Capítulo 7
La nao dragona

Durante un momento, se encogió en el olvido, y se quedó tan aislado como en el útero materno. Wintrow no tenía conciencia de nada, aparte de su cuerpo físico. Estaba trabajando con él igual que había hecho una vez el vidrio coloreado. Pero era diferente, porque ahora se enfrentaba a una labor de restauración, y no de creación. Su labor le procuró una alegría serena; le recordó vagamente a cuando apilaba cubos de juguete, de muy pequeño. Las tareas a las que se enfrentaba eran sencillas y obvias, el trabajo era repetitivo; solo estaba controlando su cuerpo para que hiciera más rápido lo que habría terminado haciendo por sí solo. Con la voluntad de su mente aceleraba la recuperación de su cuerpo. El resto de su vida se había desdibujado hasta volverse invisible. No pensaba en nada más que en arreglar al animal en el que vivía. Era bastante parecido a estar en un cuarto calentito mientras, ahí fuera, se desataba una enorme tormenta.

—Ya basta —gruñó la dragona.

Wintrow, ante su irritación, se encogió aún más.

—Todavía no he terminado —imploró.

—No. Lo demás vendrá por sí solo, si alimentas tu cuerpo y le das ánimos, de vez en cuando. Ya te he estado esperando demasiado tiempo. Ya estás lo bastante fuerte como para que todos nos enfrentemos a lo que somos. Y tenemos que enfrentarnos a ello.

Era como si lo agarraran y luego lo lanzaran por los aires. Volaba y volvía a caer, en todas las direcciones, buscando algo, cualquier cosa a la que agarrarse, como un gatito asustado. Encontró a la Vivacia.

—¡Wintrow!

No fue una exclamación verbal que expresara alegría, sino el reconocimiento repentino de una conexión, como si lo estuviera descubriendo de nuevo. Volvían a estar juntos y, con esta unión, volvían a formar un todo. Podía sentirlo; podía experimentar sus emociones, respirar por su nariz, saborear con su lengua, y sentir con su piel. Conocía su dolor, y agonizaba con él. Sabía lo que pensaba, y...

Cuando uno se duerme, siempre se despierta antes del impacto. Esta vez no. El despertar de Wintrow fue el impacto. El amor y la devoción que la Vivacia sentía por él contrastaban con la angustiosa realidad de lo que Wintrow sabía que era. Los pensamientos de Wintrow eran un espejo colocado delante de su rostro de cadáver. Una vez que se había mirado en él, ya no podía ignorarlos. Tanto Wintrow como la Vivacia estaban inmersos en esta cuestión, y la desesperación de ella lo hundió más y más en las profundidades. Se sumergió en el abismo con ella.

No era la Vivacia, no del todo. Nunca había sido nada, aparte de la vida robada a una dragona. Su pseudovida estaba ligada a los despojos de una dragona muerta. No tenía verdadero derecho a existir. Los trabajadores de los Territorios Pluviales habían partido el capullo de la dragona, que estaba en proceso de metamorfosis. El embrión había volado por los aires, para acabar retorciéndose en un frío suelo de piedra. Mientras tanto, las hebras de los recuerdos y de la sabiduría que lo habían protegido, formando el capullo, habían sido arrastradas y divididas en tablas para construir barcos vivientes.

La vida lucha por abrirse paso, a cualquier precio. Si una tormenta de viento tumba un árbol contra el suelo del bosque, crecen otros sobre su tronco. Una semilla diminuta, entre guijarros y arena, todavía podría agarrarse a una gotita de agua y brotar, verde y desafiante. Inmersas en agua salada, bombardeadas por los recuerdos y las emociones de los humanos que la esclavizaron, las fibras de recuerdos que componían las tablas habían intentado organizarse de alguna manera. Habían aceptado el nombre elegido, atribuido, y se habían esforzado por dar un sentido a lo que experimentaban ahora. Finalmente, la Vivacia se había despertado. Pero la orgullosa nao, y su glorioso mascarón de proa, no pertenecían realmente a la familia Vestrit. No. La suya era una vida robada. Era la mitad de un ser, menos de la mitad, una criatura artificial hecha de deseos humanos y de recuerdos de dragona, asexuada, no muerta y, a la larga, sin sentido. Una esclava. Le habían sustraído sus recuerdos a una dragona para ponerla al servicio de una enorme esclava de madera.

El grito que salió de la Vivacia devolvió a Wintrow a un estado de plena conciencia. Rodó y cayó al suelo del cuartito, aterrizando dolorosamente sobre sus rodillas, junto a su camastro. Etta se despertó, sobresaltada, y dirigió la vista al camastro, donde Wintrow debería haberse encontrado.

—¡Wintrow! —gritó horrorizada mientras él se esforzaba por ponerse de pie—. ¡Espera! No, no estás bien. ¡Túmbate otra vez, vuelve!

Sus palabras corrieron tras él, mientras salía por la puerta, dando tumbos, y se dirigía hacia la cubierta superior. Wintrow oyó ruidos que venían del camarote del capitán: era Kennit, pidiendo a voces su muleta y una lámpara:

—Etta, condenada, ¿dónde estás cuando te necesito?

Pero tampoco se detuvo Wintrow por eso. Siguió tambaleándose, desnudo, excepto por una sábana, mientras la brisa de la noche avivaba el dolor de sus quemaduras. Los tripulantes asustados que hacían la ronda nocturna se llamaron los unos a los otros. Uno de ellos cogió una linterna y siguió a Wintrow. Wintrow no le prestó atención. En dos zancadas, subió los escalones que conducían a la cubierta superior. Se le abrieron las heridas, y se tambaleó, hasta que consiguió agarrarse a la barandilla.

—¡Vivacia!—gritó—. Por favor. No fue culpa tuya; nunca ha sido culpa tuya. ¡Vivacia!

El mascarón de proa se ensañó consigo mismo. Sus enormes dedos de madera se enredaron en sus exuberantes rizos negros, e intentó arrancárselos de la cabeza. Se arañó las mejillas con las uñas, y se incrustó esas uñas en los ojos.

—¡No soy yo! —le aulló a la noche—. ¡Nunca he sido realmente yo! ¡Oh, gran Sa, no soy más que un chiste obsceno, una criatura monstruosa! ¡Déjame marchar! ¡Déjame estar muerta!

Gankis había seguido a Wintrow.

—¿Qué es lo que te preocupa, chico? —preguntó el viejo pirata, pero Wintrow solo tenía ojos para la nao.

