársela muy ordenadamente. Muy a su pesar, empezó a gustarle. Le contó como sus padres habían muerto y su hermana había desaparecido después del ataque de unos invasores chalazos. A él se lo habían llevado de su pequeña granja familiar, situada en algún pueblo de la costa norte, y había pasado por varios amos chalazos, algunos los cuales eran crueles, y otros simplemente insensibles. Después, se había encontrado a bordo de un barco con rumbo al sur, junto a otra media docena de esclavos que debían ser entregados como regalo de boda. Kennit había detenido el barco.

Y ahí estaba de nuevo. La historia de aquel hombre no solo chocaba con la visión que tenía ella del pirata, sino también con las nociones que tenía acerca de la esclavitud y de los individuos que eran esclavizados. Los piratas no eran como ella había pensado siempre. No eran simples asesinos inmorales y ávidos de sangre, como había oído en los cuentos, sino hombres llevados al límite que intentaban salir de la esclavitud robando un poco de lo que les había sido robado antes a ellos.

Le contó otras cosas que la sorprendieron enormemente, en parte porque suponía que todos sabían perfectamente que las cosas eran así. Le habló de las palomas mensajeras, que se colaban a bordo de los barcos de pasajeros y transportaban noticias desde los asentamientos de los exiliados en las islas Piratas hasta los hogares de sus parientes, en la ciudad de Jamaillia. Le habló de los navios mercantes que llegaban desde Jamaillia, e incluso desde el Mitonar, y que, regularmente, y a escondidas, hacían paradas en las islas Piratas. Los últimos rumores que corrían en ambos pueblos eran conocidos por todos en Mentecacia. Las noticias que le daba parecían venir de muy lejos. En el Mitonar, un levantamiento popular había arrasado la mitad de la ciudad. A modo de represalia, los mercaderes del Mitonar habían secuestrado al sátrapa, que estaba allí de visita. Los nuevos comerciantes habían hecho llegar esa información a Jamaillia, donde aquellos que le eran fieles al sátrapa estaban reuniendo una flota de navios de guerra para enseñarle humildad a la provincia rebelde. Habría mucho beneficio que sacar de la batalla que se anunciaba entre el Mitonar y Jamaillia. Los piratas ya estaban anticipando que las naves jamaillias volverían cargadas de mercancías del Mitonar y de los Territorios Pluviales. El enfrentamiento entre las dos ciudades solo podía ser positivo para las islas Piratas.

Althea no perdió palabra de sus explicaciones. Se sentía presa, tanto del horror como de la fascinación. ¿Había verdad en algo de todo eso? Si la había, ¿qué significaba para su familia y para su hogar? Incluso si aceptaba que el tiempo y la distancia hubieran abonado los rumores, nada de lo que tuviera que ver con la situación de aquello que le era más preciado le sonaba muy bien. Entretanto, el pirata seguía adornando sus historias, y la mirada cautivada de Althea lo halagaba y le animaba a continuar. Disfrutaba pensando que, cuando Kennit volviera y oyera esas noticias, sabría que su momento había llegado. Se aprovecharía de la discordia entre los territorios vecinos para ganar poder. A menudo les había comentado que, cuando llegara el momento, tenía la intención de controlar toda la actividad comercial que se desarrollaba en las islas Piratas. Era probable que ese momento estuviera próximo.

Una ráfaga de viento chocó repentinamente contra el cristal de la ventana, y lo hizo vibrar. Althea se sobresaltó, y el hombre detuvo su explicación. Enseguida, la mujer encontró el modo de reconducirla.

—Ese Kennit debe de ser un hombre interesante de conocer. ¿Sabes si volverá pronto a Mentecacia?

El hombre se encogió de hombros.

—Volverá cuando no le quepa más carga en su nao. Dijo que nos traería noticias de las islas de los Otros. Llevó allí a su sacerdote para que los Otros le profetizaran su destino. Pero no hay duda de que Kennit va a seguir de caza durante el camino de vuelta. Kennit surca los mares cuando y donde decide su voluntad, pero nunca deja pasar una presa. —Ladeó la cabeza—. Entiendo tu interés por él. No hay mujer en Mentecacia que no suspire al oír su nombre. Nos deja a todos los demás en la cuneta. Pero deberías saber que tiene una mujer a su lado. Se llama Etta, y su lengua está tan afilada como la punta de su espada. Algunos dicen que, en Etta, Kennit ha encontrado la mitad que le faltaba. Todos los hombres deberían ser tan afortunados como él. —Se aproximó a Althea, con los ojos brillantes, y le dijo, en voz baja—: Kennit tiene mujer, y está contento con ella. Yo, en cambio, no la tengo.

