—Paragon, Paragon. ¿Qué voy a hacer contigo?
La voz profunda de Brashen sonó muy suave. El ruido que hacían las gotas de lluvia al caer sobre la cubierta cubría la voz del capitán, que no desprendía rabia, solo un hondo pesar. El Paragon no contestó. Desde que Brashen había prohibido que se le hablara, también él se había negado a articular palabra. Incluso había guardado silencio la noche en que Lavoy había intentado animarlo para que saliera de su mutismo. Le había costado resistirse a los hábiles intentos del primer oficial, pero lo había hecho. Si Lavoy hubiera pensado que Brashen había sido injusto con él, habría hecho algo para levantarle el castigo. El que no lo hiciera demostraba que estaba del lado de Brashen.
Brashen agarró la barandilla con las dos manos, y se apoyó sobre ella. Cuando el Paragon sintió el contacto, le faltó nada para estremecerse. Brashen no formaba parte de su familia, con lo que no siempre podía adivinar sus emociones. Pero en momentos como ese, cuando la carne y el tronconjuro entraban en contacto, el Paragon podía penetrar en el interior de Brashen.
—No me imaginaba que las cosas iban a salir así —le dijo Brashen—. Ser capitán de una nao rediviva. ¿Quieres saber con qué soñaba? Con que, de algún modo, me hicieras más fuerte y más digno de respeto. Y no un marinero cualquiera que ha sido la desgracia de su familia y ha perdido para siempre su lugar en el Mitonar. El capitán Trell de la nave Paragon. Suena bien, ¿verdad? Pensé que nos redimiríamos el uno al otro, nao. Imaginé nuestra llegada triunfante al Mitonar, yo al mando de una tripulación competente, y tú surcando los mares como una gaviota de alas plateadas. La gente nos miraría y diría: «ahora sí que se comporta como una nao, y su capitán sabe cómo llevarla». Y las familias que nos dieron de lado se preguntarían cómo pudieron ser tan inconscientes.
Brashen esbozó una leve sonrisa de satisfacción al compartir sus sueños con el Paragon.
—Pero no me imagino a mi padre aceptándome de nuevo en la familia. Ni siquiera soy capaz de imaginar que me dedique cuatro palabras amables. Me temo que voy a acabar mis días solo, nao, y que alguien encontrará mis restos en alguna orilla extraña. Cuando consideré la oportunidad que se nos ofrecía, pensé que la vida de un capitán debía de ser solitaria. Estaba claro que no iba a encontrar a ninguna mujer que se juntara conmigo más de una temporada. Pero pensé que, con una nao rediviva, al menos nos tendríamos siempre el uno a la otra. De verdad pensé que yo podría hacerte algún bien. Me imaginé que, algún día, me quedaría tendido sobre la cubierta y moriría allí, sabiendo que una parte de mí iría a parar a ti. En ese momento, no me pareció una vida tan mala.
»Pero míranos ahora. He dejado que volvieras a matar. Vamos derechos hacia aguas piratas con una tripulación integrada por auténticos incompetentes. No tengo ninguna estrategia, ni tampoco una plegaria que vaya a hacer que sobrevivamos, y cada vez que surcamos una nueva ola nos acercamos más a Mentecacia. Estoy más solo que nunca.
Aunque tuviera que romper su silencio para ello, el Paragon no pudo resistirse a clavarle otro puñal en la herida.
—Y Althea está furiosa contigo. Vuestra relación ha pasado del fuego al hielo.
Había esperado que esto enfureciera a Brashen. Le era más fácil lidiar con el enfado que con la melancolía. Para lidiar con el enfado, lo único que había que hacer era gritar más fuerte que el contrario. Pero, en lugar de conseguir su objetivo, sintió como se le partía el corazón a Brashen.
—Eso también —admitió Brashen, hundido—. Y no sé por qué, y apenas me habla.
—Sí que te habla —replicó el Paragon con enfado.
Se hizo un silencio de hielo. Nadie podía hacerlo tan bien como él, y menos Althea.
—Oh, sí, me habla —accedió Brashen—. Sí, señor. No, señor. Y sus ojos negros se quedan tan fríos e inexpresivos como la piedra. No logro llegar hasta ella. —De repente, Brashen no pudo evitar soltar un chorro de palabras, palabras que se habría guardado de haber podido, sintió el Paragon—. Y yo la necesito, al menos para cubrirme si no puede ser para otra cosa. Necesito confiar en que hay una persona a bordo que no me apuñalaría por la espalda. Pero no me hace caso, me ignora, y yo me siento menos que nada. Nadie más tiene la capacidad de hacerme sentir tan mal. Y yo solo tengo ganas de... —Se le fue apagando la voz.
—Tú solo agárrala con fuerza y fóllatela. Tendrá que reconocer que estás ahí —acabó el Paragon por él. Seguro que con eso lo animaba.
Brashen guardó silencio. No hubo ningún estallido de disgusto o de ira. Después de un momento, el hombre preguntó con calma:
—¿Dónde aprendiste a comportarte así? Conozco a los Ludoventura. Esos tipos no bromean, son bastante agarrados, y muy serios en cuestión de negocios. Pero son gente decente. Los Ludoventura que he conocido no tienen instinto asesino ni violador. ¿De dónde te viene a ti?
—Puede que los Ludoventura que conocí no fueran tan estrictos consigo mismos. He presenciado violaciones y asesinatos a puñados, Brashen. Aquí, en la misma cubierta en la que estás tú ahora. Y puede también que yo sea algo más que una construcción de los Ludoventura. A lo mejor tenía forma y sustancia mucho antes de que un Ludoventura pusiera su mano en mi timón.
Brashen guardó silencio. Se estaba levantando la tormenta. Un golpe de viento sacudió las velas empapadas del Paragon, con lo que se inclinó ligeramente. El timonel consiguió rectificar la dirección antes de que fuera demasiado tarde. El Paragon sintió que Brashen se agarraba con más fuerza al pasamanos.
—¿Me tienes miedo!1 —-lo preguntó la nao.
—Tengo que tenértelo —le contestó sencillamente Brashen—. Hubo un tiempo en el que fuimos solo amigos. Entonces pensé que te conocía bien. Sabía lo que la gente decía de ti, pero pensé que podía ser una fama injustificada. Cuando mataste a ese hombre, Paragon, cuando vi como le quitabas la vida, algo cambió dentro de mi corazón. Así que, efectivamente, te temo. —Luego añadió en un tono más bajo—: Y eso no nos conviene a ninguno de los dos.
Separó las manos de la barandilla y se dispuso a marcharse. La tormenta de invierno lo había empapado, estaba chorreando. Brashen estaba calado hasta los huesos, y tenía frío como solo pueden tener los mortales. El Paragon intentó pensar en algo para atraerlo de vuelta. De repente, no quiso quedarse solo, navegando a ciegas bajo la tormenta y confiando únicamente en un timonel que lo veía como a «una maldita nave».
—¡Brashen! —llamó, de pronto.
Su capitán se detuvo, dubitativo. Se dio la vuelta, volvió a subir a la cubierta oscilante, y se apoyó de nuevo contra el pasamanos.
