—¿Mamá? Ya se ve el puerto del Mitonar.
Keffria levantó la cabeza de su almohada. Le dolía el cráneo. Selden estaba de pie en el pasillo del pequeño camarote que compartían a bordo del Kendry. En realidad, Keffria no había dormido nada. Se había acurrucado sobre el camastro y había pensado en sus desgracias. Intentaba averiguar cómo podría vivir con ellas. Miró a su hijo. Tenía los labios llenos de quemaduras, y las mejillas y los párpados enrojecidos e irritados por la acción del viento. Tras su aventura en las entrañas de la ciudad enterrada, Keffria había notado que se le extraviaba la mirada. Aunque lo tuviera delante, sentía como si hubiera perdido a su hijo. Selden era el único de sus retoños que aún vivía; lo lógico hubiera sido que se hubiera volcado en él. Debería haber querido estar a su lado en todo momento. Sin embargo, en lugar de eso, se le paraba el corazón cada vez que pensaba en él. Era mejor no quererlo demasiado. Podría perderlo en cualquier momento, como le había pasado con los demás.
—¿Vas a venir a verlo? Se ve muy raro. —Se detuvo un momento—. Hay gente llorando en los muelles.
—Ya voy —dijo, con voz cansada.
Había llegado el momento de enfrentarse a ello. Durante todo el camino, había estado evitando hablar con Selden de lo que podrían encontrarse allí. Deslizó las piernas fuera de la cama. Intentó arreglarse un poco el pelo, pero no había manera. Se lo cubriría con un pañuelo. Encontró uno que seguía húmedo después de que lo hubiera utilizado para subir a la cubierta. Se lo puso sobre la cabeza y siguió a Selden hasta arriba.
Hacía un día gris y no dejaba de llover. Se unió al resto de pasajeros que miraban hacia el Mitonar. Ninguno de ellos charlaba ni señalaba; todos guardaban silencio. Algunos habían llorado. El puerto del Mitonar era un campo de cadáveres. Los mástiles de las naves abatidas apenas sobresalían del agua. El Kendry maniobró con cuidado entre los barcos hundidos. No atracaría en el muelle que estaba habitual-mente reservado a las naos redivivas, sino en uno que acababa de ser reparado. Su madera brillante y pulida ofrecía un curioso contraste con las maderas apagadas, negruzcas, y chamuscadas, del resto de los muelles. Algunos hombres esperaban para darles la bienvenida. O, al menos, eso era lo que Keffria quería creer.
Selden se puso a su lado. Inconscientemente, su madre apoyó una mano sobre el hombro del niño. Desde la nao, se veían las ruinas de sectores enteros de la ciudad, esqueletos calcinados de edificios que so adivinaban tras la cortina de lluvia. El chico se apoyó sobre su madre.
—¿Estará bien la abuela? —preguntó en voz baja.
—No lo sé —contestó Keffria, cansada.
No hacía más que decirle que no sabía las cosas. No sabía si su padre seguía vivo. No sabía si su hermano seguía vivo. No sabía lo que le había pasado a Malta. El Kendry había salido en su busca río abajo, hasta llegar a la desembocadura del Pluvia, y no había encontrado nada. Ante la insistencia de Reyn, habían invertido el rumbo y buscado río arriba durante todo el camino de vuelta a Casárbol. No habían encontrado ninguna señal de la barca que Reyn afirmaba haber visto. Aunque no lo dijera en voz alta, Keffria se preguntaba si Reyn no se lo habría imaginado. A lo mejor había deseado tanto encontrar a Malta con vida que se había sentido decepcionado consigo mismo al no lograrlo. Keffria conocía bien esa sensación.
En Casárbol, Jani Khuprus se había subido al Kendry. Antes de que pusieran rumbo a la ciudad de los Territorios Pluviales, habían enviado una paloma mensajera al Mitonar para informar al Consejo de que no habían dado aún con el sátrapa, pero que la búsqueda proseguía. Por muy absurdo que resultara mantener la esperanza, ni Keffria ni Reyn podían permitirse abandonar la partida.
Durante este último viaje río abajo, Keffria se había pasado todas las noches en la cubierta, intentando ver algo a través de la penumbra. Una vez tras otra, había creído divisar una diminuta embarcación sobre el río. En una ocasión, incluso, había visto a Malta levantarse y alzar una mano para pedir ayuda. O eso se había creído. En realidad, se trataba de un tronco que había sido arrancado de la orilla, y de una raíz que se alzaba, desesperada, mientras se la llevaba la corriente.
Incluso cuando el Kendry había dejado atrás el río, Keffria había mantenido sus noches de vigilia en la cubierta. No se creía que el vigía fuera a escrutar los alrededores con el cuidado y la minucia de una madre. La noche anterior, a través de una cortina de lluvia que calaba hasta los huesos, había divisado una nave chalaza que el Kendry había evitado sin dificultad. Mientras que las otras galeras chalazas que el vigía había avistado durante el viaje habían ido siempre en grupos de dos o de tres, aquella nave iba sola También habían visto dos grandes embarcaciones de pesca con bandera chalaza. En todos los casos, o bien habían ignorado al Kendry, o bien se habían limitado a perseguirlo momentáneamente. ¿A qué esperaban los invasores?, se había preguntado el capitán. ¿Querrían reunirse en la desembocadura del río Pluvia? ¿En el Mitonar? ¿Formaban parte de una flota que se proponía tomar el control de las islas Malditas? Reyn y Jani se habían unido al capitán en este debate absurdo. Keffria, en cambio, no veía la utilidad de tales especulaciones.
Malta estaba desaparecida. Keffria no sabía si había muerto en la ciudad enterrada o en el río. Se consumía por dentro al pensar que podía no llegar a saberlo nunca. ¿Averiguaría algún día lo que había sido de Wíntrow y de Kyle? Intentó pensar que seguían con vida, pero no pudo. Temía caer en un abismo de desesperación, cuando se diera cuenta de que toda esperanza era inútil. Así que había decidido paralizar todos sus sentimientos. Así estaba ella en ese momento.
***
Reyn Khuprus se coloco junto a su madre. La lluvia le estaba empapando el velo. Cuando el viento lo revolvía, le abofeteaba el rostro, pero no demasiado fuerte. Allí estaba el Mitonar, tan ruinoso como se había esperado después de haber conocido las noticias que habían llegado hasta Casárbol por paloma mensajera. Intentó encontrar un sentimiento que se adecuara al paisaje que tenía ante los ojos, pero no le quedaba ninguno.
—Es peor de lo que me imaginaba —murmuró su madre en su hombro—. ¿Cómo podría pedirles ayuda a los habitantes del Mitonar cuando su propia ciudad es un caos, y su costa está amenazada por las naves chalazas?
Se suponía que eso formaba parte de su misión en el Mitonar. A menudo, Jani Khuprus había representado a los comerciantes de los Territorios Pluviales en el Mitonar, pero nunca antes se había enfrentado a una misión tan delicada. Después de disculparse formalmente ante el Consejo del Mitonar por la pérdida del sátrapa Cosgo y de su compañera, les pediría ayuda para su pueblo. La ciudad de los Ancianos había sido destruida casi por completo. Si se trabajaba cuidadosamente, algunas partes de la ciudad podrían reabrirse dentro de un tiempo. Entretanto, las familias que habían dependido de la venta de los extraños y maravillosos objetos enterrados en la ciudad, se encontraban sin nada de la noche a la mañana. Esas familias eran la espina dorsal de Casárbol. Si no se podía explotar la ciudad de los Ancianos, la ciudad de Casárbol no tenía razón económica de existir. Si bien Casárbol cosechaba algunos productos de la selva de los Territorios Pluviales, no tenía campos en los que hacer crecer el grano, o pastos con los que alimentar al ganado. Para conseguir comida, siempre habían recurrido al trueque con el Mitonar. La suspensión del comercio, por culpa de la invasión chalaza, ya se había hecho sentir en Casárbol. Con la llegada del invierno, la situación no tardaría en volverse desesperada.
Reyn conocía el mayor temor de su madre. Tenía miedo de que este último desastre pudiera ser el causante de la extinción del pueblo de los Territorios Pluviales. Su población había menguado en las dos últimas generaciones. Muchos bebés de los Territorios Pluviales nacían muertos, o morían durante sus primeros meses. Ni siquiera los que finalmente vivían tenían una esperanza de vida tan elevada como la del resto de la gente. El propio Reyn no contaba con vivir mucho más allá de los treinta. Esa era una de las razones por las que, a menudo, los comerciantes de los Territorios Pluviales solían casar a sus miembros con sus parientes del Mitonar. Las parejas así formadas tenían más posibilidades de ser fértiles, y los niños resultantes de ser más fuertes. No obstante, los habitantes del Mitonar, parientes o no, se habían mostrado más reticentes, en los últimos tiempos, a establecerse en los Territorios Pluviales. Los regalos hechos a las familias de las pretendidas habían aumentado en tamaño, valor, y número. Solo había que ver la voluntad que había puesto la familia de Reyn en saldar la deuda contraída por los Vestrit con la Vivacia, para asegurarle una esposa. Tras la pérdida de Malta, Jani sabía que Reyn nunca se casaría ni daría hijos a la familia Khuprus. Los regalos no habrían servido de nada. Con el empobrecimiento de Casárbol, las familias de los Territorios Pluviales tendrían más dificultades para alimentar a sus hijos, y menos medios para encontrarles una pareja. El pueblo de los Territorios Pluviales podía llegar a desaparecer.
Así que Jani acudiría al Mitonar para explicar la pérdida del sátrapa y pedir ayuda. Esa combinación de factores constituía un verdadero atentado a su honor. Reyn sintió lástima por su madre, pero también tenía que lidiar con su propio dolor. La desaparición del sátrapa podía desencadenar una guerra en la que el Mitonar corría el riesgo de ser destruido por completo. La antigua ciudad de los Ancianos, que amaba, había sido destruida. Pero ninguna de estas tragedias eran comparables con la agonía en la estaba sumido por la pérdida de Malta.
