Capítulo 2
Mercaderes y traidores

Solo la alertaron los ligeros crujidos de unas pisadas. Ronica se agachó y se quedó inmóvil, en la huerta. El sonido venía de la calle. Cogió su cesta de nabos y se escondió en el refugio que formaba la pérgola de uvas. El movimiento repentino hizo que sus músculos protestaran enérgicamente, con múltiples espasmos, pero los ignoró. Era mejor que cuidara de su vida que de su espalda. Dejó la cesta a sus pies, sin hacer ruido. Contuvo la respiración mientras trataba de ver a través de las hojas de las viñas, hojas que eran del tamaño de una mano. Desde su escondite, pudo distinguir a un hombre joven que se acercaba a la entrada principal de la casa. La capa que lo cubría disimulaba su identidad, y sus maneras furtivas revelaban sus intenciones.

Subió por las escaleras cubiertas de hojarasca. Vaciló ante la puerta, y sus botas rechinaron sobre los cristales rotos, mientras se esforzaba por ver el interior de la casa a oscuras. Empujó la puerta de entrada, que estaba entreabierta. La puerta chirrió, y él se deslizó con sigilo dentro de la casa.

Ronica respiró profundamente y consideró la situación. Era probable que solo fuera un ratero que hubiera venido a ver si quedaba algo que saquear. Pronto se daría cuenta de que no lo había. Lo que no se habían llevado los chalazos, se lo habían llevado los vecinos. Merodearía por la casa devastada, y luego se iría. No quedaba nada en la casa que mereciese que ella se arriesgara. Si se enfrentaba a él, podía herirla. Trató de convencerse de que no ganaría nada con ello. A pesar -de todo, se encontró con que estaba sosteniendo el garrote, que era ahora su fiel compañero, mientras avanzaba hacia la puerta principal del hogar familiar.

Sus pies no hicieron ningún ruido cuando sortearon cuidadosamente los escalones repletos de escombros y de pedazos de cristal. Trató de ver si el intruso estaba cerca de la puerta, pero este estaba fuera del alcance de su vista. En silencio, se deslizó dentro del recibidor. Allí se quedó inmóvil, a la escucha. Oyó abrirse una puerta, en algún lugar del interior de la casa. Este villano parecía saber a dónde iba. Entonces, ¿era alguien a quien conocía? Si acaso lo era, ¿tenía buenas intenciones? Consideró que aquello era poco probable. Ya no confiaba en viejos amigos ni en sus alianzas. No consiguió pensar en nadie que pudiera esperar encontrarla en casa.

Había huido del Mitonar semanas atrás, el día posterior al baile de verano. La noche anterior, la tensión del ambiente con los mercenarios chalazos había aflorado en el puerto. Se habían extendido entre los diferentes grupos rumores de que los chalazos estaban ensayando un desembarco, mientras los viejos mercaderes estaban concentrados en sus fiestas. Era un complot de los nuevos mercaderes para secuestrar al sátrapa y derrocar al Mitonar, y el rumor corrió. No hacía falta más para que se avivaran las tensiones y los disturbios. Los viejos y los nuevos mercaderes se habían enfrentado los unos contra los otros, y ambos, en el puerto, contra los mercenarios chalazos. Atacaron e incendiaron los barcos; y los muelles de aduanas, símbolos de la autoridad del sátrapa, ardieron de nuevo. Esta vez, sin embargo, el fuego se extendió hasta la ciudad en vilo. Los nuevos mercaderes, en su arranque de ira, quemaron las mejores tiendas de la calle de los Territorios Pluviales. En señal de venganza, los almacenes de los nuevos mercaderes fueron arrasados, tras lo cual alguien hizo arder la Explanada de los mercaderes del Mitonar.

Entretanto, la batalla en el puerto batía en pleno. Los galeones chalazos que habían arribado en el puerto haciéndose pasar por patrulleros de naves jamaillias formaron el brazo de una tenaza. Las naves chalazas que habían traído al sátrapa hicieron el otro. Las naos redivivas del Mitonar, las naves de comercio, y las mayores naves de pesca de los inmigrantes de las Tres Naves, quedaron atrapadas entre medias. Al final, los pequeños barcos del pueblo de las Tres Naves habían cambiado el rumbo de la batalla. En la oscuridad, las diminutas embarcaciones de los pescadores podían acercarse a los enormes barcos de pesca de los chalazos. De repente, ollas de aceite y alquitrán hirviendo impactaron contra los cascos de las naves, o cayeron sobre las cubiertas. Las naves chalazas estuvieron entonces demasiado ocupadas en apagar los fuegos como para contener a las naves del puerto. Del mismo modo en que los mosquitos acosan a los toros, las diminutas embarcaciones habían persistido en su ataque contra las naves, bloqueando así la entrada del puerto. Los luchadores de los muelles y del Mitonar miraban horrorizados a sus propios barcos, traídos desde Bahía Comercio. De pronto, los invasores, aislados, se encontraron luchando por sus vidas. La batalla había continuado con las naves del Mitonar persiguiendo a los chalazos hasta aguas abiertas.

En el transcurso de la mañana siguiente, después de que el rumor de los disturbios y de la insurrección se hubiese apagado, el humo serpenteaba por entre las calles con la brisa veraniega. En poco tiempo, los mercaderes del Mitonar recuperaron el control de su puerto. Durante la tregua, Ronica había instado a su hija y a sus nietos a que escaparan a los Territorios Pluviales para refugiarse allí. Keffria, Selden, y Malta, que estaba herida, habían logrado escapar en una nao rediviva. Ronica se había quedado atrás. Tenía algunos asuntos personales que resolver antes de encontrarse un refugio. Había ocultado los papeles de la familia en el escondite que Ephron había ideado hacía tiempo. Después, ella y Rache se habían apresurado a juntar ropa y comida, y se habían encaminado hacia la granja. Esta posesión particular de la familia Vestrit estaba lejos del Mitonar, y era lo suficientemente humilde como para que Ronica pensara que allí estarían a salvo.

Ronica se había desviado un poco aquel día para volver allí donde le habían tendido una emboscada al carruaje de Davad Restart la noche anterior. Había abandonado la carretera, descendido por la ladera boscosa de la colina, y sobrepasado el carruaje volcado hasta llegar al cuerpo de Davad. Lo había cubierto con unas ropas, ya que no tenía el vigor suficiente como para cargar con su cuerpo y que pudiera ser enterrado. Davad se había mantenido alejado de su numerosa familia, por lo que Ronica tenía en mente algo mejor que pedirle ayuda a Rache para el entierro. Esta última condolencia era lo único que Ronica podía ofrecerle a un hombre que había sido un amigo leal durante la mayor parte de su vida, además de una peligrosa responsabilidad para ella en estos últimos años. Trató de encontrar algo que decir sobre su cuerpo, pero terminó por negar con la cabeza.

—No eras un traidor, Davad. Lo sé. Eras codicioso, y tu codicia te volvió imprudente, pero jamás creeré que traicionaras deliberadamente al Mitonar.

A continuación, había desandado el camino hasta la carretera, no sin dificultad, para reunirse de nuevo con Rache. La sirvienta no dijo nada del hombre que la había condenado a la esclavitud. Si la muerte de Davad le procuraba algún tipo de satisfacción, no la exteriorizó. Ronica le estaba agradecida por ello.