—¿Paragon?
—No puedo prometerte que no vaya a volver a matar. Lo sabes —luchó por justificarse—. Tú mismo puedes necesitar que vuelva a matar. Y, en ese caso, estaría atado a mi promesa...
—Lo sé. Intenté pensar en lo que podría pedirte. Que no mataras. Y que obedecieras siempre mis órdenes. Y sabía cómo eras, y sabía que nunca podrías prometer esas cosas. —Imprimió mayor gravedad a su voz y dijo—: No te pido que prometas esas cosas. No quiero que me mientas.
De repente, sintió lástima por Brashen. Odiaba cuando sus sentimientos iban y venían de este modo. Pero no podía controlarlos. En un impulso, le ofreció:
—Prometo que no te mataré, Brashen. ¿Eso ayuda?
Sintió como todo el cuerpo de Brashen se estremecía con sus palabras. De repente, el Paragon se dio cuenta de que Brashen nunca había pensado que la nao podría matarlo. El hecho de que ahora se lo prometiera le hizo darse cuenta de lo que la nao habría sido capaz de hacer. De lo que todavía era capaz de hacer, si decidía romper su promesa. Después de un silencio, Brashen contestó, sin ánimo.
—Claro que ayuda. Gracias, Paragon. —Empezó a darse la vuelta.
—¡Espera! —Lo llamó el Paragon—. ¿Vas a dejar que los demás vuelvan a hablar conmigo?
Casi pudo sentir el suspiro de Brashen.
—Claro. No tiene mucho sentido que te niegue eso.
La amargura embargó al Paragon. Le había hecho esa promesa para reconfortarlo, pero seguía arrastrándose como un alma en pena. Humanos. Nunca se daban por satisfechos fuera lo que fuera lo que sacrificaras por ellos. Si Brashen estaba decepcionado con él, era culpa suya. ¿Por qué no se había dado cuenta de que los primeros a los que había que matar eran a aquellos a los que se tiene más cerca, aquellos a los que mejor se conoce? Era la única manera de eliminar todas las posibles amenazas. ¿Qué sentido tenía matar a un extraño? Los extraños no tienen mucho interés en hacerte daño. Eso siempre se les da mejor a sus propios familiares y amigos.
***
La lluvia traía consigo el beso del invierno. Chocaba con las alas abiertas de Tintaglia, monótona, pero inofensiva. Batía las alas a ritmo constante mientras sobrevolaba el río Pluvia a contracorriente. Si quería comer, pronto tendría que volver a matar, pero la lluvia había hecho que los animales se protegieran bajo la cobertura de los árboles. Era difícil cazar en las orillas pantanosas del río. Era fácil hundirse en ellas, incluso en días de sol. No probaría suerte.
El día frío y gris acompañaba su ánimo. Su búsqueda había resultado peor que inútil. Por dos veces había divisado serpientes. Pero, cuando había descendido hacia ellas y les había dado una alegre bienvenida, se habían sumergido en las profundidades. Por dos veces, había volado en círculos mientras bajaba hacia ellas, dándoles la bienvenida, y luego había rugido para pedirles que volvieran. Todos sus esfuerzos habían sido inútiles. Era como si las serpientes no la reconocieran. Temía, en lo más profundo de su alma, que su raza hubiera sobrevivido, pero que no la aceptara en su seno. Se había visto embargada por una terrible sensación de inutilidad que, combinada con su hambre apremiante, había desembocado en una rabia incandescente. No había cazado gran cosa en las playas; los mamíferos marinos que deberían haber migrado hasta las costas simplemente no estaban. Apenas se sorprendió, dado que las orillas tampoco se parecían en nada a las que recordaba.
Durante su búsqueda, se había dado cuenta de todo lo que había cambiado el mundo desde la última vez que su especie lo había sobrevolado. Todo el borde del continente se había hundido. En el pasado, una cadena de montañas se había alzado por detrás de las inmensas playas de la costa; ahora, cada cima coronaba una de las islas del archipiélago. El interior, que antiguamente había rebosado de posibles presas, tanto salvajes como domesticadas, era ahora una zona pantanosa de la selva. El antiguo mar interior desembocaba ahora en el océano a través de una multitud de riachuelos que serpenteaban a través de los campos. Nada estaba como debería haber estado. No debería sorprenderse de que su propia especie no la reconociera.
Los humanos se habían multiplicado como las moscas sobre un animal muerto. Sus sucios y apestosos asentamientos lo conquistaban todo. Había visto sus pueblos diminutos, en las islas, y sus ciudades portuarias, mientras buscaba serpientes. Había sobrevolado el Mitonar durante una noche estrellada, y le había parecido una mancha oscura salpicada de chispas de luz. Casárbol no era más que una serie de nidos de ardilla conectados por telas de araña. Muy a su pesar, tuvo que reconocer que sentía admiración por la habilidad que tenían los hombres para establecer sus hogares en donde les venía en gana, aunque también consideraba que esas despreciables criaturas eran tan inútiles que no podían arreglárselas con el mundo natural si no encontraban estructuras artificiales. Los Ancianos, al menos, habían construidos ciudades increíbles. Cuando pensó en la elegante arquitectura de esas ciudades, tan majestuosas y acogedoras, de las que ahora no quedaban más que escombros y ruinas, sintió, horrorizada, que los Ancianos se habían extinguido y que los humanos habían heredado la tierra.
Había dejado atrás esas casuchas de humanos. Si tenía que vivir sola, lo haría cerca de Kelsingra. Había mucha comida por allí, y la tierra era lo bastante sólida como para que pudiera aterrizar sobre ella sin hundirse hasta las rodillas. Si necesitaba protegerse de los elementos, podría cobijarse bajo las antiguas estructuras de los Ancianos. Tenía muchos años por delante de ella. Al menos podría pasarlos en un lugar que tuviera recuerdos de una época dorada.
Cuando volaba sobre tierra firme, buscaba comida en las vegas del río. No tenía muchas esperanzas de encontrar algo vivo. El río se había vuelto más pálido y más ácido desde el último terremoto, lo que había provocado la muerte de todos los seres no escamados.
Río arriba, lejos de Casárbol, divisó a una serpiente que avanzaba con dificultad. Pensó primero que era un tronco de árbol que la corriente arrastraba río abajo. Parpadeó para quitarse las gotas de lluvia de las pestañas, y volvió a fijar la vista. Cuando le llegó el olor de la serpiente, bajó de las alturas para encontrarle un sentido a lo que veía.
El río era poco profundo, un caudal de aguas lechosas sobre rocas duras. También eso era distinto en su memoria. Antiguamente, allí había habido un canal profundo que llevaba hasta la ciudad de Kelsingra, y hasta las comunidades de granjeros y comerciantes que se encontraban un poco más abajo. Por allí habían navegado grandes barcos, además de serpientes. Ahora, una serpiente debilucha luchaba con todas sus fuerzas contra la corriente, en aguas que ni siquiera la cubrían por completo.