Él era el responsable de su muerte. Al haberla traído a la ciudad, la había colocado en el sendero de la muerte. A la única criatura a la que le echaba más culpas que a sí mismo era a Tintaglia, la dragona. Se lamentaba por la imagen romántica que se había pintado de la dragona. La había considerado como un ser noble y sabio, y la había alabado por ser la última descendiente de su gloriosa especie. En realidad, no era otra cosa que una bestia desagradecida, orgullosa, y egoísta. Estaba convencido de que habría podido salvar a Malta si lo hubiera deseado de verdad.
Intentó decir algo positivo, por el bien de su madre.
—Parece que ya han empezado las reconstrucciones —le hizo notar.
—Sí. Barricadas —observó, mientras la nao se acercaba al muelle.
Cuando Reyn vio lo armados que estaban los hombres de los muelles, el corazón le dio un vuelco. Reconoció a algunos de ellos. Eran mercaderes, y el capitán del Kendry ya los estaba saludando.
Alguien se aclaró la garganta junto a Reyn. Este miró a través de su hombro, y se encontró con Keffria Vestrit, que se quedó mirando primero a su madre, para detenerse después en él.
—No sé lo que me voy a encontrar en casa —dijo tranquilamente—. Pero sus puertas siempre estarán abiertas para vosotros. —Sonrió con tristeza—. Si es que aún queda algo de ella.
—No nos atreveríamos a molestaros —aseguró Jani, amablemente—. No te preocupes por nosotros. Encontraremos un hostal en algún lugar del Mitonar.
—No sería molestia alguna —insistió Keffria—. Estoy segura de que tanto Selden como yo nos alegraríamos de tener compañía.
De repente, Reyn comprendió que esa invitación podía significar mucho más que una simple muestra de hospitalidad. Le puso palabras a su intuición.
—No creo que sea seguro que volváis a casa los dos solos. Por favor. Dejad que mi madre y yo arreglemos nuestros asuntos, y después os acompañaremos hasta allí.
—La verdad es que os lo agradecería mucho —admitió Keffria, humildemente.
Después de un momento de silencio, la madre de Reyn suspiró.
—Hasta ahora, me he estado preocupando únicamente de mis problemas. No me he parado a pensar en lo que podía significar para ti esta vuelta al hogar. Sabía que te causaría dolor, pero no había considerado el peligro. He sido una inconsciente.
—Tenías asuntos propios a los que darles vueltas —le dijo Keffria.
—Aun así —le dijo Jani, solemne—. Ninguna palabra de cortesía debería sustituir a la honestidad. Y no solo en nuestra relación. Todos los mercaderes deberían actuar con transparencia si es que alguno de nosotros pretende sobrevivir a todo esto. Oh, Sa, échale un ojo al Gran Mercado. ¡La mitad ha sido destruida!
Mientras la tripulación se ocupaba de amarrar la nave al muelle, Reyn paseó su mirada sobre los hombres que se habían reunido para recibir a la embarcación, y la detuvo en Grag Tenira. No lo había vuelto a ver desde la noche del baile de verano. Se sorprendió al notar la fuerza con la que los sentimientos se entremezclaban en su interior. Grag era su amigo, aunque ahora no podía evitar conectarlo con la muerte de Malta. ¿Dejaría algún día de sentir dolor por la muerte de Malta? No lo veía probable.
La nave quedó amarrada al muelle y unos hombres colocaron rampas de acceso. Al momento, la multitud se agolpó para acercarse al capitán y a la tripulación, y algunos comenzaron a lanzarles preguntas. Reyn se abrió caminó entre la gente. Su madre, Keffria, y Selden, fueron tras él. En cuanto puso un pie sobre el muelle, Grag apareció delante de él.
—-¿Reyn? —preguntó, en voz baja.
—Sí—le confirmó él.
Le extendió una mano enguantada a Grag, y Grag se la estrechó, a la vez que la utilizaba para aproximar más su rostro al de Reyn.
Cuando su cabeza estuvo muy próxima a la del hombre velado, Grag preguntó, ansioso:
—¿Ha aparecido el sátrapa?
Reyn sacudió la cabeza. Grag frunció el ceño, y habló deprisa.
—Venid conmigo. Todos. Tengo un carruaje esperando. Un muchacho lleva tres días vigilando para mí la llegada del Kendry desde el promontorio. Rápido. Últimamente han corrido algunos rumores desagradables por el Mitonar. Este no es un lugar seguro para ninguno de vosotros. —Grag sacó de su capa otra capa vieja de trabajador.
—Cúbrete esas ropas de los Territorios Pluviales.
Durante unos segundos, Reyn se quedó callado, conmocionado. Luego, cogió la capa y se la puso, mientras le entregaba a su madre a Grag. Grag agarró el brazo de Keffria sin galanterías.
—Ven conmigo, rápido —le murmuró.
Vio como Keffria agarraba con más fuerza la mano de Selden. El muchacho se dio cuenta de que algo no andaba bien. Se puso en alerta, y apresuró el paso para seguir el ritmo de los demás. Dejaron todo su equipaje en la nave. No tenían otra opción.
El carruaje de Grag era, en realidad, un carro abierto, que parecía más adecuado para llevar mercancías que para llevar personas. Además, olía a pescado. Dos jóvenes musculosos esperaban en la parte trasera. Llevaban los monos de trabajo propios de los pescadores de las Tres Naves. Reyn ayudó a las mujeres a subir mientras Grag saltaba sobre su asiento y tomaba las riendas del caballo.
—Ahí atrás debe de haber algunas ropas de marinero. Podéis cubriros con ellas para protegeros un poco de la lluvia.
—Y para escondernos —apuntó Jani amargamente, pero ayudó a Reyn a desplegar las telas y a ponérselas por encima.
Se acurrucaron todos debajo de ellas. Los dos escoltas se sentaron en la cola del carro, con los pies colgando, mientras Grag hacía avanzar su viejo caballo.
—¿Por qué está tan vacío el puerto? —le preguntó Reyn a uno de los pescadores—. ¿Dónde están las naves del Mitonar?
—Río abajo, o cazando chalazos. Ayer intentaron atacarnos. Dos naves se acercaron al puerto, mientras otras tres les cubrían la retaguardia. Ofelia fue tras ellos, junto con el resto de nuestras naves. ¡Por Sa, cómo huyeron! No me cabe duda de que nuestras naves los alcanzaron. Aún estamos esperando a que vuelvan.
Grag no logró convencer a Reyn con esa historia, pero Reyn no habría sabido decir por qué. A medida que el caballo iba acercando el carro al Mitonar, fue echando ojeadas a la ciudad desde su escondite. Algunos comercios estaban abiertos y en activo, pero, en conjunto, la ciudad no parecía la misma. La gente apresuraba el paso cuando veía pasar el carro, o le echaba miradas cargadas de sospecha. El viento les trajo el hedor de la marea baja y de las casas quemadas. A Reyn le pareció que no estaban tomando el camino habitual para llegar a la propiedad de los Tenira. Cuando llegaron a la entrada, unos hombres armados saludaron a Grag y le hicieron señas para que entrara. En cuanto el carro pasó la verja, volvieron a cerrarla. Mientras Grag detenía al caballo, se abrió la puerta de entrada y aparecieron Naria Tenira y dos de las hermanas de Grag. Parecían ansiosas.
—¿Los has encontrado? ¿Están bien? —preguntó la madre de Grag mientras Reyn retiraba las telas con las que se habían protegido.
Enseguida, Selden saltó del carro y se puso a gritar:
—¡Abuela, abuela!
En la puerta de entrada de la mansión de los Tenira, Ronica Vestrit abrió los brazos para recibir a su nieto.
***
El sátrapa Cosgo, heredero del Trono de la Perla y gran ejemplo de moralidad, estaba ocupado en quitarse las pieles muertas del pecho. Malta miraba hacia otro lado para no tener que poner muecas horribles.
—Esto es intolerable —volvió a quejarse el sátrapa—. Mi piel se ha echado a perder. ¡Tiene un color tan insano! Nunca volveré a ser como antes. —La miró con ojos acusadores—. En una ocasión, el poeta Mahnke comparó la piel de mis párpados con la opalescencia de una perla. Y mírame ahora, ¡estoy desfigurado!
Malta sintió el golpecito de la rodilla de Kekki en su espalda. Kekki estaba tumbada sobre el camastro situado junto a la cama del sátrapa, y Malta estaba acurrucada en el suelo, a su lado. Era su sitio en aquella pequeña habitación. Malta esgrimió una mueca de dolor ante la presión ejercida sobre su espalda amoratada, pero reconoció la señal. Pensó rápidamente en algo, y le salió la siguiente mentira:
—En el Mitonar, se cuenta que las mujeres que se lavan la cara una vez al año en el río Pluvia nunca envejecen. No es un tratamiento de belleza que aguante cualquiera, pero se dice que ayuda a mantener un aspecto joven y radiante.
Kekki hizo un ligero gesto de asentimiento. Malta lo había hecho bien. El rostro de Cosgo se iluminó enseguida.
—La belleza tiene un precio, y yo nunca me he echado atrás por algo tan nimio como esto. Lo que me sigo preguntando es lo que habrá sido del barco con el que nos teníamos que reunir en la desembocadura del río. Ya me he cansado de tanto balanceo. Una embarcación tan pequeña no debería moverse por aguas abiertas.
Malta bajó los ojos para disimular su desprecio ante la ignorancia del sátrapa. A veces, los chalazos viajaban durante meses a bordo de sus galeras. Sus habilidades para subsistir con escasas provisiones y con la dureza de la vida a bordo eran legendarias. Gracias a ellas se habían ganado su reputación como marineros y como invasores.
Habían llegado a la desembocadura del río unos días atrás. El sátrapa se enfadó cuando vio que la nave nodriza no estaba allí para recogerlos. Malta se había sentido amargamente decepcionada al advertir que ninguna nao rediviva protegía ese lugar. Hasta entonces, había estado alimentando la esperanza de que las naos del Mitonar detendrían la nave chalaza y la rescatarían. La desesperación que se apoderó de ella cuando el galeón no encontró obstáculo alguno a su paso le resultó insoportable. Había sido una ilusa al pensar que la rescatarían. Esas esperanzas solo la habían debilitado. Con rabia, las eliminó de su corazón: no habían patrulleros redivivos, Reyn no la estaba buscando, no le quedaban esperanzas. Tenía la sospecha de que su destino estaba en sus manos. Sospechaba muchas cosas que no compartía con el sátrapa o con Kekki. Una de ellas era que el galeón tenía problemas. Se balanceaba demasiado, y achicaba mucha más agua de la que debería. Sin lugar a dudas, el río Pluvia había penetrado en las vetas de la madera, quizá hasta llegar a la cubierta. Desde que habían dejado atrás el río, el capitán había puesto rumbo al norte, hacia Chalaza. El galeón bordeaba la costa. Así, si empezaba a hundirse, tendrían al menos una posibilidad de alcanzar la playa sanos y salvos. Pensó que el capitán estaba volviendo a casa, y que había apostado a que llegaría allí con la nave y la carga intactas.