Los galeones y los barcos de pesca chalazos no volvieron de inmediato a Bahía Comercio. Ronica había creído que se instauraría la paz. En su lugar, comenzó una batalla aún más terrible entre los viejos y los nuevos mercaderes, al volverse los vecinos los unos contra los otros y al atacar, quienes no debían fidelidad a nadie, a aquellos otros a los que la batalla entre civiles había debilitado. Los incendios fueron estallando a lo largo del día. Mientras escapaban del Mitonar, Ronica y Rache atravesaron casas en llamas y vagones de tren volcados. Las carreteras estaban llenas de refugiados. Los nuevos mercaderes y los viejos mercaderes, los criados y los esclavos fugados, los comerciantes y los ladrones, así como el pueblo de pescadores de las Tres Naves: todos huían de la extraña guerra que se había desatado allí en medio. Incluso aquellos que abandonaban el Mitonar se enfrentaron entre sí mientras escapaban. Los grupos se arrojaron insultos. La alegre diversidad de la ciudad soleada del azulado puerto se había hecho pedazos. Los sacos de comida de Ronica y de Rache se esfumaron mientras dormían: les fueron robados durante su primera noche en la carretera. Prosiguieron su viaje, pensando que tendrían resistencia suficiente como para llegar hasta la granja, incluso sin comida. Las gentes de la carretera contaban que los chalazos habían vuelto y que todo el Mitonar ardía en llamas. En el atardecer del segundo día, varios jóvenes encapuchados las abordaron, exigiéndoles que les entregaran sus objetos de valor. Cuando Ronica contestó que no tenía ninguno, los rufianes la tiraron al suelo y registraron su bolsa llena de ropa, antes de arrojar sus pertenencias a la carretera polvorienta, con un gesto de desprecio. Vieron a otros desplazados apresurar el paso mientras trataban de no mirarlas. Ninguno las ayudó. Los hombres de la carretera amenazaron a Rache, pero la esclava aguantó, estoicamente. Finalmente, los bandidos las dejaron en paz para perseguir a una víctima más rica: un hombre que iba con dos sirvientas y una pesada carretilla llena hasta los topes. Las dos sirvientas habían escapado de los ladrones, dejando solo al hombre, que gritaba y suplicaba mientras los maleantes saqueaban su carretilla. Rache había tirado desesperadamente del brazo de Ronica para alejarla de allí.

—No podemos hacer nada. Tenemos que salvar nuestras propias vidas.

Sus palabras resultaron ser inciertas, lo que se demostró a la mañana siguiente. Se encontraron con los cuerpos de la mujer de la tienda de té y de su hija. Otras gentes que estaban huyendo pasaban cerca de los cuerpos a paso ligero, sin detenerse. Ronica no pudo hacerlo. Se detuvo para examinar el rostro deformado de la mujer. No conocía su nombre, pero recordaba que tenía un puesto de té en el Gran Mercado. Su hija siempre había atendido a Ronica con una sonrisa. No habían actuado como mercaderes, viejas o nuevas, sino como gente humilde que había venido a la deslumbrante ciudad del comercio, y que se había convertido en una pequeña parte de la diversidad del Mitonar. Ahora estaban muertas. No habían sido los chalazos los que habían acabado con esas mujeres, habían sido las gentes del Mitonar.

Ese fue el momento en el que Ronica se dio la vuelta y volvió al Mitonar. No podía explicarle el porqué a Rache, e incluso la había animado a ir a la granja sin ella. Aún ahora, Ronica era incapaz de racionalizar su decisión. A lo mejor pensaba que no podía ocurrirle nada peor que lo que ya le había ocurrido. Volvió para encontrarse con que su propia casa había sido destrozada y saqueada. Ni tan siquiera el descubrimiento de la pintada «Traidores», en la pared del estudio de Ephron, podía ya causarle una mayor sensación de angustia. El Mitonar que había conocido había desaparecido para no volver. Si todo iba a perecer, podía ser que lo mejor fuera morir con ello.

Aun así, ella no era una mujer que se rindiera fácilmente. En los días siguientes, ella y Rache se establecieron en la cabaña del jardinero. Vistas desde fuera, sus vidas eran extrañamente normales. Los combates proseguían en la ciudad, colina abajo. Desde el piso más alto de la casa, Ronica solo podía echar ojeadas al puerto y a la ciudad. Por dos veces, los chalazos trataron de tomar la ciudad. En ambas ocasiones, fueron expulsados. A menudo, los vientos nocturnos traían con ellos el sonido de las batallas y el olor del humo. Parecía que nada de eso iba ya con ella.

Resultaba sencillo mantener la pequeña cabaña limpia y caliente, y su humilde apariencia hacía que no fuera un objetivo para los vagabundos saqueadores. Cubrían sus limitadas necesidades gracias al huerto desatendido y a los pollos que quedaban. Buscaron en la playa montones de madera, que ardían con llamas verdes y azules en sus pequeños corazones. Cuando llegara el invierno, Ronica no sabía lo que haría. Morir, suponía. Pero no moriría así como así, ni pediría clemencia. No. Moriría luchando.

Era esa misma tenacidad la que hacía que ahora avanzara con sigilo por el recibidor, buscando al intruso. Agarró el garrote con las dos manos. No sabía lo que haría cuando se enfrentara con el hombre. Simplemente quería saber qué era lo que motivaba a este solitario oportunista que se movía con tanto secretismo por su casa abandonada.

La mansión ya estaba adquiriendo el olor polvoriento del desuso. Las mejores posesiones de la familia Vestrit habían sido vendidas previamente durante el verano, para financiar el rescate de su nao rediviva, secuestrada por los piratas. Los tesoros que quedaron fueron los que tenían un valor más sentimental que monetario: baratijas y curiosidades, recuerdos de los tiempos en que Ephron pescaba; un jarrón antiguo que había pertenecido a su madre; una estantería que Ephron y ella habían elegido juntos, de recién casados... Ronica dejó de hacer ese inventario mental. Ahora no quedaba nada: todo estaba roto, o había sido robado por gente que no tenía ni idea de lo que aquellos objetos representaban. Déjalos ir. Conservaba el pasado en su corazón, no necesitaba ningún objeto físico que se lo recordara.

Avanzó de puntillas, cruzando varias puertas, cuyas bisagras habían saltado. Mientras se apresuraba tras el encapuchado, solo echó una mirada al patio interior, donde había tiestos volcados y plantas marchitas esparcidas por el suelo. ¿Dónde estaba yendo? Cuando entró en la habitación, Ronica le echó una ojeada a su capa.

¿La habitación de Malta? ¿El dormitorio de su nieta?

Ronica se acercó más, sigilosamente. Estaba murmurando para sus adentros. Se atrevió a lanzar un vistazo rápido; luego entró valientemente en la habitación y preguntó:

—Cerwin Trell, ¿qué estás haciendo aquí?

El joven gritó salvajemente y pegó un brinco. Había estado arrodillado ante la cama de Malta. Una rosa roja descansaba sobre su almohada. Se quedó mirando a Ronica, con la cara pálida y las manos sobre el pecho. Movió la boca, pero no salió ningún sonido de ella. Desplazó su mirada hasta el garrote que Ronica tenía en su mano y palideció aún más.

—Oh, siéntate —exclamó Ronica, exasperada. Tiró el garrote a los pies de la cama y siguió su propia orden—. ¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó, cansada. Estaba segura de que conocía la respuesta.

—Estás viva —dijo Cerwin, en voz baja. Se llevó las manos a la cabeza y se frotó los ojos. Ronica se dio cuenta de que se estaba esforzando por esconder sus lágrimas—. ¿Por qué no?... ¿Malta también está viva? Todos dijeron que...

Cerwin se hundió en la cama, junto a la rosa. Posó su mano, con dulzura, sobre la almohada de Malta.

—Oí que te habías ido del baile con Davad Restart. Todos saben que le tendieron una emboscada. Solo andaban tras el sátrapa y Restart. Eso es lo que dijeron todos, que te habrían dejado en paz si no hubieras estado viajando con Restart. Sé que Restart está muerto. Algunos dicen saber lo que le pasó al sátrapa, pero no lo cuentan. Cada vez que pregunto por Malta y por el resto de vosotros... —De repente, le tembló la voz, y se puso colorado, pero hizo el esfuerzo de seguir—. Dijeron que erais unos traidores, que estabais compinchados con Restart. El rumor dice que planeasteis entregar al sátrapa a los nuevos mercaderes, que querían matarlo. Luego los mercaderes del Mitonar serían acusados de haberle dado muerte, y Jamaillia enviaría a mercenarios chalazos a que tomaran el control de nuestro pueblo y se lo entregaran a los nuevos mercaderes.

Vaciló, y después se armó de valor para continuar.

—Algunos dicen que os llevasteis lo que os merecíais. Dijeron cosas horribles y yo... yo pensé que estabais todos muertos. Grag Tenira defendió a vuestra familia, diciendo que nada de eso tenía sentido. Pero desde que se marchó en la Ofelia para ayudar a proteger la desembocadura del río Pluvia, nadie os ha defendido. Lo intenté, una vez, pero... soy joven. Nadie me escucha. Mi padre se enfada conmigo solo por mencionar a Malta. Cuando Delo lloró por ella, la encerró en su habitación y dijo que la azotaría si volvía a pronunciar su nombre. Y nunca antes había azotado a Delo.

