—No m'importa recibí una paliza cuando m'la merehco. Pero ehta vé no ha sío así. No hice ná malo.
—La mayoría de las palizas que he recibido a lo largo de mi vida me llegaron precisamente de esta manera. Sin hacer nada malo, pero tampoco haciendo nada bueno —comentó Althea, con imparcialidad. Levantó la barbilla de Clave con dos dedos, y orientó su rostro hacia la tenue luz del día—. Chico, no es gran cosa. Un labio partido y una mejilla amoratada. Se te habrá pasado en menos de una semana. No es como si te hubiera roto la nariz.
Clave se alejó de ella, resentido.
—L'habría hecho si yo no l'hubiera vihto vení.
Althea le dio una palmada en el hombro al tripulante.
—Pero lo viste venir. Porque eres rápido y fuerte. Y eso es lo que te convierte en un buen marinero.
—¿Crees que ehtuvo bien lo que m'hizo?—preguntó con enfado.
Althea respiró profundamente. Endureció su corazón y su voz para responder fríamente.
—Pienso que Lavoy es el jefe, que tú eres un tripulante, y yo la segunda de a bordo. El bien y el mal no entran en esto, Clave. Ten un poco más de espíritu la próxima vez. Y sé lo suficientemente inteligente como para andar lejos del jefe si está malhumorado.
—Siempre ehtá malhumorao —observó Clave con resentimiento.
Althea ignoró su comentario. Todos los marineros tenían derecho a quejarse del primer oficial, pero no podía permitir que Clave pensara que ella tomaría cartas en el asunto. No había presenciado el incidente, pero había oído el relato de la ultrajada Ámbar. Ella estaba arriba, en el aparejo. Para cuando bajó, Lavoy se había llevado su cólera a otra parte. Althea se alegraba de que el primero de a bordo y la carpintera de la nave no se hubieran encontrado. A pesar de todo, la antipatía que Ámbar y Lavoy sentían el uno por el otro se había intensificado. El tortazo que Lavoy le había propinado a Clave había hecho volar al muchacho, y todo porque la cuerda que había estado enrollando no estaba como el jefe pensaba que habría debido estar. Althea consideraba, para sus adentros, que Lavoy era un bruto y un inconsciente. Clave era un muchacho que tenía buen fondo, y cuyos esfuerzos solían ser recompensados con alabanzas, no con palizas.
Permanecieron en la popa mirando la estela que iba dejando la nao. Con la distancia, las pequeñas islas eran tan solo verdes montículos. Las aguas estaban tranquilas, pero el anochecer traía consigo una ligera brisa que se acentuaba con la velocidad del Paragon. Recientemente, parecía que la nao había puesto todas sus ganas, además de su voluntad, en llevarlos velozmente a las islas Piratas. Había abandonado todas sus conversaciones sobre serpientes, así como sus meditaciones metafísicas acerca de lo que era el ser, de lo que los otros pensaban de él, o de lo que pensaba sobre sí mismo. Althea sacudió la cabeza para sí misma mientras observaba como algunas gaviotas descendían en picado sobre los bancos de peces de la superficie. Se alegraba de que la nao se hubiese quitado su barniz filosófico. Ámbar parecía haber disfrutado de esas largas conversaciones; a Althea, sin embargo, le habían causado intranquilidad. Ahora, Ámbar se quejaba de que el Paragon se mostraba rudo y retraído, pero a Althea le parecía que estaba en mejor forma y más concentrado en la tarea que tenía a su cargo. No podía ser bueno que una persona o una nao se cuestionaran eternamente su propia naturaleza. Volvió a echarle una ojeada a Clave. El tripulante estaba chupándose con precaución el corte en el labio. Su mirada azul andaba perdida en la distancia. Le dio un golpecito amable.
—Mejor que te vayas a descansar un rato, chico. Dentro de poco te tocará volver al trabajo.
—M'imagino —dijo lánguidamente.
Durante un momento miró hacia Althea, ausente primero, y luego pareció centrar su mirada en ella.
—Sabía que m'la tenía que dá. L'aprendí cuando era un ehclavo. Hay vecé en lah'que alguien te la tieneh que dá, y tieneh que recibí'la con la cabeha gacha.
Althea esbozó una sonrisa cargada de tristeza.
—A veces tengo la impresión de que no existe mucha diferencia entre el estatus de una marinera y el de un esclavo.
—Pue'ser—dijo el chico sin creérselo realmente—. Buenah noches señora —añadió, mientras se daba la vuelta y se alejaba.
Se quedó un rato más mirando la amplia estela que iban dejando tras ellos. Se habían alejado mucho del Mitonar. Pensó en su madre y en su hermana, que estarían cómodamente en el hogar, y sintió envidia. A continuación, se recordó a sí misma lo aburrida que le había parecido la vida en la costa, y el modo en que le había irritado la eterna espera. Con toda probabilidad, ahora estarían sentadas en el estudio de su padre, bebiendo té y preguntándose cómo introducirían a Malta en sociedad con un presupuesto tan reducido. Tendrían que ahorrar todo lo que quedaba de verano. Decidió, para ser justa, que era probable que estuvieran muy preocupadas por ella, así como por la suerte que corría la nave familiar, y por el marido y el hijo de Keffria. Tendrían que vivir con ello. No creía que pudiera regresar, para bien o para mal, antes de la primavera.
En cuanto a ella, sería más conveniente que se preocupara del problema mayor: ¿cómo iba a arreglárselas para encontrar la nao familiar y devolver a la Vivacia al Mitonar, sana y salva? La última vez que Brashen había visto a la nao, Vivacia estaba en manos del pirata Kennit, anclada en una fortaleza pirata. Aquello no incitaba a seguir adelante. No era solo que las islas Piratas no tuvieran Carta y estuvieran infestadas de piratas, también eran un lugar inhóspito debido a que las tormentas y los diluvios del interior no dejaban de alterar los contornos de las islas, las desembocaduras de los ríos y los cauces de las aguas. Eso era lo que había oído. En los viajes mercantes que había hecho junto a su padre, él siempre había evitado las islas Piratas, precisamente por los peligros a los que ella tendría que enfrentarse ahora. ¿Qué pensaría su padre de eso? Decidió que aprobaría su intento de recuperar la nao familiar, pero no la elección de la nao de rescate. Siempre había mantenido que, además de estar loco, el Paragon era una nao que tenía mala suerte. Cuando era niña, le había prohibido tener cualquier tipo de contacto con él.