—Agua —murmuró Kekki.
Apenas podía hablar. Tampoco era ya capaz de sentarse. Malta la mantenía tan limpia como podía mientras esperaba, al borde del agotamiento, a que muriera. La boca de la compañera estaba llena de llagas que se le abrían y sangraban cuando Malta intentaba darle de beber. Kekki intentó tragar. Malta le limpió el líquido rosado que le salía de la comisura de los labios. Había bebido demasiada agua del río Pluvia como para sobrevivir, pero no la suficiente como para tener una muerte rápida. Con toda probabilidad, los órganos de Kekki estarían tan ulcerados como su boca. Malta se estremeció al pensar en eso.
A pesar del dolor y de la debilidad, la compañera había mantenido su palabra. Malta la había ayudado a sobrevivir hasta que habían sido rescatadas, y ahora Kekki hacía lo posible para enseñarla a sobrevivir a ella. No podía hablar demasiado, pero, con ayuda de pequeños gestos y gruñidos, le iba recordando a Malta todos los consejos que le había ido dando. Gracias a sus recomendaciones, la vida se le hacía algo más soportable. Malta siempre tenía que responder a las quejas del sátrapa resaltando un aspecto positivo de la situación expuesta, o con una alabanza hacia lo valiente, sabio, y fuerte que era al hacer frente a todo lo que se le venía encima. En un principio, a Malta todo eso le había sonado a chiste, pero la verdad era que con eso calmaba sus lloriqueos. Si tenía que seguir confinada con él, lo mejor que podía hacer era mantenerlo de buen humor. Anhelaba las horas que venían después de las sobremesas con el capitán, cuando lo que fumaba lo dejaba soñoliento y afable.
Kekki le había dicho cosas aún más útiles. La primera vez que Malta había salido a vaciar el cubo de los excrementos, los marineros le habían silbado y habían chascado sus lenguas. En el camino de vuelta, un hombre le había bloqueado el paso. Sin levantar la mirada del suelo, había intentado rodearlo. Él había sonreído y se había movido para impedirle avanzar. Malta tenía la impresión de que se le iba a salir el corazón del pecho. Miró hacia otro lado y volvió a intentar pasar. Esta vez, la dejó hacer pero, una vez que lo adelantó, se colocó detrás de ella, le agarró un pecho, y se lo estrujó bien fuerte.
Malta gritó de dolor y de sorpresa. El hombre se rió y la cogió por la espalda. La agarró tan fuerte que apenas pudo respirar. Introdujo la mano que le quedaba libre dentro de la blusa de la chica y la llevó hasta su otro pecho. Sus dedos llenos de callos se deslizaban sobre su piel desnuda. Se quedó quieta y en silencio, paralizada por el miedo. El marinero apretó su cuerpo contra las nalgas de ella. Los demás hombres observaban la escena, con los ojos brillantes y la sonrisa de los que saben lo que va a pasar. De repente, cuando el hombre ya había conseguido levantarle la falda, Malta recuperó el control de sus músculos. Seguía teniendo el cubo de madera en la mano. Lo levantó y lo echó hacia atrás, con lo que le propinó un buen golpe en el hombro. Los restos que quedaban en el fondo del cubo salpicaron el rostro del marinero, que rugió del disgusto y la soltó, a pesar de los gritos de apoyo de sus compañeros, que le pedían que siguiera adelante. Malta corrió todo lo que pudo para recuperar el cubo y resguardarse en su camarote.
El sátrapa no estaba. Se había ido a almorzar con el capitán. Malta, presa del pánico, se había acurrucado en el suelo junto a Kekki, que dormía. Cada paso que oía podía ser el de un marinero que viniera a por ella. Le temblaban el cuerpo y los dientes. Cuando Kekki se había despertado y había visto a Malta temblando en una esquina, blandiendo una taza de agua a modo de arma, la había convencido para que le contara lo que le había ocurrido. La había escuchado muy seriamente mientras le contaba la historia. A continuación, había sacudido la cabeza. Había utilizado frases cortas para no perjudicarse demasiado la boca y la garganta.
—Esto es malo... para todos nosotros. Deberían tener miedo... de tocarte... sin el permiso de Cosgo. Pero no lo tienen. —Guardó silencio, para reflexionar. Cogió aire, e hizo acopio de fuerzas—. No deben violarte. Si lo hacen... y Cosgo no se lo toma como una afrenta a su honor... nos perderán el respeto... a todos. No se lo digas a Cosgo. Lo utilizaría... en tu contra. Para chantajearte. —Gimió de dolor—. O te entregaría a ellos... para conseguir favores. Como hizo con Serilla. —Volvió a coger aire—. Si te protegemos... nos estamos protegiendo a todos. —Kekki echó, como pudo, una ojeada a su alrededor, y cogió uno de los andrajos que Malta utilizaba para limpiarle la sangre que le salía de la boca—. Toma. Ponte esto... entre las piernas. Siempre. Si un hombre te toca, dile «fa-chejy kol». Significa «estoy sangrando». Te dejará en paz... cuando lo digas... o cuando vea el pañuelo.
Kekki suspiró, y reunió fuerzas para hablar.
—Los hombres chalazos tienen miedo de los periodos de sangrado de las mujeres. Dicen que... —Kekki cogió aire e intentó sonreír, enseñando sus dientes manchados de sangre— «algunas partes de las mujeres les son hostiles». Que podrían matar a un hombre.
Malta se asombró de que alguien pudiera creerse tal cosa. Consideró el trocito de tela manchada que tenía entre las manos.
—Eso es estúpido.
Kekki se encogió de hombros, entre espasmos de dolor.
—Agradece que sean estúpidos —le advirtió—. Sé cuidadosa. Saben que no podemos estar siempre sangrando. —Su rostro y sus ojos se pusieron muy serios—. Si eso no lo detiene... no te resistas. Solo te haría más daño. —Suspiró—. Te haría sufrir... hasta que dejaras de resistirte. Para enseñarte cuál es el lugar que le corresponde a una mujer.
Esa conversación había tenido lugar días atrás. Fue la última vez que Kekki le había dedicado más de unas pocas palabras. La mujer estaba cada vez más débil, y el olor que desprendían sus heridas se iba haciendo más intenso. No viviría mucho más tiempo. Por el bien de Kekki, Malta esperaba que la muerte le llegara pronto, pero, si pensaba solo en ella misma, tenía miedo de que llegara ese momento. Cuando Kekki muriese, perdería a su única aliada.
Malta estaba cansada de ser presa del miedo, pero no tenía mucha elección.
Cada decisión que tomaba, la tomaba con miedo. Toda su vida giraba alrededor del miedo. Ya no abandonaba la habitación a menos que Cosgo se lo ordenara. En ese caso, iba deprisa, volvía aún más rápido, y trataba de evitar todo contacto visual con los hombres. Estos todavía silbaban cuando pasaba, y chascaban sus lenguas, pero no la molestaban cuando iba a vaciar el cubo de los excrementos.
—¿Eres estúpida, o simplemente vaga? —le preguntó el sátrapa, casi a gritos.
Malta lo miró, sobresaltada. Sus pensamientos la habían alejado mucho de la realidad.
—Lo siento —dijo, e intentó que su voz sonara sincera.
—Te he dicho que me aburro. Ni siquiera la comida es interesante. Ni el vino. No tengo nada que fumar, excepto en la sobremesa, con el capitán. ¿Sabes leer? —Cuando vio que asentía, le ordenó—: Ve a ver si el capitán tiene algún libro. Podrías leérmelo.
A Malta se le secó la boca.
—No leo chalazo.
—Eres demasiado ignorante hasta para eso. Lo haré yo. Ve a buscar un libro para mí.
Malta intentó hablar sin que le temblara la voz.
—No sé hablar chalazo. ¿Cómo voy a pedir un libro?
Lanzó un rebufo de disgusto.
—¡Cómo pueden criar los padres a unos niños tan ignorantes! ¿No son Chalaza y el Mitonar países vecinos? Uno pensaría que os enseñan al menos la lengua de vuestros vecinos. Condenados provincianos. No me extraña que el Mitonar no sea capaz de salir adelante. —Suspiró profundamente—. A ver, la piel se me cae a tiras, así que yo no puedo ir a por él. ¿Podrás recordar unas cuantas palabras? Llama a su puerta, haz una reverencia, y di: «La-nee-ra-ke-je-loi-en».
Hizo vibrar cada sílaba entre sus labios. Malta no habría podido decir dónde comenzaba una palabra y donde terminaba la siguiente.
—La-nee-ra-ke-en —intentó.
—No, estúpida. La-nee-ra-ke-je-loi-en. Ah, y añade: «re-kal» al final, para que no piense que eres una maleducada. Corre, antes de que se te olvide.
Malta miró al sátrapa. Si le suplicaba para no ir, se daría cuenta de que tenía miedo y le preguntaría por qué. No le daría esa arma para que la chantajeara con ella. Se armó de valor. A lo mejor los marineros no la molestaban si veían que era obvio que se dirigía a la cabina del capitán. A la vuelta, llevaría un libro entre las manos. Con un poco de suerte, eso los mantendría alejados: no desearían dañar las propiedades del capitán. Mientras abandonaba la habitación, no dejó de repetirse el encadenamiento de sílabas, hasta que lo convirtió en una melodía.
Tenía que recorrer todo el largo de la galera, y pasar entre los bancos de los marineros. Los silbidos y chasquidos la aterrorizaban, pero sabía que su expresión de pánico los motivaba aún más, así que se esforzó por mantener la concentración en las sílabas que tenía que pronunciar delante del capitán. Llegó hasta su puerta sin que un solo hombre le hubiera puesto la mano encima. Llamó, y cruzó los dedos para no haber golpeado la puerta con demasiada fuerza.
