Capítulo 9
Batalla

Althea echó una ojeada a la cubierta; todo estaba yendo como la seda. Los vientos se habían estabilizado, y Haff estaba en el timón. Por encima de sus cabezas, el cielo era de un azul profundo. En la cubierta central, seis marineros estaban siguiendo metódicamente una serie de pasos de ataque y defensa, ayudados de unos palos. Aunque no estaban poniéndole mucho empeño, Brashen parecía satisfecho con el estilo de la ejecución de los pasos. Lavoy se paseaba entre ellos, los regañaba y los corregía en voz alta. Sacudió la cabeza. No pretendía tener conocimientos avanzados de lucha, pero este teatrillo predecible la aburría. No podía haber batalla tan ordenada como el toma y daca de golpes que practicaban los marineros, ni tan parsimoniosa y tranquila como las prácticas de tiro con arco que lo habían precedido. ¿De qué les servía eso? A pesar de todo, se calló la boca y, cuando le llegó el turno, hizo sus entrenamientos como los demás, e intentó ponerle todo el sentimiento que podía. Estaba mejorando mucho. Aun así, era difícil creer que nada de eso fuera a resultarles útil en una batalla de verdad.

No había compartido sus dudas con Brashen. Últimamente, su deseo por él se había intensificado. No se dejaría tentar buscando una entrevista privada con él. Si él estaba siendo capaz de controlarse, ella también podría hacerlo. Era, sencillamente, una cuestión de respeto. Escuchó el sonido rítmico de las espadas de palo al chocar entre sí, cuya cadencia marcaba Clave con ayuda de una de sus canciones. Por lo menos, se dijo para sus adentros, aquello mantenía a la tripulación en orden. El Paragon llevaba a más marineros de los que se necesitaban en una tripulación porque Brashen había contratado a suficientes hombres como para que unos lucharan mientras otros llevaban la nave, y otros tantos para reemplazar las bajas. Cuando no se los mantenía ocupados, los hombres no dejaban de pelearse, hacinados como estaban en las habitaciones.

Satisfecha con que nada precisara de su atención inmediata, se fue hasta el mástil. Aunque le dolían los músculos, a causa de la movilidad reducida de la que disponía a bordo de la nave, se obligó a acelerar el paso. El enérgico paseo hasta la plataforma del vigía le alivió algunos de los dolores de las piernas.

Ámbar la oyó llegar. Parecía tener un talento natural para controlar siempre a quien tenía a su alrededor. Mientras se subía hasta la plataforma que tenía encima de ella, Althea vio como la carpintera, resignada, le sonreía para darle la bienvenida. Finalmente se sentó delante de Ámbar, en la barandilla, con las piernas colgando.

—¿Cómo te encuentras? —la saludó.

Ámbar esgrimió una sonrisa triste.

—Bien. ¿Cuándo vas a dejar de preocuparte? Estoy bien. Ya te lo he dicho, estos achaques vienen y van. No es nada serio.

—Ummh —Althea no sabía bien si debía creerla.

Todavía se preguntaba lo que había pasado aquella noche en que había encontrado a Ámbar inconsciente en la plataforma. La carpintera sostenía que simplemente se había desmayado, y que las magulladuras de su cara se las había hecho al chocar contra la cubierta. Althea no veía ninguna razón por la cual le mentiría. Con toda seguridad, si Lavoy la hubiera golpeado, o bien Ámbar o bien Paragon habrían dado buena cuenta de ello.

Estudió el rostro de Ámbar. Últimamente, la carpintera había pedido ocupar el puesto de vigía y Althea se lo había concedido, muy a su pesar. Si caía sobre la cubierta desde esa altura, tendría mucho más que unas simples magulladuras en la cara. Aun así, parecía que ese trabajo solitario en las alturas le hacía bien. En efecto, si bien el sol y el viento habían quemado su rostro hasta que se le había pelado, la piel que tenía debajo estaba bien tostada y rebosante de salud, lo que hacía resaltar sus ojos y su melena. Althea nunca la había visto tan vital.

—No hay nada que ver —murmuró Ámbar, incómoda, y Althea se dio cuenta de que llevaba un rato observándola descaradamente.

Ignoró deliberadamente sus palabras. Se puso a escrutar el horizonte, como si buscara velas.

—Entre todas estas islas, nunca se sabe. Esa es una de las razones por las que los piratas aman estas aguas. Un barco puede quedarse escondido detrás de cualquiera de estas calas o ensenadas, y aguardar, al acecho, a que llegue su presa. Los piratas pueden estar en cualquier sitio.

—Como allí, por ejemplo. —Ámbar levantó un brazo y señaló. Althea siguió la dirección del gesto con la mirada. Observó el mar durante un momento, y luego preguntó—: ¿Viste algo?

—Por un momento creí haberlo visto. La punta de un mástil moviéndose detrás de esos árboles de allí.

Althea fijó la mirada, entornando los ojos.

—Allí no hay nada —decidió, y relajó la vista—. Puede que vieras a un pájaro moverse de rama en rama. Tu ojo captaría el movimiento, ¿no crees?

Delante de ellas, el paisaje estaba compuesto por una deslumbrante combinación de verdes y de azules. De las aguas emergían unas islas de rocas escarpadas, coronadas con exuberante vegetación. Corrientes y cascadas descendían hasta los acantilados. La luz del sol hacia brillar el agua que caía con fuerza hasta fundirse con las olas. Eso era todo lo que se podía ver desde la cubierta. Ahí en lo alto del mástil, se podían distinguir con nitidez los contornos de las tierras y de las aguas. El color del agua variaba, no solo con la profundidad sino también con la cantidad de agua dulce que flotaba encima del agua salada. Gracias a la variedad de azules, Althea pudo saber que el canal que se abría por delante de ellos era lo bastante profundo como para que pasara el Paragon, pero también que era más bien estrecho. Supuestamente, Ámbar tenía que observar estas discontinuidades y darle un grito a Haff, el timonel, si la falta de profundidad impedía el paso de la nave. Las dunas de arena sumergidas eran el segundo peligro más legendario de las islas Piratas.

En dirección este, todo un conjunto de islotes emergentes podían ser tomados tanto por islas como por cimas de montañas de alguna línea de costa sumergida. Corrientes de agua dulce llevaban sin cesar por esa dirección, arrastrando con ellas arena y escombros que formaban nuevos montículos un poco más lejos. Las tormentas que se descargaban con regularidad sobre la zona barrían y reorganizaban estos obstáculos para la navegación. Dibujar el contorno de las islas Piratas era una tarea inútil. Algunas vías quedaban obstruidas y se volvía imposible todo paso, hasta que la siguiente tormenta lo barría todo de nuevo y las dejaba completamente despejadas. Estos riesgos de la navegación que ralentizaban sobre todo a los navíos mercantes, cargados hasta los topes, eran aliados de los piratas. A menudo, los piratas eran hombres poco sagaces, pero que conocían las aguas y las corrientes tan bien como podían ser conocidas. En todo el tiempo en que Althea llevaba surcando las Orillas Malditas, jamás se había aventurado tan cerca de las islas Piratas. Su padre siempre las había evitado, así como intentaba evitar cualquier otro tipo de problema. «Los únicos beneficios que se obtienen del peligro son los problemas», dijo en más de una ocasión. Althea se sonrió.

—¿En qué estás pensando? —le preguntó Ámbar.

—En mi padre.

Ámbar asintió.

—Me alegro de que ya puedas pensar en él y sonreír.

Althea murmuró algo en señal de asentimiento, pero no dijo nada más. Guardaron silencio durante un rato. Lo elevado de la plataforma acentuaba el suave balanceo de la nave por debajo de ellas. Althea no pudo recordar ningún momento en el que no lo hubiera encontrado fascinante. Pero el momento de paz no duró. La pregunta la consumía por dentro. Volvió a formulársela a Ámbar, sin mirarla a la cara.

—¿Estás segura de que Lavoy no te hizo nada?

Ámbar suspiró.

—¿Por qué te mentiría? —preguntó.

—No lo sé. ¿Por qué contestarías a mi pregunta con otra pregunta?

Ámbar la miró, enojada.

—¿Por qué no puedes aceptar que me sentí mal y me desmayé? Si hubiera habido algo más que eso, ¿te crees que el Paragon se lo habría callado durante todo este tiempo?

