Prólogo
La Que Recuerda

Se preguntaba a qué se habría parecido el ser perfecta.

El día en que salió del cascarón, fue capturada antes de haber podido arrastrarse sobre la arena hasta recibir el abrazo del mar, salado y fresco. La Que Recuerda estaba condenada a rememorar cada detalle de aquel día con claridad. Aquella era su función, la razón de su existencia. Era una nave para los recuerdos. No era solo su propia vida la que estaba anidada dentro de ella desde el momento en que empezara a formarse en el huevo, sino que también lo estaban las vidas conectadas de aquellos que murieron antes que ella. De huevo a serpiente, a capullo, a dragón, a huevo, poseía todo recuerdo de la evolución de su especie. No todas las serpientes estaban tan bien dotadas, o tan cargadas de información. Relativamente pocas llevaban gravada la plena memoria de su especie, solo se precisaba de algunas de ellas.

Su debut había sido perfecto. Su cuerpo liso y menudo, flexible y escamado, había estado perfecto. Se había abierto paso fuera del caparazón de piel, gracias a su único diente. El suyo era un nacimiento tardío. Los demás ya se habían liberado de sus cascaras y de los áridos montículos de arena. Le habían dejado sus ondulantes trazadas para que las siguiera. El mar la había llamado insistentemente. Se dejó engañar por cada abrazo de las olas. Había comenzado su viaje deslizándose por entre la arena seca, bajo el sol abrasador. Había saboreado el húmedo regusto del océano. La luz cambiante en su deslumbrante superficie la había atraído.

Nunca había terminado su viaje.

Las Abominaciones la habían encontrado. La habían rodeado interponiendo sus pesados cuerpos entre ella y el mar que la llamaba. Arrancada de la arena, había sido hecha prisionera en un estanque alimentado por la marea, en el interior de una cueva del acantilado. Allí la habían retenido, alimentándola únicamente a base de cosas muertas, y sin permitirle jamás nadar en libertad. Nunca había emigrado a los cálidos mares del sur, donde la comida era abundante. Nunca había conseguido el volumen y la fuerza que una vida en libertad le habría dado. No obstante creció, hasta que el estanque de la cueva resultó ser poco más que un charquito para ella, un espacio apenas suficiente para mantener mojadas su piel y sus branquias. Sus pulmones estaban siempre oprimidos, dentro de su cuerpo replegado. El agua que la rodeaba estaba constantemente contaminada por sus venenos y sus defecaciones. Las Abominaciones la habían mantenido prisionera durante mucho tiempo.

¿Cuánto tiempo hacía que la habían confinado allí? No podía calcularlo, pero estaba segura de que había permanecido cautiva durante varios de los ciclos de vida ordinarios de su especie. Una vez tras otra, había sentido la llamada en la estación de las migraciones. Una revolución interior, ligada a un profundo deseo de buscar a los de su especie. Las glándulas venenosas del interior de su garganta se habían hinchado y le habían dolido horrores. En esos momentos, se le hacía imposible descansar: sus recuerdos, que pedían a gritos ser liberados, no se lo permitían. Se había revuelto con impaciencia en el diminuto estanque. Permanecer allí era todo un suplicio, por lo que había jurado vengarse de las que la mantenían así retenida. Era en aquellos momentos cuando su odio se volvía más salvaje. Cuando sus glándulas rebosantes de recuerdos ancestrales contaminaron las aguas, cuando las aguas quedaron tan repletas de pasado tóxico que sus jadeantes branquias se envenenaron con la historia, solo entonces, llegaron las Abominaciones. Fueron hasta su cárcel para respirar las aguas de su estanque, hasta emborracharse de ellas. Una vez ebrias, se hicieron delirantes predicciones las unas a las otras, bajo la luz de la luna llena. Robaron los recuerdos de su especie, y los utilizaron para extrapolar el futuro.

Después de aquello, el bípedo Wintrow Vestrit la había liberado. Había venido a la isla de las Abominaciones para entregarles los tesoros del mar que habían sido arrastrados hasta la costa. A cambio, había esperado que le pronosticaran su futuro. Pensar en ello todavía hace que sus glándulas se llenen de veneno. ¡Las Abominaciones solo podían hacer profecías si le robaban sus recuerdos! No tenían verdaderas dotes de videncia. Si las hubieran tenido, habrían sabido que el bípedo las llevaría a su perdición, pensaba ella. Habrían detenido a Wintrow Vestrit. En lugar de eso, él la había descubierto y la había liberado.