Le contestó la voz de un hombre que parecía molesto. Malta abrió la puerta mientras rezaba para que el hombre la hubiera invitado a entrar, y penetró tímidamente en la sala. El capitán estaba tendido sobre su camastro. Se incorporó ligeramente sobre un hombro y le dedicó una mirada hostil.
—¡La-nee-ra-ke-je-loi-en! —dijo de un tirón. Luego, recordó de golpe las otras instrucciones del sátrapa, se arrodilló delante del capitán, y agachó la cabeza todo lo que pudo—. Re-kal —añadió finalmente.
El capitán le dijo algo. Malta se atrevió a levantar la vista para mirarlo. No se había movido. Se quedó observándola, y repitió las mismas palabras más fuerte. Malta miró al suelo y sacudió la cabeza, mientras rezaba para que se diera cuenta de que no entendía nada de lo que le decía. El hombre se levantó, y Malta puso sus sentidos en alerta. Se atrevió a echar otra ojeada. El capitán estaba apuntando hacia la puerta. Malta se arrastró hacia ella, salió de la cabina, se puso de pie, hizo una última reverencia, y cerró la puerta.
En cuanto hubo salido de la cabina, se reanudó el espectáculo de aullidos y silbidos. La otra punta de la nave parecía imposible de alcanzar. Jamás lograría ponerse a salvo. Malta se puso a correr, mientras se agarraba los brazos con las manos para disimular sus pechos. Casi había llegado al final de las filas de bancos de remo cuando alguien alargó una mano y le agarró el tobillo. Cayó con todo su peso, golpeándose la cabeza, los codos, y las rodillas, sobre el suelo. Durante unos segundos, fue incapaz de reaccionar. Rodó sobre su espalda, aturdida, y se encontró con un joven que la miraba desde arriba y se reía. Era guapo, rubio, y alto, como su padre; sonreía, y sus ojos eran de una azul profundo, que transmitía honestidad. Ladeó la cabeza y le dijo algo. ¿Una pregunta?
—Estoy bien —contestó ella.
El chico le sonrió. Se sintió tan aliviada que le faltó poco para devolverle la sonrisa. Pero, a continuación, el muchacho se agachó y le levantó las faldas. Se puso de rodillas, y comenzó a desabrocharse el cinturón.
—¡No! —gritó salvajemente.
Intentó zafarse de él, pero la agarró por un tobillo y le dio un tirón que le sacudió toda la espalda. Otros hombres se habían levantado para tener una mejor vista. Cuando se hubo expuesto totalmente ante Malta, oyeron a Kekki gritar desde atrás.
—¡Fa-chejy-kol!
El joven se asustó. Malta aprovechó para alejar su rostro del rostro del marinero. Este retrocedió de repente, horrorizado, entre exclamaciones de disgusto. A Malta no le importó lo más mínimo. La idea de Kekki había funcionado. Se puso fuera del alcance del hombre, se levantó, corrió a grandes zancadas los últimos metros que la separaban de su refugio, cruzó la puerta a la velocidad del rayo, y se tiró al suelo. Tenía la respiración muy acelerada. Le dolían los codos. Parpadeó al notar que le caía algo mojado sobre un ojo. Se lo secó con una manga. Sangre. Con la caída, se le había vuelto a abrir la cicatriz.
El sátrapa no se esforzó ni en levantar la cabeza de su almohada.
—¿Dónde está mi libro? —preguntó.
Malta cogió aire.
—No creo que tenga ninguno —consiguió decir. Cálmate. Que no te vibre la voz. No le dejes ver lo asustada que estás—. Le dije las palabras que me enseñaste. Y lo único que hizo fue señalar la puerta.
—Vaya rollo. Me temo que no me queda más remedio que morirme de aburrimiento a bordo de este barco. Ven a masajearme los pies. A lo mejor así me duermo un rato. Está claro que no hay otra cosa que hacer.
No tengo elección, se dijo Malta. El corazón aún le latía descontroladamente en el pecho, y tenía la boca tan seca que apenas podía respirar por ella. No tenía elección, excepto la de una muerte dolorosa. Le dolían los codos y las rodillas: los tenía completamente despellejados. Se arrancó una astilla de la palma de la mano, y atravesó la pequeña estancia, hasta sentarse a los pies del sátrapa. Cosgo le lanzó una mirada de asco, y puso los pies fuera de su alcance.
—¿Se puede saber qué pasa contigo? ¿Qué es eso? —Se quedó mirando su ceja.
—Me he caído. Y el corte se ha vuelto a abrir—dijo sencillamente.
Levantó una mano para tocárselo. Cuando se miró los dedos, los tenía llenos de sangre, y de un espeso pus blanco. Se quedó horrorizada. Cogió uno de los pañuelos andrajosos de Kekki y se limpió la ceja con él. No sintió mucho dolor, pero la tela también apareció cubierta de esa sustancia blanquecina. Malta comenzó a temblar. ¿Qué era eso, qué significaba?
No tenía ningún espejo para salir de dudas. Había estado evitando tocarse la cicatriz de la frente. No había querido recordar que estaba allí. Ahora, dejaba que sus dedos la recorrieran de lado a lado. Le dolía, pero no tanto como debería, con toda la sangre y la porquería que salía de ella. Se obligó a explorarla. Era tan larga como su dedo índice y tan ancha como dos de sus dedos. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Tuvo ganas de vomitar. Levantó la cara para mirar al sátrapa.
—¿Qué pinta tiene? —le preguntó tranquilamente.
No pareció oírla.
—No me toques. Ve a lavarte, y tápate eso con algo. ¡Puaj! No puedo ni mirarlo. Vete.
Malta se dio la vuelta, volvió a doblar el pañuelo, y lo mantuvo presionado contra su ceja. Un fluido rosa goteó hasta su muñeca y su codo. No dejaba de sangrar. Se echó hacia un lado para sentarse junto a Kekki, en busca de un poco de solidaridad. Estaba tan asustada que no podía ni hablar.
—¿Y que pasará si me muero por culpa de esta herida? —lloriqueó.
Kekki no le contestó. Malta se giró para mirarla, y se quedó horrorizada. La compañera estaba muerta. En el exterior, sobre la cubierta, un marinero gritó algo, visiblemente excitado. Otros gritos se unieron a sus exclamaciones. De repente, el sátrapa se incorporó.
—¡La nave nodriza! ¡Están llamando a la nave nodriza! Puede que ahora consiga comida y vino decentes. Malta, ve a buscar mis... oh, ¿qué te pasa ahora?
Le dedicó una mirada llena de irritación y, a continuación, siguió su trayectoria, que iba hasta el cadáver de Kekki. Suspiró.
—Está muerta, ¿verdad? —Sacudió tristemente la cabeza—. Vaya fastidio.
***
Serilla había ordenado que le llevaran el almuerzo a la biblioteca. Se había sentado a esperarlo con antelación, y no porque tuviera hambre. La criada tatuada que se lo sirvió cuidaba sus modales de un modo tan estudiado que Serilla se ponía de los nervios.
—No te preocupes por esto —dijo, en tono casi agresivo, cuando la mujer se dispuso a servirle el té—. Ya termino yo con lo que queda. Puedes irte. Por favor, recuerda que no deseo ser molestada.
—Sí, señora. —La mujer agachó la cabeza estoicamente y se retiró hacia la puerta.
Serilla se obligó a permanecer sentada en la mesa hasta que oyó la puerta cerrarse. Entonces, se levantó de un salto, atravesó la habitación sin hacer ruido, y corrió el pestillo. Una de las criadas había abierto las cortinas para dejar entrar la luz de aquel lluvioso día de invierno. Serilla las corrió de nuevo y comprobó que sus bordes se solapaban. Cuando se hubo asegurado de que nadie podía entrar en la habitación ni espiarla, se sentó de nuevo en la mesa. Ignoró la comida, cogió su servilleta, y la sacudió con todas sus ganas.
No cayó nada.
Se quedó muy decepcionada. La última vez, el mensaje había sido introducido en el pliegue de la servilleta. No tenía ni idea de cómo Mingsley había conseguido hacer eso, pero había esperado que volvería a contactar con ella. Había contestado a su propuesta en una nota que había dejado para él debajo de un jarrón de flores del jardín abandonado que había detrás de la casa. Unas horas más tarde, cuando había ido a comprobarlo, la nota ya no estaba. Ya tendría que haber contestado.
A menos que todo esto fuera una burla, y lo del mensaje hubiera sido una trampa ideada por Roed. Roed sospechaba de todo y de todos. Había descubierto el poder de la crueldad, y se estaba dejando corromper por él. No sabía mantener un secreto y, aun así, acusaba a todos los que estaban a su alrededor de ser la fuente de los rumores que plagaban y aterrorizaban el Mitonar. Delante de Serilla, se jactaba de lo que les ocurría a los que se le oponían, pero nunca admitía su implicación directa en las agresiones.
—Dwicker ha recibido una buena paliza por su insolencia. Se ha hecho justicia.
A lo mejor, con esas palabras, lo que pretendía era mantenerla ligada a él. Pero lo que provocó fue el efecto contrario. Se había sentido tan mal y tan débil que estaba dispuesta a arriesgarlo todo para librarse de él.
Cuando le había llegado la primera nota de Mingsley, con una propuesta de alianza, se había sorprendido de su audacia. Se había caído de su servilleta mientras estaba cenando con los nobles del Consejo del Mitonar. No obstante, si el mensaje había sido colocado allí por alguno de los nobles, ninguno dio señal alguna de ello. Tuvo que haber sido una de las criadas. Las criadas eran fáciles de sobornar.
Había agonizado ante la duda de si debía responder o no. Le había costado un día entero decidirlo y, cuando finalmente había escrito su respuesta, se había preguntado si no sería ya demasiado tarde. Sabía que alguien se había llevado su mensaje. ¿Por qué no había contestado?