Brashen levantó los hombros y estiró los brazos hacia atrás. Cuando se echó de nuevo hacia delante, su mano izquierda quedó encima del hombro de Althea. Se inclinó ligeramente hacia el otro hombre, y le confió, con mucho tacto:

—Vaya lástima. Yo sí que tengo. —Sonrió, antes de volver a su conversación con Maystar, pero dejó su mano apoyada en el hombro de Althea. La mujer esbozó una sonrisa y levantó el hombro que le quedaba libre.

—No pretendía ofenderte —dijo el hombre, con un toque de frialdad en la voz.

—No lo has hecho —le aseguró ella.

Cuando vio que Jek los había pillado y le estaba guiñando el ojo, como para darle la enhorabuena, a Althea se le subieron los calores. ¡Maldito Brashen! ¿Acaso se había olvidado por completo de que estaban intentando mantener su relación en secreto? Aun así, no podía negar que se estaba muy a gusto sintiendo el peso de su brazo sobre su hombro. ¿Era de eso de lo que le había hablado, de la comodidad de poder reclamarse públicamente el uno al otro? Una vez que volvieran a la nao, ambos tendrían que negar que aquello fuera más que una parte de la estratagema que habían montado para ganar información. Pero, por ahora... Se relajó entre sus brazos, y sintió la calidez de su cuerpo, cadera contra cadera. Brashen se movió ligeramente para que pudiera acomodarse en él.

El pirata vació su cerveza de un trago. Dejó caer la jarra con un buen golpe y dijo:

—Bueno, Maystar, no veo que estas gentes planteen una seria amenaza. Ya son más de las nueve, y todavía me espera un día entero de trabajo.

Maystar, que estaba enfrascado en sus relatos, despidió al hombre con un amplio gesto de la mano. Con un simple gesto de la cabeza, más bien brusco, el hombre le deseó una buena continuación a Althea, y se fue. Algunos otros lo siguieron, después de alegar cualquier excusa. Brashen presionó ligeramente la palma de su mano contra el hombro de Althea. Bien hecho. Habían conseguido que nadie sospechara de ellos en Mentecacia.

La lluvia todavía resbalaba por los cristales de las ventanas de la taberna. La uniformidad gris del día había disimulado el paso del tiempo. Brashen escuchó pacientemente el final de la historia de Maystar. Solo lo interrumpió una vez que hubo terminado.

—Podría estar escuchándote durante todo el día; es un placer escuchar a un hombre que es capaz de hilar tan bien las historias. Pero, desafortunadamente, eso no va a llenar de agua mis barriles. Lo mejor que podría hacer sería poner a algunos de mis hombres a ello, pero me he dado cuenta de que no queda agua en la antigua reserva de Mentecacia. ¿Cómo hacen ahora las naves para conseguir agua? También les he prometido algo de carne a mis tripulantes, si es que se puede encontrar en alguna parte. Sé amable con este extranjero, y guíalo hasta un carnicero honrado.

Pero Brashen no se iba a librar de Maystar tan fácilmente. El capitán del puerto, que era muy dado a conversar, le dijo dónde podía conseguir agua, pero luego se puso a valorar los méritos relativos de los dos carniceros de Mentecacia. Brashen interrumpió un momento al hombre, para decirle a Jek que los tripulantes quedaban a su cargo. Podrían tomarse algo de tiempo libre, pero le advirtió que quería que las reservas de agua de la nave estuvieran llenas a las nueve del día siguiente.

—Os quiero a todos en los muelles cuando caiga la noche. La segunda oficial se viene conmigo.

Cuando un muchacho corrió a decirle a Maystar que sus cerdos se habían vuelto a extraviar, el viejo se apresuró a salir de la taberna, mientras maldecía a esos condenados cerdos. Brashen y Jek intercambiaron una mirada. La marinera se levantó, y saltó por encima del banco en el que había estado sentada.

—¿Crees que podrás enseñarme dónde llenar las reservas de agua de nuestra nave? —le preguntó al hombre con el que había estado hablando, que accedió de buena gana.

Sin más dilación, los demás tripulantes se dispersaron.