La luz amarilla de la linterna desveló el horror. En cuanto las uñas de la Vivacia habían rajado la piel de sus mejillas perfectas, habían aparecido sus carnes fibrosas. Los cabellos que se arrancó del cuero cabelludo fueron absorbidos por sus manos, y. su melena volvió a ser tan espesa y lustrosa como antes. Wintrow observaba, horrorizado, este ciclo de destrucción y regeneración.

—¡Vivacia! —gritó de nuevo, y se arrojó en su interior, en un intento por reconfortarla, por calmarla.

La dragona estaba esperando allí. Le hizo un desaire, con tan poco esfuerzo como cuando envolvió y retuvo a la Vivacia en su abrazo. El suyo era el espíritu que desafiaba al deseo de morir de la nao. «No. No después de todos estos años de represión, de silencio, y de inmovilidad. No me moriré. Si esta ha de ser la única vida que podemos vivir, entonces tendremos que vivirla. Cálmate, pequeña esclava. Comparte esta vida conmigo, ¡o no vivas ninguna vida en absoluto!»

Wintrow estaba alucinado. En un lugar que solo podía alcanzar con su mente, estaba teniendo lugar un terrible enfrentamiento. La dragona luchaba por su vida, mientras la nave intentaba negársela a ambas. Wintrow se sintió como una presa entre dos perros de caza. Las dos lo agarraban, tiraban de él, reclamaban su lealtad, y trataban de hacerse con su mente. La Vivacia se lo ganó, con el amor y la desesperación. Ella lo conocía demasiado bien; él la conocía demasiado bien, ¿cómo podían diferenciarse sus corazones? Se lo llevó con ella; oscilaron, al borde de la muerte. Se dejaron tentar por el olvido. Lo convenció de que esa era la única solución. ¿Qué más podían esperar del mundo? Esa eterna injusticia, esa vida que le habían robado: ¿elegiría aquello?

—¡Wintrow! —Kennit gritó su nombre mientras se arrastraba hasta los escalones que llevaban a la cubierta superior.

Wintrow se dio la vuelta, despacio, para verlo. La camisa del pirata medio remetida entre sus pantalones, ondulaba al viento. Su único pie iba sin calzado. Una diminuta parte de la mente de Wintrow se percató de que nunca había visto a Kennit tan desaliñado. Había pánico en la mirada de Kennit, que habitualmente era tan segura y cínica. Nos sigue, pensó Wintrow para sus adentros. Se está pegando a nosotros; se da cuenta de lo que está pasando, y está asustado.

Etta le lanzó la muleta. La cogió al vuelo, y fue tambaleándose por la cubierta, hasta llegar a la altura de Wintrow. Le apretó el hombro, lo devolvió a la vida, lo trajo de vuelta desde la muerte.

—¿Qué haces, chico? —preguntó Kennit, con enfado. Luego, su tono de voz cambió, cuando, horrorizado, fijó la vista más allá de Wintrow—. ¡Por Dios, qué le has hecho a mi nave!

Wintrow miró el mascarón de proa. La Vivacia se había girado para observar la creciente multitud de marineros, a los que tanto ajetreo había interrumpido el sueño. Un hombre pegó un chillido cuando, de repente, los ojos de la Vivacia emitieron luz verde. Los iris le giraban como torbellinos, mientras sus pupilas se estaban volviendo más oscuras que la noche más negra. Todo rasgo de humanidad abandonó su rostro. Su melena oscura, que ondeaba con la brisa nocturna, parecía más bien un nido de serpientes que se retorcían. Los dientes que les enseñaba, mientras les hacía una mueca, eran demasiado blancos.

—Si no puedo ganar yo —los labios de la nao dieron voz a los pensamientos de la dragona— entonces nadie gana.

Les dio la espalda, despacio. Levantó los brazos, abriéndolos mucho, como para abrazar el mar. Luego, despacio, volvió a colocarlos atrás, para sujetar el casco de la nave.

«¡Wintrow! ¡Wintrow, ayúdame!» En su mente, la Vivacia suplicaba; ya no controlaba la voz y la boca del mascarón de proa. «Muere conmigo», le imploró. Por poco lo hizo. Por poco la siguió hasta el interior de ese abismo. Pero, en el último momento, no pudo.

—¡Quiero vivir! —se oyó gritar a sí mismo, en la noche—. ¡Por favor, por favor, déjanos vivir! —Pensó por un momento que la ablandaría con sus súplicas.

Sus palabras fueron seguidas de un extraño silencio. Hasta la brisa nocturna parecía estar aguantándose la respiración. Wintrow oyó como, en alguna parte, un marinero murmuraba una oración de las que se aprenden de niño, pero hubo otro sonido que captó su atención. Era un sonido de quebrado, como el ruido que hace el hielo de la superficie de un lago al partirse cuando alguien se aventura demasiado lejos.

—Se ha ido —exhaló Etta—. La Vivacia se ha ido.

Así era. Incluso con la débil luz de la linterna, el cambio era obvio. Todo calor y toda vida habían desaparecido del mascarón de proa. La madera de su espalda y de su pelo estaba tan gris como una lápida. No la animaba ningún soplo de vida. Sus mechones de pelo tallados estaban como congelados, y eran inmunes al roce de la brisa. Su piel se veía tan desgastada como una vieja cerca. En su mente, Wintrow la buscó, a tientas. Encontró un débil rastro de desesperación, como el de un aroma que se pierde en el aire. Luego, perdió incluso ese rastro, como si se hubiera cerrado una puerta entre ellos.

—¿Dragona? —murmuró, para sus adentros.

Si seguía estando dentro de su mente, se había escondido demasiado bien como para que la percibiera con sus sentidos.

Wintrow inspiró profundamente, y exhaló el aire. Estaba otra vez solo en su mente; ¿cuánto tiempo había pasado desde que sus pensamientos habían dejado de ser los únicos que ocupaban su cabeza? Un instante después, tomó conciencia de su cuerpo. El aire fresco le escoció las heridas. Le temblaban mucho las piernas. Si Etta no lo hubiera retenido con el brazo, se habría caído al suelo de la cubierta. Se apoyó sobre ella. Cuando Etta lo tocó, le dolió muchísimo su piel nueva, pero estaba demasiado débil hasta para apartarse.

