Capítulo 4
El vuelo de Tintaglia

El cielo no podía ser azul, oh, no. No una vez que ella había echado a volar. ¿Qué podía afirmar ser azul tras ser comparado con su brillar? La dragona Tintaglia arqueó la espalda y admiró el modo en que los rayos del sol emitían reflejos de plata sobre sus escamas, de un azul profundo. Belleza, más allá de las palabras. Aun así, ni siquiera esta maravilla podía distraer su mirada penetrante ni su olfato agudo de aquello que era todavía más importante que su belleza.

La comida se movió, en un claro, muy por debajo de ella. Una cierva, que se alimentaba a base de pasto veraniego, se aventuró en un claro del bosque haciendo alarde de su bravura. ¡Qué temeridad! Hubo un tiempo en el que ningún ciervo se habría situado bajo el cielo abierto sin haber echado antes un ojo hacia arriba. ¿Acaso los dragones se habían ocultado del mundo durante tanto tiempo que los animales del bosque habían bajado la guardia? Pronto les enseñaría lo que era bueno. Tintaglia dobló las alas y cayó en picado. Solo comenzó a emitir un sonido una vez que estuvo tan cerca de la cierva que esta ya no podía evitarla. El graznido musical de su ¡ki-i-i! acabó con la paz matutina. Juntó las garras de sus patas delanteras para echarse sobre el cuello de la cierva, mientras que sus masivos cuartos traseros absorbían el impacto del aterrizaje. Se alzó de nuevo en el aire sin esfuerzo llevando con ella a la cierva. El animal se mantenía inmóvil, conmocionado. Una mordedura rápida en la nuca la había paralizado. Tintaglía arrastró a su presa hasta un saliente rocoso que daba sobre el ancho valle del río Pluvia. Allí se puso a lamer el charco de sangre que emanaba de su almuerzo antes de ponerse a recortar pedazos de carne púrpura con los que saciaría su hambre. La increíble sensación de placer la inundó casi por completo. El sabor de la carne caliente y sangrante, el fétido aroma de las entrañas derramadas, combinados con la sensación física de estar llenando sus tripas con grandes pedazos de sustento. Podía sentir como su cuerpo se estaba renovando. Los rayos del sol, incluso, la colmaban al penetrar en sus escamas.

Ya se había recostado para echarse a dormir después de la comida cuando la invadió un pensamiento fastidioso. Antes de matar a su presa estaba en medio de algo. Con los ojos entrecerrados, se quedó mirando el juego de luces en sus pestañas. ¿Qué era? Ah. Los humanos. Se había propuesto rescatar a los humanos. Suspiró pesadamente, hundiéndose más profundamente en el sueño. Pero no era como si se lo hubiese prometido porque, ¿cómo podía apelar a su honor una promesa hecha entre una de su especie y un insecto?

Aun así. La habían liberado.

Pero era probable que estuvieran muertos y, de cualquier modo, sin duda era demasiado tarde para que los rescatara. Dejó que su mente vagara lejos de ellos, perezosamente. Era casi más fastidioso que estuvieran los dos vivos, en tanto que sus pensamientos, ahora, no eran más profundos que los de un mosquito.

Alzó la cabeza, con un suspiro, y luego se incorporó lo suficiente como para ponerse sobre las patas. Se comprometió consigo misma a rescatar al macho. Sabía exactamente dónde estaba. La hembra había caído al agua en algún lugar; ahora podía estar en cualquier parte.

Tintaglia avanzó hasta el borde del acantilado, y se lanzó.

***

—Tengo mucha hambre —dijo Selden, con voz temblorosa.

Se acurrucó más fuerte contra Reyn, buscando el calor corporal que el mismo Reyn estaba perdiendo rápidamente. Reyn no encontraba ánimo ni para contestar al muchacho tembloroso. Selden y él estaban tendidos sobre un lecho de ramillas que se iba hundiendo gradualmente dentro del lodo, cuyo nivel seguía subiendo. Cuando el lodo consumiera las ramillas, habría devorado también su última esperanza. La única apertura hacia el exterior de la habitación estaba muy por encima de sus cabezas. Se habían propuesto construir una plataforma de escombros, pero a la velocidad a la que apilaban los desechos y las ramillas de árbol, el barro los tragaría antes de que lo consiguieran. Reyn sabía que morirían allí, y todo en lo que el chico podía pensar era en que tenía hambre.