Dio dos vueltas en círculo antes de encontrar una porción de río donde pudiera aterrizar sin hacerse daño. A continuación, caminó río abajo, apresuradamente, para encontrarse cuanto antes con el lastimoso espectáculo de la débil serpiente. Cuanto más progresaba en su ascenso, más empeoraba su estado. Llevaba un buen rato ahí abajo. El sol le había quemado los costados, y los esfuerzos que había hecho por avanzar sobre el lecho de piedra le habían despellejado el vientre y la cola. Una vez arrancada su protección de escamas, el agua del río había devorado su piel a mordiscos. Estaba tan lastimada que Tintaglia no era capaz ni de adivinar su sexo. Le recordó a un salmón exhausto que, después de desovar, se hubiera echado a morir a proximidad de la orilla.
—Bienvenida a casa —le dijo, sin sarcasmo ni amargura.
La serpiente la miró por el rabillo del ojo y, de repente, redobló sus esfuerzos para abrirse camino río arriba. Intentaba huir de ella. No había manera de malinterpretar su estado de pánico, ni el hedor a muerte que desprendía.
—No corras, bonito, no corras. No he venido para hacerte daño, sino para ayudarte si puedo. Déjame que te empuje hacia aguas más profundas. Tu piel necesita humedecerse. —Le habló con dulzura y amabilidad, y añadió música a sus palabras.
La serpiente dejó de luchar, pero no porque se hubiera calmado sino más bien porque estaba extenuada. Sus ojos seguían mirando a un lado y a otro, buscando una vía de escape que su cuerpo rendido no sería capaz de tomar.
Tintaglia lo volvió a intentar.
—Estoy aquí para ayudarte y guiarte hasta casa. ¿Puedes hablar? ¿Puedes entenderme?
A modo de respuesta, la serpiente sacó la cabeza del agua. Hizo un débil esfuerzo por expulsar veneno de su melena, pero no lo logró.
—Vete de aquí—le silbó—. O te mato —amenazó.
—Lo que dices no tiene sentido. Estoy aquí para ayudarte, ¿recuerdas? Cuando remontáis el curso del río para llegar hasta las playas de incubación, los dragones os dan la bienvenida y os ayudan. Te enseñaré cuáles son las mejores arenas con las que puedes fabricarte tu membrana. Cuando ponga mi saliva sobre ella, se impregnará de los recuerdos de nuestra especie. No me tengas miedo. No es demasiado tarde. El invierno está al caer, pero yo te protegeré durante los meses fríos. Cuando llegue el verano, me ocuparé de quitar las hojas y el barro que te habrán cubierto. El sol rozará tu cascarón, y lo derretirá. Te convertirás en un hermoso dragón. Serás todo un señor de los Tres Reinos, te lo prometo.
La serpiente parpadeó varias veces, y luego abrió los ojos, despacio. Tintaglia podía ver como su desesperación se enfrentaba a su desconfianza.
—Aguas más profundas —suplicó la serpiente.
—Claro —accedió Tintaglia.
Levantó la cabeza y escudriñó los alrededores. No había aguas más profundas, a menos que arrastrara a la pobre criatura río abajo, y allí no encontraría ni comida ni un lugar para construirse su cascarón. La ciudad de Casárbol marcaba la frontera de las primeras tierras de incubación. Pero la crecida de las aguas se las había tragado. Había otras, no muy lejos río arriba. Pero el caudal del río se había desbordado, y había cubierto las orillas que, en otros tiempos, habían sido ricas en barros y arenas plateadas. ¿Cómo iba a ayudar a la serpiente a llegar hasta allí? Y, una vez allí, ¿cómo iba a juntar barro, agua, y serpiente de manera que la serpiente pudiese ingerir el barro liquidificado que necesitaba para secretar su membrana?
La serpiente levantó la cabeza y aulló de desesperación. Tintaglia se sintió obligada a actuar. Había transportado a dos humanos sin esfuerzo, pero la serpiente tenía casi su mismo peso. Cuando intentó llevarla hasta un canal un poco más profundo, próximo a la orilla del río, no pudo evitar hundir sus garras en su carne blanda. La criatura chilló y se debatió salvajemente. Le dio un latigazo con la cola a Tintaglia. La dragona consiguió recuperar el equilibrio dejándose caer sobre sus cuatro patas.
Al hacerlo, sus garras rozaron una superficie lisa, dura, y redondeada, que estaba en el fondo del río. Crujió bajo su peso. De repente, hundió sus garras en ella, y la arrastró hasta la superficie.
Era una calavera. Una calavera de serpiente. Debido a la acción prolongada de las acidas aguas sobre ella, la calavera se desmenuzó en cuanto la cogió entre sus garras. Una intuición fatal la llevó a rebuscar entre las profundidades. Encontró tres grandes vértebras que todavía estaban unidas. Y otra calavera. La agarró por la parte inferior y, cuando la sacó, vio que iba acompañada de algunas costillas y de un hueso de la mandíbula, todo ello en distintos estados de descomposición. Algunos huesos seguían unidos por trocitos de cartílago; otros, los más porosos, estaban casi consumidos. Aquí yacían los huesos de los de su especie. Aquellos que habían conseguido recordar todo el camino hasta ese tramo de la ruta de migración se habían encontrado con este obstáculo final y habían muerto aquí.
Ahora, la desafortunada serpiente estaba tendida sobre el costado, y respiraba con dificultad. Las pocas toxinas que pudo secretar su melena le cayeron sobre los ojos. Tintaglia seguía sus movimientos desde las alturas. La criatura parpadeó con sus enormes ojos. A continuación, consiguió pronunciar dos únicas palabras.
—Por favor.
Tintaglia echó la cabeza hacia atrás y, cuando habló, fue para dejar salir el odio que sentía en ese momento. Dejó que la rabia la inundara, y que una neblina de color escarlata le nublara la mente y la vista. Solo después accedió a su demanda. Sus poderosas mandíbulas se hundieron en el cuello de la serpiente, justo debajo de su melena tóxica. Le partió la espina dorsal de un solo mordisco. La serpiente tuvo un espasmo, y dio un latigazo con la cola, que salpicó los alrededores al chocar contra el agua. Estaba agonizando. Sus ojos giraron, despacio, por última vez. Cada nuevo espasmo hacía que sus mandíbulas se abrieran y se cerraran sucesivamente. Finalmente, se inmovilizó.
La sangre de la serpiente que había quedado en sus mandíbulas le sabía a odio y a debilidad. Las toxinas de la serpiente le picaban en la lengua. En ese momento, se abrió a sus recuerdos. Durante un instante, se sintió en su piel, y tuvo un espasmo de dolor y de cansancio. Había mucha confusión en todo eso de lo que se estaba impregnando. Tintaglia volvió a entrar en sí misma, poco a poco, a medida que la vida inútil de la serpiente dejaba de revolverla por dentro. Una vez tras otra, el cuerpo del macho había respondido a las señales que lo impulsaban a migrar y a transformarse. Era incapaz de contar las innumerables veces en las que había abandonado los fértiles terrenos del sur para migrar hacia el norte.