Etta miró más allá. Su mirada, lúgubre, se posó sobre Kennit. Nunca había visto a un hombre que pareciera tan desconsolado. El pirata estaba apoyado en la barandilla de proa, observando el perfil de la Vivacia, y sus rasgos, como congelados, denotaban una angustia profunda. Arrugas que Wintrow no había visto nunca antes parecían estar gravadas en el rostro de Kennit. Sus brillantes cabellos y bigote negros contrastaban con la palidez de su piel. La muerte de la Vivacia hundía a Kennit de un modo tan profundo, que no lo había experimentado ni con la pérdida de su pierna. Ante los ojos de Wintrow, aquel hombre estaba envejeciendo.

Kennit giró la cabeza para encontrarse con la mirada de Wintrow.

—¿Está muerta? —preguntó sin poner emoción en sus palabras—. ¿Puede morir una nao rediviva? —Sus ojos pedían que no fuera así.

—No lo sé —admitió Wintrow, muy a su pesar—. No logro sentirla. No del todo.

La línea que los separaba era tan terrible que no se atrevía a explorarla. Era peor que perder un diente, más doloroso que la pérdida de su dedo. Estar sin ella era, para él, lo más desolador. ¿Lo había deseado alguna vez? Había debido de volverse loco.

Kennit se giró, de repente, hacia el mascarón de proa.

—¿Vivacia?—llamó, interrogante. Luego—: ¡Vivacia! —gritó, con la furia de un amante despechado—. ¡No puedes abandonarme ahora! ¡No puedes haberte marchado!

En la cubierta de la nave el silencio era absoluto. Hasta la ligera brisa nocturna se apagó. La tripulación parecía tan afectada por el dolor de su capitán como por la muerte de la nao. Etta fue quien rompió el silencio.

—Ven —le dijo a Kennit—. No hay nada que hacer aquí. Wintrow y tú deberíais veniros abajo y hablar. Necesita comer y beber, aún no debería haber salido de la cama. Podéis decidir juntos lo que vamos a hacer ahora.

Wintrow vio claramente lo que estaba haciendo. La actitud del capitán estaba poniendo nerviosa a la tripulación. Era mejor alejarlo de su vista mientras se recuperaba.

—Por favor—dijo Wintrow, con la voz ronca, sumando su petición a la de ella.

Tenía que alejarse de esa terrible figura, tan inmóvil. La visión del grisáceo mascarón era peor que la de un cadáver en descomposición.

Kennit los miró como si fueran marcianos. De repente, sus ojos se quedaron sin vida, y se convenció a sí mismo.

—Muy bien. Llévatelo abajo y cuida de él. —Su voz estaba desprovista de toda emoción. Sobrevoló con la mirada a su tripulación—. Volved a vuestros puestos —les dijo entre dientes.

Durante un instante, no respondieron. Unos pocos rostros se llenaron de lástima por el capitán, y otros muchos se quedaron mirándolo, confusos, como si no lo reconocieran. Entonces dijo:

—¡Ya!

No levantó la voz, pero la orden fue acatada inmediatamente. Un instante después, en la cubierta superior solo quedaban Wintrow, Etta, y Kennit.

Etta esperó a Kennit. El capitán manejó su muleta con dificultad, hasta que finalmente consiguió ponérsela debajo del brazo. Se alejó de la barandilla, y atravesó la cubierta superior, hasta llegar a los escalones.

—Vete a ayudarlo —susurró Wintrow—. Puedo arreglármelas.

Etta asintió con la cabeza, y se fue con Kennit. El hombre de una sola pierna aceptó su ayuda sin quejarse. Esto era tan inhabitual como la emotiva escena que acababa de protagonizar. Al ver la ternura con la que la mujer lo ayudaba a bajar los escalones, Wintrow sintió aún más profundamente su propio aislamiento.

—¿Vivacia?—preguntó, en voz baja, a la noche.

El viento lo envolvió, en un suspiro, con lo que volvió a cobrar conciencia de su piel quemada y de su desnudez. La Vivacia se había desprendido de él, tan dolorosamente como lo había hecho su piel, solo que con otro tipo de dolor. La desnudez de su cuerpo, comparada con su soledad, solo le provocaba un leve malestar. Durante un momento, al sentir la inmensidad del mar y del mundo a su alrededor, tuvo vértigo. No era más que una diminuta partícula de vida sobre una cubierta de madera mecida por las aguas. Antes, siempre que navegaba, había sentido a su alrededor la presencia y la fortaleza de la Vivacia, que lo protegía del mundo. No se había sentido tan pequeño y tan solo desde que se había marchado de su casa por primera vez, cuando solo era un niño.

—Sa —murmuró, sabiendo que debería poder encontrar consuelo en su dios.

Sa había estado siempre ahí para él, mucho antes de que hubiera subido a bordo de la nave, y hubiera nacido ese vínculo entre ellos. Hubo un tiempo en que había estado seguro de que su destino era el sacerdocio. Ahora, mientras intentaba alcanzar el aura del divino con sus palabras, se dio cuenta de que la oración que salía de sus labios no era sino una plegaria para que la Vivacia le fuera devuelta. Se sintió avergonzado. ¿Acaso la nao había reemplazado a su dios? ¿De verdad pensaba que no sería capaz de salir adelante sin ella? De repente, se arrodilló sobre el suelo de madera, pero no para rezar. Palpó la madera con sus manos. Aquí. Las manchas debían de estar ahí, ahí era donde su sangre había penetrado en las tablas, y los había unido con un lazo que no compartían con ningún otro ser. Pero cuando su mano mutilada encontró su propia huella de sangre, fue gracias a la vista, y no al tacto. Y es que, aparte de la textura de tronconjuro de la cubierta, no sintió nada.

—¿Wintrow?

Etta había vuelto a por él. Se detuvo a la altura de los escalones y lo observó, a cuatro patas sobre la cubierta.

—Ya voy —contestó, y se levantó, tambaleándose.

***

—¿Más vino? —le preguntó Etta a Wintrow.

El muchacho negó con la cabeza, sin decir palabra. Etta lo había envuelto en una sábana limpia, de las de la cama de Kennit. La había cogido de su camarote, y se la había ofrecido a Wintrow mientras lo acompañaba hasta su cabina. Su piel, toda pelada, aún no estaba preparada para el roce de la ropa ordinaria. Ahora, el chico se encontraba incómodamente sentado en una silla, frente a Kennit. No encontraba ninguna postura en la que su dolor fuera soportable. Había comido algo de lo que Etta le había preparado, pero no parecía que hubiera mejorado por ello. Allí donde el veneno lo había consumido, su piel estaba roja y brillante. Las pequeñas calvas rojas de su cabeza tonsurada le hacían parecer, en opinión de Etta, un perro con sarna. Pero no había nada peor que su mirada apagada que, además, reflejaba como un espejo la pérdida y el abandono que se adivinaban en los ojos de Kennit.

