Capítulo 10
Treguas

La lluvia de otoño caía contra las ventanas del dormitorio de Ronica. Siguió acostada unos minutos más mientras la escuchaba. El fuego se había ido consumiendo durante la noche. Aunque la habitación se había quedado fría, Ronica estaba agradablemente envuelta en las cálidas sábanas. No quería levantarse, todavía no. Tal y como estaba, tumbada en una cómoda cama, envuelta en sábanas limpias y un edredón calentito, podía fingir. Podía volver atrás, a un tiempo anterior, y fantasear con la idea de que cualquier día de estos la Vivacia arribaría de nuevo en los muelles. Se reencontraría con Ephron cuando bajara de la nao. Sus ojos oscuros brillarían de emoción cuando la viera. Siempre se había sorprendido de la fuerza de su primer abrazo. Su capitán la tomaría entre sus brazos y la abrazaría fuerte, como si nunca más la fuera a dejar alejarse de él.

Nunca más.

La invadió el desconsuelo. Mediante un gran esfuerzo de su voluntad, consiguió reponerse. Había superado ese bache; todavía le dolía de vez en cuando, pero cuando lo hacía se recordaba a sí misma que había sobrevivido a la pérdida. Con tantas ideas en la cabeza, se encontró irremediablemente despierta. Era muy pronto. El amanecer, nublado, casi alcanzaba ya sus ventanas.

¿Qué era lo que la había despertado?

Tenía el recuerdo borroso del sonido de las herraduras de un caballo, y del chirrido de una puerta al abrirse. ¿Habría llegado algún mensajero? Era la única razón que encontraba para tales perturbaciones matutinas. Se levantó, se vistió rápidamente sin molestar a Rache, se deslizó por los pasillos oscuros de la casa durmiente, y bajó con cuidado por las escaleras.

Se dio cuenta de que estaba sonriendo. Malta habría estado orgullosa de ella. Había aprendido que los rebordes de los escalones tendían a crujir menos, y que podía quedarse inmóvil, en la oscuridad, mientras otros pasaban delante de ella sin percatarse de que estaba allí. Algunas veces, se sentaba en el despacho y fingía quedarse dormida; así podía escuchar los cotilleos de las criadas. Antes de que llegara el temporal de otoño que había puesto fin a esta finta, había encontrado un lugar muy cómodo, debajo de la ventana del despacho, en el que podía fingir estar absorta en sus labores.

Llegó hasta el piso de abajo, y caminó sin un ruido por los pasillos hasta que salió del estudio de Davad. La puerta estaba cerrada, pero no habían corrido el pestillo. Puso la oreja en la ranura de la puerta. Solo pudo distinguir una voz de hombre. ¿Roed Caern? Seguramente. En los últimos tiempos, la compañera y él habían intimado mucho. No pasaba un día sin que se encerraran un rato en la habitación. En un principio, Ronica lo había achacado a su implicación en la muerte de Davad. Sin embargo, todo el mundo parecía considerar que ese asunto ya estaba resuelto. ¿Qué otra cosa podía haberlo conducido hasta la habitación de Serilla, a estas horas, y con tantas prisas?

Las resoluciones del Consejo del Mitonar sobre la muerte de Davad habían concluido. Serilla había proclamado, bajo la autoridad del sátrapa, que la muerte de Davad había sido un accidente, y que no había ningún culpable. Había anunciado que la satrapía había decidido que existían pruebas suficientes para determinar que Davad había traicionado a Jamaillia. Por ese motivo, la sobrina de Davad heredaría su propiedad, pero la compañera Serilla seguiría ocupándola. Era evidente que la sobrina sería recompensada por su hospitalidad continuada, cuando llegara el momento, una vez que hubieran terminado las tensiones entre civiles. Serilla se había desenvuelto con mucha finura en este asunto. Había hecho llamar a las cabezas del Consejo, les había servido vino de la bodega de Davad y sus mejores manjares, y solo después de todo eso había leído su pergamino. Ronica había estado presente, y también la sobrina de Davad, una muchacha tranquila y medida que había escuchado las resoluciones adoptadas sin interrumpir en ningún momento. Al final, la sobrina se había levantado para anunciarle al Consejo que estaba satisfecha con sus decisiones. Le había echado una ojeada a Roed mientras hablaba. La sobrina de Davad no tenía muchos motivos para sentir aprecio por su tío, pero, aun así, Ronica se preguntaba si Roed Caern no habría amenazado a la mujer. El Consejo había declarado que, si la heredera estaba satisfecha, él también se daba por satisfecho. Nadie, excepto Ronica, parecía haberse dado cuenta de que eso limpiaba la reputación de la familia Vestrit. Nadie más se había extrañado de que la traición de Davad hubiera sido hacía Jamaillia y no hacia el Mitonar. Ronica tuvo la extraña sensación de quedar completamente aislada, como si las reglas de su mundo hubieran cambiado, dejándola atrás. Ronica había pensado que Serilla la echaría de casa de Davad tan pronto como el Consejo hubiera adoptado sus resoluciones. Pero, en lugar de eso, le había insistido para que se quedara. Se había mostrado amable y condescendiente cuando había afirmado que estaba segura de que Ronica podría ayudarla en sus esfuerzos por unificar el Mitonar. Ronica dudaba de su sinceridad. Esperaba descubrir la verdadera razón de la hospitalidad continuada de Serilla. Hasta ahora, ese misterio se le había escapado. Contuvo el aliento, y tendió el oído para intentar entender todas las palabras.

—¿Huido? ¿El mensaje dice «huido»?

La respuesta de Roed fue muy brusca.

—No hace falta que lo diga. Caben muy pocas palabras en un rollito de pergamino atado a la pata de una paloma mensajera. Ha desaparecido, la compañera Kekki ha desaparecido, y la chica con ellos. Si hemos tenido suerte, se habrán ahogado todos en el río. Pero recuerda que la chica ha sido criada en el Mitonar, y que es hija de una familia de navegantes. Existen muchas posibilidades de que supiera manejar una barca. —Marcó una pausa—. El hecho de que la última vez que los vieron estuvieran en una barca me hace creer en la hipótesis de una conspiración. ¿A ti no te parece un poco raro todo esto? La chica se coló en las entrañas de la ciudad enterrada y los sacó de allí, en medio del peor terremoto que ha sacudido Casárbol en estos últimos años. Nadie los volvió a ver hasta mucho más tarde, desde la dragona, cuando estaban flotando sobre el río.

