Capítulo 13

Dirk había corrido menos de un kilómetro desde el campamento de los cazadores hasta el aeromóvil destruido, y creyó tardar una eternidad. Al regreso tardó el doble. Luego estuvo seguro de que al caminar no estaba consciente del todo. Sólo conservaba recuerdos fragmentarios. Tambaleos y caídas, el pantalón rasgado en la rodilla. Un arroyo frío donde se detuvo a lavarse la sangre de la cara y quitarse las botas para sumergir los pies en el agua helada hasta que dejó de sentirlos. El ascenso por el promontorio de pizarra donde previamente se había caído. La oscura boca de una caverna que le prometía un reposo que él rechazó. La pérdida de la orientación, la búsqueda del sol hasta encontrar el rumbo, y una nueva pérdida de la orientación. Espectros arbóreos brincando de rama en rama entre los estranguladores, parloteando con voces chillonas; muertos hollejos blancos atisbándolo desde ramas cerúleas. A lo lejos, el prolongado y cautivante chillido del banshi. Nuevos tropezones, el aturdimiento y el miedo. El bastón rodando cuesta abajo por una ladera baja y empinada, perdiéndose entre matorrales que él no se molestó en revisar. Caminar, caminar, poniendo un pie delante del otro, apoyándose en el bastón, y en el láser, después que el bastón desapareció. Un persistente dolor en los pies. De nuevo el banshi, más cerca, casi encima de él. Las ramas entrelazadas y el cielo melancólico que él miraba tratando en vano de avistar a la criatura. Recordaba todo eso, recordaba sus pasos doloridos, y sabía que también le habían sucedido otras cosas que eslabonaban cada episodio con el siguiente, pero no podía recordarlas. Tal vez caminaba dormido. Pero no dejó de caminar.

Atardecía cuando llegó a la pequeña playa arenosa cerca del lago verde. Los aeromóviles yacían allí; uno, destrozado y sumergido en el agua, los otros tres, tendidos en la arena. No había nadie en el campamento. Delante de uno de los vehículos, el de Lorimaar, había un sabueso de guardia, sujeto a la portezuela por una larga cadena negra. La criatura estaba recostada, pero cuando se acercó Dirk, se incorporó mostrando los dientes y gruñendo. Dirk se echó a reír como un demente; después de tanto caminar y caminar, pensó, se topaba con un perro gruñón sujeto a un aeromóvil… Para eso, se hubiera quedado donde estaba.

Eludió cautelosamente al perro y se dirigió a la máquina de Janacek. Entró y cerró la pesada portezuela. La cabina era oscura y sofocante; después de sufrir tanto el frío, el calor casi le molestaba. Quería tenderse a dormir. Pero primero se obligó a revisar el gabinete de provisiones, donde encontró un maletín de primeros auxilios. Lo sacó y lo abrió. Estaba lleno de píldoras, vendas y aerosoles. Lamentó no haberle dicho a Janacek que lo tirara cerca del aeromóvil derribado, junto con el láser. Sabía que debía salir y lavarse cuidadosamente en el lago, y limpiarse las heridas antes de vendárselas. Pero la portezuela maciza y blindada era tan pesada que le quitaba las ganas de moverse otra vez. Se quitó las botas, la chaqueta y la camisa, y se roció los pies hinchados y el brazo izquierdo con un polvo que, según la etiqueta, prevenía infecciones, o las combatía, o algo por el estilo. Estaba demasiado exhausto para leer todas las instrucciones. Luego echó una ojeada a las píldoras; tomó dos antifebriles y cuatro analgésicos y dos antibióticos, sin agua; se las tragó como pudo.

Después se tendió en las placas metálicas entre los asientos. Se durmió instantáneamente.