El pirata estaba sentado frente a Wintrow, con el cabello revuelto y la camisa medio desabrochada. Kennit, que siempre cuidaba tanto su aspecto, parecía haberlo olvidado por completo. Le costaba reconocer al hombre que había amado. Había empezado por ser su cliente y, después, había pasado a ser el hombre por el que suspiraba. Cuando se la había llevado con él, no habría podido sentirse más feliz. La noche en que Kennit le había confesado que era importante para él, su vida había cambiado. Lo había visto crecer, de capitán de una nave a comandante de una flota de navíos pirata. Más aún, ahora la gente lo aclamaba como rey de las islas Piratas. Durante la tormenta, cuando comandaba tanto a la mar como a la serpiente marina, pensó que lo había perdido para siempre, porque era imposible que fuera digna de un hombre al que Sa le había reservado grandes cosas. Pensó, avergonzada, que no se había alegrado por él, sino todo lo contrario. Se había elevado, y ella había sentido celos por miedo a perderlo.

Pero esto, esto era mil veces peor.

Nunca había estado tan alterado, ni por una batalla, ni por una herida, ni por una tormenta. Jamás, antes de esa noche, lo había visto inseguro o completamente perdido. Ahora incluso, estaba sentado, muy recto, bebiéndose su brandi, con la mano muy firme. Aun así, no era el mismo, algo lo había abandonado. Había visto como ese algo salía de él, y se alejaba, flotando, con la vida de la nao. Ahora, tenía tan poca vida como la Vivacia. Tenía miedo de tocarlo, no fuera a ser que su carne estuviera tan fría y reseca como la de la cubierta.

Se aclaró la garganta. Los ojos de Wintrow se posaron sobre él, casi con miedo.

—Bien. —La pequeña palabra sonó cortante como la hoja de una espada—. Entonces, crees que está muerta. ¿Cómo? ¿Quién la mató?

Le llegó el turno a Wintrow de aclararse la garganta, para decir, con un hilo de voz:

—Fui yo. Es decir, lo que yo sabía la mató. O la sumergió en un lugar tan profundo de sí misma que ya no sabe cómo volver hasta nosotros. —Tragó saliva, puede que para evitar las lágrimas—. A lo mejor se dio cuenta de que siempre había estado muerta. A lo mejor solo se mantenía viva porque yo creía en ella.

Kennit pegó un golpe con la copa sobre la mesa, mientras le dijo, gruñendo, al profeta:

—Di cosas que tengan sentido.

—Lo siento capitán, lo estoy intentando. —El chico se frotó los ojos con la mano temblorosa—. Es muy largo de explicar, y confuso. Mis recuerdos y mis sueños se han mezclado. Hay mucho de lo que siempre sospeché. Cuando estuve en contacto con la serpiente, todas mis sospechas se juntaron con lo que ella sabía. Y que yo también sabía. —Wintrow alzó la vista para encontrarse con los ojos de Kennit, y palideció al ver cómo la furia se concentraba en su rostro. Habló más deprisa—. En las islas de los Otros, cuando encontré a la serpiente, pensé que solo era un pobre animal al que habían hecho prisionero. Nada más. Estaba en pésimas condiciones, por lo que decidí liberarla, como lo haría con cualquier criatura. Ninguna criatura de Sa debería verse reducida a esa situación. Mientras trabajaba, me di cuenta de que era más inteligente que un oso, o que un gato. Sabía lo que estaba haciendo. Cuando quité suficientes barrotes como para que pudiera escapar, lo hizo. Al pasar por delante de mí, su piel rozó la mía. Me quemó. Pero, en ese preciso instante, supe quién era. Fue como si se hubiera creado un puente entre nosotros, como el vínculo que comparto con la nave. Supe lo que pensaba y ella supo lo que pensaba yo.

Inspiró profundamente y se apoyó sobre la mesa, hacía Kennit. Estaba desesperado por conseguir que el pirata lo creyera.

—Kennit, las serpientes son dragones inacabados. De alguna manera, se han quedado atrapadas en su forma marina, y son incapaces de volver a las tierras donde terminan de transformarse en dragones. No pude comprenderlo del todo. Vi imágenes, reflexioné sobre sus pensamientos, pero es difícil de explicar con palabras humanas. Cuando volví a subir a bordo de la Vivacia, supe que la nao debería haber sido dragona. No sé decir exactamente cómo. Hay una especie de estadio, entre serpiente y dragón, un periodo durante el cual una serpiente se recubre con una especie de piel muy dura. Creo que eso es el tronconjuro: la cascara de un dragón, antes de que se convierta en dragón. De alguna manera, los comerciantes de los Territorios Pluviales hicieron que, en su lugar, se convirtiera en una nave. Mataron al dragón, y cortaron su membrana protectora en tablas, para construir una nao rediviva.

Kennit alcanzó la botella de brandi. La cogió por el cuello, como si la fuera a estrangular.

—¡No tiene sentido! ¡Lo que dices no puede ser verdad!

Levantó la botella y, durante un terrible instante, Etta pensó que la aplastaría sobre la cabeza del chico. También vio miedo en los ojos de Wintrow. Pero el muchacho no se acobardó. Siguió sentado, muy quieto, esperando el golpe, como si se alegrara de ver llegar a la muerte. En lugar de eso, Kennit se sirvió otra copa de brandi. Cayó un chorrito sobre el mantel de la mesa. Al pirata le dio lo mismo. Levantó la copa, y se la bebió de un trago.

Está demasiado enfadado, pensó Etta. Aquí hay algo más, algo todavía más profundo y más doloroso que la pérdida de la Vivacia.

Wintrow cogió aire.

—Capitán, solo puedo decirte aquello en lo que creo. Si no fuera verdad, no creo que la Vivacia se lo hubiera creído tanto como para morir por ello. Una parte de ella siempre lo supo. Siempre ha tenido a una dragona durmiendo en su interior. Nuestro roce con la serpiente la despertó. La dragona se puso furiosa al descubrir aquello en lo que se había convertido. Cuando estuve inconsciente, me pidió que la ayudara a compartir la vida de la nao. Yo... —El muchacho vaciló. Se dejó algo en el aire cuando prosiguió—. Hoy, fue la dragona la que me despertó. Me despertó y me obligó a enfrentarme a la Vivacia. Me había estado escondiendo de ella, porque no quería que se diera cuenta de lo que yo sabía, que nunca había estado realmente viva. Era la cascara muerta de una dragona olvidada que mi familia había utilizado, en algún momento, para sus propósitos.