—¿Qué significa eso de «desde la dragona»? —lo interrumpió Serilla.

—No tengo ni idea —declaró Roed con impaciencia—. Nunca he estado en Casárbol. Me imagino que debe de ser algún tipo de torre o de puente. ¿Qué más da? Ya no tenemos ningún tipo de control sobre el sátrapa. Puede pasar de todo.

—Me gustaría leer yo misma esa parte del mensaje —la compañera no parecía muy segura de sí misma al hacer su demanda.

Ronica frunció el ceño. ¿Los mensajes le llegaban a Roed antes que a ella?

—Imposible. Lo destruí tan pronto como lo hube leído. No tiene sentido que nos arriesguemos a que otras gentes del Mitonar reciban esta información antes de tiempo. Ten por seguro que va a ser imposible mantener este asunto en secreto por mucho más tiempo. Muchos mercaderes del Mitonar se sienten muy unidos a sus parientes de los Territorios Pluviales. Llegarán otras palomas con las mismas noticias. Por eso tenemos que actuar con rapidez y decisión, antes de que empecemos a recibir quejas.

—Es solo que no lo entiendo. ¿Cómo ha podido llegar a esto? —La compañera parecía afligida—. Me prometieron que le darían todas las comodidades, y que estaría seguro. Cuando se fue de aquí, yo lo había convencido de que era lo mejor que podía hacer por su propio bien. ¿Qué lo haría cambiar de idea? ¿Por qué huiría? ¿Qué es lo que quiere?

Ronica oyó la risita sarcástica de Roed.

—Puede que el sátrapa sea joven, pero no es estúpido. Conmigo suele darse la misma confusión. No es la experiencia de los años la que conduce a un hombre al Gobierno, sino la herencia del poder. El sátrapa nació para hacerse con el poder, compañera. Sé bien que afirmas que no le presta atención a los asuntos políticos, pero es imposible que no vea que intentas pisarle el terreno. A lo mejor tiene miedo de lo que estás haciendo ahora: elevarte por encima de su autoridad, hablar en su nombre, tomar las decisiones por él, aquí en el Mitonar. Por lo que he visto, y por lo que has dicho, no has tomado precisamente las decisiones que hubiera tomado el sátrapa. Hablemos con claridad. Sabes que se ha aprovechado del poder que ejercía sobre el Mitonar. Sé lo que esperas. Te gustaría tomar ese poder entre tus manos y gobernarnos mejor de lo que hizo él.

Ronica oyó el ruido de las botas de Roed, que se paseaba por la habitación. Se retiró un poco de la puerta. La compañera guardaba silencio.

Cuando volvió a tomar la palabra, la voz de Roed había perdido todo su encanto.

—Vamos a ser francos. Tú y yo tenemos intereses comunes. Los dos estamos impacientes por que el Mitonar vuelva a ser lo que era. A nuestro alrededor, los unos reclaman la independencia del Mitonar, y los otros quieren compartir el poder con los nuevos mercaderes. Ambos planes están abocados al fracaso. Si queremos que florezca nuestro comercio, tenemos que mantener los lazos con Jamaillia. Por la misma razón, los nuevos mercaderes deben ser expulsados del Mitonar. Para mí, tú representas la postura ideal; si te quedas en el Mitonar y sigues hablando bajo la autoridad del sátrapa, ambos aseguraremos nuestros objetivos. Pero si el sátrapa muere, perderás la fuente de tu poder. Peor aún, si el sátrapa vuelve por sus propios medios, tu voz quedará subordinada a la suya. El esquema de mi plan es muy simple, su puesta en práctica lo es algo menos. Tenemos que recuperar el control del sátrapa. Una vez que lo tengamos, le obligaremos a que te ceda el poder sobre el Mitonar. Podrías reducir nuestras tasas, expulsar a los chalazos de Bahía Comercio, y confiscar las posesiones de los nuevos mercaderes. Nuestro trato con el sátrapa será de lo más sencillo. Le devolveremos su vida a cambio de unas cuantas concesiones. Una vez que las haya firmado, lo traeremos aquí con todos los honores. Después de todo eso, si los jamaillios nos amenazan, les mostraremos al sátrapa en todo su esplendor, para que comprendan que no tienen nada de lo que vengarse. Y, finalmente, se lo enviaremos de vuelta a Jamaillia, sano y salvo. Todo encaja, ¿a que sí?

—Todo salvo dos cosas —apuntó Serilla tranquilamente—. Hemos perdido todo control sobre el sátrapa. Y... —dijo en un tono más áspero— no me parece que tú saques mucho beneficio de todo eso. Por muy patriota que seas, Roed Caern, no me creo que tus intenciones sean puramente altruistas.

—Por eso tenemos que recuperar rápidamente al sátrapa, y controlarlo de nuevo. Eso es obvio. En cuanto a mis ambiciones, son bastante parecidas a las tuyas, como también lo es mi situación. Mi padre es un hombre robusto al que le queda mucha vida por delante. Pasarán años, puede que décadas, antes de que yo llegue a ser el mercader de los Caern. No tengo la intención de esperar tanto tiempo para obtener poder e influencia. Peor aún, me temo que, si lo hiciera, el Mitonar ya no sería ni la sombra de lo que fue para cuando yo heredara mi posición de autoridad. Si quiero asegurarme un futuro, tengo que conseguir poder por otros medios. Igual que estás haciendo tú. No veo ninguna razón por la que no debiéramos unir nuestros esfuerzos.

Los talones de goma de las botas de Caern chirriaron sobre el suelo de la habitación. Ronica se imaginó que acababa de darse la vuelta para mirar de frente a la compañera.

—Está claro que no estás acostumbrada a estar sola. Necesitas un protector, aquí en el Mitonar. Nos casamos. Yo te doy mi protección, mi nombre y mi casa, y tú compartes tu poder conmigo. ¿Podría haber algo más simple?

El tono de voz de la compañera tradujo que no daba crédito a lo que estaba oyendo.

—¡Estás yendo demasiado lejos, hijo de mercader!

Roed se rió.

—¿De verdad? Dudo de que tengas una oferta mejor. Bajo los estándares del Mitonar, se podría decir que ya casi se te ha pasado el arroz. Proyéctate en el futuro inmediato, Serilla, dentro de una semana o de un mes. Este periodo de conflicto acabará pasando. Y entonces, ¿qué va a ser de ti? No puedes volver a Jamaillia. Sería imposible que conservaras tu papel de compañera del sátrapa Cosgo. Y bien, ¿qué harás? ¿Te quedarás aquí, en el Mitonar, socialmente aislada, en medio de unas gentes que nunca terminarán de aceptarte? Acabarás siendo una anciana solterona y sin hijos. No podrás disponer eternamente de la casa y de la despensa de Restart. ¿Dónde vivirás, y cómo?