En el exterior de la taberna, la lluvia seguía cayendo con fuerza, acompañada del viento implacable. Las calles eran un auténtico lodazal. Brashen y Althea caminaron en silencio por una vía construida con tablas de madera. En la cuneta, a cada lado, el agua fluía con fuerza calle abajo, en dirección al puerto. No había muchos edificios que contaran con ventanas, pero los que las tenían las habían cerrado enseguida para protegerse de la lluvia. Este pueblo no tenía la elegancia ni la belleza del Mitonar, pero sí compartía su mismo objetivo. Althea casi podía sentir el olor de los negocios. Para una ciudad que acababa de ser reconstruida, se había recuperado muy bien. Pasaron delante de otra taberna, que había sido edificada con madera no pulida, y oyeron, desde fuera, a un trovador que cantaba mientras tocaba el arpa. Desde que habían echado el ancla, había llegado otra nave a la laguna y también se había amarrado al muelle. Una fila de hombres con carretillas estaba transportando las mercancías de la recién llegada hasta un almacén. Mentecacia era un puerto próspero y lleno de vida. Y, por todas partes, la gente se lo agradecía a Kennit.

Los pueblerinos que corrían por el paseo marítimo para intentar escapar de la lluvia iban vestidos con una inmensa variedad de atuendos. E incluso oyó algunas lenguas que no supo reconocer. Había mucha gente con tatuajes, no solo en el rostro, sino también en los brazos, pantorrillas, y manos. Y no todos los tatuajes eran marcas de esclavitud: algunos individuos habían decidido, sencillamente, decorarse el rostro con extravagantes diseños.

—Es una declaración de principios —explicó Brashen en voz baja—. Muchos de ellos llevan tatuajes quo no pueden ser borrados. Así que los oscurecen con otros. Difuminan el pasado y lo sustituyen por un futuro más alegre.

—Curioso —murmuró ella.

—No —afirmó él.

Althea se dio la vuelta, sorprendida por la vehemencia de su tono. Prosiguió, con más calma:

—Entiendo bien que sientan ese impulso. No sabes lo que yo he tenido que luchar, Althea, para intentar que la gente viera en mí al hombre que soy en vez de al muchacho salvaje que era. Si un centenar de agujeros diminutos en mi rostro pudieran desdibujar mi pasado, haría lo mismo que ellos.

—Mentecacia es parte de tu pasado. —No lo dijo en un tono acusador.

Brashen miró a su alrededor, a ese pequeño puerto lleno de vida, como si estuviera en otro lugar, y en otro tiempo.

—Lo fue. Lo es. La última vez que estuve aquí, fue con el Víspera de Primavera, y nuestras intenciones no eran muy honestas. Pero también estuve aquí años atrás. Solo había hecho unos pocos viajes cuando los piratas asaltaron la nave en la que yo me encontraba. Me dieron a elegir entre unirme a ellos o morir. —Se echó el cabello mojado hacia atrás y buscó la mirada de Althea—. No me arrepiento de eso.

—No tendrías por qué hacerlo —contestó ella. De repente, al contemplar las gotas de lluvia que brillaban en su pelo, sus ojos oscuros, y al sentirlo tan cerca, se sintió abrumada. Debió de dejar translucir una parte de sus emociones, porque los ojos de él se agrandaron de pronto. Sin preocuparse de quien pudiera verla, le cogió la mano, que tenía empapada—. No puedo explicar esto —le confesó, y se echó a reír.

Durante unos segundos, lo único que necesitó para sobrevivir en el mundo fue su mirada.

Brashen le apretó la mano.

—Vamos. Tenemos que comprar algunas cosas, y hablar con gente. Tenemos un objetivo que cumplir.

—Me gustaría que no lo tuviéramos. Sabes, me gusta este pueblo y me gusta esta gente. A pesar de todas las razones por las que no debería agradarme, sí que lo hace. Me gustaría que pudiéramos quedarnos aquí, así, como estamos ahora. Me gustaría que esto fuera nuestra vida real. Casi tengo la sensación de que pertenezco a este sitio. Apostaría lo que quieras a que, cien años atrás, el Mitonar era así. La crudeza de la gente, su energía, la aceptación de las personas por lo que son; me atrae tanto como la luz a las polillas. Que me perdone Sa, Brashen, pero me gustaría poder escupir sobre todas las responsabilidades a las que me ata mi nombre, y ser simplemente una pirata.

Brashen consideró sus palabras en silencio, estupefacto. Pero, al final, le sonrió.

—Ten cuidado con lo que deseas —le recomendó.

Fue una tarde extraña. Desempeñaba su papel con mayor naturalidad de la que acostumbraba a gastar en su vida a bordo de la nao. Compraron aceite para sus lámparas, y se las arreglaron para que fuera enviado al puerto. En otro comercio, Althea cogió algunas hierbas y tónicos para restaurar las existencias de medicinas que el Paragon necesitaba para curarse el pecho. En un arranque de impulsividad, Brashen la arrastró hasta el interior de una tienda de complementos y le compró un pañuelo de colores brillantes. Althea se recogió el pelo con él mientras Brashen añadía a su regalo un par de pendientes de aro adornados con jade y abalorios de color granate.