Aunque sus pieles hubieran estado en contacto, aunque sus recuerdos se hubieran mezclado a través de las toxinas de ella, no había llegado a comprender qué fue lo que motivó al bípedo a liberarla. Era una criatura de vida tan corta que la mayoría de sus recuerdos ni siquiera le hicieron mella. Había sentido su preocupación y su dolor. Había comprendido que el bípedo había arriesgado su corta existencia para liberarla. Su valor la había conmovido. Había asesinado a las Abominaciones cuando éstas los habían capturado de nuevo. Luego, cuando el bípedo había desfallecido en el mar en el que ella se nutría, lo había ayudado a regresar a su nave.

Ella, La Que Recuerda, abrió ampliamente sus branquias una vez más. Sintió el misterio en las olas. Había devuelto al bípedo a su embarcación, y esa embarcación la asustaba a la vez que la atraía. El casco gris plateado de la nave dejaba un rastro de olor en las aguas que tenía delante. Lo siguió, mientras sorbía unos evasivos recuerdos de intenso sabor.

La nave no desprendía olor a nave, sino que olía como lo haría uno de su especie. Ya llevaba doce mareas siguiéndola, y no estaba más cerca de desentrañar el misterio que había en torno a ella. Sabía bien lo que eran las naves; los Ancianos las habían tenido, pero no eran como esta. Sus recuerdos de dragona le contaron que, a menudo, su especie había sobrevolado ese tipo de naves, y había conseguido que se tambalearan salvajemente, al juguetear con las ráfagas de viento que formaban con sus amplias alas. Los barcos no deberían ser un misterio, pero este sí que lo era. ¿Cómo podía una nave desprender el mismo olor que una serpiente? Y más que eso, pues no olía como una serpiente ordinaria. Olía como Una Que Recuerda.

De nuevo, el deber tiró de ella: era un instinto más fuerte que el de comer o el de reproducirse. Era la llamada del tiempo, y del tiempo pasado. En aquel instante, tendría que haber estado entre los de su especie, guiándolos por la senda de la migración que tan bien tenía almacenada entre sus recuerdos. Alimentaría los recovecos de sus memorias con potentes toxinas que despejarían sus recuerdos durmientes hasta producirles insomnio. El imperativo biológico hacía que le hirviese la sangre. Era el tiempo del cambio. Maldijo otra vez su encorvado cuerpo, verde y oro, que se encogía y se estiraba tan torpemente. No tenía ninguna resistencia física. Le era más fácil nadar dentro de la estela de la nave, para que la marcha de esta la ayudara a avanzar por las aguas.

Estableció un compromiso consigo misma. Mientras que el recorrido de la nave de plata se ajustara al suyo, la seguiría. Utilizaría su impulso para ayudarse a avanzar mientras ganaba fuerza y resistencia por su cuenta. Meditaría acerca del misterio y lo resolvería si podía. Pero no dejaría que ese rompecabezas la distrajera de su principal objetivo. Cuando llegaran cerca de la costa, ella dejaría la nave y trataría de hallar a los de su especie. Encontraría marañas de serpientes y las guiaría por el río grande hasta la tierra de los capullos. Al año siguiente, por estas fechas, jóvenes dragones ensayarían sus alas en los vientos del verano.

En definitiva, se había prometido a sí misma que seguiría a la nave durante las doce primeras mareas. Durante la subida de la decimotercera marea, un sonido extraño y a la vez desgarradoramente familiar hizo vibrar su cuerpo. Era la llamada de una serpiente. Se separó de inmediato de la estela de la nave y se sumergió en las profundidades, lejos de las distracciones de las olas de la superficie. La Que Recuerda emitió una respuesta, y luego guardó silencio, expectante. No le llegó ninguna contestación.

Sintió el peso de la decepción. ¿Acaso los había defraudado? Durante su cautiverio, había habido periodos en los que había gritado una y otra vez, dejando salir su sufrimiento hasta que las paredes de la caverna resonaran con él. Rememorar aquella amargura la hizo parpadear brevemente. No se atormentaría. Abrió los ojos sobre su soledad. Se decidió a seguir de nuevo a la nave, pues representaba el único pálido esbozo de compañerismo que había conocido.

