Capítulo 6
Una mujer independiente

Estaba lloviznando. El agua caía incesantemente del cielo nublado sobre los arbustos de los jardines. Las hojas caídas, empapadas, formaban una alfombra sobre el césped mojado. Serilla dejó que el borde de encaje de la cortina volviera a su lugar. Se dio la vuelta hacia el interior de la habitación. El ambiente gris y apagado del exterior se había colado dentro de la casa; cuando abrazó a Serilla, la heló, e hizo que se sintiera vieja. En su empeño por calentar la habitación, había ordenado que se corrieran todas las cortinas y se encendiera una chimenea. En vez de sentirse mejor, se agobió y se sintió prisionera del día. El invierno llegaba al Mitonar. Tembló. El invierno siempre era, como poco, una estación desagradable. Este año, también prometía un tiempo loco e inquietante.

El día anterior, protegida por guardaespaldas, había conducido desde la finca de Restart hasta el interior del Mitonar. Dentro del pueblo, les había ordenado a los hombres que tomaran las riendas del carruaje a lo largo del viejo mercado y delante de los muelles. Por todas partes, había visto destrucción y abandono. Había buscado, en vano, alguna señal de reconstrucción y renacimiento de la ciudad en ruinas. El olor de la desesperación proveniente de las casas y comercios arrasados se le pegaba al cuerpo. Los muelles terminaban en lenguas de madera carbonizada. Dos mástiles despuntaban de las aguas plomizas del puerto. Todos los viandantes se apresuraban hacia alguna parte, cubiertos con capas y capuchas para protegerse del frío. Cuando pasaba el carruaje, apartaban la mirada. Incluso en aquellas calles en las que patrullaban los miembros de la Guardia de la ciudad que quedaban la gente parecía nerviosa y contenida.

Fueron donde las flamantes tiendas de té y las prósperas compañías de comercio. El Mitonar radiante, lleno de vida, que había atravesado en su primer viaje hacia la casa de Davad Restart, había muerto dejando este cadáver sin ley ni orden. La calle de los Territorios Pluviales no era más que una fila de escaparates con el cartel de «cerrado», y de tiendas desiertas. Los pocos comercios que se mantenían abiertos los miraron con desconfianza. Por tres veces, su carruaje había volcado debido a las barricadas de escombros.

Había pensando que se encontraría con mercaderes y vecinos esforzándose en reconstruir la ciudad. Se había imaginado a sí misma bajando del carruaje para saludarlos y recompensar sus esfuerzos con alabanzas. Suponía entonces que la invitarían a entrar en sus destartaladas tiendas, o que la llevarían a ver los avances de la reconstrucción. Les habría dado la enhorabuena a sus corazones fuertes, y ellos se habrían sentido honrados por su visita. Su idea era ganarse su lealtad y su amor. En lugar de eso, solo había visto a refugiados de rostros duros, despojados de toda pertenencia, que se retiraban a su paso. Nadie la había saludado siquiera. En cuanto había vuelto a la casa de Davad, se había metido en la cama. No tenía apetito.

Se sentía engañada. El Mitonar era el caramelito que siempre se había prometido poseer algún día. Había llegado muy lejos y soportado demasiadas cosas como para retenerlo durante tan poco tiempo. Era como si en su destino no hubiera inscrito ningún momento de alegría: cuando parecía que iba a alcanzar su meta, la ciudad había decaído. Había una parte de ella que solo deseaba admitir la derrota, fletar una nave, y volver a Jamaillia.

Pero ya no quedaban embarcaciones seguras que navegaran hasta Jamaillia. Los chalazos vigilaban cualquier nave que intentara abandonar o entrar en Bahía Comercio. Podían considerarla como una desafortunada testigo, o como una traidora. Alguien encontraría algún modo de eliminarla. Había sospechado de los nobles de Jamaillia desde el momento en el que el sátrapa se propuso abandonar Jamaillia por el Mitonar, y después visitar Chalaza. Sus nobles y consejeros deberían haber protestado de viva voz ante la idea de un viaje como ese; no era habitual que el sátrapa que ostentaba el trono viajara tan lejos de las costas de Jamaillia. Había recibido ánimos en lugar de críticas. Suspiró. La misma panda de arribistas que le habían enseñado los placeres de la carne, del vino y de las hierbas tóxicas cuando era joven, le habían animado a que dejara el gobierno de su país en sus manos mientras viajaba por aguas hostiles, al cuidado de aliados de dudosa confianza. El vago y crédulo sátrapa había mordido el anzuelo. Seducido por las insinuaciones de sus «aliados» chalazos, que le prometían drogas exóticas y placeres de la carne todavía más exóticos, lo habían alejado del trono, como a un niño al que se atrae con golosinas y juguetes. Sus seguidores más leales, que siempre lo habían animado para que siguiera su propio criterio, lo habían, finalmente, destronado.

De repente, le llegó una revelación. No le importaba demasiado lo que sucediera con el sátrapa o con su autoridad sobre Jamaillia. Lo único que deseaba era que conservara su poder en el Mitonar para que ella pudiera seguir reclamándolo para sí misma. Esto implicaba que tenía que descubrir qué habitantes del Mitonar habían participado en su secuestro. Esa misma gente intentaría deponerla también a ella.

Por un momento, deseó haber estudiado más sobre Chalaza. Había visto cartas en la cabina del capitán chalazo escritas en caracteres de Jamaillia, pero en idioma chalazo. Había reconocido los nombres de dos grandes nobles de Jamaillia, y anotaciones de sumas de dinero. Había sentido entonces cómo sostenía en sus manos el germen de una conspiración. ¿Para qué habían sido pagados los chalazos? Si hubiera podido leer esas cartas cuando el capitán chalazo la había mantenido retenida en su cabina... luego, su mente se disparó.

Odiaba aquello en lo que la había convertido ese infierno de violaciones y confinamiento. La había trastornado, irreversiblemente, cambiándola de una manera que despreciaba. No podía olvidar que el capitán chalazo había tenido en sus manos el control de su vida. No podía olvidar que el sátrapa, ese niñato consentido y malcriado, había abusado de su autoridad y su poder para colocarla en esa situación. Aquellos días habían alterado para siempre la imagen que tenía de sí misma. La habían hecho ver el poder que los hombres ejercían sobre ella. Bien, ahora ella también tenía poder y, mientras lo conservara, estaría a salvo. Ningún hombre volvería a imponerle su voluntad. Tenía la fuerza que le daba el estatus. Su estatus la protegería. Tenía que mantenerlo costara lo que costara.

Hasta el poder tenía un precio.

Levantó de nuevo la esquina de la cortina y escrutó los alrededores. No estaba a salvo de los intentos de asesinato, ni siquiera aquí, en el Mitonar. Eso lo sabía. Nunca salía sola. Nunca cenaba sola, y siempre se aseguraba de que sus invitados fueran servidos primero y de las mismas fuentes de las que ella iba a ser servida. Si estaban intentando matarla, al menos no moriría sola. Pero no dejaría que la mataran, ni que le arrebataran el poder que tanto le había costado conseguir. Ese poder estaba amenazado, pero podría combatir las amenazas. Podía mantener al sátrapa aislado e incomunicado. Para su propio bien, por supuesto. Se permitió esbozar una leve sonrisa. Deseó que no se lo hubieran llevado tan lejos. Si estuviera ahí, en el Mitonar, podría hacer que le llegaran las hierbas del placer y las comodidades que lo convertirían en un ser manejable. Podría encontrar el modo de separarlo de Kekki. Podría convencerlo de que lo más sabio era permanecer en la sombra y dejar que ella llevara sus asuntos.

Un golpe seco en la puerta interrumpió sus pensamientos. Dejó caer de nuevo la cortina y se volvió hacia la habitación.

—Adelante.

La criada tenía el rostro tatuado. A Serilla, el tatuaje verdoso que serpenteaba hasta su mejilla le producía repugnancia. Se negó a mirarla a la cara más allá de lo estrictamente necesario. No la habría cogido a su servicio si no hubiera sido la única criada educada en los principios de cortesía de Jamaillia que había podido encontrar.

—¿Qué ocurre? —preguntó, al ver que la mujer se inclinaba ante ella.

—La mercader Vestrit desea hablar con usted, compañera Serilla.

—Déjala entrar —contestó Serilla, apagada.

Pero enseguida recuperó los ánimos. Sabía que había tomado una sabia decisión al mantener a Ronica cerca de ella, donde pudiera vigilarla. Hasta Roed Caern había coincidido con ella en eso. Cuando se le había ocurrido la idea, Serilla se había sentido muy orgullosa de sí misma. Cuando Serilla había planteado arrestar a Ronica durante un encuentro secreto con los miembros más importantes del Consejo de Mercaderes, estos habían salido escandalizados. Incluso en tiempos como aquellos, se negaban a ver la bondad de una actuación como esa. Al recordar ese enfrentamiento, Serilla apretó los dientes. Le había hecho cobrar conciencia del limitado poder que podía ejercer sobre ellos.

No obstante, a cambio, había podido demostrar a las cabezas del Consejo que era una mujer de recursos. Con una carta llena de adornos y florituras, había invitado a la mujer Vestrit a que fuera su huésped en la finca de Restart. En apariencia, Ronica debía acudir para ayudar a Serilla a explorar los archivos de Restart con el fin de demostrar la inocencia de Davad y la suya propia. Después de dudar un poco, Ronica había aceptado. En un primer momento, Serilla se había mostrado satisfecha con su plan. Tener a Ronica Vestrit bajo su techo simplificaba la labor de vigilancia de Roed. Pronto sabría quiénes estaban en contacto con ella. Pero el plan de Serilla tenía su precio. Saber que tenía cerca a la mujer comerciante era como saber que había una serpiente en su cama. Que estuviera al tanto del peligro no significaba que lo hubiera neutralizado.

El día que Ronica había llegado, Serilla había estado segura de su triunfo. Ronica no trajo consigo más objetos personales que los bultos que llevaban ella y su criada. Su criada era una antigua esclava de rostro tatuado que trataba a la mujer comerciante casi como si fueran iguales. La mujer Vestrit iba poco abrigada y no llevaba joyas. Esa noche, cuando la sencilla mujer Vestrit se había sentado a comer a los pies de la mesa de Serilla, la compañera se había sentido exultante. Aquella criatura lastimosa no constituía una amenaza: se convertiría en un símbolo de la caridad de la compañera. Y al final, en algún descuido, traicionaría a los que habían conspirado contra ella. Siempre que abandonaba la casa, Roed la seguía.