—Tienes que vestir como le corresponde a tu papel —le murmuró al oído, mientras le abrochaba el cordón de un collar.

En el espejo que les tendió el dependiente, vio a una Althea diferente, a una parte de sí misma que nunca dejaba aflorar. Brashen se puso a besarle el cuello desde atrás. Cuando levantó la vista, sus ojos se encontraron en el espejo. Volvió atrás en el tiempo, y vio de nuevo a ese muchacho salvaje del Mitonar y a esa marimacho que tanto habían escandalizado a su madre. ¡Vaya pareja! La piratería y la aventura siempre habían estado ligadas a su destino. El corazón le latió más deprisa. Lo único de lo que podía lamentarse en ese momento era que todo fuese una farsa. Se apoyó sobre él para admirar los brillos del collar que lucía en el cuello. Se miraron en el espejo mientras Althea se daba la vuelta para besarlo.

A cada sitio al que acudían, el uno o el otro debían orientar la conversación hacia Kennit o hacia su nao rediviva. Poco a poco, fueron reuniendo información; alguna útil, y otra más trivial. Igual que en las leyendas, cada persona adornaba las historias de Kennit a su manera. El muchacho sacerdote le había cortado la pierna que tenía destrozada, y Kennit había soportado el dolor sin emitir un solo sonido. No. Se había reído del dolor en su cara, y se había acostado con su compañera apenas una hora más tarde. No. Había sido cosa del chico: el profeta del rey de los piratas le había rezado a Sa, y este sencillamente había curado el muñón de Kennit. Era un protegido de Sa; todo el mundo sabía eso. Cuando los hombres malos habían intentado violar a la compañera de Kennit, en el propio pueblo de Mentecacia, el dios la había protegido hasta que Kennit había aparecido para cargarse a una docena de hombres, con una sola mano, y la había rescatado de su cautiverio. Etta había vivido en un burdel, pero le estaba reservada a Kennit. Era una historia como para que el peor de los asesinos rompiera a llorar.

Bien entrada la tarde, hicieron una parada para comer un guiso de pescado, y pan del día. Allí fue donde oyeron por primera vez como el chico sacerdote se había mantenido inflexible ante Kennit, y ante la mayor parte de Mentecacia, y como había augurado que Kennit los gobernaría algún día. Aquellos que habían dudado de las palabras del muchacho habían sucumbido bajo su espada. La estupefacción de Althea debió de agradarle al vendedor de pescado, porque les contó la historia otras tres veces, y en cada una de sus versiones fue añadiendo más detalles. Cuando la estaba contando por última vez, el hombre declaró:

—Y si el muchacho sabía bien lo que era la esclavitud, era porque su propio padre lo había esclavizado, y le había tatuado el rostro con el emblema de su nao. He oído decir que, cuando Kennit liberó a la nao rediviva y al muchacho, se ganó el corazón de ambos.

Althea se encontró sin habla. ¿Wintrow? ¿Kyle le había hecho eso a Wintrow, a su propio hijo?

Brashen se atragantó ligeramente con un trozo de pescado, pero consiguió preguntar:

—¿Y qué destino le reservó Kennit a un padre tan cruel?

El hombre se encogió de hombros, y contestó a su pregunta.

—El que merecía, sin lugar a dudas. Pasó por la borda, y fue pasto de las serpientes. Eso es lo que hace con la tripulación de cada galera que libera. —Levantó un ojo para mirar a Brashen—. Creí que todo el mundo sabía eso.

—¿Pero al chico no lo pasó por la borda? —preguntó Althea, con mucho tacto.

—Ya te lo he dicho, el chico no era un tripulante. Era un esclavo a bordo de la nao.

—Ah. —Althea miró a Brashen.

Ahora sí que tenía sentido que la nao se hubiera rebelado contra Kyle y que hubiera aceptado a Kennit. El pirata había rescatado y protegido a Wintrow. Estaba claro que, desde entonces, la nao le sería fiel a Kennit.

Y a ella, ¿dónde la dejaba todo eso? Se traicionó a sí misma durante un instante, al preguntarse si con eso ella quedaba libre. Si la Vivacia estaba contenta teniendo a Wintrow a bordo y llevando una vida pirata junto a Kennit, ¿tenía derecho Althea a rescatarla? Durante unos segundos, estuvo barajando una decisión más arriesgada. ¿De verdad tenía que volver a casa? ¿No podía, sencillamente, seguir con Brashen y el Paragon como hasta entonces?

