La luz del alba producía demasiados reflejos sobre las aguas. Los vastos pantalones de Wintrow rozaban sus heridas abiertas. No aguantaba las camisas. Ya podía levantarse y caminar sin ayuda, pero se mareaba si hacía demasiados esfuerzos. Se le disparaba el corazón solo con pasear sobre la cubierta. Mientras caminaba, despacio, los tripulantes que estaban trabajando por allí se detenían para observarlo. Enseguida se apresuraban a felicitarlo por su recuperación, con la más forzada de las cordialidades. Tengo suficientes cicatrices como para hacer retroceder a un pirata, se dijo a sí mismo. Los marineros que le enviaban sus mejores deseos lo hacían de corazón. Ya era, verdaderamente, uno de los suyos. Subió los cuatro escalones que llevaban a la cubierta superior, apoyando los dos pies en cada uno de ellos. Tenía miedo de enfrentarse con el mascarón de proa, grisáceo y sin vida. Pero, cuando alcanzó la barandilla de proa y vio que la Vivacia había recuperado el color, el corazón le dio un brinco.
—¡Vivacia!—saludó, con entusiasmo.
Poco a poco, se fue dando la vuelta para mirarlo. La cabellera negra le caía sobre los hombros desnudos. Le sonrió. Sobre sus labios rojos resplandeció el mismo fulgor dorado que brilla en los ojos de un dragón.
Se quedó mirándola, horrorizado. Era como ver que el demonio tenía los rasgos de una persona amada.
—¿Qué le has hecho a la Vivacia?—preguntó—. ¿Dónde está?
La voz se le quebraba al pronunciar cada palabra. Agarró con fuerza el pasamanos, como si, así, la dragona fuera a decirle la verdad.
—¿Dónde está quién? —contestó con frialdad, mientras ponía los ojos en blanco.
Pasaron del blanco al dorado, del dorado al verde, y de nuevo al dorado. ¿Había visto, en algún momento, la mirada de la Vivacia filtrarse a través de esos orbes? Mientras la contemplaba, sus ojos fueron girando despacio, burlones. Sus labios de color púrpura se torcieron en una mueca cargada de ironía.
Cogió aire y luchó por mantener la calma al hablar.
—Vivacia—repitió tenazmente—. ¿Dónde está ahora? ¿La has hecho prisionera? ¿O la has destruido?
—Ah, Wintrow. Muchacho ignorante. Pobre muchacho ignorante. —Suspiró, como si sintiera lástima por él, y dirigió la vista sobre las aguas—. ¿Acaso no lo entiendes? Nunca estuvo aquí. Solo era una cascara, una maraña de recuerdos que tus antepasados intentaron imponerme. No era real. Así que ahora no puede estar en ninguna parte, ni encerrada en mi interior, ni destruida. Es como un sueño que tuve, y forma parte de mí, supongo, en la medida en que los sueños forman parte del que sueña. La Vivacia ya no está entre nosotros. Todo lo que era suyo me pertenece ahora. Incluido tú.
Endureció el tono de su voz al pronunciar esas dos últimas palabras. Luego, sonrió de nuevo y habló con mayor suavidad.
—Pero dejemos de lado este parloteo inútil. Dime. ¿Cómo te encuentras esta mañana? Tienes mucho mejor aspecto. Aunque estoy convencida de que tendrías que haber muerto para tener peor cara que la que tenías.
Wintrow no se lo discutió. Se había mirado en el espejo de afeitarse de Kennit. Todo rasgo anterior del rostro del muchacho que quería ser sacerdote se había desvanecido. Lo que su padre había empezado, con un dedo amputado y la cara tatuada, lo había terminado él. Los colores de su cara, brazos, manos, alternaban entre el rojo, el rosa, y el blanco. Algunas partes sanarían, y su piel volvería a verse bronceada, prácticamente normal. Pero, tanto en sus manos, como en sus mejillas, como en la parte superior de su frente, la piel blanquecina se veía cuarteada y apagada, como muerta. Era probable que se fuera a quedar así. Se negó a dejar que aquello lo perturbara. No tenía tiempo de preocuparse por eso en ese momento.
Apartó la vista de él para mirar al frente, hacia las islas de la barrera. Pronto llegarían a la zona de enormes rocas afiladas del canal traicionero que se abría entre isla Última e isla Escudo.
—Ah, pero yo podría enseñarte cómo curarte esas cicatrices. El conocimiento está ahí, gravado en tu mente, pero se esconde de tu conciencia. Pobre cosita, que no tiene más memoria que la de sus quince primaveras. Acércate a mí. Te voy a enseñar a sanarte las heridas.
—No.
Se rió.
—Ah, ya veo. Así es como demuestras tu lealtad hacia la Vivacia. Negándote a conectar tu mente con la mía. Un pobre tributo, pero probablemente sea lo más que puedas ofrecer. Podría obligarte, lo sabes. Te conozco como nadie. —Durante unos eternos segundos, sintió como una presencia extraña se enlazaba con su mente. No intentó llegar hasta lo más profundo de él, más bien le dejó intuir que ya se encontraba en su interior. A continuación, volvió a esconderse de su conciencia—. Pero, si prefieres quedar desfigurado... —No se molestó en terminar su pensamiento.
Estaba devorado por las ansias. Podía recordar la intensa satisfacción que había sentido al dirigir conscientemente la recuperación de su cuerpo, cuando dormía dentro de la dragona. Ahora que volvía a estar vivo y despierto, no conseguía penetrar tan profundamente en el interior de su conciencia como para recuperar ese dominio de sí mismo. ¿Podría enseñarle a dominar esa técnica? Deseaba mucho más obtener ese conocimiento que aliviar sus dolores o borrar sus peores cicatrices. ¿Sabría ella cómo podía expulsar la tinta del tatuaje de su rostro? ¿Enseñarle a regenerar los dedos que había perdido? Una vez aprendidas, ¿podría utilizar esas técnicas sobre otra gente? Sería la llave que abriría la puerta de un gran misterio. Durante toda su vida, Wintrow había amado el conocimiento, la búsqueda del conocimiento. Si lo que quería era atraerlo, no podría haberle hecho una mejor oferta.
—Piensa en el sanador en el que te podrías convertir. Considéralo. Podría convencer a Kennit de que te dejara marchar. Podrías volver a tu monasterio, a tu sencillo y gratificante culto a Sa. Podrías recuperar tu antigua vida. Podrías servir a tu dios teniendo la conciencia tranquila. Tu vida a bordo ya no tiene mucho sentido, ahora que se ha marchado la Vivacia.
