Capítulo 8
Los señores de los Tres Reinos

La segunda víctima de Tintaglia fue un oso. Se enfrentó a él, de depredadora a depredador, aletazos contra zarpazos. Ganó ella, por supuesto, y se montó todo un festín con su hígado y con su corazón. La batalla había saciado también su alma. Le había demostrado que ya no era una pobre criatura desamparada, atrapada en un ataúd que eran sus propios recuerdos. Había abandonado a los humanos que habían recortado estúpidamente las cascaras que envolvían a sus hermanos. No la habían apresado ellos. Básicamente, no sabían lo que hacían cuando esclavizaron a sus parientes. Finalmente, dos de ellos por poco sacrifican sus vidas por salvarla. No tenía por qué decidir si su rescate compensaba lo que los humanos debían pagar por los asesinatos cometidos. Por ahora, ya se había olvidado de ellos. Por muy dulce que pudiera haber sido la venganza, no habría hecho que salvara a aquellos de su especie que podían haber sobrevivido. Se debía a ellos antes que a cualquier otra cosa.

Había dormido durante un rato, junto a su víctima. Los dulces rayos del sol de otoño la habían acariciado durante toda la tarde. Cuando se hubo despertado, estaba lista para continuar. Mientras dormía, había aclarado su mente, y sabía cuáles debían ser sus siguientes pasos. Si alguno de los suyos había sobrevivido, estaría en los antiguos territorios de caza. Allí sería el primer lugar en el que buscaría.

Así que se había alejado del cadáver del oso, que ya era carroña sobre la que zumbaban centenares de moscas, azules y brillantes. Había puesto sus alas a prueba, comprobado toda la fuerza que había ganado con su matanza. Todo habría sido mucho más natural para ella si hubiera salido al principio de la primavera, con todo el verano por llegar, y madurar, antes de la caída del invierno. Sabía que tenía que matar y alimentarse tantas veces como pudiera durante estos días de otoño que no dejaban de acortarse para fortalecer su cuerpo, porque si no, no aguantaría el invierno. Bien, lo haría, dado que su supervivencia ya solo dependía de ella misma, pero al mismo tiempo buscaría a su gente. Se echó a volar, desde la colina soleada en la que el oso había encontrado la muerte, y sus aletazos constantes la elevaron hasta los cielos.

Se elevó hasta donde el viento soplaba más fuerte y formaba corrientes de aire que bajaban en espiral, despacio, sobre las tierras. Mientras volaba en círculos, buscó alguna señal de alguno de los de su especie. Las pantanosas orillas deberían haber estado llenas de pisadas de dragón, pero no había ninguna. Pasó por delante de los salientes de un acantilado, idóneos para tomar el sol y hacer amigos, pero en ninguno de ellos se veía señal alguna de tales presencias. Sus ojos, más agudos que los de un halcón, no vieron a ningún otro dragón surcando las corrientes aéreas que seguían el curso del río. El cielo era totalmente azul, y estaba vacío de dragones hasta el horizonte. Hasta su olfato, que era al menos tan bueno como su vista, no llegó ningún perfume de macho, ni tampoco el viejo olor de los territorios dragones. Estaba sola en este valle salvaje. Los señores de Los Tres Reinos eran de su especie dragona; habían gobernado los cielos, los mares, y la tierra que tenía debajo. No habían tenido iguales en majestuosidad o en inteligencia. ¿Cómo podían haber desaparecido todos? Le pareció incomprensible. Algunos, en alguna parte, debían de haber sobrevivido. Los encontraría.

Marcó un amplio círculo, perezosamente, y estudió las tierras de ahí abajo en busca de algo conocido. Todo se había desvanecido. Durante los años que habían pasado, la cuna del río se había agrandado y lo había modificado todo. Las inundaciones y los terremotos habían modificado el paisaje en numerosas ocasiones; las imágenes más antiguas que tenía en su cabeza le recordaban los múltiples cambios topográficos que había experimentado esta área. Aun así, las variaciones que ahora veía parecían mucho mayores que las que habían visto cualquiera de sus antepasados. Le dio la impresión de que toda la zona se había hundido. El río parecía más ancho, menos profundo, y con el contorno menos definido. Donde antaño pasaba con furia el poderoso curso del río Serpiente, ahora discurría perezosamente el río Pluvia, esa enorme extensión de lodo.

El asentamiento humano de Casárbol fue construido sobre las ruinas hundidas del viejo Frengong de los Ancianos. Los Ancianos habían construido ahí la ciudad para estar cerca de las tierras donde se encontraban los cascarones de dragón. En un principio, las orillas del río Serpiente habían sido enormes. Allí, las piedras de jizdin habían brillado con reflejos de plata, como la arena en una deslumbrante playa. Antaño, durante el otoño, las serpientes se habían arrastrado fuera del río, hasta esas playas de acogida. Con la ayuda de los dragones adultos, las serpientes habían construido sus cascarones, con largos hilos de saliva mezclados con la arena rica en recuerdos. Cada otoño, la arena se había llenado de cascarones que parecían inmensas vainas esperando la llegada de la primavera. Tanto los dragones como los Ancianos habían vigilado las membranas endurecidas que protegían a las criaturas en proceso de metamorfosis durante todo el invierno. El sol y el calor del verano terminarían por llegar, llamando a los capullos y despertando a las criaturas que tenían en su interior.

Desaparecido, todo desaparecido. La playa, los Ancianos, los dragones guardianes, todos desaparecidos. Pero también recordaba que Frengong no había sido la única playa de incubación. Había habido otras más lejos, río arriba.

Mientras batía las alas y seguía el curso del río en sentido inverso, en su interior la esperanza luchaba contra la desesperación. A lo mejor no reconocía el dibujo del paisaje, pero sabía que los Ancianos habían construido más ciudades en las proximidades de las playas de incubación. Seguro que quedaba algo de esos núcleos de actividad llenos de edificios de piedra y de calles adoquinadas. Y, si no le quedaba más remedio, tendría que explorar hasta encontrar los lugares en los que su especie se asentó en el pasado. Podía ser, se atrevía a esperar, que en algunas de esas ciudades antiguas hubieran sobrevivido los aliados de los dragones. Si no lograba encontrar a ninguno de su especie, a lo mejor encontraba a alguien que pudiera contarle lo que había sido de ellos.

***

Los rayos del sol no tenían piedad de ellos. El orbe amarillo y distante les prometía su calor, pero la bruma que recubría constantemente el río los empapaba a los tres. Malta tocó su piel áspera, y luego su ropa, cada vez más harapienta, lo que dejó claro que las neblinas eran tan cáusticas como las propias aguas del río. Tenía el cuerpo lleno de picaduras de insecto que nunca dejaban de dolerle, y su piel estaba tan irritada que no podía rascarse sin empezar a sangrar. Los reflejos del sol sobre las aguas le cegaban los ojos. Cuando se tocó la cara, tenía los ojos hundidos, y la cicatriz de su ceja sobresalía en su frente. No podía encontrar ninguna postura cómoda en la barca, porque los asientos de madera no eran lo bastante grandes como para que se tumbara con las piernas estiradas. Lo mejor que podía hacer era encogerse, en una posición semirreclinada, y luego cubrirse los ojos con el brazo.