Pero luego pensó en la Vivacia, en como se había despertado entre sus manos mientras le colocaba su última pieza en el interior del mascarón de proa, la pieza que estaba impregnada del alma de su padre, que acababa de morir. Eso era suyo. No de Wintrow, y mucho menos de Kennit. La Vivacia era su nao, de una manera que nadie más podía reclamar. Si el rumor que había oído hacía un rato resultaba ser cierto, si el Mitonar se encontraba sumido en una especie de convulsión social, entonces su familia necesitaba más que nunca a la nao. Althea la reclamaría. Le enseñaría a la nao a volver a quererla, y Wintrow se reuniría de nuevo con su familia.

Se dio cuenta de que culpaba más a Kyle que a Kennit por las muertes de los tripulantes de la Vivacia. Esos hombres se habían quedado sirviendo en la Vivacia por lealtad a su padre; y habían muerto porque Kyle había traicionado su integridad. No podía lamentar realmente la muerte de Kyle, le había causado demasiado dolor a su familia. Solo sentía lástima por Keffria. Más valía que llorara por la muerte de su marido, pensó Althea con tristeza, que por tener que envejecer junto a él.

***

El tiempo se había convertido en una criatura escurridiza que se resistía a ser asida por el Paragon. ¿Seguía anclado en el puerto de Mentecacia, o había desplegado las alas para echarse a volar río arriba? ¿Estaba esperando a que el joven Kennit regresara, o deseaba desesperadamente que nadie hubiera vuelto a herir al muchacho, o esperaba quizá a que vinieran de vuelta Brashen y Althea para poder llevar a cabo su venganza? El movimiento plácido de las aguas de la laguna, el sonido menguante de la lluvia al caer, los olores y los ruidos que le llegaban desde Mentecacia, la quietud absoluta de los tripulantes, todo contribuía a sumirlo en un estado de suspensión total, casi como en un sueño.

En la profundidad de su agujero, en la oscuridad, allí donde la cubierta y la curva de la proa estaban separadas por un espacio, se encontraba el lugar de la sangre. Era demasiado pequeño como para que un hombre pudiera caminar dentro, o incluso para que se arrastrara, pero un muchacho menudo y maltrecho podría refugiarse allí, y quedarse hecho un ovillo, mientras su sangre penetraba en el tronconjuro del Paragon, y compartían sus secretos, el uno con el otro. Kennit podría quedarse a dormir allí, sabiendo que nadie podría acceder a ese lugar sin que el Paragon lo supiera. Siempre que Igrot comenzara a llamarlo, Paragon despertaría al muchacho, que saldría disparado de su escondite para reunirse con él. Prefería abandonar su santuario y enfrentarse a Igrot antes que arriesgarse a que algún tripulante descubriera su refugio. Kennit solo dormía allí en algunas ocasiones. Solía presionar sus pequeñas manos contra las enormes vigas de tronconjuro que recorrían la nao de lado a lado, y Paragon lo cuidaba mientras compartían sus sueños.

Y sus pesadillas.

Durante esos periodos, Paragon había descubierto su única habilidad. Podía extirpar el dolor, las pesadillas, e incluso los malos recuerdos. No del todo, claro. Si lo hubiera desposeído de todos sus recuerdos, el chico se abría quedado vacío. Pero podía absorber el dolor igual que absorbía la sangre derramada durante una pelea. Podía atenuar la agonía y suavizar las partes afiladas de los recuerdos de Kennit. Eso era todo lo que podía hacer por el muchacho. Exigía de él que se quedara con todo lo que extraía de Kennit. La profunda humillación y la indignidad, el dolor que lo invadía, como el de una cuchillada, y la perplejidad, y el odio abrasador, todo se volvía del Paragon, y se quedaba escondido en su interior para siempre. A Kennit le dejaba únicamente la fría determinación de que podría escapar, de que, algún día, lo dejaría todo atrás y la humanidad recordaría sus logros personales, y olvidaría para siempre a Igrot. Algún día, se resolvió Kennit, restauraría todo lo que Igrot había roto y fracturado. Sería como si el malvado pirata nunca hubiese existido. Nadie recordaría ni su nombre. Todo lo que Igrot había mancillado sería apartado o silenciado.

Incluso la nao familiar de Kennit.

Así era como debía de haber sucedido.