La pausa momentánea solo la había vuelto más consciente de las limitaciones de su cuerpo extenuado. Precisó de toda su fuerza de voluntad para salir adelante. Un instante después, cuando una serpiente blanca pasó por su lado a la velocidad del rayo, todo su agotamiento se esfumó. La serpiente blanca no pareció advertir su presencia, concentrada como estaba en seguir a la nave. Su extraño olor debía de haberla confundido. Sus corazones latieron salvajemente.

—¡Aquí estoy! —gritó tras su paso—. Aquí. Soy La Que Recuerda. ¡Por fin te he encontrado!

El macho blanco nadó ondulando sin esfuerzo su pálido y grueso cuerpo. Ni siquiera giró la cabeza hacia la que lo llamaba. Lo primero que hizo fue quedarse mirándolo, conmocionada, y luego se apresuró tras él, olvidando temporalmente su agotamiento. Se arrastró tras el blanco, jadeando por el esfuerzo.

Lo encontró siguiendo de cerca a la nave. Se deslizaba por debajo de ella, en su sombra, emitiendo incomprensibles murmullos y chillidos junto a las tablas del casco del navío. Tenía la melena semirrecta, y las aguas, a su alrededor, habían sido tintadas por una nube de toxinas. Poco a poco, mientras observaba esas acciones sin sentido, el horror fue creciendo dentro de La Que Recuerda. Desde lo más profundo de su alma, cada uno de sus instintos la prevenía contra la serpiente blanca. Tan extraño comportamiento debía de significar o bien enfermedad, o bien locura.

Pero era el primero de su especie al que había visto desde el día en que salió del cascarón. La atracción por esa relación de parentesco era mayor que cualquier repulsa, por lo que se acercó cautelosamente a él.

—Saludos —aventuró tímidamente—. ¿Buscas a Una Que Recuerda? Yo soy una.

En respuesta, los grandes ojos rojos de él giraron cada uno para un lado, y le lanzó un chasquido a modo de advertencia.

—¡Mía! —proclamó con voz ronca—. Mía. Mi comida. —Presionó su melena erecta contra la nave, dejando que se filtraran las toxinas en su casco—. Aliméntame —le exigió a la nave—. Dame comida.

Ella se retiró deprisa. La serpiente blanca proseguía su búsqueda animal a lo largo del casco de la nave. La Que Recuerda sintió la inquietud del navío. Curioso. Toda aquella situación era tan extraña como los sueños y, al igual que en los sueños, la atormentaban los significados posibles y los entendimientos a medias. ¿Podía la nave reaccionar contra las toxinas y las exigencias de la serpiente blanca? No, aquello era ridículo. El olor misterioso de la nave los estaba confundiendo a ambos.

La Que Recuerda se sacudió su melena, y sintió cómo se llenaba de potente veneno. Aquel acto le proporcionó una sensación de poder. Se situó a la altura de la serpiente blanca para luchar contra ella. Él era más ancho que ella y más musculoso; estaba en buena forma física y mental. Pero eso no importaba. Ella podía matarlo. A pesar de su cuerpo atrofiado e inexperto, podía paralizarlo y enviarlo al fondo del mar. En ese momento, a pesar de la fuerte intoxicación debida a las secreciones de su propio cuerpo, supo que su poder era aún mayor: podía iluminarlo y hacer que viviese.

—¡Serpiente blanca! —gritó—. ¡Escúchame! Tengo recuerdos que compartir contigo, recuerdos de todo lo que nuestra raza ha sido, recuerdos que se anclarán en tu memoria. Prepárate para recibirlos.