Casi se había dejado convencer. Había sentido como se le disparaba el corazón, pero la última frase le había hecho volver atrás, dolorosamente. Ahora que se ha marchado la Vivacia. ¿A dónde?
—Quieres que me vaya. ¿Por qué? —preguntó tranquilamente.
Lo miró durante un segundo con sus dorados ojos giratorios.
—¿Por qué lo dices? —le preguntó con acritud—. ¿Acaso no has estado soñando con eso desde que te obligaron a subir a bordo de la nave? ¿No se lo comentabas constantemente a la Vivacia? «De no ser por ti, mi padre nunca me habría sacado del monasterio.» ¿Por qué no tomar sencillamente el camino que quieres y marcharte?
Consideró sus palabras durante un momento.
—A lo mejor lo que de verdad deseo no tiene por qué implicar mi partida. —La observó con detenimiento—. Creo que lo has planteado todo de un modo demasiado atractivo. Así que me he preguntado qué es lo que ganarías tú si yo me fuera. Lo único que se me ocurre es que, de algún modo, eso debilitaría a la Vivacia, que todavía vive en tu interior. Puede que si yo no estuviera aquí, se rendiría y aceptaría tu mando. Sa no lo ignora, hay una parte de mí que llora por ella. Puede que ella también me eche de menos. Mientras yo viva y siga aquí, una parte de la Vivacia seguirá viviendo. ¿Tienes miedo de que vuelva a despertarse si me quedo cerca de ella? Tuviste que luchar duro para vencerla. Casi te arrastra hasta la muerte. No ganaste por mucho.
Cada vez estaba más seguro de su teoría.
—Una vez dijiste que nuestro destino estaba entrelazado, que la muerte de uno de nosotros sería una amenaza para los otros dos. La Vivacia todavía vive dentro de ti, y todos los seres vivos pertenecen al reino de Sa. Desde aquí cumplo con mi deber hacia mi dios, y mi deber hacia la Vivacia. No puedo rendirme tan fácilmente. Si el hecho de que me cures implica tener que entregarte a la Vivacia, entonces me niego a recibir esa cura. Me quedo con mis cicatrices. Te lo digo a ti, pero sé que ella también me escucha. No la voy a abandonar del todo.
—Muchacho estúpido. —El mascarón de proa se rascó el cogote—. ¡Qué dramático te pones! ¡Y cómo me conmueves! Si había algo que pudiera conmoverme, era eso. Pues sigue con tus cicatrices, deja que sean el patético tributo a alguien que nunca existió. ¿Qué si me gustaría que te fueras? Sí, y la razón es que prefiero a Kennit. Es mejor compañero para lo que ambiciono hacer. Me gustaría que fuera mi socio.
—Te gustaría, ¿verdad? —Etta habló bajo, y con frialdad.
Wintrow se asustó, pero al mascarón de proa solo pareció divertirle la intromisión.
—Igual que a ti, estoy segura —murmuró la nao. Dejó que sus ojos vagaran sobre Etta. Una sonrisa de aprobación le perfiló los labios. Dejó de prestarle atención a Wintrow para centrarse en Etta—. Acércate, querida. ¿Viene esta tela de Verania? Oh, por favor, te está mimando. O a lo mejor se está mimando a sí mismo, por la manera que tiene de exhibir sus tesoros. Con esos tonos, resplandeces como la joya de algún paraíso exótico.
Etta levantó una mano, casi sin darse cuenta de ello, para tocar su camisa de seda azul. La sombra de la duda pasó por su rostro.
—No sé dónde se fabricó. Pero me llegó a través de Kennit.
—Estoy casi segura de que es seda de Verania. De la más fina que hay; dudo de que te fuera a regalar algo de peor calidad. Cuando tenía mi propio cuerpo, no necesitaba fábricas de ningún tipo. Mi propia piel centelleaba con más brillo que cualquier ropa que pudieran fabricar unas manos humanas. Aun así, aprendí algo sobre sedas. Esta tonalidad azul dragón solo se conseguía en Verania —Ladeó su cabeza hacia la de Etta—. Te pega bastante. Te van bien los tonos brillantes. Kennit debería vestirte con tonos plateados mejor que dorados. El contraste del plateado con tu piel es luminoso, mientras que el dorado solo aporta cierta calidez.
Etta se tocó los brazaletes que llevaba en la muñeca. El rubor le coloreó las mejillas. Se acercó un par de pasos más hacia el pasamanos. Sus ojos se encontraron con los de la dragona y, por primera vez, se quedaron mirándose la una a la otra, como en trance. Wintrow se sintió excluido. Para su sorpresa, sintió celos. No estaba seguro de si era porque no quería compartir a la Vivacia con Etta, o porque deseaba que Etta se alejara de la dragona.
Etta sacudió suavemente la cabeza, como para romper el hechizo. Hizo ondear su lustrosa melena negra. Miró en dirección a Wintrow y tuvo que fruncir levemente el ceño.
—No deberías estar fuera con este sol y este viento. Te pelará las capas de piel que cubren la carne que aún intenta sanar. Deberías quedarte en tu camarote, al menos un día más.
Wintrow la observó con detenimiento. Ahí había algo raro. Nunca adoptaba esa postura con él. Era más probable que lo incitara a fortalecerse antes que a quedarse en cama. Intentó leer en el interior de sus ojos, pero ella desvió la vista hacia lo lejos, para no encontrarse con su mirada.
La dragona fue muy tajante.
—Le gustaría hablar conmigo en privado. Wintrow, vete.
Ignoró la orden de la dragona y se dirigió a Etta.
-—Yo no confiaría mucho en lo que dice. Todavía no la hemos oído decir la verdad en lo que respecta a la Vivacia. Las leyendas están llenas de historias sobre el peligro de conversar con dragones. Te dirá lo que sabe que quieres...
De repente, volvía a estar dentro de él. Esta vez, su presencia le causó una molestia física. El corazón le latió con fuerza durante unos segundos, y luego mantuvo un ritmo irregular. Empezó a sudarle la frente. No pudo coger todo el aire que necesitaban sus pulmones.
—Pobre muchacho —se compadeció la dragona—. Etta, mira como se tambalea. Hoy no está del todo en forma. Márchate, Wintrow —repitió la dragona—. Vamos, ve a descansar.
—Ten cuidado —consiguió murmurarle a Etta—. No dejes que...