Admitir eso fue como remover un antiguo dolor, que lo machacaba como lo hacían, durante las tormentas, los sacos de mercancías que no estaban bien atados y daban bandazos de un lado a otro. La amplitud de su fracaso lo anegaba. Había traicionado a su familia, había traicionado a los dos últimos parientes de sangre en los que podía confiar. Había intentado ser leal, había intentado hacerse el muerto, pero entonces habían llegado las serpientes y se habían entrometido en sus asuntos. Habían hablado con él sin pronunciar palabra, y lo habían confundido hasta que ya no sabía quién era ni a quién le debía su lealtad. Lo habían asustado, consiguiendo que se olvidara de sus promesas, de sus obligaciones, de todo, excepto de la necesidad que tenía de que su familia lo apoyara y le devolviera su confianza. Había vuelto a casa. Despacio, con el paso de las estaciones, se había dejado llevar por corrientes amigas, hasta que había llegado, solo y abandonado, a las orillas del Mitonar.

Y todo lo que le había ocurrido era un merecido castigo por su falta de fe. ¿Cómo podía estar enfadado con Kennit? ¿No lo había traicionado Paragon en primer lugar? Un gruñido sordo estalló en el interior del Paragon. Se aferró a la necesidad de su silencio y de su inmovilidad como un molusco a su caparazón.

Sintió las pisadas ligeras de unos pies que corrían sobre la cubierta. Unas manos delgadas agarraron la barandilla de proa.

—¿Paragon? ¿Qué ocurre?

No podía decírselo. No lo entendería y, si hablaba, solo conseguiría terminar de hacer añicos una promesa que ya había roto. Escondió la cabeza entre las manos y empezó a llorar en silencio. Le temblaban los hombros y las manos.

—Te lo dije, ¿a que sí? Es él.

Las voces venían de abajo. Alguien estaba ahí, en el agua, cerca de la proa, observándolo. Observándolo, y burlándose de él. Pronto empezarían a tirarle cosas. Pescado podrido, o fruta estropeada.

—Vosotros, los de ahí abajo, ¡alejaos de nuestra nave! —los avisó Ámbar, a gritos—. Llevaos vuestro barco de aquí.

No le hicieron ningún caso.

—Si esa era la nave de Igrot, ¿dónde está la estrella de Igrot? —preguntó otra voz—. Ponía esa estrella en todo lo que le pertenecía.

El horror que había experimentado tiempo atrás al sentir como tallaban esa estrella sobre su pecho fue eclipsado por el recuerdo de un centenar de agujas de tinta imprimiendo el mismo emblema en su cadera. Comenzó a temblar. Cada uno de sus tablones de madera se estremeció, al igual que las aguas de la laguna, cuando rozaron su casco.

—Paragon. Tranquilo, tranquilo. Todo va a salir bien. No digas nada. —Ámbar estaba nerviosa y habló rápido, aunque intentaba calmarlo. Sus palabras de consuelo no sirvieron para eliminar el aguijón que llevaba clavado en su interior desde hacía tanto tiempo.

—Estoy bien, con estrella o sin ella. Sé que lo estoy. La voz del hombre del bote de ahí abajo sonó muy pomposa.

—La figura esa, es una muerta viviente. No, mejor que eso, es una nao rediviva, como siempre he oído decir en los cuentos. ¡Hey! ¡Hey, nao! ¿Fuiste la nao de Igrot, verdad?

El insulto de ese vil mentiroso fue la gota que colmó el vaso. Le habían lanzado esa calumnia en demasiadas ocasiones, y en demasiadas ocasiones había tenido que callarse por el bien del chico. Nunca más. ¡Nunca!

—¡NO! —rugió—. ¡No era yo! —Empezó a dar manotazos a su alrededor, con la esperanza de que sus torturadores estuvieran bajo su alcance—. ¡Nunca fui la nao de Igrot! ¡Nunca! ¡Nunca! ¡Nunca!

Siguió ladrando las palabras, más y más, hasta que no pudo pensar en otra cosa. Si no dejaba nunca de decirlo, nunca podrían volver a preguntarle nada. Si no se lo preguntaban, no podría decírselo. Así al menos, en aquello en lo que aún podía, se mantendría fiel a la palabra dada a su familia.

***

Deambulaban por las calles como dos buenos compañeros. La lluvia se había calmado, y un puñado de estrellas comenzaba a brillar en el azul profundo del cielo. La tabernas estaban encendiendo sus lámparas de aceite. Detrás de las ventanas de los humildes hogares, se veía brillar la luz de los candiles. Brashen había pasado el brazo por detrás de los hombros de Althea, y esta por detrás de su cintura. Había sido un buen día. Mentecacia parecía haberlos aceptado tal y como se habían mostrado. Y, si bien la información que habían reunido era confusa, sí que confirmaba una cosa. Kennit volvería pronto a Mentecacia.