—Como bien has planteado, seré la voz del sátrapa, aquí en el Mitonar. Utilizaré esa autoridad para conseguirme un buen techo. —Cuando oyó que la compañera se enfrentaba a Roed Caern, a Ronica por poco se le escapa una sonrisa—. ¿Por qué no? He visto a otras mujeres ocuparse de sus asuntos y ejercer su propia autoridad. Piensa en Ronica Vestrit, por ejemplo.

—Bien. Consideremos el caso de Ronica Vestrit. —Roed pronunció las palabras con impaciencia—. No deberíamos perder de vista los asuntos importantes. Muy pronto te darás cuenta de que te he hecho una buena oferta. Hasta entonces, deberíamos seguir concentrados en el sátrapa. Ya hemos tenido razones para sospechar de los Vestrit. Considera todo lo que tuvo que hacer Davad Restart para colocar a Malta Vestrit ante los ojos del sátrapa durante el baile. Si fue Malta Vestrit quien les robó al sátrapa a los comerciantes de los territorios Pluviales, entonces es parte integrante de la conspiración. A lo mejor lo traen de vuelta al Mitonar para que pacte con los nuevos comerciantes. O puede que haya huido río abajo hasta llegar al mar para dar la orden de ataque al enemigo chalazo.

Se hizo el silencio. Ronica separó los labios y exhaló profundamente, sin hacer ruido. ¿Malta? ¿Qué era eso de que se había llevado al sátrapa? No tenía sentido. No podía ser verdad. Malta no podía haberse visto envuelta en todo aquello. Pero Ronica supo que sí lo estaba.

—Todavía nos queda una carta —La voz de Roed interrumpió las especulaciones de Ronica—. Si se trata de una conspiración, tenemos un rehén. —Lo que dijo a continuación confirmó los peores temores de Ronica—: Tenemos a la abuela de la niña. Podemos negociar su vida a cambio de la cooperación de la chica. Y si reniega de su familia, podemos jugar con el dinero. Podemos confiscar el hogar familiar, y amenazar con destruirlo. La chica Vestrit tiene amigos entre los mercaderes del Mitonar. No puede ser inmune a la persuasión.

Sus palabras fueron seguidas de un silencio. Cuando la compañera volvió a tomar la palabra, su voz sonó altamente ultrajada.

—¿Cómo puedes estar considerando algo así? ¿Qué harías? ¿Apresarla aquí, bajo mi techo?

—¡Son tiempos difíciles! —dijo Roed, convencido—. No vamos a restaurar el Mitonar con buenas palabras. Tenemos que estar preparados para tomar decisiones difíciles, por el bien de nuestro país. No soy el único que lo piensa. A menudo, los hijos de los mercaderes ven lo que se le resiste a la vista cansada de sus padres. Al final, cuando vuelvan a gobernar los que han de hacerlo por derecho, sabremos que lo hicimos bien. Los mayores ya han empezado a ver nuestra fuerza. Los que se nos resistan saben que no lo pasarán nada bien.

—¿Los que han de gobernar por derecho?

Ronica no tuvo oportunidad de escuchar quién consideraba Roed que tenía derecho a gobernar el Mitonar. El crujido de una puerta, a lo lejos, le dejo el tiempo justo para escapar. Alguien se estaba acercando. De puntillas, con la ligereza de una niña, se apartó de su puesto de espía, corrió por el pasillo y se escondió en los apartamentos de huéspedes. Se detuvo allí, en la penumbra, con el corazón latiéndole a cien por hora. Durante unos segundos, lo único que pudo oír fue el sonido de su cuerpo, revolucionado. Cuando su corazón volvió a latir con normalidad y se le estabilizó la respiración, llegaron ruidos nuevos a sus oídos, los sonidos débiles de la casa que estaba despertando. Desde la puerta de los apartamentos, oyó como una criada llevaba el desayuno hasta el despacho de Davad. Esperó impaciente a que la mujer se alejara, y luego se deslizó hasta su habitación.

Cuando Ronica cerró la puerta tras ella con suavidad, Rache abrió sus ojos legañosos.

—Despierta —le dijo Ronica en voz baja—. Tenemos que recoger nuestras cosas y marcharnos de inmediato.

***

Serilla se sintió patéticamente agradecida por la interrupción de la criada que traía el café y los bollos. Roed fulminó a la criada con la mirada, pero también guardó silencio. Serilla solo podía liberar sus propios pensamientos cuando se hacía el silencio. Cuando Roed se puso tan firme y habló tan seguro de sí mismo, Serilla solo pudo asentir a todo lo que decía. Solo más tarde sería capaz de recordar lo que le había estado contando, y de sentir vergüenza por haberse mostrado de acuerdo.

La atemorizaba. Poco le había faltado para desmayarse cuando le había revelado lo evidente: que Serilla ambicionaba secretamente el poder del sátrapa. Cuando había asumido con la mayor tranquilidad que podría tomarla como esposa, y se había quedado mirándola, divertido, había estado a punto de desfallecer. Aún le sudaban las manos y le temblaba todo el cuerpo. Había estado oyendo retumbar los latidos de su corazón desde que su criada la había despertado para decirle que Roed estaba abajo, y que quería verla de inmediato. Se había apresurado al vestidor, y le había gritado a la mujer cuando había intentado ayudarla. No había tenido tiempo de hacerse un recogido. Se había peinado un poco, y se había puesto unas horquillas. Se sintió tan desaliñada como una sirvienta.

Aun así, una chispa de orgullo se había encendido en su interior. Le había plantado cara. Si la sombra que había visto en el intersticio de la puerta había sido la de Ronica, entonces había conseguido avisarla. Había sospechado que había alguien detrás de la puerta, justo cuando Roed le había hecho la indecente proposición de matrimonio. De alguna manera, al pensar que Ronica podía estar oyendo su descarada oferta, Serilla había encontrado agallas suficientes para encararse con él. Había sentido vergüenza al pensar que una comerciante del Mitonar podía haber oído a Roed hablarle de esa manera. Esa vergüenza se había transformado en un arranque de coraje. Había desafiado a Roed porque había sentido la presencia de Ronica. Y él no sospechaba nada.