La sed era lo que más la atormentaba. Estar sedienta a la vez que rodeada de agua que no podía beber era la peor de las torturas. La primera vez que había visto a Kekki tomar agua del río con una mano y llevársela hasta la boca, Malta había saltado sobre ella, mientras le gritaba que parara. La había detenido esa vez. Pero dado el silencio de la compañera, unido a la hinchazón de sus labios, que habían tomado un color escarlata, Malta dedujo que Kekki había cedido ante la necesidad, y más de una vez.

Malta estaba tendida en la barquita tambaleante, preguntándose por qué se preocupaba por ella mientras el río seguía arrastrándolos. No pudo encontrar ninguna respuesta, y aun así se encendía de rabia cuando pensaba que la mujer estaba bebiendo un agua que terminaría por matarla. Observó a la compañera, gracias a la sombra que hacía con su brazo. Un tiempo atrás, el vestido largo de seda verde que llevaba habría hecho que Malta se muriera de envidia. Ahora, estaba todavía más harapiento que las ropas de Malta. El artístico recogido de la compañera estaba todo enredado. Le caía penosamente sobre la frente y por detrás, sobre la espalda. Tenía los ojos cerrados, y los labios se le hinchaban cada vez que respiraba. Malta se preguntaba si no estaría empezando ya a morirse. ¿Cuánta agua hacía falta beber para morirse? Luego se preguntó si no iba a morirse de todas formas, y si entonces no era mejor beber para dejar de estar sedienta y para morirse antes.

—A lo mejor llueve —dijo el sátrapa con esperanza.

Malta movió los labios antes de decidir sus palabras, y finalmente le contestó:

—La lluvia cae de las nubes. Y no se ve ninguna.

El sátrapa guardó silencio, pero Malta pudo ver como bullía de rabia, parecía estar echando humo, como el fuego de una chimenea. No tenía fuerzas suficientes como para volverse y enfrentarse a él. Se preguntaba incluso por qué le había hablado. Su mente retrocedió hasta los acontecimientos del día anterior. Había sentido como un roce, un agarrón, pero tan leve como si hubiera chocado contra una telaraña, en la oscuridad. Había mirado a su alrededor, pero no había visto nada. Luego había alzado la vista, hasta encontrarse con la dragona. Estaba segura de ello. Había visto una dragona azul, y cuando había batido las alas, el sol había llenado sus escamas de brillos plateados. Había gritado, pedido socorro. Sus gritos habían despertado al sátrapa y a la compañera de su siesta. Pero cuando la había señalado y les había preguntado si ellos también la veían, le habían contestado que ahí no había nada. A lo mejor un mirlo, diminuto en la distancia, pero eso era todo. El sátrapa se había burlado de ella diciéndole que solo los niños y los campesinos ignorantes creían en tales cuentos.

Se había enfadado tanto que no había vuelto a hablar con él, ni siquiera cuando había caído la noche y él no había dejado de quejarse de la oscuridad, del frío, y de la humedad. Tenía un talento especial para echarle la culpa por todo, o para echársela a los comerciantes del Mitonar, o a los de las Tierras Pluviales. Estaba cansada de sus lloriqueos. Era más molesto que el zumbido incesante de los diminutos mosquitos que los habían sorprendido mientras caía la noche y se estaban montando un festín con su sangre.

Finalmente, cuando había llegado el amanecer, había intentado convencerse de que con él se renovaban sus esperanzas. Por la mañana, la tabla que utilizaba a modo de remo había reducido su tamaño hasta la mitad. Sus esfuerzos por alejarlos de la corriente principal del río habían resultado ser tan agotadores como inútiles. Se estaba pudriendo entre sus manos, consumida por las aguas. Ahora, estaban sentados en la barca, desamparados, mientras el río los llevaba más y más lejos de Casárbol. Como buen niño caprichoso y maleducado, el sátrapa se cogía sus rabietas.

—¿Por qué no ha venido nadie a rescatarnos todavía? —preguntó de repente.

Malta le contestó por encima de su hombro.

—¿Por qué habrían de buscarnos aquí?

—Pero tú les gritaste mientras pasábamos por delante de Casárbol. Todos lo hicimos.

—Gritar y ser escuchados son dos cosas distintas.

—¿Qué va a ser de nosotros?

Kekki habló tan bajito y tan deprisa que a Malta le costó entender sus palabras. La compañera había abierto los ojos y estaba mirando a Malta. Malta se preguntó si tendría, como Kekki, los ojos inyectados en sangre.

—No estoy segura. —Malta movió la boca, en un intento por humedecerse la lengua, porque, si no, no podría seguir hablando—. Si tenemos suerte, puede que la corriente nos expulse hacia un lado y que nos quedemos retenidos en las aguas pantanosas, más densas. Si tenemos mucha suerte, a lo mejor nos encontramos con una nao rediviva que esté atravesando el río. Pero lo dudo. Oí que las habían reclutado a todas para echar a los chalazos de Bahía Comercio. Al final, el río acabará por llevarnos hasta el mar. A lo mejor allí nos encontramos con otras naves, y alguna de ellas nos rescata. Si nuestro barco aguanta durante tanto tiempo. —Si vivimos para verlo, añadió Malta para sus adentros.

—Moriremos, con toda probabilidad —sentenció el sátrapa—. Mi muerte temprana será una gran tragedia. Muchas, muchas otras muertas sucederán a la mía. Cuando me muera, nadie podrá restablecer la paz entre mis nobles. Nadie me sucederá en el Trono de la Perla, porque habré muerto en la flor de la vida, sin dejar herederos. Todos llorarán mi muerte. Chalaza ya no tendrá miedo de desafiar a Jamaillia. Los piratas asaltarán más naves y nadie los arrestará. Todo mi imperio, tan grande y tan maravilloso, caerá en ruinas. Y todo por culpa de una pequeña inconsciente, demasiado ignorante como para saber cuándo se le ofrece una oportunidad para quedarse quieta.

Malta se sentó tan bruscamente que el barquito se tambaleó de un lado a otro salvajemente. Ignoró los lloriqueos de Kekki, que estaba aterrada, y se dio la vuelta para encararse con el sátrapa Cosgo. Estaba sentado en la popa del barco, con las rodillas dobladas bajo su barbilla, y los brazos rodeando sus piernas. Parecía un crío petulante. Su tez pálida, protegida de los elementos durante tantos años, parecía doblemente dañada después de haber estado expuesta al agua y al viento. En el baile del Mitonar, sus delicados rasgos y su piel pálida le habían parecido románticos y exóticos a Malta. Ahora, no parecía más que un niño enfermo. Combatió el deseo repentino de tirarlo por la borda.