Mientras terminaba de retorcerle el cuello y de consumir su carne, Tintaglia lo vio todo claro. Los recuerdos de la serpiente se habían añadido a los suyos propios. Si el mundo hubiera girado como era debido, habría podido transmitirles a sus vástagos, además de los suyos propios, los recuerdos de la serpiente. Alguien habría sacado provecho de esa existencia inútil. No habría muerto en vano. Tintaglia fue testigo de todo lo que había visto y hecho. Conoció todas sus frustraciones, y estuvo con él cuando la frustración degeneró en confusión y, finalmente, en salvajismo. Cada vez que había migrado, había buscado paisajes que le fueran familiares y a Una Que Recuerda. Una vez tras otra, se había visto decepcionado. Los sucesivos inviernos lo habían devuelto al sur, donde se alimentaba y volvía a acumular reservas, hasta que el cambio de estación lo llevaba de vuelta al norte. Eso era lo que su perspectiva de dragona le permitía averiguar. El hecho de que la serpiente hubiera llegado tan lejos utilizando únicamente sus recuerdos de serpiente era poco menos que un milagro. Detuvo su mirada sobre los restos de huesos y de asquerosa carne que aún mantenía en la boca. Aunque hubiera sido capaz de ayudarlo a llegar a aguas más profundas, también habría muerto. Había resuelto el misterio de las serpientes marinas que huían de ella. Cogió más huesos entre sus garras y los consideró fríamente. Ahí estaba su pueblo; ahí estaba su raza. Ahí estaban el futuro y el pasado.
Le dio la espalda a los despojos de la serpiente. Dejaría que el rio los devorara, como había hecho con otros tantos. No dudaba de que las devoraría a todas, hasta que no quedara ninguna. Ella, Tintaglía, no tenía suficiente poder como para cambiar eso. No podía hacer que el cauce del río fuera más profundo en ese tramo, ni tampoco alterar su curso para acercarlo a las tierras plateadas de la incubación. Se rió de sí misma, señores de los Tres Reinos. Supuestos gobernadores de la tierra, de los mares, y de los cielos. Pero, en realidad, no controlaban nada de todo aquello.
El río la estaba helando, y el beso ácido de las aguas comenzaba a escocerle. Ni siquiera su gruesa piel escamada era impermeable a ellas cuando fluían con tanta fuerza. Caminó sobre las aguas, desde la orilla hasta el centro del río, encima del cual se veía cielo abierto; desplegó sus alas, y apoyó todo su peso en sus cuartos traseros. Tomó impulso y dio un salto, pero volvió a caer pesadamente sobre el agua. Estaba cansada. Durante un momento, echó de menos las pistas de aterrizaje que los Ancianos habían preparado meticulosamente para sus huéspedes alados. Si los Ancianos hubieran sobrevivido, pensó, los de su raza seguirían prosperando. Habrían encontrado una solución al problema de las aguas poco profundas, por el bien de la especie dragona. Pero los Ancianos se habían extinguido, dejando como herederos a esos patéticos humanos.
Ya estaba preparada para un segundo intento cuando aquel pensamiento la estremeció. Los humanos construían cosas. ¿Serían capaces de depurar el río y de ampliar su cauce hasta que fuera lo bastante profundo como para permitir el paso de una serpiente? ¿Podrían convencer al río para que fluyera una vez más junto a las tierras plateadas de la incubación? Recordó las construcciones humanas que había visto.
Podían. Pero ¿querrían hacerlo?
La embargó la determinación. Se dio un fuerte impulso, batió las alas, y se elevó hacia los cielos. Necesitaba volver a matar, para quitarse el mal sabor de boca que le había dejado la asquerosa carne de la serpiente. Lo haría, pero entre tanto reflexionaría. ¿Coacción o soborno? ¿Pacto o amenaza? Consideraría cada una de las opciones antes de volver a Casárbol. Podía poner a los humanos a sus órdenes. Su especie aún tenía posibilidades de sobrevivir.
***
Sonó un golpe seco en la puerta del despacho. Brashen se levantó de su silla. Se guardó de sacar conclusiones precipitadas. Inspiró profundamente y dijo, sin alzar la voz:
—Adelante.
Lavoy entró, y cerró la puerta tras su paso. Acababa de terminar su turno. El chubasquero lo había protegido un poco de la lluvia, pero, cuando se quitó la capucha, tenía todo el pelo empapado. La tormenta no era muy violenta, pero la insistencia de la lluvia resultaba desmoralizante. Podía calar a un hombre hasta los huesos.
—Querías verme —le dijo Lavoy, a modo de saludo.
Brashen lamentó la ausencia de un «señor».
—Así es —contestó—. Hay ron en el armario. Toma un poco, te quitará el frío. Luego, me gustaría darte algunas instrucciones.
Lo del ron era pura cortesía, debida a cualquier oficial cuando hacía tanto frío como en ese momento. Brashen no se la negaría, aunque se estuviera preparando para echarle un rapapolvo.
—Gracias, señor —contestó Lavoy.
Brashen observó cómo se echaba un trago de ron en un vaso bajo y lo vaciaba sin esfuerzo. Con esto, el primer oficial bajó la guardia. Cuando caminó hacia el escritorio de Brashen hasta detenerse ante él, ya se lo veía menos seguro de sí mismo.
—¿Instrucciones, señor?
Brashen cuidó cada una de sus palabras.
—Quiero dejar clara la manera en que mis órdenes han de seguirse, sobre todo en la parte que te concierne.
Lavoy se despejó de repente.
—¿Señor? —preguntó fríamente.
Brashen se apoyó contra el respaldo de su silla. Cuando habló, lo hizo sin alterar en nada su voz.
—Durante el ataque, la actuación de la tripulación fue penosa. Estaba desunida y desorganizada. Nuestros marineros tienen que aprender a luchar como si fueran uno solo. Te ordené que integraras a los antiguos esclavos a la tripulación, cosa que no ha sido llevada a cabo correctamente. Por eso, ahora te ordeno que los coloques a las órdenes de la segunda oficial, y que dejes que ella los integre. Hazles saber que el cambio no tiene nada que ver con una mala actuación por su parte. No quiero que se lo tomen como un castigo.
Lavoy cogió aire.
—Es probable que se lo tomen así. Están acostumbrados a trabajar para mí. No entenderán el cambio.
—Haz que lo entiendan —ordenó Brashen sucintamente—. Mi segunda orden tiene que ver con hablarle al mascarón de proa.
Durante un breve segundo, los ojos de Lavoy se agrandaron, levemente, pero lo suficiente como para que Brashen se asegurara de su corazonada. Lavoy ya había desobedecido esa orden. Recibió otra punzada en el corazón. Era peor de lo que temía. Mantuvo un tono de voz seguro mientras proseguía:
—Voy a levantar la prohibición de hablar con el Paragon. Pero me gustaría que entendieras que tú debes seguir lejos de él. Por razones de disciplina, y para la moral de la nao, preferiría que esta restricción quedara como un asunto privado entre tú y yo. No toleraré ningún intento de burlar esta orden. No debes hablar con el mascarón.
El primer oficial apretó los puños. El tono de respeto que había intentado mantener se desvaneció casi por completo cuando rugió:
—¿Y puedo preguntar por qué, señor?
Brashen no alteró el tono de su voz.
—No. No necesitas hacerlo.