—¿De qué tiene miedo? —preguntó Ronica con brusquedad—. ¿Esa gente os va a tachar de traidores por preocuparos de lo que les ocurrió a vuestros amigos?

Cerwin asintió con la cabeza.

—Padre se disgustó cuando Ephron acogió a Brashen, después de que nuestra familia lo hubiese repudiado. Luego le nombrasteis capitán del Paragon y lo enviasteis a buscar a la Vivacia, como si de verdad creyerais que pudiese salvarla. Padre se lo tomó como si estuvierais tratando de ponernos en evidencia, de probar que enderezasteis al hijo que dimos por perdido.

—¡Vaya sinsentido! —exclamó Ronica, disgustada—. No hice nada de eso. Brashen se enderezó él solo, y tu padre debería estar orgulloso de él en vez de estar enfadado con los Vestrit. Pero ¿significa esto que se alegra de que nos hayan colgado la etiqueta de traidores?

Cerwin miró al suelo, avergonzado. Los ojos oscuros que finalmente se encontraron con los de ella eran muy parecidos a los del hermano mayor de este.

—Me temo que estás en lo cierto. Pero, por favor, no dejes que me torture más la duda. ¿Pudo huir Malta? ¿Se está escondiendo aquí contigo?

Ronica meditó largo rato. ¿Cuánta verdad podía contarle? No tenía ninguna gana de torturar al muchacho, pero no pondría en peligro a su familia por nada en el mundo.

—La última vez que vi a Malta, estaba herida, pero no muerta. Su madre, su hermano, y ella están escondidos en un lugar seguro. Y esto es todo lo que te voy a contar.

No admitió que ella misma sabía poco más que lo que había contado. Se habían marchado con Reyn, el pretendiente de Malta. Si todo había ido según lo planeado, entonces habrían alcanzado el Kendry, huido de Bahía Comercio, y luego navegado por el río Pluvia. Si todo había ido bien, estaban a salvo en Casárbol. El problema era que muy pocas cosas habían ido bien últimamente, y no había manera de que contactaran con Ronica. Todo lo que podía hacer era creer que Sa había sido misericordioso.

El rostro de Cerwin Trell se distendió. Alargó la mano para tocar la rosa que había dejado sobre la almohada de Malta.

—Gracias —murmuró fervorosamente. A continuación añadió—: Ahora puedo agarrarme a la esperanza.

Ronica reprimió una mueca. Constató que no había sido Delo la que había heredado la tendencia al melodrama de la familia Trell. Cambió de tema.

—Cuéntame lo que está ocurriendo ahora en el Mitonar.

Cerwin pareció asustarse ante esa demanda.

—Bueno, pero no sé mucho. Padre ha mantenido a toda nuestra familia encerrada en casa. Sigue creyendo que, en algún momento, todo pasará, y que luego el Mitonar volverá a funcionar como antes. Se pondría furioso si descubriese que me escabullí. Pero tenía que hacerlo, sabes. —Apretó las manos contra su pecho.

—Vale, vale. ¿Qué viste de camino aquí? ¿Por qué os mantiene encerrados vuestro padre?

El muchacho frunció el ceño y fijó la mirada sobre sus manos, que mantenía sobre el pecho.

—Bueno, ahora mismo el puerto nos pertenece otra vez. Aunque esto podría cambiar en cualquier momento. Las gentes de las Tres Naves nos han estado ayudando, pero como todas las naves están luchando, ninguna está pescando ni trayendo género al mercado. Por eso la comida está empezando a ser muy cara, sobre todo porque muchos de los almacenes fueron quemados.

»Ha habido asaltos y saqueos en el Mitonar. Golpearon y robaron a gente solo por tratar de hacer negocio. Algunos dicen que las culpables son las bandas de nuevos mercaderes, otros, que son los esclavos forajidos que salen a hacerse con todo lo que encuentran. El Gran Mercado está desierto. Los que se atreven a abrir sus puertas para hacer negocio corren muchos peligros. Serilla mandó a la Guardia de la ciudad a hacerse con lo que quedaba en los muelles de Aduanas del sátrapa. Quería que las palomas mensajeras se quedaran aquí, para poder enviar mensajes a Jamaillia y recibir noticias suyas. Pero la mayoría de los pájaros ha muerto, debido el fuego y al humo. Hace poco, los hombres que colocó allí interceptaron a una paloma que regresaba, pero Serilla no compartió las noticias que trajo la paloma. Algunas partes de la ciudad están bajo el mando de los nuevos mercaderes, otras partes están bajo el de los viejos. Las Tres Naves y demás formaciones están entre medias de los otros dos. Por las noches, hay enfrentamientos.

»Mi padre se enfada al ver que nadie está negociando. Dice que los verdaderos comerciantes saben que casi todo puede solucionarse con el precio adecuado. Dice que esto demuestra que la culpa de todo la tienen los nuevos mercaderes, pero está claro que ellos nos echan la culpa a nosotros. Dicen que nosotros secuestramos al sátrapa. Mi padre dice que vosotros ibais a ayudar en el secuestro del sátrapa, para que los nuevos mercaderes pudieran matarlo y luego acusarnos a nosotros de haberlo hecho. Ahora los viejos mercaderes se están peleando entre ellos. Algunos quieren que reconozcamos la autoridad de la compañera Serilla para que pueda hablar en nombre del sátrapa de Jamaillia; otros dicen que ya es hora de que el Mitonar derroque por completo a la autoridad de Jamaillia. Los nuevos mercaderes se quejan de que aún nos regimos por las reglas de Jamaillia, y no van a reconocer la autoridad de Serilla. Golpearon al mensajero que les envió, a pesar de que enarbolaba una bandera de paz, y se lo devolvieron con las manos atadas a la espalda y un rollo de pergamino metido hasta la garganta. En él, se la acusaba de traición y de formar parte del complot para derrocar al sátrapa. Dijeron que la violencia en eI puerto, así como el paso de nuestros aliados chalazos a las líneas enemigas, se debían a que habíamos agredido al sátrapa y a que Serilla había autorizado a los barcos patrulleros. —Se humedeció los labios y añadió—: Amenazaron con ser implacables cuando llegara la hora y la mayor parte de las tropas estuvieran de su lado.

Cerwin hizo una pausa para respirar. Su joven rostro pareció más maduro mientras proseguía.

—Todo es un caos, y no está yendo a mejor. Algunos de mis amigos querían armarse ellos mismos y, simplemente, hacer retroceder a los nuevos comerciantes hasta el mar. Roed Caern dice que deberíamos matar a todo aquel que no quisiera marcharse. Dice que tenemos que recuperar lo que nos han robado. Muchos hijos de viejos mercaderes están de acuerdo con él. Dicen que el Mitonar solo podrá volver a ser el Mitonar cuando se hayan ido los nuevos mercaderes. Algunos dicen que deberíamos acorralarlos y hacerles elegir entre el exilio o la muerte. Otros hablan de represalias secretas contra aquellos que negocien con los nuevos mercaderes, y de quemar sus hogares para obligarles a marcharse. He oído rumores de que, anoche, Caern y sus amigos concluyeron un gran acuerdo —sacudió la cabeza, con tristeza—. Por eso es por lo que mi padre intenta retenerme en casa. No quiere que me implique. —De repente, sus ojos se encontraron con los de Ronica—. No soy un cobarde. Pero no quiero que me acusen de nada.

—En eso, tanto tú como tu padre actuáis sabiamente. Nada se resolverá por esa vía. Solo les proporcionará un argumento para utilizar más violencia. —Ronica sacudió la cabeza—. El Mitonar jamás volverá a ser el Mitonar. —Suspiró y preguntó—: ¿Para cuándo está fijada la próxima reunión del Consejo del Mitonar?

Cerwin se encogió de hombros.

—En realidad, no se ha reunido desde que esto empezó. Al menos, no formalmente. Todos los mercaderes de las naos redivivas están ahí fuera cazando chalazos. Algunos de los mercaderes han huido de la ciudad; otros han blindado sus hogares y no los abandonan nunca. Las cabezas del Consejo se han reunido varias veces con Serilla, pero ella les ha instado a retrasar la convocatoria para una reunión formal. Desea reconciliarse con los nuevos mercaderes, y restaurar la paz utilizando el poder que tiene por ser la representante del sátrapa. También desearía pactar con los chalazos.