Empezó a marearse. Tuvo náuseas; si seguía hablando vomitaría. Tuvo miedo de desmayarse. De repente, el día se volvió dolorosamente brillante. Se tapó el sol de los ojos con un brazo, y se fue tambaleando por la cubierta superior hasta llegar a los escalones. Oscuridad. Necesitaba oscuridad, silencio, y tranquilidad. Esas tres necesidades estaban por encima de todas las demás.
Los síntomas solo desaparecieron cuando se encontró en su propio camarote. El miedo los reemplazó. La dragona podría hacerle eso siempre que quisiera. Podía curarlo, o podía matarlo. ¿Cómo podía ayudar a la Vivacia cuando la dragona podía afectarlo de esa manera? Intentó rezar, en busca de algún consuelo, pero su estado de debilidad pudo con él y lo sumió en un sueño profundo.
***
Etta sacudió la cabeza tras su paso.
—Míralo. Casi no puede andar recto. Le dije que tenía que descansar. Y anoche bebió demasiado. —Dirigió su mirada hasta los ojos del mascarón de proa. Espirales de oro fundido, tan bellas e irresistibles—. ¿Quién eres? —le preguntó, con más descaro del que hubiera querido—. Tú no eres la Vivacia. Nunca tuvo una palabra amable para mí. Lo único que quería era alejarme de Kennit para quedárselo ella.
Una sonrisa perfiló los labios rojos de la Vivacia.
—Tendría que haber sabido que la primera persona sensible con la que me iba a encontrar sería de mi mismo sexo. No. No soy la Vivacia. Tampoco quiero alejarte de Kennit, ni robártelo. Piensa en el tipo de hombre que es Kennit. Tú y yo no tenemos por qué ser rivales. Nos necesita a las dos. Nos utilizará a las dos para cumplir sus objetivos. Tú y yo, tenemos que llevarnos mejor que dos hermanas. Ahora, déjame pensar en un nombre que puedas utilizar para llamarme. —La dragona frunció el ceño, pensativa. Unos segundos después, una amplia sonrisa iluminaba su rostro—. Rayo. Rayo está bien.
—¿Rayo?
—Fue uno de mis nombres anteriores, traducido de una lengua antigua. Era algo así como: «Concebida en medio de una Tormenta, durante la Caída de un Rayo Electrizante». Pero vuestras vidas humanas son cortas, así que no os queda más remedio que simplificar cada experiencia hasta un punto en el que podáis comprenderla. Vuestra lengua se trabaría con tantas palabras. Así que llámame solo Rayo.
—¿Y tu verdadero nombre? —aventuró Etta.
Rayo echó la cabeza hacia atrás, y empezó a soltar carcajadas.
—Como si fuera a revelártelo. Para saber ciertas cosas, tendrás que hacer algo más que poner esa carita inocente. —Durante un breve instante, sus rasgos tallados adoptaron una expresión perpleja. Luego gritó—: ¡Timonel! A tus diez el canal es más profundo y la corriente más favorable. Llévanos por ahí.
Jola estaba en el timón. Sin pedir mayores explicaciones, giró a estribor. Etta frunció levemente el ceño. ¿Qué pensaría Kennit de eso? Hacía un tiempo, les había dicho a sus hombres que cualquiera que estuviera en la vigía podía hacer tanto caso de las órdenes de la nao como de las suyas. Pero eso había sido antes de que cambiara. Cuando la nave modificó su trayectoria, Etta se sintió avanzar con más rapidez y suavidad. Levantó el rostro para sentir el viento en sus mejillas, y escrutó el horizonte con sus ojos. Kennit puso rumbo a Mentecacia, pero eso no le impediría abordar algún barco durante el camino. Wintrow se estaba recuperando bien, no había necesidad de correr para buscar a un médico. De todos modos, un médico no podía hacer gran cosa por él. Sus cicatrices lo acompañarían durante el resto de su vida.
—Tienes los ojos de una cazadora—observó Rayo, con un gesto de aprobación. Giró su enorme cabeza para escudriñar el horizonte de lado a lado—. Tú y yo formaríamos un buen equipo de cazadoras.
Etta se estremeció.
—¿No deberías decirle eso a Kennit antes que a mí?
—¿A un hombre? —preguntó Rayo, y seguidamente estalló en carcajadas, en las que no faltó una sombra de desdén—. Ya sabemos cómo son los hombres. Cuando un macho sale de caza, es para llenarse el estómago. En cambio, cuando una reina levanta el vuelo para salir de caza, lo hace para preservar la raza. Nosotras somos las que tenemos bien claro, desde el interior de nuestras entrañas, cuál es nuestra finalidad. La continuidad de la especie.
Etta puso una mano sobre su vientre liso. Podía sentir, incluso a través de su ropa, el bulto diminuto de la calavera que tenía anillada en el ombligo. Era una talla de tronconjuro, igual que el mascarón de proa. Servía para evitar los embarazos. Lo había estado llevando durante años, desde que se hizo puta, cuando era poco más que una niña. Ahora, casi parecía una parte más de ella. Últimamente, sin embargo, había empezado a irritarse, tanto física como mentalmente. Desde que había encontrado la figurita del bebé en la playa del Tesoro, y se la había llevado por inadvertencia, había empezado a escuchar como su cuerpo le pedía un niño.
—Quítatelo —sugirió Rayo.
Etta se quedó perpleja.
—¿Cómo sabes que está ahí? —preguntó en voz baja.
Rayo ni siquiera se dio la vuelta para mirarla; siguió contemplando las aguas que se abrían ante ellos.
—¡Oh, por favor! Tengo algo de olfato. Puedo olértelo. Quítatelo. Ese tronconjuro no honra la memoria de aquel del que formó parte antiguamente, como tampoco te honra a ti si lo llevas por un motivo como ese.
Al pensar que el amuleto había formado parte de un dragón en el pasado, Etta se estremeció. Deseaba quitárselo. No obstante:
—Primero tengo que hablarlo con Kennit. Cuando esté preparado para tener un hijo, me lo dirá.
—Nunca —replicó Rayo.
—¿Cómo?
—Nunca esperes a que un hombre tome una decisión como esa. Tú eres la reina. Tú decides. Los machos no están hechos para tomar este tipo de decisiones. Si fuera por ellos, habría que esperar a días de sol, riqueza y plenitud. Un hombre nunca tiene suficiente, y nunca alcanza la plenitud. Una reina sabe que los momentos en los que más debe preocuparse por la continuidad de su especie son precisamente los momentos más duros. Ciertas decisiones no deben ser tomadas por los hombres. —Levantó una mano y se echó la melena hacia atrás. Le dedicó a Etta una sonrisa de complicidad, y pareció muy humana—. Sigo sin acostumbrarme al pelo. Me fascina.