Althea no contestó de inmediato. Luego dijo:

—No lo sé. Últimamente, Paragon no parece el mismo de siempre. Solía aburrirme cuando se enfurruñaba o se ponía melodramático. Entonces parecía una oveja descarriada por la que no se podía hacer nada. Aunque también había momentos en los que se mostraba simpático. Nos decía a Brashen y a mí que lo hacía para demostrarnos que era capaz de ello. Pero, últimamente, cuando se digna a hablar conmigo, dice algunas cosas muy desagradables. Saca el tema de los piratas, y todo lo que cuenta está teñido de sangre, de violencia y de muerte. De las torturas que ha visto. Lo dice de tal manera que parece que estoy lidiando con un muchacho presuntuoso que lo único que busca es provocar a su interlocutor. Ni siquiera sé qué parte de sus historias debo creerme. ¿Será que quiere impresionarme por haber sido testigo de tantas crueldades? Cuando le hago razonar, está de acuerdo conmigo en que todas esas cosas son horribles. Pero sigue relatando las historias con el mismo regocijo salaz; es como si tuviera escondido dentro de él a un hombre violento y cruel al que deleitara contando todo lo que sería capaz de hacer. No sé de dónde le está viniendo toda esa crueldad. —Desvió su mirada de la de Ámbar, y añadió—: Pero no me gusta que esté pasando tanto tiempo con Lavoy.

—Sería más correcto que hablaras de la cantidad de tiempo que está pasando Lavoy con él. El Paragon apenas tiene posibilidades de ir al encuentro del primer oficial. Es él quien va detrás del Paragon, Althea. Lo incita a desarrollar fantasías de violencia. Compiten para ver quién cuenta las historias más sangrientas, como si se pudiera medir la hombría según el número de crueldades que se hubieran presenciado. —La decepción vibraba en la voz suave de Ámbar—. Con esto, me temo que Lavoy persigue sus propios fines.

Althea se sintió incómoda. Tuvo la repentina impresión de que, si continuaba la conversación por esta vía, lo iba a lamentar.

—No podemos hacer gran cosa para evitarlo.

—¿Tú crees? —Ámbar la miró de perfil—. Brashen podría prohibirles todo contacto.

Althea sacudió la cabeza. Ya se había arrepentido.

—No sin desprestigiar la imagen de Lavoy a bordo de la nave. Los hombres lo tomarían como un reproche y...

Ámbar la cortó.

—Pues déjalos pensar lo que quieran. Te digo por experiencia que cuando un hombre que tiene a otros a su cargo empieza a portarse mal, lo mejor es quitarle el mando lo antes posible. Piensa, Althea. La nave no es nada sutil. El Paragon dice todo lo que se le pasa por la cabeza. Los marineros son algo más inteligentes que él, pero, si Lavoy está manipulando a la nao, ¿no crees que estará haciendo lo mismo con la tripulación, y especialmente con los Tatuados? Lavoy se ha ganado mucho más que su respeto. En algunos aspectos, son como el Paragon. La vida les ha dado muchos palos y eso los ha vuelto fríos y crueles. Lavoy moldea a sus hombres a partir de esa base. Mira cómo anima a la tripulación a que se burle de Lop y lo atormente. —Desvió la mirada hacia el agua—. Lavoy es un peligro. Deberíamos deshacernos de él.

—Pero Lavoy... —empezó Althea.

Ámbar la interrumpió, mientras saltaba sobre sus pies.

— ¡Un barco! —gritó, apuntando hacia el horizonte.

Debajo, en la cubierta, el segundo vigía tomó el relevo y apuntó en la misma dirección que ella, para que lo viera el timonel. Althea lo vio por fin, un mástil que se movía entre una fina línea arbolada, detrás de un brazo de tierra, cerca de donde Ámbar había estado mirando antes. Era probable que aquella nave se hubiera escondido ahí y estado acechando al Paragon hasta acercarse lo suficiente como para salir tras él.

—¡Piratas! —confirmó Althea—. ¡Piratas! —gritó, para alertar a la tripulación de cubierta.

La otra nave cambió repentinamente los colores de su bandera, como si se hubiera dado cuenta de que la habían pillado. Los piratas izaron una bandera roja con un emblema negro. Althea contó hasta seis pequeños botes preparados para el abordaje de la nao. Esa iba a ser su táctica: los botes se arrimarían al Paragon lo abordarían mientras el barco grande trataba de arrastrarlos hasta las aguas poco profundas que tenían delante de ellos. Si los hombres de los botes conseguían tomar el control de la cubierta del Paragon, podrían dirigirlo deliberadamente hacia allí y saquearlo a voluntad. El corazón de Althea latía muy fuerte. Habían hablado de esto, se habían preparado para ello, pero, de algún modo, todavía se sentía impresionada. Durante un instante, el miedo la atenazó tan fuerte que no pudo ni respirar. Los hombres de aquellos botes iban a hacer todo lo que estuviera en sus manos para matarla. A pesar de estar aterrorizada, se esforzó por respirar con normalidad. Cerró los ojos y los abrió de nuevo. No había tiempo de temer por la vida propia. La seguridad de la nao dependía de ella.

Brashen había aparecido en la cubierta en cuanto la había oído gritar por primera vez.

—¡Adelante, nao! —le gritó Althea al mascarón de proa—. Están intentando rodearnos, pero podemos evitarlos. Hay seis botes y una nave grande. ¡Ve con cuidado! Hay bancos de arena ahí delante. —Se giró hacia Ámbar—. Vete a ver al Paragon. Dile que nos tiene que ayudar a mantenernos en el canal más profundo. Si los piratas empiezan a acercarse demasiado, dale armas. Podría ayudarnos a acabar con los hombres de los botes. Yo voy a quedarme aquí vigilando. El capitán dará las órdenes desde cubierta.

Ámbar no esperó a escuchar más. Descendió con agilidad, de cuerda en cuerda, como si llevara toda la vida haciéndolo. Mientras el Paragon se desviaba de los bancos de arena, los botes seguían acercándose velozmente hacia ellos. En cada uno de los barcos había seis hombres manejando los remos, y otros tantos lanzando objetos punzantes a la espera de una oportunidad. La cubierta del Paragon, que observaba desde arriba, era un hervidero de actividad. Algunos miembros de la tripulación se apresuraban en añadirle velas a la nao, mientras otros les lanzaban cosas a los botes o se agolpaban en las barandillas para ver lo que pasaba. Aquel ejemplo de frenetismo y desorganización no se parecía nada al despliegue coordinado que había esperado ver.

De repente, Althea se sintió invadida por las ansias, embargada por la excitación que estaba ganándole la partida a sus miedos. Después de tanto esperar, por fin le había llegado su oportunidad. Iba a luchar y a matar. Todos verían de lo que era capaz; tendrían que respetarla después de aquello.

—Oh, Paragon —susurró para sus adentros cuando se dio cuenta, repentinamente, de por qué le venían esos pensamientos a la cabeza—. Oh, nao, no necesitas demostrarle nada a nadie. No dejes que eso te influya.

Si le llegaron sus palabras, no dio ninguna señal de ello. A pesar de todo, Althea se alegraba de poder cargarlo a él con sus propios miedos. Mientras le indicaba a Brashen las localizaciones de los botes más cercanos, para que intentara evitarlos, el Paragon pedía la sangre de sus ocupantes. Ámbar aún no le había dado armas. Lanzó un rugido a la atención de sus enemigos y comenzó a insultarlos, mientras blandía armas imaginarias y trataba de alcanzar a sus víctimas. Althea, que estaba observando la situación desde su puesto de las alturas, vio como dos de los botes decidían retirarse, a la vista del mascarón, que estaba como loco. Los otros cuatro llegaron sin mayores problemas. Ahora los distinguía con claridad. Los hombres llevaban pañuelos rojos con un símbolo negro a la altura de la ceja. La mayoría de ellos tenía el rostro tatuado. Abrían mucho la boca para insultar a la nao mientras blandían sus espadas.

Althea no tenía tan claro lo que estaba ocurriendo sobre la cubierta. Los aparejos y las velas le tapaban la vista, pero podía oír a Brashen lanzando órdenes y maldiciones. Althea siguió transmitiendo la posición de los botes. Vio como dos de los botes ya estaban retrocediendo. A lo mejor lograban escapar de los cuatro restantes. Brashen dio órdenes de intentar evitarlos, pero el balanceo salvaje del mascarón estaba condicionando los esfuerzos de los que trataban de llevar la dirección de le nave. Desde las alturas, Althea oyó como se alzaba la voz de Ámbar.

—¡Yo decido! —declaró tajantemente.