Se quedó sentada, muy recta, en la mesa del despacho de Davad, mientras la sirvienta les servía el desayuno, compuesto por café y bollos recién hechos. Cualquier otra mañana, el café fragante y el rico aroma de los bollos calientes le habrían abierto el apetito. Sin embargo, con Roed en frente, y sin caber en sí de impaciencia, el olor de los bollos le producía mareo. ¿Adivinaría Roed lo que había hecho? Peor aún, ¿tendría que lamentarlo ella luego? En los días que había pasado junto a Ronica Vestrit, había empezado a respetarla. Serilla no deseaba que fuera capturada ni torturada, aunque hubiera traicionado a Jamaillia. El recuerdo de sus propias experiencias la asaltaba. El sátrapa se la había entregado al capitán alegando el mismo tipo de persuasión al que había aludido para doblegar a Ronica.

En cuanto se fue la sirvienta, Roed se sirvió uno de los bollos.

—No podemos perder tiempo, compañera. Tenemos que estar preparados antes de que llegue el sátrapa con los chalazos.

Era más probable que fuese a suceder lo otro, pensó Serilla, pero no le salió la voz para decirlo. ¿Por qué, oh, por qué había vuelto a perder el coraje? Cuando Roed estaba en la habitación, ni siquiera conseguía ser lógica. No creía en sus palabras; sabía que tenía más experiencia política que él, y mayor capacidad de análisis, pero, de algún modo, no lograba apoyarse en esa idea. Cuando estaba en la habitación, se sentía atrapada en su mundo, en sus pensamientos. En su realidad.

Estaba frunciendo el ceño. No le había prestado atención. Había dicho algo y ella no le había contestado. ¿Qué había dicho? Buscó frenéticamente en el interior de su cabeza, pero no pudo encontrar nada. Solo pudo quedarse mirándolo, a punto de desfallecer.

—Bien, si no quieres café, ¿debo mandar a la criada a por té?

Recuperó el habla.

—No, por favor no te molestes. El café está bien, de verdad.

Antes de que le diera tiempo a moverse, estaba echando café en su taza. Lo miró mientras echaba, para su gusto, demasiada miel y demasiada crema en el café, pero no dijo nada. Le añadió un bollo al plato y se lo dio. Mientras hacía lo mismo para él, le preguntó, sin rodeos:

—Compañera, ¿te encuentras bien? Estás pálida.

Le sobresalieron los músculos de sus brazos poderosos, e hizo crujir sus nudillos. Serilla levantó su taza con dificultad, y bebió un trago. Cuando volvió a dejarla sobre el platito, intentó hablar con una voz tranquila. Su respuesta fue de lo más escueto.

—Estoy bien. Por favor, sigue.

—Las propuestas de negociación de Mingsley no son más que un chiste, una manera de mantenernos distraídos mientras reúnen fuerzas. Saben lo de la huida del sátrapa, y es probable que tengan más detalles que nosotros. También estoy convencido de que los Vestrit están en el ajo desde el principio. ¡Recuerda como intentó desacreditarnos esa anciana durante la reunión del Consejo de Mercaderes! Lo hizo para desviar la atención de su propio acto de traición.

—Mingsley... —comenzó Serilla.

—... No debe ser tomado en serio. Más bien tenemos que utilizarlo. Dejémosle hacer propuestas de negociaciones. Dejemos parecer, incluso, que estamos lo bastante interesados como para reunimos con él. Una vez que lo hayamos desgastado lo suficiente, nos lo quitaremos de encima.

Serillo hizo acopio de todo su valor.

—Hay algo que no cuadra. Ronica Vestrit me ha advertido que no confíe en Mingsley. Es evidente que si fueran aliados...

—... Haría todo lo posible para aparentar que no lo son —Roed terminó la frase con decisión. Sus ojos oscuros brillaban de rabia.

Serilla cogió aire y enderezó la columna.

—En repetidas ocasiones, Ronica me ha instado a diseñar un tratado de paz en el que todas las partes del Mitonar puedan tener voz. No solo los viejos mercaderes y los nuevos, sino también los esclavos, la gente de las Tres Naves, y el resto de los inmigrantes. Insiste en la idea de que el tratado lo tenemos que construir entre todos, si lo que queremos conseguir es una paz justa y duradera.

—¡Entonces se está traicionando a sí misma! —declaró Roed Caern con decisión—. Esos propósitos son peligrosos para el Mitonar, para los mercaderes, y para Jamaillia. Todos tendríamos que habernos dado cuenta de que los Vestrit se habían cambiado de bando cuando permitieron que su hija se casara con un extranjero, y además chalazo. Ya ves que la conspiración se remonta a muy lejos. Han estado años y años acumulando beneficios a expensas del Mitonar. El anciano nunca hizo negocios en la vega del río Pluvia. ¿Sabías eso? ¿Qué comerciante en su sano juicio, propietario de una nao rediviva, renunciaría a una oportunidad como esa? Aun así, de alguna manera, seguía ganando dinero. ¿De dónde? ¿De quién? Acogieron en su familia a un hombre que era mitad chalazo. Eso me parece un elemento clave. ¿No te hace sospechar que, desde un principio, los Vestrit hubieran abandonado toda lealtad hacia el Mitonar?

Enseñó su jugada demasiado pronto. Serilla se sintió intimidada por su lógica. Se dio cuenta de que estaba asintiendo de nuevo. Haciendo acopio de voluntad, consiguió detener el movimiento de su cabeza. Hizo verdaderos esfuerzos para seguir con la conversación.

—Pero, para devolverle la paz al Mitonar, tiene que haber algún tipo de acuerdo al que pueda llegar toda la gente que vive aquí. Tiene que haberlo.

Se sorprendió de que Caern asintiera.

—Exacto. Tienes razón. Pero di mejor, toda la gente que debería vivir aquí. Los viejos mercaderes. Los inmigrantes de las Tres Naves, que pactaron con nosotros cuando llegaron aquí. Y los que han llegado desde entonces, solos, en pareja, o en familias enteras, para adoptar nuestras costumbres y vivir según nuestras leyes, sin dejar de reconocer que nunca podrán llegar a ser mercaderes del Mitonar. Ese es un mestizaje con el que podemos vivir. Si expulsamos a los nuevos mercaderes y a sus esclavos, nuestra economía se repondrá. Deja que los comerciantes del Mitonar recuperen las tierras que se ganaron los nuevos mercaderes con malos modos como compensación por la falta del sátrapa hacia nuestro pueblo. Y todo volverá a funcionar bien en el Mitonar.