Etta se dio cuenta de que también ella estaba sonriendo. Se apoyó contra el pasamanos. Llevaba mucho tiempo sin hablar con otra mujer, y menos aún con una tan franca como una puta.
—Kennit no es como el resto de los hombres —aventuró.
—Las dos sabemos eso. Has cazado a uno bueno. ¿Pero qué tiene de bueno si no vas más allá? Quítatelo, Etta. No esperes a que te lo pida él. Mira a tu alrededor. ¿Acaso se pasea por la cubierta para decirle a cada hombre cuándo tiene que hacer su trabajo? Claro que no. Si tuviera que hacerlo, acabaría por hacer él mismo todas las tareas. Espera que los demás piensen por ellos mismos. Me apuesto lo que quieras a que ya te ha insinuado que necesita un heredero.
Etta recordó lo que le dijo cuando le había enseñado la talla del bebé.
—Sí que lo ha hecho —admitió, en voz baja.
—Pues ya está. ¿Vas a esperar a que te dé la orden o qué? Por favor. Cuando se trata de estas cosas, ninguna mujer debería esperar una orden de su macho. Tú eres la que debería decidir sobre estas cosas. Quítatelo, reina.
Reina. Etta sabía que, con ese término, la dragona no quería decir más que hembra. Las dragonas eran reinas, como las gatas. Aun así, cuando Rayo pronunció esa palabra, en la mente de Etta despertó una idea que apenas había considerado hasta ese momento. Si Kennit iba a ser el rey de las islas Piratas, ¿en qué se convertiría ella? Puede que solo en su compañera. Sin embargo, si le daba un hijo, entonces...
Se reprochaba a sí misma sus ambiciones, pero su mano se deslizó inevitablemente por debajo de la seda de su camisa hasta llegar a su vientre. El pequeño amuleto de tronconjuro, tallado en forma de calavera, colgaba de un anillo de plata. Se cerraba con un gancho. Lo apretó entre sus dedos para abrirlo. Se lo quitó con cuidado, para no clavarse el gancho, y se lo guardó en la mano. La calavera le dedicó una amplia sonrisa. Etta se estremeció.
—Dámelo a mí —dijo Rayo con suavidad.
Etta se negó a pensárselo. Cuando Rayo extendió el brazo hasta ella, lo colocó en la palma de su mano. Se quedó ahí durante unos segundos; el anillo de plata brillaba bajo el sol. Luego, Rayo se llevó la mano a la boca, como una niña con un caramelo. Entre carcajadas, le enseñó su mano vacía a Etta.
—¡Esfumado! —dijo, y en ese momento Etta supo que no había vuelta atrás.
—¿Qué le voy a contar a Kennit? —se preguntó, en voz alta.
—Nada en absoluto —le dijo la nao, despreocupadamente—. Nada en absoluto.
***
La maraña había crecido tanto que se había convertido en el mayor grupo de serpientes que le profesaban su lealtad a una sola, hasta donde se remontaban los recuerdos de Shreever. A veces se separaban para buscar comida, pero volvían a reunirse al caer la noche. Hasta Maulkin llegaban serpientes de toda talla, color, y estado. No todas recordaban cómo se hablaba, y algunas estaban totalmente asalvajadas. Otras tenían heridas y cicatrices debidas a algún percance, como podía ser un enfrentamiento con una nave hostil. Shreever tenía miedo de algunas de las salvajes, porque transgredían todas las normas del comportamiento civilizado. Otros, como el fantasmagórico blanco, se consumían lentamente en su agonía. El blanco parecía particularmente afectado por su rabia interior. A pesar de sus diferencias, todos seguían a Maulkin. Cuando se reagrupaban, por la noche, dormían balanceándose las unas junto a las otras, y aquella visión le recordaba a Shreever a un lecho de algas. La confianza en el liderazgo de Maulkin se veía reforzada cada vez que se unía un nuevo miembro a la maraña. Maulkin resplandecía, y sus ojos dorados eran el espejo de su fuerza interior. Gracias al tamaño del grupo, los defectos de cada uno quedaban compensados. Se daban consuelo cuando compartían sus recuerdos los unos con los otros. A menudo, una palabra o un nombre que uno recordaba despertaban toda una sucesión de recuerdos en otro.
No obstante, a pesar de su gran número, estaban lejos de encontrar la verdadera senda de la migración. Los recuerdos compartidos solo hacían que su marcha sin rumbo fuera más frustrante. Esa noche, Shreever no conseguía dormir. Se separó de la maraña durmiente, y se permitió investigar por su cuenta. Ese lugar tenía algo que le resultaba extrañamente familiar y la atormentaba, algo tan profundo que no alcanzaba a recordarlo. ¿Había estado allí antes?
Después de haber pasado tanto tiempo con ella, Sessurea se había vuelto sensible a sus cambios de humor. Se retorció para llegar hasta su altura. Ondeó de corriente en corriente hasta que la alcanzó. Abrieron mucho los ojos para recibir los débiles rayos de luna que penetraban hasta las profundidades. Gracias a los cuerpos luminiscentes de las dos serpientes, pudo estudiar los alrededores y memorizar la vida de los fondos marinos. Vio algo.
—Tienes razón —esas fueron las primeras palabras de Sessurea.
Se alejó de su lado para ondular suavemente hasta un elemento en particular del fondo marino. Giró la cabeza, despacio, hacia delante y hacia atrás. De repente, alcanzó unas algas marinas con la mandíbula, pero, para su consternación, perdió de vista al objeto de su interés. Se tiró a por otro bocado y lo saboreó tanto como el anterior.
—¿Sessurea? —preguntó, pero él la ignoró.
Bocado tras bocado, se fue alejando de ella. Cuando ya pensaba que se había vuelto loco, se detuvo en las profundidades, y dio un salvaje latigazo con la cola que perturbó los depósitos marinos acumulados durante décadas.
Al oír la llamada de Shreever y los extraños movimientos de Sessurea, algunos otros se habían despertado. Se unieron a ella para observarlo. Volvió a arrancar unas algas, y renovó su impulso.
—¿Qué hace? —preguntó una esbelta serpiente azul.
—Ni idea —contestó Shreever con tristeza.
Sessurea dejó de retorcerse sin sentido tan repentinamente como había empezado a hacerlo. Veloz como un rayo, se reunió con ellos. Ejecutó una pirueta con elegancia antes de enroscarse con Shreever. Tenía una energía desbordante.