—Si no fuera por mí, ya estarías muerto —declaró tajantemente—. Estabas atrapado en una habitación que se estaba llenando de agua y de barro. ¿O ya se te ha olvidado esa parte?

—¿Y cómo llegué hasta allí? Por culpa de las maquinaciones de tu pueblo. Me asaltaron, me raptaron y, por lo que sé, ya han puesto precio para el rescate. —Tosió, y luego obligó a las palabras resecas a salir—. Jamás tendría que haber venido a vuestro pueblo de canallas. ¿Qué he descubierto? No un lugar maravilloso y lleno de riquezas, como Serilla había dado a entender, sino una asquerosa ciudad portuaria llena de mercaderes avariciosos y de sus maleducadas y pretenciosas hijas. ¡Mírate! Un momento de belleza, eso es todo lo que habrás conocido. Todas las mujeres son bellas durante un mes de su vida más o menos. Pues bien, tú ya has florecido y ya te has marchitado, con esa piel reseca y ese corte que te parte en dos la ceja. Tendrías que haber aprovechado tu oportunidad para divertirme. Entonces, a lo mejor me habría compadecido de ti y te habría llevado conmigo a la corte. Allí, al menos, habrías podido comprobar con tus ojos lo que significa vivir bien. Pero no. Me rechazaste, y no tuve más remedio que quedarme a ver todas vuestras danzas campesinas. Por tu culpa fui un blanco fácil para ladrones y rufianes. Sin mí, toda Jamaillia temblará y caerá en ruinas. Y todo porque te sobrevaloraste. —Volvió a toser, y paseó su lengua sobre sus labios resecos en un vano intento por humedecerlos—. Vamos a morir en este río. —Se sorbió las lágrimas. Pero una nueva lágrima, diminuta, se le formó en el rabillo del ojo, y resbaló por su mejilla.

Malta experimentó un sentimiento de odio más puro que cualquier otra emoción que hubiera podido sentir a lo largo de su vida.

—Espero que te mueras antes que yo, para que pueda verlo —le lanzó con maldad.

—¡Traidora! —Cosgo levantó un dedo tembloroso y la apuntó con él—. ¡Solo una traidora me hablaría así! Soy el sátrapa de toda Jamaillia. Te condeno a vivir en la vergüenza, y a ser quemada en la hoguera. Juro que si salimos de esta con vida, veré el castigo abatirse sobre ti. —Miró a Kekki—. Compañera. Eres testigo de mis palabras. Si yo muero y tú sobrevives, será tu deber hacerles llegar este mensaje a otros, para que se cumpla mi voluntad. ¡Ya verás qué castigo recibe esta zorra!

Malta lo miró ferozmente, pero no dijo nada. Intentó reunir saliva en su garganta, pero no encontró ni una poca. Se sentía profundamente irritada de no poder contestar a sus provocaciones, pero no tenía elección. Se limitó a darle la espalda.

***

Tintaglia sació su hambre con un jabalí. Había divisado al animal cuando se encontraba escarbando al pie de un roble. Había sentido hambre al verlo, y su estómago rugir cuando lo había olido. El cerdo, perplejo, se había quedado quieto, observándola mientras se detenía a su altura. En el último momento, le había enseñado los colmillos, como si eso fuera a asustarla. Lo había devorado en cuatro mordiscos, y no había dejado de él más que un rastro de sangre en las hojas y unos pocos huesos. A continuación, había reanudado su vuelo.

Estaba casi asustada de su voracidad. Durante el resto de la tarde voló más despacio, para cazar mientras avanzaba, y mató otras dos veces, a un ciervo y a otro jabalí. Bastaron para saciar su hambre, pero no para más que eso. El rugido de sus tripas siguió distrayéndola de su verdadero objetivo. Llegó un momento en que, al levantar la vista del suelo para proceder al reconocimiento del lugar en el que se encontraba, se dio cuenta, de repente, de que no había estado prestando atención a la dirección en la que estaba volando. Ya no veía el río.

Se obligó a dejar de pensar en su estómago. Sobrevoló velozmente el ancho valle pantanoso hasta que volvió a encontrarse con el denso y estrecho canal del río. A esta altura, los árboles entorpecían el curso de las aguas, y las orillas cenagosas del río llegaban hasta el interior de la vegetación selvática. Un terreno nada prometedor. Una vez, había volado contra la corriente, pero esta vez prestó atención, y fue tan rápida como siempre, mientras no dejaba de buscar tierras que le sonaran de algo, o alguna señal de un asentamiento Anciano. Poco a poco, el río volvió a ensancharse, y la selva se fue retirando. Pronto, las orillas volvieron a estar cubiertas de hierba. La tierra estaba más firme aquí, el paisaje parecía menos un pantano y más una auténtica selva. De repente, se le paró el corazón. Había reconocido el lugar en el que se encontraba. En el horizonte, en un lateral del río, divisó la torre de Kelsingra. Brillaba con el sol del oeste, y el corazón de Tintaglia le dio un vuelco. Sus ojos se detuvieron en el detalle de otras construcciones de los alrededores que también le parecieron familiares. Enseguida se desesperó: no respiró ningún olor a humo de chimenea, o del trabajo de forja o de fundición.

Sobrevoló la ciudad. Cuanto más se acercaba, más se aseguraba de que ahí no había vida. No era solo que la carretera estuviera completamente vacía del tráfico que había soportado antiguamente, sino que incluso había un lugar en el que un derrumbamiento de tierra la había cortado por completo. La piedra de memoria con la que estaba pavimentada seguía recordando, oscuramente, que había sido concebida como una carretera importante. Aún podía sentir el zumbido de los recuerdos de los mercaderes, de los soldados, y de los comerciantes nómadas que la habían atravesado una vez emanando de la piedra. La hierba y el musgo no habían podido con ella. La carretera todavía brillaba, negra, recta, y elevada, como si aún se abriera paso para ir a trabajar a la ciudad. La carretera todavía se recordaba a sí misma que había sido importante, pero nadie más lo hacía.

Giró en círculos sobre la ciudad destruida. Los Ancianos habían construido esa ciudad suponiendo que siempre poblarían sus calles y ocuparían sus casas. Ahora, el presente se burlaba de sus ilusiones de mortales. En algún momento del pasado, algún cataclismo había separado la ciudad en dos. Estaba dividida por una enorme zanja, y el río había reclamado para sí la parte hundida. Tintaglia podía adivinar, en las profundidades, todos los escombros de los edificios derrumbados. Cerró los ojos, esforzándose en volver a admirar la ciudad tal y como había sido, mejor que como la recordaban las piedras de jizdin. Los Ancianos habían construido la ciudad con ellas, las habían cortado y las habían traído aquí para edificar su hermosa ciudad en las llanuras cercanas al río. Habían tallado la piedra, obligándola a adoptar la forma que ellos habían querido darle.