A pesar de todo eso, desde que Ronica se había instalado en el antiguo dormitorio de Davad, la mujer no había dejado que Serilla disfrutara de un solo día de paz. Era como tener constantemente el zumbido de un mosquito en los oídos. Justo cuando Serilla tenía que estar concentrando sus esfuerzos en consolidar su poder, Ronica la distraía a cada instante. ¿Estaba haciendo algo para sacar a los barcos hundidos del puerto? ¿Acaso había llegado ayuda de Jamaillia? ¿Había enviado una paloma a Chalaza para protestar por su actitud beligerante? ¿Había intentado ganarse el apoyo del pueblo de las Tres Naves para que patrullaran las calles por las noches? A lo mejor, si les ofrecía trabajo remunerado a los antiguos esclavos, dejarían de organizarse en bandas de maleantes. ¿Por qué Serilla no había instado al Consejo del Mitonar a que llegara a un acuerdo para volver a hacerse cargo de la ciudad? A diario, Ronica la presionaba con preguntas como esas. Además, cada vez que tenía la oportunidad de hacerlo, le recordaba a Serilla que era una extranjera. Cuando Serilla ignoraba el resto de sus consideraciones, Ronica volvía a la carga con su monótona tenacidad para insistir en que Davad no era un traidor, y que Serilla no tenía ningún derecho a ocupar su propiedad. La mujer no parecía respetarla del todo, ni la trataba con las atenciones que merecía una compañera del sátrapa.

Era tanto más irritante en cuanto que Serilla no estaba tan segura de su posición como para imponerle su autoridad a la comerciante. Había cedido demasiadas veces a las exigencias de la mujer: primero, para enterrar a Davad y, de nuevo, para conseguirle algunas tierras a la sobrina del traidor. No volvería a ceder ante ella.

Roed la había informado de lo que la mujer hacía por las mañanas. A pesar del peligro, Ronica Vestrit y su criada se aventuraban cada día por las calles. Iban a pie, de puerta en puerta, para conseguir que los mercaderes se reunieran. Roed le había contado que aquellos a los que llamaba a menudo la mandaban a paseo, o la trataban con brusquedad. Pero la mujer era insistente. Serilla pensó que, al igual que la lluvia puede erosionar la piedra, ella estaba desgastando el duro corazón de Ronica. Esta noche, conseguiría su mayor triunfo. El Consejo se reuniría.

Si esta noche los mercaderes escuchaban a Ronica, y decidían que Davad nunca había sido culpable, la credibilidad de Serilla sufriría un duro golpe. Si el Consejo decidía que su sobrina debía heredar esta finca, Serilla tendría que abandonar la mansión de Restart, y se vería obligada a apelar a la hospitalidad de otro mercader. Perdería su privacidad y su independencia. No podía dejar que algo semejante ocurriera.

Serilla se había opuesto a la reunión del Consejo, firmemente, pero guardando las formas, alegando que aún era pronto, que no era seguro que los comerciantes acudieran todos a un mismo lugar en el que podían ser atacados. Pero ellos ya no la escuchaban.

Todo lo que Serilla necesitaba era tiempo, tiempo para reforzar sus alianzas, tiempo para saber a quién podría persuadir con alabanzas, y a quién necesitaría ofrecerle títulos y tierras. Con el tiempo, a lo mejor llegaba otra paloma con noticias de Jamaillia. Una mercader había traído un mensaje de su compañera de negocios en Jamaillia. Los rumores sobre la muerte del sátrapa habían llegado a la ciudad, y los primeros disturbios no tardarían en producirse. ¿Podía enviar el sátrapa una misiva, escrita de su puño y letra, para desmentir este peligroso rumor?

Había enviado de vuelta otra paloma mensajera, para asegurarle que el rumor era falso, y para saber quién había recibido la información de la muerte del sátrapa y de quién la había recibido. No esperaba obtener respuesta. ¿Qué más podía hacer? Si tan solo tuviera un día más, otra semana. Un poco más de tiempo, y estaba segura de que podría dirigir el Consejo. Luego, gracias a su educación superior y a sus conocimientos en las artes de la política y de la diplomacia, podría conducirlos hasta la paz. Podría hacerles ver los compromisos que debían aceptar. Podría unir a todas las gentes del Mitonar y, a partir de ahí, tratar con los chalazos. Eso establecería su autoridad sobre el Mitonar. Todo lo que necesitaba era tiempo, y Ronica se lo estaba robando.

Ronica Vestrit se deslizó en la habitación. Llevaba un libro de contabilidad bajo el hombro.

—Buenos días —le dijo a Serilla, enérgicamente. Al ver que la sirvienta se marchaba, Ronica la siguió con la mirada—.¿No sería mucho más sencillo que yo me anunciara a mí misma, en vez de tener que esperar a que la sirvienta llamara a la puerta y pronunciara mi nombre?

—Más sencillo, pero incorrecto —apuntó Serilla con frialdad.

—Ahora estás en el Mitonar —contestó Ronica sin alterar su voz—. Aquí, no nos dedicamos a perder el tiempo por el mero placer de impresionar a otros —habló como si le estuviera enseñando las buenas maneras a una hija rebelde. Sin pedir permiso, se fue hasta la mesa de estudio y abrió el libro de contabilidad que había traído—. Creo que hay algo aquí que podría interesarte.

Serilla cruzó la habitación para detenerse junto al fuego.

—Lo dudo mucho —murmuró agriamente.

Ronica le había puesto demasiado empeño a la búsqueda de pruebas. Además, sus constantes estrategias para desacreditar a Serilla eran degradantes, y acrecentaban su decepción.

—¿Ya te has cansado de jugar a ser sátrapa? — le preguntó Ronica, gélida—. ¿O es que así es como crees que se tiene que comportar una gobernante?

Serilla sintió como si le hubieran dado una bofetada.

—¿Cómo te atreves? —empezó, y sus ojos se abrieron aún más—. ¿De dónde cogiste ese chal? —preguntó. Serilla recordaba haberlo visto en el dormitorio de Davad, sobre el brazo de una silla—. ¡Qué presuntuosa eres por habértelo apropiado!

Por un instante, los ojos de Ronica se oscurecieron, como si Serilla la hubiese herido. Enseguida, su rostro se suavizó. Levantó los brazos por detrás de su espalda, para deshacer el nudo del suave tejido que le cubría los hombros.

—Lo hice yo —dijo con tranquilidad—. Hace años, cuando Dorill estaba embarazada de su primer hijo. Yo misma teñí la lana y yo misma la tejí. Quería que fuera un regalo especial de una joven esposa a otra. Sabía cuánto lo adoraba, pero me he emocionado al ver que, de todas sus cosas, esta es la que Davad había conservado para recordarla. Era mi amiga. No necesitó tu permiso para tomar prestadas sus cosas. Aquí, tú eres la ladrona y la intrusa, no yo.

Serilla se quedó mirándola, furiosa, y sin réplica. Se le ocurrió una pequeña venganza. No le echaría un ojo a la prueba insignificante de la mujer. No le daría esa satisfacción. Apretó los dientes y se dio la vuelta. El fuego se estaba apagando. Por eso era por lo que acababa de quedarse helada. ¿Acaso no había criados decentes en todo el Mitonar? Serilla cogió las tenazas, con rabia, para intentar remover las ascuas y los leños, y devolverles algo de vida.

—¿Vas a mirar conmigo ese libro, o no? —preguntó Ronica.

Se mantuvo donde estaba, con el dedo apuntando a alguna entrada, como si allí estuviera la clave.

Serilla dejó que estallara su rabia.

—¿Qué te hace pensar que tengo tiempo para eso? ¿Crees que no tengo nada más que hacer que forzar la vista sobre la letra de patas de mosca de un muerto? Abre los ojos, anciana, y observa todos los peligros a los que se enfrenta el Mitonar, en vez de preocuparte solo por tu obsesión particular. Tu ciudad se está hundiendo, y tu gente no tiene la determinación necesaria para evitarlo. Las bandas de esclavos siguen robando y saqueando, a pesar de mis órdenes. He ordenado su captura, y que se les obligue a servir en el Ejército para que defiendan la ciudad, pero nada de esto se ha llevado a cabo. Las carreteras están bloqueadas por los escombros, y nadie ha movido un dedo para despejarlas. Los comercios están cerrados, y la gente se esconde tras los muros de sus hogares como si fueran conejos asustados. —Movió un leño con las tenazas, haciendo saltar chispas por toda la chimenea.

Ronica atravesó la habitación y se arrodilló ante el fuego.

—¡Dame eso! —exclamó, disgustada.

Serilla dejó caer las tenazas ante ella, desdeñosamente. La comerciante del Mitonar ignoró el desprecio. Las cogió, y comenzó a mover los leños medio consumidos hacia el centro de la chimenea.

—Estás considerando el Mitonar desde un ángulo equivocado. Lo primero que tenemos que recuperar es el control de nuestro puerto. En cuanto a los saqueos y al desorden, te culpo a ti tanto como a mis compañeros mercaderes. Se quedan sentados como una panda de inútiles, mientras la mitad de ellos espera a que tú les digas lo que tienen que hacer, y la otra mitad espera a que lo haga algún otro. Has sembrado la división entre ellos. Si no hubieras proclamado que hablabas con la autoridad del sátrapa, el Consejo del Mitonar se habría hecho cargo de todo, como lo había venido haciendo hasta ahora. Ahora, algunos mercaderes dicen que tienen que hacerte caso, otros dicen que primero tienen que cuidar de sus propios asuntos, y unos terceros, sabiamente, me parece a mí, dicen que deberíamos simplemente reunir a todos los que quisieran en el pueblo, y ponernos a trabajar de una vez. ¿Qué importa ahora que seamos antiguos mercaderes, o nuevos mercaderes, o gente de las Tres Naves, o simplemente inmigrantes? Nuestra ciudad es un caos, nuestros negocios están arruinados, los chalazos atacan a todos los que se aventuran más allá de Bahía Comercio, mientras nosotros nos peleamos entre semejantes. —Pivotó sobre sus talones, y miró con satisfacción al fuego, que estaba resurgiendo—. Puede que esta noche, por fin, trabajemos en algo de esto.

Una terrible sospecha estaba cobrando forma en la mente de Serilla. ¡La mujer Vestrit tenía la intención de robarle sus planes y de presentarlos como suyos!

—¿Me estás espiando? —preguntó—. ¿Cómo es que sabes tanto sobre lo que dije de la ciudad?

A Ronica se le escapó una risita de satisfacción. Se levantó, despacio. Sus rodillas crujieron cuando se puso de pie.

—Tengo muchos ojos y oídos dispuestos a ayudarme. Y esta ciudad es mi ciudad, la conozco mejor de lo que tú jamás podrás conocerla.