Habían necesitado invitar a varias rondas en la última taberna en la que habían estado para poder afirmar eso. Ahora, estaban caminando de vuelta al bote. Todavía no habían decidido si marcharse sigilosamente de Mentecacia a la mañana siguiente, o sí quedarse, o incluso esperar a que Kennit regresara. No parecía que tuvieran muchas posibilidades de recuperar a la Vivacia pagando un rescate; más les valdría desarrollar otra estrategia. Tenían muchas líneas posibles de actuación. Ya era hora de que volvieran a la nao y las consideraran una por una.

El número de paseantes fue menguando, a medida que la gente se iba refugiando en sus hogares para pasar allí la noche. Mientras caminaban de vuelta por el paseo marítimo, vieron como una pareja, delante de ellos, se metía en una casita y cerraba la puerta. Unos segundos después, la tenue luz de un candil comenzó a brillar en el interior de la morada.

—Ojalá fuéramos ellos —comentó Althea, melancólica.

Brashen redujo su zancada. Volvió la cara de la mujer hacia la suya, y le ofreció, en voz baja:

—Podría buscar una habitación para nosotros, en alguna parte.

Althea sacudió la cabeza, muy a su pesar.

—La tripulación nos está esperando en el bote. Les dijimos que tenían que estar de vuelta cuando cayera la noche. Si nos retrasamos, darán por hecho que algo ha ido mal.

—Deja que esperen.

Agachó la cabeza, y la besó, lleno de deseo por ella. En la noche helada, sus labios eran agradablemente cálidos. Althea dejó escapar un gemido de frustración.

—Ven aquí —le dijo Brashen con brusquedad.

Saltó del paseo elevado a la avenida oscura, y la arrastró tras él. Ahí, en la sombra, la apoyó contra un muro y la besó con más entrega. Sus manos se deslizaron por la espalda de Althea, y luego por sus caderas. De repente, la levantó. Cuando caló su cuerpo contra el muro, Althea pudo sentir el deseo prominente de Brashen.

—¿Aquí? —Le preguntó, con la respiración entrecortada.

Lo deseaba, pero aquello era demasiado peligroso.

—Si llevara falda, a lo mejor podríamos. Pero no la llevo.

Lo empujó hacia atrás, con mucha dulzura, y él la dejó otra vez en el suelo, pero mantuvo su rodilla apoyada contra la pared. Althea no opuso resistencia. Los besos y las caricias de Brashen eran más embriagadores que el brandi que habían compartido. La boca le sabía a licor y a deseo.

De repente, interrumpió el beso, y levantó la cabeza, como un ciervo en un claro del bosque.

—¿Qué es eso?

Era como despertar de golpe de un sueño.

—¿Qué es qué? —Althea estaba aturdida.

—Esos gritos. ¿Los oyes? Vienen del puerto.

El sonido de los gritos, apenas perceptible, llegó hasta sus oídos. Aunque no se sentía capaz de pronunciar el nombre, sabía bien a quién le pertenecía esa voz.

—El Paragon. —Se remetió la camisa en el pantalón—. Vamos.

Corrieron juntos paseo abajo. No tenía ningún sentido que caminaran despacio. No era inhabitual oír gritos en Mentecacia, pero, al final, siempre atraían la atención de la gente. El Paragon repetía una sola palabra, una y otra vez.

Casi habían llegado a los muelles cuando Clave les cortó el paso.

—Le nehesitan en la nao, cap'tán. El Paragon s'ha vuelto loco —pronunció las palabras entre jadeos, pero enseguida estaban todos corriendo de nuevo.

Cuando llegaron a los muelles, armando un verdadero estruendo, Althea vio que la tripulación que había bajado a tierra ya los estaba esperando. Lop se había sumado a ellos, y Jek había sacado su cuchillo.

—Tengo todo lo que encargaste, pero nos faltan dos hombres —anunció.

Ninguno de los dos ex esclavos estaba presente. Althea sabía que, por mucho que esperaran, no iban a volver.

—Soltad las amarras —les ordenó, muy a su pesar—. Volved a la nao, todos. Nos iremos de Mentecacia esta misma noche.

Hubo un momento de estupor, y Althea se maldijo por su atrevimiento, y por estar borracha como una cuba. Pero, enseguida, Brashen les gritó:

—¿No habéis oído la orden de la segunda oficial? ¿Os lo tengo que decir yo mismo?

Fueron bajando por la escalera de mano, hasta llegar a los botes. Las palabras del Paragon se distinguían ahora muy claramente.