Tintaglia fue a la ciudad, como siempre habían hecho los dragones, y por poco se mató al llegar. Sus recuerdos ancestrales le hicieron saber que, desde siempre, los dragones habían aterrizado sobre el río. Su llegada fue espectacular. Se deslizó por los aires hasta llegar al agua, y se zambulló en su frescor. El aterrizaje de un dragón siempre hacía tambalearse los muelles. El agua lo amortiguaba, y luego el dragón nadaba en las profundidades hasta llegar a la orilla pedregosa, donde le esperaba la bienvenida de la muchedumbre del pueblo.

El río era mucho menos profundo de lo que sus recuerdos le habían contado. En lugar de zambullirse por completo en su interior, dejándose envolver por sus aguas, Tintaglia se estrelló contra él. El agua no le llegaba ni al hombro; tuvo suerte de no haberse roto las patas. Solo se evitó los daños gracias a que sus poderosos músculos amortiguaron la caída. Se rompió dos garras de la pata delantera izquierda, y se magulló las alas abiertas cuando se incorporó y salió del agua. No la esperaban canciones de bienvenida, solo el susurro del viento que se colaba entre los edificios desiertos.

Sintió como si estuviera en mitad de un sueño. La piedra de jizdin era casi impermeable al encuentro con la vida orgánica. Mientras siguiera recordando lo que había sido en otro tiempo, se negaba a dejarse invadir por las raíces de las plantas. Los animales que podrían haber encontrado en la ciudad un lugar en el que anidar y construir sus refugios, no se establecían allí porque los recuerdos de los hombres y de las mujeres que habían habitado ese lugar aún emanaban de las piedras. Incluso después de todos aquellos años, aún había pocos indicios de que el mundo natural fuera a reclamar finalmente este lugar. El musgo había empezado a afianzarse en los delgados intersticios que había entre los adoquines, y en los ángulos de los escalones. Los cuervos, que siempre habían despreciado las demostraciones de superioridad del hombre, habían construido precariamente unos cuantos nidos en las cornisas de las ventanas o en lo alto de los campanarios. Las algas sobresalían de los bordes de las vistosas fuentes, que todavía contenían agua de lluvia en su interior. Los muros exteriores de algunos edificios se habían derrumbado durante un terremoto, dejando que el otoño penetrara en sus habitaciones, y que un montón de escombros cayeran sobre las calles que había debajo. La naturaleza siempre terminaba por triunfar. El mundo salvaje acabaría por tragarse la ciudad de los Ancianos, después de lo cual nadie volvería a recordar un tiempo en el que los hombres y los dragones hubieran confraternizado.

Tintaglia se sorprendió al notar como ese pensamiento le partía el corazón. La humanidad, tal y como existía ahora, la atraía más bien poco. Había habido un tiempo, le susurraban sus ancestros en la parte trasera del cráneo, en el que la esencia de los dragones se mezcló con la naturaleza de los hombres, y los Ancianos surgieron de esa armonía. Esta antigua raza, alta y esbelta, con ojos de dragón y piel dorada, había vivido entre dragones y alabado su simbiosis. Tintaglia caminó despacio por las anchas calles, concebidas así para permitir que un dragón pudiera pasar cómodamente. Fue hasta sus edificios de gobierno, y subió por los amplios y bajos escalones que habían sido ideados para permitir que su especie pudiera acceder con elegancia a las salas de reunión de los Ancianos. Los muros exteriores de ese edificio todavía emitían brillos oscuros, mientras que unas figuras blancas, resplandecientes, decoraban los bajos relieves. Cariandra la Fecunda seguía arando eternamente sus tierras, detrás de su rebaño de bueyes; en el muro adyacente, Sessicaria extendía las alas y graznaba en silencio.

Tintaglia pasó por delante de los imperturbables leones de piedra que protegían la entrada. Una de las enormes puertas se había derrumbado. Mientras se abría paso, no sin dificultad, a través de la otra inmensa puerta de madera, una buena parte de los recuerdos que le estaban hablando se desvanecieron: la madera, contrariamente a la piedra, no tenía memoria.

Dentro, las mesas de roble pulido habían pasado a acumular capas de polvo. El polvo había recubierto las ventanas; la luz del sol apenas penetraba en la habitación. Los restos raídos de unos antiguos tapices estaban cubiertos de telarañas. Aquí, los recuerdos pugnaban por revelarle su contenido, pero se había decidido a mantener su mente concentrada en el momento presente. El del silencio, del polvo, y del viento que suspiraba lúgubremente a través de una ventana rota. A lo mejor, en alguna parte del edificio, habían sobrevivido los archivos del Consejo. Pero las palabras escritas sobre los pergaminos agrietados no le traerían ningún consuelo. Allí no había nada que le interesara.

Se quedó un rato más observándolo todo. Luego, se apoyó de nuevo sobre sus patas traseras y estiró el cuello para gritar de rabia y de desesperación a los furiosos fantasmas de ese lugar. La onda expansiva de su voz sacudió el aire estancado de la habitación, dispersó los fragmentos de mobiliario, y estrelló una estatua de mármol contra una esquina. En el otro extremo de la habitación, un tapiz hecho trizas cayó estrepitosamente al suelo. Las motas de polvo, alarmadas, se arremolinaban en el aire. Echó la cabeza hacia atrás, y siguió lanzando alaridos llenos de rabia, una y otra vez.

De repente, igual de rápido que le había venido el ataque de ira, se le pasó. Dejó que sus patas delanteras volvieran a posarse sobre el suelo negro y frío. Se quedó en silencio, y escuchó como los ecos de su propia voz se debilitaban y terminaban por apagarse. Ir apagándose hasta morir, pensó. Eso es lo que les ha ocurrido a todos, y yo soy el último eco, que todavía retumba sobre estas piedras sin oído alguno que lo escuche.

Abandonó el edificio y merodeó por las calles desiertas de la ciudad muerta. El día se estaba oscureciendo. Había volado muy rápido, y le había costado mucho llegar hasta ese lugar para haber descubierto tan solo muerte. Los recuerdos imperecederos de la piedra habían conservado, imperturbablemente, su memoria. Hacía décadas que la ciudad había decaído, y la vida aún no había conseguido hacerse con ella. Las venas de musgo que se colaban en todos los pequeños huecos lo intentaban de un modo patético. Típico de los humanos, pensó Tintaglia, desdeñosa. No dejan que otras criaturas se aprovechen de lo que ellos ya no van a utilizar. Enseguida, a ella misma le chocó la acritud de sus palabras. ¿Significaba eso que no pensaba que los Ancianos fueran diferentes de los humanos que la habían mantenido prisionera durante tantos años?