Kennit resopló. Volvió a recostarse sobre su silla y levantó una mano, como para ordenarle al chico que se callara.

—¿Y ese es el secreto de las naos redivivas? —se burló—. No puede ser. Cualquiera que haya conocido a una nao rediviva rechazaría esa locura. ¡Una dragona en su interior! Una nave hecha de piel de dragón. Te equivocas, muchacho. Esa enfermedad te ha trastornado el cerebro.

Etta sí que lo creyó. La presencia de la nao siempre la había puesto nerviosa, desde la primera vez que subió a bordo de ella. Ahora, todo cobraba sentido. Como si las cuerdas de un instrumento musical cobraran vida, la teoría entraba en armonía con su intuición. Era verdad. Siempre había habido una dragona dentro de Vivacia.

Además, Kennit lo sabía. Etta lo había visto mentir con anterioridad; como le había mentido a ella. Nunca antes lo había visto mentirse a sí mismo. No se le daba muy bien. Lo demostró al minuto, cuando, con la mano temblorosa, se sirvió otra copa de brandi.

Cuando dejó la copa sobre la mesa, anunció tajante:

—Para lo que tengo que hacer, necesito una nao rediviva. Tengo que resucitarla.

—No creo que puedas —dijo Wintrow en voz baja.

Kennit se burló de él.

—¡Qué rápido has perdido tu fe en mí! ¿No creías, hace tan solo unos días, que yo era el elegido de Sa? ¿No lo creías, hace tan solo unas semanas, cuando hablaste delante de todos para convencerlos de que yo estaba destinado a ser su rey, siempre y cuando se mostraran dignos de ello? ¡Ja! Ante el primer obstáculo, tu fe se quebranta. Escúchame, Wintrow Vestrit. He caminado por la orilla de las islas de los Otros, y el oráculo ha confirmado mi destino. Una palabra mía ha detenido a una tormenta. He doblegado a una serpiente marina, la he obligado a ejecutar mis órdenes. Hace tan solo un día, te encontré en las puertas de la muerte, y te devolví a la vida ¡desagradecido! Y, ahora que estás aquí, tranquilamente sentado, dudas de mí. ¡Dices que no puedo resucitar a mi propia nao! ¿Cómo te atreves? ¿Estás intentando torcer mis planes? ¿Sería capaz, aquel al que he tratado como a un hijo, de atacarme con palabras envenenadas?

Etta se mantenía en la sombra, fuera del círculo de luz que proyectaba la lámpara de aceite, y miraba a los dos hombres alternativamente. Las emociones desfilaban sobre el rostro de Wintrow. Etta se extrañó de la facilidad con la que las entendía. ¿En qué momento había bajado tanto la guardia como para que hubieran alcanzado ese nivel de compenetración? Más allá de eso. De repente, se encontró con su mismo dilema. Él, al igual que ella, estaba dividido entre el amor que sentía por el hombre al que había acompañado durante tanto tiempo, y el miedo que le tenía al poderoso ser en el que se estaba convirtiendo. Contuvo la respiración, y deseó que Wintrow supiera encontrar las palabras adecuadas. No lo enfades, imploró, en silencio. Una vez que lo enfades, no te escuchará.

Wintrow inspiró profundamente. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

—La verdad es que me has tratado mejor que mi propio padre. Cuando subiste a bordo de la Vivacia, pensé que me matarías. En lugar de eso, me has estado animando, día tras día, a buscar mi verdadero camino y seguirlo. Kennit, para mí eres algo más que el capitán. Creo firmemente que eres un instrumento de Sa. Todos lo somos, es evidente, pero creo que a ti te tiene reservado un destino más grandioso. Aun así, cuando hablas de resucitar a la Vivacia... No es que no crea en tus habilidades, mi capitán. Lo que no creo es que la Vivacia llegara a estar realmente viva, en el mismo sentido en que tú o yo lo estamos. La Vivacia fue fabricada a partir de los recuerdos de mis antepasados. Hubo un tiempo en el que la dragona tuvo una vida real. Sin embargo, si la Vivacia nunca la tuvo, y si la dragona murió con la fabricación de la Vivacia, ¿a quién pretendes devolver a la vida?

En menos de un siseo de serpiente, la incertidumbre pasó, como un rayo, sobre el rostro de Kennit. ¿Lo había notado Wintrow?

El joven permaneció inmóvil. La pregunta se quedó flotando en el aire, entre ellos. Etta, sin dar crédito a sus ojos, vio como Wintrow iba levantando su mano de la mesa. Empezó a moverla hacia delante, muy despacio, como si quisiera estrechar la mano de Kennit, y mostrarse así ¿cómo? ¿compasivo? ¡Oh, Wintrow, no cometas ese error!

Si Kennit se dio cuenta de la intención con la que iba dirigida esa mano, no dio ninguna muestra de ello. No parecía que las palabras de Wintrow le hubieran causado impresión alguna. Miró al chico a los ojos, y Etta vio claramente como llegaba a una decisión. Despacio, levantó la botella de brandi, y se sirvió otro trago. Luego, se incorporó sobre la mesa para alcanzar el vaso vacío de Wintrow. Le echó una generosa cantidad de brandi, y volvió a colocarlo delante de él.

—Bebe esto —le ordenó con brusquedad—. Puede que te haga hervir un poco la sangre. Y entonces no me dirás que no puedo hacerlo. En vez de eso, me dirás lo que puedes hacer para ayudarme a conseguirlo. —Levantó su vaso y lo bajó de nuevo—. Porque estaba viva, Wintrow. Todos sabemos eso. Así que, fuera lo que fuera lo que la hacía vivir, lo traeremos de vuelta.

La mano de Wintrow avanzó, despacio, hasta el vaso bajo. Lo levantó, y lo posó de nuevo.

—¿Qué pasará si ya no existe vida a la que traer de vuelta? ¿Qué pasará si simplemente ha muerto?

Kennit estalló en carcajadas, y Etta se estremeció. Cuando un aullido no bastaba para expresar el dolor de un hombre, podía llegar a reír, a pesar de estar hundido en la peor de las miserias.

—Estás dudando de mí, Wintrow. Eso es porque tú no sabes lo que yo sé. Esta no es la primera nao rediviva a la que he conocido. No se mueren con tanta facilidad. Eso, te lo aseguro. Ahora, bébete ese brandi, que es bueno. ¡Etta! ¿Dónde estás? ¿Por qué has puesto una botella casi vacía sobre la mesa? Trae otra, y rapidito.