Ronica calló por un momento. Apretó los labios. Le parecía que esta Serilla se estaba atribuyendo mucho poder. ¿Cuáles serían las noticias que había ocultado? Seguro que cuanto antes se reuniese el Consejo y trazara un plan para restaurar el orden, antes se curaría la ciudad. ¿Por qué se opondría Serilla a esto?

—Cerwin, dime. Si yo fuese a ver a Serilla, ¿crees que hablaría conmigo? ¿O crees que me mataría por considerarme una traidora?

El joven miró consternado a Ronica.

—No lo sé —admitió—. Ya no sé ni de lo que son capaces mis propios amigos. El mercader Daw fue encontrado ahorcado. Su mujer y sus hijos han desaparecido. Algunos dicen que se suicidó cuando vio que la suerte se le volvía en contra. Otros dicen que lo hizo su cuñado, sin ningún tipo de pudor. Nadie habla mucho de ello.

Durante un rato, Ronica se quedó callada. Podía quedarse aquí acurrucada en lo que quedaba de su casa, sabiendo que si la mataban, la gente no hablaría mucho de ello. O podía encontrar otro lugar en el que esconderse. Pero estaba llegando el invierno, y ya había decidido que no moriría sin luchar. Era posible que lo único que quedara por hacer fuera luchar. Al menos, tendría la satisfacción de poder contar su versión de las cosas antes de que alguien la matara.

—¿Podrías llevarle un mensaje a Serilla por mí? ¿Dónde está viviendo?

—Se ha apoderado de la casa de Davad Restart. Pero, por favor, no me atrevo a llevarle un mensaje. Si mi padre se entera...

—De acuerdo. —Le cortó con brusquedad.

Sabía cómo hacerle sentir vergüenza. Todo lo que tenía que hacer era sugerir que Malta pensaría que era un cobarde si no lo hacía. Pero no utilizaría al muchacho para palparle los ánimos a Serilla. ¿Qué sentido tenía sacrificar a Cerwin para asegurar su propia seguridad? Iría ella misma. Ya se había mantenido oculta por bastante tiempo.

Se levantó.

—Cerwin, vete a casa. Y quédate allí. Escucha a tu padre.

El joven se levantó, despacio. La miró de arriba abajo y luego desvió la vista, avergonzado.

—Tú... ¿Cómo lo estás llevando, lo de estar aquí, tú sola? ¿Tienes comida suficiente?

—Estoy bien. Gracias por preguntar. —Se sintió extrañamente conmovida por su preocupación. Se miró las manos, sucias después de trabajar el huerto, y se miró las uñas, llenas de barro endurecido. Reprimió el impulso que la empujaba a esconder sus manos detrás de su espalda.

El chico inspiró profundamente.

—¿Le dirás a Malta que vine, que estaba preocupado por ella?

—Lo haré. La próxima vez que la vea. Pero puede que eso no sea hasta dentro de mucho tiempo. Ahora vete a casa. A partir de ahora, obedece a tu padre. Estoy seguro de que ya tiene preocupaciones suficientes, y que no necesita que te expongas a ningún peligro.

Eso lo hizo erguirse un poco más. Sus labios esbozaron una sonrisa.

—Lo sé. Pero tenía que venir. No iba a quedarme tranquilo hasta que no descubriera lo que había sido de ella. —Marcó una pausa—. ¿Puedo decírselo también a Delo?

La muchacha era una de las peores cotorras del Mitonar. Pero Ronica decidió que Cerwin no sabía lo suficiente como para constituir una amenaza.

—Puedes. Pero ruégale que se lo guarde para ella. Pídele que no hable de Malta para nada. Ese es el favor más grande que le puede hacer a su amiga. Cuanta menos gente sepa de Malta, más a salvo estará ella.

Cerwin frunció el ceño con dramatismo.

—Claro. Ya veo. —Asintió con la cabeza, para sí mismo—. Bien. Buen viaje, Ronica Vestrit.

—Buen viaje, Cerwin Trell.

Tan solo un mes atrás, hubiera sido impensable que Cerwin se encontrara en esa habitación. En el Mitonar, la guerra civil lo había puesto todo patas arriba. Ronica lo miró marchar, y le pareció que se llevaba con él todo lo que quedaba de esa antigua vida familiar. Todas las reglas por las que Ronica se regía habían caído, Por un instante, se sintió tan desolada y vacía como la habitación en la que se encontraba. A continuación, una extraña sensación de libertad se apoderó de ella. ¿Qué más podía perder? Ephron estaba muerto. Desde entonces, su mundo familiar había ido desmoronándose. Ahora se había desvanecido del todo y solo le quedaba recordar. Ahora podía hacer las cosas a su manera. Quitando a Ephron y a los niños, le importaban muy pocas cosas de su antigua vida.

También podía hacer que su nueva vida fuese interesante, dado que le iba a resultar difícil, de cualquier modo.

Cuando dejó de oír el ruido de pasos sobre las baldosas, Ronica abandonó el dormitorio de Malta y caminó despacito por la casa. Había estado evitando venir hasta aquí desde el día en que regresaron y se encontraron con que la casa había sido saqueada. Ahora se obligaba a atravesar cada una de las habitaciones para observar el cadáver de su mundo. Quedaban los muebles más pesados, y algunas de las estanterías y cortinas. Se habían llevado prácticamente todo lo demás que pudiera tener algún valor o utilidad. Rache y ella habían recuperado algunos utensilios de cocina y útiles de cama, pero habían desaparecido todos los objetos sencillos que les alegraban la vida en la casa. Los platos dispuestos sobre la desnuda mesa de madera no hacían juego, y no tenían sábanas que las protegieran de las ásperas mantas de lana. Aun con esas, la vida seguía.

Cuando fue a correr el pestillo de la puerta de la cocina, se dio cuenta de que un tarro cerrado se había caído y había rodado hasta una esquina. Se agachó para recogerlo. Estaba goteando un poquito. Se lamió el dedo pringoso. Todavía sabía a cerezas. Sonrió amargamente, y luego lo guardó en su regazo. Se llevaría con ella este último dulce.

***

—¿Señora compañera?

Serilla levantó la vista del mapa que estaba examinando. Desde la puerta del estudio, el criado miró con deferencia hacia sus pies.

—¿Sí? —le contestó ella.

—Hay una mujer que desea verla.

—Estoy ocupada. Tendrá que volver en otro momento.

Estaba un poco molesta con él. Debería haber sabido que no quería recibir más visitas ese día. Era tarde, y se había pasado toda el día metida en la atmósfera cargada de una habitación llena de mercaderes, intentando hacerles comprender el sentido de su postura. Discutían por las cosas más evidentes. Algunos seguían insistiendo en que el Consejo tenía que votar el reconocimiento de la autoridad de Serilla sobre ellos. El mercader Larfa había sugerido con rudeza que el Mitonar debía arreglar sus asuntos sin el asesoramiento de Jamaillia. Aquello era de lo más frustrante. Les había enseñado la autorización que había obtenido, previa amenaza, del sátrapa. La había redactado ella misma, y sabía que era incuestionable. ¿Por qué no admitían que detentaba el poder del sátrapa, y que el Mitonar estaba sujeto a su autoridad?

Consultó una vez más la Carta del Mitonar. Hasta el momento, los mercaderes habían podido mantener abierto el puerto, a costa de no realizar ningún intercambio. En esas circunstancias, la ciudad no podría sobrevivir por mucho más tiempo. Los chalazos lo sabían muy bien. No tenían por qué precipitarse a tomar inmediatamente el control del Mitonar. El comercio era la sangre que mantenía vivo al Mitonar, y los chalazos lo estaban estrangulando, de modo lento pero seguro.

Los mercaderes testarudos eran los que se negaban a admitir lo que era obvio. El Mitonar era una colonia solitaria en una costa hostil. Nunca había sido capaz de autoabastecerse. ¿Cómo podría resistir el violento ataque de un país guerrero como Chalaza? Eso era lo que les había preguntado a los líderes del Consejo. Le respondieron que lo habían hecho antes y que lo harían de nuevo. No obstante, aquellas otras veces habían estado respaldados por la autoridad de Jamaillia. Y no habían tenido que lidiar de por medio con nuevos mercaderes, que podían llegar a agradecer una invasión chalaza. Muchos nuevos mercaderes habían estrechado lazos con Chalaza, dado que tenía el mayor mercado de esclavos.