—¡Nunca, nunca, nunca! —repicaba dolorosamente su garganta.

Althea adivinó el contorno de otros dos botes junto a su proa. Ya había reunido público. No había duda de que enseguida comenzaría a correr el rumor de que habían traído a una nao rediviva al puerto. ¿Qué sería lo que buscaban en la ciudad pirata?

El trayecto en bote hasta la nao pareció durar una eternidad. Cuando alcanzaron por fin la cubierta, Lavoy acudió a su encuentro, con el ceño fruncido.

—Te dije que esto era una locura —reprendió a Brashen—. Esta maldita nave se ha vuelto majareta, y la muy inconsciente de la carpintera no hizo nada para calmarla. Esos canallas de ahí abajo, los de los botes, le estaban diciendo que había sido la nao de Igrot. ¿Es eso cierto?

—Levad el ancla y desplegad las velas, ¡ya! —ordenó Brashen—. Que los botes corrijan la dirección de la nao. Nos vamos de Mentecacia.

—¿Esta noche? —Lavoy se sentía ultrajado—. ¿En la oscuridad, con una nao lunática?

—¿Eres capaz de obedecer una orden? —le gruñó Brashen.

—A lo mejor, si tuviera sentido... —le replicó Lavoy.

Brashen extendió el brazo y agarró al oficial por la garganta. Acercó la cara de Lavoy a la suya, y le gruñó:

—Búscale un sentido a esto. Si no obedeces mis órdenes, te mataré. Es tu última oportunidad. Ya me he cansado de tu insolencia.

El cuadro se mantuvo durante unos segundos más: la mano de Brashen en la garganta de Lavoy, y Lavoy lanzándole miradas de odio. Brashen era más alto y estaba en mejor posición que Lavoy, pero el oficial era más ancho de hombros y tenía más pecho. Althea contuvo la respiración. Al final, Lavoy bajó la vista.

Brashen le soltó la garganta.

—A trabajar. —Sin más, se alejó de él.

Igual que una serpiente que se dispone a contraatacar, Lavoy sacó su cuchillo y lo hundió en la espalda de Brashen.

—¡Toma esto! —rugió.

Brashen empezó a tambalearse, con los ojos cerrados, debido al dolor intenso que sentía, y Althea corrió tras él. En dos zancadas, Lavoy alcanzó el pasamanos.

—¡Detenedlo! ¡Nos traicionará a todos! —ordenó Althea. Algunos tripulantes corrieron tras él. La oficial pensó que llegarían a capturarlo. Por el rabillo, vio como Lavoy saltaba por la borda—. ¡Maldición! —gritó, y se dio la vuelta.

Para su sorpresa, vio como los otros hombres que habían ido tras él estaban imitando sus movimientos. Y no solo los Tatuados del Mitonar, sino también otros tripulantes, que saltaban ahora todos por encima del pasamanos para seguir a Lavoy, como si fueran un banco de peces. Oyó el ruido de los hombres al caer al agua. Lavoy los traicionaría en Mentecacia. Los tripulantes leales se quedaron boquiabiertos.

—Dejadlos marchar —ordenó Brashen, con la voz ronca—. Tenemos que salir de aquí, y estaremos mucho mejor sin ellos. —Se alejó de ella, y se mantuvo erguido.

Althea no dio crédito a sus ojos cuando vio a Brashen pasarse el brazo por encima del hombro y, de un tirón, arrancarse el cuchillo de la espalda. Lo arrojó al suelo mientras soltaba una sarta de maldiciones.

—¿Cómo estás? —le preguntó Althea.

—Olvida eso, por ahora. La herida no es muy profunda. Haz que la tripulación reaccione mientras yo voy a ocuparme de Paragon.

Sin esperar su respuesta, apresuró el paso hasta llegar a la cubierta delantera. Dejó atrás a Althea, que seguía estupefacta. Cogió aire, y empezó a ladrar órdenes para poner en marcha a la nao. Arriba, en la cubierta, oyó a Brashen dar una orden contundente.

—¡Nao! ¡Cállate la boca! Esto es una orden.

Increíblemente, el Paragon obedeció. Respondió correctamente a los movimientos del timón, y también a los botes que estaban remando como locos para remolcarlo. La débil corriente de la laguna les era favorable, así como el viento imperante. Mientras volvía a sus propias tareas, Althea rezó para que Paragon se mantuviera en el canal que les favorecía, y los llevara sanos y salvos por el estrecho río. El viento llenó de aire las velas, y la nao pareció una flor de las que se abren en primavera. Huyeron de Mentecacia.