***

Mientras Ronica levantaba las pesadas y frías tenazas, observó los ojos de la compañera. Volvía a brillar odio en el rostro de la mujer. De repente, Ronica se dio cuenta de que, si empleaba las palabras y las amenazas adecuadas, podría doblegar a esa mujer hasta hacerla llorar como una niña. Quien fuera que hubiese abusado de ella en el pasado la había marcado de por vida. No era más que una carcasa vacía, desprovista de poder, oculta en un abismo de aprensiones. En algunas ocasiones, la comerciante sentía lástima por ella. Era demasiado fácil de intimidar. Aun así, cuando le venían esos pensamientos a la cabeza, endurecía su corazón. Los miedos de Serilla la volvían peligrosa. Veía a todo el mundo como una amenaza. La compañera prefería atacar primero, aun a riesgo de equivocarse, que vivir con el temor a que alguien pudiera atacarla a ella. Quedó demostrado con la muerte de Davad. Esta mujer reclamaba sobre el Mitonar un nivel de autoridad que no había tenido ni el sátrapa, pensaba ahora Ronica. Peor aún, sus intentos de ejercer el poder sobre el Mitonar estaba anulando la capacidad de autogobierno de la ciudad. Ronica utilizaría todas las estrategias posibles para devolver la paz y el autogobierno al Mitonar. Si quería recuperar a su familia, o saber al menos si alguno de ellos había sobrevivido, Ronica solo podía esperar que se restaurara la paz.

Así que imitó el gesto despectivo de la mujer, y dejó caer las tenazas junto a la chimenea de piedra. Cuando chocaron contra el suelo, ruidosamente, vio como la compañera se estremecía. Ahora, la llama volvía a danzar en la chimenea. Ronica se dio la vuelta, se cruzó de brazos, y miró de frente a Serilla.

—La gente comenta. Si se quiere saber lo que está ocurriendo en realidad, basta con escucharla. Los criados incluso, cuando se los trata como a seres humanos, pueden ser una fuente de información. Así que me he enterado de que una delegación de nuevos mercaderes, con Mingsley a la cabeza, te ha hecho llegar una propuesta de paz. Por eso precisamente es por lo que tiene tanta importancia que le eches un vistazo a lo que he descubierto en los archivos de Davad. Así, podrás juzgar mejor a Mingsley.

Serilla se puso roja como un tomate.

—Así que me compadezco de ti, te invito a mi casa, ¡y tú aprovechas la oportunidad para espiarme!

Ronica suspiró.

—¿Acaso no has oído una sola palabra de lo que he dicho? No he obtenido esa información porque te haya espiado. —Sí que había obtenido otras informaciones, pero, en aquel momento, no le interesaba revelárselo—. Como tampoco necesito tu compasión. Acepto mi suerte. Ya he visto cambiar mi situación otras veces, y volveré a verla cambiar. No necesito que me la cambies tú. —Ronica, divertida, soltó una risita—. La vida no es una carrera por volver a un tiempo pasado. Lo que hace que la vida sea interesante es ver cómo cambian las cosas.

—Ya veo —comentó Serilla, desdeñosa—. Ver cómo cambian las cosas. Ese es el inquebrantable espíritu del Mitonar que tanto me han estado vendiendo, ¿no es así? Una actitud paciente y pasiva, esperando a ver lo que os trae la vida. Muy inspirador. ¿Significa esto que no tienes interés en devolverle al Mitonar toda su grandeza?

—No me interesan las tareas imposibles —replicó Ronica—. Si nos concentramos en intentar volver a lo que el Mitonar ha sido, nos estaremos condenando al fracaso. Tenemos que ir hacia delante, crear un Mitonar nuevo. Nunca volverá a ser el que fue. Los mercaderes no volverán a tener tanto poder. Ese es el reto, compañera. Aprender de lo que te ha pasado, en vez de dejarte ahogar por ello. Nada es tan destructivo como la compasión ni, sobre todo, como la autocompasión. No hay nada en la vida que sea tan terrible como para que uno no pueda superarlo.

La mirada que le dedicó Serilla fue tan penetrante que Ronica sintió como un escalofrío le recorría la espina dorsal. Cuando habló, lo hizo con desapasionamiento.

—No eres tan sabia como piensas, comerciante. Si hubieras pasado por lo que yo pasé, sabrías que hay cosas que no se pueden superar. Hay experiencias que te cambian para siempre, no se las puede ignorar solo con desearlo.

Ronica se encontró directamente con su mirada.

—Eso solo es verdad si tú has determinado que es verdad. Esa experiencia tan terrible, fuera lo que fuera, ya es agua pasada. Aférrate a ella, deja que te marque, y estarás perdida para siempre. Estarás dejando que te domine. Apártala, y moldea tu futuro como desearías que fuera, a pesar de lo que te haya ocurrido. Así es como tomas las riendas de tu vida.

—Es más fácil decirlo que hacerlo —dijo Serilla, con brusquedad—. No te imaginas lo horrorosamente vacías que me parecen tus palabras, y ese optimismo tan infantil. Creo que ya he tenido mi dosis de filosofía provinciana por hoy. Márchate.

—Mi «optimismo tan infantil» es el espíritu del Mitonar que «tanto te han estado vendiendo» —dijo Ronica, dándole la espalda—. Te niegas a reconocer que, si nosotros hemos podido sobrevivir aquí, es porque hemos logrado dominar nuestro propio pasado. Eso es lo que tienes que buscar dentro de ti, compañera, si quieres ser una de los nuestros. Ahora bien, ¿vas a echarle un vistazo a ese libro, o no?

Cuando se puso en pie, Ronica casi pudo ver como se le hinchaban las venas de la cara. Le habría gustado poder acercarse a Serilla como una amiga y una aliada, pero le daba la impresión de que la compañera la consideraba como a una rival o una espía. Así que se mantuvo fríamente erguida mientras esperaba la reacción de Serilla. La miró con sus ojos de negociadora, y vio como la mirada de Serilla revoloteaba sobre el libro abierto que estaba sobre la mesa, antes de posarse de nuevo sobre Ronica. Aunque la mujer quería saber lo que había dentro de él, no estaba dispuesta a ceder. Ronica le dio un poco más de tiempo, pero, al ver que la compañera seguía guardando silencio, decidió arriesgarse del todo.

—Muy bien. Veo que no estás interesada. Había pensado que te gustaría ver lo que he averiguado antes de que lo lleve al Consejo del Mitonar. Pero, si tú no me quieres escuchar, estoy segura de que a ellos sí que les interesará.

Atravesó la habitación, con calma, pero con determinación, hasta la mesa del despacho, donde estaba el libro de contabilidad. Lo cerró, y se lo colocó bajo el brazo. Se tomó su tiempo para abandonar la habitación. Tenía la esperanza de que Serilla la llamara de nuevo. Caminó despacio por el pasillo, manteniendo la esperanza, pero todo lo que escuchó fue un portazo proveniente del estudio de Davad. No había servido de nada. Entre suspiros, Ronica empezó a subir las escaleras que llevaban al dormitorio de Davad. Cuando oyó que llamaban a la puerta principal, se detuvo, y enseguida corrió a situarse junto a la barandilla para poder observar la entrada, un piso más abajo.

Una criada abrió la puerta y comenzó a ejecutar un saludo formal, pero el joven comerciante la empujó y entró sin más.

—Traigo noticias para la compañera Serilla. ¿Dónde está? —preguntó Roed Caern.

—Le haré saber enseguida que... —comenzó la sirvienta, pero Roed Caern sacudió la cabeza con impaciencia.

—Es urgente. Ha llegado una paloma mensajera desde los Territorios Pluviales. ¿Está en el estudio? Conozco el camino.

Empujó de nuevo a la criada, y se abrió camino por delante de ella, antes de que pudiera contestar. Sus botas chirriaban sobre el suelo mientras avanzaba a grandes zancadas por el pasillo, y su capa flotaba tras él. La sirvienta se arrastraba, a sus pies, pero él no hacía caso de sus protestas. Ronica lo vio marchar hacia el despacho, y se preguntó si tendría el valor de aventurarse hasta allí para espiarlos mientras hablaban.

—¿Cómo te atreves a irrumpir aquí de este modo? —Serilla acababa de levantarse, después de haber removido, otra vez, los leños.

Descargó sobre él toda la rabia y la frustración que le quedaban después de la visita de la mujer comerciante. Las chispas en los ojos de Roed Caern la hicieron tropezar, en un descuido, y cayó hacia la chimenea.

—Pido perdón, compañera. Asumí, inconscientemente, que las noticias de los Territorios Pluviales merecían su atención inmediata. —Llevaba un pequeño cilindro de latón, del tipo que utilizaban las palomas mensajeras, entre el pulgar y el dedo índice. Al ver que se quedaba mirándolo, forzó una reverencia—. Por supuesto, esperaré hasta que a usted le parezca conveniente.

Fue hacia la puerta, donde la criada todavía los miraba, boquiabierta.

—¡Cierra la puerta! —le dijo Serilla con brusquedad.

Tenía la impresión de que el corazón se le iba a salir del pecho. La noche en que había enviado al sátrapa a los Territorios Pluviales, la guardia que lo escoltaba solo se había llevado cinco palomas mensajeras del cobertizo de Davad. No las gastarían inútilmente. Este era el primer mensaje que llegaba después de que hubieran sabido de la llegada del sátrapa a los Territorios Pluviales, y de que su gente hubiera consentido en quedárselo para su seguridad. Ya entonces, había notado algo de ambigüedad en sus palabras. ¿Había convencido el sátrapa de su versión de las cosas a los habitantes de los Territorios Pluviales? ¿Iban a acusarla de traición? ¿Qué habría en aquel cilindro, y quién más lo habría leído? Intentó recomponer su rostro, pero la sonrisa burlona en el rostro del malvado Caern hizo que se esperara lo peor.

Lo mejor que podía hacer era tranquilizarse. Le recordaba a un mastín, tan capaz de atacar a su amo como de protegerlo. Deseó no tener que depender tanto de él.

—Tienes razón, mercader Caern. Estas noticias deben ser entregadas con inmediatez. He de decir que, esta mañana, he estado atareada con asuntos internos de la casa. Las criadas, una detrás de la otra, han estado interrumpiendo mi trabajo. Por favor, entra. Caliéntate con el fuego.

Llegó a esbozar una leve reverencia con la cabeza, a pesar de que su estatus social era mucho más elevado que el de él.

Roed se inclinó de nuevo, ampliamente, y Serilla sospechó que no le faltaba ironía al gesto.

—Le aseguro, compañera, que entiendo lo molesto que debe de ser eso, sobre todo cuando esos asuntos tan pesados cargan sus delicados hombros.

Ahí estaba el sarcasmo, en el tono de su voz, en la cuidadosa selección de sus palabras.

—¿Y el mensaje? —apuntó Serilla, abruptamente.

Se adelantó, y se inclinó una tercera vez mientras presentaba el cilindro ante ella. No parecía que nadie hubiera tocado el sello de cera. Sin embargo, nada le habría impedido a Caern leer la misiva y, luego, volver a sellar el cilindro. Era inútil que se preocupara de eso. Quitó la cera del cilindro, lo desenroscó, y consideró el diminuto rollo de pergamino que tenía entre los dedos. Con una aparente tranquilidad, se sentó en la silla del despacho, y se inclinó sobre la lámpara de la mesa de trabajo mientras desenrollaba el mensaje.