—Mira. Tenías razón. Espera, espera un poco, hasta que los depósitos se caigan en el fondo. Ahí. ¿Lo ves?
Durante unos segundos, solo vio un revuelo de partículas. Sessurea no tenía aliento, le latían las branquias de excitación. Un instante después, el azul que tenía detrás proclamó alto y fuerte.
—¡Es un Guardián! Pero no puede estar aquí, en la Abundancia. ¡Esto no está bien!
Shreever se quedó mirándolo, confusa. Las palabras del azul estaban tan totalmente fuera de contexto que no lograba encontrarles sentido. Los Guardianes eran guardianes dragones. ¿Habría dragones muertos en el fondo del mar? Poco a poco, mientras seguía observando, los vagos contornos que se adivinaban detrás de la nube de depósitos fueron tomando forma. La vio. Una Guardiana. Obviamente una hembra. Estaba tumbada sobre un costado, con un ala levantada y la otra enterrada en el fondo submarino. La garra levantada tenía tres uñas rotas. Parte de la cola asomaba por detrás de su cabeza. La estatua se había roto con la caída, eso estaba claro. Pero ¿cómo había llegado hasta allí, hasta las profundidades? Antiguamente, había vigilado las puertas de entrada de Yruran. A continuación, sus ojos descubrieron una columna caída. Y aquello de allá debía de ser el patio interior que había mandado construir Desmolo el Codicioso para todas las plantas exóticas que sus amigos dragones le habían traído de cada rincón de la tierra. El templo del Agua estaba justo detrás.
—Está la ciudad entera —dijo en voz baja.
De repente, Maulkin estaba con ellos.
—Toda una provincia —la corrigió.
Todos lo siguieron con la vista mientras se aproximaba a los restos de un mundo que ya casi podía recordar. Se abrió camino entre las ruinas, y las fue tocando, una tras otra.
—Hubo un tiempo en que volábamos sobre estas ruinas entre las que ahora nadamos.
Se elevó un poco por encima de los demás. Toda la maraña estaba ya despierta, observando sus elegantes ondulaciones. Formaron una esfera dinámica cuyo núcleo era Maulkin. Sus palabras adoptaban el movimiento fluido de su cuerpo.
—Estamos ansiosos por volver a casa, a las tierras en las que cazábamos y sobre las que volábamos. Me temo que ya hemos llegado. Quise creer que la mala fortuna había tumbado uno o dos edificios de la costa. Pero Yruran estaba mucho más metida en el interior. Las ruinas de la ciudad hundida yacen debajo de nosotros. —Hizo pedazos las últimas esperanzas de muchos—. Esto no es producto de un pequeño temblor de tierra. Todo ha cambiado hasta volverse prácticamente irreconocible. Estamos buscando un río que nos lleve a casa. Pero me temo que nunca lo encontraremos sin la ayuda de un guía de ahí arriba. No nos hemos cruzado con ninguno. Hemos ido hacia el norte, hemos ido hacia el sur, y no hemos sentido la llamada. Todo es tan diferente; los recuerdos dispersos que hemos reunido entre todos son insuficientes. Estamos perdidos. Nuestra única esperanza está en encontrar a Uno Que Recuerda. Y puede que eso tampoco sea suficiente.
Tellur, una esbelta serpiente verde, se puso a protestar.
—Ya llevamos mucho tiempo buscando. Nos estamos hartando. ¿Cuánto más, Maulkin, tendremos que seguir vagando con nuestras ansias? Has reunido a una gran maraña, pero, por muchos que seamos, somos muchos menos que los que fuimos antaño. ¿Acaso han muerto todas las demás marañas que deberían estar pululando junto a nosotros? ¿Somos los últimos supervivientes de nuestra especie? ¿Podría ser que no existiera ningún río, ningún hogar al que retornar? —entonó una canción de pena y desesperación.
Maulkin no les mintió.
—Es posible. Puede que estemos condenados a extinguirnos. Pero no moriremos sin luchar. Tenemos que buscar una última vez a Uno Que Recuerda, concentrar todos nuestros esfuerzos en esa tarea. Encontraremos a Uno Que Recuerda, o moriremos en el intento.
—Entonces estamos condenados a morir. —Su voz sonó tan fría y tan muerta, igual que una fina capa de hielo cuando se quiebra.
La serpiente blanca se abrió camino hasta el centro de la esfera de serpientes, y se colocó descaradamente delante de Maulkin. Merecía la muerte por su insolencia. Todos esperaron el juicio.
Pero Maulkin se quedó detrás. Él mismo se puso a ondular su cuerpo al compás de los insultos del blanco, y les prohibió a los demás que se abalanzaran sobre él. No dijo palabra, pero levantó su melena y dejó escapar un hilillo de toxinas en el agua, mientras seguía nadando. El silencio y los venenos se fueron transformando en una red que cayó sobre el blanco. Los movimientos de este se ralentizaron; se quedó tan quieto como le era posible a una serpiente. Maulkin no le había preguntado nada, pero, aun así, contestó, alterado.
—Porque he hablado con Una Que Recuerda. Yo era un loco, un viva la vida, mucho más bestia que cualquiera de esos tontos que ahora te siguen. Pero me agarró, me retuvo en su abrazo, y me obligó a absorber sus recuerdos hasta que me quedé sin aire. —Se puso a girar en círculos, frenético, como si quisiera atacarse a sí mismo. Fue cada vez más rápido—. ¡Sus recuerdos eran veneno! ¡Veneno! Nunca había visto nada tan tóxico saliendo de una melena de serpiente. Ahora, cuando pienso en lo que hemos sido y comparo lo que deberíamos ser ahora con lo que somos... reviento. ¡Me gustaría acabar con esta vida absurda a la que todavía nos aferramos!
Cuando se calló, Maulkin no dejó de ejecutar su danza ondulante y silenciosa. Sus movimientos creaban una barrera entre el blanco y las serpientes que escuchaban atentamente.