Se dio la vuelta, repentinamente, y avanzó hacia delante, como si pudiera alejarse así de sus preocupaciones. Qué noche tan agradable, pensó. Además, la nao había estado inusualmente tranquila y había navegado bien en estos últimos dos días. Lavoy, el primero de a bordo, se había enfrascado recientemente en una batalla por la disciplina y la limpieza, algo que no era poco habitual. Como capitán, Brashen le había pedido que rompiera las barreras entre los marineros que había contratado y los que se habían subido a escondidas para escapar de la esclavitud. Todo buen superior sabía que para unir a una tripulación habría que mantenerlos, a todos por igual, a raya durante unos días.
Con un poco más de disciplina y mucha más limpieza, podría tener una tripulación unida. La tripulación, además de darse a fondo en las tareas propias de los marineros, tenía que aprender a luchar. Y no solo para defender la nave, añadió sin convicción, sino para dominar las habilidades necesarias para el abordaje de otra nave. De repente, todo aquello le pareció demasiado. ¿Cómo podían mantener la esperanza de localizar a la Vivacia, más aún de recuperarla, con una tripulación tan dispar y una nave tan impredecible?
—Buenas noches Althea —dijo el Paragon, a modo de saludo.
Había llegado sin darse cuenta hasta la cubierta superior, al lado del mascarón de proa. El Paragon orientó hacia ella su rostro mutilado como si pudiera verla.
—Buenas noches, Paragon —le devolvió.
Intentó imprimir un tono alegre en su voz, pero la nao la conocía demasiado bien.
—A ver. De todas nuestras preocupaciones, ¿cuál es la que más te atormenta esta noche?
Althea se rindió.
—Todas me muerden los talones nao, como una jauría de feroces perros. La verdad es que no sé bien a cuál de ellas concederle la prioridad.
El mascarón resopló, desdeñoso.
—Entonces mándalas a tomar viento, como si fueran chuchos, y concéntrate en nuestro destino. —Apartó los mechones que le caían sobre la cara para fijar su mirada en el horizonte—. Kennit —murmuró, fatídicamente—. Derrotamos al pirata, y recuperamos lo que es nuestro por derecho. No debemos dejar que nada se interponga entre nosotros y este objetivo.
Althea guardó silencio, aturdida. Nunca había oído hablar de ese modo a la nao. En un principio, se había negado incluso a aventurarse de nuevo en las aguas. Se había pasado tanto tiempo abandonado, ciego, anclado en la costa, que había rechazado rotundamente la idea de surcar de nuevo los mares, y más aún para llevar a cabo una misión de rescate. Ahora, no solo hablaba como si se hubiera hecho a esa idea, sino también como si le gustara tener la oportunidad de vengarse del hombre que se había apropiado de la Vivacia. Se cruzó de brazos. Tenía los puños cerrados. ¿Había hecho verdaderamente suya esta causa?
—No pienses en los obstáculos a los que nos tendremos que enfrentar desde ahora y hasta el momento en que nos las veamos con él. —La nave hablaba en voz baja y suave—. Sea corto o sea largo, si te preocupas por cada paso que demos en nuestro periplo, lo dividirás en infinitas piezas, cada una de las cuales podría acabar contigo. Concéntrate solo en el objetivo.
—Pienso que solo venceremos si nos preparamos para lo que venga —-objetó Althea.
Paragon sacudió la cabeza.
—Enséñate a creer que triunfarás. Si dices que tendremos que ser buenos luchadores cuando encontremos a Kennit, lo estás retrasando hasta ese momento, tenemos que ser buenos luchadores desde ahora. Ser desde ahora lo que tendremos que ser para triunfar al final de nuestro periplo; así, cuando venga ese final, te darás cuenta de que tan solo es otro comienzo.
Althea suspiró.
—Ahora hablas como Ámbar —se quejó.
—No —negó rotundamente—. Ahora hablo como yo mismo. Como ese que eché a un lado y escondí, ese que esperaba volver a ser algún día cuando estuviese preparado. He dejado de esperar. Ahora, soy.
Althea sacudió la cabeza, sin palabras. Le había parecido más sencillo tratar con el Paragon cuando estaba malhumorado. Lo quería, pero no tenía con él el mismo vínculo que con la Vivacia. A menudo, estar con el Paragon era como cuidar de un niño difícil, maleducado, pero al que se ama a pesar de todo. Había veces en que tratar con él resultaba sencillamente demasiado problemático. Aun ahora, cuando parecía haber sellado una alianza tácita con ella, la intensidad de sus achaques podía ser terrible. Se hizo un silencio incómodo.
Echó a un lado esos pensamientos e intentó relajarse con el suave ondear de la nave y el sonido relajante de la noche. La paz no duró.
—Si quieres podrás decir que me lo contaste tú. —Detrás de ella, la voz de Ámbar sonaba a rencor y a cansancio.
Althea esperó a que la carpintera de la nave llegara a su altura antes de probar suerte.
—¿Hablaste con el capitán sobre lo de Lavoy y Clave?
—Sí. —Ámbar sacó un pañuelo de su bolsillo y se secó la frente—. No me gustó nada lo que oí. Brashen solo dijo que Lavoy es el jefe y Clave un miembro de la tripulación, y que no intervendría. No lo entiendo.
Se dibujó una leve sonrisa en los labios de Althea.
—Deja de pensar que es Brashen. Si Brashen estuviese en la calle y viese a Lavoy dándole una paliza a un muchacho, correría a defenderlo. Pero no estamos en la calle. Estamos en una nave, y Brashen es el capitán. No puede interferir entre eI primero de a bordo y la tripulación. Si lo hiciera, aunque solo fuese una vez, la tripulación al completo le perdería el respeto a Lavoy. Compondrían una lista infinita de quejas contra él, y cada una de ellas acabaría en el despacho del capitán. Apostaría lo que quieras a que Brashen tampoco aprueba los procedimientos de Lavoy. Pero el capitán sabe que, aquí a bordo, es más importante mantener la disciplina que solucionar un incidente con un chico magullado.
—¿Hasta dónde va a dejar que vaya Lavoy? —gruñó Ámbar.
—Eso es asunto del capitán, no mío —contestó Althea. Y añadió, con una sonrisa irónica—: Solo soy la segunda de a bordo, sabes.
Al ver que Ámbar volvía a secarse la frente, y también la nuca, Althea preguntó:
—¿Estás bien?