Un pozo de piedra y los restos de una polea la distrajeron de aquellos pensamientos. De repente, sintió como le llegaban unos recuerdos agradables. Ah, sí. En el lugar en el que se encontraba había un pozo en el que, tiempo atrás, otros de su especie habían bebido, no agua, sino el líquido plateado de la magia que impregnaba las piedras de jizdin. Ese era un tóxico poderoso, incluso para un dragón. Beber directamente de él, sin diluirlo, era como fundirse con el universo. Ese recuerdo la atormentaba. Añoraba ese tipo de conexión. Olisqueó el borde del pozo, e intentó ver algo en las profundidades. Al mover la cabeza, le pareció encontrar un reflejo de plata en el mismo fondo, pero no podía estar segura. ¿Acaso durante el día no se reflejaban las estrellas en el fondo de los pozos más profundos? Podía no ser más que eso. Fuera lo que fuera, estaba fuera del alcance de sus dientes o de sus uñas. Ningún dragón volvería a sentir esa unión mística. No bebería del líquido mágico. Ningún dragón volvería a hacerlo. El haber recordado un placer inalcanzable no le había traído sino un tormento mayor, con el que terminó de definir su agonía y su soledad. Destrozó deliberadamente los restos oxidados de la polea, y los tiró al pozo. Escuchó el sonido metálico de las piezas al caer dentro del estrecho agujero.

***

Malta había cerrado los ojos para protegerlos de los reflejos cegadores del río. Cuando volvió a abrirlos, el día ya se estaba oscureciendo. Ese pequeño respiro vino acompañado de la brisa nocturna. El primer mosquito se deleitó zumbando en su oreja derecha. Malta intentó levantar una mano para aplastarlo, pero tenía los músculos anquilosados, como si se hubiera oxidado mientras dormía. Levantó la cabeza, entre gruñidos de dolor. Kekki no era más que un montón de harapos, mitad sobre su asiento, y mitad en el fondo del barco.

Parecía que estaba muerta. El corazón de Malta se llenó de horror. No podía estar atascada en aquella barca con una mujer muerta a bordo. No podía.

Enseguida se asustó de sus propios pensamientos insanos. ¿Qué harían si Kekki estaba muerta? ¿Tirarla por la borda, para que la devoraran las aguas? Malta no era capaz de hacer eso, no más que quedarse ahí sentada observando a la muerta, antes de morir ella misma. Apenas podía mover su lengua dentro de la boca, pero se esforzó por preguntar, con la voz reseca:

—¿Kekki?

La compañera movió ligeramente la mano que tenía apoyada sobre las húmedas tablas del suelo. Solo fueron dos dedos, pero al menos aún no estaba muerta. Parecía estar horriblemente incómoda. Una parte de Malta deseaba dejarla allí, pero en el fondo sabía que no era capaz de hacerlo. Cuando dobló las rodillas y se obligó a incorporarse en su asiento, cada músculo de su cuerpo soltó un alarido de dolor. Una vez ahí, no le llegaron las fuerzas para ayudar a Kekki a encontrar una postura más cómoda. No podía hacer mucho más que sacudirla con suavidad. Tiró de los restos del vestido de seda verde de Kekki para tratar de arroparla un poco mejor en ellos. Le dio unas palmaditas en la cara.

—Ayúdame a vivir.

La compañera susurró lastimosamente su súplica. Ni siquiera había abierto aún los ojos.

—Lo intentaré.

Malta se dio cuenta de que había articulado las palabras con la boca, pero sin emitir ningún sonido. Aun así, Kekki parecía haberla entendido.

—Ayúdame a vivir, ahora —repitió Kekki. Los esfuerzos que hacía para hablar estaban resquebrajando sus labios. Cogió aire, entre lloriqueos—. Por favor, ayúdame a vivir ahora, y yo te ayudaré más tarde. Lo prometo.

Era el compromiso de una niña maltratada, que prometía obediencia si le desaparecía el dolor. Malta le dio unas palmaditas en el hombro. Con mucha dificultad, levantó la cabeza de Kekki y la colocó en una posición en la que las tablas del barco no se clavaran tan fuerte en su mejilla. Se abrazó a la espalda de la compañera, para que pudieran compartir el calor corporal. Eso era todo lo que podía hacer por ella.

Malta obligó a los anquilosados músculos de su cuello a girar su cabeza, para que pudiera mirar al sátrapa. El más alto legislador de toda Jamaillia la observaba con maldad desde el asiento en el que estaba encogido. Tenía la cara desfigurada, con una ceja hinchada por encima de los ojos hundidos.

Malta le dio de nuevo la espalda. Intentó preparase para pasar la noche metiendo los brazos dentro de las mangas de su vestido, remontando el cuello tanto como pudo, y encogiendo las piernas para meter los pies debajo de las faldas. Acurrucada junto a Kekki, en el fondo de la barca, se hizo creer a sí misma que ahora tenía menos frío. Cerró los ojos y empezó a dormirse.

—¿Quéesesooo?

Malta lo ignoró. No iba a tragarse otra vez el anzuelo. No tenía fuerzas suficientes.

—¿Quéesesooo?—repitió el sátrapa.

Malta abrió los ojos y levantó un poco la cabeza. Se incorporó enseguida, haciendo que la barca se tambaleara peligrosamente, cuando vio que algo venía hacia ellos. Se esforzó por ver lo que era, intentó encajarlo en una forma conocida. Solo una nao rediviva podía surcar el río Pluvia. Cualquier otra embarcación acabaría por consumirse víctima de sus aguas cáusticas. Pero su silueta era más achatada que la de una nao rediviva, y parecía que una de sus velas era rectangular. Aunque la nave solo se veía gracias a su propia iluminación, que era muy débil, Malta creyó haber divisado movimiento en ambas cubiertas. La proa, elevada y envuelta en neblina, se balanceaba mientras la nave se abría camino río arriba. Malta se levantó, en medio de los crujidos de su propio cuerpo, y siguió observando a la nave que se acercaba. Su desconfianza no hacía sino ralentizar la aceptación del acontecimiento. Volvió a encogerse dentro de la barca. Todo estaba oscuro, y la barca era pequeña. Era posible que la nave pasara sin verlos.

—¿Qué pasa ahora? —dijo el sátrapa, confuso.

—Calla. Es un galeón chalazo, de los que mandan a la guerra.

Malta siguió observando cómo se acercaba la nave. El corazón le latía con fuerza contra las costillas. ¿Qué clase de asuntos traían a una nave chalaza hasta el río Pluvia? Solo podían ser espías o invasores. Aun así, era la única nave que habían avistado. En ella se encontraba la salvación, o la muerte. Mientras lo dudaba y se preguntaba lo que debía hacer, el sátrapa pasó a la acción.

—¡Ayuda! ¡Ayuda! ¡Aquí! ¡Aquí!—Se quedó medio levantado, en la popa del barco, llamando al lateral de la nave con una mano y haciendo aspavientos con la otra.

—Puede que no sean amistosos —le espetó Malta.