Reyn sintió ganas de hacerle cobrar algo de conciencia de su situación, pero, en vez de eso, rodeó a Selden con el brazo y dijo para reconfortarlo:

—Alguien debe de haber visto a la dragona. Mi madre y mi hermano se enterarán y encontrarán el lugar de donde vino. Enviarán ayuda. —Dudaba de sus propias palabras—. Descansa un poco.

—Tengo mucha hambre —repitió Selden desesperado. Suspiró—. En cierto modo, ha sido mejor así. He visto el despertar de la dragona. —Se calló, y giró la cabeza para mirar a Reyn de frente.

Reyn dejó que sus propios ojos se cerraran. ¿Podía ser así de simple? ¿Podían simplemente echarse a morir? Intentó pensar en algo lo suficientemente importante como para seguir luchando. Malta. Pero era probable que Malta ya hubiera muerto en algún lugar de la ciudad en ruinas. Antes de conocer a Malta solo se había preocupado por la ciudad que, ahora, yacía por todas partes en montones de escombros. La ciudad nunca le había desvelado sus misterios. Puede que nunca fuese a estar tan cerca de ella como si moría allí y convertía su final en otro de sus misterios. Se dio cuenta de que su corazón repetía las palabras de Selden. Por lo menos había liberado a la dragona. Tintaglia se había despertado a la libertad. Esto era importante, pero no lo suficiente como para seguir viviendo. A lo mejor le daba una razón para morir satisfecho. La había salvado.

Sintió otro leve temblor. Lo siguió un sonido de cascada, el que hizo la tierra suelta de la abertura al caer al barro y salpicar. A lo mejor se hundía todo el techo, proporcionándoles un final rápido.

Un aire fresco cargado di- olor a reptil le barrió la cara. Abrió los ojos para rencontrarse con que la cabeza de Tintaglia, del tamaño de un poni, se asomaba por la obertura de la cámara.

—¿Seguís vivos? —dijo, a modo de saludo.

—¿Has vuelto? —No podía creérselo.

Tintaglia no contestó. Había retirado su cabeza del hueco y ya estaba colocando dentro de la abertura las garras de sus patas delanteras. Piedras, polvo, y trozos de techo llovieron en la cámara. Selden se despertó chillando y buscó la protección de Reyn.

—No, no te preocupes. Creo que intenta rescatarnos

Reyn intentó que su voz sonara reconfortante mientras protegía al chico de los escombros que caían.

A medida que se desprendían la tierra y las rocas, iba creciendo el agujero sobre sus cabezas. Penetró más luz en la cámara.

—Subiros a esto —les ordenó súbitamente Tintaglia.

Seguidamente, metió su cabeza en la cámara; llevaba un tronco de árbol en la mandíbula como si fuera un perro de caza que hubiera ido a buscar un palo. Cada vez que respiraba, las aletas de su nariz emanaban vapor en la fría cámara, y el hedor a reptil los mareaba. Reyn reunió sus últimas fuerzas para levantarse y alzar a Selden de manera que pudiese trepar por el tronco. Reyn lo agarró también. En cuanto lo hubo hecho, Tintaglia los elevó. Un instante después, los había depositado sobre la tierra cubierta de musgo. Se tendieron sobre un solitario montículo de tierra de la selva pantanosa, por encima de la bóveda enterrada. Selden, tambaleante, se alejó del tronco y estalló en llantos de alivio. Reyn vaciló, pero se dio cuenta de que podía tenerse en pie.

—Gracias —le dijo.

—No tienes por qué agradecérmelo. He hecho lo que dije que haría. —Echó luego por la nariz y, por un momento, una ráfaga de vapor ardiente le dio calor—. ¿Ahora viviréis? —Tenía mucho más de afirmación que de pregunta.

Comenzaron a temblarle las piernas, y se arrodilló para no desfallecer.

—Si conseguimos volver pronto a Casárbol. Necesitamos comida. Y calor.

—Supongo que podría llevaros hasta allí —concedió, a su pesar.

—Gracias a Sa —murmuró Reyn más fervorosamente que nunca.