***

El muchacho no tenía aguante con el alcohol. A Kennit no le había costado nada dejarlo fuera de combate, y ahora la zorra se ocuparía de cuidarlo.

—Llévalo a su habitación —le dijo a Etta, y los miró con benevolencia mientras Etta ayudaba a Wintrow a incorporarse.

Estaba completamente borracho. Fue tambaleándose, agarrado a ella, y saludó a Kennit con la mano cuando pasó por delante de él. Kennit los observó marchar. Confiando en que ahora disponía de unos momentos a solas, agarró su muleta con firmeza y se puso en pie. Caminó hasta la cubierta, cuidando cada paso que daba. Podía ser que él también estuviera ligeramente borracho.

Era una noche agradable y tranquila. Las estrellas, tras el velo neblinoso, brillaban menos intensamente. La mar se había embravecido un poco, pero el casco de la Vivacia surcaba las olas con gracia y buen ritmo. El viento no dejaba de soplar, y se había vuelto más fuerte. Casi parecía que silbaba, cuando se colaba por entre las velas. Cuando Kennit ladeó la cabeza y se concentró para escuchar el sonido, este cesó.

Dio una vuelta alrededor de la cubierta. El primer oficial estaba en el timón; saludó al capitán con la cabeza, pero no dijo palabra alguna. Tanto mejor. Habría un hombre en el aparejo, observando, pero la oscuridad lo volvería invisible, fuera del alcance de las luces de la nave. Kennit se movía lentamente, apoyándose alternativamente en su pie o en su muleta. Su nao. La Vivacia era su nao, y le devolvería la vida. Y, cuando lo hiciera, ella sabría quién era su dueño, y los uniría un vínculo mayor que cualquiera que hubiese compartido con Wintrow. Su propia nao rediviva, como siempre había deseado. No dejaría que nada la alejara de su lado. Nada.

Había llegado a odiar los escalones que llevaban de la cubierta principal a la cubierta superior. Consiguió subirlos, sin grandes torpezas. Luego se sentó un momento para recuperar el aliento, pero disimulando, queriendo hacer creer que simplemente le había apetecido observar la noche. Finalmente, volvió a cargar con su muleta, reanudó la marcha, y se acercó a la barandilla de proa. Se puso a mirar el mar que se extendía ante ellos. Las islas, distantes, eran como pequeñas colinas negras en el horizonte. Le echó una ojeada al mascarón grisáceo. Luego, devolvió la vista al mar.

—Buenas noches, mi dulce damisela —la saludó—. Una agradable noche, esta, con un fuerte viento a tus espaldas. ¿Qué más podríamos pedir?

Escuchó el sonido de su silencio, con la misma atención que si le estuviera contestando.

—Sí. Está bien. Me siento tan aliviado como tú de que Wintrow esté de nuevo en pie. Tomó una buena cena, algo de vino, y bastante brandi. Pensé que una buena noche de sueño ayudaría a su recuperación. Y, por supuesto, le dije a Etta que cuidara de él. Gracias a eso hemos podido concedernos un par de minutos de intimidad, mi princesa. ¿Qué te gustaría hacer esta noche? Hoy me ha venido a la mente un viejo cuento del sur, uno precioso. ¿Te gustaría escucharlo?

Solo le contestaron el viento y las aguas. La rabia y la desesperación crecieron en su interior, pero no las dejó aflorar. En vez de eso, sonrió cordialmente.

—Allá voy, entonces. Esta es una vieja historia, de antes de que existiera Jamaillia. Algunos dicen que viene del sur de las Orillas Malditas, y la reclaman como suya.

Se aclaró la garganta y entrecerró los ojos. Cuando empezó la historia, lo hizo con la cadencia de un cuenta cuentos, y con las mismas palabras que utilizaba su madre. Le salían igual que a ella antes de que Igrot le cortara la lengua: desmembraba cada palabra.

—Erase que se era, hace muchos, muchos años, una jovencita muy espabilada, pero muy pobre. Sus padres ya eran mayores». El día que llegaran a faltarle, lo poco que tenían sería suyo. Pero los padres no se contentaron con dejarle esa herencia: decidieron buscarle un marido. Eligieron a un granjero, que tenía dinero, pero que no era nada inteligente. La hija supo enseguida que nunca sería feliz con él, que ni tan siquiera podría soportar su presencia. Por eso Edrilla, que así se llamaba la joven, abandonó el hogar familiar y...

—Se llamaba Erlida, estúpido. —La Vivacia se volvió, despacio, para mirarlo.

Un escalofrío recorrió a Kennit de arriba abajo. La Vivacia dobló sinuosamente su cuerpo, al que no afectaban las limitaciones humanas. De repente, su pelo se volvió negro azabache, con reflejos plateados. Los dorados ojos que se encontraron con los de Kennit absorbieron el brillo de las luces de la nave, y lo iluminaron como dos faros. Cuando le sonrió, separó ampliamente los labios, y sus dientes parecieron a la vez más blancos y menos grandes que antes. Tenía los labios demasiado rojos. La vida que tenía dentro de ella brillaba ahora como la piel de una serpiente. Hablaba con la voz ronca, y con desgana.

—Si me vas a aburrir con un cuento tan viejo, al menos cuéntalo bien.

Se atragantó al tragar saliva. Empezó a hablar, pero enseguida se contuvo. Cállate. Haz que hable ella. Déjale que se traicione. La mirada que la criatura había posado sobre él se le clavaba como una espada, pero no dejó ver su miedo. Hizo todo lo que pudo para aguantarle la mirada y no ceder ante ella.

—Erlida —insistió—. Y no querían casarla con un granjero, sino con un artesano de la vega del río, un hombre que se pasaba el día moldeando arcilla. Moldeaba recipientes sin gracia ni finura, que solo valían para meter cacharros o para orinar dentro. —Le dio la espalda, para poder mirar al frente, a lo lejos, hacia el negro mar—. Así es como sigue el cuento. Yo sí que me lo sé. Conocí a Erlida.

Kennit dejó que el silencio se prolongara hasta que la situación se volvió tan tirante como los hilos de una telaraña.

—¿Cómo? —preguntó finalmente, con la voz ronca—. ¿Cómo has podido conocer tú a Erlida?

El mascarón resopló, altivo.