—No —respondió Ámbar sucintamente.
No miró a Althea, pero esta se quedó mirando fijamente el perfil de la carpintera. Incluso bajo la tenue luz, su piel se veía pálida y áspera, lo que acentuaba sus rasgos. El tono de la piel de Ámbar nunca había sido normal, por lo que Althea no podía deducir mucho de ello. Sin embargo, esta noche le recordaba a la tonalidad de los pergaminos antiguos. Se había recogido su melena castaña en una coleta y la había cubierto con un pañuelo.
Althea dejó que el silencio entre ellas se dilatara hasta que Ámbar añadió a regañadientes:
—Pero tampoco estoy enferma. Me pongo mala de vez en cuando. Me siento débil y tengo fiebre, eso es todo lo que me pasa. Estaré bien. —Ante la mirada horrorizada de Althea, Ámbar se apresuró a añadir—: No es una enfermedad contagiosa. Solo me afectará a mí.
—Aun así, deberías contárselo al capitán. Y probablemente deberías confinarte en nuestro camarote hasta que se te pase.
Ambas se asustaron cuando el Paragon añadió tranquilamente:
—A bordo de una nave, el solo rumor de la fiebre y de la plaga puede poner nerviosa a la tripulación.
—Puedo llevarlo sola —le aseguró Ámbar—. Dudo de que, aparte de ti y de Jek, alguien se haya percatado de mi enfermedad. Jek ya ha visto otros casos; no le importará. —De repente, se dio la vuelta y preguntó—: ¿Y a ti? ¿Te da miedo dormir cerca de mí?
Althea cruzó su mirada con la de Ámbar a través de la oscuridad reinante.
—Creo que me voy a fiar de tu palabra y pensar que no hay nada que temer. Pero sigo pensando que deberías decírselo al capitán. Podría organizar tus tareas de otro modo para que tuvieras más tiempo para descansar.
No añadió que, con toda probabilidad, encontraría maneras de aislar a Ámbar para mantener su enfermedad en secreto.
—¿El capitán? —Una leve sonrisa perfiló los labios de Ámbar—. ¿De verdad puedes pensar todo el tiempo en él de ese modo?
—Eso es lo que es —contestó Althea con frialdad.
De noche, en su camastro estrecho, ya no pensaba en Brashen como en el capitán. Pero de día, tenía que hacerlo. No le diría a Ámbar lo difícil que le resultaba hacer esa distinción. Hablar de ello no lo volvería más sencillo. Era mejor que se lo guardara. Sospechaba que el Paragon sabía lo que sentía en verdad por Brashen. Esperaba que dijera algo horrible y revelador, pero el mascarón guardó silencio.
—Es parte de lo que es —aceptó Ámbar con facilidad—. De alguna manera, es su mejor parte. Creo que, durante muchos años, ha vivido planificando y soñando cómo lo haría él si fuese capitán. Creo que ha sufrido bajo el mando de los malos capitanes y que ha aprendido mucho de los buenos, y ahora reporta todo eso a lo que hace. Tiene más suerte de la que se piensa porque puede cumplir su sueño. Pocos hombres pueden hacerlo.
—¿Qué es lo que pueden hacer pocos hombres? —preguntó Jek mientras avanzaba hasta reunirse con ellas.
Le dedicó a Althea una amplia sonrisa y le dio a Ámbar una palmada cariñosa. Se apoyó sobre la barandilla y empezó a mondarse los dientes. Althea la observó con envidia. Jek irradiaba vitalidad y salud. La tripulante era alta, musculosa, y no le preocupaba su cuerpo. No usaba sujetador, ni le importaba que los pantalones de marinera no le llegaran más que a las rodillas. Su larga trenza rubia estaba seca como la paja y enmarañada debido al viento y al agua salada, pero no le importaba. Es todo lo que yo pretendo ser, pensó Althea: una mujer que no deja que su sexo determine el modo en que quiere vivir. No era justo. Jek había crecido en los Seis Ducados, y proclamaba que tenía derecho a la igualdad por nacimiento. En consecuencia, los hombres solían concedérsela. A veces, Althea seguía sintiendo que necesitaba algún tipo de permiso para ser simplemente ella misma. Los hombres parecían darse cuenta de ello. Nada le resultaba fácil. Sintió que luchaba tanto como respiraba.
Jek se asomó por encima de la barandilla.
—¡Buenas noches, Paragon! —Se dirigió a Ámbar, por encima de su hombro—: ¿Te puedo coger prestada una aguja? Tengo que hacer algunos remiendos, y no encuentro la mía por ninguna parte.
—Supongo que sí. Ahora vuelvo y te traigo una.
Jek no paraba quieta.
—Tú solo dime dónde está y yo la cojo —se ofreció.
—Coge una mía —interfirió Althea—. Están en mi bolsa de la ropa, clavadas en un retal de lona. También tengo hilo ahí metido.
Althea sabía que la manía de Ámbar por preservar su intimidad se extendía a sus objetos personales.
—Gracias. Ahora decidme, ¿de qué iba esa conversación sobre lo que pocos hombres pueden hacer? —Jek se autorizó una mueca y en sus ojos brilló una mirada inquisitiva.
—No es lo que estás pensando —le dijo Ámbar—. Estábamos hablando de las personas que cumplen sus sueños, y dije que pocos lo hacen, y que son aún menos los que disfrutan de la experiencia. La mayoría, cuando alcanza su sueño, descubre que no es lo que quería. O si no, el sueño está más allá de sus posibilidades, y todo acaba en frustración. A Brashen, sin embargo, parece que le está yendo bien. Está haciendo lo que siempre había deseado, y lo está haciendo bien. Es un buen capitán.
—Es eso —anotó Jek, conjeturando. Se subió a la barandilla con la gracia de un felino y se quedó mirando las estrellas, y especulando—: Y os apuesto lo que sea a que también es bueno en otros terrenos.
Jek era una mujer de apetitos; no era la primera vez que Althea la oía expresar su interés por un hombre. La vida a bordo de la nave, con sus reglas, la había obligado a entrar en un periodo de abstinencia que no casaba con su naturaleza. Aunque no podía satisfacer su cuerpo, dejaba correr salvajemente su imaginación, y a menudo insistía en compartir sus elucubraciones con Althea y con Ámbar. Era su tema de conversación más habitual durante las escasas noches en que estaban todas en sus camastros. Jek gastaba mucha ironía en sus comentarios, y los giros inesperados que introducía en sus historias sobre sus relaciones pasadas a menudo las hacían morirse de la risa. Normalmente, sus especulaciones vulgares sobre los marineros divertían a Althea, pero se dio cuenta de que no era así cuando el hombre en cuestión era Brashen. Sintió como si le faltara el aire.