Se levantó, y fue hasta Selden dando tumbos. Se agachó para agarrar al muchacho y trató de elevarlo, pero se dio cuenta de que no tenía fuerzas suficientes ni para poner en pie a Selden. Avanzó, tambaleándose, hacia Tintaglia, medio arrastrando al chico.

—Estoy agotado —le dijo Reyn—. Tendrás que agacharte para que podamos subirnos a tu espalda.

La dragona puso los ojos en blanco, dejando ver su desprecio en sus ojos de plata.

—¿Agacharme? —repitió—. ¿Subiros a mi espalda? Me parece que no, humanos.

—Pero... dijiste que nos llevarías a Casárbol.

—Lo haré. No obstante, ninguna criatura me montará jamás, y menos aún un humano. Os llevaré agarrados de los talones. Poneros de pie, juntos, delante de mí. Os recogeré y os llevaré a casa.

Reyn consideró, dudoso, sus escamadas patas delanteras. Tenía uñas de plata, brillantes y afiladas. No veía modo de que pudieran agarrarse lo suficientemente fuerte como para aguantar el viaje sin ser atravesados por ellas. Le echó una ojeada a Selden, para encontrarse con que el rostro del muchacho de nariz respingona reflejaba sus propias dudas.

—¿Estás asustado? —le preguntó, con calma.

Selden reflexionó durante un momento.

—Estoy más hambriento que asustado —decidió.

Se puso derecho. Miró a la dragona de arriba abajo. Cuando sus ojos volvieron a encontrarse con los de Reyn, le resplandecía el rostro. Sacudió la cabeza maravillado.

—Leyendas. Tapices y pinturas. Son tan poca cosa, comparados con el modo en que brilla. Es demasiado fascinante como para desconfiar o sentir miedo. Aun si me matara ahora mismo, seguiría fascinado por su belleza. —Las extravagantes palabras del muchacho chocaron a Reyn.

Selden, respirando profundamente, reunió todas las fuerzas que le quedaban. Reyn sabía lo que debía de estar costándole mantenerse en pie y declarar:

—Dejaré que me lleve.

—¡Oh! ¿Te dejarás? —se burló la dragona con maldad.

Sus ojos brillaban de excitación y de placer debido a las alabanzas del muchacho.

—Nos dejaremos —declaró Reyn con firmeza.

Selden se mantuvo detrás de él, en silencio, pero gritó de asombro cuando la dragona, de repente, se levantó sobre sus patas traseras. Los dominaba. Quedarse quieto mientras Tintaglia avanzaba las garras de sus patas delanteras hacia ellos era lo más difícil que Reyn había hecho en su vida. Mantuvo a Selden a su lado, y no se movió mientras la dragona cerraba sus garras sobre ellos. Midió su tamaño con la punta de las uñas, antes de envolverlos en sus garras. Las extremidades de dos de ellas se alojaron inconfortablemente contra la espalda de Reyn, pero no lo atravesaron. Los apretó contra su pecho, igual que hace una ardilla cuando encuentra una nuez, como si fueran su tesoro. Cuando tomó impulso con sus enormes patas traseras y se echó a volar, a Selden se le escapó un grito.

Batió sus alas azuladas, y se fueron elevando. Los árboles se iban haciendo más pequeños. Reyn agachó la cabeza y obtuvo un cuadro vertiginoso de las copas de los árboles que habían dejado por debajo de ellos. Tenía el estómago revuelto, pero, al momento, su corazón se llenó de esperanza. Ante esta nueva perspectiva de las cosas, olvidó casi por completo sus miedos. El valle de la selva tropical, verde y pantanoso quedaba ya lejos por debajo de ellos. La dragona los transportaba más y más arriba, en círculos, lo que le permitía echar ojeadas al río, que serpenteaba entre la exuberante vegetación. Vio que el río tenía un tono de gris más pálido que de costumbre. En ocasiones, después de los terremotos, se volvía blanco y ácido durante días; no había nadie, entonces, en las embarcaciones, que no tuviera los cuidados más absolutos hacia su nave. Cuando el río se emblanquecía, consumía rápidamente la madera.

La dragona ladeó las alas y viraron río arriba. Fue entonces cuando vio y sintió el olor de Casárbol. Vista desde las alturas, la ciudad colgaba de las ramas de los árboles como farolillos decorativos. El humo de las hogueras ascendía en la quietud del aire.

—¡Es aquí! —le gritó a la dragona, contestando a su pregunta no formulada.