***

A Brashen, el corazón le dio un vuelco al comprobar que ninguno de los entrenamientos a los que había sometido a la tripulación estaba dando sus frutos. Echó una ojeada hacia Lavoy. Tendría que haber estado comandando a los arqueros. El primer oficial también tendría que haberse ocupado de poner orden en la cubierta, pero no se lo veía por ninguna parte. No había tiempo para encontrarlo: la tripulación debía mostrar resultados ahora. Corrían en todos los sentidos, como una panda de niños salvajes jugando en la anarquía. Ante la primera amenaza, muchos de ellos habían vuelto a comportarse como la escoria del puerto del Mitonar a la que había reclutado. Recordó todo el trazado de su plan con amargura: un grupo de hombres debía defender la nave, otro debía estar listo para el ataque, y un tercer grupo debía llevar la dirección de la nave. A estas alturas, ya debería haber una fila de arqueros apostados en la proa. No la había. Estimó que, como mucho, la mitad de su tripulación recordaría lo que tenía que hacer. Algunos charlaban entre ellos, o estaban apoyados sobre la barandilla gritando y haciendo apuestas, como si estuvieran viendo una carrera de caballos. Otros les lanzaban insultos y objetos a los piratas. Vio a dos hombres pelearse como colegiales por una espada. El Paragon era el peor de todos: en vez de acatar las órdenes seguía sus propias ideas. Los piratas se estaban acercando cada vez más.

Abandonó las distancias que un capitán debe mantener con su tripulación. Parecía que Haff, el timonel, era el único que estaba concentrado en su tarea. Brashen se movía con rapidez sobre la cubierta. Un golpe bien dado dispersó a un grupo de charlatanes.

—A vuestros puestos —les ordenó—. ¡Paragon!—le rogó—. ¡Compórtate!

Los dos hombres que se estaban empuñando por los brazos estaban a solo cinco pasos de él. Los cogió del cuello, hizo chocar sus cabezas, y le dio a cada uno una espada de menor calidad. Se llevó la espada por la que se habían estado peleando. Echó una ojeada a su alrededor.

—¡Jek! Encárgate de distribuir las armas. Dale una a cada hombre, y si alguno no está de acuerdo con lo que le toca, que pruebe a luchar con sus manos. El resto, ¡colocaos en vuestros puestos!

Cuando vio que tres de ellos corrían a resguardarse, les ordenó que subieran a la cubierta superior para informar de todo lo que veían. Se apresuraron a cumplir con la orden, y les dieron sus armas, de muy buena gana, a otros que estaban más ansiosos por luchar.

Brashen se reprochó a sí mismo su incapacidad para controlar el caos reinante. Cada vez que los gritos de Althea o de los tres marineros le indicaban las nuevas posiciones de los botes, él se las transmitía al timonel, y a los que trabajaban en los aparejos. Pensó que les sería posible evitar a los botes, pero que pasarían cerca de ellos. En cuanto a la nave grande que los perseguía, bueno, el mismo viento que los impulsaba era el que la impulsaba a ella. Iba por delante, y debería ser capaz de mantener su ventaja. Demonios, el Paragon era una nao rediviva. Debería ser capaz de superar todos los obstáculos que se le presentaran. Pero la nave tardaba en reaccionar, como si el Paragon se resistiese a los esfuerzos de la tripulación por hacerlo avanzar más deprisa. Brashen comenzaba a temerse lo peor. Si el Paragon no aceleraba, los botes se acercarían tanto a ellos que no podrían esquivarlos.

En cuestión de minutos, Brashen consiguió que la tripulación de cubierta trabajara ordenadamente. Dado que el caos remitía, empezó a buscar a Lavoy con la mirada. ¿Dónde estaba el hombre cuyo trabajo había estado haciendo?

Finalmente, distinguió a Lavoy en la cubierta superior. Solo había algo más desesperante que el gran desorden anterior, y eso era el pequeño grupo de hombres disciplinados que rodeaban a Lavoy. El grupo, compuesto mayoritariamente por ex esclavos huidos del Mitonar, encuadraba al primer oficial como si fuera su escolta. Llevaban arcos y espadas. Se colocaron en fila, y Lavoy se fue paseando entre ellos, con mucha calma. Brashen sintió un brote de ira irracional. El modo en que los hombres miraban a Lavoy lo decía todo. Eran los miembros de élite de Lavoy. Responderían ante él, no ante Brashen.

Mientras Brashen cruzaba la cubierta, su chaqueta se enganchó con algo. Se dio la vuelta, visiblemente irritado, para liberarse, y se encontró de lleno con el rostro colorado de Clave, que venía corriendo detrás de él. El muchacho llevaba un cuchillo largo en la mano derecha y tenía los ojos muy abiertos. Se acobardó un poco ante la mirada severa de Brashen, pero no dejó que desenganchara su chaqueta.

—Ehtoy vihilando tu'ehpalda' mi capitán —anunció. Con un gesto desdeñoso de la cabeza, señaló hacia Lavoy y sus hombres—. Ehpera —sugirió Clave, bajando la voz—. Tú solo osérvalo' un minuto.

—Déjame en paz —ordenó Brashen, molesto.

El chico accedió, pero no por ello dejó de seguirlo como si fuera su sombra, mientras Brashen avanzaba por la cubierta superior.

—¡Venid aquí! ¡Os mataré a todos! ¡Acercaos más!

El Paragon gritaba a diestro y siniestro a los piratas de los botes. Su voz sonaba más profunda y más ronca de lo que Brashen había escuchado jamás. De no ser por el volumen sonoro de sus palabras, no habría reconocido la voz de la nao. Por un momento deseó derramar sangre, tanto como el Paragon, como por una especie determinación salvaje de un niño que quisiera demostrarse a sí mismo que podía ensartar en su espada las carnes de cualquier oponente. Se quedó helado ante sus propios pensamientos, y empezó a sentir escalofríos cuando escuchó las sonoras carcajadas de Lavoy. ¿Sería posible que Lavoy, inconscientemente, estuviese favoreciendo los deseos salvajes del Paragon?

El primer oficial le daba ánimos a la nao.

—Apuesta a que lo conseguiremos, muchacho. Yo te digo dónde hay que darles, y tú los dejas fuera de combate. ¡Dale su arma, mujer! ¡Déjale que les demuestre a esos granujas lo que es capaz de hacer una nave del Mitonar!

—¡Yo decido! —Ámbar no había gritado, pero el tono de su voz invitaba a andarse con cuidado—. El capitán me encargó a mí esta tarea. Yo decido cuándo hay que darle un arma al Paragon. Hemos recibido la orden de escapar, no de luchar.

Althea creyó percibir algo de miedo en su voz, pero Ámbar lo disimuló muy bien detrás de esa rabia fría. Con un tono de voz tranquilo, bien calculado, la oyó dirigirse al Paragon.

—No es demasiado tarde. Todavía podemos evitarlos. Nadie tiene por qué morir.

—¡Dame mi arma! —exigió el Paragon, adoptando un tono de cada vez más agudo—. ¡Voy a matar a esos bastardos! ¡Los voy a matar a todos!

Brashen podía verlos ahora, todo un cuadro de cubierta. Ámbar no cedió, mantuvo el arma del Paragon agarrada entre sus manos. Lavoy la consideraba, en actitud desafiante, pero, a pesar de sus palabras y de los hombres que tenía a sus espaldas, no se había atrevido a empuñar el arma.

Ámbar miró más allá de él, hacia el Paragon.

—¡Paragon! —pidió Ámbar—. ¿De verdad quieres volver a teñir tus cubiertas de sangre?

—¡Dásela! —gritó Lavoy, con urgencia—. ¡No intentes esconder a toda una nao entre tus faldas, mujer! ¡Déjalo luchar si eso es lo que quiere! No tenemos por qué huir.

La respuesta del Paragon fue interrumpida por un sonido diferente. Detrás de Brashen, un rezón hizo un ruido sordo al chocar contra la cubierta, arañar todo su largo, y quedarse enganchado un instante en la barandilla, antes de volver a caer al agua. Se oyeron gritos ansiosos ahí abajo, y el lanzamiento de otro rezón.

—¡Invasores! —gritó Haff—. Todos a estribor.

Brashen puso toda la firmeza que pudo en su voz, mientras subía rápidamente a la cubierta superior.

—¡Lavoy! Ve a por ellos. ¡Enfréntate a los intrusos! Arqueros. ¡A vuestros puestos, a por esos piratas! Paragon. Sigue los órdenes, no quiero más insubordinaciones. ¿Qué eres, una auténtica nao o una vulgar embarcación? Quiero que nos saques de aquí.

Lavoy contestó enseguida:

—¡Claro, señor!