Jek no pareció notar la dureza de su silencio.
—¿Os habéis fijado alguna vez en las manos del capitán? —les preguntó Jek, sin esperar a su respuesta—. Sus manos son las de un hombre que trabaja... y todas lo hemos visto trabajar, allí en la playa. Pero ahora que es el capitán y no se las tiene que ver con la grasa ni con el alquitrán, sus manos están siempre tan limpias como las de un caballero. Cuando un hombre me toca, odio tener que preguntarme dónde metió las manos, y si se las ha lavado. Me gustan los hombres con las manos limpias. —Dejó caer sus intenciones mientras sonreía levemente.
—Es el capitán —objetó Althea—. No deberíamos estar hablando así de él.
Vio como Ámbar esgrimía una mueca ante sus remilgadas palabras. Esperaba que Jek replicara con su agudo ingenio y su lengua afilada, y temía aún más que el Paragon formulara una pregunta, pero la mujer solo se estiró y dijo:
—No será siempre capitán. O puede que yo no sea siempre una tripulante de su nave. En cualquier caso, espero que llegue el día en que no tenga que llamarlo «señor». Y cuando llegue... —Se subió de repente a la barandilla, mostrando sus blancos dientes en una amplia sonrisa—. Bueno. —Levantó una ceja—. Creo que todo irá bien entre nosotros. Le he pillado mirándome. En varias ocasiones me ha felicitado por mi trabajo. —Más para sí misma qua para los demás, añadió—: Estamos a punto. Me gusta eso. Hace que tantas cosas sean... más agradables.
Althea no pudo contener las palabras.
—El hecho de te haya hecho un cumplido no significa que vaya detrás de ti. El capitán es así. Sabe reconocer el trabajo bien hecho cuando lo ve. Y cuando lo reconoce, lo dice, exactamente como lo haría en el caso contrario.
—Por supuesto —concedió Jek de buena gana—. Pero tenía que haber estado observándome para poder reconocer que trabajo bien. ¿Lo pillas? —Se bajó y se apoyó de nuevo sobre la barandilla—. ¿Tú qué crees, nao? El capitán Trell y tú siempre vais juntos. Me imagino que habréis compartido más de una batallita. ¿Qué es lo que le gusta de las mujeres?
Durante el breve silencio que siguió a la pregunta, Althea creyó morir. Se le paró el corazón y el aire se quedó bloqueado en su pecho. ¿Cuánto habrían compartido Brashen y el Paragon, y cuánto desvelaría ahora la nao?
El Paragon había tenido otro cambio de humor. Ahora hablaba como un niñito que se sentía halagado porque una mujer le hacía caso. La voz se le llenó de orgullo cuando respondió:
—¿Brashen? ¿De verdad piensas que compartiría espontáneamente conmigo ese tipo de cosas?
Jek puso los ojos en blanco.
—¿Existe algún hombre que no se ponga a hablar espontáneamente de esas cosas cuando está con otros hombres?
—Puede que me haya contado una o dos historias de un tiempo para acá. —La nave adoptó un tono de voz lascivo.
—Ah. Pensé que podía haberlo hecho. Entonces nao, ¿cuáles son las preferencias de nuestro capitán? No. Déjame averiguarlas. —Se retorció de placer—. A lo mejor, como siempre felicita a sus tripulantes por su «excelente trabajo», eso es lo que más le gusta de una mujer. Una que esté siempre dispuesta a subirse a los aparejos, y a bajarle los pantalones...
—¡Jek! —Althea no pudo evitar que su voz sonara ofendida, pero el Paragon 1a interrumpió a tiempo.
—La verdad, Jek, es que me ha contado que prefiere a una mujer que calla más de lo que habla.
Jek le rió el comentario de buena gana.
—Pero mientras esas mujeres están tan calladas, ¿qué espera que estén haciendo?
—Jek. —En esa única palabra, dicha con tranquilidad, estaba expresado todo el reproche de Ámbar.
Jek se dio la vuelta para mirarlas, todavía riéndose, mientras el Paragon preguntaba:
—¿Qué pasa?
—Siento interrumpir vuestros chismorreos, pero el capitán desea ver a la segunda de a bordo.
Lavoy se había acercado silenciosamente.
Jek se enderezó, y su sonrisa se desvaneció. A Ámbar se le encendió el rostro. Althea se preguntaba cuánto habría oído y se hacía reprimendas a sí misma. No debería estar holgazaneando en la cubierta superior, hablando tan llanamente con los miembros de la tripulación, sobre todo de esos temas. Decidió que se mantendría más alejada de la tripulación, como hacía Brashen. Una ligera distancia ayudaba a mantener el respeto. Ya estaba viendo cómo se enfriaría la relación entre Ámbar y ella. Entonces, se quedaría realmente sola.
Igual de sola que Brashen.
—Ahora mismo voy —le contestó tranquilamente a Lavoy.
Ignoró el desprecio que había mostrado con su comentario sobre los «chismorreos». Era el primer oficial. Podía hacerle reproches, desprecios y burlas, y aguantarlas era parte de su trabajo. Que hubiera hecho algo así delante de varios miembros de la tripulación la enfurecía, pero si se enfrentaba a él solo conseguiría empeorar las cosas.
—Y cuando hayas terminado, ve a ver a Lop, ¿entendido? Parece que nuestro muchacho necesita atención médica.
Lavoy hizo crujir sus nudillos, despacio, mientras dejaba que una sonrisa se instalara en su rostro.
Althea sabía que había hecho el comentario aposta, para provocar a Ámbar. La atención médica que Lop necesitaba era consecuencia directa de los puños de Lavoy. Lavoy había descubierto que Ámbar aborrecía la violencia. Todavía no había encontrado ninguna excusa para descargar su mal genio sobre Jek, o sobre la carpintera de la nave, pero parecía deleitarse con el modo en que reaccionaban cuando les daba palizas a otros miembros de la tripulación. Con el corazón en un puño, Althea deseó que Ámbar no tuviera tanto orgullo. Si tan solo agachara un poco la cabeza ante el primero de a bordo, Lavoy estaría contento. Althea temía en lo que podía desembocar esa tensión, que se estaba cociendo a fuego lento.