Enseguida se dio cuenta de que no habría necesitado decirlo. Agarrado a ella como estaba, sentía como el antiguo vínculo que los ligaba se había reafirmado. Tuvo un presentimiento que lo dejó helado, pero enseguida sintió la respuesta sarcástica de Tintaglia: no tenía que preocuparse. Atacar a los humanos no entraba en sus planes.

Cuando descendieron, haciendo espirales, casi agradeció que su estómago estuviera vacío. Mientras giraban, echó ojeadas a la ciudad y al río, conforme se acercaban a ellos, e incluso una mirada breve a la multitud dispersa que los apuntaba y gritaba de asombro. Sintió el disgusto de Tintaglia al no encontrar ningún espacio llano preparado para el aterrizaje de un dragón. Pero ¿qué clase de ciudad era aquella?

Aterrizaron, a trompicones, en los muelles de la ciudad. Impactaron contra esas plataformas que aparecían y desaparecían según el flujo cambiante del río. La espuma blanca desapareció de los bordes del muelle, lo que provocó que el cercano Kendry se volviera, alarmado. La nao rediviva gruñó, desconcertada. Mientras el muelle emergía de nuevo, Tintaglia abrió sus garras. Reyn y Selden cayeron a sus pies. Pivotó sobre sus patas delanteras, dándoles la espalda, mirando en dirección a la selva.

—Ahora viviréis —afirmó.

—Ahora... viví... remos —jadeó Reyn.

Selden estaba pasmado.

Reyn cobró conciencia del ruido de las pisadas y de los murmullos de excitación de las conversaciones. Alzó la vista. Una auténtica muchedumbre inundaba los muelles. La mayoría, que venía de cavar la tierra, estaba cubierta de barro. Todos parecían cansados, a pesar de sus rostros maravillados. Unos pocos blandían sus herramientas de excavación como si fueran armas. Todos se detuvieron al final del muelle. Los murmullos de incredulidad crecieron hasta convertirse en un estruendo confuso mientras las gentes miraban, pasmadas, y señalaban a Tintaglia. Reyn vio por el rabillo del ojo cómo su madre se abría camino, a codazos, entre la multitud. Cuando alcanzó la primera fila de intimidados espectadores, se separó del grupo y avanzó con precaución hacia la dragona. Entonces lo vio, y perdió todo interés en la bestia.

—¿Reyn? —preguntó sin llegar a creérselo—. ¡Reyn! —Su voz se quebró—.¡Estás vivo! ¡Gracias a Sa!

Corrió hacia él y se arrodilló a su lado.

Se incorporó para cogerle la mano.

—Vive —dijo—. Yo tenía razón. La dragona está viva.

Antes de poder hablar, Jani fue interrumpida por un prolongado gemido. Reyn vio como Keffria se deshacía de los grupos de espectadores y recorría el muelle hasta llegar donde estaba Selden. Se arrodilló junto a él, y lo abrazó.

—Oh, gracias a Sa, vive. Pero ¿qué ha sido de Malta? ¿Dónde está Malta, dónde está mi hija?

Reyn pronunció las difíciles palabras:

—No la encontré. Temo que muriera en la ciudad.

El llanto brotó de la garganta de Keffria hasta tornarse en un grito agudo, como el del viento que arrecia.

—¡No, no, no! —gimió.

Selden palideció. Los rasgos del fuerte muchachito que había acompañado a Reyn durante aquella traumática experiencia volvieron a dibujar un rostro de niño. Añadió sus sollozos al llanto de su madre.

—¡Mamá, mamá, no llores, no llores! —Le sacudió el cuerpo, pero no consiguió que le hiciera caso.

—Aquella a la que llamáis Malta no está muerta —interrumpió la dragona, cortante—. Detened vuestras lamentaciones y dejad de regodearos en la autocompasión.

—¿No está muerta? —exclamó Reyn.

Selden repitió sus palabras, como un eco. Tomó a su madre entre sus manos y sacudió su cuerpo.

—Mamá, escucha, ¿no has oído lo que ha dicho la dragona? Ha dicho que Malta no está muerta. Deja de llorar, Malta no está muerta. —Le dedicó una mirada radiante a Tintaglia—. Puedes creer a la dragona. Cuando me transportó, ¡pude sentir toda su sabiduría a través de mi piel!