Las palabras eran pocas, pero suficientes para atormentarla. Había habido un terremoto. El sátrapa y su compañera habían desaparecido, a lo mejor habían muerto durante los derrumbamientos. Lo leyó otra vez, y otra vez más, buscando más información. ¿Había alguna esperanza de que hubiesen sobrevivido? ¿Qué implicaba, dentro del esquema de sus ambiciosos planes, la muerte del sátrapa? Enseguida, se preguntó si el mensaje no era una trampa, por algún enrevesado motivo. Se puso a analizar cada letra.

—Bébete esto. Parece que te haga falta.

Era brandi, en una copa baja. Ni siquiera se había dado cuenta de que Roed había cogido la botella, ni de que le había servido la copa, pero la aceptó, agradecida. Bebió un sorbo, y sintió cómo se envolvía en su calor. Cuando Caern cogió la diminuta misiva y la leyó, no lo amenazó. Sin mirarlo directamente a los ojos, terminó por preguntar:

—¿Se enterará más gente de esto?

Roed se sentó, con todo su descaro, sobre una esquina de la mesa.

—En esta ciudad, hay muchos mercaderes que mantienen lazos estrechos con sus parientes de los Territorios Pluviales. Pueden llegar otros pájaros con las mismas noticias. Dependerá de eso.

No tuvo más remedio que alzar la vista, hasta encontrarse con su amplia sonrisa.

—¿Qué puedo hacer? —se oyó a sí misma preguntar. Con esta simple pregunta, se puso totalmente entre sus manos.

—Nada —le contestó—. Aún no puedes hacer nada.

***

Ronica abrió la puerta del dormitorio de Davad. Sus zapatillas todavía estaban húmedas. El grosor de la puerta del estudio había impedido que escuchara la conversación de la compañera, y su paseo por los jardines tampoco había servido de nada. Las ventanas del estudio también estaban bien cerradas. Ronica recorrió la habitación de Davad con la mirada, entre suspiros. Estaba impaciente por encontrar un nuevo hogar. Puede que aquí estuviera más a salvo, y más próxima a la tarea que tenía que realizar, pero echaba de menos su hogar, aunque hubiera sido saqueado. En la casa de Davad, seguía sintiéndose como una intrusa. Encontró a Rache fregando el suelo, con la presumible intención de borrar cualquier rastro de Davad de la habitación. Ronica cerró la puerta, tranquilamente, tras su paso.

—Sé que odias estar aquí, en la casa de Davad, entre sus cosas. Sabes que no tienes por qué quedarte —le dijo amablemente—. Soy muy capaz de arreglármelas por mi cuenta. No me debes nada. Ahora, podrías llevar tu propio camino, Rache, sin miedo a que te persigan como a los esclavos forajidos. Es evidente que estás más que invitada a quedarte conmigo. Pero, si lo deseas, podría hacerte una carta de recomendación, y darte algunas direcciones. Podrías ir a la granja, y quedarte a vivir allí. Estoy segura de que mi antigua niñera te haría sentirte como en casa, y de que estaría encantada de tener compañía.

Rache dejó los trapos de limpiar en el cubo y avanzó, toda entumecida, hasta sus pies.

—No voy a abandonar a la única persona que se portó bien conmigo en el Mitonar —le contestó—. A lo mejor puedes cuidar de ti misma, pero sigues necesitándome. No me importa nada en absoluto la memoria de Davad Restart. ¡Qué importa que sea un traidor, cuando yo sé que es un asesino! Pero no estoy dispuesta a ver como destruyen tu imagen solo por tu conexión con él. Por cierto, tengo noticias frescas para ti.

—Gracias —dijo Ronica, emocionada.

Davad era un antiguo amigo de la familia, pero siempre había sabido que tenía una faceta muy dura. Aun así, ¿cuánta culpa se le podía atribuir a Davad por la muerte del hijo de Rache? La verdad era que el dinero de Davad los había comprado, y que era copropietario del barco que comerciaba con esclavos. Pero no estaba presente durante el abordaje de la nave, cuando el niño murió, debilitado por el calor, la comida en mal estado, y la escasez de agua. No obstante, era él quien sacaba beneficio del comercio de esclavos, así que a lo mejor merecía la acusación. Se le encogió el alma. ¿Qué pasaba entonces con la Vivacia y los esclavos que había transportado a bordo? Podía echarle toda la culpa a su yerno. La nave había estado bajo el control de Keffria, y ella había dejado que su marido Kyle hiciera cuanto deseara con ella. Pero ¿con cuánta firmeza había resistido Ronica? Se había pronunciado en su contra pero, a lo mejor, si se hubiera mostrado más firme...

—¿Quieres oír mis noticias? —le preguntó Rache.

De repente, Ronica se sobresaltó e interrumpió sus divagaciones.

—Claro. —Se aproximó a la chimenea, y buscó el hervidor de agua entre los cacharros—. ¿Nos hacemos un té?

—Casi no queda —la avisó Rache.

Ronica se encogió de hombros.

—Cuando no quede, no quedará. No vamos a dejar que se estropee por miedo a quedarnos sin él.

Encontró el botecito de té, y echó un poco en la tetera. Las comidas las hacían con Serilla, pero, aquí, en sus habitaciones, a Ronica le gustaba el pequeño grado de independencia que le proporcionaba el tener su propia tetera. Aparentemente, Rache había cogido tazas, platos, y algunos otros enseres de la cocina de Davad. Mientras hablaba, los fue disponiendo sobre la mesa.

—Esta mañana, he estado fuera. Estuve en los muelles. Tuve cuidado, claro, aunque no está sucediendo gran cosa ahí abajo. Las pequeñas embarcaciones que llegan no tardan nada en descargar y en cargar de nuevo, y hay hombres armados vigilando durante todo el día. Yo diría que era una nave de nuevos mercaderes, probablemente fletada por varias familias. La mayor parte de las mercancías parecían ser comestibles. Había otras dos naves, que me parecieron ser de viejos mercaderes, pero no me acerqué lo suficiente como para asegurarme de ello. La nao rediviva Ofelia estaba anclada en el puerto, pero no amarrada. Había hombres armados en las cubiertas.

»Me marché del puerto. Hice como sugeriste, y me bajé hasta la playa, donde los pescadores lanzan sus cañas. Allí, estaba todo más animado, aunque no conté, ni de lejos, el mismo número de barcas que solía haber antes. Había cinco o seis barcas sobre el agua, con pescadores tirando sus cañas y sus redes. Me ofrecí a trabajar con ellos a cambio de un poco de pescado, pero fueron fríos conmigo. No llegaron a mostrarse rudos, pero sí que estuvieron distantes, como si yo pudiera traerles problemas, o robarles algo. Aun cuando me di la vuelta para irme, aquellos con los que había hablado seguían estando intranquilos, como si pensaran que podía haber estado distrayéndolos mientras uno de mis compinches les causaba algún daño. No obstante, después de un momento, cuando vieron que era obvio que estaba sola, algunos sintieron lástima por mí. Me dieron dos pescaditos, y hablaron un ratito conmigo.

—¿Quién te dio el pescado?

—Una pescadora llamada Ekke. Su padre le dijo que lo hiciera y, cuando uno de los otros la miró como para que no me los diera, dijo: «El pueblo tiene que comer, Ange». El hombre generoso se llamaba Kelter. Un hombre ancho, con una barriga del tamaño de un barril, la barba roja, y los brazos llenos de pelos, rojos también. Y poco pelo en la cabeza.

—Kelter. —Ronica buscó entre sus recuerdos—. Kelter el Ralo. ¿Oíste a alguien llamarlo Ralo?

Rache negó con la cabeza.

—Pero creo que, más que un nombre, eso debe de ser un mote.

Ronica frunció el ceño. El cazo estaba hirviendo, salía mucho vapor. Lo levantó del fuego, y echó agua dentro de la tetera.

—Kelter el Ralo. He oído ese nombre en alguna parte, pero no sabría decirte nada más acerca de él.

—De acuerdo con lo que vi, él es el hombre que necesitamos. No se lo dije, evidentemente. Creo que todavía tenemos que avanzar despacio, y con mucho cuidado. Pero si lo que quieres es a un hombre que pueda hablar en nombre de las familias de las Tres Naves, creo que él es el hombre adecuado.

—Muy bien. —Ronica dejó vibrar la satisfacción en su voz—. Esta noche se reúne el Consejo del Mitonar. Tengo la intención de presentar la información que he recopilado, y de presionar de nuevo para conseguir que la ciudad se una. No sé cuánto éxito tendrá mi propuesta, si es que tiene alguno. No es nada estimulante que tan pocos mercaderes se hayan movido por iniciativa propia. Pero lo intentaré.

Se hizo el silencio momentáneamente. Ronica le dio un sorbo a su té.

—Si no te escucharan, ¿te darías por vencida? —le preguntó Rache.

—No puedo —contestó sencillamente Ronica, y dejó escapar una risita amarga—. Si me doy por vencida, no me queda nada por hacer. Esta es la única vía que tengo para ayudar a mi familia. Si puedo ser el tábano que los pique hasta que se muevan, entonces puede que el Mitonar se convierta en un lugar algo más seguro al que Keffria y los niños puedan volver. Puede que al menos consiga hacerles llegar un mensaje, o saber algo de ellos. Tal y como están las cosas, con las luchas constantes en la ciudad, y mis vecinos desconfiando los unos de los otros, sin mencionar el hecho de que me consideran una traidora, mi familia no puede volver. Y si, gracias a algún tipo de milagro, Althea y Brashen consiguen que vuelva la Vivacia, tendrán que tener un hogar a donde llevarla. Siento que hago malabarismos, Rache, y que todas las bolas se me están cayendo encima. Tengo que rescatar las que pueda, y tratar de seguir jugando con ellas. Si no lo consigo, no seré más que una anciana viviendo bajo mínimos hasta que me muera. Es la única opción que tengo de recuperar mi vida. —Bajó la taza, y se oyó un ligero tintineo cuando la depositó sobre el platito—. Mírame —prosiguió, tranquila—. Ni siquiera puedo llamar mía a esta taza. Mi familia está... muerta, o tan lejos que no sé nada de ella. Me están arrebatando todo lo que daba por ganado; no hay nada en mi vida que marche como esperaba que fuera a hacerlo. Nadie debería tener que pasar por esto...

Cuando sus ojos se encontraron con los de Rache, Ronica no pudo seguir. De repente recordó con quién estaba hablando. Las siguientes palabras le salieron de la boca sin que las pensara.

—Tu marido fue vendido ante tus ojos, y enviado a Chalaza. ¿Has pensado alguna vez en buscarlo?

Rache tomó la taza entre sus dos manos, y fijó la vista en su interior. Se le humedecieron los ojos, pero las lágrimas no resbalaron por sus mejillas. Durante un momento, Ronica observó el contraste entre los cabellos oscuros de Rache y su rostro pálido.

—Lo siento... —empezó.