—Es demasiado tarde. —El blanco pronunció cada palabra con claridad—. Han pasado demasiadas estaciones. Nuestro periodo de incubación ha pasado innumerables veces. ¡Tiene los recuerdos de un mundo que lleva mucho tiempo desaparecido! Incluso si encontráramos el río donde se encuentran las orillas de incubación, no tenemos quien nos ayude a construirnos nuestras membranas protectoras. Están todos muertos —empezó a hablar más deprisa, efusivamente. Las palabras fluían como un río caudaloso—. No hay padres esperando para encerrar sus recuerdos en nuestro interior. Al finalizar la metamorfosis, seguiríamos siendo tan ignorantes como al principio. Me entregó sus recuerdos, ¡y os digo que no son suficientes! Reconozco pocas cosas aquí, y todo lo que recuerdo ha dejado de existir. Si estamos condenados a extinguirnos, entonces deja que disfrutemos un poco antes de morir. Sus recuerdos no aliviaron este sufrimiento que arrastro. —De repente, su melena erecta soltó una densa nube de toxinas. Hundió su propia cabeza en ellas.
Maulkin lo golpeó, tan violentamente como si fuera una presa. Sus dorados ojos se encendieron mientras envolvía al blanco con su cuerpo y lo apartaba de sus propios venenos.
—¡Ya basta! —rugió. El alocado blanco se debatió, pero Maulkin lo mantuvo agarrado como si fuera un delfín—. No puedes decidir tú solo por toda la maraña, o por toda la raza. Tienes un deber que cumplir, y lo llevarás a cabo antes de llevarte por delante tu propia vida miserable y sin sentido.
Maulkin soltó una nube de sus propias toxinas. Los ojos enrojecidos y llenos de ira de la serpiente blanca ralentizaron sus giros y adoptaron un tono granate apagado. Se quedó boquiabierto mientras las toxinas hacían su trabajo. Maulkin habló con suavidad.
—Nos llevarás hasta La Que Recuerda. Ya hemos absorbido algunos recuerdos de un proveedor plateado. Podremos coger más si hay necesidad. Con lo que consigamos de La Que Recuerda, debería ser suficiente. —Muy a su pesar, añadió—: ¿Qué otra cosa podemos hacer?
***
Kennit se balanceaba delante del espejo, giraba la cara de lado a lado ante su reflejo. Tenía brillos de aceite de limón en el pelo y en la barba recién recortada. Su bigote ondulaba con elegancia, pero sin pretensiones. Unos lazos de un blanco inmaculado descendían por su pecho y por las mangas de los puños de su chaqueta azul. Hasta había limpiado la protección que cubría su muñón para que brillara más. Sus pesados pendientes de plata tintineaban. Parecía, pensó, que se preparaba para salir a ligar. Y, en cierto modo, así era.
No había logrado dormir bien después de su conversación con la nave. Su condenado amuleto lo había mantenido despierto. No dejó de murmurar, de reírse nerviosamente, y de presionarlo para que aceptara la propuesta de la dragona cuanto antes. Lo que más le molestaba eran las prisas. ¿Debía confiar en el amuleto maldito? ¿O debía ignorarlo? Para cuando Etta se reunió con él, ya había dado un montón de vueltas en la cama, y tampoco pudo dormirse cuando ella se amoldó a su cuello y su espalda. Solo consiguió conciliar un poco el sueño cuando el alba comenzó a despuntar. Al despertarse, descubrió que ya había tomado una decisión. Se ganaría de nuevo a la Vivacia. Al menos esta vez no tendría que lidiar con su atracción por Wintrow.
No sabía mucho acerca de los dragones, así que se había centrado en lo poco que conocía bien. Era una hembra. Así que se arreglaría para ella, le llevaría regalos, y descubriría cuáles eran sus gustos. Una vez que estuvo satisfecho con su aspecto físico, volvió hasta su cama e inspeccionó los tesoros que guardaba debajo del colchón. Le regalaría un brazalete hecho con anillos de plata y lapislázuli. Si le gustaba, tenía otros dos brazaletes de plata que podría convertir en pendientes para ella. Etta no los echaría de menos. Tenía una gran cantidad de esencia de jazmín en un frasco. Probablemente venía de alguna perfumería chalaza. No tenía idea de que más elementos sensoriales podrían deleitarla. Si sus tesoros la dejaban indiferente, tendría que idear otra táctica. Pero se la ganaría seguro. Metió sus regalos en una bolsita de terciopelo y se la ató al cinturón. Tenía más movilidad con las manos libres. No quería parecer un inválido ante sus ojos.
En la puerta de su camarote se encontró con Etta, que iba cargada de sábanas limpias. Le echó una mirada de arriba abajo, tan descaradamente que se sintió casi ofendido, pero enseguida leyó la aprobación en sus ojos brillantes, la prueba de fuego de que se había acicalado correctamente.
—¡Excelente! —observó, casi orgulloso de sí mismo. Una sonrisa perfiló sus labios—. Voy a hablar con la nao —le dijo de un modo un poco rudo—. No dejes que nadie nos moleste.
—Ahora mismo corro la voz —accedió. Y se atrevió a añadir, con una amplia sonrisa—: Has hecho bien en arreglarte. Le gustará.
—¿Qué sabrás tú de esas cosas? —le contestó mientras la miraba, algo perplejo.
—Hablé con ella esta mañana. Estaba abriéndose a mí, y comentó algo de la gran admiración que sentía por ti. Hazle saber que tú también la admiras, y dejarás aflorar su vanidad. Por muy dragona que sea, no deja de ser una hembra, y nos entendemos bastante bien. —Marcó una pausa, antes de añadir—: Dice que tenemos que llamarla Rayo, como en rayo electrizante. Le pega mucho el nombre. Es indudable que desprende luz y poder.
Kennit se detuvo. Se dio la vuelta para mirarla de frente.
—¿A qué se debe esta nueva alianza? —le preguntó preocupado.
Etta ladeó la cabeza y lo miró, pensativa.
—Ha cambiado. Eso es todo lo que puedo decir. —De repente sonrió—. Creo que le caigo bien. Dijo que podríamos ser como hermanas.
Kennit intentó ocultar su sorpresa.
—¿De verdad?
La ramera estaba ahí plantada, con un montón de sábanas limpias contra su pecho, y sonreía.
—Dijo que nos necesitaría a los dos para llevar a cabo sus ambiciones.
—Ah —dijo, y se dio la vuelta para marcharse.
La nao se la había ganado. ¿Así de fácilmente, con un par de palabras bonitas? No parecía muy propio de ella. Etta no era una mujer que se dejara influir con facilidad. ¿Qué le abría ofrecido la dragona? ¿Poder? ¿Riquezas? Pero la pregunta más importante era ¿por qué? ¿Por qué era importante para la dragona aliarse con la puta?
Se dio cuenta de que estaba yendo demasiado deprisa, y detuvo su impulso. No debía precipitarse por ir a hablar con la dragona. Antes tenía que tranquilizarse. La cortejaría poco a poco. Se la ganaría, y así su amistad con Etta no le supondría una amenaza.