Cuando corrió a seguir las órdenes, sus cachorros fueron con él. Brashen no pudo interceptar la mirada que intercambiaron Ámbar y Lavoy cuando el primer oficial pasó por delante de ella, pero se dio cuenta de que Ámbar había apretado los labios con fuerza. Seguía agarrando con firmeza entre sus brazos el arma que había construido para el Paragon. Se preguntó qué habría hecho si Lavoy hubiera intentado quitársela. Brashen apartó el incidente de su mente, ya lo aclararía más tarde. Avanzó hasta la barandilla, y se inclinó sobre ella para gritarle al mascarón de proa.

—¡Paragon! Deja de armar follón y céntrate. Prefiero dejar a esta escoria atrás antes de tener que luchar contra ella.

—¡No voy a huir! —declaró el Paragon salvajemente. Su voz sonó como la de un crío, y las últimas palabras se le quebraron—. ¡Solo los cobardes huyen! ¡No tiene ningún mérito huir de una batalla!

—¡Ya eh tarde pa' escapar! —la voz excitada de Clave se elevó desde atrás—. Noj'han alcanzao, señor.

Brashen, consternado, se dio la vuelta para vigilar la cubierta del Paragon. Ya se habían subido una media docena de piratas, concentrados en dos focos. Eran luchadores experimentados, y se ocupaban también de cubrir a sus compañeros que aún subían por las cuerdas. Por ahora, los invasores solo se ocupaban de defender el pequeño espacio que habían conquistado, y lo hacían realmente bien. Los luchadores inexpertos de Brashen se molestaban los unos a los otros mientras atacaban todos a la vez. Pese a que estaba vigilando, otro rezón cayó sobre la cubierta, se deslizó, y se enganchó. Enseguida vio como la mano de otro hombre alcanzaba la barandilla. Sus propios hombres estaban tan ocupados luchando con los que ya estaban en la cubierta que ni siquiera se percataron de esa nueva amenaza. Solo Clave salió escopetado de donde estaba, para enfrentarse a los recién llegados. Brashen estaba horrorizado.

—¡A todas las unidades, combatid a los intrusos! —rugió. Se dio la vuelta hacia el Paragon—. ¡Aún no estamos preparados para esto! Nos cogerán, nao, si no conseguimos deshacernos de ellos. ¡Haz que entre en razón! —le gritó a Ámbar.

Corrió para ayudar a Clave, pero, para su sorpresa, Althea se le había adelantado. Mientras el chico hundía su cuchillo en la carne del hombre que intentaba pasar por encima de la barandilla, Althea sacudía, en vano, el rezón. Tenía los tres ganchos bien fijados a la barandilla, y el peso de los hombres que subían por la cuerda ayudaba a que el metal se clavara más profundamente en la madera. No podían simplemente cortar la cuerda, porque los invasores la habían entrelazado con una cadena. Antes de que Brashen lograra alcanzarlos, Clave gritó salvajemente y clavó con fuerza su cuchillo. Degolló a un pirata que acababa de pasar un brazo decidido por encima de la barandilla. La sangre roja oscura salió a borbotones de la barba del pirata, y empapó a Clave y a Althea antes de que el hombre cayera sobre la cubierta. El grito de placer del Paragon le hizo saber a Brashen que la nao había sentido la sangre. El hombre agonizante rodó a través de la cubierta. Brashen pudo oír como su cuerpo impactaba contra el bote que tenían justo debajo. Los gritos le hicieron saber que la caída del cadáver había causado daños.

Brashen apartó a Althea de ahí.

— ¡Ponte a salvo! —le ordenó—. ¡Quédate atrás!

Pasó una pierna a través de la barandilla y se agarró a ella con la otra, para poder mantener la posición. Hundió su espada en la garganta de un pirata que todavía no había terminado de trepar por la cuerda. La suerte estaba de su lado. Al caer, el pirata dejó fuera de combate al que le estaba sujetando la cuerda, y poco le faltó para volcar el bote. Cuando un segundo pirata perdió el equilibrio y cayó, Brashen supo que había llegado su oportunidad. Saltó de nuevo a cubierta, y desenganchó el rezón suelto. Lo lanzó al agua, y soltó un grito de triunfo. Se dio la vuelta, con una amplia sonrisa pintada en la cara, esperando que Althea y Clave celebraran con él esa victoria. En lugar de eso, el rostro de Althea bullía de rabia, y Clave seguía mirando, como paralizado, el cuchillo que tenía entre sus manos, y la sangre de la que estaba manchado. Un grito desde atrás le hizo girar la cabeza. La batalla no estaba yendo bien por ese flanco. Se agachó y agarró a Clave por el hombro.

—¡No pienses ahora, muchacho! Ven, corre.

El chico salió de su trance y fue detrás de Brashen, que ya estaba atravesando la cubierta. Le pareció que, en ese mismo momento, la nao estaba teniendo uno de sus cambios de humor. Se sintió momentáneamente aliviado al ver que Althea no lo había seguido de nuevo hasta el fragor de la batalla. Tres de sus hombres estaban en el suelo, rodando y propinándole golpes a un pirata, como si se tratara de una pelea de taberna. Pasó por delante de ellos, para enfrentar su espada a la de un hombre tatuado que no tenía pelo en la coronilla. Brashen dejó que el hombre evitara su espada con facilidad, y así pudo superarlo y ensartar su espada en su verdadero objetivo: el pirata que estaba pasando una pierna por encima de la barandilla en ese preciso momento. El hombre cayó hacia atrás, pero Brashen tuvo que pagar por su audacia. El pirata calvo se abalanzó sobre él con su cuchillo. Brashen pudo evitar el mayor de los males echándose hacia un lado. Cuando el cuchillo le rasgó la camisa, sintió el frío del metal sobre su piel. Enseguida, un hilo de fuego recorrió sus costillas, y lo inundó de dolor. Escuchó el grito horrorizado de Clave. El chico se precipitó para ayudarlo. Atacó al pirata por abajo, golpeándole los pies y las pantorrillas. El pirata, que no se lo esperaba, empezó a retroceder, para evitar los golpes del chico. Brashen se puso en pie y blandió su espada con las dos manos. Mientras se levantaba, el filo de su espada se encontró con el pecho del hombre calvo y le hizo un corte profundo. El hombre chocó contra la barandilla y cayó por encima de ella soltando alaridos de espanto.

Brashen y Clave habían roto el círculo mágico de los piratas defensores. La tripulación avanzó, y la batalla se transformó en una pelea de taberna. Ese sí que era un tipo de lucha que entendían; golpearon y patearon a los piratas que quedaban, y los fueron apilando los unos encima de los otros. Brashen consiguió arrastrarse fuera de la melée y le echó una ojeada a la cubierta. Arriba, los hombres gritaban que se estaban alejando del barco pirata, ahora que el Paragon iba a su máxima velocidad. Una ojeada rápida a estribor le hizo ver que Lavoy y sus hombres parecían haber reducido a sus atacantes. Dos de sus hombres estaban en el suelo, pero aún se movían. Tres de los piratas seguían en la cubierta del Paragon, pero sus camaradas, desde los botes, les estaban ordenando que abandonaran la ofensiva y saltaran a los botes.

Nuevos gritos desde la proa lo alertaron de que se anunciaba otro ataque. Tendría que confiar en que Lavoy podría arreglárselas sin su ayuda. Brashen corrió hacia delante, y Clave lo siguió como una sombra. Seis hombres se habían subido hasta la cubierta del Paragon. Por primera vez, Brashen vio claramente el símbolo negro en los pañuelos rojos que llevaban atados a la cabeza. Era un pájaro con las alas abiertas. ¿Un cuervo? ¿El símbolo de Kennit? Mantenían sus espadas en alto, y defendían el rezón que tenían detrás. Les llegaron los gritos de sus camaradas, desde abajo.

—¡Dejadlo! ¡El capitán nos está llamando de vuelta!

El grupo de atacantes se quedó indeciso, era obvio que se mostraban reticentes a perder lo que ya habían ganado.

Althea los estaba amenazando con su espada. Brashen blasfemó, entre suspiros; al menos había tenido suficiente sentido común como para no acercarse demasiado a ellos. Ámbar estaba a su lado, y blandía su espada de manera muy decidida, casi agresiva. De todos los que estaban ahí, Lop era el que estaba protegiendo las espaldas de Althea con su arma. El hombre alto sonreía con alegría, mientras afilaba la hoja de su espada contra la cubierta. Su entusiasmo salvaje sirvió, al menos, para poner de los nervios a uno de los piratas.

—¡Todavía podemos tomar el control de esta nave! —rugió uno de los piratas de la cubierta. Sin dejar de blandir su espada, le gritó al bote que estaba abajo—. ¡Subid aquí! ¡Han puesto a las mujeres a combatir contra nosotros! ¡Con solo diez de nosotros, podríamos tomar todo el barco!