¿Acaso había sido demasiado conservadora en su respuesta? Mingsley no lo había sido. El pacto que le había propuesto, sin rodeos, la había dejado tan atónita que había sido prácticamente incapaz de conversar durante el resto de la velada. Antes de nada, Mingsley proclamaba su lealtad hacia ella y hacia el sátrapa. Luego entraba en acusaciones dirigidas contra aquellos que no les eran tan leales. No escatimó palabras al revelar que «algunos nuevos comerciantes» habían intentado llevarse al sátrapa de la mansión de Davad, e incluso había afirmado que habían recibido ayuda de los nobles de Jamaillia y de los mercenarios chalazos a los que pagaban. Pero el plan había fracasado. Los chalazos que habían invadido el Mitonar habían roto la alianza para poder saquear rápidamente la ciudad. Los nobles jamaillios que los habían defendido habían sido arrestados.
Algunos locos traidores proclamaban que los conspiradores jamaillios mandarían una flota para ayudarlos y reforzar su control sobre el Mitonar. Desgraciadamente, Mingsley se lo creía. En la ciudad de Jamaillia, los tradicionalistas tenían más poder de lo que los conspiradores creían. La conspiración había fracasado estrepitosamente, tanto en el Mitonar como en Jamaillia, gracias a su intervención. Todos habían oído como había secuestrado audazmente al sátrapa. Los rumores sugerían que, en este momento, el sátrapa estaba a salvo bajo el ala de la familia Vestrit.
En su misiva, de caligrafía impecable y de palabras claras y concisas, Mingsley llegaba a declarar que, tanto él como otros nuevos mercaderes estaban ansiosos por limpiar sus nombres y salvar sus inversiones en el Mitonar. Su arriesgada declaración de que Davad no había tomado parte en el complot contra el sátrapa de Jamaillia les había llegado al corazón. Por una operación de lógica sencilla, se veía claro que, si Davad era inocente, entonces también lo eran sus antiguos compañeros de negocios. Lo que les ocurría a estos nuevos mercaderes, juzgados injustamente, es que estaban ansiosos por negociar una paz con los mercaderes del Mitonar y por establecer su lealtad incondicional hacia el sátrapa.
A continuación, exponía su propuesta. Los nuevos mercaderes «leales» querían que Serilla intercediera en su favor ante el Consejo del Mitonar, pero tenía que separarse antes del «cabeza loca, mano dura» de Roed Caern. Solo entonces pactarían con ella. Para compensar este sacrificio, Mingsley y los demás nuevos comerciantes leales confeccionarían para ella una lista de los nuevos comerciantes que habían complotado contra el sátrapa. La lista incluiría los nombres de los altos cargos jamaillios y chalazos implicados. No fue demasiado sutil al recalcar que, mantenida en secreto, esa lista era mejor moneda de cambio que una gran suma de dinero. Con esa información, una mujer podría vivir bien y de manera independiente durante el resto de su vida, ya decidiera hacerlo en el Mitonar o en Jamaillia.
Alguien había informado muy bien a Mingsley sobre la personalidad de Serilla.
Cuando, finalmente, había contestado a su mensaje, había tenido cuidado. No había incluido su nombre en ninguna parte, y tampoco había firmado la hoja cuadrada de papel, había accedido a revelar que encontraba su oferta interesante y atractiva. Había insinuado que algunos más de sus «aliados actuales» serían receptivos a tales negociaciones. ¿Tendría algún inconveniente en fijar una hora y un lugar para que se vieran?
Al componer su mensaje, se había esforzado en pensar fríamente. En este tipo de política cabía poca ética, y ninguna verdad. Solo se adoptaban actitudes y posturas. Eso se lo había enseñado el viejo sátrapa. Ahora, intentaba aplicar esa claridad de visión a la situación que vivía. Mingsley se había visto envuelto en el complot para secuestrar al sátrapa. Sus amplios conocimientos sobre el asunto lo traicionaban. Ahora que los vientos soplaban en su contra, deseaba rehacer sus alianzas. Si pudiera, lo ayudaría. Solo podía beneficiarse de ello, puesto que ella estaba intentando hacer lo mismo. Se serviría del pacto con Mingsley para ganarse la credibilidad de Ronica Vestrit y de otras figuras relevantes del Consejo del Mitonar. En ese momento, le hubiera gustado que Ronica Vestrit siguiera en la casa. No porque se arrepintiera de haberle dado el aviso que le permitió escaparse: desbaratar los planes de Roed le había permitido ganarse, finalmente, la pequeña dosis de valor que necesitaba para recuperar cierto control sobre su vida. A su debido tiempo, le haría saber a Ronica que había sido ella la que la había ayudado. Serilla sonrió para sus adentros. Si lo deseaba, podía hacer como Mingsley y rebautizar todas sus acciones para quedar en buen lugar.
Ahora, le habría sido útil tener el apoyo de la mercader. El embrollo de amenazas y sospechas era difícil de seguir. Mucha parte estaba basada en lo que Mingsley sabía o sospechaba. Ronica tenía un don para filtrar las informaciones.
Y otro don para hacerla pensar. Volvió a escuchar en su cabeza las palabras de la anciana. Podía servirse de sus experiencias pasadas sin que estas la desbordaran. En un principio, había asimilado esas palabras en clave de su violación. Ahora, sin embargo, las consideraba bajo una perspectiva más amplia. Compañera del sátrapa. ¿Debía dejar que eso determinara su futuro? ¿O sería capaz de dejarlo a un lado y convertirse en una auténtica mujer independiente?
***
—Siento meterte prisa —se disculpó Grag, mientras entraba en la habitación de huéspedes de Reyn con los brazos cargados de ropa. Le dio una patada a la puerta, que se cerró tras su paso—. Pero es que los demás llevan todo el día reunidos y esperándoos. Algunos llevan aquí desde primera hora de la mañana. Cuanto más tengan que esperar, más impacientes se pondrán. Aquí tenéis ropas secas. Deberías poder encontrar algo de tu talla. Cuando fui vestido de habitante de los Territorios Pluviales al baile, tu ropa me valía perfectamente. —En cuanto vio la mueca de dolor de Reyn, añadió de inmediato—: Lo siento. No debería haber sacado ese tema. Siento lo que ocurrió con el carruaje, y siento que Malta resultara herida.
—Sí. Bueno. Eso ya no puede cambiar mucho las cosas para ella, supongo. —Reyn se dio cuenta de lo duras que habían sonado sus palabras—. Lo siento. Me cuesta... me cuesta hablar de ello.
Intentó centrarse en la ropa. Escogió una camisa de manga larga. Grag no usaba guantes; tendría que reutilizar los suyos, aunque estuvieran mojados. También tendría que volver a ponerse su velo mojado. No le importaba, nada le importaba realmente.
—Me temo que vas a tener que hablar de ello. —Se le notaba en la voz que realmente lo sentía por su amigo—. Debido a tu relación con Malta, todo este asunto te ha salpicado. El rumor que corre por la ciudad dice, o bien que fue hasta la guarida en la que lo mantenían los habitantes de los Territorios Pluviales para secuestrarlo, o bien que lo hizo para ayudarlo a escapar. Roed Caern ha estado metiendo cizaña, diciendo que era probable que se lo hubiera entregado a los chalazos, dado que ella misma era chalaza, y...
—¡Cállate la boca! —Reyn inspiró profundamente—. Un momento, por favor —dijo muy seriamente.
A pesar de llevar su velo, le dio la espalda a Grag. Agachó la cabeza, cerró los puños, y cruzó los dedos para no romper a llorar, y para que no se le hiciera un nudo en la garganta que no le dejara respirar.
—Lo siento. —Grag volvió a disculparse.
Reyn suspiró.
—No. Soy yo quien debería disculparse. Tú no sabes, no puedes saber las cosas por las que he pasado. Incluso me sorprende que hayas oído algo. Escucha. Malta está muerta, y el sátrapa está muerto. —Se rió de un modo extraño—. Debería estar muerto. Me siento como si lo estuviera. Pero... no. Escucha. Si Malta entró en la ciudad enterrada, fue para ayudarme. Allí había una dragona. La dragona estaba... entre la vida y la muerte. En un ataúd, o una especie de caparazón... No sabría cómo llamarlo. La dragona había estado atormentándome, había invadido mis sueños, y distorsionado mis pensamientos. Malta lo sabía. Quería parar aquello.
—¿Una dragona? —con ese tono de voz, Grag parecía estar cuestionando tanto las palabras de Reyn como su cordura.
—¡Ya sé que es una locura! —La interrupción de Grag hizo que Reyn se pusiera fiero—. No me preguntes nada y no te pongas escéptico. Limítate a escuchar. —Le hizo un resumen de todo lo que había ocurrido aquel día. Al finalizar su relato, se levantó el velo para sostenerle la mirada a Grag, en cuyos ojos se podía leer la incredulidad—. Si no me crees, pregúntale al Kendry. También él vio a la dragona. Eso lo... cambió. Ha estado triste desde entonces, y no ha dejado de buscar la cercanía y la aprobación del capitán. Hemos estado preocupados por él.
Reyn prosiguió, en un tono más suave.
—No he vuelto a ver a Malta. Están muertos, Grag. No existía ningún complot para sacar al sátrapa de Casárbol. Solo una niña que intentaba sobrevivir a un terremoto. No lo consiguió. Peinamos todo el río. Dos veces. No había ni rastro de ellos. El río consumió la barca y murieron en sus aguas. Morir ahogado, ¡qué final tan horrible!
—Por Sa —Grag se estremeció—. Tienes razón, Reyn, no tenía ni idea. En el Mitonar, solo hemos oído rumores contradictorios. Oímos que el sátrapa había desaparecido, o que había muerto durante el terremoto. Luego corrió la voz de que los Vestrit lo habían secuestrado para vendérselo a los chalazos, o para dejar que los nuevos comerciantes lo mataran. Hemos estado escondiendo a Ronica Vestrit. Caern ha lanzado su propia orden de búsqueda y captura contra ella. En cualquier otra circunstancia, habríamos instado a Ronica a que acudiera al Consejo y le pidiera que escucharan lo que tenía que decir. Pero, últimamente, aquellos a los que Roed Caern ha acusado de traición han sufrido terribles represalias. No sé por qué la compañera confía tanto en él. Está dividiendo al Consejo del Mitonar porque, de alguna manera, dado que es la representante del sátrapa, tenemos la obligación de escucharla. Pero, por otro lado, tanto mi padre como yo sentimos que el Mitonar tiene que mantener su autodeterminación.