Detrás de ellos, en los muelles, el barullo de las conversaciones ahogó las palabras de Selden. Algunos exclamaban con asombro:

—¡Ha hablado! ¡La dragona ha hablado! ¿Oíste eso? —Otros asentían, sorprendidos, mientras que algunos otros les preguntaban a sus amigos a qué se referían—. No he oído nada. Ha resoplado, eso es todo.

Los ojos de plata de Tintaglia se volvieron grises de disgusto.

—Sus mentes son tan simples que no pueden ni conectar con la mía. ¡Humanos! —Extendió su largo cuello—. Aléjate, Reyn Khuprus. Ahora ya he cumplido contigo y con los de tu especie. He cumplido con el vínculo que nos unía.

—¡No! ¡Espera! —Reyn se liberó con brusquedad de su madre, cogida de su brazo. Agarró valientemente la punta de una garra del ala centelleante de Tintaglia—. No te puedes marchar aún. Dijiste que Malta todavía vive. Pero ¿dónde está? ¿Cómo sabes que está viva? ¿Está a salvo?

Tintaglia tiró de la punta de su ala, tratando, en vano, de librarse de él.

—Como bien sabes, Reyn Khuprus, Malta y yo estuvimos conectadas durante un tiempo, y todavía puedo sentirla, levemente. En cuanto al lugar en donde se encuentra, lo ignoro, excepto que sé que está flotando sobre las aguas. En el río, supongo, por el miedo que tiene. Está hambrienta y sedienta. Por lo demás, no sabría decir si está herida de alguna manera.

Reyn se arrodilló ante la dragona.

—Llévame hasta ella, te lo ruego. Si así lo quieres, estaré eternamente en deuda contigo, pero tienes que hacer esto por mí.

El regocijo atravesó la cara de la dragona. Lo supo por las veloces espirales que se arremolinaban en sus ojos, y por el aleteo de su nariz.

—No necesito tus servicios, humano. Y tu compañía me aburre. Buen viaje. —Levantó sus alas y comenzó a abrirlas—. Aléjate de mí, si no quieres que te derribe.

En lugar de eso, Reyn se abalanzó sobre ella. Pero sus manos no tenían por dónde agarrar el elegante cuerpo escamado. Se arrojó sobre su pata delantera, y la envolvió con los brazos, como si fuera un niño abrazando a su madre. Pero sus palabras estaban llenas de fuerza y de cólera.

—¡No puedes marcharte, dragona Tintaglia! No puedes irte y dejar morir a Malta. Sabes que hizo tanto como yo para liberarte. Se abrió para recibir los recuerdos de la ciudad. Descubrió cómo se abría el Gran Muro. Si no fuera porque te encontró, ¡ahora estarías enterrada! ¡No puedes ignorar lo que lo debes! ¡No puedes!

Estaba al tanto de las preguntas confusas y de la conversación que mantenían Selden, Keffria, y su madre, detrás de él. No le importaba aquello que pudieran oír de pasada, ni le importaba lo que les contara el chico. En ese momento, solo podía pensar en Malta.

—El río se está volviendo blanco —dijo, dirigiéndose de nuevo a la dragona—. Las aguas blancas consumen las naves. Si está en el río, sobre un tronco de árbol, o en un barquito, el agua lo devorará, y después a ella. Morirá porque se aventuró dentro de la ciudad para intentar salvarte.

La cólera de la dragona era tan grande que sus ojos giraron en espirales plateadas con reflejos escarlata. Exhaló una cálida ráfaga de vapor que por poco lo derriba. Después lo levantó con una sola zarpa, como si fuera un muñeco relleno de serrín. Cerró las garras sobre su pecho, dolorosamente. Apenas podía respirar.

—¡De acuerdo, insecto! —siseó—. Te ayudaré a encontrarla. Pero después de esto, mi relación contigo y con los tuyos habrá terminado. Por mucho bien que ella y tú hayáis podido hacerme, tus parientes han cometido graves ofensas contra mi especie.

Lo mantuvo alzado y lo llevó hacia la nao rediviva. El Kendry estaba mirándolos, y su rostro parecía el de un moribundo.

—¡No pienses que no lo sé! ¡Reza porque lo olvide! ¡Reza por no volver a verme jamás cuando acabe este día!