Lavoy ocupó el lugar de Althea en la barandilla. Ámbar se retrajo ligeramente. Jek le dio las buenas noches a la nave, antes de marcharse paseando tranquilamente. Althea sabía que tenía que apresurarse a cumplir con las órdenes de Brashen, pero no la hacía nada feliz tener que dejar solos a Ámbar y a Lavoy, tan cerca el uno del otro. Si ocurría algo, sería la palabra de Ámbar contra la suya. Y cuando un jefe declaraba que las cosas eran de una manera, la voz de una simple tripulante no contaba para nada.
Althea habló con firmeza.
—Carpintera. Quiero que el pestillo de la puerta de mi camarote esté arreglado esta noche. Las pequeñas tareas deben hacerse en tiempos de calma y de buen tiempo. De lo contrario, cuando hay tormenta, se vuelven tareas difíciles.
Ámbar miró hacia la segunda oficial. En realidad, había sido ella la que había apuntado que el pestillo chocaba contra el marco de la puerta, impidiendo que esta se cerrase correctamente. Althea, ante la noticia, se había encogido de hombros.
—Me ocuparé de ello —prometió entonces Ámbar, con voz grave.
Althea aguantó un largo segundo, esperando que la carpintera lo tomara como una excusa para alejarse de Lavoy. Pero no lo hizo, y no había manera de que Althea forzara la situación sin avivar la tensión latente. Los dejó solos, a su pesar.
Los aposentos del capitán estaban en la popa de la nave. Althea llamó a la puerta, y esperó. El Paragon se había construido dando por sentado que su capitán sería también su propietario, o al menos un miembro de su familia. La mayoría de los marineros comunes dormían en hamacas que anudaban allí donde encontraran habitación. Brashen, en cambio, tenía una cámara con su puerta, una cama fijada, una mesilla, una mesa donde estudiar los mapas, y ventanas que dejaban ver la estela de la nave en el exterior. El calor amarillo de las linternas, la riqueza de olores y de tonos de la madera pulida le dieron la bienvenida.
Brashen alzó la vista de su mesa de despacho para mirarla. Tenía los originales de sus dibujos, esbozados sobre pedazos de vela, extendidos delante de él, así como aquellos otros, en papel de pergamino, que Althea se había esforzado en formalizar. Parecía cansado, y mucho más viejo de lo que era. Su rostro se había pelado después de que lo quemara el veneno de la serpiente. Con esto, las arrugas de la frente, de las mejillas, y del bigote, se hacían aún más visibles. La quemadura debida al veneno también se había cobrado una parte de sus cejas. Los claros en sus cejas espesas le otorgaban, en permanencia, un aire sorprendido. Althea se alegraba de que el veneno abrasador no se hubiese expandido hasta sus ojos oscuros.
—¿Y bien? —preguntó Brashen de repente, y Althea se dio cuenta de que había estado observándolo fijamente.
—Me mandaste llamar—le recordó, y las palabras le salieron tajantes, tanto era el estado de descompostura en el que se encontraba.
Se tocó el pelo, como si sospechara que algo no estuviese en orden ahí. Le desconcertó que fuese tan directa.
—Te mandé llamar, sí. Tuve una conversación con Lavoy. Compartió conmigo alguna de sus ideas. Algunas me parecen buenas, aunque tengo miedo de que me esté tendiendo un señuelo para que haga ciertas cosas de las que me podría arrepentir más tarde. Me pregunto, ¿cómo de bien conozco a este hombre? Sería capaz de decepcionarme, incluso si... —Se recostó sobre su silla, como si hubiera decidido, de repente, que estaba hablando demasiado—. Me gustaría conocer tu opinión acerca de cómo piensas que la nave está siendo gobernada últimamente.
—¿Desde el ataque de la serpiente? —preguntó, aunque ya conocía la respuesta.
Desde que Brashen y ella se habían enfrentado a la serpiente, había habido un sutil desplazamiento del mando. Ahora, los hombres tenían más respeto por sus habilidades, y no le parecía que Lavoy lo aprobara. Trató de decir aquello sin que pareciese que estaba criticando al primero de a bordo. Cogió aire.
—Desde el ataque de la serpiente, me ha sido más fácil desempeñar mis tareas de mando. Los marineros me obedecen correctamente y con celeridad. Siento que me he ganado tanto sus corazones como su lealtad. —Volvió a coger aire y cruzó la línea—: A pesar de todo, desde el ataque, el primero de a bordo ha decidido elevar el nivel de disciplina. Los hombres no reaccionaron correctamente durante el ataque. Algunos no obedecieron; pocos se apresuraron a ayudarnos.
Brashen frunció el ceño mientras hablaba.
—Yo mismo noté que Lavoy tampoco nos ayudaba. Estaba en la cubierta, y aun así no nos ayudó.
Althea sintió como el corazón le daba un vuelco. Tendría que haberse dado cuenta de eso. Lavoy no había movido un dedo mientras que Brashen y ella combatían a la serpiente. En aquel momento, le había parecido evidente que fueran ellos dos los que se hubiesen encarado con la serpiente. Se preguntó si la ausencia de Lavoy tenía algún significado más allá de que estuviera asustado. ¿Había esperado Lavoy que Brashen, o ella, o incluso ambos, murieran? ¿Tenía la esperanza de heredar el mando de la nave? Si la tenía, ¿qué sería de la expedición original? De nuevo, Brashen guardó silencio. Para dejarla pensar, obviamente.
Cogió aire.
—Desde el ataque de la serpiente, el primero de a bordo ha reforzado el nivel de disciplina, pero no lo ha hecho uniformemente. Parece que algunos de sus hombres han sido atacados injustamente. Lop es uno de ellos. Clave es otro.
Brashen la observó con detenimiento mientras comentaba:
—No habría esperado que sintieses mucha simpatía por Lop. No hizo nada para ayudarte cuando Artu te atacó.
Althea sacudió la cabeza, casi con enfado.