Leyó de nuevo el mensaje de la paloma que Roed Caern había interceptado y llevado hasta ella. Prometía que una flota jamaillia llegaría pronto para vengarse de los corruptos y rebeldes viejos mercaderes que habían asesinado al sátrapa. Serilla se quedó helada solo con pensar en ello. El mensaje había llegado demasiado pronto. Ninguna paloma podía volar tan rápido. Para ella, esto reflejaba la magnitud de la conspiración, que se extendía hasta la propia nobleza de la ciudad de Jamaillia. Quien fuera que hubiese enviado la paloma desde Jamaillia había sabido que el sátrapa sería asesinado y que la culpa recaería sobre los viejos mercaderes. La velocidad con la que contestaron indicaba que habían estado esperando el mensaje.

Lo único que la inquietaba era la magnitud de la conspiración. Aunque pudiera sacar a la luz las fuentes primarias de todo aquello, ignoraba si podría destruirlas. Si tan solo Roed Caern y sus hombres no se hubiesen apresurado tanto la noche en que cogieron al sátrapa. Si Davad Restart y los Vestrit hubiesen sobrevivido, podrían haber contado la verdad. Podrían haber revelado cuáles eran los nobles de Jamaillia que estaban involucrados. Pero Restart estaba muerto y los Vestrit estaban desaparecidos. No obtendría respuestas por esa parte.

Empujó a un lado la Carta y la reemplazó por un espléndido mapa del Mitonar. La obra, finamente entintada e ilustrada, era una de las maravillas que había encontrado en la biblioteca de Restart. Además de las posesiones originales, de todos los viejos comerciantes, entintadas según el color de cada familia, Davad había pintado los principales territorios que reclamaban los nuevos mercaderes. Estudió el mapa, preguntándose si podía dar alguna pista de sus aliados. Frunció el ceño, levantó su pluma, la mojó en tinta, e hizo una anotación para ella misma. Le gustaba el emplazamiento de la colina de la Zarzamora. Haría de ella su residencia de verano una vez que se resolviese todo este conflicto. Había pertenecido a los nuevos mercaderes; seguro que los comerciantes del Mitonar estarían encantados de cedérsela. Y si no, podía simplemente agenciársela, por algo era la representante del sátrapa.

Se reclinó en la inmensa silla, y deseó por un momento que Davad Restart hubiese sido un hombre más pequeño. Para ella, en esta habitación, todo estaba sobredimensionado. En ocasiones, se sentía como una niña que jugaba a ser adulta. En ocasiones, toda la sociedad del Mitonar le hacía sentirse de ese modo. Como si su presencia aquí no fuera más que una pose. Su «poder del sátrapa» era un documento que el sátrapa había firmado bajo coacción cuando estaba enfermo. Todo su poder, todos sus requerimientos de estatus, estaban basados en él. Y su autoridad, a la inversa, estaba basada en la idea de que el sátrapa de Jamaillia gobernaba legalmente en el Mitonar. Cuando advirtió cuánto hablaban de soberanía los mercaderes del Mitonar, se sintió conmocionada. Le hizo suponer que, entre ellos, su supuesto estatus no le valía de mucho. A lo mejor habría sido más sabio posicionarse junto a los nuevos mercaderes. Pero no sería así, si conseguía que al menos alguno de ellos entendiera que los nobles de la ciudad de Jamaillia estaban intentando arrebatarle su autoridad al sátrapa. Si el poder del sátrapa ya era cuestionable en la capital, ¡cuán diluido estaba aquí, en la provincia más alejada!

Era demasiado tarde para acobardarse. Había tomado una decisión y asumía su papel. Ahora, lo único que podía esperar era que lo desempeñara correctamente. Si lo conseguía, el Mitonar sería su hogar para el resto de sus días. Este siempre había sido su sueño desde que, de jovencita, había oído que, en el Mitonar, una mujer podía exigir tener los mismos derechos que un hombre.

Se apoyó un momento sobre los reposabrazos, mientras sus ojos recorrían la habitación. En el corazón del estudio ardía un buen fuego. La luz que desprendía, así como la de las numerosas velas de la habitación, brillaba cálidamente sobre la reluciente madera de la mesa del despacho. Le gustaba esa habitación. Oh, las cortinas eran horrorosas, y los libros de las estanterías estaban, en la mayoría de los casos, gastados y desordenados. Pero todo eso podía ser sustituido. En un principio, el estilo rústico le había parecido inquietante, molesto, pero ahora que los bienes eran suyos, todo aquello le hacía sentir que formaba verdaderamente parte del Mitonar. La mayoría de los hogares de viejos mercaderes que había visto se parecían mucho a este. Podría adaptarse. Meneó los dedos de los pies, dentro de las zapatillas de cálida lana de cordero que llevaba. Habían sido de Kekki, y le iban un poco apretadas. Se preguntó frívolamente si los pies de Kekki estarían fríos en este momento, aunque no dudaba de que los mercaderes de los Territorios Pluviales estarían cuidando bien de sus rehenes nobles. No reprimió la sonrisa de satisfacción. Aun servida en pequeñas dosis, la venganza era dulce. Era probable que el sátrapa aún ignorara que ella había sido quien había organizado su secuestro.

—¿Señora compañera?

Era de nuevo el criado.

—Te dije que tenía trabajo —le recordó.

Los criados del Mitonar no tenían un verdadero concepto de deferencia hacia sus amos. Se había pasado la vida estudiando el Mitonar, pero no había nada en la historia oficial que la hubiese preparado para esa realidad igualitaria. Apretó los dientes, mientras el chico hablaba detrás de ella.

—Le dije a la mujer que estaba usted ocupada —explicó el muchacho—. Pero insistió en que quería verla ahora. Dijo que no tenía usted derecho a ocupar la casa de Davad Restart. Dijo que le daría a usted una oportunidad para explicarse antes de presentar su queja ante el Consejo del Mitonar, en nombre de los herederos legales de Davad.

Serilla tiró su pluma sobre la mesa. Aguantar esas palabras le suponía un gran esfuerzo, y más aún si venían de un criado.

—Davad Restart era un traidor. Perdió todos los derechos sobre sus propiedades al cometer aquellos actos. Esto también incluye las demandas de sus herederos. —De repente se dio cuenta de que se estaba justificando delante de un joven criado. Suavizó su mal genio—. Dile que se marche, que no tengo tiempo para verla, ni hoy, ni ningún otro día.

—Dímelo tú misma, y así tendremos tiempo de discutirlo.

Serilla se quedó pasmada mirando a la anciana que estaba apoyada en el marco de la puerta. Iba vestida de manera sencilla, con ropa gastada pero limpia. No llevaba joyas, pero su cabello lustroso estaba meticulosamente recogido. Su actitud, más que su vestimenta, era lo que manifestaba su estatus de mercader. Le resultó familiar, pero tal y como estaban relacionados los viejos mercaderes del Mitonar, todos casados los unos con los otros, esto no sorprendió a Serilla. La mitad de ellos eran sus primos segundos. Serilla la miró con odio.

—Vete de aquí—le dijo, sin rodeos.

Cogió de nuevo su pluma, para demostrar que seguía tranquila.

—No, no lo haré. No hasta que obtenga lo que quiero. —Había rabia contenida en la voz de la mercader—. Davad Restart no era un traidor. Haciéndole pasar por tal cosa, has utilizado sus pertenencias para tu propio beneficio. Puede que no te importe estar robándole a un muerto, incluso a uno que te abrió las puertas de su casa. Pero yo no he podido soportar tus falsas acusaciones. La familia Vestrit ha sido atacada y casi asesinada, me han echado de mi casa, se han llevado mis pertenencias, y todo por culpa de tus difamaciones. No lo voy a tolerar por más tiempo. Si me obligas a ocuparme de este asunto ante el Consejo del Mitonar, te encontrarás con que, aquí, el poder y la riqueza no dominan a la justicia, contrariamente a lo que pasa en Jamaillia. Las familias de mercaderes eran poco más que ladronas cuando llegamos aquí. Nuestra sociedad se funda en la confianza que tenemos en la palabra de un hombre, independientemente de su riqueza. Nuestra supervivencia se basa en nuestra capacidad para creer en la palabra de otro. Aquí, emitir un falso testimonio es más grave de lo que te puedas imaginar.