Despertó con la boca reseca, temblando, muy nervioso; algún efecto lateral de las píldoras, seguramente. Pero de nuevo podía pensar y tenía la frente fría (aunque perlada de un sudor pegajoso), cuando se la palpó con el dorso de la mano, y los pies le dolían menos que antes. El brazo hinchado también tenía mejor aspecto, aunque seguía siendo más grande de lo normal y estaba rígido. Se puso nuevamente la camisa chamuscada y sucia de sangre, y encima la chaqueta. Recogió el maletín y salió.

Caía la tarde; hacia el oeste el cielo era rojo y naranja, y dos pequeños soles amarillos ardían intensamente contra las nubes del crepúsculo. Los Braith no habían regresado. Jaan Vikary, armado, vestido y experto, no sería tan fácil de alcanzar como Dirk, sin duda.

Caminó hasta el lago. El agua estaba gélida, pero no tardó en acostumbrarse a ella, y el fango se le escurrió blandamente entre los dedos de los pies, aliviándole. Se desnudó, sumergió la cabeza y se lavó. Luego abrió el maletín de primeros auxilios e hizo todo lo que tendría que haber hecho antes; limpiarse y vendarse los pies antes de calzarse las botas de Pyr, frotarse las heridas más graves con desinfectante, restregarse el brazo inflamado con un emplasto para mitigar reacciones alérgicas. También engulló un puñado de analgésicos, pero esta vez los tragó con agua del lago.

Cuando volvió a vestirse ya anochecía. El sabueso Braith yacía al lado del aeromóvil de Lorimaar, y roía un trozo de carne, pero no había rastros de los amos. Dirk, manteniéndose a prudente distancia del animal, se acercó al tercer aeromóvil, el que pertenecía a Pyr y su teyn. Podía utilizar sus provisiones con relativa impunidad; los otros Braith, al regresar a un campamento desierto, nunca sabrían que les habían sacado algo.

Adentro encontró todo un arsenal: cuatro rifles láser adornados con la típica cabeza de lobo blanca, un juego de espadas de duelo, cuchillas, una espada arrojadiza de dos metros y medio de largo y al lado una vaina vacía. Y dos pistolas echadas descuidadamente en un asiento. También encontró un armario con ropas nuevas y se cambió, luego ocultó las vestimentas desgarradas. Las ropas no le sentaban bien, pero se alegró de ponérselas. Se ciñó un cinturón de malla de acero, tomó una pistola y un gabán tornasolado largo hasta las rodillas.

Al levantar el gabán de la percha, encontró otro gabinete. Lo abrió de un tirón. Adentro había dos conocidos pares de botas y los aeropatines de Gwen. Aparentemente Pyr y su teyn los habían reclamado como botín.

Dirk sonrió. No se había propuesto robar un aeromóvil; era casi seguro que los cazadores lo verían de inmediato, sobre todo si los alcanzaba de día. Pero tampoco le halagaba la idea de caminar. Los patines eran la solución ideal. Se cambió rápidamente las botas, eligiendo las más grandes, aunque tuvo que dejárselas desatadas a causa de las vendas.

Las provisiones estaban en el mismo gabinete; barras de proteínas, trozos de carne seca, una pequeña porción de queso. Dirk comió el queso y guardó el resto en la mochila, junto con el otro aeropatín. Se sujetó una brújula a la muñeca derecha, se calzó la mochila en la espalda y salió a extender el tejido metálico en la arena.

Era noche cerrada. Su señal de la noche anterior, el sol de Alto Kavalaan, era una estrella brillante, roja y solitaria en el cielo del bosque. Dirk la vio y sonrió. Esta noche no lo guiaría; Jaan Vikary debía huir hacia Kryne Lamiya, en dirección opuesta. Pero la estrella aún parecía una amiga.

Tomó un rifle láser recién cargado, tecleó el control que llevaba en la palma y remontó vuelo. El sabueso se levantó y aulló lastimeramente.

Voló toda la noche, a varios metros de las copas de los árboles, consultando de vez en cuando la brújula y estudiando las estrellas. No había mucho que ver. Abajo se extendía la floresta, interminable, negra, confusa, sin fuegos ni luces que quebraran la oscuridad. A veces le parecía que estaba quieto, y eso le recordó su último viaje en aeropatín, en los subterráneos abandonados de Worlorn.