—Nadie habría esperado que lo hiciera —declaró—. El hombre es medio tonto en algunos aspectos. Dale instrucciones, dile lo que tiene que hacer, y lo hará bastante bien. Estaba nervioso cuando Artu... Cuando yo estaba luchando contra Artu, Lop estaba pegando saltos, dándose golpes en el pecho, y regañándose a sí mismo. Realmente, no tenía ni idea de lo que hacer. Artu era un superior, yo era la segunda de abordo, y Lop no sabía por quién debía tomar partido. En la cubierta, sin embargo, cuando la serpiente atacó, recuerdo que fue él quien tuvo las agallas de arrojarle un cubo a la criatura, y de arrastrar después a Haff hasta un lugar seguro. Lop no es inteligente para nada. Pero es un buen marinero, si no se le exige más de lo que puede dar.
—¿Y tú crees que Lavoy le exige más de lo que puede dar?
—Los hombres convierten a Lop en el objeto de sus burlas. Eso era de esperar, y mientras no las llevan demasiado lejos, parece que a Lop le gusta ser el centro de atención. Sin embargo, cuando se les une Lavoy, el juego se vuelve más cruel. Y más peligroso. Lavoy me dijo que fuera a prestarle atención médica a Lop cuando hubieras terminado de hablar conmigo. Es la segunda vez en estos días que es golpeado. Lo desafían para que haga cosas peligrosas o insensatas. Cuando algo va mal y Lavoy la toma con Lop, ninguno de los demás tripulantes reconoce su parte de culpa. Eso no es bueno para la tripulación. Divide la unidad precisamente ahora que es cuando más necesitamos que se construya.
Brashen asentía con seriedad.
—¿Has observado el comportamiento de Lavoy con los esclavos que liberamos en el Mitonar? —preguntó tranquilamente.
La pregunta la removió. Guardó silencio durante un momento, rememorando los últimos días en su cabeza.
—Los trata bien —dijo finalmente—. Nunca le he visto descargar su mal humor contra ellos. No los mezcla con el resto de la tripulación, como debería. Algunos parecen tener un gran potencial. Harg y Kitl lo niegan, pero yo creo que ya han trabajado anteriormente en cubierta. Otros tienen las cicatrices y los modos de proceder propios de los hombres que están familiarizados con las armas. Nuestros dos mejores arqueros llevan el rostro tatuado. Aun así, cada uno de ellos jura que es hijo de comerciante, o de mercante, un inocente habitante de las islas Piratas capturado por traficantes de esclavos. Son valiosos añadidos a nuestra tripulación, pero hacen banda aparte. Me parece que, con el tiempo, lo mejor será que los demás marineros los acepten como tripulantes ordinarios, de manera a que...
Brashen la interrumpió.
—¿Y no solo percibes que los deja hacer banda aparte, sino también que parece que los apoya, por la manera que tiene de administrar el trabajo?
Se preguntó a dónde quería llegar Brashen.
—Podría ser. —Tomó aliento—: Todo parece indicar que Lavoy utiliza a Harg y Kitl casi como un capitán utilizaría a un primero y un segundo de a bordo para vigilar a su tripulación. A veces, parece como si los antiguos esclavos formaran una segunda tripulación, independiente, en la nave. —Apuntó, incómoda—: La falta de aceptación parece provenir de ambas partes. No es solo que nuestros hombres de cubierta no acepten a los antiguos esclavos. Los que están tatuados tienen la misma inclinación separatista.
Brashen se tendió sobre su silla.
—En el Mitonar, eran esclavos. Muchos acabaron así porque, antes, fueron capturados en pueblos de las islas Piratas. Lo arriesgaron todo y se subieron a bordo furtivamente porque, para ellos, representábamos una oportunidad de volver al hogar. Cuando nos estábamos preparando para zarpar, yo estaba pensando en negociar eso con ellos, a cambio de mano de obra para llevar la nave. Ahora no estoy tan seguro de que fuera un trato inteligente. Es más probable que un hombre capturado en las islas Piratas para ser vendido como esclavo sea un pirata a que no lo sea. O al menos, que los piratas le produzcan simpatía.
—Puede ser —concedió Althea, a regañadientes—. Aun así, tendrán que sentir algún tipo de lealtad hacia nosotros por haberlos ayudado a escapar de una vida de esclavitud.
El capitán se encogió de hombros.
—Puede. Es difícil de determinar. Sospecho que, en este momento, la lealtad que sienten está más dirigida hacia Lavoy que hacia ti y hacia mí. O hacia el Paragon. —Se removió en su silla—. Esta es una sugerencia de Lavoy. Dice que tendremos más posibilidades de acercarnos a las aguas de las islas Piratas si aparentamos que también nosotros somos piratas. Dice que sus marineros tatuados pueden darnos credibilidad, y enseñarnos a actuar como piratas. Insinúa que es hasta posible que algunos conozcan bien las islas. En definitiva, podríamos entrar allí como una nave pirata.
—¿Qué? —Althea no daba crédito a lo que oía—. ¿Cómo?
—Ideamos una bandera. Asaltamos uno o dos barcos, para practicar la lucha, como señaló Lavoy. Después nos presentamos en uno de los pueblos pirata más remotos, con un botín y trofeos, y con manos generosas, y dejamos caer que nos gustaría seguirle la pista a Kennit. Este Kennit lleva un tiempo presentándose a sí mismo como el rey de los piratas. Lo último que oí es que estaba buscando un séquito. Si aparentamos querer formar parte de ese séquito, podríamos acercarnos a él y conocer la situación de la Vivacia antes de actuar.
Althea dejó a un lado su asombro, y se obligó a considerar el planteamiento. Lo más alentador era eso: si conseguían acercarse a Kennit, podrían descubrir cuántos tripulantes de la Vivacia seguían con vida. Si quedaba alguno.
—Pero también podríamos acabar con facilidad en una fortaleza pirata. Allí, aunque venciéramos a Kennit y a su tripulación, no tendríamos escapatoria. Un plan como este se enfrenta a otros dos grandes obstáculos. El primero es que el Paragon es un barco viviente. ¿Cómo piensa Lavoy que podremos esconder esto? El otro es que tendremos que matar solo para practicar la lucha. Tendremos que atacar alguna embarcación mercante, matar a su tripulación, robar su mercancía... ¿cómo ha podido solamente pensar en algo así?
—Podríamos atacar una galera.
Eso la hundió en el silencio. Estudió su rostro. Brashen estaba serio. Con ojos cansados, consideró su silencio atónito.
—No tenemos otra estrategia. Sigo intentando idear modos de localizar a la Vivacia sin que nadie se entere, para seguirla después y atacar cuando Kennit menos se lo espere. No se me ocurre nada. Y sospecho que si Kennit ha conservado a alguna parte de la tripulación original, los ejecutará antes de que podamos rescatarlos.