¡Tenía que ser Ronica Vestrit! Se parecía a la elegante mujer del baile. Pero todo lo que le quedaba de entonces era la dignidad. Serilla se recordó a sí misma que aquí era ella quien detentaba la autoridad. Mantuvo ese pensamiento flotando en su cabeza hasta que pudo creer realmente en él. No dejaría que nadie cuestionara su supremacía. Cuanto antes resolviera el asunto con la anciana, menos problemas habría para todos. Su memoria la arrastró hacia el pasado, de vuelta a sus días en la corte del sátrapa. ¿Cómo había administrado él tales situaciones? Mantuvo el rostro impasible mientras declaraba:

—Me haces perder el tiempo con esta interminable lista de supuestas ofensas. No me vas a intimidar con tus amenazas y tus implicaciones. —Se recostó en su silla, en un intento por transmitir serenidad y seguridad en sí misma—. ¿Acaso no sabes que te acusan de traición? Venir aquí a atacarme con tus salvajes acusaciones no solo es una temeridad, sino también una ridiculez. Tienes suerte de que no te ponga las cadenas ahora mismo.

Serilla intentó cruzar su mirada con la del joven criado. Este debía entender el gesto como una incitación a que corriese a pedir ayuda. En lugar de eso, se quedó simplemente mirando a las dos mujeres, con ávido interés.

En lugar de acobardarse, Ronica se puso más furiosa.

—Puede que esto funcione en Jamaillia, donde se les rinde culto a los tiranos. Pero esto es el Mitonar. Aquí, mi voz tiene tanto peso como la tuya. No encadenamos a nadie antes de darle la oportunidad de explicarse. Exijo una oportunidad para dirigirme al Consejo de Mercaderes del Mitonar. Quiero limpiar el nombre de Davad, a menos que me enseñen pruebas condenatorias. En cualquier caso, exijo un funeral decente para sus restos mortales.

La anciana entró en la habitación. Tenía los huesudos puños apretados. Recorrió la habitación con la mirada, y su indignación fue creciendo mientras notaba los cambios debidos a la ocupación de Serilla. Sus palabras se volvieron más tajantes.

—Quiero que la casa de Davad sea entregada a sus herederos. Quiero que se limpie mi nombre, y una disculpa por parte de los que pusieron en peligro a mi familia. También espero que me devuelvan mis bienes. —La mujer se acercó más—. Si me obligas a ir al Consejo, allí seré escuchada. Esto no es Jamaillia, compañera. Las quejas de una comerciante, aunque sea una comerciante impopular, no serán ignoradas.

El despistado criado había huido. Serilla deseaba ir hasta la puerta y llamar a los refuerzos. Pero no se atrevía ni a levantarse, por miedo a provocar un ataque. Sus manos traidoras ya estaban temblando. El enfrentamiento la estaba desconcertando. Desde siempre... No. No pensaría en eso ahora, no dejaría que la hiciese sentirse débil. Hacer hincapié en ello sería como concederle a Ronica que había cambiado, irrevocablemente. Nadie podía ejercer este tipo de poder sobre ella. ¡Nadie! Sería fuerte.

—¡Contéstame! —le exigió de pronto la mujer.

Serilla se puso frenética y sus manos esparcieron descontroladamente los papeles por encima de su mesa. La anciana se inclinó sobre la mesa, con los ojos brillantes de ira.

—¿Cómo te atreves a quedarte ahí sentada, ignorándome? Soy Ronica Vestrit, de los mercaderes del Mitonar. ¿Quién te crees que eres para quedarte ahí sentada en silencio y observándome?

Paradójicamente, aquella era la única pregunta que podía sacar a Serilla del pánico que la inmovilizaba. Era una pregunta que se había hecho a menudo. Había ensayado la respuesta en el espejo, que siempre le daba la razón. Se levantó. Su voz solo tembló ligeramente.

—Soy Serilla, compañera del sátrapa Cosgo, y su representante, aquí en el Mitonar. Tenemos los documentos firmados que lo demuestran, documentos que el sátrapa creó específicamente para poder llevar esta situación. Mientras permanezca escondido, por su seguridad personal, mis palabras tendrán el mismo peso que las suyas, mis decisiones serán lo que serían las suyas, y mis reglas las obligaciones a seguir. Yo misma he investigado el asunto de la traición de Davad Restart, y lo he encontrado culpable. Bajo la ley de Jamaillia, todo lo que ganó ha sido confiscado por la Corona. Como yo represento a la Corona, he decidido hacer uso de ello.

Por un momento, la anciana pareció desanimarse. Serilla se envalentonó ante esta muestra de debilidad. Cogió su pluma una vez más. Apoyada sobre la mesa, hizo como si examinara sus apuntes, y después levantó la mirada hasta la mujer Vestrit.

—Hasta ahora, no he encontrado pruebas directas de tu traición. No me he pronunciado oficialmente en tu contra. Te sugiero que no me fuerces a investigar más profundamente tu implicación en el caso. Tus preocupaciones por un traidor muerto no te hacen encomiable. Si eres sabia, te irás ahora.

Serilla le hizo un nuevo desplante al ponerse de nuevo a examinar sus papeles. Rezó para que la mujer se fuera sin más. Una vez que lo hiciese, Serilla podría hacer llamar a sus soldados y mandarlos tras ella. Presionó los dedos de los pies contra el suelo para evitar que sus rodillas temblaran.

El silencio duró. Serilla se negó a alzar la vista. Esperó escuchar salir a una Ronica Vestrit penosamente derrotada. En lugar de eso, el puño de la comerciante golpeó repentinamente la mesa del despacho, haciendo saltar la tinta del tintero.

—¡No estás en Jamaillia! —declaró Ronica con dureza—. Estás en el Mitonar. Y aquí la verdad la fijan los hechos, y no tus decretos. —Los rasgos de Serilla estaban deformados por la ira y la determinación. La comerciante del Mitonar estaba inclinada sobre la mesa del despacho, con la cara muy próxima a la de Serilla—. Si Davad hubiese sido un traidor, habría pruebas de ello, aquí, en sus archivos. Por muy inconsciente que pudiera haber sido, sus informes siempre estaban en orden.

Serilla se dejó caer de nuevo en la silla. Su corazón le latía a martillazos y le zumbaban los oídos. La mujer estaba completamente trastornada. Concentró toda su voluntad en saltar de la silla y huir, pero estaba paralizada. Le echó una ojeada al criado, que estaba detrás de Ronica, y respiró aliviada al ver a algunos mercaderes detrás de él. Unos minutos atrás, se habría enfadado con él por haberlos presentado ante ella sin anunciárselo previamente. Ahora le estaba tan lastimosamente agradecida que le brotaron lágrimas de los ojos.

—¡Detenedla! —les imploró—. ¡Me está amenazando!

Ronica giró la cabeza hacia atrás para mirar a los hombres. Ellos, por su parte, se quedaron inmóviles, paralizados. Ronica se enderezó despacito, dándole la espalda a Serilla. Adoptó un tono frío y cortés para darles la bienvenida, llamando a cada uno de ellos por su nombre.

—Mercader Drur. Mercader Conry. Mercader Devouchet. Me alegro de veros aquí. A lo mejor ahora empiezo a obtener respuestas a mis preguntas.

Las expresiones por las que pasaron los rostros de los mercaderes le hicieron ver a Serilla que su situación no había mejorado. Cambiaron rápidamente la conmoción y la culpa por una educada muestra de preocupación.

El mercader Devouchet fue el único que la miró fijamente.

—¿Ronica Vestrit? —preguntó con incredulidad—. Pensé que... —Se dio la vuelta para mirar a sus compañeros, pero estos ya se habían recompuesto.

—¿Qué pasa aquí? —comenzó el mercader Drur, pero Conry habló por encima de él:

—Me temo que hemos interrumpido una conversación privada. Podemos volver más tarde.

—Eso no es del todo cierto —sentenció Ronica, como si se hubieran dirigido a ella—. A menos que pienses que la cuestión de mi supervivencia deba ser resuelta por la compañera. Sería más adecuado que esa cuestión la resolviera el Consejo de Mercaderes, y no una compañera del sátrapa. Como obviamente saben, caballeros, mi familia ha sido salvajemente atacada, y nuestra reputación ha sido manchada, hasta el punto de que nuestras vidas corren peligro. El mercader Restart ha sido asesinado a traición, y calumniado, en la medida en que aquellos que lo mataron proclaman que tenían motivos para hacerlo. Estoy aquí para exigirle al Consejo que investigue el asunto y haga justicia.