Lavoy se esforzó por parecer inocente. Y se colocó una máscara de mártir sobre el rostro.
—No sé de que va todo esto, señor, como tampoco sé quien ha estado echando pestes de mí. No he hecho nada malo.¿Cómo se supone que voy a hacer mi trabajo si se interpone entre la tripulación y yo? ¿Qué se supone que tengo que hacer si la nao me dirige la palabra? ¿Ignorarla? ¿Cómo podría...?
Brashen deseaba enfurecer al oficial, pero mantuvo la calma y trató de conservar la entereza de un capitán.
—Si este trabajo te sobrepasa, dilo. Puedes dejarlo. Tenemos a otras personas muy capaces a bordo.
—Te refieres a esa mujer. Vas a darme de lado y a elevar a esa mujer al rango de primer oficial. —Se le encendieron los ojos de ira—. Pues bien, te diré una cosa. No aguantaría ni su primer turno. Los hombres no la aceptarían. Ella y tú podéis pretender que tiene lo que hay que tener para hacer este trabajo, pero no es así. Es...
—Basta. Ya te he dado tus órdenes. Márchate. —Eso era todo lo que Brashen podía hacer para no tener que levantarse de su silla. No quería que esa conversación acabara a golpes. Lavoy no era el tipo de hombre que aprendía de una paliza, con eso solo se ganaría su rencor—. Lavoy, te admití a bordo cuando nadie más lo habría hecho. Te ofrecí algo muy sencillo: una oportunidad para demostrar lo que valías. Todavía la tienes. Conviértete en el primer oficial que eres capaz de ser. Pero no intentes ser algo más que eso a bordo de esta nave. Recibe mis órdenes y vela por su buen cumplimiento. Esa es tu única tarea. Si no lo haces bien, tendré que echarte de esta nave en cuanto tenga ocasión. No te mantendré a bordo en el rango de simple marinero. No dejarías que eso funcionara bien. Puedes pensar en esto que te he dicho. Ahora, sal de aquí.
El hombre lo consideró con rabia, en medio de un silencio tenso. A continuación, se dio la vuelta y caminó hacia la puerta. Brashen habló por última vez.
—Aún espero que todo esto quede como un asunto privado. Te sugiero que compartas este deseo.
—Señor —dijo Lavoy.
No fue un asentimiento, sino apenas un gesto para hacerle saber que lo había oído. La puerta se cerró tras su paso.
Brashen se apoyó en el respaldo de su silla. Le dolía la columna, estaba tenso. No había resuelto nada. A lo mejor había vuelto a fastidiarla. Hizo una mueca. Si tenía suerte, a lo mejor conseguía mantener atados todos los hilos hasta la llegada a Mentecacia.
Se quedó un rato sentado. Se acercaba el momento de afrontar su última tarea de la noche, la que más temía. Había hablado con el Paragon y se había enfrentado a Lavoy. Todavía tenía que arreglar las cosas con Althea, pero las burlas del Paragon no dejaban de rondarle la cabeza. Su relación había pasado del fuego al hielo. Sabía exactamente lo que el Paragon había querido decir, y no le quitaba razón. Intentó reunir el valor que necesitaba para mandarla llamar, hasta que decidió, de repente, que esperaría hasta el final de su turno. Eso estaría mejor.
Fue hasta su camastro, se quitó las botas y la camisa, y se echó sobre él. No se durmió. Intentó pensar en lo que haría cuando llegara a Mentecacia. El espectro de Althea, bullente de rabia, lo acechaba, y aquello era peor que cualquier amenaza pirata. Tenía miedo ante la idea del encuentro, no tanto por las palabras hirientes que pudiera pronunciar, sino por lo mucho que deseaba darse cualquier excusa para poder quedarse a solas con ella.
***
La lluvia era molesta, fría y penetrante, pero el viento era estable. Esa noche, Althea había puesto a Cypros de timonel. La tarea no demandaba más esfuerzo que el de quedarse ahí de pie y mantener la dirección. Jek estaba en el puesto de vigía de la cubierta superior. La lluvia era tan fuerte que podía tirar abajo los árboles de las islas que bordeaban con la nave. Jek tenía buen ojo para ver esas cosas, por lo que podría avisar al timonel con antelación. El Paragon prefería que el puesto de vigía lo ocupara Jek antes que ningún otro. Si bien Brashen les había prohibido a todos que hablaran con el mascarón de proa, Jek era la que hacía ese silencio más llevadero.
Mientras hacía su ronda por la cubierta, Althea repasaba las tensiones en las que se veía envuelta. Brashen, se dijo testarudamente, no formaba parte de ellas. Había cometido el mayor de los errores al dejar que un hombre la distrajera de sus auténticas metas. Ahora que sabía lo que él pensaba realmente de ella, podía apartarlo de su pensamiento y centrar sus esfuerzos en recuperar su vida. Una vez que dejara de pensar en el hombre, todo se volvería sencillo.
Desde el día de la batalla, la autoestima de Althea había aumentado. Mientras ella se tuviera en buena consideración, no importaba que Brashen la viera como una mujer débil e incompetente. Ahora se había centrado en la nave, y en velar porque todo funcionara correctamente. Había elevado el nivel de disciplina durante su turno de guardia, no a la manera de Lavoy, con golpes e insultos, sino sencillamente insistiendo en que cada tarea debía ser realizada exactamente como ella ordenaba. También había logrado emplear las mejores habilidades de cada tripulante. Semoy no era rápido, pero sabía mucho sobre naves y la manera de gobernarlas. Durante la primera parte del viaje, había sufrido mucho por tener que separarse de la botella. Lavoy le había colocado al viejo a Althea, alegando que era un inútil con las manos. Sin embargo, ahora, Semoy había demostrado ser habilidoso con las cuerdas y los aparejos. Lop era algo simple y no respondía nada bien ante el estrés o la toma de decisiones, pero era incansable en las tareas tediosas y rutinarias que siempre había que efectuar a bordo de una nave. Jek era todo lo contrario, rápida, abierta a los desafíos, pero se aburría fácilmente ante un trabajo repetitivo, y entonces lo descuidaba. Althea se felicitaba de lo bien distribuidas que estaban ahora las tareas. En los dos últimos días, no le había hecho falta encararse con nadie.
Así que Brashen no tenía ninguna excusa para presentarse en la cubierta durante su turno cuando tendría que haber estado durmiendo. Podría haberlo aceptado si la tormenta hubiera estado poniendo al límite a la tripulación, pero el tiempo solo resultaba desagradable, no peligroso. Por dos veces se lo encontró en la cubierta mientras patrullaba. La primera vez, había cruzado su mirada con la suya y había aventurado un saludo amable. Le había devuelto la cortesía con frialdad y había seguido su camino. Althea se había dado cuenta de que se dirigía hacia la cubierta. A lo mejor, había pensando con amargura, iba a «echarle el ojo» a Jek.
Cuando se encontraron por segunda vez, la situación resultó embarazosa para Brashen. Se detuvo a su altura, e hizo algún comentario inconsecuente sobre la tormenta. Estuvo de acuerdo con él en lo desagradable del tiempo, y reanudó su marcha.
—Althea.