No prestó atención a ninguna de sus palabras. No se preparó para recibir nada, pero a ella no le importó. Éste era su destino. Por esto era por lo que había salido del cascarón. Él sería el primer destinatario de su don, tanto si lo quería como si no. Torpemente, con la dificultad que le suponía el mover su cuerpo atrofiado, se lanzó contra él. Él se giró en la dirección del ataque, con la melena erecta, pero ella ignoró sus toxinas. Con la ayuda de un buen empujón, lo envolvió entre sus miembros y se sacudió la melena, al tiempo que soltaba el tóxico más potente de todos: los venenos profundos que dominaban su mente por unos momentos y dejaban que aflorara el espíritu que estaba escondido detrás de su vida. Él luchó desesperadamente, pero, de repente, se quedó tieso como un tronco. Sus ojos giratorios de rubí se hicieron aún más grandes, pero no parpadeó. Los ojos, por la conmoción, le sobresalían de las cuencas. Intentó, en vano, coger un último aliento.

Era todo lo que ella podía hacer para retenerlo. Envolvió la longitud de su cuerpo en el suyo propio, y lo mantuvo así mientras se movía en las aguas. La nave comenzó a alejarse de ellos, pero ella la dejó ir, casi de buena gana. Esta serpiente era más importante que todos los misterios que concernían a la nave. La mantuvo contra su cuerpo, retorciéndole el cuello para verle el rostro. Vio como giraban sus ojos, y como crecían de nuevo. Lo retuvo mientras atravesaba la historia de un millar de vidas, y se ponía al corriente del pasado de toda su raza. Por un momento, lo dejó impregnarse de esa historia. Luego, lo extrajo cuidadosamente de allí, liberando toxinas menores que calmaban lo más profundo de su mente, e iban dejando que su breve existencia volviera al primer plano de sus pensamientos.

—Recuerda. —Murmuró la palabra con suavidad, cargándolo con la responsabilidad de todos sus antepasados—. Recuerda y sé. —Se quedó tranquilamente enroscado. De repente, cuando un temblor le recorrió todo el cuerpo, ella sintió que sus recuerdos lo poseían de nuevo. Sus órbitas giraron y se centraron en las de ella. Levantó su cabeza. Ella esperó su agradecimiento y su veneración.

La mirada con la que se encontró la acusaba.

—¿Por qué? —preguntó de repente—. ¿Por qué ahora, cuando es demasiado tarde para todos nosotros? ¿Por qué no podía morir ignorando todo lo que habría podido ser? ¿Por qué no me dejaste seguir siendo una bestia?

Sus palabras la chocaron tanto que relajó la fuerza que ejercía sobre él. Se desprendió de su abrazo, desdeñosamente, y una vez libre, se alejó de ella como una bala. No estaba segura de si se fugaba, o de si simplemente la abandonaba. Cualquiera de las dos opciones era intolerable. El despertar de sus recuerdos debería haberlo llenado de alegría y determinación, y no de desesperación y rabia.

—¡Espera! —gritó tras él, pero las oscuras profundidades ya se lo habían tragado.

Se retorció patosamente tratando de seguirle, sabiendo bien que no podría rivalizar con su velocidad.

—¡No puede ser demasiado tarde! Y además, ¡qué importa, tenemos que intentarlo! —Exclamó las palabras inútiles en la plenitud del vacío.

La había dejado atrás. Estaba sola otra vez. Se negaba a aceptarlo. Su cuerpo atrofiado luchaba por mantenerse a flote, su boca abierta buscaba el sabor que el rastro de él había ido dejando. Era débil, cada vez menos intenso, y finalmente desapareció. Él era demasiado veloz, y ella estaba demasiado deformada. Afloró su desesperación, casi tan contundentemente como sus venenos. Probó el agua otra vez. No quedaba en ella ningún regusto de serpiente.

Fue trazando arcos en las aguas, cada vez más amplios, en un intento desesperado por recuperar el rastro. Cuando finalmente lo encontró, ambos corazones latieron con determinación. Se dio impulso con la cola para ponerse a su nivel.

—¡Espera! —le gritó—. Por favor, ¡tú y yo somos la única esperanza para nuestra especie! ¡Tienes que escucharme!

De repente, el regusto a serpiente se intensificó. La única esperanza para nuestra especie. Aquel pensamiento parecía llegar hasta ella flotando sobre el agua, como si las palabras hubiesen sido expiradas en el aire, en vez de clamadas en las aguas. Eran los únicos ánimos que necesitaba.

—¡Voy hacia ti! —prometió, y se encaminó tenazmente hacia él.

Pero cuando alcanzó el origen del olor a serpiente, no vio más criatura que un casco de plata surcando las olas que tenía encima.