—No. —La voz de Rache sonó débil pero firme—. No. Nunca iré a buscarlo. Me gusta imaginar que ha encontrado a un dueño amable, que lo tiene en buena consideración por su talento para la escritura. Así, puedo seguir esperando que él crea que su hijo y yo estamos vivos, y que estamos bien, en algún lugar. Si fuera a Chalaza con este tatuaje sobre mi cara, me apresarían enseguida. Volvería a ser una esclava. Y aunque no fuera así, aunque lo encontrara vivo, todavía tendría que contarle cómo murió nuestro hijo. Cómo murió nuestro hijo y cómo yo seguí viviendo. ¿Cómo podría explicarle eso? Da igual el número de veces que me imagine la situación: siempre acaba mal. Aguanto siempre hasta el final, Ronica. Y siempre termina amargamente. No. Por muy duro que sea ahora, sigue siendo el mejor final que puedo esperar.

—Lo siento —repitió Ronica, desolada.

Si le quedara dinero, si tuviera una nave, podría enviar a alguien a Chalaza a buscar al marido de Rache para que comprara su libertad y lo trajera de vuelta. Y entonces... entonces podrían vivir los dos sabiendo que su hijo está muerto. Pero podría haber otros niños. Ronica lo sabía. Durante la Plaga Sangrienta, Ephron y ella habían perdido a todos sus hijos varones, pero después había nacido Althea. No le dijo nada a Rache, pero se hizo una promesa, ante los ojos de Sa. Si le cambiaba la suerte, haría todo lo que estuviera entre sus manos para cambiar también la de Rache. Era lo mínimo que podía hacer por ella después de que la mujer se hubiese mantenido a su lado durante tanto tiempo. En primer lugar, tendría que invertir su propia suerte. Ya era hora de que dejara que otros se ocuparan de las tareas difíciles.

—No estoy progresando nada con Serilla —le dijo repentinamente a Rache—. Ha llegado el momento de que empiece a actuar, a partir de lo que sé, independientemente de lo que decida el Consejo esta noche. Si es que decide algo. Mañana, temprano, iré contigo a la playa de los pescadores. Tendremos que pillarlos antes de que salgan a pescar. Yo misma hablaré con Kelter el Ralo, y le pediré que se reúna con las demás familias de las Tres Naves. Les diré que ha llegado el momento, no solo de hacer las paces con el Mitonar, sino de que el Mitonar declare que será gobernado según nuestras reglas. Les diré que esto nos implica a todos, no solo a los viejos mercaderes. También a los inmigrantes de las Tres Naves, e incluso a los nuevos mercaderes que acepten vivir según nuestras antiguas maneras de proceder. No habrá esclavitud. Todos formaremos parte de este nuevo Mitonar que tenemos que construir. —Ronica marcó una pausa para reflexionar—. Me gustaría conocer el nombre de un solo nuevo mercader en el que se pueda confiar —murmuró para sus adentros.

—Todos —dijo Rache con tranquilidad.

—¿Todos los nuevos mercaderes? —preguntó Ronica, confusa.

—Has dicho que todos tenemos que formar parte del nuevo Mitonar. Sigue habiendo un grupo al que no has nombrado.

Ronica reflexionó.

—Supongo que cuando hablo de los inmigrantes de las Tres Naves, me refiero a toda la gente que vino a instalarse aquí después de que los mercaderes del Mitonar construyeran la ciudad. Toda la gente que vino y adoptó nuestras maneras de hacer.

—Piensa otra vez, Ronica. ¿De verdad no nos ves, aunque estemos delante de tus narices?

Ronica cerró los ojos durante un momento. Cuando los abrió de nuevo, le dirigió a Rache una mirada cargada de honestidad.

—Me avergüenzo de mí misma. Tienes razón. ¿Conoces a alguien que pueda representar a los esclavos?

Rache la miró por encima del hombro.

—No nos llames esclavos. Así es como nos llamaban los que trataban de utilizarnos como algo que no éramos. Entre nosotros, nos llamamos Tatuados. Porque marcaron nuestros rostros, pero no pudieron poseer nuestras almas.

—¿Tenéis líder?

—No exactamente. Cuando Ámbar estaba en el Mitonar, nos enseñó cómo podíamos ayudarnos entre nosotros. «En cada hogar», decía, «nombrad a uno de vosotros portador de la información. Si alguno de vosotros descubre algo útil, algo que podría ayudar a cualquiera que quisiera escapar, o que quisiera tener algo de tiempo para sí mismo, como una puerta con el pestillo roto, o un lugar en el que el amo coloque dinero que se pueda coger sin levantar sospechas, esa información debe llegar al portador de la información. Luego, habría otro de vosotros, uno que se dedicara a ir a comprar, o a lavar la ropa, o a cualquier cosa que implicara ir al pueblo, que se pondría en contacto con Tatuados de otros núcleos para intercambiar noticias frescas».

»De este modo, un Tatuado podría saber si algún amo pensaba enviar un vagón cargado de semillas a una granja en la que trabajaba algún pariente o amigo suyo, y hacerle llegar una carta. O podría robar dinero de otro amo, esconderse en un vagón de heno que perteneciera a un tercer amo, y escapar. Ámbar nos insiste en que no debemos depender de un solo líder, sino que debemos tener muchos líderes, tantos como los nudos de una red. Un solo líder podría ser capturado y torturado hasta que nos delatara a todos. En cambio, mientras mantengamos el liderazgo múltiple, seremos como una red. Por mucho que cortes una red en dos, siguen quedando muchos nudos en cada una de las mitades.

—¿Ámbar hizo todo eso? ¿Ámbar, la que hacía las camas? —preguntó Ronica.

Cuando Rache asintió, Ronica le preguntó:

—¿Porqué?

Rache se encogió de hombros.

—Algunos dicen que ella también fue esclava en su día, a pesar de que no lleve tatuaje. Lleva un aro en una de sus orejas, ya sabes, uno de esos aros que los esclavos de Chalaza se compran y llevan cuando se ganan su libertad. Una vez le pregunté si había comprado su libertad o si le venía de su madre. En un primer momento guardó silencio, y luego dijo que había sido un regalo de su amor verdadero. Cuando le pregunté a Ámbar por qué nos ayudaba, dijo sencillamente que tenía que hacerlo; que, por motivos personales, era importante para ella.

»Una vez, un hombre se enfadó mucho con ella. Le dijo que era fácil jugar a arriesgarse, y a agitar a las masas. Dijo que podía ponernos a todos en grave peligro, y luego desaparecer. Que su tatuaje podía quitarse, pero los nuestros no. Ámbar lo miró a los ojos y le dio la razón. Después, el hombre le exigió que le dijera por qué hacía esas cosas, porque si no, no confiaría más en ella. Fue muy extraño. Se sentó sobre sus rodillas, se quedó muy quieta, y guardó silencio durante un momento. Luego, se rió muy fuerte, y dijo: «Soy una visionaria. He sido enviada para salvar el mundo».

Rache sonrió para sí misma. Se hizo el silencio, mientras Ronica la miraba, con los ojos grandes como platos. Después de un momento, Rache ladeó la cabeza y comentó:

—Eso hizo que muchos de nosotros nos riéramos. La mayoría estaba apoyada sobre una de las fuentes de lavar la ropa, haciendo una colada que no era suya. Tú me habías enviado a comprar algo al pueblo, y yo me había parado a charlar allí. En ese día tan soleado, con sus palabras y con sus ideas, Ámbar nos hizo sentir que podíamos volver a tomar las riendas de nuestra vida. Todos pensaron que lo que dijo acerca de salvar el mundo era tan solo una broma. Pero el modo en que se rió... Siempre he pensado que se rió porque sabía que no pasaría nada si nos contaba la verdad, dado que nadie iba a creérsela.

***

Ronica caminó hasta la Explanada de los Mercaderes. No contaba con que Serilla le fuera a proporcionar un medio de transporte. Salió pronto de casa de Davad, no solo para tener tiempo de ir andando, sino también para llegar de las primeras. Esperaba poder hablar individualmente con cada comerciante, según fueran llegando, e ir sondeándolos, para saber lo que pensaban que debía hacer el Consejo. El camino no era fácil, ni seguro. Rache quiso acompañarla, pero Ronica le insistió para que se quedara en casa. No tenía sentido que se arriesgaran las dos. La antigua esclava no sería admitida en la reunión de los mercaderes del Mitonar, y Ronica no iba a pedirle que se quedara esperando fuera, en la oscuridad. Ronica, a su vez, confiaba en que alguien la llevaría a casa cuando acabara el encuentro. Mientras caminaba, el viento gélido del otoño azotaba su rostro, y lo que veía por los caminos le encogía el corazón.

No llegó hasta el centro de la ciudad, porque la explanada había sido construida sobre una colina de las afueras, desde la que se veía todo el Mitonar. Pasó por delante de muchas fincas de comerciantes. Donde antes se veían verjas abiertas y carruajes saliendo a las carreteras, ahora había barricadas y, con frecuencia, hombres armados que vigilaban las puertas cerradas. Ningún hogar estaba a salvo de ladrones y maleantes. Los guardias observaron cómo se alejaba, con miradas llenas de agresividad. Ninguno de ellos la saludó, ni siquiera con un gesto de la cabeza.

Ronica fue la primera en llegar a la reunión del Consejo. La propia explanada había sufrido tanto como el Mitonar. Este antiguo edificio era más que una simple estructura donde se reunían los mercaderes. Era el símbolo de su unidad, un corazón que latía, y les daba fuerza. Sus muros de piedra no podían quemarse, pero el tejado sí; de hecho, ya había habido intentos de prenderle fuego. Ronica se quedó observando el tejado durante un momento, consternada. Después de eso, se preparó para todo lo que pudiera venírsele encima, y subió los escalones. Alguien había destrozado las puertas. Observó la sala, a través del marco, con cautela. Solo se había quemado una esquina del tejado, pero el olor del humo se mezclaba con la humedad del ambiente, con lo que toda la sala apestaba. La tenue luz del atardecer se filtró por la brecha del tejado, e iluminó la sala vacía. Ronica se abrió paso a través de la puerta, y avanzó con sumo cuidado. Hacía frío dentro de la sala. En las paredes, todavía colgaba alguna de las decoraciones del baile de verano, mecida por el viento que se colaba en la sala. Las guirnaldas se habían ido rompiendo, hasta no quedar de ellas más que desnudas ramas en los arcos de la puerta, y hojas podridas en el suelo. Las mesas, las sillas y el escenario que habían montado seguían en su sitio. En algunas mesas quedaban incluso algunos platos y cubiertos, aunque la mayoría habían sido robados. Ramos de flores marchitas yacían junto a jarrones rotos. La consternación crecía en el interior de Ronica. ¿Dónde se suponía que estaban los que tenían que acomodar la sala para la reunión? ¿Qué había sido de los mercaderes encargados de limpiar y poner orden? ¿Acaso habían abandonado todas sus responsabilidades, excepto la de cuidar de sí mismos?