No tuvo tiempo de tomar aire para contestar, y ella tampoco esperó palabra alguna. Dio un salto, y se elevó hacia los cielos. Los repentinos tambaleos de los muelles derribaron a los que se había aventurado hasta ellos. Reyn oyó el grito de lamentación de su madre mientras la dragona se lo llevaba de su lado. A continuación, todo sonido en sus oídos fue sustituido por el viento ligero que desplazaban en su ascenso.

No se había percatado, antes de ese momento, del cuidado que Tintaglia había tenido con él y con Selden en su anterior vuelo. Ahora se elevaba tan deprisa que la sangre se le subía a la cabeza y se le taponaban los oídos. Su estómago debía de andar ya muy por debajo de ellos. Podía sentir la furia en el interior de la dragona. La había avergonzado delante de humanos utilizando su nombre. Les había revelado su nombre a esos otros que no tenían derecho a saberlo.

Abrió la boca para hablar, pero no podía decidir las palabras adecuadas que debía pronunciar. Puede que disculparse fuera un error tan grande como decirle que le debía su vida a Malta. Dejó su lengua quieta y se concentró en intentar que las garras de Tintaglia aflojaran sus costillas.

—¿Quieres que las afloje, Reyn Khuprus? —se burló la dragona.

Abrió sus garras, pero, antes de que pudiera resbalar por ellas hacia una muerte segura, las cerró de nuevo. Pese a que Reyn gritara, aterrorizado, Tintaglia prosiguió el ascenso, ladeando el cuerpo para formar amplias espirales sobre el río. Las tierras selváticas que tenían por debajo de ellos formaban una alfombra de musgo en la que el río no era más que un lazo blanco. Musitó para sus adentros.

—Los ojos de una dragona no son como los ojos de un ave de rapiña, pequeña criatura de carne. Desde aquí, veo todo lo que necesito ver. No se encuentra en este lugar. El río ha debido de arrastrarla. La encontraremos —dijo la dragona, de mala gana, para reconfortarlo.

Empezó a batir rítmicamente sus enormes alas, siguiendo el curso del río.

—Baja más —le pidió Reyn—. Déjame buscarla con mis propios ojos. Si está cerca de la orilla, puede que los árboles la oculten. Por favor.

No le contestó, pero descendió tan deprisa que a Reyn se le nubló la vista. Volaron río abajo. Se mantuvo cogido a sus garras con las dos manos, y procuró escudriñar ambos lados de la vega del río. Volaban demasiado deprisa. Intentó creer que la dragona, con sus sentidos agudos, encontraría a Malta aunque él no la viera, pero, después de un tiempo, le pudo la desesperación. Habían ido demasiado lejos. Si no la habían encontrado aún, era porque ya no estaba.

—¡Allí! —exclamó de repente Tintaglia.

Fijó la vista, pero no vio nada. Tintaglia se inclinó y dio la vuelta con la destreza de una golondrina, llevándolo de vuelta al tramo de río del que venían.

—Allí. En esa barquita, con otros dos. Próximos al canal central. ¿La ves ahora?

—¡La veo!

La alegría brotó en su interior, seguida rápidamente por el horror. La habían encontrado y, mientras Tintaglia lo acercaba cada vez más, vio que Malta estaba con el sátrapa y su compañera. Pero que la viese no significaba que la hubiera rescatado.

—¿Puedes cogerla de la barca? —le preguntó a la dragona.

—A lo mejor. Si en el proceso te suelto a ti y vuelco la barca. Existe una posibilidad de que pueda agarrarla sin romperle más que las costillas. ¿Es esto lo que deseas?

—¡No! —dijo, rotundamente—. ¿Pueden nadar los dragones? ¿Podrías aterrizar sobre el río, cerca de ella?

—¡No soy un pato! —Era evidente que estaba disgustada—. Cuando los dragones deciden entrar en contacto con el agua, no se detienen en la superficie, sino que se sumergen hasta el fondo, y luego emergen de nuevo hacia los cielos. No creo que disfrutaras de la experiencia.

Se agarró a un clavo ardiendo.

—¿Puedes dejarme caer dentro de la barca?

—¿Para hacer qué? ¿Ahogarte con ella? No seas inconsciente. El viento que desatan mis alas volcaría la barca antes de que estuvieras lo suficientemente cerca como para que te dejara caer en ella. He cumplido con mi parte, humano. La he encontrado para ti. Ahora que sabes dónde está, salvarla es asunto tuyo y de los otros humanos. Mi presencia en su vida ha terminado.