Era un hombre alto. El antiguo tatuaje de esclavo de su rostro había sido modificado para pasar a representar un pájaro con las alas abiertas.

—¡Marchaos ahora mismo! —Las palabras de Ámbar cortaron el viento, era casi imposible resistirse a una orden así—. No podéis ganar. Vuestros amigos os han abandonado. No os matéis intentando conseguir una nave que nunca podréis controlar. Huid ahora, mientras podéis. Incluso si nos matáis, nunca gobernaréis a una nao rediviva sin su consentimiento. Os matará.

—¡Mientes! Kennit se hizo con una, y todavía está vivo —declaró uno de los hombres.

El mascarón de proa estalló en carcajadas. Los piratas de la cubierta no pudieron ver al Paragon, pero sí que lo oyeron, y sintieron como la cubierta se tambaleaba mientras la sacudía salvajemente con los brazos, hacia delante y hacia atrás.

—¡Tomadme! —dijo, desafiante—. Oh, hacedlo. Subid a bordo, mis pececillos. ¡Subid a bordo a encontrar la muerte!

La locura de la nave era como una ola surcando los aires, como un olor imposible de respirar. Los tocó a todos, con sus manos frías y húmedas. Althea palideció, y Ámbar pareció marearse. Lop borró la amplia sonrisa de su cara, y solo conservó un resto de locura en sus ojos.

—Me voy—declaró uno de los piratas.

En menos de lo que se tarda en respirar, ya había saltado por encima de la barandilla y descendido por la cuerda. Otro pirata lo imitó, sin decir palabra.

—¡Quedaos conmigo! —ordenó su líder, pero los hombres no le hicieron ni el más mínimo caso.

Todos escaparon, como vulgares gatitos asustados.

—¡Malditos! ¡Malditos seáis todos! —declaró el último de los hombres.

Se dio la vuelta para agarrar la cuerda, pero, de repente, Althea se abalanzó sobre él. Sus espadas se desafiaron. Desde abajo, los hombres le ordenaban que se diera prisa, que tenían que marcharse. En la cubierta, Althea declaró de repente:

—¡Nos quedamos con este para preguntarle lo que sabe de Kennit! Ámbar, tira el rezón por encima de la barandilla; Lop, ayúdame a reducir a este.

La idea que tenía Lop de lo que significaba reducir a un hombre consistía en dejar que su espada se abatiese furiosamente sobre el cráneo del pirata. El hombre tatuado se desplomó y Lop empezó a ejecutar su danza salvaje de la victoria.

—¡Le he dado, hey, le he dado a uno!

***

«Ponte a salvo.» Sus palabras se clavaban como espadas en la mente de Althea. Las palabras todavía le pesaban amargamente en el alma cuando se dispuso a ocuparse de la tarea rutinaria de restaurar el orden y la calma en la cubierta. A pesar de todo, Brashen seguía considerándola como a una mujer vulnerable que debía mantenerse alejada del peligro. Ponte a salvo, le había dicho, y había ocupado su puesto, y había sacudido el rezón que ella no había podido mover por falta de fuerza. La había humillado al demostrarle que, a pesar de todos sus esfuerzos, seguía sin confiar en ella. Al considerar que era una incompetente. Y Clave lo había presenciado todo.

No era que estuviese ansiosa por luchar ni por matar. Sa era testigo de que todavía le temblaban los huesos. Desde el momento en que los invasores habían empezado a trepar por el costado del Paragon, la ansiedad la había atenazado. Aun así, había seguido adelante. No se había quedado paralizada por el miedo; no había chillado ni había huido. Había hecho todo lo que había podido para superar sus temores. Pero no había sido suficiente. Quería que Brashen la respetara como marinera capaz y como oficial de la nave. Era obvio que no lo había hecho.

Abandonó la cubierta y trepó por los aparejos, no solo para vigilar los alrededores, sino también para encontrar un momento de calma y de soledad. La última vez que había experimentado tanta ira, Kyle había tenido la culpa. Apenas podía creer que Brashen hubiera sido capaz de ponerla en el mismo estado. Durante un momento, apoyó la frente contra una de las cuerdas, y cerró los ojos. Había llegado a pensar que Brashen la respetaba; más aún, que se preocupaba por ella. Y ahora le hacía este desprecio. Era tanto más amargo que ella se había preocupado por guardar las distancias con él, y se había apartado en aquellos momentos en los que le habría gustado estar más cerca de él, para demostrar así que podía ser una mujer fuerte e independiente. Había supuesto que, si siempre se mantenían a un brazo de distancia, era para preservar la disciplina a bordo de la nave. ¿Podía ser que él solo la viera como a algo con lo que entretenerse mientras surcaban los mares? Todas las puertas se le cerraban. No podía presentarse ante él como una mujer ardiente de deseo, ni como una oficial de barco que le pedía respeto. ¿Qué era entonces para él? ¿Una carga? ¿Una responsabilidad que no deseaba? Cuando los habían atacado, no la había tratado como a una camarada que podía prestarle ayuda, sino como a alguien a quien debía proteger mientras pretendía defender su nave.

Se deslizó, despacio, por el mástil, saltó el último tramo, y aterrizó en la cubierta. Una pequeña parte de ella pensó que podía estar siendo injusta. Pero al resto de su conciencia, que estaba algo alterada después del ataque pirata, le dio exactamente igual. Aquellos hombres con sus espadas a los que se había enfrentado, que habrían estado encantados de matarla, la habían transformado. Había dejado el Mitonar leguas atrás y, con él, todo lo que consideraba bello y noble. Esta era su vida ahora. Si iba a tener que sobrevivir en este mundo, necesitaba sentirse fuerte y competente, no protegida y vulnerable. De repente, la vocecilla que hablaba dentro de su cabeza se calló, como si acabara de dar con una verdad. Esa era la razón por la que estaba tan enfadada con Brashen. Cuando había reconocido su debilidad, ella también se había visto obligada a hacerlo. Las palabras de Brashen le habían robado la confianza que tenía en sí misma. Todo el valor que había acumulado, toda su obstinación por luchar y actuar como si estuviera físicamente tan preparada como los hombres contra los que se enfrentaba, habían desaparecido de un plumazo. Incluso al final, había sido Lop quien había abatido al hombre por ella. Lop, que no tenía mucha más inteligencia que un mono, era, aun así, más valioso que ella durante una batalla, porque era grande y fuerte.

Jek rondaba a su alrededor, con las mejillas aún coloradas, porque venía de la batalla. Esgrimía una amplia sonrisa de autosatisfacción.

—El capitán quiere verte, por lo del prisionero.

No era nada fácil levantar la vista hacia el rostro de Jek, que resplandecía de seguridad en sí misma. En ese momento, Althea habría dado cualquier cosa por tener la estatura y la fuerza de la esa mujer.

—¿El prisionero? Creí que teníamos más de uno.

Jek sacudió la cabeza.

—Cuando Lop empuña la espada, no deja el trabajo a medias. El hombre nunca se despertó. Se le pusieron los ojos en blanco, y empezó a temblarle todo el cuerpo. Luego se murió. Una pena, porque creo que era el jefe del equipo de abordaje. Seguro que era el que más cosas habría podido contarnos. Los hombres que Lavoy tenía retenidos intentaron escaparse por un lateral. Dos lo consiguieron, y otro murió en la cubierta. Pero el cuarto sobrevivió. El capitán tiene la intención de interrogarlo, y quiere que estés presente.

—Ahora iré. ¿Cómo te las has arreglado durante el ataque?

Jek sonrió ampliamente.

—El capitán me encargó que distribuyera las armas. Creo que se dio cuenta de que podía conservar la calma mejor que algunos de los demás. Pero no he tenido muchas oportunidades de empuñar una espada.

—A lo mejor la próxima vez tienes más suerte —le contestó Althea, un poco antipática.

La mujer le echó una mirada interrogativa, como si hubiera recibido un reproche, pero Althea solo preguntó:

—¿Dónde están? ¿En el camarote del capitán?

—No. En la cubierta superior.

—¿Con el mascarón de proa? ¿Dónde tiene la cabeza?

Jek no encontró respuesta que darle; tampoco Althea esperaba que le diera una. En lugar de eso, se apresuró a comprobarlo por ella misma. Al acercarse, vio que Brashen, Lavoy y Ámbar ya estaban junto al prisionero, y se disgustó. Se sintió menos que el resto. ¿Había Brashen mandando llamar a los otros antes que a ella? Intentó dejar de lado su rabia y sus celos, pero parecían haber echado raíces en su interior. Mientras subía a la cubierta del Paragon, no dijo ni una palabra.