Era una lógica infantil, demasiado simplista como para ser real. Dejarlo todo como estaba antes, esa era su propuesta. ¿Acaso no veía que la historia no es como una taza de té? ¡No puedes volver a verterla en la tetera! Lo intentó de nuevo, y envolvió su voz con una fuerza que no sentía para nada en su interior.

—No me parece justo. Los esclavos no eligieron venir aquí. A lo mejor...

Caern la cortó.

—Es justo, entonces, que tampoco tengan elección a la hora de ser expulsados del Mitonar. Equilibra perfectamente la balanza. Déjalos marchar y conviértelos así en el problema de los que los trajeron aquí. De lo contrario, seguirán vagando por las calles y comportándose como unos salvajes, haciendo fechorías, asustando y robando a la gente honesta.

Una diminuta chispa de su antiguo espíritu combativo prendió en su interior. Habló sin pensar.

—Pero ¿cómo piensas llevar a cabo todo esto? —preguntó—. ¿Les pedirás simplemente que se marchen? No creo que te obedezcan.

Durante unos segundos, Caern pareció extrañado. La sombra de la duda pasó por sus ojos. Pero, enseguida, sus labios se torcieron en una mueca de desdén.

—No soy estúpido —escupió—. Habrá que derramar sangre. Eso lo sé. Otros mercaderes e hijos de mercaderes me apoyan en esto. Ya lo hemos hablado. Todos asumimos que habrá que derramar sangre antes de que todo se resuelva. Es el precio que nuestros antepasados pagaron por el Mitonar. Ahora nos toca a nosotros. Si tenemos que hacerlo, lo haremos. Queremos preservar nuestra propia sangre. Oh, sí. —Respiró profundamente, y se paseó por el estudio durante unos segundos.

»Esto es lo que vas a hacer. Vamos a convocar una sesión extraordinaria del Consejo de Mercaderes... No, no de todos, solo de las cabezas del Consejo. Les anunciarás las graves noticias: que el sátrapa ha desaparecido después de un terremoto, y que nos tememos que haya muerto, razón por la cual tú has decidido actuar por tu cuenta para acabar con el malestar social en el Mitonar. Diles que tenemos que pactar con los nuevos comerciantes, pero especifica bien que cada familia de comerciantes deberá ratificar el tratado. Le haremos saber a Mingsley que estamos preparados para discutir los términos del acuerdo, pero que cada familia de nuevos comerciantes deberá enviar a un representante a las negociaciones. Abriremos una tregua. Tendrán que venir desarmados, y sin criados ni escoltas de ningún tipo. A la Explanada de los Mercaderes. Una vez que los hayamos reunido allí, podremos apretar el lazo. Les diremos a los nuevos comerciantes que abandonen pacíficamente nuestras orillas, dejando todas sus posesiones aquí, o, de lo contrario, los rehenes lo pagarán. Déjalos que se organicen como quieran, pero hazles saber que no liberaremos a los rehenes hasta que los demás se encuentren a un día de distancia en barco de Bahía Comercio. Se los haremos llegar por vía marítima. Después...

—¿Estás realmente preparado para matar a todos los rehenes si no están de acuerdo contigo? —Serilla no pudo imprimirle más fuerza a su voz.

—No llegaremos a esos extremos —aseguró de inmediato—. Y, si llegamos, la culpa será de ellos, no nuestra. —Habló demasiado deprisa. ¿Intentaba tranquilizarla a ella, o a sí mismo?

Serilla intentó hacer acopio de valor para decirle que era un inconsciente. Un chico grande escupiendo sinsentidos. Ella también había sido una inconsciente, por haber confiado en él en el pasado. Se había dado cuenta tarde de que su herramienta tenía los bordes afilados. Tenía que deshacerse de él antes de que pudiera causar más daños. Pero no era capaz de hacerlo. Estaba de pie delante de ella, le vibraban las aletas de la nariz, tenía los puños cerrados a cada lado del cuerpo, y Serilla podía sentirlo burbujear de rabia bajo esa máscara de tranquilidad aparente. Si se ponía en su contra, podría volcar toda su rabia sobre ella. Solo podía pensar en la mejor manera de huir.

Se levantó, despacio, en un intento por transmitir serenidad.

—Gracias por traerme estas noticias, Roed. Ahora quiero quedarme sola, para poder pensar en todo esto. —Inclinó la cabeza en su dirección, y deseó que él se inclinara también, y que después se marchara.

En lugar de eso, sacudió la cabeza.

—No hay tiempo para eso, compañera. Las circunstancias nos obligan a actuar de inmediato. Ahora tienes que redactar las cartas de convocatoria para el Consejo. Cuando lo hayas hecho, manda llamar a una criada para que las entregue. Yo mismo iré a arrestar a la mujer Vestrit. Dime cuál es su habitación. —Frunció el ceño repentinamente—. A menos que ya te haya convencido. ¿Crees que conseguirías más poder si te unieras a la conspiración de los nuevos mercaderes?

Era evidente que, si decía que sí, la clasificaría enseguida como su enemiga. Y entonces sería tan rudo con ella como se estaba preparando para ser con Ronica. Cuando le había plantado cara, la mujer Vestrit había logrado asustarlo.

¿Sería Ronica la que había estado en el pasillo? ¿Habría escuchado y entendido el aviso? ¿Había hecho Serilla todo lo posible para salvarla, o la había sacrificado para salvarse a sí misma?

Roed estaba continuamente abriendo y cerrando los puños, a cada lado de su cuerpo. Serilla se imaginaba demasiado bien a Roed agarrando brutalmente de la muñeca a la mujer Vestrit. Pero no podía detenerlo. Si lo intentaba, le haría daño a ella. Era demasiado grande y fuerte, demasiado hombre. No conseguía pensar, con él en la habitación. Si se iba a buscarla, le daría algo de tiempo. No sería culpa suya, no más que la muerte de Davad Restart. Había hecho lo que había podido, ¿no? Pero ¿qué pasaría si no había habido nadie detrás de la puerta? ¿Qué pasaría si la anciana seguía durmiendo? Se le había secado la boca, pero una extraña pronunció las terribles palabras.

—Sube las escaleras. Cuarta puerta a la izquierda. En la habitación de Davad.

Roed fue para allá; el sonido de sus botas lo acompañó mientras se alejaba.