No se había quedado tranquilo. Había visto el rostro de Malta girarse hacia ellos mientras volaban sobre ella. El poder de su imaginación casi había hecho que la oyera implorar que la rescataran. Aun así, la dragona estaba en lo cierto. No podían hacer nada por Malta sin exponerse todos a un peligro mayor.

—Llévame de vuelta a Casárbol, rápido —imploró—. Si el Kendry sale ahora en su busca, desplegando todas las velas que pueda, sería posible alcanzar la barca antes de que el río la engullera.

—¡Un plan inteligente! —dijo sarcásticamente la dragona—. Habrías sido aún más brillante sí hubieras zarpado de inmediato en la nao, en vez de venir conmigo. Te dije que estaba en el río.

La lógica fría de la dragona era descorazonadora. Reyn no podía pensar en nada que decirle. Una vez más, sus alas batieron poderosamente, elevándolos por encima de la cobertura selvática. La tierra corría velozmente por debajo de ellos, mientras lo llevaba de vuelta hacia Casárbol.

—¿No existe ningún modo en que puedas ayudarme? —preguntó lastimosamente mientras giraban en círculos sobre la ciudad.

La muchedumbre que estaba en los muelles corrió hacia la orilla cuando la vio. Los vientos que creaba con sus enormes alas mientras descendía, despacio, abofetearon al Kendry. Sus cuartos traseros absorbieron de nuevo el impacto de su aterrizaje, al tiempo que el muelle se hundía y se doblaba bajo su peso. Lo levantó, entre sus garras, estirando el cuello y girando la cabeza para centrar en él uno de sus enormes ojos de plata.

—Humano insignificante, soy una dragona. Soy la última dama de los Tres Reinos. Si alguno de mi especie resurge, en cualquier lugar, tengo que buscarlo y ayudarle. No puedo preocuparme por una criatura tan ínfima como tú. Hazlo lo mejor que puedas, por tu cuenta. Me voy. Dudo de que nos volvamos a encontrar.

Lo dejó sobre sus pies. Si había intentado ser amable, no lo había conseguido. Mientras avanzaba, tambaleante, sintió un impacto repentino en la mente más que en el cuerpo. De pronto sintió, atemorizado, como si se hubiera olvidado de algo de vital importancia. Y entonces cayó en la cuenta de que lo que había perdido era su vínculo mental con la dragona. Tintaglia se había separado de él. La pérdida lo abrumó. Parecía que ese vínculo había estado alimentándolo porque, ahora, de pronto, sentía el hambre, la sed, y la extenuación. Se esforzó por andar unos pasos más, antes de caer de rodillas. Menos mal que estaba en el suelo porque, de lo contrario, se habría caído cuando la dragona hizo temblar el muelle, al tomar impulso para despegar hacia los cielos. Al batir las alas, el hedor del reptil le llegó por última vez. Por alguna razón que no logró comprender, sus ojos se llenaron de lágrimas ante su marcha.

El muelle siguió oscilando durante un tiempo largo. Cobró conciencia de que su madre estaba arrodillada junto a él. Hundió la cabeza de Reyn en su regazo.

—¿Te atacó? —preguntó—. Reyn. Reyn, ¿puedes hablar? ¿Estás herido?

Inspiró profundamente.

—Prepara al Kendry para que zarpe inmediatamente. Tenemos que surcar el río a toda velocidad. Malta, el sátrapa y su compañera... en una barquita. —Se detuvo, de repente. Ya no conseguía ni juntar palabras, de lo agotado que estaba.

—¡El sátrapa! —exclamó un hombre, cerca de ellos—. ¡Alabado sea Sa! Si todavía vive y podemos recuperarlo, entonces no está todo perdido. Apresuraos, al Kendry. ¡Preparadlo para zarpar!

—¡Enviad a un médico! —La voz de Jani Khuprus se elevó por encima de los murmullos que acaban de despertarse—. Quiero que Reyn sea transportado a mis aposentos.

—No. No. —Se agarró débilmente al brazo de su madre—. Tengo que ir con el Kendry. Tengo que saber que Malta está sana y salva antes de poder descansar.