Se detuvo, y se dio la vuelta para mirarlo.
—¿Señor? —preguntó, guardando las formas.
Se quedó mirándola. Althea vio como parpadeaba para quitarse las gotas de lluvia de los ojos. Estaba haciendo bien su trabajo. No tenía ningún motivo de peso para pasearse por la cubierta bajo ese temporal. Se dio cuenta de que estaba buscándose una excusa. Cogió aire.
—Solo quería que supieras que, cuando acabe tu turno, levantaré la prohibición de hablar con el mascarón de proa. —Suspiró—. No estoy muy seguro de que el aislamiento diera resultado. En algunos momentos me he temido que solo haya servido para volverlo más testarudo. Así que voy a levantar la orden.
Althea asintió con la cabeza.
—Así será, entonces. Entendido, señor.
Se quedó quieto durante otro momento, como si estuviera esperando a que ella dijera algo más. Pero la segunda de a bordo no tenía nada más que decirle al capitán sobre este tema. Estaba a punto de cambiar una orden; y ella se encargaría de que su tripulación la obedeciera. Siguió prestándole atención hasta que hizo un leve gesto con la cabeza y comenzó a alejarse de ella. Después de aquello, volvió al trabajo.
Así que se les permitiría volver a hablar con el Paragon. No estaba muy segura de si eso le causaba algún tipo de alivio. A lo mejor le levantaba el ánimo a Ámbar. La carpintera había estado rumiando contra Lavoy desde que el Paragon había vuelto a matar. Cuando habían hablado de ello, siempre había culpado de todo al primer oficial, alegando que había sido él quien había incitado a la nao a que actuara de ese modo. A nivel personal, Althea estaba de acuerdo, pero una segunda oficial no podía aceptar un juicio como ese. Por eso se había callado, lo que había exasperado a Ámbar.
Se preguntaba qué le diría Ámbar al Paragon cuando volviera a hablar con él. ¿Le haría reproches, o le pediría una explicación? Althea, ella, sabía bien lo que haría. Llevaría esta situación de tensión igual que había llevado todos los males anteriores del Paragon. La ignoraría. No le hablaría de ello a la nao, como tampoco le había hablado nunca verdaderamente de las dos ocasiones en que había capturado y matado a toda su tripulación. Algunos hechos eran demasiado monstruosos como para ponerles palabras. El Paragon sabía cómo había hecho sentir a Althea con sus actos. Era una nao vieja, construida con grandes cantidades de tronconjuro. Althea no podía tocarla sin dejar de comunicarle su horror y su consternación. Sentía, con tristeza, que todo lo que el Paragon le devolvía era rabia y testarudez. El Paragon pensaba que había actuado con una buena justificación. Estaba enfadado porque veía que nadie compartía ese sentimiento. Althea añadió eso a su lista interminable de misterios sobre el Paragon.
Se dio otra vuelta rápida por la cubierta, pero no encontró nada que no estuviera en orden. Encontrar alguna operación sencilla que realizar habría sido un alivio para ella. En lugar de eso, empezó a pensar en la Vivacia. A medida que avanzaban los días, disminuían sus esperanzas de recuperar a la nao. El dolor que había sentido al separarse de su nao rediviva seguía siendo igual de intenso y de profundo, a pesar de todo el tiempo que había pasado. Era como una herida que no conseguía sanar. Algunas veces, como ahora, se provocaba los dolores, como si estuviera jugando con un diente medio caído. Hacía hincapié en ello, lo reavivaba, para probarse a sí misma que aún seguía allí. Si pudiera recuperar a su nao, se decía, todo iría bien. Si volvía a caminar sobre la cubierta de la Vivacia, el resto de sus preocupaciones dejarían de tener importancia. Podría olvidar a Brashen. Esa noche, sus esperanzas de recuperar a la Vivacia le parecieron completamente irreales. Por lo que había dicho el pirata antes de que el Paragon lo matara, Kennit no estaría abierto a una oferta de dinero, y menos aún si no era cuantiosa. Con lo que solo quedaban dos opciones: el recurso a la fuerza o el recurso al engaño. La caótica operación con la que la tripulación del Paragon se había defendido del ataque pirata no le dejaba esperar grandes logros por ese lado.
Quedaba la opción del engaño. Aun así, la idea de fingir que eran esclavos huidos del Mitonar con la esperanza de convertirse en piratas le pareció más digna de un guión de teatro que de una estrategia seria. Al final, podía resultar completamente ridicula o inútil. Si se dejaba en manos de Lavoy, era un plan que podía dar resultado. Naturalmente, él y su tripulación de Tatuados no deseaban otra cosa. ¿Acaso era eso lo que esperaba, tomar el control del Paragon y utilizarlo como barco pirata? Si eran llevados a interpretar papeles de piratas, a los marineros se les metería la idea de la piratería en la cabeza. Era inevitable. El grupo de antiguos esclavos no se opondría seriamente a tal cambio de tareas y de objetivos. En cuanto a la nao, ya no sabía qué pensar. Toda esta aventura le había desvelado facetas del carácter del Paragon de las que nunca habría sospechado la existencia. Lo que necesitaba era tiempo, tiempo para idear un plan mejor, tiempo para comprender la locura de esta pobre nave. Pero el tiempo se consumía tan rápido como la mecha de un cañón. Cada turno que hacía los acercaba más a Mentecacia, a la guarida de Kennit.
Durante la mañana, dejó de llover. Cuando el turno de Althea estaba a punto de concluir, el sol apareció de detrás de las nubes, e iluminó con sus rayos las aguas y las islas que las salpicaban. El viento cambió de dirección, y comenzó a soplar con más fuerza. Mientras los hombres de Lavoy subían a cubierta para efectuar el cambio de turno, Althea juntó a los suyos para que oyeran las nuevas instrucciones de Brashen. Lavoy le lanzó una mirada de odio cuando pasó a su altura, pero esas muestras de hostilidad ya no la sorprendían. Formaban parte de su trabajo diario.
Cuando todas las manos estuvieron reunidas en la cubierta, Brashen tomó la palabra. Althea escuchó, impasible, como levantaba la prohibición de hablar con el mascarón ele proa. Tal y como había esperado, el rostro de Ámbar mostró señales de alivio. Cuando Brashen aludió al cambio de turno de algunos hombres y a la colocación de los antiguos esclavos bajo el mando de Althea, esta se esforzó por mantener la calma. Sin consultárselo siquiera, Brashen había echado por tierra todos sus cuidados esfuerzos por convertir a su equipo de tripulantes en un cuerpo eficiente de trabajadores. Ahora que se adentraban cada día más en territorio pirata, la había nombrado responsable de unos hombres que apenas conocía, hombres que Lavoy podría haber estado incitando a amotinarse. Un buen añadido para su equipo. Bullía internamente de rabia, pero no dio signos visibles de ello.