Serilla le siguió con la mirada. Cuando estuvo fuera del alcance de su vista, se echó sobre la mesa, con la cabeza entre las manos. No era culpa suya, intentaba decirse para encontrar consuelo. Nadie podría haber superado aquello por lo que ella había pasado. Las palabras de Ronica le vinieron a la mente: «Ese es el reto, compañera. Aprender de lo que te ha pasado, en vez de dejarte ahogar por ello».

***

Conocer el diseño de la ciudad, reconocía Ronica amargamente, no era igual que conocer la geografía de sus alrededores. Suspiró, a la vista de la enorme zanja que le cortaba el paso. Ella era la que había guiado a Rache por ese camino, a través del bosque que había detrás de la casa de Davad. Sabía que, si lograban abrirse camino hasta el mar, llegarían a un barrio humilde donde las familias de las Tres Naves tenían sus hogares. Lo había visto a menudo en el mapa que Ephron tenía en su estudio. Pero el mapa no mostraba la zanja que partía el bosque, ni el reguero pantanoso que había en el fondo. Se detuvo para observarla desde arriba.

—A lo mejor tendríamos que haber ido por la carretera —le dijo a Rache, penosamente. Se protegió los hombros con el chal de Dorill.

—En la carretera nos habrían encontrado enseguida. No. Hiciste bien en llevarnos por este camino. —De repente, la criada cogió la mano de Ronica y la estrechó entre las suyas, cálidamente—. Sigamos el curso del pantano. O llegamos a un lugar por el que lo crucen los animales, o nos lleva hasta la playa. Desde la playa, podremos seguir la línea de costa hasta el lugar en donde están amarrados los barcos de pesca.

Rache pasó delante de Ronica, y esta la siguió, agradecida. Sus faldas y chales se enganchaban con las ramillas de los arbustos, desnudos de hojas. Rache se abría camino entre los helechos y las gotas de savia que caían de las hojas. Los cedros formaban un techo tupido de hojas que recogía casi toda la lluvia, pero, en los claros, les caía una tromba de agua encima. No llevaban nada con ellas. No habían tenido tiempo de empaquetar sus cosas. Si las gentes de las Tres Naves no las recibían esa noche en sus casas, tendrían que dormir a la intemperie, sin más abrigo que el de sus propias carnes.

—No tienes por qué mezclarte en esto, Rache. —Ronica se sintió obligada a decírselo—. Si me abandonas, podrías encontrar refugio entre los Tatuados. Roed no tiene ningún motivo para ir a por ti. Estarías a salvo.

—Tonterías —declaró la sirvienta—. Además, tú no te sabes el camino hasta la casa de Kelter el Ralo. Estoy convencida de que es el primer lugar al que tenemos que ir. Si no nos acoge, a lo mejor tendremos que refugiarnos con los Tatuados.

A media mañana, dejó de llover. Llegaron a un lugar en el que la pendiente de la ladera se hacía demasiado pronunciada. En el camino que serpenteaba por la ladera, Ronica distinguió la huella de un pie sobre el barro húmedo. Este camino no lo utilizaban solo los ciervos. Siguió a Rache con mucho cuidado, agarrándose a los troncos de árbol y a los arbustos para no caerse. Cuando llegaron abajo, sus piernas cubiertas de arañazos tenían barro hasta las rodillas. Eso importaba poco. No había ningún puente por el que pudieran cruzar el caudal de agua, enorme y verde, del fondo del barranco. Las dos mujeres se hundieron en él en silencio. La otra orilla no era ni tan alta ni tan empinada. Consiguieron subir, agarrándose la una a la otra, y salieron a un bosque con mucha menos espesura.

Ahora estaban en un sendero que se ensanchó a los pocos metros. Ronica empezó a echar ojeadas a los refugios construidos por los pescadores entre el follaje. De repente, respiró el humo de las hogueras y el olor del desayuno cociéndose en las cazuelas. Hizo que le rugiera el estómago.

—¿Quién vive aquí? —le preguntó a Rache, mientras la criada la instaba a apresurar el paso.

—Gente que no puede vivir en ninguna otra parte —contestó Rache. A los pocos segundos, como si se arrepintiera de haberlo dado una evasiva, le dijo—: La mayoría son esclavos huidos de sus propietarios nuevos comerciantes. Tienen que mantenerse ocultos. No pueden buscar trabajo, ni abandonar la ciudad. Los nuevos comerciantes tienen vigilantes en los muelles y detienen a los esclavos sin papeles. No es el único barrio de chabolas escondido en los alrededores del Mitonar. Hay más, y se han multiplicado desde la Noche de los Incendios. Hay mucha gente escondida aquí, Ronica. Viven en los límites de tu ciudad, de las migajas que les reportan los negocios del Mitonar, pero son gente igual que tú. Ponen trampas, y cultivan verduras y hortalizas en sus diminutos jardines, o recogen las nueces y demás frutos del bosque. Comercian, sobre todo con las gentes de las Tres Naves, para conseguir pescado y objetos que necesiten.

Pasaron cerca de dos cabañas que estaban pegadas la una a la otra, a la sombra de una hilera de cedros.

Rache soltó una risita.

—Al llegar a tu ciudad, cada nuevo comerciante traía consigo al menos a diez esclavos. Cuidadoras, cocineros y pinches, y granjeros para labrar las tierras y cultivar los huertos: no se pasearon por la ciudad, no se mezclaron entre los tuyos, pero aquí están.

Una débil sonrisa le deformó el tatuaje.

—Nuestro gran número nos hace pensar, al menos, que tenemos una fuerza considerable. Para bien o para mal estamos aquí, Ronica, y aquí nos quedaremos. El Mitonar no tendrá más remedio que reconocer eso. No podemos vivir eternamente marginados, escondidos en las afueras de tu ciudad. Necesitamos reconocimiento y aceptación.

Ronica guardaba silencio. Las palabras de la ex esclava sonaban, a lo menos, amenazantes. Distinguió a dos niños, abajo en el camino. No tardaron ni diez segundos en desaparecer, como un par de conejitos asustados. Ronica empezó a preguntarse si Rache no la había llevado deliberadamente por este camino. Era evidente que se sentía a sus anchas en ese entorno, como en casa.

Subieron por otra colina, dejando atrás el asentamiento disperso de cabañas y chabolas. La frondosidad del bosque de coníferos sumía el asentamiento en una oscuridad mayor. El sendero se estrechó. Por allí debía pasar menos gente. Sin embargo, ahora que Ronica se fijaba, vio que otros caminos nacían del sendero. Un poco antes de que llegara a la playa en la que se encontraban las casas de las Tres Naves, se había estrechado tanto que solo parecía apto para ser usado por animales pequeños. Una brisa helada que venía de las aguas las envolvió. Ronica hizo una mueca al pensar en el aspecto mugriento y andrajoso que debía de tener, pero no podía hacer nada para remediarlo.