Durante un rato, se dedicó a esperar, sencillamente, en la fría y oscura sala. Luego, el caos y el desorden comenzaron a minar su calma. Cuando Ephron y ella eran jóvenes, se habían ocupado alguna vez de mantener la sala siempre en orden y dispuesta para las reuniones. Casi todos los jóvenes matrimonios de mercaderes habían hecho ese trabajo. Recordó que Davad y Dorill lo habían hecho junto a ellos, y el corazón le dio un vuelco. Llegaban los primeros a las reuniones del Consejo, para encender las velas y las lámparas de aceite, y se iban los últimos, para abrillantar los bancos de madera, y barrer el suelo. Lo recordaba como una tarea agradable que habían llevado a cabo en compañía de otras jóvenes parejas de mercaderes. Al rememorar aquellos tiempos, se emocionó.

Encontró las escobas, las velas, y las lámparas de aceite allí donde siempre las habían guardado. Se animó un poco al ver que el armario donde las guardaban no había sido saqueado. Esto significaba que los demás robos habían corrido a cargo de esclavos o de nuevos comerciantes, ya que cualquier familia de viejos mercaderes habría sabido lo que había en el armario.

Lo primero que necesitaba era luz. Se subió a una silla para colgar y encender las lámparas de pared. Sus llamas parpadearon con la brisa, e iluminaron con más claridad las hojas caídas y toda la porquería que se había acumulado tras los desprendimientos del tejado carbonizado. Recogió los restos de vajilla esparcidos por la sala, los puso dentro de un barreño, y los dejó a un lado, para que pudieran ser lavados. Descolgó de las paredes las banderas húmedas y las guirnaldas desnudas, y las acumuló en una esquina. La escoba que escogió parecía poca cosa para limpiar toda la basura del suelo, pero se armó de valor y empezó con la tarea. Decidió, de repente, que le venía bien el esfuerzo físico. Durante ese ratito, al menos, podría apreciar los resultados de sus esfuerzos y de su tenacidad. Se dio cuenta, mientras barría rítmicamente líneas enteras de basura, que estaba canturreando la vieja canción de la escoba. Casi podía oír, entonando aquel refrán repetitivo, el dulce timbre de soprano de Dorill.

El ruido de la escoba cubrió el de los pasos. Solo se dio cuenta de que los demás habían llegado cuando otras dos mujeres se unieron a sus esfuerzos. Se asustó, y dejó de barrer para echar una ojeada a su alrededor. Había un grupo de mercaderes en la entrada. Algunos, con los hombros hundidos, le dedicaron miradas derrotistas a Ronica; otros, en cambio, se abrieron paso entre aquellos que solo observaban. Dos hombres entraron con los brazos cargados de leños. Un grupo de jóvenes ayudó a descolgar las banderas mugrientas, y a retirarlas de la habitación. De repente, la gente empezó a entrar en cascada dentro de la sala, como un montón de escombros que hubieran cedido ante la fuerza del agua. Algunos empezaron a mover bancos y sillas hasta obtener la configuración adecuada para una reunión del Consejo. Trajeron más lámparas, y el rumor de las conversaciones empezó a invadir la sala. La primera vez que alguien se rió fuerte, todos callaron durante un instante, como asustados ante un sonido que se les había vuelto tan poco familiar. Enseguida, reanudaron las conversaciones, y a Ronica le pareció que estaban más animados que otras veces.

Ronica miró a su alrededor, a sus vecinos y amigos. Los que se encontraban ahí eran los descendientes de los colonos que habían llegado, hacía tiempo, a las Orillas Malditas, con poco más que la promesa de unas tierras y una Carta escrita por el sátrapa Esclepius. Antes de eso, sus antepasados habían sido unos marginados, unos fuera de la ley. Como tenían pocas esperanzas de hacer fortuna en Jamaillia, habían ido a probar suerte a las Orillas Malditas, a pesar del terrorífico nombre que portaban. Los primeros asentamientos habían fracasado, inundados por las aguas pantanosas que parecían llegar del río Pluvia. A partir de entonces, se habían ido alejando, cada vez más, de la «prometedora» vega del río, hasta que se habían establecido aquí, en Bahía Comercio.

Algunos de sus parientes se habían quedado allí, afrontando la extraña existencia que deparaba la vega del río Pluvia. El río marcó a los que vivieron en sus orillas, pero ningún mercader olvidó nunca que eran todos parientes, y que todos se encontraban ligados por la misma carta fundacional. Por primera vez desde la noche del asesinato de Davad, Ronica volvió a sentir ese vínculo. Cada rostro al que saludaba parecía más alegre, más viejo también, pero más vital que la última vez que lo había visto. Algunos mercaderes vestían con los colores de sus familias, pero muchos de ellos llevaban sus ropas de diario. Era evidente que no había sido la única en ser víctima de un robo. Cuando todos hubieron llegado, no tardaron en dejar la sala preparada para la reunión, gracias a esa vitalidad que siempre los había caracterizado. Pese a las adversidades, su fortaleza de espíritu había prevalecido en el pasado, y volvería a hacerlo ahora. Se apoyó en eso, a pesar de ir comprobando, con tristeza, que muy poca gente la saludaba. Unos pocos le dirigieron murmullos de agradecimiento, e intercambió algunas impresiones con los que se ocupaban de su misma tarea, pero nadie buscó entablar con ella una verdadera conversación. Lo más desalentador fue que nadie le preguntó por Malta ni por Keffria. No esperaba que le dieran el pésame por la muerte de Davad, pero, ahora, se estaba dando cuenta de que el conjunto de los acontecimientos de aquella noche se había vuelto un tema tabú.

Llegó un momento en que habían dejado la sala tan limpia como lo habrían hecho unos profesionales de la limpieza. Los miembros del Consejo empezaron a tomar asiento en sus correspondientes escaños, mientras los representantes de las familias ocupaban los bancos y las sillas. Ronica se sentó en la tercera fila. A pesar del golpe que le supuso que nadie se sentara a su lado, mantuvo el tipo. Cuando miró hacia atrás, por encima de su hombro, se asustó al comprobar el gran número de asientos que seguían vacíos. ¿Dónde estaban todos? ¿Muertos, huidos, o demasiado asustados como para salir de sus casas? Dirigió la vista hacia las cabezas del Consejo, vestidos con togas blancas, y luego se fijó en que se había añadido un escaño. Y lo que era aún peor, en vez de comenzar ya con la orden del día, el Consejo estaba esperando a que ese escaño fuera ocupado.

De repente, se hizo el silencio. Ronica giró la cabeza, y vio que la compañera Serilla hacía su entrada. El mercader Drur la estaba escoltando hasta su asiento, pero no la llevaba del brazo. De hecho, Serilla caminaba medio paso por delante de él. Como una auténtica pava real, atraía todas las atenciones, con su vestido largo y sus vistosas perlas. Además, llevaba un mantón escarlata, adornado de pieles blancas, que iban barriendo el sucio suelo tras su paso. Se había hecho un recogido en el pelo, sujetado con horquillas de perlas. Más perlas adornaban su pecho, y brillaban en los lóbulos de sus orejas. Tanta ostentación ofendió a Ronica. ¿Acaso no veía que algunos de los presentes habían perdido casi todo lo que poseían? ¿Por qué hacía ostentación de su riqueza delante de ellos?

***

Mientras caminaba con cuidado hasta el pasillo que conducía a su escaño, en el centro de la ruinosa sala, Serilla podía oír el latido de su corazón. El lugar apestaba a humedad y a podredumbre. También hacía frío. Estaba encantada con el mantón que había escogido dentro del armario de Kekki. Durante todo el trayecto, mantuvo el mentón elevado, y una falsa sonrisa en la boca. Ella representaba el poder legítimo del Mitonar. Elevaría la satrapía de Jamaillia hasta niveles de dignidad y de nobleza nunca conocidos por Cosgo. Los impresionaría con su serenidad, mientras la riqueza de su vestimenta les recordaba lo elevado de su estatus. Eso era algo que recordaba del viejo sátrapa. Siempre que se le presentaba una sesión de negociaciones difícil, acudía vestido con sus mejores galas, y se mostraba muy tranquilo. Una buena imagen daba seguridad.

Detuvo a Drur al pie de los escalones, con un pequeño gesto de la mano. Emprendió sola el ascenso hasta la elevada fila de escaños. Se dirigió hasta el asiento que habían dejado libre para ella. Sintió una leve irritación al comprobar que su escaño no estaba tan elevado como los demás, pero tendría que conformarse. Aun así, se quedó de pie, en silencio, delante de su asiento, hasta que todos los hombres sentados en esa fila se dieron cuenta de que se sentía ofendida. Esperó a que todos se levantaran para sentarse ella. A continuación, les indicó con un gesto de la cabeza que podían sentarse ellos también. Aunque los asistentes habían cometido la negligencia de no levantarse cuando había entrado, les dedicó también un gesto con la cabeza, dando a entender que los perdonaba.

Sin alzar la voz, le dijo al mercader Dwicker, líder del Consejo del Mitonar:

—Puede comenzar.

Se sentó, mientras él murmuraba una breve oración a Sa, rogándole que les enviara la sabiduría necesaria para afrontar este periodo de incertidumbres. A continuación, se hizo el silencio. Serilla dejó que se alargara. Quería estar segura de que le dedicarían toda su atención, cuando fuera a dirigirse a ellos. Sin embargo, para su sorpresa, el mercader Dwicker se aclaró la garganta, y se dispuso a tomar la palabra. Miró los rostros vueltos hacia él, y sacudió, despacio, la cabeza.

—Apenas sé por dónde empezar —dijo con toda franqueza—. Nos enfrentamos a demasiados desórdenes y enfrentamientos. A demasiadas necesidades. Desde que la compañera Serilla aceptó esta reunión y fijamos su fecha, me han llovido sugerencias de asuntos que tenemos que poner a punto. Nuestra ciudad, nuestro Mitonar... —La voz del hombre se quebró por un instante. Se aclaró la garganta y recuperó su aplomo—. Nunca antes nuestra ciudad había sido tan atacada por fuerzas internas y externas. La única solución que tenemos es la de mantenernos unidos, como siempre hemos hecho, como se mantuvieron nuestros antepasados antes que nosotros. Con esta idea en mente, el Consejo se ha reunido en privado y ha tomado algunas medidas preliminares que me gustaría comentar. Creemos que han sido redactadas para el beneficio del Mitonar en su conjunto. Os las presentamos, y requerimos vuestra aprobación.

Serilla hizo un esfuerzo por no fruncir el ceño. No la habían avisado de nada de eso. ¿Habían ideado una estrategia de reconstrucción sin contar con ella? Le costó mantener la boca cerrada, pero esperó a que le llegara el turno.

—Por dos veces, a lo largo de nuestra historia, hemos impuesto una moratoria sobre las deudas y las hipotecas. La aplicamos cuando el Gran Incendio dejó a tantas familias sin hogar, y de nuevo durante los dos años de sequía. Es necesario que la apliquemos ahora por tercera vez. Los contratos y deudas seguirán acumulando intereses, pero ningún comerciante deberá confiscar la propiedad de otro comerciante, ni presionarlo en los pagos de ninguna deuda, hasta que el Consejo levante esta moratoria.