Cuando Brashen terminó de hablar, despachó a sus marineros para que pudieran comer y dormir, o dedicarse a cualquier otra distracción que pudieran encontrar. El enfado le había quitado el apetito. Fue directa a su camarote, y deseó con todas sus fuerzas que aquel espacio hubiera sido solo suyo y no el cuchitril que compartía con otras dos personas. Por una vez, estaba vacío. Jek debía de estar comiendo, y lo más probable era que Ámbar ya se hubiera subido a ver al Paragon. Por un momento se sintió culpable de no haber subido ella también. Pero enseguida decidió que lo mejor que podía hacer en ese momento era volcarse en su rabia. Brashen no era el único al que había eliminado de su terreno emocional, también lo había hecho con Ámbar y con la nao. Era más fácil así, y mejor. Si no dejaba que los asuntos personales se interpusieran entre ella y sus tareas, podría ser una oficial más eficiente.
Decidió que lo que necesitaba era dormir. Ya se había sacado la camisa, chorreante de agua, de los pantalones, y había empezado a pasársela por encima de la cabeza, cuando oyó que llamaban a su puerta. Gruñó, molesta, a través de la madera.
—¿Qué pasa?
Clave dijo algo, al otro lado de la puerta. Volvió a bajarse la camisa, abrió violentamente la puerta, y preguntó:
—¿Qué?
Clave retrocedió un par de escalones.
—El Cap'tán quiere verte —le dijo del tirón.
Su rostro asustado hizo que Althea cobrara conciencia de su agresividad. Cogió aire, y trató de relajarse.
—Gracias —le dijo, no sin brusquedad, y volvió a cerrar la puerta.
¿Por qué demonios Brashen no había podido resolver el asunto, fuera lo que fuera, cuando estaban todos reunidos en la cubierta? ¿Por qué tenía que interrumpir el único momento de intimidad y descanso que había podido encontrar? Volvió a remeterse la camisa, y salió dando un portazo.
***
—¡Adelante! —dijo Brashen cuando oyó llamar a la puerta.
Levantó la mirada de sus mapas, esperando encontrarse con Lavoy o con algún marinero que viniera a traerle noticias importantes. En lugar de eso, Althea entró dando grandes zancadas hasta llegar a su altura.
—Me mandó llamar, señor.
El corazón de Brashen le dio un vuelco.
—Así es —asintió, y después se quedó sin palabras.
Después de unos segundos, le ofreció que tomara asiento, pero ella cogió la silla con desgana, como si se sintiera obligada a obedecer una orden. Se sentó, y lo miró directamente a los ojos, sin pestañear. Al capitán Ephron nunca le había costado derrotarlo con una mirada.
—-Cuando tu padre me miraba así, sabía que me iba a caer una buena bronca.
Vio como la sorpresa perfilaba los rasgos de Althea, y se dio cuenta de que había hablado en voz alta. Se sintió horrorizado, a la vez que luchaba por no reírse a carcajadas de la expresión de Althea. Se apoyó en el respaldo de su silla y se esforzó por mantener el rostro impasible y la voz estable, mientras añadía:
—¿Por qué no me lo dices ahora y acabamos de una vez con esto?
Lo miró con ferocidad. Brashen pudo ver como bullía internamente de rabia. No podría rechazar esa invitación a desahogarse. Se preparó a recibir la reprimenda, mientras Althea respiraba hondo, como si fuera a pegar un enorme rugido. Luego, para su sorpresa, comenzó a hablar en tono bajo y controlado, aunque no pudo evitar que le vibrara ligeramente la voz.
—Este no es mi sitio, señor —fue lo que le dijo.
«Señor.» Estaba manteniendo las formas, pero Brashen notaba la tensión acumulada en el interior de Althea. Se propuso insistir deliberadamente hasta que hablara, determinado como estaba a aclarar los asuntos entre ellos.
—Acabo de darte permiso para que me cuentes lo que te pasa. Algo te está inquietando. ¿Qué es? —Althea siguió callada, y Brashen se impacientó—. ¡Habla! —le gritó.
—Muy bien, señor. —Un fulgor incandescente brilló en el fondo de sus ojos negros. Articuló cuidadosamente cada una de sus palabras, para asegurarse de que iba a ser bien entendida—. Me resulta difícil llevar a cabo mis tareas cuando resulta obvio que mi capitán no me respeta. Me humillaste delante de la tripulación, y ahora esperas que mantenga el orden entre mis hombres. No está bien, y no es justo.
—¿Qué? —exclamó, ultrajado. ¿Cómo podía decir eso si la había nombrado oficial, había compartido sus planes privados con ella, e incluso la había consultado para saber qué era lo mejor para la nave?— ¿Cuándo he podido humillarte delante de la tripulación?
—Durante la batalla —declaró ella—. Me estaba entregando a fondo para repeler a los asaltantes. No solo te interpusiste y ocupaste mi puesto, sino que también me dijiste: «Atrás. Ponte a salvo». —Estaba subiendo el tono, a medida que iba exteriorizando su cólera—. Como si fuera una niña a la que tenías que proteger. Como si fuera menos válida que Clave, al que mantuviste junto a ti.
—¡No lo hice! —exclamó Brashen en defensa propia. Pero, al ver la furia adueñarse del rostro de Althea, se calló—. ¿Lo hice?
—Lo hiciste —le dijo fríamente—. Pregúntale a Clave. Estoy segura de que se acuerda.
Brashen guardó silencio. No recordaba haber pronunciado esas palabras, pero sí recordaba como se le había encogido el corazón cuando había visto a Althea en el medio de la batalla. ¿Le había dicho algo así? El corazón se le llenó de culpa. En el fragor de la batalla, con todo el miedo en el cuerpo... era probable que lo hubiera dicho. Se imaginó el modo en que había herido su orgullo, y su confianza. ¿Cómo pudo haberle dicho algo así en plena batalla, y haber esperado luego que conservara bien alta su autoestima? Se merecía su enfado. Se humedeció los labios.
—Supongo que sí lo hice. Si dices que lo hice, sé que fue así. Me equivoqué. Lo siento.
Levantó la vista para mirarla. Su disculpa la había dejado sorprendida. Tenía los ojos muy abiertos. Tanto que podría haberse caído dentro. Sacudió levemente la cabeza, y se encogió aún más ligeramente de hombros. Siguió mirándolo, en silencio. Con la sinceridad de su disculpa, había quebrado las barreras que colocaba habitualmente para no acercarse demasiado a ella. Luchó desesperadamente por mantener su autocontrol.
—Tengo mucha fe en ti, Althea. Has estado a mi lado, y juntos nos hemos enfrentado a las adversidades, a las serpientes... Tú y yo fuimos quienes devolvimos al mar a esta condenada nave. Pero, durante la batalla, yo... —se le quebró la voz—. No puedo hacerlo —dijo de repente. Extendió las palmas de las manos delante de él y se quedó mirándolas—. No puedo seguir con esto.
—¿Cómo? —dijo Althea lentamente, como si no lo hubiera oído bien.
Se levantó de golpe y se inclinó sobre la mesa, para acercarse a Althea.
—No puedo seguir pretendiendo que no te amo. No puedo pretender que no me muero de miedo cuando corres peligro.
Althea pegó un bote, como si se sintiera amenazada. Se dio la vuelta, pero, en dos zancadas, Brashen se interpuso entre ella y la puerta. Se quedó quieta, como una cierva en alerta.