—Porque no somos tan estúpidos como los humanos, que olvidan todo lo que ha sucedido antes de su nacimiento. Poseo todos los recuerdos de mi madre, y de la madre de mi madre, y de la madre de la madre de mi madre. Fueron plantados en playas de jizdin y de saliva, la de aquellos que me ayudaron a construir el cascarón. Los pusieron ahí para que los heredara, para que los recogiera cuando mi transformación en dragón terminara. Poseo los recuerdos de un centenar de vidas. Y estoy aquí, rodeada de muerte, desperdiciando mi existencia. No soy más que recuerdos y melancolía.

—No lo entiendo —aventuró Kennit, con dureza, cuando fue obvio que había terminado de hablar.

—Eso es porque eres estúpido —le escupió, agriamente.

Una día, se había prometido a sí mismo que nadie volvería a hablarle en esos términos. Luego se había limpiado la sangre de las manos y había mantenido la promesa. Siempre. Incluso ahora. Kennit se irguió lo más que pudo.

—¿Estúpido? Puedes pensar que soy estúpido, y puedes llamarme estúpido. Pero yo al menos existo de verdad. Soy de carne y hueso. Y tú no. —Se puso la muleta debajo del brazo y se preparó para marcharse.

Ella le dio la espalda, con una sonrisa burlona pintada en los labios.

—Ah, así que el insecto quiere tocar mi punto débil. Quédate. Habla conmigo, pirata. ¿Crees que no soy real? Soy bastante real. Lo suficiente como para hacer reventar las tablas de la nave en cualquier momento. Quizá te convendría considerar eso.

Kennit escupió hacia un lado.

—¡Cuánta pretensión! ¿Qué esperas de mí, que te admire o que me asuste? La Vivacia era más valiente y más fuerte que tú, nave, o lo que quiera que seas. Te escudas en la fuerza física, en el poder de la destrucción. ¿Por qué no nos destruyes, y acabas con todo de una vez? Como bien sabes, no puedo detenerte. Cuando no seas más que el esqueleto de un barco naufragado en el fondo del mar, espero que lo disfrutes.

Se dio la vuelta para marcharse, con decisión. Sabía que ese era el momento adecuado para irse. Solo tenía que darle la espalda y ponerse a caminar, de lo contrario la nave le perdería el respeto. De repente, cuando casi había llegado al borde de la cubierta superior, la nave dio un bandazo. Se oyó un grito salvaje desde el puesto de vigía, arriba, en el aparejo, y murmullos ascendentes de sorpresa, por parte de la tripulación, que dormía abajo en sus hamacas. El primer oficial recuperó el timón y preguntó, lleno de rabia, qué demonios sucedía. A Kennit se le escapó la muleta de las manos, y resbaló sobre la cubierta. Kennit estrelló todo su cuerpo contra el suelo; sus codos se llevaron la peor parte. La caída aplastó sus pulmones y le cortó la respiración.

Mientras jadeaba sobre la cubierta, la nave se enderezó por sí sola. En un momento, todo volvió a estar en su sitio, excepto los tripulantes, que hacían oír sus voces de preocupación y alarma. El mascarón se burló de Kennit, y se rió suave y melodiosamente. Una vocecilla habló al oído de Kennit. El diminuto amuleto de tronconjuro que tenía atado a la muñeca advirtió, tajante:

—Inconsciente, no te vayas. Nunca le des la espalda a una dragona. Si lo haces, pensará que eres tan estúpido que mereces ser destruido.

Kennit le contestó, todo contusionado:

—¿Y por qué debería creerte a ti? —Intentó incorporarse—. Si lo que dice es cierto, tú también tienes parte de dragón.

—Hay dragones y dragones. Lo único que esta no desea es pasarse la eternidad ligada al destino de un montón de huesos. Date la vuelta. Enfréntate a ella. Desafíala.

—Cállate —le dijo a la cosita inútil.

—¿Qué me has dicho? —preguntó la nao, con una entonación dulcemente envenenada.

Kennit se arrastró hasta su muleta, con dificultad, y se ayudó de ella para incorporarse. Cuando se la hubo vuelto a colocar debajo del brazo, se dirigió hacia la barandilla de proa, dando tumbos.

—Dije: «¡Cállate!» —repitió, dirigiéndose esta vez a ella. Se apoyó sobre la barandilla. Dejó que cada uno de sus miedos estallara en un ataque de rabia—. Si no tienes valor suficiente para ser la Vivacia, entonces sé solo madera.

—¿Vivacia? ¿Esa cosa invertebrada y esclava, esa débil, consentida, y humillante creación humana? Preferiría no volver a hablar nunca más antes que ser ella.

Kennit aprovechó la ocasión.

—Entonces, ¿no eres ella? ¿Ninguna parte de ti se expresa a través de ella?

El mascarón echó la cabeza hacia atrás. Si hubiera sido una serpiente, Kennit habría pensado que se estaba preparando para atacar. No retrocedió ni un paso. No le dejaría ver sus miedos. El mascarón abrió la boca, pero no salieron palabras de ella. Sus ojos orbitaban de rabia.

—Si tú no eres la Vivacia, entonces tiene tanto derecho como tú a dar vida a la nao. Y si eres la Vivacia... bueno, entonces te estás criticando a ti misma. En cualquier caso, a mi me es indiferente. Mantengo la oferta que le hice a esta nao. Me da bastante igual quién de vosotras dos la acepte.

Ahí. Acababa de poner todas sus cartas sobre la mesa. Podía ganarlo o perderlo todo. No había ninguna opción intermedia. Pero es que nunca la había habido.

Exhaló profundamente, a medio camino entre el silbido y el suspiro.

—¿Qué oferta? —preguntó.

Kennit esbozó una sonrisita.

—¿Qué oferta? ¿Quiere decirse que no la sabes? Vaya, vaya. Creía que siempre habías estado acechando, bajo la piel de la Vivacia. Y ahora descubro que acabas de despertarte. —La observó detenidamente, mientras seguía picándola un poco. Tenía que parar antes de enfadarla, pero no quería parecer demasiado deseoso de pactar con ella. Cuando sus ojos comenzaron a mirarlo con rabia, siguió adelante con su táctica—. Métete conmigo en la piratería. Sé mi reina de los mares. Si verdaderamente eres una dragona, enséñame tu naturaleza. Ayúdanos a vencer los obstáculos que se nos presenten, y reclama para nosotros la propiedad de estas islas.

A pesar de su arrogancia, se había traicionado al dejar que sus ojos se agrandaran durante menos de un segundo, tiempo suficiente para que el pirata percibiera su interés. Lo que dijo a continuación hizo sonreír a Kennit.