El único prisionero que quedaba era un hombre joven. Había sido golpeado y estrangulado durante la batalla, pero, aparte de raspones y magulladuras, no parecía estar en muy mal estado. Varios tatuajes de esclavo trepaban por su mejilla. Tenía una mata de pelo castaño, tan revuelto que no conseguía domarlo ni con su pañuelo rojo. En sus ojos de avellana se podía leer tanto el miedo como el desafío. Se sentó en la cubierta, con las muñecas atadas por detrás, y los tobillos encadenados. Brashen estaba de pie, delante de él, y Lavoy lo sujetaba por el hombro. Ámbar, con los labios bien apretados, estaba algo apartada del grupo. No escondía su desaprobación. Un grupo de marineros se agolpaban en la cubierta principal para no perderse el interrogatorio. Clave estaba entre ellos. Althea lo fulminó con la mirada, pero el muchacho estaba absorto mirando al prisionero. Solo había dos Tatuados observando la escena. Se mantenían estoicos, y muy fríos.

—Háblanos de Kennit. —Brashen hablaba con firmeza, pero el tono que empleaba era el de un hombre que se estaba repitiendo.

El pirata se quedó impasible. No dijo ni una palabra.

—Déjeme intentarlo, capitán —le pidió Lavoy, y Brashen no se negó.

El fornido oficial se agachó junto al hombre, lo cogió de los pelos, y le obligó a mirarlo a los ojos.

—Por aquí, chavalote —gruñó Lavoy. La sonrisa que esgrimía estaba más torcida que la peor de sus muecas—. Puedes hablar y sernos útil. O puedes pasar por la borda. ¿Qué decides?

El pirata cogió aire.

—Hable o no hable, sé que voy a pasar por la borda. —Lo dijo gimoteando ligeramente, y de repente a Althea le pareció más joven.

Pero no consiguió darle pena a Lavoy, más bien avivó su maldad.

—Habla, entonces. Nadie sabrá que lo hiciste, y así a lo mejor te rompo la cabeza antes de tirarte al agua. ¿Dónde está ese Kennit? Eso es todo lo que queremos saber. Ese emblema que llevas es suyo. Tienes que saber dónde atraca su nave.

Althea miró a Brashen con incredulidad. Había muchas más cosas que quería saber. ¿Había sobrevivido algún tripulante original de la Vivacia?¿Cuánto pedían por ella? ¿Había alguna esperanza de recuperarla pagando un rescate? Pero Brashen se quedó callado. El prisionero sacudía la cabeza. Lavoy le dio una bofetada, no demasiado fuerte, pero lo suficiente como para tumbarlo. Antes de que pudiera recuperarse, Lavoy lo cogió del pelo y volvió a sentarlo.

—No te he oído —le dijo, sarcásticamente.

—¿No iras a...?—empezó Ámbar, furiosa, pero Brashen la cortó con un tajante:

—¡Ya basta! —Brashen se adelantó, para colocarse delante del prisionero—. Habla con nosotros —le sugirió—. Dinos lo que queremos saber, y a lo mejor sales vivo de esta.

El pirata cogió aire.

—Prefiero morir antes que traicionar a Kennit —dijo, desafiante. Se liberó de las manos de Lavoy con una repentina sacudida de la cabeza.

—Si prefiere morir —ofreció de pronto el Paragon— podría ayudarlo con eso. De repente, levantó el tono de su voz. La maldad que había en él hizo que a Althea se le erizaran todos los pelos del cuello—. Déjamelo a mí, Lavoy. Haré que hable antes de entregárselo a las olas.

—¡Ya basta! —Althea se oyó a sí misma hacerse eco de las palabras de Brashen.

Avanzó hasta el prisionero y se agachó junto a él, para ponerse al nivel de sus ojos.

—No te estoy pidiendo que traiciones a Kennit —le habló con dulzura.

—¿Se puede saber que estás ha...? —empezó Lavoy, disgustado, pero Brashen lo cortó.

—No te metas, Lavoy. Althea está en su derecho.

—¿En su derecho? —El primer oficial se encontró dividido entre su enfado y su incredulidad.

—Cállate o vete. —Brashen no puso ninguna emoción en su voz.

Lavoy accedió, pero siguió teniendo el rostro encendido de ira.

Althea no miró a ninguno de los dos. Centró su atención en el prisionero, hasta que este levantó la vista y se encontró con sus ojos.

—Háblame de la nao rediviva que se llevó Kennit. La Vivacia.

Durante unos segundos, el hombre simplemente se quedó mirándola. Luego, se le dilataron las aletas de la nariz, y palideció.

—Sé quién eres. —Desmembró cada palabra—. Tienes la misma mirada que el chico sacerdote. Podríais ser gemelos. —Giró la cabeza y se tendió en el suelo—. Eres una maldita Haven.

Althea replicó, indignada:

—Y la Vivacia es nuestra nao familiar. El sacerdote se llama Wintrow. Es mi sobrino. ¿Significa eso que está vivo?

—Wintrow. Era su nombre. —Los ojos del hombre brillaron con fiereza—. Espero que esté muerto. Se merece la muerte, una muerte lenta. Oh, pretendía ser un buen chico. Un día llegó con un trapo y un cubo de agua salada, y se puso a fregar el suelo mugriento, como si fuera uno de nosotros. Pero no era más que teatro. No dejó de ser el hijo del capitán. Muchos esclavos dicen que deberíamos estarle agradecido, que hizo lo que pudo por nosotros, y que si pudimos escapar, fue gracias a él. Pero yo creo que siempre fue un maldito espía. Si no, ¿cómo podría haber dejado que permaneciéramos atados a nuestras cadenas? A ver, dime.

—Fuiste un esclavo a bordo de la Vivacia—dijo Althea con tranquilidad.

Eso fue todo. No le hizo más preguntas, ni lo contradijo. El hombre estaba hablando, y contándole más de lo que pensaba.

—Fui un esclavo en la nao de tu familia. Sí. —Se echó el pelo hacia atrás con un movimiento de la cabeza—. Ya lo sabías. ¿No me digas que no reconoces los propios tatuajes de tu familia?

No pudo evitar estudiar su rostro. El último tatuaje de su mejilla era un puño levantado. Le pegaba bien a Kyle. Althea cogió aire, y habló con mucha calma:

—No poseo ningún esclavo. Como tampoco los tuvo mi padre. Me educó en el convencimiento de que la esclavitud está mal. No existe ningún tatuaje Vestrit, y no hay esclavos Vestrit. Lo que te ha pasado a sido culpa de Kyle Haven, no de mi familia.

—Te desentiendes de todo, ¿no es así? Igual que el chico sacerdote. Tenía que saber lo que nos estaban haciendo. Ese condenado Torg. Cada noche venía a violar a las mujeres delante de nuestras narices. Se cargó a una de ellas. Empezó a gritar y le metió un trapo en la boca. Murió mientras se la estaba follando. Y él sólo se rió. Se levantó y se fue, y la dejó allí, encadenada a dos hombres que estaban a mi lado. No había una sola maldita cosa que alguno de nosotros pudiera hacer. Al día siguiente, vinieron unos tripulantes y se la llevaron. Se la dieron de comer a las serpientes. —El hombre entornó los ojos, y clavó su mirada sobre ella—. Tendrías que haber sido tú. Solo por una vez, tendría que haber sido uno de vosotros.

Althea cerró los ojos durante un instante. La imagen en su cabeza era demasiado vivida. Apoyada contra la barandilla, Ámbar se dio la vuelta, repentinamente, para perder su mirada en el mar.

—No le hables así —dijo Brashen con dureza—. O yo mismo seré quien te tire por la borda.

—No importa —lo interrumpió Althea—. Entiendo que lo diga. Déjale hablar. —Centró su atención en el hombre—. Lo que Kyle Haven hizo con nuestra nao familiar estuvo mal. Lo admito. —Se esforzó por sostener la mirada penetrante del hombre—. Quiero recuperar a la Vivacia y, cuando lo haga, no volverá a haber ningún esclavo a bordo. Eso es todo. Dinos dónde podemos encontrar a Kennit. Pediremos el rescate. Eso es todo lo que quiero. La nao. Y a los miembros de la tripulación que todavía viven.