—Al menos escucha lo que tengo que decirte —le imploró. Las palabras manarían desbocadas. No se pararía a pensar en lo estúpidas que le parecerían, o en los efectos que podrían tener sobre su relación—. Dices que no puedes hacer bien tu trabajo si sientes que yo no te respeto. ¿Acaso no te das cuenta que a mí me pasa lo mismo? Demonios, un hombre necesita verse reflejado en alguna parte para sentir que es real. Yo me veo reflejado en tu rostro, en el modo en que tus ojos me miran cuando hago las cosas bien, en la amplia sonrisa que me dedicas cuando he hecho algo estúpido, pero estoy intentando arreglarlo. Si me quitas eso, yo...
Althea seguía mirándolo fijamente, conmocionada. Tenía el corazón encogido. Las palabras de Brashen parecían súplicas.
—Althea, estoy tan jodidamente solo. No sabes lo duro que es pensar que, salgamos o no victoriosos de esta aventura, estoy condenado a perderte. Ya es suficiente tormento saber que estás en el mismo barco que yo, día tras día, y que no puedo ni compartir una comida contigo, ni mucho menos cogerte la mano. Si también dejas de mirarme y de hablar conmigo... No puedo seguir con esta guerra fría entre nosotros. No puedo.
Althea se sonrojó. Sus cabellos empapados apenas comenzaban a secarse, formando mechones ondulados que le caían sobre la frente. Durante unos segundos, tuvo que cerrar los ojos para controlar el dulce dolor que le provocaba el deseo. Las palabras de ella rompieron el silencio.
—Uno de los dos tiene que ser sensato. —Althea estaba de pie, frente a él, a menos de un brazo de distancia. Se agarró los hombros con los brazos, con fuerza, como si tuviera miedo de los impulsos de su propio cuerpo—. Déjame pasar, Brashen —murmuró, con un hilillo de voz.
No pudo hacerlo.
—Tú solo... deja que te abrace. Solo un momento, y luego te dejaré marchar —imploró, sabiendo que mentía.
***
Mentía, y ambos lo sabían. A ninguno de los dos le bastaría con un momento. La respiración de Althea comenzaba a entrecortarse y, cuando la mano de Brashen le rozó la mejilla, sintió vértigo. Puso una mano sobre su pecho, para no perder el equilibrio, puede incluso que para alejarlo de ella —después de todo no iba a ser tan estúpida como para permitir que pasara lo que no tenía que pasar—, pero ya comenzaba a notar la calidez de su piel a través de su camisa, y los latidos de su corazón. Su mano la traicionó al agarrar la tela de algodón para acercarlo más a ella. Brashen perdió el equilibrio, cayó hacia delante, y la rodeó con sus brazos. La abrazó tan fuerte que apenas pudo seguir respirando. Se quedaron quietos durante unos segundos. Luego, Brashen gimió, de repente, como si se hubiera despertado un dolor en su interior. Le habló con dulzura.
—Oh, Althea. ¿Por qué todo tiene que ser siempre tan complicado entre nosotros?
Sintió el calor de su respiración contra su nuca mientras la besaba amorosamente. De repente, a Althea todo le pareció muy simple. Cuando Brashen se dispuso a besarle el lóbulo de la oreja y el lateral del cuello, giró la boca para encontrarse con la suya, y cerró los ojos. Pues deja que ocurra.
Sintió como Brashen le sacaba la camisa de dentro de los pantalones. Tenía las manos llenas de callos, pero el tacto de sus palmas contra la piel de su vientre era suave. Recorrió su tronco por debajo de la camisa, hasta alcanzar uno de sus pechos. Comprobó la dureza de su pezón. No podía moverse, y de repente sí que pudo. Sus manos encontraron las caderas de Brashen y las acercaron a las suyas.
Brashen interrumpió el beso.
—Espera —la advirtió. Inspiró profundamente—. Para.
Había recuperado el control de sus sentidos. Althea relajó su abrazo, confusa, mientras él se daba la vuelta. Caminó hacia la puerta. Con las manos temblorosas, echó el pestillo. Volvió hacia Althea, y le cogió la mano. La besó, la soltó, y se quedó mirándola en silencio. Durante unos segundos, ella cerró los ojos. Esperó. Ella fue quien tomó la decisión. Cogió sus manos entre las suyas y lo condujo con dulzura hacia su cama.
***
Ámbar hablaba lentamente, y en tono serio.
—No creo que entendieras verdaderamente lo que hiciste. Por eso puedo perdonarte. Pero esta va a ser la única vez que lo haga. Paragon, tienes que aprender lo que significa la muerte para un hombre. No creo que te dieras cuenta de lo que hiciste.
El viento tormentoso azotaba su rostro y su cuerpo, pero se agarró al pasamanos y esperó una respuesta. Paragon buscó algo que decir que pudiera alegrarla. No quería que Ámbar estuviera enfadada con él. Cuando le había dejado sentir su tristeza, le había parecido más profunda que cualquier otra que hubiera conocido anteriormente. Era casi tan terrible como la suya propia.
Paragon siguió buscando en su interior. Algo estaba pasando. Algo peligroso, algo que daba miedo. Ya había tenido esa sensación en el pasado, sabía que tenía que prepararse para el dolor y la vergüenza que iba a experimentar. Cuando los humanos se juntaban de ese modo, el más débil siempre sufría. ¿Por qué estaba Brashen tan enfadado con ella? ¿Por qué estaba ella permitiéndolo, en vez de hacerle frente? ¿Acaso le tenía tanto miedo que no se atrevía a plantarle cara?
—Paragon. ¿Me estás escuchando?
—No. —Suspiró ligeramente con su enorme boca.
No lograba entenderlo. Había creído saber lo que significaba aquello. Si Brashen no intentaba castigarla, si no estaba tratando de dominarla a través del dolor, entonces ¿por qué estaba haciendo eso? ¿Y por qué se lo permitía Althea?
—¿Paragon?
—Shh. —Cerró los puños y se cruzó de brazos.
No gritaría. No lo haría. Ámbar le estaba hablando, pero cerró sus oídos y puso en alerta el resto de sus sentidos. Aquello no era lo que él había pensado que era. Había pensado que entendía a los humanos, y que comprendía su modo de hacerse daño los unos a los otros. Pero aquello era diferente. Algo que podía recordar si se esforzaba por ello. Despacio, cerró los ojos que ya no tenía. Dejó flotar sus pensamientos, y sintió como brotaban en su interior algunos recuerdos antiguos.
***
Althea abrazó fuertemente a Brashen y sintió el latido de su corazón desbocado. El buscó algo de aire junto al hueco de su cuello. Algunos mechones de su pelo caían sobre la cara de ella. Los dedos de Althea recorrieron con suavidad el trazado del corte que tenía a la altura de las costillas, que apenas había comenzado a curarse. Luego, posó toda la palma de su mano sobre ella, como si pudiera sanarla con solo tocarla. Suspiró. Brashen olía bien, a mar, a nave y a sí mismo. Cuando lo abrazó, se llevó todas esas cosas con ella.
—Casi —le susurró con dulzura—. Casi llegué a creer que volábamos.