Serilla observó sus rostros. La sala se llenó del murmullo de las conversaciones, pero nadie planteó ninguna objeción. Esto la sorprendió. Había considerado que muchos de los saqueos se habían debido a ese oportunismo. ¿Pretendían los mercaderes desmarcarse ahora de eso?

—En segundo lugar, cada familia de mercaderes tendrá que doblar el número de días que dedica a trabajos sociales, y no podrá venderse esa responsabilidad de unas familias a otras. Cada mercader y cada miembro de una familia de mercaderes, que sea mayor de quince años, tendrá que cumplir personalmente con esa obligación. Se sortearán las tareas, pero nuestros esfuerzos se concentrarán prioritariamente en el puerto, en los muelles, y en las calles de la ciudad, para que pueda restablecerse la actividad comercial.

De nuevo, se hizo un breve silencio. De nuevo, nadie protestó. Un leve movimiento por parte de otro miembro del Consejo atrajo la atención de Serilla. Observó el pergamino que tenía delante, en el que había escrito: «aprobado por unanimidad». Entonces, ¿ese silencio significa que estaban todos de acuerdo?

Miró a su alrededor, sin acabar de creérselo. Algo estaba ocurriendo allí, en esa habitación. Esas gentes estaban tomando decisiones, y recuperando la unidad que necesitaban para comenzar de nuevo. Le habría llegado al corazón, de no ser porque lo estaban haciendo sin contar con ella. Mientras dejaba que su mirada revoloteara sobre los asistentes, vio como algunos se quedaban muy serios. También vio a padres chocando las manos con sus hijos, y entre ellos. Algunos hombres y mujeres jóvenes habían asumido determinadas expresiones en sus rostros. Luego, los ojos de la compañera se clavaron en Ronica Vestrit. La anciana, con su vestido gastado y el chal de la mujer de Davad, estaba sentada en una de las primeras filas. Su penetrante mirada de halcón, radiante de satisfacción, apuntaba hacia Serilla.

El mercader Dwicker siguió hablando. Pidió que se presentara un joven voluntario para la reserva de la Guardia de la ciudad, y recordó los límites del área controlada por guardias. Dentro de esa área, se instaba a los mercaderes a que reanudaran su actividad comercial con normalidad, para que pudieran reanudarse los necesarios intercambios. Serilla comenzó a entender su patrón de conducta. Querían restaurar el orden en una parte de la ciudad, para intentar devolverla a la vida, y esperaban que esa regeneración se fuera expandiendo.

Una vez que hubo terminado con su lista, Serilla pensaba que Dwicker le cedería la palabra. En lugar de eso, una veintena de mercaderes se levantaron y guardaron silencio mientras esperaban a que se les diera permiso para hablar.

Ronica Vestrit estaba entre ellos.

Cuando se levantó, Serilla los asustó a todos, e incluso se asustó a sí misma. De repente, todas las miradas se volvieron hacia ella. Todo lo que había planeado decir se le fue de la cabeza. Lo único que tenía claro era que, de alguna manera, tenía que reafirmar el poder del sátrapa y asentar el suyo propio. Tenía que evitar que Ronica Vestrit hablara. Después de hablar con Roed Caern, antes de entrar en la sala, pensaba que tenía asegurado el silencio de Ronica. Pero, de pronto, al sentir la confianza con la que los mercaderes del Mitonar habían comenzado a autogobernarse, tuvo poca fe en las posibilidades de Roed. Se había quedado asombrada al ver que los congregados se iban, sencillamente, turnando el poder. Si Ronica intentaba hacerse escuchar, Roed sería tan inofensivo como un gatito en el camino de un carruaje.

No esperó a que el mercader Dwicker le cediera la palabra. Había sido una inconsciente al dejar que incluso abriera la reunión. Tendría que haber tomado el control de la situación desde el principio. Así que ahora estaba mirándolos sucesivamente a todos, asintiendo con la cabeza y sonriendo, hasta que aquellos que estaban tranquilamente de pie volvieron a sentarse. Se aclaró la garganta.

—Este es un día glorioso para Jamaillia —anunció—. El Mitonar ha sido considerado como una joya resplandeciente en la corona de la satrapía, y eso es lo que es. En medio de la adversidad, el pueblo del Mitonar no ha caído en la anarquía ni en el desorden. En vez de eso, habéis resurgido todos unidos de las ruinas, y sacado adelante a la civilización de la que descendéis.

Siguió hablando, más y más, intentando imprimirle a su voz un timbre patriótico. En un momento, avanzó hasta el escaño del mercader Dwicker, y cogió el pergamino, antes de que el comerciante pudiera impedírselo. Le dedicó los mayores elogios, y añadió que la propia Jamaillia hundía sus raíces en un sentido de la responsabilidad cívica similar al del Mitonar. Dejó que su mirada se paseara entre la multitud, en un intento por dar mayor credibilidad a sus palabras. Pero, en lo más profundo de su corazón, se preguntaba si alguno se lo estaría creyendo. Siguió hablando, más y más. Se inclinó hacia ellos, los miró directamente a los ojos, y puso todo el fervor del creyente en sus palabras. Durante todo ese tiempo, le temblaba el corazón. No necesitaban del sátrapa ni de la satrapía para gobernarse. No la necesitaban. Y una vez que se dieran cuenta de ello, estaría acabada. Todo el poder que creía haber juntado desaparecería, y se convertiría en una mujer desamparada y vulnerable en una tierra extranjera. No podía dejar que eso pasara.

Cuando empezó a secársele la garganta, y su voz comenzó a vibrar, buscó desesperadamente una conclusión a su intervención. Inspiró profundamente, y declaró:

—Esta noche, habéis comenzado admirablemente la sesión. Ahora mismo, está cayendo la noche y la oscuridad se está cerniendo sobre la ciudad. No debemos olvidar que todavía hay nubes negras que nos acechan. Volved a la seguridad de vuestros hogares. Manteneos ahí, bien a salvo, y esperad a que os enviemos a donde puedan ser más útiles vuestros esfuerzos. En nombre del sátrapa, vuestro legislador, os felicito y os agradezco el sentido común del que habéis hecho gala. Esta noche, mientras volváis a vuestros hogares, os pido que penséis en él. Si no fuera por el complot que se urdió contra él, esta noche estaría aquí en persona. Os desea lo mejor.

Cogió aire, y se giró hacia el mercader Dwicker.

—A lo mejor le gustaría pronunciar una última oración de agradecimiento a Sa, antes de que nos dispersemos.

Se puso en pie, frunciendo el ceño. Serilla le sonrió, para animarlo, y vio como perdía la batalla. Se volvió hacia la asamblea de comerciantes, y tomó aire antes de comenzar.

—Consejo, me gustaría hablar antes de que nos despidamos. Pido que sea considerado el asunto de la injusta muerte de Davad Restart. —Era Ronica Vestrit.

El mercader Dwicker se quedó asombrado. Durante un momento, Serilla pensó que estaba completamente perdida. Luego, con tranquilidad, Roed Caern se levantó.

—Consejo, sostengo que Ronica Vestrit no tiene autoridad para hablar aquí. Ya no es la representante de su familia, y menos aún de la de Restart. Decidle que se siente. Si este asunto no es levantado por un mercader que tenga plenos poderes en esta sala, el Consejo no tiene por qué examinarlo.

La anciana permaneció en pie, resistiendo, con las mejillas encendidas. Controló su rabia, y habló muy claro.

—La representante de mi familia no puede hablar en nuestro nombre. Los intentos de agresión contra mi familia la han obligado a esconderse, a ella y a los niños. Aun así, pido la palabra.

Dwicker cogió aire para hablar.

—Ronica Vestrit, ¿tienes una autorización escrita por Keffria Vestrit para hablar en su nombre en el Consejo?

Seis latidos de corazón. Luego:

—No, señoría, no la tengo —admitió Ronica.

Dwicker hizo esfuerzos por contener su alivio.

—Entonces, de acuerdo con nuestras leyes, me temo que no podemos oírte esta noche. Solo un miembro de cada familia puede ser designado representante. La voz y el voto son para ese representante. Si consigues una autorización y vuelves la próxima vez que nos reunamos, entonces puede que oigamos lo que tienes que decir.

Ronica se hundió poco a poco en su asiento. Pero el alivio de Serilla no duró mucho. Otros mercaderes se levantaron, y Dwicker fue presentándolos uno por uno. Un mercader se levantó para preguntar si el muelle número siete podía ser reparado el primero, ya que era donde mejor se podían amarrar los barcos grandes. Rápidamente, la idea fue respaldada por otros y, de inmediato, unos cuantos hombres se presentaron voluntarios para hacerse cargo de la tarea.

Las propuestas se fueron sucediendo, las unas detrás de las otras. Algunas hacían referencia a asuntos públicos, otras a asuntos privados. Un mercader se levantó para ofrecer techo en su propia casa a cualquiera que quisiera ayudarlo a hacer pequeñas reparaciones y a vigilarla de noche. Enseguida obtuvo tres voluntarios. Otro tenía rebaños de bueyes, pero se estaba quedando sin comida que darles. Quería cambiar su fuerza de trabajo por comida, para mantenerlos vivos. También él recibió algunas ofertas. La noche fue avanzando más y más, pero los mercaderes no mostraron intenciones de querer marcharse a sus casas. Ante los ojos de Serilla, el Mitonar estaba volviendo a componer su unidad. Ante los ojos de Serilla, se marchitaban sus esperanzas de obtener poder e influencia.

Ya casi había dejado de escuchar las intervenciones cuando un mercader se levantó, lúgubre, y preguntó:

—¿Por qué nadie nos ha contado lo que desencadenó todo este desastre? ¿Qué ha pasado con el sátrapa? ¿Se sabe ya quién está detrás del complot contra su persona? ¿Hemos contactado con Jamaillia para explicarles nuestra situación?

Se alzó otra voz.

—¿Tiene Jamaillia constancia de nuestra situación? ¿Han ofrecido mandar naves y hombres para ayudarnos a expulsar a los chalazos?

Todos los rostros se giraron hacia ella. Peor aún, el mercader Dwicker hizo un pequeño gesto para animarla a tomar la palabra. Ordenó rápidamente sus pensamientos, mientras se levantaba.

—No sería prudente hablar mucho de ello —comenzó—. No existe modo alguno de enviar rápidamente un mensaje a Jamaillia sin riesgo de que sea interceptado. Tampoco sabemos quién es leal y de fiar, allí. Por ahora, es mejor no compartir con nadie el secreto de la localización del sátrapa. Ni siquiera con Jamaillia. —Les sonrió cálidamente, como si estuviese segura de que lo comprendían.