Cogió aire. Luego, con dulzura, como si temiera que sus palabras pudieran volver a ofender a Reyn, añadió:
—Roed ha estado diciendo que los Vestrit habían estado complotando con los chalazos. Que, a lo mejor, los piratas nunca se habían hecho con su nao rediviva, sino que Kyle Haven había formado parte de esa «conspiración» que podía haber llevado a la Vivacia a surcar el río Pluvia para recoger allí a Malta y al sátrapa. Bueno, todos sabemos perfectamente que eso no podía ser verdad, así que ahora ha cambiado su versión de los hechos, y dice que el rescate no tuvo por qué efectuarse con una nao rediviva, que pudo haberse utilizado un galeón chalazo.
—Roed está loco —lo interrumpió Reyn—. No tiene ni idea de lo que está hablando. Algunos barcos, chalazos, y también de otros tipos, han intentado remontar el curso del río. Pero el río los consume. Ninguno de los trucos que utilizan les sirven de nada: ni engrasar sus cascos ni pasarles una capa de alquitrán. Incluso llegaron a embadurnar uno de arcilla. —Reyn sacudió su cabeza velada—. Todos fracasaron, unos más rápido y otros más lentamente. Además, desde que empezó todo este asunto, ha habido naos redivivas patrullando en la desembocadura del río Pluvia. Los habrían visto.
Grag esgrimió una mueca.
—Tienes más fe en los patrulleros de la que yo tengo. Ha habido una sangría de naves chalazas. Las expulsamos del puerto, pero, mientras estábamos fuera, vino una nueva oleada. Me sorprende que no tuvierais problemas para llegar hasta aquí.
Reyn se estremeció.
—Supongo que tienes razón. Cuando el Kendry llegó a la desembocadura del río, allí no había más naos redivivas. De camino a aquí, en cambio, vimos otras naves chalazas. La mayoría se mantuvieron alejadas de nosotros. Y es que ahora, gracias a vuestra Ofelia, las naos redivivas gozan de una gran reputación. Anoche, una nave chalaza pareció interesarse por nosotros, pero el Kendry no tardó nada en despistarla.
De repente, se hizo el silencio entre ellos. Reyn le dio la espalda a Grag y se quitó la camisa que llevaba, que estaba empapada.
Mientras se ponía una nueva, Grag dijo:
—Están sucediendo muchas cosas. No logro entenderlo todo. ¿Una dragona? En cierto modo, me cuesta menos creer en una dragona que creer que Malta haya muerto. Cuando pienso en ella, solo puedo recordarla en la pista de baile, abrazada a ti.
Reyn cerró los ojos. Se le vino a la mente una carita pálida que lo miraba desde una barca medio hundida en el río.
—Te envidio por eso —le dijo tranquilamente.
***
—Tú eres la representante de los Vestrit. Tú decides por la familia. Si no quieres verte envuelta en esto, lo entenderé. Pero yo me quedo aquí. —Ronica cogió aire—. Me quedó aquí en mi nombre, no en el de la familia. No obstante, Keffria, si decides acudir al Consejo del Mitonar, también estaré a tu lado. Tú serás quien exponga allí nuestra visión de las cosas. El Consejo del Mitonar no me dejará sacar el asunto de la muerte de Davad. Seguro que se niegan a escucharme. A pesar de eso, estaré junto a ti cuando hables. Y aceptaré las consecuencias.
—¿Y qué les diré? —preguntó Keffria, cansada—. Si les digo que no tengo ni idea de lo que ha sido de Malta, y menos aún del sátrapa, se sentirán decepcionados.
—Tienes una alternativa. Selden y tú podéis huir del Mitonar. Puede que podáis encontrar algo de paz en la granja, al menos durante un tiempo. A menos que alguien vaya a cazaros allí para ganarse los favores de Serilla y de Caern.
Keffria hundió la cabeza entre sus brazos. Sin importarle lo que pudieran pensar los demás, apoyó los codos sobre la mesa.
—El Mitonar no es así. No llegaría a eso.
Esperó a que alguien le diera la razón, pero ninguno de los presentes abrió la boca. Levantó la cabeza y paseó la vista sobre los rostros serios que la observaban.
Estaban ocurriendo demasiadas cosas en demasiado poco tiempo. Le habían dejado tiempo para que se bañara, y había escogido para ponerse un vestido largo de una de la mujeres de la familia Tenira. Había hecho una comida sencilla, y enseguida la habían convocado para esa reunión. No había podido pasar mucho tiempo junto a su madre.
—Malta ha muerto —le había dicho a su madre mientras le daba un abrazo de bienvenida.
Ronica se había estremecido entre los brazos de su hija, y había cerrado los ojos. Cuando los había abierto de nuevo, Keffria había leído, en los ojos de su madre, el dolor profundo por la perdida de su nieta. Brillaban como el acero, frío e inmutable; era demasiado dura como para permitirse una lágrima. Compartieron sus penas durante unos instantes y, extrañamente, eso les permitió cerrar muchos frentes abiertos que tenían entre ellas.
No obstante, mientras que lo que Keffria deseaba era acurrucarse en alguna parte hasta que se le pasara este dolor que no podía comprender, su madre insistía en seguir con su vida. Para ella, eso le daba otro motivo para luchar por el Mitonar y por el futuro de Selden. Ronica la había acompañado hasta su habitación, y la había ayudado a ponerse ropas secas. En ese momento, con prisas, le había hablado del Mitonar. Las palabras habían resonado en el cerebro de Keffria: una interrupción en el autogobierno del Mitonar. Roed Caern y otro puñado de jóvenes mercaderes aterrorizando a las familias que no estaban de acuerdo con sus ideas. Una necesidad de crear un nuevo cuerpo de gobierno para el Mitonar, uno que fuera representativo de la diversidad de pueblos que allí vivían. Lo último que Keffria quería o necesitaba oír en ese momento era una lección de política. Había asentido, humilde y repetidamente, hasta que Ronica había ido a consultar a Jani Khuprus. Solo entonces había encontrado un breve momento de paz y de soledad. Luego, acompañada de Selden, había bajado para encontrarse con los individuos de los distintos pueblos que se habían reunido en la mansión de los Tenira.
La composición de la mesa de Naria Tenira resultaba, lo menos, curiosa. La familia Tenira llenaba toda una fila de sillas. Junto a sus miembros, en otra fila, se habían sentado los representantes de unas seis familias de mercaderes. Keffria reconoció a Devouchet y a Risch. No conocía a los demás, y su cerebro cansado no retuvo sus nombres. Los asientos colindantes los ocupaban dos mujeres y un hombre con rostros tatuados y, detrás de ellos, había cuatro personas que, por su aspecto, parecían inmigrantes de las Tres Naves. Reyn y Jani Khuprus llegaron más tarde, y los tres Vestrit cerraron el círculo. Keffria se encontró sentada a la izquierda de Naria Tenira. La mujer comerciante había insistido para que Selden se sentara en la mesa, y le había advertido al chico que tenía que prestar mucha atención.
—Aquí se está jugando tu futuro, muchacho. Tienes derecho a saber cómo se va a desarrollar.
En un principio, Keffria había pensado que lo que Naria estaba intentando hacer era incluir al chico y devolverle su confianza en sí mismo. Desde que había dejado Casárbol, Selden se había vuelto asustadizo y retraído. Parecía mucho más niño que cuando se había adaptado sin ningún problema a la ciudad colgante. Ahora, se preguntaba si las palabras de Tenira no tendrían algo de profecía. Selden se sentó y concentró toda su atención en escuchar lo que se le decía en la mesa. Rara vez se le había conocido ese estado. Mientras observaba a su hijo, Keffria admitió:
—Estoy demasiado cansada como para seguir adelante con todo esto. Tendremos que aceptar lo que venga.
—Tendrás que hacer algo más que aceptarlo —la corrigió Naria—. Tendrás que relanzar el desafío. La mitad del Mitonar tiene la cabeza tan metida en las ruinas de la ciudad que no se da cuenta del poder que han conseguido Serilla y su inseparable Caern. Tuvimos un buen comienzo al conseguir restaurar el orden. Después, empezaron a pasar cosas. El mercader Dwicker convocó una reunión. Había oído el rumor de que Serilla estaba tratando con los nuevos comerciantes, en busca de un acuerdo, e ignorando por completo al Consejo, que condenó unánimemente la acción. En nombre de Serilla, Caern lo negó todo. Fue entonces cuando nos dimos cuenta de lo estrecha que se había vuelto su relación. —Hizo una pausa, y cogió aire—. Más tarde, nos enteramos de que Dwicker había recibido tal paliza que no había podido volver a hablar hasta su muerte. Otro noble del Consejo vio como le prendían fuego a su establo. En ambos casos, la culpa recayó sobre los nuevos comerciantes o los esclavos, pero en el pueblo circulan otros rumores más tenebrosos.
Una de las esclavas tomó la palabra.
—Ya habréis notado cuánto está afectando todo esto a los mercaderes del Mitonar. Pues las familias de Tatuados han pasado por cosas aún peores —dijo muy seriamente—. Algunos miembros de nuestra comunidad han sido golpeados solo por intentar hacer trueque, o por querer comprar comida. Familias enteras han sido quemadas. Se nos acusa de todo lo que ocurre en el Mitonar, y no se nos da ninguna oportunidad para demostrar nuestra inocencia. Caern y sus compinches son conocidos y temidos por todos. Las familias de nuevos comerciantes menos capaces de defenderse a sí mismas han sido agredidas en sus hogares. Por las noches encienden hogueras, y les tienden emboscadas a los que intentan huir, incluso a los niños. ¡Vaya manera más cochina y cobarde de llevar una guerra! No les tenemos ningún aprecio a los nuevos comerciantes que nos esclavizaron, pero tampoco deseamos formar parte de esta carnicería de niños. —Cruzó su mirada con la de los mercaderes que se encontraban alrededor de la mesa—. Si el Mitonar no es capaz de recuperar de inmediato el control sobre Caern y los suyos, perderéis toda oportunidad de aliaros con los Tatuados. Hemos oído un rumor que dice que el Consejo del Mitonar apoya a Caern. Y otro que dice que, una vez que los mercaderes del Mitonar se hagan con el control de la situación, nos expulsarán de la ciudad junto con los nuevos mercaderes. Se desharán de nosotros a la fuerza, y volveremos a ser esclavizados.