En esta parte del Mitonar, las casas se alineaban siguiendo el contorno de la playa, para que las familias de las Tres Naves pudieran ver volver sus embarcaciones pesqueras. Mientras Rache avanzaba a grandes zancadas, Ronica observaba con interés todo lo que tenía a su alrededor. Nunca antes había estado allí. Las calles ventadas estaban llenas de charcos, debido a la situación de la bahía, expuesta a las tormentas. Habían niños jugando bajo los toldos de los porches de las casas. La brisa les trajo el olor de la madera quemada y del pescado en la parrilla. Algunas redes que necesitaban unos remiendos colgaban entre las casas. Esta parte de la ciudad no parecía muy afectada por los disturbios y la devastación que los había sacudido. Una mujer que llevaba una carretilla llena de pescado apresuró el paso cuando las vio caminar hacia ella. Las saludó con un gesto de la cabeza.

—Aquí. Esta es la casa de Kelter el Ralo—dijo Rache de repente. La estructura laberíntica de la casa de un solo piso no parecía muy distinta de la de las casas vecinas. La única indicación de gran riqueza que Ronica pudo ver fue un papel pintado nuevo. Subieron hasta la terraza cubierta, que se extendía por todo el largo de la casa, y Rache dio un golpe seco contra la puerta de entrada.

Ronica se retiró los mechones empapados de la frente, al tiempo que se abría la puerta. Las recibió una mujer alta, fuerte y campechana, como la mayoría de los habitantes de las Tres Naves. Tenía pecas y la humedad hacía que se le rizara el pelo, que llevaba teñido de rojo. Durante los primeros segundos las observó con suspicacia, pero enseguida suavizó sus rasgos y les sonrió.

—Te recuerdo —le dijo a Rache—. Tú eres la que le pidió un poco de pescado a Pa.

Rache asintió, sin ofenderse por la aclaración.

—Desde ese día, he vuelto dos veces más para verlo. Tú siempre estabas fuera, en el barco, pescando. Eres Ekke, ¿verdad?

Ekke dejó de dudar de ellas.

—Ah, entonces entrad. Estáis más mojadas que la propia lluvia. No, no os preocupéis por el barro de vuestras zapatillas. Si todos los que vienen ensucian de barro el rellano, alguien tendrá que ponerse a limpiarlo.

El estado del suelo de la entrada invitaba a pensar que eso ocurriría pronto. Las tablas de madera solo estaban cubiertas por huellas de pisadas. Los techos interiores eran bajos, y las pequeñas ventanas no dejaban que penetrara mucha luz. Un gato dormía repantingado junto a un perro de caza bastante peludo. Cuando pasaron delante de ellos, el perro abrió un ojo en señal de saludo, y enseguida volvió a dormirse. Detrás del perro había una mesa robusta rodeada de sus correspondientes sillas.

—Sentaos —las invitó la mujer—. Y quitaos vuestras ropas mojadas. Pa no ha llegado todavía, pero no creo que tarde mucho. ¿Té?

—Te lo agradecería —le contestó Ronica.

Ekke cogió un barril de agua y vertió una poca en un cazo. Mientras la ponía a hervir, miraba a las dos mujeres a través de su hombro.

—Quedan unas pocas gachas del desayuno de esta mañana. Están un poco secas y correosas, pero llenan igual. ¿Queréis que os caliente unos tazones?

—Con mucho gusto —contestó Rache, cuando vio que Ronica no podía encontrar las palabras.

Se había emocionado ante la hospitalidad de la chica y su sencillez, aunque también se daba cuenta de que debía de tener un aspecto deplorable para merecer tanta caridad. Pensó en lo humillante que era para ella estar pidiendo refugio a unas gentes de las Tres Naves. ¿Qué habría pensado Ephron ahora?

Efectivamente, las gachas sobrantes estaban secas y correosas. Ronica devoró su parte, junto con una taza caliente de un té rojizo especiado con cardamomo, como era costumbre en las Tres Naves. Ekke pareció darse cuenta de que tanto Rache como ella estaban hambrientas y exhaustas. Las dejó comer mientras llevaba toda la conversación sobre la llegada del invierno, las redes que había que remendar, y la cantidad de sal que tendrían que comprar en alguna parte si querían conservar suficiente pescado como para abastecerse durante el periodo de temporales. Ronica y Rache asentían sin dejar de masticar.

Una vez que se hubieron terminado las gachas, Ekke se llevó sus tazones. Volvió a llenar sus tazas con el fragante té, que todavía estaba hirviendo. Solo después se sentó con ellas y se sirvió ella misma una taza.

—Así que vosotras sois las mujeres que habéis estado hablando con Pa, ¿no es así? Habéis venido para discutir sobre el estado del Mitonar, ¿verdad?

Ronica agradeció la franqueza, y se la devolvió.

—No exactamente. Tu padre y yo hemos estado hablando de la necesidad de unir a los habitantes de los diferentes pueblos del Mitonar para poder elaborar un tratado de paz. Las cosas no pueden seguir como hasta ahora. Si lo hicieran, los chalazos no tendrían más que quedarse esperando en los alrededores del puerto a que nos matemos a mordiscos entre nosotros. Tal y como están las cosas ahora, nuestros barcos patrulleros tienen dificultades para abastecer a la ciudad. Sin mencionar lo difícil que va a ser expulsar a los chalazos para los padres e hijos que estén preocupados por sus desprotegidas familias.

Ekke fruncía el ceño mientras asentía. De repente, Rache interrumpió a Ronica con suavidad.

—Pero ahora no estamos aquí por eso. Ronica y yo venimos a pediros asilo, en la medida de lo posible. Nuestras vidas corren peligro.

Demasiado dramatismo, pensó Ronica para sus adentros al ver como la mujer de las Tres Naves entornaba las cejas. Segundos después, se oyó el sonido de unas botas en el exterior, y la puerta se abrió para recibir a Kelter el Ralo. Era, como bien había descrito Rache en una ocasión, un hombre tan ancho como un barril, que tenía más barba y más pelo en los brazos que en la coronilla. Se detuvo en la puerta, sorprendido. La cerró tras su paso y permaneció ahí quieto, alisándose la barba, perplejo. Su mirada saltó de su hija hasta las dos mujeres que estaban sentadas con ella en la mesa.