—Malditos sean los que aún viven. —Las palabras de Althea no habían dejado ninguna huella en el corazón del hombre. Al contrario, ahora que había encontrado su punto débil, parecía estar buscando la mejor manera de herirla. La miró fijamente mientras le hablaba—. La mayoría murió antes de que Kennit subiera a bordo. Yo mismo me cargué a dos. El día que subió a bordo fue un gran día. Sus hombres se pasaron un buen rato tirándoles cadáveres a las serpientes. Ah, y no creas que la nao se quejó ni nada por el estilo.

Sus ojos se clavaron en los de Althea. Trataba de ver si había conseguido hacerle daño. No intentó disimularlo. En lugar de eso, se arrodilló, despacio. En algún momento tendría que enfrentarse a todo eso. Ella no era una Haven, pero la nave era su nao familiar. Los esclavos habían sido comprados con el dinero de su familia, y la tripulación de su padre era la que los había encadenado, en la oscuridad. No se sentía culpable; reservaba la culpa para sus propios errores. Pero sí se sentía profundamente responsable. Tendría que haberse enfrentado a Kyle hasta el final. Jamás tendría que haber dejado que la Vivacia levara el ancla del Mitonar con tan siniestras intenciones.

—¿Donde está Kennit?

El hombre se humedeció los labios.

—¿Queréis recuperar vuestra nao? No lo vais a conseguir. Kennit se la llevó porque la quería. Y ella lo quiere a él. Le lamería las botas si pudiera alcanzarlas. Le dice cuatro cosas bonitas, como a una puta barata, y ella lo sigue a donde haga falta. Una noche oí como charlaban, como la estaba tentando para que se hiciera pirata. Acabó deseándolo. Nunca volverá con vosotros. No le gustó nada ser una galera; ahora es la nave pirata de Kennit. —Midió el impacto de sus palabras con sus ojos—. La nao odiaba ser una galera. Le estaba agradecida a Kennit por haberla liberado. Nunca va a querer volver con vosotros. Y Kennit tampoco os la va a devolver a cambio de un rescate. Le gusta. Dice que siempre había querido tener una nao rediviva. Ahora ya tiene una.

—¡Mentiroso! —La rabia bulló en su interior, no en el de Althea, sino en el del Paragon—. ¡No estás diciendo más que estupideces! ¡Dejádmelo a mí! Haré que vomite la verdad.

Las palabras del Paragon le cayeron encima como otro cubo de agua fría. Althea se levantó despacio, mareada. La cabeza le daba vueltas, después del impacto de las palabras del hombre. Habían tocado uno de sus miedos más profundos. Sabía que las experiencias de la Vivacia como nave dedicada al comercio de esclavos la cambiarían. ¿Podían haberla cambiado tanto? ¿Tanto como para que se volviera en contra de su propia familia y se fuera con otro?

¿Por qué no?

¿No le había dado Althea la espalda a su familia por mucho menos que eso?

Una horrible mezcla de envidia y desconcierto, unidos a la sensación de haber sido traicionada, la embargaron de pronto. Así debía de sentirse una esposa al descubrir que su marido le era infiel. Así debía de sentirse un padre cuando su hija se hacía puta. ¿Cómo podía la Vivacia haberles hecho eso? ¿Y cómo podía Althea haberle fallado tanto? ¿Qué iba a ser ahora de su mal gobernada nao? ¿Volverían a sentir como antes: un solo corazón, un solo espíritu, surcando las olas al ritmo del viento?

El Paragon siguió a lo suyo, amenazando al pirata, y pidiendo que se lo entregaran para que pudiera hacerle vomitar la verdad. Le haría decir lo que sabía del bastardo de Kennit. Althea apenas lo oyó. Brashen le tocó el hombro.

—Pareces a punto de desmayarte —le dijo en voz baja—. ¿Puedes apartarte un poco? ¿Mantener el tipo delante de la tripulación?

Con sus palabras le dio la estocada final. Le apartó la mano de su hombro.

—No me toques —murmuró, agresiva, entre dientes.

Dignidad, se repitió a sí misma: dignidad. Era lo único que la retenía de abalanzarse sobre él como una posesa. Se apartó de ella, horrorizado, y Althea pudo ver el relámpago de ira pasar por sus ojos oscuros. Luchó por mantener el control sobre sí misma.

Luchó, se dio cuenta de repente, para distinguir sus sentimientos de los del Paragon.

Se dio la vuelta hacia el prisionero y el mascarón de proa. Una fracción de segundo tarde, Lavoy había empuñado al pirata por el cuello de la camisa, y lo mantenía agarrado contra la barandilla. Había riesgo por partida doble: el de que Lavoy lo tirara sencillamente por la borda, y el de que le pegara una paliza. El hombre tenía una mejilla roja; había recibido al menos un golpe. Ámbar había agarrado el brazo que Lavoy mantenía atrás. De repente, pareció mucho más alta. Althea se sorprendió de que una mujer de apariencia tan frágil tuviera tanta fuerza como para retener el brazo de Lavoy. El primer oficial se había quedado de piedra. No se leía miedo en su mirada; fuera lo que fuera lo que estuviese viendo en los ojos de Ámbar, estaba más allá del miedo. Demasiado tarde. Althea distinguió la verdadera amenaza.

El Paragon había llegado a su límite. A tientas, consiguió tocar al hombre con su mano.

—¡No! —gritó Althea, pero sus enormes dedos de madera ya habían agarrado al prisionero.

Se lo arrebató fácilmente a Lavoy. El pirata gritó y Ámbar le suplicó:

—¡Oh, Paragon, no, no, no! —por encima de los alaridos de espanto del pirata.

El Paragon les dio la espalda, con el prisionero bien sujeto entre sus manos. Devoraba con los ojos a su tesoro robado. Mientras lo sacudía, hacia delante y hacia atrás, como a una muñeca de trapo, estaba murmurando algo, pero todo lo que Althea pudo oír fueron las súplicas de Ámbar.

—Paragon. Por favor, Paragon.

—¡Nao! ¡Devuelve a este hombre a la cubierta ahora mismo! —rugió Brashen.

Su voz sonaba tremendamente amenazante, pero el Paragon ni siquiera parpadeó. Althea se agarró a la barandilla con las dos manos y se inclinó hacia delante, desesperada.

—¡No! —le imploró a la nave.

Pero el mascarón de proa la ignoró por completo. Cerca de ella, Lavoy observaba la escena, con los ojos ávidos, y toda una fila de dientes blancos sobresaliendo en una mueca. El Paragon agachó la cabeza hasta la altura del hombre, que seguía sujetando entre sus manos. Durante un horrible instante, Althea pensó que le iba a arrancar la cabeza de un mordisco. En lugar de eso, se quedó quieto, como si estuviera escuchando con atención. Luego chilló:

—¡No! ¡Kennit nunca dijo eso! Nunca dijo que soñaba con tener una nao rediviva. ¡Mientes! ¡Mientes!

Sacudió al hombre, hacia delante y hacia atrás. Althea escuchó el crujido de sus huesos. El hombre gritó, y el Paragon lo soltó de repente. Su cuerpo se quedó flotando en el aire, bajo el brillo del sol, hasta que cayó estrepitosamente sobre las aguas centelleantes. Salpicó al chocar contra el agua. Eso fue todo. Las cadenas que llevaba enganchadas en los tobillos se encargaron de arrastrarlo hasta las profundidades.

Althea se quedó mirando el punto en el que había desaparecido. Lo había hecho. El Paragon había vuelto a matar.

—Oh, nao —lo regañó Brashen, que estaba detrás de él.

El Paragon, ciego, giró la cabeza para mirar hacia ellos. Cerró los puños y se cruzó de brazos, como para esconder su hazaña. Tenía la voz de un chico asustado, pero desafiante cuando declaró:

—Hice que hablara. Mentecacia. Encontraremos a Kennit en Mentecacia. Siempre le gustó Mentecacia. —Cuando advirtió el silencio de todos los que se habían reunido en la cubierta, frunció el ceño—. ¿No era eso lo que queríais? ¿Saber dónde podíamos encontrar a Kennit? Eso fue lo que hice. Conseguí que hablara.

—Eso hiciste, muchacho —observó Lavoy, con aspereza.

Incluso él parecía asombrado de lo que había hecho el Paragon. Sacudió la cabeza, despacio. En voz baja, para que solo lo oyeran los humanos, añadió:

—No creí que fuera a hacerlo.