En cuanto salió a la cubierta, sintió que había habido cambios. Arriba, los hombres estaban ocupándose de cambiar una vela mientras se contaban chistes. Jola dio una nueva orden, y los hombres se pusieron enseguida a ello. Un hombre se resbaló, pero consiguió agarrarse a una cuerda con uno de sus musculosos brazos. Se rió sonoramente y volvió a subir hasta su puesto de trabajo. El mascarón de proa lanzó un gritito: se estaba deleitando con su proeza. En cuestión de segundos, Kennit se dio cuenta de que el marinero no se había resbalado de verdad. Estaba fingiendo para divertir al mascarón de proa. Tenía a toda la tripulación haciendo demostraciones de habilidad en busca de su reconocimiento. Competían por sus atenciones como lo haría un grupo de colegiales.
—¿Qué es lo que has hecho para alterarlos de esa manera? —la saludó.
Se rió abiertamente, y lo miró por encima de uno de sus desnudos hombros.
—Se pican con tanta facilidad. Una sonrisa, una palabra, un desafío para ver si son capaces de levantar una vela con más brío. Unos segundos de atención, no más que eso, y se desviven por recibir más.
—Me sorprende que te dignes a prestarles la más mínima de las atenciones. Anoche no parecían importarte mucho los seres humanos.
No hizo caso de sus palabras.
—Les he prometido una presa antes de mañana al anochecer. Pero solo si mis sentidos juzgan que están a la altura de recibirla. Hay un navío mercante, no muy lejos de aquí. Lleva especias de las Islas Mangardor. Deberíamos alcanzarlo pronto, si mantienen las velas bien firmes.
Por lo que parece, ha aceptado su nuevo cuerpo. Kennit decidió no hacer ningún comentario al respecto.
—¿Puedes ver a la nave más allá del horizonte?
—No lo necesito. El viento arrastra su olor. Clavo y madera de sándalo. Pimienta asiática y palitos de canela. Son los olores de la propia isla de Mangardor; solo una nave con una carga importante podría haberlos arrastrado tan lejos. Deberíamos avistarla pronto.
—¿De verdad es tan bueno tu olfato?
Una sonrisa de cazadora perfiló sus labios.
—Nuestra víctima no se encuentra muy lejos. Está navegando entre aquellas islas. Si tu vista fuera tan buena como la mía, podrías verla —de pronto, se le apagó la sonrisa—. Conozco estas aguas como nave, no como dragona. Desde la última vez que sobrevolé estos parajes, todo ha cambiado bastante. Me resulta tan familiar como extraño —frunció el ceño—. ¿Conoces las islas Mangardor?
Kennit se encogió de hombros.
—Conozco las rocas de Mangardor. Son un peligro cuando hay niebla. Y, durante algunas mareas, muchas de las naves que se aventuran cerca de allí encallan.
Un silencio incómodo sucedió a sus palabras. Al final, ella dijo:
—Según parece, o todos los océanos del mundo han crecido, o las tierras que conocía se han hundido. Me pregunto qué es lo que quedará de mi hogar —marcó una pausa—. Sin embargo, las islas de los Otros, como tú las llamas, parecen haber cambiado poco. Así que algunas piezas de mi mundo siguen ahí. Todo esto es un misterio que solo podré resolver cuando vuelva a casa.
—¿A casa? —Intentó poner el mínimo interés en su pregunta—. ¿Y dónde está?
—Ir a casa solo es una posibilidad. No debes preocuparte por eso ahora —le dijo. Sonrió, pero su voz se había enfriado.
—¿Podría ser eso lo que quieres, cuando lo quieras? —la presionó.
—Podría ser. O podría no serlo. Ya te lo haré saber. —Marco una pausa—. Después de todo, todavía no te he oído decir que aceptas mis exigencias.
Despacio, despacio.
—No suelo actuar apresuradamente. Me gustaría que me dieras más detalles sobre lo que deseas.
Se rió a carcajadas.
—Vaya asunto más absurdo estamos discutiendo. Ya has aceptado. Porque tienes aún menos elección que yo, en esta vida que estamos obligados a compartir. ¿Qué tenemos, sino el uno al otro? Me has traído regalos, ¿verdad? Eso es muy galante. Pero ni siquiera debería esperar a que me los dieras para decirte que soy un tesoro mucho más grande de lo que podrás ganar jamás. Amplía tus horizontes, Kennit, más de lo que lo hayas hecho nunca. Sueña con una nave que pueda llamar a las serpientes de las profundidades para que nos ayuden. Siguen mis órdenes. ¿Qué les harías hacer? ¿Detener a una nave y saquearla? ¿Escoltar a otra nave para que llegue sana y salva a donde desees? ¿Guiarte a través de la niebla? ¿Proteger la bahía de tu ciudad de cualquier amenaza posible? Amplía tus horizontes, Kennit, más y más. Y acepta lo que te exija a cambio.
Se aclaró la garganta. Se le había secado la boca.
—Me estás ofreciendo demasiado —dijo, en un tono neutro—. ¿Qué puedes querer que sea mejor que lo que me ofreces?
Se rió entre dientes.
—Ya te lo diré, si no eres capaz de averiguarlo por ti mismo. Eres quien bombea mi corazón, Kennit. Dependo de ti y de tu tripulación para moverme. Estoy condenada a vivir dentro de este armatoste, así que necesito que un valiente capitán me dé alas, aunque solo sean de tela. Necesito a un capitán que comprenda la alegría de la caza, y la ambición del poder. Te necesito, Kennit. Admítelo. —Bajó la voz y la suavizó—: Acepta mis exigencias.
Cogió aire.
—Acepto.
Echó la cabeza hacia atrás y se rió. Sonó como el repicar de las campanas. El viento pareció soplar más fuerte, movido por la excitación de las carcajadas sonoras.
Kennit estaba apoyado en el pasamanos. La euforia se apoderó de él. Apenas podía creerse que sus sueños estuvieran al alcance de su mano. Buscó algo que decir.
—Wintrow no se alegrará nada de esto. Pobre muchacho.
La nao asintió con un leve suspiro.
—Se merece algo de felicidad. ¿Deberíamos enviarlo de vuelta a su monasterio?
—Creo que es la decisión más sabia —concurrió Kennit. Disimuló la sorpresa que le producía tal sugerencia—. Aun así, me va ser difícil desprenderme de él. Se me partió el corazón cuando vi tanta belleza echada a perder. Era un chico muy atractivo.