—Pensé que negociaríamos antes de atacar, que ofreceríamos un rescate por los supervivientes y por la nao.
Incluso a ella, las palabras le sonaron inocentes e infantiles. El dinero que su familia había conseguido juntar antes de que zarpara el Paragon no alcanzaría para recuperar una nave ordinaria, menos aún una nao rediviva. Althea había dejado olvidado ese problema en un rincón de su cerebro, convenciéndose a sí misma de que negociarían con Kennit y le prometerían un segundo pago, mucho más generoso, una vez que la Vivacia hubiera vuelto al Mitonar sana y salva. La mayoría de los piratas vivía para el dinero de los rescates: era la razón subyacente de la piratería.
Solo que Kennit no era como la mayoría de los piratas. Eso decían todas las historias que se contaban sobre él. Capturaba naves, mataba tripulaciones, y liberaba a sus esclavos. Las naves que capturaba pasaban a ser barcos pirata, a menudo tripuladas por los propios hombres que habían servido anteriormente a bordo como esclavos. Estas naves, a su vez, atacaban a las que comerciaban con la vida humana. Si la Vivacia no hubiera estado envuelta en sus asuntos, la verdad es que Althea habría aplaudido los esfuerzos de Kennit por librar de la esclavitud a las Orillas Malditas. Le habría gustado ver como el comercio de esclavos de Chalaza se ahogaba al llegar a las islas Piratas. Pero el marido de su hermana había hecho de la nao familiar un navío para el comercio de esclavos, y Kennit se había apoderado de él. Althea deseaba tan intensamente la vuelta de la Vivacia que nunca dejaba de dolerle el corazón.
—Lo ves —confirmó Brashen tranquilamente. Había estado observando su rostro. Al sentir su mirada, bajó los ojos, sintiendo una repentina vergüenza ante la idea de que pudiera leer tan fácilmente sus pensamientos—. Tarde o temprano, correrá la sangre. Podríamos asaltar un pequeño barco de comercio de esclavos. No tenemos que matar a la tripulación. Si se rindiesen, podríamos subirlos a los botes y soltarlos a la deriva. Luego, podríamos llevar la nave hasta un pueblo pirata y liberar a su cargamento, exactamente como lo hace Kennit. De este modo, podríamos ganarnos la confianza de las gentes de las islas Piratas. Con eso podríamos conseguir la información que necesitamos para ir tras la Vivacia.
De repente, su tono de voz se hizo inseguro. Los ojos oscuros que la observaban estaban atormentados.
Estaba perpleja.
—¿Me estás pidiendo permiso?
Frunció el ceño. Tardó unos instantes en tomar la palabra.
—Es una situación embarazosa —admitió, en un murmullo—. Soy el capitán del Paragon. Pero la Vivacia es la nao de tu familia. Tu familia financió esta expedición. Tengo la impresión de que, en algunas decisiones, tienes derecho a ser escuchada en mayor medida que una segunda de a bordo. —Se sentó de nuevo en su silla y se mordió los nudillos durante un momento. A continuación, alzó de nuevo la vista hacia ella—. Dime, Althea. ¿Qué te parece?
El modo en que pronunció su nombre de pila cambió repentinamente todo el tono de la conversación. Hizo un ademán hacia una silla y Althea se sentó, despacio. Él se levantó y recorrió la habitación. Cuando volvió a la altura de la mesa, llevaba una botella de ron y dos copas. Sirvió un chorrito en cada una de las copas. La miró, mientras volvía a tomar asiento. Le acercó una copa. Mientras observaba sus manos limpias, intentó seguir concentrada en la conversación. ¿Qué era lo que pensaba? Contestó despacio.
—No sé lo que pienso. Supongo que he estado delegando en ti todo ese trabajo. Tú eres el capitán, no yo.
Intentó que su comentario fuera ligero, pero sonó casi romo una acusación. Bebió un sorbo de su ron.
Brashen se cruzó de brazos, y se recostó ligeramente sobre su silla.
—Oh, no sabes bien cómo lo sé —murmuró. Levantó su copa.
Desvió la conversación.
—Y hay que tener en cuenta al Paragon. Sabemos que siente aversión por los piratas. ¿Cómo se sentiría?
Brashen se aclaró la garganta y se tragó su ron de una vez.
—Ese es el giro de situación más extraño de todos. Lavoy afirma que la nao estaría encantada.
Althea no se lo podía creer.
—¿Cómo podría saber eso? ¿Acaso ha hablado ya con el Paragon sobre el tema? —La rabia estalló en su interior—. ¿Cómo se ha atrevido? Lo último que necesitamos es que le meta al Paragon ideas así en la cabeza.
Se inclinó sobre la mesa para acercarse a ella.
—Cuenta que fue el Paragon quien le habló primero de ello. Dice que estaba una noche en la proa, fumándose una pipa, y que el mascarón le preguntó si había pensado alguna vez en hacerse pirata. A partir de ahí surgió la idea de que la manera más segura de entrar en un puerto pirata sería estando a bordo de un barco pirata. Y el Paragon se jactó de que conocía muchos de los caminos secretos de las islas Piratas. O eso es lo que cuenta Lavoy.
—¿Le has preguntado al Paragon acerca de todo esto?
Brashen sacudió la cabeza.
—No me he atrevido a sacar el tema; puede que piense que significa que he dado mi consentimiento. O que no lo he hecho, en cuyo caso podría optar por obstinarse en su idea, solo para demostrar que es capaz de llevarla a cabo. Sabes bien cómo puede llegar a ser. No quería anunciar el plan hasta que todos lo supiésemos. Si menciono algo antes de tiempo, a lo mejor se vuelca en el pirateo, viendo en ello la única vía de acción posible.
—Me pregunto si el daño no está ya hecho —dijo Althea, especulando. El ron estaba llenando su vientre de un agradable calor—. Últimamente, el Paragon ha estado muy raro.
—¿Y cuándo no lo ha estado? —preguntó Brashen con ironía.
—Esto es diferente. Es una rareza siniestra. Habla de que encontrar a Kennit es nuestro destino. Y dice que nada puede apartarnos de ese objetivo.
—¿Y no estás de acuerdo con eso? —la sondeó Brashen.