Ronica sacudió la cabeza.
—Nos hemos convertido en un pueblo fantasma, gobernado por los rumores. El último de ellos cuenta que Serilla ha designado a Roed capitán de una nueva Guardia del Mitonar, y que ha convocado una reunión secreta con los líderes restantes del Consejo de Mercaderes. Para esta noche. Si conseguimos llegar a un consenso durante el día de hoy, acudiremos todos allí, para poner punto y final a este sinsentido, y acabar con la era del terror de Caern. ¿Desde cuando se gobierna el Mitonar con reuniones secretas?
Un hombre de las Tres Naves tomó la palabra. Tenía la barba pelirroja.
—Nunca se nos ha informado de las decisiones del consejo del Mitonar.
Keffria se quedó mirándolo, desconcertada.
—Así es como siempre se ha hecho. Los negocios de los merenderes se hacen entre mercaderes —explicó, sencillamente.
Al barbudo se le encendió el rostro.
—Pero reclamáis como negocio el Gobierno de la ciudad. Eso es lo que empuja al pueblo de las Tres Naves a vivir al borde de la marginación. —Sacudió la cabeza—. Si queréis que nos pongamos de vuestro lado, tendréis que situaros vosotros a nuestro lado. No al otro lado de un muro, y sin atarnos con correa, como a los perros.
Keffria seguía observándolo sin comprender nada. Un profundo malestar estaba creciendo en su interior. El Mitonar que había conocido estaba siendo desmantelado, y toda la gente que estaba ahí reunida parecía interesada en acelerar el proceso. ¿Acaso se habían vuelto locas su madre y Jani Khuprus? ¿Salvarían el Mitonar destruyendo su esencia? ¿De verdad estaban considerando compartir su poder con los antiguos esclavos y con los pescadores?
Jani Khuprus habló con mucha calma.
—Sé que mi amiga Ronica Vestrit comparte tus inquietudes. Me ha dicho que los pueblos del Mitonar que tuvieran objetivos similares debían aliarse, sin importar que fueran o no mercaderes. —Marcó una pausa, y aprovechó para sobrevolar con la mirada a todos los que estaban sentados alrededor de la mesa—. Por lo que me han contado algunos de mis amigos, no sé si eso va a ser posible, y lo digo con el mayor respeto posible hacia los aquí presentes. Los lazos entre los mercaderes del Mitonar y los de los Territorios Pluviales son antiguos, y están sellados con sangre. —Hizo una pausa. Levantó los hombros y los dejó caer con un movimiento elocuente—. ¿Cómo podemos ofrecerles tanta lealtad a otros pueblos? ¿Podemos exigirla de vuelta? ¿Tienen vuestras comunidades la voluntad de forjar unos lazos tan fuertes y soportar que no nos aten solo a nosotros, sino también a nuestros hijos, y a los hijos de nuestros hijos?
—Eso depende. —El hombre de la barba se llamaba Kelter el Ralo, recordó de repente Keffria. Les echó una mirada a los esclavos, para saber si aquello era algo de lo que ya habían discutido—. Formularemos demandas a cambio de entregaros nuestra lealtad. Podría exponerlas ahora mismo. Son muy simples, y vosotros, pueblos, podéis aceptarlas o rechazarlas. Si las rechazáis, no tiene sentido que pierda más tiempo aquí.
La reticencia de aquel hombre a perder tiempo adornando las palabras hizo que Keffria se acordara de su padre. Eran iguales en ese aspecto.
Kelter esperó y, cuando vio que nadie se le oponía, empezó a hablar.
—Tierra para todos. Un hombre debería poseer la tierra sobre la que está construida su casa, y no estoy hablando de un pedazo de playa apenas fuera del alcance de la marea. El pueblo de las Tres Naves es un pueblo de pescadores. No pedimos nada más que un espacio en el que tener nuestras propias casas, un poco de tierra para que nuestros pollos la arañen, campo para cultivar algunas verduras, y un lugar para remendar nuestras redes. Pero aquellos que se inclinen por ser granjeros o ganaderos necesitarán más que eso.
Seguía mirando alrededor de la mesa para ver cómo eran aceptadas sus reivindicaciones, cuando una mujer tatuada tomó la palabra.
—Una ciudad sin esclavitud —dijo, con la voz ronca—. Y que el Mitonar se convierta en un lugar en el que los esclavos puedan refugiarse, sin miedo a ser devueltos a sus amos. Una ciudad sin esclavitud, y con tierras para los esclavos que ya viven aquí. —La mujer vaciló, pero luego siguió adelante, llena de determinación—. Y que cada una de nuestras familias tenga un voto en el Consejo del Mitonar.
—Los votos del Consejo siempre se han distribuido en función de la cantidad de tierras poseídas —apuntó Naria Tenira.
—¿Pero, a donde nos ha llevado esto? Aquí, a este desastre. Cuando los nuevos comerciantes reclamaron el derecho al voto basándose en las tierras que les habían comprado a los mercaderes que tenían dificultades financieras, fuimos lo bastante inconscientes como para concedérselo. De no ser por el Consejo de Mercaderes, ya estarían gobernando la ciudad. —La voz suave y profunda de Devouchet evitó, de alguna manera, que sus palabras sonaran ofensivas.
—Ya separamos el Consejo del Mitonar en el pasado —ofreció Keffria.
Esa gente la estaba convenciendo, pero sintió que tenía que conservar algo para Selden. No podía quedarse quieta y dejar que el título de mercader del Mitonar perdiera todo su sentido. ¿No se podía volver a hacer eso? ¿Tener un Consejo donde votaran todos los propietarios, y otro exclusivo para los mercaderes del Mitonar?
Kelter el Ralo se cruzó de brazos. La mujer que estaba a su lado se parecía mucho a él. Keffria decidió que debía de haber algún tipo de relación entre ellos.
—Si hacéis eso, todos sabremos dónde descansa el verdadero poder —dijo tranquilamente—. No queremos que nos llevéis atados con una correa. Queremos igualdad para los pueblos del Mitonar.
—Hemos oído tus demandas, pero no hemos oído tu oferta —dijo otro mercader.
Keffria admiró el modo en que había obviado el comentario de Kelter, pero, al mismo tiempo, se preguntaba lo que estaban haciendo. ¿Qué sentido tenía formular cualquiera de estas preguntas? Alrededor de esa mesa, nadie tenía el poder necesario para tomar una decisión que tuviera verdaderos efectos sobre el futuro del Mitonar.
Kelter el Ralo volvió a tomar la palabra.
—Ofrecemos manos honestas y espaldas fuertes, y pedimos lo mismo. Concedednos la igualdad de derechos y nos uniremos a vosotros en la tarea de reconstruir el Mitonar. Ofrecemos nuestros recursos para ayudaros a defenderla, no solo de los piratas y los chalazos, sino también de Jamaillia si llegara a ser necesario. ¿O acaso pensáis que el Trono de la Perla os dejará desligaros de su autoridad sin decir una palabra?
De repente, Keffria entendió lo que se estaba barajando alrededor de esa mesa.
—¿Estamos hablando de separar el Mitonar de Jamaillia? ¿De construir un estado independiente, entre Jamaillia y Chalaza?
—¿Por qué no? —preguntó Devouchet—. Este asunto ya ha sido abordado en el pasado, mercader Vestrit. Tu propio padre, en privado, se pronunció a menudo a favor de ello. No tendremos otra oportunidad mejor que esta. Para bien o para mal, el sátrapa ha muerto. El trono de la Perla está vacío. Las palomas mensajeras que nos han llegado de Jamaillia hablan de malestar civil, de los disturbios entre el ejército de Jamaillia y los trabajadores que han dejado de cobrar sus salarios, de un levantamiento de esclavos, e incluso de una condena estatal contra el templo de Sa, en Jamaillia. La satrapía está acabada. Cuando los nobles se enteren de la muerte del sátrapa, estarán tan ocupados en conseguir la mayor cantidad de poder posible que no nos prestarán ninguna atención. Nunca nos han tratado como a iguales. ¿Por qué no librarnos de ellos ahora, y hacer del Mitonar un lugar seguro en el que todos sus hombres puedan empezar de cero, en igualdad de derechos?
—Y sus mujeres también.
Keffria pensó que tenía que ser la hija de Kelter. Si hasta tenían el mismo timbre de voz.
Devouchet la miró sorprendido.
—Esas no son formas de hablar en público, Ekke —le dijo con mucho tacto.
—Dime cómo hablas y te diré cómo piensas. —Levantó la barbilla—. No estoy aquí solo por ser la hija de Kelter el Ralo. Tengo mi propio barco y mis propias redes. Si este acuerdo llega a alguna parte, me gustaría conseguir mis propias tierras. Las gentes de las Tres Naves saben bien que importa más lo que una persona tiene en la cabeza que lo que tiene entre las piernas. Las mujeres de las Tres Naves no cederán la igualdad de derechos que comparten con sus hombres solo para poder decir que ahora forman parte del Mitonar. También eso debe ser entendido.
—Es de sentido común —declaró tranquilamente Grag Tenira. Le sonrió cálidamente a la mujer de las Tres Naves mientras añadía—: Échale un vistazo a esta mesa, y mira quién habla aquí. El Mitonar siempre ha contado con mujeres de carácter. Hoy tenemos entre nosotros a algunas de las más fuertes. Eso no cambiará.
Ekke Kelter se recostó en su silla y le devolvió la sonrisa a Grag.
—Solo quería oír esas palabras aquí —confirmó.
Hizo un gesto con la cabeza, a la atención de Grag y, durante unos segundos, Keffria se preguntó si no habrían llegado a un acuerdo previo sobre este asunto. ¿Se había pronunciado Ekke sabiendo que Grag Tenira la apoyaría? ¿La consideraba Grag Tenira a ella, Keffria, como a una de esas mujeres con carácter? Su comentario la había llenado de orgullo, pero enseguida comenzaron a asaltarle las dudas. Cogió aire, y tomó la palabra.
—¿Qué estamos haciendo aquí? Hablamos de pactos y de alianzas, pero ninguno de nosotros tiene el poder suficiente como para extenderlos a todo el Mitonar.
Su propia madre la contradijo.