—¡Pues claro que lo son! Son mis aliados, mis mercenarios, que van a librar de los piratas las aguas de Jamaillia. ¡Mira! Llevan los colores de Jamaillia en su bandera. Son mis mercenarios, que están cazando piratas. ¡Eh! ¡Aquí! ¡Salvadnos!

—¿Cazadores de piratas surcando el río Pluvia? —preguntó Malta, en tono sarcástico—. ¡Son invasores!

La ignoraron. Kekki también se había levantado. Se arrastró hasta la proa para sentarse, levantó débilmente una mano, y gritó, sin articular las palabras, para llamar la atención de la nave. Incluso a través de su escandalera, Malta oyó los gritos de sorpresa del vigía del galeón. Enseguida, la nave se llenó de lámparas de aceite, que iluminaron los rasgos de su monstruoso mascarón de proa. De repente, la silueta de un hombre apuntó hacia ellos. Otros dos se unieron a él. Los gritos que venían de la cubierta del galeón traicionaron la excitación de la tripulación. La nave se desvió para llegar hasta ellos.

Les pareció que había tardado una eternidad en llegar. Lanzaron una cuerda, y Malta la agarró. La sostuvo con fuerza entre sus brazos mientras juntaban las dos embarcaciones. La luz de las lámparas la cegaba. Se quedó sujetando estúpidamente la cuerda mientras el sátrapa primero, y Kekki después, eran subidos a bordo. Cuando le llegó el turno, subió hasta la cubierta y apenas hubo llegado se dio cuenta de que sus piernas ya no eran capaces de sujetarla. Se derrumbó sobre el suelo de madera. Oyó voces chalazas preguntar cosas con insistencia, pero ella solo podía sacudir la cabeza. Gracias a su padre, tenía algunas nociones de chalazo, pero su boca estaba demasiado seca como para que pudiese hablar. Les habían dado agua al sátrapa y a Kekki, y Kekki, aunque vacilante, les estaba dando las gracias. Cuando le ofrecieron el cántaro de agua a Malta, se olvidó de todo lo demás. Se lo llevaron mucho antes de que se hubiera saciado. Alguien le tiró una sábana. Se la envolvió alrededor de los hombros y se sentó, miserable y temblorosa, preguntándose lo que sería de ellos a partir de ahora.

El sátrapa había conseguido ponerse en pie. Hablaba chalazo con fluidez, excepto por las terribles condiciones en las que tenía la garganta. Malta escuchó, muerta de aburrimiento, como el muy loco se presentaba y les daba las gracias por haberlos rescatado. Los marineros ponían muecas ante sus palabras. No necesitaba conocer el idioma: sus gestos y posturas traicionaban su escepticismo. Cuando el enfado del sátrapa creció, su alegría aumentó en proporción.

Luego, Kekki se sumó a él. Habló más despacio que él, pero, de nuevo, Malta comprendió más lo que decía por su tono de voz que por las palabras sueltas que fue entendiendo. No importaba que sus ropas estuvieran sucias y harapientas, que su aspecto fuera tan penoso, y que tuviera los labios agrietados. La compañera les hizo reproches y críticas sutiles, en un chalazo impecable, prefiriendo el uso de las formas nobles al de las formas comunes. Más allá de eso, Malta sabía que ninguna mujer chalaza se habría atrevido a hablar así, a menos que creyese firmemente en el estatus del hombre que la protegía de la crueldad de los marineros. Kekki señaló la bandera de Jamaillia, que pendía, sin fuerzas, del mástil de la nave, y luego volvió a señalar al sátrapa.

Malta observó como la actitud de los hombres pasaba del desprecio a la duda. El hombre que la ayudó a ponerse en pie tuvo cuidado de no tocar más que sus manos o sus brazos. Cualquier otro proceder hubiera significado un insulto hacia el padre o el marido. Malta se recolocó la sábana para que le cubrirse mejor los hombros, e hizo verdaderos esfuerzos para seguir al sátrapa y a Kekki.

La nave no la impresionó. Todo el largo del barco se componía de una cubierta elevada, situada entre los bancos de remo. Por delante y por detrás, las estructuras de la cubierta parecían estar más diseñadas para la batalla que para el confort. Fueron escoltados hasta el fondo de la nave, e introducidos en una cabina.

Malta tardó un momento en ajustar sus ojos a la luz. La cabina, cálida y bien iluminada, la deslumbraba. Los camastros estaban cubiertos con suntuosas pieles, y la gruesa alfombra le calentaba sus fríos y desnudos pies. Había una pequeña estufa encendida en una esquina, de la que emanaba tanto calor como humo. La calidez del ambiente le provocó hormigueos y picores en la piel. Había un hombre sentado detrás de una mesa de despacho que estaba terminando de entintar unas hojas y haciendo anotaciones para sí mismo. Levantó los ojos, despacio, para mirar a la pareja. El sátrapa, en un arranque de valentía, o de locura, se adelantó y cogió otra de las sillas de la mesa. Cuando habló, pareció estar dando órdenes en vez de estar formulando demandas. Malta entendió la palabra «vino». Kekki se sentó en el suelo, a los pies del sátrapa. Malta se quedó de pie, apoyada en la puerta.

Miraba el cuadro que tenía ante los ojos como si se tratara de una obra de teatro. Supo que su destino estaba en manos del sátrapa, y el corazón le dio un vuelco. No confiaba ni en su sentido del honor ni en su inteligencia, aunque las circunstancias no le dejaran otra alternativa. No sabía suficiente chalazo como para hablar por ella misma, y sabía bien que, según las costumbres chalazas, su estatus era inferior al de los hombres. Si intentaba declarar que no dependía de la autoridad del sátrapa, también estaría privándose de cualquier tipo de protección que aquello pudiera garantizarle. Guardó silencio y siguió temblando, muerta de hambre y de fatiga, mientras seguía desarrollándose la escena en la que se jugaba su destino.

Uno de los grumetes le llevó vino y una bandeja de galletas al capitán. Tuvo que ver cómo el capitán servía vino para dos. Brindó con el sátrapa. Hablaron. El sátrapa no dejaba de monopolizar la palabra, aunque se interrumpía para beber numerosos sorbos de vino. Alguien le trajo al sátrapa un bol humeante de algo. De vez en cuando, mientras comía, el sátrapa le hacía llegar a Kekki una galleta o un trozo de pan por debajo de la mesa, como si fuera un perro. La mujer cogió las golosinas y las mordisqueó despacio, sin dar muestras de querer nada más. Se la veía exhausta, pero Malta observó que la compañera parecía estar esforzándose por seguir la conversación. Por primera vez, Malta sintió admiración por Kekki. A lo mejor era más fuerte de lo que parecía. Después de haber estado expuestos en los últimos días a todo tipo de inclemencias, sus ojos no eran más que dos rajitas en un rostro hinchado, pero todavía brillaban con astucia.