Cogió aire, de repente, como si acabara de recordar las buenas maneras. Pero sus primeras palabras fueron igual de tajantes que habían sido las de su hija:

—¿Y qué es lo que trae hasta mi casa y mi mesa a la mercader Vestrit?

Ronica se levantó de inmediato.

—La necesidad, Kelter el Ralo. Mi propia gente me ha dado la espalda. Consideran que los he traicionado y me acusan de haber complotado contra el sátrapa, cuando la verdad es que no he hecho nada.

—Y has venido a refugiarte entre los míos —apuntó Kelter, sin rodeos.

Ronica inclinó la cabeza en señal de asentimiento. Ambos sabían que eso les traería problemas al Peludo y a su hija. No hacía falta decirlo.

—Es un asunto de mercaderes, no es justo que te pida que te involucres. No voy a pedirte que me acojas aquí. Solo que le envíes un mensaje a otro mercader, uno en el que confío plenamente. Si me dejas escribir ese mensaje y encuentras a alguien que se lo entregue a Grag Tenira, de los mercaderes del Mitonar, y luego me dejas que espere aquí mientras contesta... eso es todo lo que te pediré.

Se hizo el silencio hasta que añadió:

—Sé que te estoy pidiendo un gran favor, considerando que solo hemos hablado en dos ocasiones.

—Pero hablaste con sensatez en cada una de ellas. Sobre las cosas que tenían que ver conmigo, sobre el tratado de paz para el Mitonar, un tratado al que el pueblo de las Tres Naves podría añadir su voz y su voto. Y el apellido Tenira no me es desconocido. Les he vendido pescado en más de una ocasión para las reservas de su nave. En esa casa educan a hombres de honor. —El Peludo se quedó un momento pensativo, mientras consideraba la demanda—. Lo haré —dijo finalmente.

—No tengo nada para compensártelo —apuntó Ronica enseguida.

—No recuerdo haberte pedido nada —El Ralo fue brusco, pero no impertinente. Añadió, viniendo al caso—: No se me ocurre nada que pueda compensar el riesgo al que va a verse expuesta mi hija. Y si logro conservar mi sentido común, el riesgo que vayamos a correr importa poco.

—A mí no me importa, Pa —dijo Ekke con tranquilidad—. Deja que la señora escriba su mensaje. Yo misma se lo llevaré a Tenira.

Una leve sonrisa perfiló los rasgos del amplio rostro del Peludo.

—Pensé que a lo mejor querrías hacerlo —dijo. Ronica observó como de repente, Ekke había pasado a considerarla como «la señora». Curiosamente, esa apelación hizo que se sintiera aún más extranjera en ese lugar.

—Ni siquiera tengo un trozo de papel ni un tintero a los que pueda llamar míos —les hizo observar, sin alterarse.

—Tenemos de todo. El hecho de que seamos de las Tres Naves no implica que no escribamos cartas —dijo Ekke.

Su tono de voz se cubrió de aspereza. Se levantó de un brinco para traerle a Ronica una hoja de papel en condiciones, una pluma, y un tintero.

Ronica cogió la pluma, la mojó en tinta, y se detuvo en seco. Dijo, tanto para Rache como para ella:

—Tengo que escoger cuidadosamente mis palabras. No solo necesito pedirle ayuda, sino darle noticias que tienen que ver con el Mitonar en su conjunto, noticias que deben llegar cuanto antes a numerosos oídos.

—Y que no te has ofrecido aún a compartir con nosotros —observó Ekke.

—Tienes razón —aceptó Ronica humildemente. Dejó su pluma a un lado y buscó la mirada de Ekke—. Apenas sé lo que significan las noticias que traigo, pero me temo que sus consecuencias van a recaer sobre todos nosotros. El sátrapa está desaparecido. Había sido trasladado a los Territorios Pluviales, río arriba, por su seguridad. Es bien sabido que las únicas embarcaciones que pueden navegar por ese río son las naos redivivas. Allí, según parece, estaría a salvo de cualquier conspiración de los nuevos mercaderes o de los chalazos.

—Claro. Allí solo podría llegar un mercader del Mitonar.

—¡Ekke! —la reprendió su padre. Frunció el ceño mientras le decía a Ronica—: Sigue.

—Hubo un terremoto. No sé gran cosa, aparte de que causó grandes daños y que el sátrapa estuvo desaparecido durante un tiempo. Ahora se dice que fue visto en una barca que se precipitaba río abajo. Junto con mi nieta Malta. —Le costó pronunciar las siguientes palabras—: Algunos temen que se haya puesto en contra de los viejos mercaderes. Que sea una traidora, y que lo haya convencido de que tenía que huir del santuario si quería estar a salvo.

—¿Y cuál es la verdad? —preguntó el Peludo.

Ronica sacudió la cabeza.

—No lo sé. Sorprendí una conversación que no me estaba dirigida; no pude preguntar nada. Dijeron algo acerca de una amenaza Jamaillia, pero no pude oír lo suficiente como para saber si la amenaza era real o solo sospechada. Y en lo que respecta a mi nieta...

Durante unos segundos, se le cerró la garganta. Se sintió invadida por unos miedos que, hasta ahora, se había negado a reconocer. Se obligó a coger aire para deshacer el nudo de su garganta, y habló con una calma que no sentía.

—No es seguro que el sátrapa y aquellos que iban con él hayan sobrevivido. El río puede haber consumido su barca, o pueden haber sido capturados. Nadie sabe dónde están. Y si el sátrapa sigue desaparecido, sea por las razones que sea, me temo que nos precipitaremos hacia la guerra. Contra Jamaillia, y a lo mejor contra Chalaza. O simplemente hacia la guerra civil, aquí en el Mitonar. Viejos mercaderes contra nuevos.

—Con las Tres Naves de por medio, como siempre —comentó Ekke, sarcásticamente—. Bueno, las cosas son lo que son. Escriba su carta, señora, y yo la llevaré. Me parece mejor que ese tipo de noticias se expandan a que se mantengan en secreto.

—Has dado en el clavo —le contestó Ronica.

Cogió la pluma y la mojó otra vez en tinta. Pero, mientras la dejaba correr sobre el papel, no estaba pensando únicamente en las palabras que harían acudir a Grag con la mayor urgencia, sino también en lo difícil que iba resultar forjar una paz duradera para el Mitonar. Mucho más difícil de lo que había pensado en un principio. La pluma arañaba la hoja de papel al moverse velozmente sobre ella.