La mirada de Devouchet se endureció.

—Ya se ha hecho justicia. Restart era un traidor. Todo el mundo lo sabe.

El rostro de Ronica Vestrit estaba impasible.

—Eso es lo que no dejo de oír. Pero nadie se ha presentado ante mí con la más mínima prueba de ello.

—Ronica, no estás siendo razonable —le reprochó el mercader Drur—. El Mitonar es un caos. Estamos en plena guerra civil. El Consejo no tiene tiempo de reunirse para asuntos privados, tiene que...

—¡El asesinato no es un asunto privado! El Consejo tiene que atender las quejas de todo mercader del Mitonar. Por eso se formó el Consejo, para que, independientemente del nivel de riqueza, todos los mercaderes pudieran tener acceso a la justicia. Eso es lo que reclamo. Creo que el asesinato de Davad y los ataques a mi familia se cometieron en base a un rumor. Eso no es justicia, es asesinato, y es agresión. Más allá de todo eso, mientras creéis que el culpable ha sido castigado, los verdaderos traidores están en libertad. No sé qué pasó con el sátrapa. Por el contrario, parece que esta mujer sí que lo sabe, según admite ella misma. Sé que aquella noche se lo llevaron por la fuerza. Esto no se parece apenas a «tuvo que esconderse, delegando su poder en Serilla». Me parece más bien que el Mitonar ha sido atravesado por un complot jamaillio para derrocar al sátrapa, un complot que puede mancharnos a todos de culpa. He oído incluso que Serilla desea pactar con los chalazos. ¿Qué es lo que va a ofrecerles, caballeros, para apaciguarlos? ¿Qué es lo que puede ofrecerles, exceptuando aquello que pertenece al Mitonar? Se beneficia de la ausencia del sátrapa, acumulando poder y riqueza. ¿Implicar a algunos mercaderes en el secuestro del sátrapa para satisfacer sus propios fines? Si tal fuera el caso, estaría convirtiéndolos en traidores. ¿No es este un asunto que deba ser juzgado por el Consejo, incluso si este desoye el asesinato de Davad Restart? ¿O todo esto siguen siendo «asuntos privados»?

A Serilla se le había secado la boca. Los tres hombres intercambiaron miradas confusas. Las palabras de esta loca los estaban influenciando. ¡Pero se pondrían en su contra! Tras ellos, el joven criado permanecía cerca de la puerta, escuchando con curiosidad. Más allá, en el pasillo, se oyó movimiento, y luego Roed Caern y Krion Trentor entraron en la habitación. Roed, alto y flaco, dominaba la estancia, por encima de su compañero, que era más bajito y relleno. Roed se había atado en una coleta su larga cabellera negra, como si fuera un guerrero bárbaro. Sus ojos oscuros siempre habían tenido un brillo siniestro; ahora lucía en ellos su ansia de depredador. Miró fijamente a Ronica. A pesar de la intranquilidad que siempre despertaba en la joven compañera, Serilla se sintió aliviada con la llegada de Caern. Al menos, él se pondría de su lado.

—Oí el nombre de Davad Restart —dijo Roed, ásperamente—. Si alguien tiene un problema con el modo en que ha terminado, debería hablarlo conmigo. —Desafió a Ronica con la mirada.

Ronica avanzó hacia él, sin miedo. Apenas le llegaba a la altura del hombro. Alzó la vista para mirarlo a los ojos mientras le decía:

—Tú, hijo de mercader, ¿admites que tus manos están manchadas con la sangre de otro mercader?

Uno de los comerciantes más viejos, asombrado, emitió un grito y, por un momento, Roed pareció asustado. Krion se mordisqueó los labios, nerviosamente.

—¡Restart era un traidor! —declaró Roed.

—¡Demuéstramelo! —estalló Ronica—. Demuéstramelo y me callaré; si no, no lo haré. Traidor o no, lo que se hizo con Davad fue asesinato, no justicia. Pero caballeros, lo que es más importante, os sugiero que os lo demostréis a vosotros mismos. Davad Restart no es el traidor que planeó el secuestro de un sátrapa. ¡No tenía ninguna necesidad de raptar a un hombre al que estaba acogiendo en su casa! Al creer que Davad era un traidor, y que al matarlo habéis desarticulado un complot, os estáis atacando a vosotros mismos. Quienquiera que esté detrás de vuestro complot, si es que alguna vez hubo un complot, sigue vivo y libre de hacer el mal. ¿Puede ser que fuerais engañados para hacer exactamente aquello que temíais: secuestrar al sátrapa, para extender la cólera de Jamaillia sobre el Mitonar? —Se encendió su ira, y luego hizo un esfuerzo por adoptar un tono de voz más calmado—. Sé que Davad no era un traidor. Pero puede que lo engañaran. Un hombre astuto como Davad pudo haber sido la víctima de alguien aún más astuto que él. Os sugiero que reviséis con atención sus archivos, y que os preguntéis: ¿quién lo estaba manipulando? Haceros la pregunta que subyace en cada acción de los mercaderes. ¿A quién le benefició todo aquello? —Ronica Vestrit miró a cada uno de los hombres a los ojos, por turnos—. Recordad todo lo que sabíais de Davad. ¿Alguna vez firmó un acuerdo si no estaba seguro de que iba a sacar provecho de él? ¿Alguna vez se puso en situación de peligro físico? En público, siempre metía la pata; tanto los viejos como los nuevos mercaderes lo consideraban casi como un paria. ¿Es este el perfil de un hombre con el carisma y la maestría necesarios para urdir un complot contra el hombre más poderoso del mundo? —Giró desdeñosamente la cabeza, en dirección a Serilla—. Preguntadle a la compañera el nombre de quien le dio la información que la condujo a sus suposiciones. Contrastad esos nombres con los de aquellos que hacían negocio con Davad, y puede que vuestras sospechas encuentren un punto de partida. Cuando tengáis respuestas, podéis encontrarme en mi casa. A menos, claro está, que el hijo del comerciante Caern piense que la manera más sencilla de resolver esto sea matándome a mí también.

Ronica se giró bruscamente para encontrarse frente a Roed, que estaba muy serio, y espada en mano. El moreno y apuesto Roed Caern palideció de repente, como si se hubiera puesto enfermo.

—Cuando sacamos a Davad Restart del carruaje, estaba consciente. ¡Nadie esperaba que fuera a morir allí!

Ronica intercambió una mirada glacial con los ojos llenos de ira de Roed.

—Las intenciones que tuvierais no cambian mucho las cosas. En cualquier caso, no os preocupasteis por ninguno de nosotros. Malta oyó lo que decíais la noche en que la abandonasteis, moribunda. Os vio, os oyó, y vive. Y no es gracias a ninguno de vosotros. Mercaderes, hijos de mercaderes, creo que tenéis mucho en lo que pensar ahora. Que paséis una buena noche.

La mujer de edad, la de la ropa gastada, había vuelto a conseguir dejarlos sin palabras. El alivio que había sentido Serilla al ver que Ronica se marchaba de la habitación fue momentáneo. Mientras se sentaba de nuevo en la silla, se dio cuenta, incómodamente, de las expresiones en los rostros de los hombres que tenía a su alrededor. Al recordar las palabras que dijo cuando los viejos mercaderes entraron en la habitación, se avergonzó, y entonces decidió que tenía que defenderse.

—Esta mujer no está en su sano juicio —declaró en voz baja—. Creo firmemente que me habría atacado si no hubieseis llegado en el momento justo. —Añadió tranquilamente: Quizá lo mejor sería que fuese recluida en alguna parte... por su propio bien.

—No puedo creer que Malta también haya sobrevivido —comenzó a decir Krion, en tono nervioso—, pero...

—¡Cierra la boca! —le ordenó Caern.

Recorrió la habitación con la mirada, con el ceño fruncido.