Los hombres terminaron de comer, pero se quedaron sentados en la mesa. Un muchacho trajo una cajita lacada. Sacó dos pipas de arcilla y distintos botes con hierba de fumar. Cosgo dejó escapar una exclamación de placer. Mientras el capitán le preparaba la pipa, podía leerse la impaciencia en sus ojos. El capitán le dio fuego. Cuando la mezcla de hierbas tóxicas prendió, Cosgo aspiró profundamente. Retuvo el humo durante un momento, mientras una sonrisa de éxtasis iba perfilando su rostro. Luego se recostó sobre su silla y siguió fumando, entre suspiros de felicidad.

Pronto, el humo cargó el ambiente de la habitación. Los hombres hablaron mucho y se rieron a menudo. Malta se dio cuenta de que le costaba mantener los ojos abiertos. Intentó fijar su atención en el capitán, para poder juzgar sus reacciones a las palabras del sátrapa, pero le costaba mucho concentrarse. Tuvo que reunir toda su voluntad solo para mantenerse en pie. Al otro lado de la cabina, la mesa y los hombres parecían estar cada vez más lejos, en una cálida distancia. Sus voces eran como un runrún tranquilo. Cuando el capitán se levantó, salió enseguida de aquel sopor y se puso otra vez en alerta. El capitán extendió una mano hacia la puerta para invitar al sátrapa a que lo acompañara por ahí. Cosgo se levantó deprisa. La comida y la bebida parecían haberle devuelto parte de su energía. Kekki intentó seguir a su amo, pero volvió a caerse sobre la alfombra. El sátrapa lanzó un suspiro de indignación, y le dijo algo desdeñoso a la atención del capitán. Luego, se centró en Malta.

—Ayúdala, estúpida —le ordenó, disgustado.

Los dos hombres abandonaron la cabina. Ninguno miró hacia atrás para ver si las mujeres los seguían.

Cuando nadie la miraba, Malta cogió una galleta de la mesa y se la llevó toda entera a la boca. La masticó como pudo y la tragó con dificultad, debido a la falta de saliva. Malta sacó fuerzas de no se sabe dónde para ayudar a Kekki a levantarse, y para sostener su peso mientras los seguían. La mujer siguió tropezándose contra ella, y fueron tambaleándose detrás de los hombres. Estos ya habían caminado todo el largo de la nave, y las dos mujeres tuvieron que apresurarse para alcanzarlos. A Malta no le gustaron las miradas que le dedicaron algunos de los marineros. Parecían burlarse de su aspecto, pero a la vez se las comían con la mirada, a ella y a Kekki.

Kekki y ella se detuvieron a la altura del sátrapa. Había un hombre sacando apresuradamente sus enseres de una estructura de madera que habían montado en la cubierta, debajo del armazón de la torre. En cuando hubo terminado de sacar sus bártulos, el capitán invitó al sátrapa a que entrara. El sátrapa inclinó la cabeza en dirección al capitán, y entró en su nueva cabina.

Cuando Malta ayudó a Kekki a entrar en la habitación, el hombre que había trasladado sus cosas puso una mano sobre su brazo. Miró hacia él, confusa, preguntándose lo que querría, pero solo sonrió abiertamente mientras le lanzaba una mirada interrogante al sátrapa, por encima de ella. En respuesta, el sátrapa estalló en carcajadas, y después sacudió la cabeza. Luego se encogió de hombros. Malta entendió la palabra «después». Finalmente, el sátrapa puso los ojos en blanco, como si no pudiera dar crédito a lo que el hombre le había preguntado. El hombre lo miró con fingida desilusión, manteniendo su sonrisa burlona. A continuación, como por accidente, acarició todo el brazo de Malta con su mano, y rozó brevemente la curva de sus caderas. Malta se sobresaltó. El capitán le dio al hombre un empujón amistoso; Malta decidió que debía de ser el primer oficial. Estaba confusa acerca de lo que acababa de suceder, pero optó por no hacer caso. Los ignoró a todos para tratar de ayudar a Kekki a que llegara hasta el único camastro que había. Pero, cuando lo alcanzó, la mujer se hundió junto a sus pies, sobre la cubierta. Malta le sacudió el brazo, desesperada.

—No —murmuró Kekki—. Déjame aquí. Quédate de pie, junto a la puerta. —Cuando Malta se quedó mirándola, consternada, la mujer reunió todas las fuerzas que le quedaban para ordenar—: No me cuestiones ahora. Haz lo que te digo.

Malta vaciló, y luego se percató que el capitán tenía los ojos puestos sobre ella. Se levantó con dificultad y se arrastró por la habitación hasta la puerta. Igual que lo haría una sirvienta, se dio cuenta. La rabia la consumía por dentro, pero no renovaba sus fuerzas. Recorrió el cuartito con la mirada. Había un único camastro, y una mesita donde se estaba consumiendo una lámpara de aceite. Eso era todo. Obviamente temporal. Un momento después, el capitán le estaba deseando las buenas noches al sátrapa. Tan pronto como cerró la puerta, tras su paso, Malta se derrumbó sobre el suelo. Todavía tenía hambre y sed, pero por ahora se conformaría con dormir. Se envolvió completamente en la sábana.

—Levántate —le ordenó el sátrapa—. Cuando el chico vuelva con comida para Kekki, esperará que la recoja la sirvienta. No me humilles rechazándola. También va a traer agua caliente. Podrás comer después de haberme bañado.

—Preferiría tirarme por la borda —le informó Malta. No se movió.

—Entonces quédate ahí.

La comida y el vino le habían devuelto toda su arrogancia. Sin ningún tipo de pudor, empezó a quitarse sus ropas mugrientas. Malta, sintiéndose ofendida, desvió la mirada, pero no pudo evitar oír sus palabras.

—No hará falta que te tires por la borda. Los tripulantes se encargarán de ello con toda probabilidad una vez que hayan terminado contigo. Esto fue lo que preguntó sobre ti el primer oficial, cuando entraste: «¿Está disponible la de la cicatriz?». Le dije que eras una criada de mi mujer, pero que a lo mejor más tarde podías compartir algo de tiempo con él. —Una sonrisa de superioridad le perfiló la comisura de los labios. Tenía la voz untuosa, y empleaba un tono de falsa amabilidad—. Recuérdalo, Malta. Estar a bordo de esta nave es como estar en Chalaza. En este barco, si no eres mía, no eres de ningún hombre. Y, en Chalaza, las mujeres que no son de ningún hombre son de todos los hombres.

Malta había oído antes ese dicho, pero nunca había cogido verdaderamente su sentido. Apretó los muslos. Malta desvió la mirada hacia Kekki cuando oyó su voz reseca.

—El excelentísimo sátrapa Cosgo dice la verdad, muchacha. Levántate. Si quieres salvar tu vida, tendrás que actuar como una criada. —Suspiró antes de añadir, lúgubremente—: Recuerda la promesa que te hice, y hazme caso. Todos queremos vivir, si eso está escrito en el destino de alguno de nosotros. Su estatus nos mantendrá a salvo, si nosotras nos encargamos de mantener su estatus.