—La razón por la que lo pregunto —prosiguió el mercader, midiendo bien sus palabras— es porque ayer recibí una paloma desde Casárbol que me avisaba de que iban a retrasarse los pagos que esperaba por algunas mercancías que mandé allá arriba. El mensaje decía que había habido un terremoto, y de los gordos. No estaban seguros del daño que había ocasionado, pero dijeron que era probable que el Kendry tuviera retraso. —El hombre encogió un hombro huesudo—. ¿Estamos seguros de que no le ocurrió nada al sátrapa?

Durante un momento, su lengua no pudo seguir el flujo de sus pensamientos. Entonces, Roed Caern se levantó, con elegancia, para pedir la palabra.

—Mercader Ricter, creo que no deberíamos especular con estas cosas, y menos aún dejar correr los rumores. Seguro que, de haber ocurrido algo, habríamos sido informados. Propongo que, por el momento, dejemos estar las cuestiones relativas al sátrapa. Está claro que su seguridad es más importante que nuestra frívola curiosidad.

Hizo un gesto de burla, dejando un hombro un poco más alto que el otro. Se dio la vuelta mientras hablaba, convencido, de alguna manera, tanto de su encanto como de su arrogancia de felino astuto. No empleó palabras amenazantes, pero dio a entender que quien hiciera más preguntas sobre el sátrapa lo estaría desafiando. Leves murmullos de intranquilidad se expandieron alrededor de él. Se tomó su tiempo antes de volver a sentarse, como si les estuviera dejando tiempo a todos para que consideraran sus palabras. Nadie volvió a sacar el tema del sátrapa.

Después de aquello, se levantaron unos cuantos mercaderes más para plantear asuntos menores como buscar voluntarios para mantener el alumbrado de las calles, pero el sentimiento general decía que la reunión había llegado a su fin. Cuando un hombre vestido con una toga azul oscura se levantó, en una esquina, Serilla se movía entre la decepción y el alivio.

—Grag Tenira, hijo de mercader —anunció, al ver que el mercader Dwicker tenía dudas con su nombre—. Y yo sí que tengo una autorización escrita y firmada, para representar a mi familia. Represento a Tomie Tenira.

—Habla, entonces —autorizó Dwicker.

El hijo de mercader vaciló, y luego cogió aire.

—Sugiero que designemos a tres mercaderes para que consideren el asunto de la muerte del mercader Restart, y la utilización de su propiedad. Es un asunto que me incumbe, en tanto que Restart debía dinero a la familia Tenira.

Roed Caern volvía a estar de pie, esta vez con demasiada prontitud.

—¿No tienes una manera mejor de emplear tu tiempo? —preguntó—. Todas las deudas acaban de ser suspendidas indefinidamente. Eso es lo que se ha acordado al principio de esta reunión. Además, ¿cómo puede ser que la manera en que un hombre ha muerto afecte a sus deudas?

Grag Tenira no dio la impresión de dejarse desanimar por ese razonamiento.

—Una herencia no es una deuda, creo yo. Si la propiedad ha sido confiscada, tendremos que olvidarnos de recuperar lo que se nos debe. Pero si la propiedad ha de ser heredada, entonces nos interesa saberlo, y ver cómo pasa a manos de un heredero antes de que acabe completamente... vacía. —«Vacía» fue la palabra que utilizó, pero su tono de voz inducía a pensar «saqueada».

Serilla no pudo controlar el rubor de sus mejillas. De repente, se le secó la boca, y no pudo hablar. Esto era mucho peor que ser ignorada: acababan de acusarla de ser una ladrona.

El mercader Dwicker no pareció notar su angustia. Ni siquiera pareció darse cuenta de que le tocaba contestar a ella. En vez de eso, se sentó de nuevo en su silla y dijo, muy serio:

—Una comisión de investigación de tres mercaderes me parece una demanda razonable, sobre todo cuando ya ha habido otro miembro de una familia de mercaderes que ha expresado su interés por el tema. ¿Podrían levantarse algunos voluntarios que no tengan ninguna conexión con este asunto?

Solo con decirlo, ya estaba hecho. Serilla no reconoció siquiera los nombres de aquellos que Dwicker eligió. Uno era un anciano con la cara cosida que se apoyaba sobre un bastón; otra, una mujer joven, sin ningún estilo en el vestir, que llevaba a un niño entre sus brazos. ¿Cómo se suponía que iba a influenciar a personas así? Sintió como si menguara en su asiento, como si una ola de derrota y de vergüenza se abatiera sobre ella. La vergüenza la embargó con asombrosa intensidad, e introdujo la desesperación en sus pensamientos. De algún modo, todo estaba conectado. Este era el poder que los hombres podían arrebatarle. Le echó una repentina ojeada al rostro de Ronica Vestrít. Quedó horrorizada, al ver que había compasión en los ojos de la anciana. ¿Se había hundido tanto que incluso sus enemigas se compadecían de ella mientras caía en picado? De repente, sintió un zumbido en sus oídos, como una amenaza, y la sala, a su alrededor, se fue oscureciendo.

***

Ronica se sentó y guardó silencio. Iban a hacer por Grag Tenira lo que no harían por ella. Investigarían la muerte de Davad. Eso, se dijo a sí misma, era lo que importaba.

La palidez repentina de la compañera la sacó de sus pensamientos. ¿Estaría fingiendo? De algún modo, sentía lástima por ella. Era una extraña en este lugar, y se había visto envuelta en todo este revuelo, sin poder desentenderse de ello. Más allá de eso, parecía sobrepasada por su papel de compañera. Ronica había sentido como, en un momento, habían estado más a favor de Serilla, pero eso se había roto en alguna otra parte. Aun así, era difícil sentir lástima por una persona que estaba tan obsesionada con obtener y mantener el poder a toda costa.

Ronica apenas se dio cuenta de que habían terminado, de tan absorta que estaba observando a Serilla. Parecía tan pequeña y tan frágil entre el resto de los mercaderes.

El mercader Dwicker pronunció una última oración para Sa, en la que, por un lado, pedía fuerza, y por el otro, le agradecía la supervivencia de todos ellos. Las voces que repetían la oración eran más firmes que las que se habían sumado a la oración de apertura. Era buena señal. Todo lo que había ocurrido ahí esa noche había sido bueno para el Mitonar.

La compañera Serilla se marchó, no con el mercader Drur, sino del brazo de Roed Caern. El alto y apuesto hijo de comerciante estaba radiante, mientras la escoltaba por la sala de reuniones. Alrededor de Ronica, algunas cabezas se volvieron para verlos marchar. Casi parecían una pareja al borde de la separación. A Ronica no le gustó ver la ansiedad en el rostro de la compañera. ¿Estaba Roed Caern presionándola de algún modo?

Ronica no tuvo el descaro de apresurarse tras ellos y pedirles que la llevaran a casa, a pesar de que le hubiera encantado escuchar lo que iba a pasar entre ellos en el carruaje. En lugar de eso, se estremeció al pensar en el largo paseo de vuelta hasta la casa de Davad mientras se envolvía bien en el chal de Dorill. Era una fría noche de otoño. La carretera estaría oscura, y en mal estado, y los peligros serían más terribles que los del Mitonar que había conocido en el pasado. Bueno, no podía hacer nada para cambiar eso. Cuanto antes se marchara, antes llegaría.

En el exterior, una gélida brisa le provocó un escalofrío. Otras familias estaban montando en carruajes y vagones, o caminando en grupos, con linternas, y armados con palos. No había pensado en llevarse nada de eso. Comenzó a bajar por las escaleras, mientras se regañaba a sí misma por su falta de previsión. Cuando llegó abajo, una silueta emergió de las sombras y le tocó el brazo. Pegó un grito, asustada.

—Pido perdón —dijo de inmediato Grag Tenira—. No quería asustarte. Solo quería saber si tenías un transporte seguro para volver a casa.

Ronica se rió, a sacudidas.

—Te agradezco el interés, Grag. Ya ni siquiera tengo un hogar seguro al que acudir. Ni otro medio de transporte que mis dos pies. He estado viviendo en casa de Davad, desde que la mía ha sido desvalijada. Mientras he estado allí, he intentado seguir la pista de los negocios de Davad con los nuevos mercaderes. Estoy convencida de que, si la compañera quisiera prestarme su atención, se daría cuenta de que Davad no era un traidor. Y yo tampoco.

Las palabras le salían a borbotones. Aunque un poco tarde, consiguió controlar su lengua. Grag la había escuchado con seriedad, y asintiendo a lo que decía. Cuando se calló, le ofreció:

—Si la compañera no va a prestarte su atención, yo y algunos otros sí lo haremos. Aunque dudaba de la lealtad de Davad Restart, nunca cuestioné la lealtad de la familia Vestrit hacia el Mitonar, pese a que estuvierais algo metidos en el comercio de esclavos.

Ronica tuvo que agachar la cabeza y morderse la lengua, porque aquello era cierto. Puede que no fuera culpa suya, pero su nao familiar había servido para el comercio de esclavos. Y por eso la habían perdido.

Cogió aire.

—Estaría encantada de enseñarte los archivos, a ti, y a todos los que estuvieran interesados. He oído que Mingsley, de los nuevos comerciantes, ha estado proponiendo una tregua. De acuerdo con su larga trayectoria de negocios con Davad, me pregunto si no estaba intentando convencer a viejos mercaderes de su manera de ver las cosas.

—Me gustaría mucho ver los archivos. Pero, esta noche, me gustaría aún más verte sana y salva, donde quiera que estés alojada. No tengo carruaje, pero puedo subir a dos personas en el lomo de mi caballo, si no te importa montarlo.

—Te estaría muy agradecida. Pero ¿por qué?

—¿Por qué? —Grag pareció asustado ante tal pregunta.

—¿Por qué? —Ronica se armó del valor de una anciana que ya no se preocupa de las formalidades, ni de la cortesía—. ¿Por qué te preocupas en saber cómo estoy? Mi hija Althea te ha rechazado. Ahora mismo, mi reputación en el Mitonar está por los suelos. ¿Por qué probar suerte asociándote conmigo? ¿Por qué presionar para que las causas de la muerte de Davad sean investigadas? ¿Cuáles son tus motivaciones, Grag Tenira?

Durante un momento, agachó la cabeza. Luego, cuando levantó el rostro, una antorcha cercana iluminó sus ojos oscuros, y perfiló sus rasgos. Mientras esbozaba una sonrisa triste, Ronica se preguntó cómo Althea podía haberse negado a entregarle su corazón a un hombre así.

—Me haces una pregunta directa, y voy a contestarte con la verdad. Yo mismo me siento parcialmente responsable de la muerte de Davad, y de la penosa situación que vivisteis aquella noche. No por lo que hice, sino por lo que no logré hacer. Y, en cuanto a Althea... —De repente sonrió abiertamente—. Puede que no haya desistido tan fácilmente. Y puede que me gane su corazón si soy amable con su madre. —Le entró la risa—. Sa no ignora que he probado con todo lo demás. Puede que la llave de su corazón sean unas buenas palabras de tu parte. Ven. Mi caballo está por aquí.