—Estoy de acuerdo con la compañera. Ronica Vestrit está loca. Habla de reunir al Consejo, ¡y de juicios por asesinato! ¿Cómo puede pensar que esas reglas se aplican en tiempos de guerra? En esos periodos, los hombres fuertes tienen que actuar. Si la noche de los incendios hubiésemos esperado a que el Consejo se hubiera reunido, el Mitonar estaría ahora en manos de los chalazos. El sátrapa estaría muerto, y la culpa habría recaído sobre nuestras cabezas. Los mercaderes tenían que actuar por su cuenta, y así lo hicieron. ¡Salvamos el Mitonar! Siento que Restart y la mujer Vestrit se vieran enredados en la captura del sátrapa, pero fueron ellos quienes decidieron montar con él en el carruaje. Al elegir a un compañero así, eligieron su destino.

—¿Captura? —El mercader Drur lo miró con asombro—. Me dijeron que habíamos intervenido para evitar que los nuevos mercaderes lo secuestraran.

Roed Caern no palideció.

—Ya sabes lo que quiero decir —gruñó, y se apartó a un lado.

Se paseó hasta una ventana y miró por ella hacia los jardines en sombras, como si intentara ver la silueta de Ronica alejándose.

Drur sacudió la cabeza. El mercader grisáceo parecía mayor de lo que era.

—Ya sé lo que pretendíamos, pero quizá... —Dejó que el aire se llevara sus palabras. A continuación, alzó la vista y fue mirando con tranquilidad a toda la gente de la habitación—. Por esto es por lo que vinimos esta noche, compañera Serilla. Mis amigos y yo tenemos miedo de haber propiciado la destrucción del corazón del Mitonar al intentar salvarlo.

La ira ensombreció el rostro de Roed.

—Y yo vengo a decir que los que somos lo suficientemente jóvenes como para marcar el latido del corazón del Mitonar, no hemos ido todo lo lejos que debíamos ir. Estáis impacientes por pactar con los nuevos mercaderes, ¿no es cierto, Drur? Incluso aunque ya hayan escupido sobre una oferta de tregua. Cerraríais un trato que anulara mi derecho de nacimiento a conseguir una vejez confortable. Bien, tu hija puede quedarse sentada en casa, haciendo punto, mientras los hombres mueren en las calles del Mitonar. Puede que ella te deje humillarte delante de estos recién llegados y renunciar a nuestros derechos para obtener la paz, pero nosotros no te dejaremos. ¿Qué vendrá luego? ¿Le entregarías tu hija a los chalazos para comprar con ello la paz?

El mercader Drur se había puesto rojo como la garganta de un pavo. Apretó los puños, a cada lado de su cuerpo.

—Caballeros. Por favor. —Serilla habló con suavidad.

Podía palparse la tensión en la habitación. Serilla estaba sentada en el centro, como una araña en su tela. Los mercaderes se giraron hacia ella y esperaron a que hablara. El miedo y la ansiedad del momento anterior habían volado en cenizas después del triunfo que ardía, invisible, dentro de ella. Mercaderes del Mitonar enfrentados a mercaderes del Mitonar, y habían venido a pedir su consejo. Esto demostraba el gran respeto que le tenían. Si lograba mantener ese poder, estaría a salvo el resto de su vida. Así que ahora había que tener cuidado. Ir con cuidado.

—Sabía que este momento llegaría. —Se echó sobre la silla con elegancia—. Fue una de las razones por las que insté al sátrapa a que viniera a mediar en esta disputa. Os veis a vosotros mismos en diferentes bandos, allí donde el mundo solo ve un conjunto. Mercaderes, deberíais miraros como os mira el mundo. No estoy queriendo decir que... —alzó la voz y levantó la mano en señal de advertencia, al ver que Roed estaba tomando aliento para interrumpirla de forma colérica— que tenéis que dejar lo que es vuestro por derecho. Los mercaderes y los hijos de los mercaderes pueden estar seguros de que el sátrapa Cosgo no os quitará lo que el sátrapa Esclepius os dio. Sin embargo, si no tenéis cuidado, todavía podéis perderlos, al no daros cuenta de que los tiempos han cambiado. El Mitonar ha dejado de ser una ciudad menor. Tiene potencial para convertirse en el mayor puerto de comercio del mundo. Para conseguirlo, el Mitonar debe convertirse en una ciudad con más diversidad, y más tolerante que lo que ha venido siendo. Pero tiene que hacerlo sin perder las cualidades que han hecho de ella una ciudad única en la corona del sátrapa.

Las palabras le venían naturalmente. Caían de sus labios, en cadencia, esas declaraciones tan racionales. Los mercaderes parecían estar hechizados. Serilla no sabía prácticamente lo que estaba aconsejando. No importaba. Aquellos hombres estaban tan desesperados por encontrar una solución que escucharían a cualquiera que les anunciara que tenía una. Se recostó en su silla, con todas las miradas puestas sobre ella.

Drur fue el primero en hablar.

—¿Pactarás con los nuevos mercaderes en tu nombre?

—¿Harás que se cumplan los términos de nuestra Carta original? —preguntó Roed Caern.

—Lo haré. Como forastera, y como representante del sátrapa, estoy cualificada para restaurar la paz en el Mitonar. Una paz duradera, con unas condiciones que todos encuentren aceptables. —Se le encendieron los ojos cuando añadió—: Y como su representante, les recordaré a los chalazos que al atacar una posesión de Jamaillia, están atacando a la propia Jamaillia. La Corona de la Perla no tolerará tal insulto.

Hubo un repentino alivio en la habitación, como si sus palabras hubieran alcanzado ese objetivo por sí mismas. Los hombros se descargaron, y los tendones de los puños y de los cuellos se hicieron menos visibles.

—No debéis veros a vosotros mismos como rivales en esto —les sugirió—. Cada uno de vosotros aporta sus propias fuerzas a la mesa. —Hizo un ademán hacia cada grupo, por turnos—. Vuestros ancianos conocen la historia del Mitonar, y tienen años de experiencia en negociaciones. Saben que no puede ganarse nada si todas las partes no están de acuerdo en ceder en los aspectos menos importantes. Mientras que aquellos, vuestros hijos, se dan cuenta de que su futuro depende de que la Carta original del Mitonar sea reconocida por todos los que viven aquí. Ellos aportan la fuerza de sus convicciones y la tenacidad de la juventud. Tenéis que alzaros, todos a uno, en estos días turbulentos, para honrar el pasado y asegurar el futuro.

Ahora, los dos grupos se estaban mirando entre ellos, abiertamente, y la hostilidad se estaba suavizando hasta llegar a insinuar un intento de alianza. El corazón de Serilla dio un brinco. Para esto era para lo que ella había nacido. El Mitonar era su destino. Los uniría, los salvaría, y los haría suyos.

—Es tarde —dijo con suavidad—. Creo que todos necesitamos descansar antes de reunimos. Y pensar. Mañana os espero a todos aquí para compartir conmigo la comida del mediodía. Para entonces, habré puesto orden en mis propios pensamientos y sugerencias. Si estamos unidos en la decisión de negociar con los nuevos mercaderes, plantearé una lista de nuevos mercaderes que podrían estar abiertos a tales negociaciones, y que tengan el poder suficiente como para hablar por sus vecinos. —Al ver que la cara de Roed Caern se ensombrecía, y que incluso Krion fruncía el ceño, añadió con una leve sonrisa—: Pero es evidente que aún no estamos unidos sobre este punto. Y no haremos nada hasta que no alcancemos un consenso, os lo aseguro. Estaré abierta a todas las sugerencias.

Los despidió con una sonrisa y dándoles las buenas noches.

Cada uno de ellos le dedicó una reverencia y le agradeció sus consejos. Mantuvo cogidas las manos de Roed Caern por un tiempo más largo, y él tampoco soltó las suyas. Cuando la miró a la cara, sorprendido, los labios de ella formaron en silencio las palabras «vuelve más tarde». Los ojos oscuros de Roed se agrandaron, pero no dijo ni una palabra.

Después de que el criado los acompañara hasta la puerta, Serilla exhaló un suspiro, tanto de alivio como de satisfacción. Sobreviviría aquí, y el Mitonar sería suyo, independientemente de lo que le sucediera al sátrapa. Apretó los labios mientras pensaba en Roed Caern. A continuación, se levantó rápidamente y cruzó la habitación hasta la campanilla de la doncella. Le pediría a su doncella que la ayudara a vestirse más formalmente. Roed Caern la asustaba. Ese hombre era capaz de todo. No quería que pensara que esta petición suya era una invitación para una cita. Mantendría la calma y la formalidad cuando le pidiera que localizase a Ronica Vestrit y a su familia.