El sátrapa terminó de desnudarse. Malta se extrañó que su cuerpo fuera tan pálido. Había visto el torso desnudo de los trabajadores de los muelles, y de los mozos de granja, pero jamás había visto a un hombre completamente desnudo. En contra de su voluntad, desvió la mirada hacia sus partes bajas. Lo había oído llamar el miembro viril; había esperado que fuera algo más que una colita rosada en un nido de pelos rizados. El miembro que colgaba le recordó a un gusano enfermo; ¿sería igual en todos los hombres? Se quedó horrorizada. ¿Qué mujer podría soportar que esa cosa repugnante le tocara el cuerpo? Apartó la vista de él. Cosgo no pareció darse cuenta del asco que le había producido. En lugar de eso, se quejó:

—¡Cuándo llegará esa agua! Malta, ve a preguntar por qué tarda tanto.

Antes de que Malta pudiera negarse, alguien llamó a la puerta. Se mantuvo erguida, mientras se despreciaba a sí misma por haberse rendido. El grumete empujó la puerta y entró. Iba dándole patadas a un barreño para hacerlo avanzar por la cubierta, y llevaba dos cubos de agua entre los brazos. Dejó su carga en el suelo y se quedó mirando al sátrapa como si tampoco hubiera visto nunca a un hombre desnudo. Malta se preguntó si sería debido a su palidez o a la flaccidez de su cuerpo. Hasta Selden tenía más músculo que el sátrapa. Detrás del grumete llegó otro marinero que trajo una bandeja con comida. Echó una ojeada al interior de la habitación, y luego se la dio a Malta, pero un gesto de su mano indicó que iba destinada a Kekki. Grumete y marinero salieron del camarote.

—Dale la comida —ordenó el sátrapa, cuando Malta se quedó mirando el agua, las galletas, y el caldo aguado de la bandeja—. Y luego ven aquí a prepararme el baño.

Al mismo tiempo que hablaba, se fue metiendo dentro del barreño y se quedó ahí encogido, esperando. Malta le dedicó una mirada de odio. No tenía alternativa, y lo sabía.

Atravesó la habitación y estampó la bandeja sobre el suelo, junto a Kekki. La mujer se incorporó y cogió una de las galletas rancias. Luego volvió a acomodarse, colocándose la cabeza entre los brazos, y cerró los ojos.

—Estoy tan cansada... —murmuró, con voz ronca.

Por primera vez, Malta se percató de que Kekki estaba sangrando por la comisura de los labios. Se arrodilló junto a la compañera.

—¿Cuánta agua del río bebiste? —le preguntó.

Pero Kekki solo suspiró profundamente y se quedó quieta. Malta le tocó tímidamente la mano. Kekki no dio señal de vida.

—Déjala. Ven aquí y prepárame el baño.

Malta miró con ansias la comida. Sin darse la vuelta, levantó el bol de sopa y se bebió ávidamente la mitad. Le quitaba la sed y la calentaba, dos en uno. Era maravilloso. Partió un pedazo de pan y se lo llevó a la boca. Estaba duro y seco, y rancio, pero era comida. Comenzó a mordisquearlo.

—Obedéceme ahora mismo. O tendré que llamar al marinero que te ha echado el ojo.

Malta se quedó donde estaba. Se tragó un trozo de pan. Cogió la jarra de agua y se bebió la mitad. Sería justa. Le dejaría la mitad a Kekki. Le echó una ojeada al sátrapa. Seguía dentro del barreño, desnudo y encogido. Con la melena despeinada y el rostro quemado por el sol, no parecía que su cabeza se correspondiera con su pálido cuerpo.

—¿Sabes cuánto te pareces —dijo Malta para empezar una conversación— a un pollo desplumado listo para asar en una cazuela?

El rostro del sátrapa se inundó de ira.

—¿Cómo te atreves a burlarte de mí? —preguntó con enfado—. Soy el sátrapa de toda Jamaillia y...

Malta lo interrumpió.

—Y yo soy la hija de una comerciante del Mitonar, y algún día seré una comerciante del Mitonar. —Sacudió la cabeza en su dirección—. Creo que, después de todo, mi tía Althea tenía razón. No le debemos ninguna lealtad a Jamaillia. No soy capaz de sentir ningún respeto por un muchacho pálido que ni siquiera es capaz de lavarse solo.

—¿Tú? Tú, pequeña, crees que eres una comerciante del Mitonar. Pero en realidad, ¿sabes lo que eres? Nadie. Todos los que te han conocido en algún momento piensan que estás muerta. ¿Crees que irán a buscarte río arriba? No. Llevarán el luto durante una semana o así, y luego se olvidarán de ti. Será como si nunca hubieras existido. Nunca sabrán lo que fue de ti. He hablado con el capitán. Está dando media vuelta. Estaban explorando río arriba, pero ahora que me han rescatado está claro que los planes han cambiado. Nos reuniremos con sus compañeros en la desembocadura del río, y pondremos rumbo a Jamaillia. Nunca volverás a ver el Mitonar. Desde ahora, esta es tu vida y lo mejor que conocerás. Así que elige ahora, Malta Vestrit, ex habitante del Mitonar. Vive como una sirvienta. O muere como una muñeca usada, tirada por la borda de una galera chalaza.

La galleta se quedó atascada en la garganta de Malta. A pesar de su sonrisa desafiante, se daba cuenta de la realidad de sus palabras. La habían alejado de su pasado. Esta era ahora su vida. Se levantó despacio, y atravesó la habitación. Miró hacia abajo, hacia donde se encontraba el hombre que quería doblegarla, ridículamente agachado. Señaló desdeñosamente hacia los cubos de agua. Malta los consideró, mientras se preguntaba qué hacer. De repente, parecía estar lejos de todo. Se sentía tan débil y tan desesperada... No quería ser una sirvienta, pero tampoco quería ser usada y desechada por un grupo de sucios marineros jamaillios. Quería vivir. Haría lo que fuera para vivir.

Cogió un cubo de agua caliente. Se apoyó sobre el borde de la bañera improvisada del sátrapa, y dejó caer lentamente un chorro de agua sobre su espalda, mientras dejaba escapar unos gemidos de placer. Una ráfaga repentina de vapor hizo sonreír a Malta. Los muy idiotas habían calentado agua del río para el baño del sátrapa. Tendría que haberlo adivinado. Una nave de este tamaño no llevaría una reserva tan grande de agua potable. Gastarían la justa y necesaria. Era evidente que los chalazos sabían que no podían beber agua de río, pero no se habían dado cuenta de que tampoco debían bañarse en ella, porque probablemente no tenían costumbre alguna de bañarse. No tenían ni idea de lo que esa agua le haría. A la mañana siguiente, estaría cubierto de ampollas. Sonrió dulcemente mientras le preguntaba:

—¿Quieres que te eche por encima el otro cubo de agua?