—Sí que lo creíste —lo contradijo Ámbar, sin poner emoción en sus palabras. Se quedó mirando a Lavoy con los ojos encendidos de ira—. Por eso colocaste al hombre al alcance del Paragon. Para que pudiera hacerse con él. Porque querías que muriera, como los demás prisioneros. —De repente, Ámbar giró la cabeza, y consideró a los Tatuados que estaban allí mirando, callados—. Estabais con él. Sabíais lo que iba a hacer, y no hicisteis nada para impedírselo. Por eso os escogió. Esto es lo peor que podría haberos hecho la esclavitud. —Su mirada volvió a posarse sobre el primer oficial—. Eres un monstruo, Lavoy. No solo por lo que le hiciste a ese hombre, sino por lo que has despertado en el interior de la nao. Estás intentando transformarla en una bestia como tú.

Con un gesto de la cabeza, el Paragon mostró su consternación.

—¿Así que ya no me quieres? Bueno, pues no me importa. Si tengo que ser débil para que me quieras, entonces no te necesito. ¿Te enteras?

Al ver cómo era capaz de demostrar tanta infantilidad justo después de haber matado a un hombre, Althea se quedó paralizada de espanto. ¿Pero qué clase de nao era?

Ámbar no le contestó con palabras. En vez de eso, hundió despacio la cabeza entre sus brazos, apoyada como estaba contra la barandilla. Althea no sabía si se estaba lamentando o si rezaba. Estaba fuertemente agarrada al tronconjuro, como si pudiera fundirse con él.

—¡No hice nada! —protestó Lavoy. Sus palabras le sonaron cobardes a Althea. Buscaba el apoyo de su tripulación mientras hablaba—. Todo el mundo vio lo que pasó. Nada de esto fue culpa mía. La nao se tomó el asunto entre sus manos, en todos los sentidos.

—¡Callaos! —ordenó Brashen—. Cerrad todos la boca.

Dio una vuelta rápida alrededor de la cubierta. Sus ojos se pasearon entre la multitud reunida en la cubierta superior. Parecieron detenerse en Clave. El muchacho, que estaba muy pálido, se cubría la boca con las dos manos. Estaba a punto de llorar.

Cuando Brashen volvió a tomar la palabra, no transmitió ninguna emoción con su voz.

—Pondremos rumbo a Mentecacia, a la máxima velocidad. El papel desempeñado por la tripulación durante este ataque ha sido pésimo. Habrá horas de entrenamiento adicional, tanto para los oficiales como para la tripulación. Le haré saber a cada hombre cuál es su función, y velaré por el buen cumplimiento de sus obligaciones. —Dejó que su mirada se paseara de nuevo entre ellos. A Althea le pareció que estaba más viejo y más cansado que nunca. Se volvió hacia el mascarón de proa—. Paragon, te condeno al aislamiento por haber desobedecido mis órdenes. Nadie debe hablar con él hasta que le levante el castigo. ¡Nadie! —Lo repitió al ver que Ámbar estaba cogiendo aire para protestar—. Nadie debe siquiera pisar esta cubierta a menos que sea por exigencias del trabajo. Ahora, despejad esto, y volved a vuestras tareas. ¡Ya!

Brashen se mantuvo en silencio, en la cubierta superior, mientras la tripulación iba abandonándola en silencio para volver a la cubierta principal, O a sus hamacas, que era lo que tocaba. También Althea se alejó de él. En ese preciso momento, ya no lo reconocía del todo. ¿Cómo podía haber dejado que pasara todo eso? ¿Acaso no se daba cuenta de cómo era Lavoy, de lo que le estaba haciendo a la nave?

***

Brashen estaba herido. Y no solo por el largo corte en las costillas, aunque Sa no ignoraba cómo le quemaba esa herida. También le dolía la mandíbula, y la espalda, y las tripas, por la tensión acumulada. Hasta le dolía la cara, pero no lograba recordar cómo se relajaban esos músculos. Althea lo había mirado con el odio más profundo; y no podía imaginar por qué. Su nao, su orgullo, su Paragon, había matado, con tanta brutalidad que se ponía enfermo solo de pensarlo; nunca creyó que la nave fuera a ser capaz de tal cosa. Ahora estaba casi seguro de que Lavoy estaba confabulando contra él, embaucando no solo a los hombres, sino también a la nave, para obtener su apoyo durante un motín. Ámbar estaba en lo cierto, pero le habría gustado que no lo hubiera gritado tan alto. Por razones que no lograba entender del todo, Lavoy había querido que todos los prisioneros murieran. Aquello lo sobrepasaba. Aun así, tendría que afrontarlo, y no dejar ver nada, ni el más mínimo gesto que pudiera traicionar sus sentimientos. Era el capitán. Ese era el precio que tenía que pagar por ello. Justo cuando más ganas tenía de enfrentarse a Lavoy, o de abrazar a Althea, o de pedirle explicaciones al Paragon sobre lo que acababa de hacer, tenía que tragárselo todo y mantenerse firme en su puesto de capitán. Conservar su dignidad. Tenía que parecer insensible, por el bien de su tripulación y por el suyo propio.

Se quedó en la cubierta superior y observó como todos le obedecían. Lavoy le echó una mirada cargada de resentimiento por encima del hombro mientras se marchaba. Althea se movía con dificultad, estaba destrozada. Esperó que, por una vez, las otras mujeres le dejaran algo de intimidad. Ámbar fue la última en abandonar la cubierta. Cuando llegó a su altura se detuvo, como si quisiera hablar. Se encontró con sus ojos, y sacudió la cabeza en silencio. El Paragon no debía pensar que alguien se oponía a la orden de Brashen de mantenerlo aislado. Tenía que sentir que el descontento era general. Tan pronto como Ámbar abandonó la cubierta, Brashen fue tras ella. No se despidió de la nao. Se preguntó si el Paragon lo habría siquiera notado.

***

El Paragon se limpió disimuladamente las manos contra la parte inferior de la proa. Costaba horrores quitar las manchas de sangre. Se adherían a la madera, y poseían tantos recuerdos. Luchó contra la idea de absorber al hombre al que había matado, pero, al final, le pudo la sangre. Penetró dentro de sus manos de tronconjuro, rica, roja, y cargada de emociones. El terror y el dolor eran las más intensas. Bueno, ¿qué tipo de muerte había esperado después de elegir la vida pirata? Él mismo había elegido su final. No era culpa del Paragon. El hombre tendría que haber hablado cuando Lavoy se lo dijo. Entonces Lavoy lo habría matado con delicadeza.

Más allá de eso, el pirata había mentido. Había dicho que Kennit amaba a la Vivacia, y que comentaba a menudo que le gustaría tener su propia nao rediviva. Peor aún, había dicho que la Vivacia le había cogido cariño a Kennit. Era imposible. No formaba parte de su familia. Así que había mentido, y había caído.

Brashen estaba muy enfadado con él. Era culpa de Brashen si estaba enfadado. Brashen no podía entender algo tan simple como matar a un hombre que te ha mentido. Había muchas cosas, estaba descubriendo, que Brashen no entendía. Pero Lavoy sí que las entendía. Lavoy fue hacia él y le habló, le contó leyendas del mar, y lo llamó «muchacho». Y lo comprendió. Comprendió que el Paragon tenía que ser como era, que todo lo que había hecho en su vida había sido porque había tenido que hacerlo. Lavoy le dijo que no tenía nada de lo que avergonzarse, nada de lo que arrepentirse. Estaba de acuerdo con él en que había sido la gente la que lo había empujado a hacer todas esas cosas que había hecho. Brashen, Althea, Ámbar, todos querían transformarlo. Querían hacerle olvidar su pasado. Todos sus pasados. Pero no podía. Tenía demasiados sentimientos dentro de él que sabía que a ellos no les iban a gustar. Pero eso no significaba que pudiera dejar de sentirlos. Demasiadas voces le contaban, una y otra vez, todos esos terribles recuerdos, pero con unas vocecillas tan débiles que a veces costaba oírlas. Unas vocecillas sangrientas que se lamentaban desde el pasado. ¿Qué se suponía que tenía que hacer con ellas? Nunca se callaban, no del todo. Había aprendido a ignorarlas, pero eso no las había hecho marchar. Pero ni siquiera ellas eran tan crueles como otras partes de él mismo.

Volvió a restregar sus manos contra el casco. Así que nadie debía hablar con él a partir de ahora. Le daba igual. No tenía por qué hablar. Podía pasarse años sin hablar, e incluso sin moverse. Ya lo había hecho antes. De todos modos, dudaba de que Lavoy fuera a acatar esa orden. Escuchó el sonido de unos pies desnudos sobre su cubierta. Eran de un hombre que corría a cumplir con las órdenes de Lavoy. Dejó que la otra parte de sí mismo se hiciera fuerte. ¿De verdad esperaban que los llevara sin más a Mentecacia después de que lo hubieran castigado? Ya verían lo que era bueno. Se cruzó de brazos y siguió surcando las olas, a ciegas.