—Estará más feliz en su monasterio. Estoy segura. Un monje no necesita tener una piel bonita. Aun así... ¿deberíamos curarlo de todos modos, como regalo de despedida? Así, se llevará nuestro recuerdo con él, siempre. —Rayo sonrió, mostrando su dentadura blanca.
Kennit estaba perplejo.
—¿También puedes hacer eso?
La nao sonrió misteriosamente.
—También tú puedes hacer eso. Mucho mejor, ¿no crees? Ve a su camarote. Pon tus manos sobre su pecho y desea su mejora con todas tus fuerzas. Yo te guiaré para el resto.
***
Wintrow estaba sumido en un extraño letargo. A través de la meditación, se había hundido más y más en las profundidades de su mente, hasta llegar a un abismo abstracto. Mientras estaba suspendido sobre él, se preguntaba lo que le estaba ocurriendo. ¿Había logrado finalmente dominar un estado de conciencia más profundo? Percibió, desde la distancia, que alguien abría la puerta.
Sintió las manos de Kennit sobre su pecho. Wintrow luchó por abrir los ojos, pero no pudo. No era capaz de despertarse. Algo lo retenía ahí abajo. Oyó voces, la de Kennit primero, y luego la de Etta. Gankis dijo algo en voz baja. Wintrow luchó por salir de su letargo, pero, cuanto más lo intentaba, más se alejaba del mundo de ahí arriba. Se quedó flotando en las profundidades, exhausto. Las palmas de Kennit le transmitieron todo su calor. Se extendió sobre su piel, y luego penetró en el interior de su cuerpo. Kennit le habló con dulzura, le dio ánimos. De repente, la llama de la vitalidad se encendió en su interior. En el estado de conciencia en el que se encontraba, le pareció como si se hubiese encendido una vela que emitía la luz y el calor de una hoguera. Empezó a jadear, como si estuviera corriendo colina arriba. Su corazón intentaba seguir el ritmo frenético de su respiración. Para, quería suplicarle a Kennit, para, por favor, pero las palabras no salieron de su boca. El eco de sus súplicas solo resonó en su propia oscuridad.
Podía oír. Podía oír los gritos de sorpresa y de sobrecogimiento de los que estaban observándolo desde fuera. Reconoció voces de tripulantes.
—¡Mira! ¡Mira cómo está cambiando! ¡Hasta le está creciendo pelo! Es un milagro. El capitán lo está curando.
Las reservas de su cuerpo se estaban consumiendo aceleradamente; sintió que, con esto, se le estaban yendo años de su vida, pero no pudo hacer nada para evitarlo. La piel en proceso de regeneración le dolía horrores, pero no podía mover ni un músculo. No tenía ningún control sobre su cuerpo. Quiso emitir un quejido desde el fondo de su garganta. Fue ignorado. La sanación lo estaba devorando de dentro a fuera. Lo estaba matando. El mundo de ahí arriba se alejaba. Flotaba, diminuto, en la oscuridad.
Unos instantes después, dejó de sentir las manos de Kennit sobre su pecho. Su corazón siguió palpitando dolorosamente. Alguien habló, desde la distancia. Oyó la voz de Kennit reverberada, llena de orgullo, pero también exhausta.
—Ahora hay que dejar que descanse. Durante los próximos días, es probable que solo se despierte para comer y que luego vuelva a sumirse en un sueño profundo. Nadie debe alarmarse por eso. Es una parte necesaria de la curación. —Oyó los suspiros de los demás piratas—. Yo también tengo que descansar. Esto me ha costado un gran esfuerzo, pero no se merecía menos.
***
Cuando Kennit se despenó, ya estaba anocheciendo. Se quedó tumbado durante unos minutos más, para saborear su victoria. La siesta lo había dejado como nuevo. Había curado a Wintrow con sus manos. Nunca se había sentido tan poderoso como después de haber regenerado la piel del chico solo por haberlo deseado. Aquellos miembros de la tripulación que lo habían presenciado todo lo miraban intimidados. La costa de las Orillas Malditas estaba ahí, esperando a que se adueñara de ella. Etta estaba loca de amor y de admiración por él. Incluso el amuleto que llevaba atado a la muñeca le sonrió maliciosamente cuando abrió los ojos. Durante un breve instante estuvo en armonía con el mundo.
—Estoy contento —dijo Kennit en voz alta.
Cuando se oyó a sí mismo pronunciar esas palabras tan poco frecuentes, no puedo evitar sonreír.
Se estaba levantando el viento. Lo escuchó silbar entre las velas, mientras reflexionaba. No había visto señales de que fuera a llegar una tormenta. Y la nave tampoco se tambaleaba debido al viento. ¿Acaso la dragona también era capaz de resistir a las tormentas?
Se levantó apresuradamente, cogió su muleta, y salió a la cubierta. El viento que revolvía sus cabellos era ligero y estable. No había nubarrones amenazantes, y las olas se movían rítmica y uniformemente. Aun así, el sonido del viento seguía llegándole cada vez más fuerte. Se apresuró hacia el lugar de donde procedía.
Para su asombro, la tripulación al completo estaba reunida alrededor de la cubierta. Se apartaron, en silencio, para dejarle paso. Se sentían intimidados ante su presencia. Se abrió camino entre ellos, hasta llegar a los escalones que llevaban a la cubierta superior. Volvió a oír el sonido ascendente del viento. Esta vez, pudo ver de dónde venía.
Rayo estaba cantando. No pudo mirarle la cara. Había echado la cabeza hacia atrás, con lo que sus largos cabellos le caían sobre los hombros. La plata y el lapislázuli de su regalo resplandecían sobre sus espumosos rizos negros. Cantaba con el sonido del viento que se levanta, y luego con el de las olas azotadas por el viento. La gama de su voz comprendía notas tan graves y silbidos tan agudos que eran imposibles de reproducir con una garganta y unos labios humanos. Era el soplo del viento hecho canción, y lo revolvió por dentro como ninguna música lo había hecho antes. Le habló a su alma en la propia lengua del mar y, en ella, Kennit reconoció su lengua materna.
A continuación, otra voz se unió a la suya, adornando con notas puras la canción de las aguas de Rayo. Todas las cabezas se giraron. En la cubierta reinaba un silencio profundo. Kennit sintió miedo durante unos segundos, pero enseguida se transformó en esperanza. Era tan bonita como la nao. Ahora la veía bien. La serpiente verde y oro acababa de emerger de las profundidades. Ondulaba, con la mandíbula muy abierta, para acompañar la canción de la nave.