—En estos momentos, tenemos tanto poder como cualquier otra persona del Mitonar. Que es más de lo que tiene el Consejo, dado que nosotros no nos movemos por el miedo. No se atreven a reunirse sin pedir la opinión de Serilla. Y ella no se atreve a darla sin consultar antes a Caern. —Le dedicó una amplia sonrisa a su hija—. Somos muchos más de los que estamos aquí, Keffria. No podíamos reunir a más gente sin levantar sospechas. Tenemos a un aliado entre los nobles del Consejo; él fue quien nos dijo lo de la reunión secreta. Después de esta noche, no deberemos tener miedo a reunirnos abiertamente. Nuestra fuerza nos viene de nuestra diversidad. Aquellos de nosotros que fueron esclavizados poseen amplios conocimientos sobre los nuevos comerciantes y sus guaridas. Los nuevos comerciantes creen que aquellos a los que tatuaron los ayudarán a proteger sus posesiones. Una vez que se les conceda oficialmente la libertad a los Tatuados, ¿creéis que lucharán junto a sus antiguos amos? Lo dudo. Cuando los nuevos comerciantes pierdan a sus esclavos, parecerán mucho menos numerosos. También dudo de que vayan a defender sus hogares y sus familias como lo hacemos nosotros, porque sus hogares y sus familias legítimas están en Jamaillia. No se han traído a sus herederos a las peligrosas orillas malditas, sino a sus amantes y a sus bastardos. Jamaillia está a punto de estallar en una guerra civil, así que los nuevos comerciantes no obtendrán ayuda por ese lado. Muchos se apresurarán a ir allí para defender las posesiones que tienen allí desde tiempos inmemoriales. No hay que olvidarse de los piratas. Jamaillia podría acabar enviando a su ejército para doblegarnos una vez más, pero primero tiene que abrirse camino por las islas Piratas. Y sé bien, muy a mi pesar, que eso no es tarea fácil.
—¿Estás diciendo que los nuevos comerciantes no son una amenaza para el Mitonar? —preguntó Jani Khuprus, que no se lo creía.
Ronica sonrió amargamente.
—Mucho menor de lo que a algunos les gustaría hacernos creer. El mayor peligro viene de aquellos habitantes del Mitonar que están buscando la manera de corromper a los mercaderes y de transformar su modo de vida. Esta noche, los derrotaremos. Después de eso, habrá que afrontar la amenaza chalaza, como ya es costumbre. Mientras Jamaillia está librando batallas internas y nosotros nos damos caza los unos a los otros por las calles, Chalaza puede meterse en medio y avasallarnos. —Volvió a barrer a los presentes con la mirada—. Pero, si nos unimos, podemos hacerle frente. Tenemos navios mercantes, naos redivivas, y los barcos pesqueros de las familias de las Tres Naves. Conocemos nuestras aguas mejor que nadie.
—Seguís hablando de que una simple ciudad se enfrente a toda Chalaza. Y posiblemente a Jamaillia. —Otro de los mercaderes del Mitonar tomó la palabra—. Podríamos resistir durante un tiempo, pero no aguantaríamos un asedio continuado. Nos moriríamos de hambre. Nunca hemos sido completamente autosuficientes. Y necesitamos mercados para nuestras mercancías. —Sacudió la cabeza—. Tenemos que mantener nuestros lazos con Jamaillia, incluso si eso nos compromete a negociar con los nuevos comerciantes.
—Tendremos que llegar a algún tipo de acuerdo con los nuevos comerciantes —asintió Ronica—. No se marcharán todos. Las negociaciones tendrán que incluir acuerdos comerciales con Jamaillia para conseguir un comercio justo y abierto. Y tendrán que hacerse como nosotros establezcamos, no como lo hagan ellos. No habrá más barreras arancelarias. No habrá más aranceles. —Echó una mirada alrededor de la mesa, en busca de apoyo.
—No tenemos que llegar a ningún compromiso con los nuevos comerciantes. Tenemos que aliarnos con ellos.
Todos miraron a Keffria asustados. Apenas podía creer que fuera ella la que había dicho eso, por mucho que supiera que sus palabras tenían sentido.
—Deberíamos invitarlos a unirse a nosotros cuando interrumpamos la reunión secreta de esta noche entre Serilla y los nobles del Consejo. —Cogió aire y cruzó la línea—. Habría que atreverse a pedirles que rompieran sus lazos con Jamaillia para unirse a nosotros y adoptar nuestras costumbres. Si el Mítonar debe lograr una unidad, tiene que ser esta noche. Ahora. Deberíamos escribirle a ese amigo de Davad... ¿cómo se llamaba? Mingsley. Parecía tener influencias sobre sus colegas. —Le imprimió mayor firmeza a su voz—. Solo podremos enfrentarnos a Chalaza y a Jamaillia si unimos a los pueblos del Mitonar. No tenemos más aliados.
El silencio se abatió sobre los presentes.
—A lo mejor la dragona podría ayudarnos. —La vocecilla de Selden vibraba. Todas las miradas se centraron en su hijo, que estaba sentado muy recto sobre su silla. Tenía los ojos muy abiertos, pero no estaba mirando a nadie en especial—. La dragona podría protegernos de Jamaillia y de Chalaza.
Se hizo un silencio embarazoso. Al final, Reyn tomó la palabra. Le vibraba la voz por la emoción.
—A la dragona no le importamos nada, Selden. Lo demostró cuando dejó morir a Malta. Olvídala. O mejor, recuérdala con desprecio.
—¿De que va todo esto de la dragona? —preguntó Kelter el Ralo.
Naria apuntó, con mucho tacto:
—Últimamente, el joven Selden ha tenido muchas emociones fuertes.
La mandíbula del muchacho dejó de temblar.
—No dudéis de mí. Y no dudéis de ella. Me ha llevado entre sus garras, y he podido ver nuestro mundo desde las alturas. ¿Tenéis idea de lo diminutos que somos, y de lo miserables que son nuestras mayores construcciones? Sentí los latidos de su corazón. En cuanto me rozó, supe que había algo más allá de la bondad y de la maldad. Ella... trasciende. —Tenía la mirada perdida en el vacío—. En mis sueños, volamos juntos.
Sus palabras fueron seguidas de un silencio. Los adultos intercambiaron miradas entre ellos: burlonas, apenadas, o molestas, debido a la interrupción del muchacho. Keffria sintió una punzada de dolor al ver el trato que estaba recibiendo su hijo. ¿No se daban cuenta de que ya había pasado por suficientes experiencias traumáticas?
—La dragona era real —declaró Keffria—. Todos la vimos. Y estoy de acuerdo con Selden. La dragona podría cambiarlo todo.
Sus palabras sorprendieron a todos, pero la mirada que le dedicó Selden la compensó con creces. No podía recordar la última vez que su hijo la había mirado con unos ojos tan luminosos.
—No me cabe duda de que los dragones existen —se apresuró a lanzar El Ralo—. Yo también he visto algunos, hace unos años, cuando viajaba hacia el norte. Volaban sobre mí, y brillaban bajo el sol, como un puñado de diamantes. Su líder los envió a luchar contra los outi.
—Te refieres a ese viejo cuento —murmuró alguien, y El Ralo lo fulminó con la mirada.
—Esta dragona es la última de su especie. Salió de su cascarón durante el terremoto que sacudió las ruinas de la ciudad de los Ancianos, justo antes de que se la tragaran las aguas pantanosas —expuso Reyn—. Pero no es nuestra aliada. Es una criatura egoísta y traicionera.
Keffria paseó su mirada por e! círculo de rostros. Los veía cada vez más escépticos. Ekke Kelter sugirió:
—A lo mejor deberíamos volver al asunto de los nuevos comerciantes.
Su padre golpeó la mesa con el puño.
—No. Ahora me doy cuenta de que necesito saber todo lo que pasó en los Territorios Pluviales. Llevamos demasiado tiempo sin saber lo que ha pasado ahí arriba. Dejemos que esta sea la primera señal del acercamiento de los mercaderes del Mitonar a sus nuevos aliados. Quiero oír todo ese cuento de la dragona, y saber cómo murieron Malta y el sátrapa.
Un silencio pesado se abatió sobre sus palabras. Solo pudieron ver que Reyn y su madre se estaban consultando porque les vieron girar sus cabezas veladas el uno hacia el otro. Todos los demás mercaderes guardaron el silencio de sus muertos. Keffria sabía que aquello era un error. Pero, aun sabiéndolo, no podía cambiar nada. Los Territorios Pluviales debían elegir entre desvelarse o permanecer escondidos. Reyn se apoyó sobre el respaldo de su asiento, y se cruzó de brazos.
—Pues muy bien —declaró muy seriamente Kelter el Ralo. Puso sus grandes y enrojecidas manos sobre la mesa, y empujó su silla hacia atrás para poder levantarse.
Selden le echó una ojeada a Keffria, le estrechó momentáneamente la mano, y se levantó de repente de su silla. Eso no lo hizo mucho más grande, pero su mirada determinada exigía que le prestaran atención.
—Todo empezó —dijo el joven Selden con su vocecilla de pito— cuando le dije a Malta que me sabía un camino secreto para entrar a la ciudad de los Ancianos. —Todos los ojos se posaron sobre el muchacho. Se encontró con la mirada atónita de Kelter el Ralo—. Es mi historia tanto como la de los demás. Los mercaderes del Mitonar y los de los Territorios Pluviales son parientes. Y, además, yo estuve allí. —Desafió a Reyn con la mirada—. Es mi dragona tanto como la tuya. Puede que tú le hayas dado la espalda, pero yo no lo he hecho. Nos salvó la vida. —Cogió aire—. Ha llegado la hora de compartir nuestros secretos, solo así sobreviviremos todos. —El chico barrió toda la mesa con la mirada
Con un gesto repentino, Reyn se retiró el velo, y también la capucha, dejando asomar así sus cabellos oscuros y rizados. Miró a cada uno de los presentes con sus brillantes ojos de cobre. Parecía estar invitándolos a que observaran las escamas que ahora le perfilaban los labios y las cejas. Cuando sus ojos se detuvieron en Selden, pudo leer el respeto en su mirada.
—Todo empezó mucho antes de lo que alcanza a recordar mi joven memoria —dijo tranquilamente—. Debía tener alrededor de la mitad de los años de Selden cuando mi padre me llevó por primera vez a la cámara enterrada de la dragona.