—¿Y qué gano yo con eso?

—¿Qué es lo que quieres?

Se quedó mirándolo. Él se mantuvo bien erguido, y recibió su extraña mirada con su débil sonrisa. Le dio un repaso, como si Kennit fuera una prostituta desnuda en un burdel barato. Sus ojos se detuvieron sobre la pierna que le faltaba, pero no dejó que eso lo pusiera nervioso. Estaba esperándola.

—Quiero lo que quiero, y lo quiero cuando lo quiera. Cuando llegue el momento, te haré saber de lo que se trata. —Lanzó sus palabras como un desafío.

—Oh, Sa. —Se alisó el bigote, como si aquella situación lo estuviera divirtiendo. En realidad, las palabras le cayeron encima como un chorro de agua helada—. ¿Cómo esperas que acepte esas condiciones?

Le llegó el turno a ella de reírse, con una risita ronca que a Kennit le recordó al gruñido de un tigre cuando caza. No lo reconfortó en absoluto. Tampoco lo hicieron sus palabras.

—¿Qué otra cosa puedes hacer? Por mucho que te niegues a admitirlo, puedo destruirte a ti y a toda la tripulación cuando me plazca. Deberías alegrarte de que me divierta dedicarme a la piratería contigo durante un tiempo. No abarques más de lo que puedas retener.

Kennit se negó a desesperarse.

—Destrúyeme y te estarás destruyendo a ti misma. ¿O crees que sería más divertido hundirse en el fondo del mar y quedarte ahí para siempre? Únete a los piratas, y mis hombres te darán las velas del navío por alas. Con nosotros, podrás volar sobre las olas. Y volver a cazar, dragona. Si las leyendas están en lo cierto, esto debería hacer algo más que divertirte.

Volvió a soltar esa risita.

—A ver. ¿Aceptas mis condiciones?

Kennit se puso derecho.

—Voy a tomarme esta noche para pensármelo.

—Acéptalas —le dijo a la noche.

No se dignó a contestar. En su lugar, agarró su muleta y caminó, con cuidado, sobre la cubierta. Cuando llegó a los escalones, se deslizó por ellos con dificultad. Saludó con la cabeza a los dos hombres de cubierta que pasaban por delante de él. Si habían sorprendido alguna de las conversaciones entre el capitán y la nave, eran lo bastante inteligentes como para no mostrarlo.

Mientras cruzaba la cubierta, se permitió finalmente sentir el triunfo. Lo había hecho. Había resucitado a la nave, y volvería a estar a su servicio. Dejó a un lado la otra parte del trato. ¿Qué sería lo que querría para ella? No necesitaba reproducirse, ni comer, ni dormir. ¿Qué podía pedirle que no fuera a resultar fácil de conceder? Era un buen trato.

—Mejor de lo que te piensas —dijo su propia voz en pequeño—. Un pacto de grandes.

—¿Lo es? —murmuró Kennit. No dejaría que nadie compartiera su euforia, ni siquiera su amuleto de la buena suerte—. Eso espero. Me alegro de que lo apruebes.

—Créeme —aseguró el amuleto—. ¿Alguna vez te he llevado por la dirección equivocada?

—¿Creerte? Y estar creyendo a una dragona—replicó Kennit, en voz baja. Echó una ojeada a su alrededor para asegurarse de que nadie estaba observándolo o escuchándolo. Levantó la muñeca hasta el nivel de sus ojos. Bajo la luz de la luna no adivinaba más rasgos de la diminuta figura que el brillo rojo de sus ojos—. ¿Tiene razón Wintrow? ¿Tú también eres un despojo de dragona muerta?

Se hizo un silencio que dijo más que mil palabras.

—¿Y qué si lo soy? —preguntó el amuleto, tranquilamente—. ¿Acaso no tengo tu mismo rostro? Pregúntate esto. ¿Estás jugando con la dragona, o es la dragona la que está jugando contigo?

El corazón do Kennit dio un vuelco en su pecho. El viento suspiró al pasar entre las velas. Echó los cabellos de Kennit hacia delante.

—Lo que dices no tiene sentido —le murmuró al amuleto.

Bajó el brazo hasta agarrar su muleta con firmeza. Mientras se iba hacia su camarote a descansar ignoró la risa burlona que, segundo tras segundo, sacudía a la cosita que tenía atada a la muñeca.

Tenía la voz oxidada. Había cantando antes, para sí misma, durante su cautiverio en la cueva. Su voz había sonado aguda y rota, y se había estrellado contra los muros de piedra y los barrotes de hierro que la enjaulaban.

Pero esto era diferente. Ahora levantaba la voz en la noche, y cantaba una vieja canción de invocación.

—Ven —decía, a cualquiera que pudiera oírla—. Ven, porque nos tenemos que reunir. Ven a compartir recuerdos, ven para que viajemos juntos, y volvamos a los orígenes. Ven.

Era una canción sencilla, alegre. Debía ser entonada por un coro de voces. Así cantada en solitario, no tenía ninguna fuerza. Rayaba el patetismo. Volvió a coger aire, y siguió cantando, con un tono más alto, y más desafiante. No podría haber dicho a quién estaba llamando porque no había ningún rastro de serpiente en las aguas, solo esa enloquecedora fragancia que salía de la nave. Había algo en la nave a la que seguía que le daba buena espina, que la invitaba a ser amistosa con ella. No podía imaginarse el sentido de la amistad con una nave y, aun así, no podía negar que las toxinas que brotaban del casco de la nave la tentaban.

—Ven, únete a tu especie y comparte tu fuerza con los más débiles. Juntos, juntos viajamos, de vuelta a los orígenes, y hacia nuestro destino. Unidas, las criaturas nacidas en las orillas de la mar, volverán de nuevo a las orillas. Ven a soñar con el cielo y las alas, ven a compartir los recuerdos de nuestras vidas. Ha llegado nuestra hora, ha llegado nuestra hora.

El viento se llevó las últimas notas de su canción. La Que Recuerda esperó a que le llegara una respuesta. Mientras tanto, seguía, desconsolada, el ritmo de las olas. Le pareció que las toxinas que manaban de la nave que estaba encima de ella tenían un perfume más fuerte, y más sabor.

—Mis sentidos están jugando conmigo, se burlan de mí —se recriminó a sí misma. A lo mejor estaba verdaderamente loca. A lo mejor había recuperado su libertad solo para ser testigo de la extinción de su especie. Aun así, se mantuvo debajo del barco para seguirlo allí donde la llevara.