—No sé nada acerca del destino. Brashen, si podemos llegar hasta la Vivacia y traérnosla de vuelta, me daré por satisfecha. Mi nao es todo lo que quiero, y su tripulación, si es que alguien ha sobrevivido. No deseo más batallas ni más sangre de la que tenga que haber.
—Tampoco yo -—dijo Brashen tranquilamente. Vertió otro chorrito de ron en cada copa—. Pero creo que necesitamos de ambos para recuperar a la Vivacia. Tenemos que estar determinados desde ahora.
—Lo sé —concedió, en contra de su voluntad.
Se preguntaba si de verdad lo sabía. Nunca había estado en ningún tipo de batalla. Toda, su experiencia en peleas se reducía a un par de altercados de taberna. No podía imaginarse a sí misma con una espada en la mano, luchando para liberar a la Vivacia. Si alguien la atacaba, podría devolver el ataque. De eso estaba segura. Pero ¿sería capaz de saltar hasta otra cubierta blandiendo una espada y matado a hombres que no había visto nunca antes? Dudaba de ello, ahí sentada con Brashen, en una cabina confortable y caliente. No era el modo de proceder de los mercaderes. La habían educado para negociar por todo lo que deseara. No obstante, había algo que sabía. Quería que la Vivacia volviera. Lo deseaba salvajemente. A lo mejor, cuando viera a su amada nao en manos extrañas, la rabia y la ira se despertarían dentro de ella. A lo mejor, entonces, sería capaz de matar.
—¿Y bien? —le preguntó Brashen.
Se dio cuenta de que su mirada se había extraviado lejos, más allá de él, por la ventana de popa, hasta posarse sobre la estela de la nave. Volvió a centrar sus ojos en los de él. Sus dedos juguetearon con su copa mientras preguntaba:
—Y bien ¿qué?
—¿Nos hacemos piratas? O, al menos, ¿aparentamos que somos piratas?
Su mente pensaba en círculos.
—Tú eres el capitán —dijo finalmente—. La decisión es tuya.
Guardó silencio durante un momento. Luego, sonrió abiertamente.
—He de confesar que, en algunos aspectos, me atrae. Le he dado unas cuantas vueltas. Para nuestra bandera, ¿qué te parece una serpiente marina, de color escarlata, sobre fondo azul?
Althea esgrimió una mueca.
—Me parece portadora de mala fortuna. Pero terrorífica.
—Queremos ser terroríficos. Y ese fue el emblema más horripilante en el que pude pensar. Lo extraje de mis peores pesadillas. En cuanto a la fortuna, me temo que tendremos que apañárnoslas por nuestra cuenta.
—Como siempre hemos hecho. ¿Solo iremos a por los barcos que comercian con esclavos?
Su rostro se ensombreció por un instante. Luego, una pincelada de su antigua sonrisa le iluminó los ojos.
—Puede que no tengamos que ir a por ningún barco. A lo mejor podríamos simplemente aparentar que lo hicimos... o que tenemos la intención de hacerlo. ¿Qué te parece si actuamos un poco? Creo que tendré que adoptar el papel de un hermano menor del Mitonar, insatisfecho, una especie de dandi caprichoso. Un caballero que se ha ido al sur para seguir con su vida de diletante, en el pirateo y en la política. ¿Qué te parece?
Althea se rió muy fuerte. El ron estaba calentando todo su cuerpo.
—Creo que te divertirías mucho con todo esto, Brashen. Pero ¿y yo qué? ¿Cómo explicarías que hubiera mujeres tripulantes en una nave del Mitonar?
—Podrías ser mi amante cautiva, como en los cuentos de los juglares. La hija de un comerciante, hecha prisionera, esperando el rescate. —Le echó una ojeada por el rabillo del ojo—. Esto podría ayudarme a asentar mi reputación de atrevido pirata. Podríamos decir que el Paragon era la nao de tu familia, para explicar lo del barco viviente.
—Esto es un poco melodramático —dijo suavemente, en actitud recatada.
Le brillaban los ojos. Decidió que era el ron el que los estaba acercando. De pronto, su rostro se volvió duro, exactamente como si tuviera miedo de que su corazón le ganara la partida a su cabeza.
—Ojalá seamos capaces de llevar a cabo esta romántica farsa para recuperar a la Vivacia. Jugar a ser piratas de verdad sería mucho más sangriento y difícil. El miedo que tengo es que no me lo voy a pasar tan bien como Lavoy. O como el Paragon. —Sacudió la cabeza—. Ambos tienen una especie de... ¿Cómo se llama? A veces creo que simplemente es una absoluta falta de sensatez. Si a cualquiera de los dos se le prometiera total inmunidad, sospecho que se darían a un salvajismo que a ti o a mí nos parecerían inconcebibles.
—¿El Paragon? —preguntó Althea.
Había escepticismo en su voz, pero un ligero temblor de certeza le recorrió la espina dorsal.
—El Paragon —confirmó Brashen—. Él y Lavoy pueden hacer muy mala mezcla. Me gustaría evitar que estrecharan lazos, si es que es posible evitar tal cosa.
Un repentino golpe en la puerta hizo que ambos se sobresaltaran.
—¿Quién es? —preguntó Brashen, rudamente.
—Lavoy, señor.
—Entra.
Cuando el primero de a bordo entró, Althea se puso enseguida de pie. Echó una ojeada rápida y se percató de la botella de ron y de las copas sobre la mesa. Althea trató de no parecer asustada o culpable, pero la mirada que le echó daba a entender claramente que sospechaba. Cuando se dirigió a Brashen, su tono sarcástico estaba al borde de la insubordinación.
—Siento interrumpiros, pero hay asuntos de la nave que atender. La carpintera está inconsciente en la cubierta superior. Pensé que te gustaría saberlo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Althea espontáneamente.
Los labios de Lavoy se torcieron en una mueca de desprecio.
—Le estoy dando las noticias al capitán, marinera.
—Exacto. —La voz de Brashen era fría—. Así que empieza con ellas. Althea, vete a ver a la carpintera. Lavoy, ¿qué ha pasado?
—Ojalá lo supiera. —El primer oficial encogió sus fornidos hombros en un movimiento calculado—. Simplemente me la encontré ahí, y pensé que te gustaría saberlo.
No había tiempo para contradecirlo, y tampoco era el momento de que Brashen se enterara de que había sido ella la que los había dejado solos. Corrió tan deprisa para ver lo que Lavoy le había hecho a Ámbar, que pensó que el corazón se le iba a salir del pecho.