El viento le acompañaba constantemente; soplaba desde atrás, azotándole la espalda, y él agradecía el impulso extra que le daba. Le hacía restallar el faldón del gabán contra las piernas y le volcaba el pelo en los ojos. Abajo, soplaba en el bosque encorvado, haciendo susurrar los árboles más flexibles, sacudiendo a los más duros con manos frías y frenéticas, arrancándoles las hojas. Sólo los estranguladores permanecían rígidos, pero eran la mayoría. El viento se escurría por las ramas entrelazadas con un silbido salvaje. Era un sonido adecuado, pensó Dirk; éste era el viento de Kryne Lamiya, nacido en las montañas y controlado por las máquinas climáticas de Oscuralba, y ahora corría hacia su destino. Adelante aguardaban las torres blancas, y las manos yertas lo atraían hacia ellas.

También se oían otros ruidos: golpeteos en la espesura, aullidos de depredadores nocturnos, el murmullo de un riachuelo, el fragor de un torrente. Varias veces se oyó el parloteo chillón de los espectros arbóreos, y Dirk vio formas menudas que brincaban de rama en rama. Los ojos y los oídos se le agudizaron extrañamente. Sobrevoló un ancho lago y oyó un chapoteo en las aguas negras, luego ruidos aislados. Lejos, en la costa, un gimoteo sordo y breve rasgó la noche. Y a espaldas de Dirk, una respuesta desafiante; un chillido ululante y prolongado. El banshi.

Ese ruido le amedrentó cuando lo oyó por primera vez. Pero pronto se le fue el miedo. Cuando estaba desnudo en el bosque, el banshi era una amenaza terrible, la muerte materializada en el aire. Ahora tenía rifle y pistola, y la criatura apenas era una amenaza. De hecho, reflexionó, quizás era un aliado. Una vez le había salvado la vida. Tal vez lo hiciera de nuevo…

La segunda vez que el banshi emitió su estridente chillido, aún detrás de él, pero ahora a más altura, Dirk sonrió. Se elevó para volar más alto que la criatura, y trazó un lento círculo para tratar de avizorarla. Pero aún estaba lejos, negra como su ropa tornasolada, y Dirk no vio más que una vaga ondulación contra la arboleda, acaso ramas agitadas por el viento.

Manteniéndose a esa altura, consultó nuevamente la brújula y viró para seguir volando rumbo a Kryne Lamiya. Esa noche creyó oír dos veces más la llamada del banshi, pero el sonido era tenue y distante y no podía estar seguro.

Clareaba hacia el este cuando oyó las primeras notas flotando en el aire; dispersos fragmentos de desesperación, demasiado familiares para su gusto. La ciudad oscuralbina no estaba lejos.

Disminuyó la velocidad, preocupado. Había seguido el curso que presuntamente había tomado Jaan Vikary, pero no había visto nada. Tal vez su conjetura era errónea. Tal vez Vikary había tomado una dirección totalmente opuesta. Pero no lo creía. Lo más probable era que él hubiera pasado de largo, sin ver y sin ser visto, a causa de la oscuridad.

Desanduvo el camino, ahora con el viento en contra, y los dedos fríos y espectrales de Lamiya-Bailis le rozaron las mejillas. Esperaba que la luz del día le facilitara la búsqueda.

El Ojo del Infierno se elevó, y los Soles Troyanos, uno por uno. Nubes tenues y deshilachadas recorrieron el cielo melancólico mientras las brumas matinales empañaban el suelo del bosque. La floresta se tornó amarillo-pardusca; por todas partes los estranguladores se abrazaban como amantes inexpertos, y las ramas cerúleas reflejaban pálidos destellos rojos. Dirk se elevó para ampliar su campo visual. Vio ríos, el destello del sol en el agua. Y lagos plagados de malezas donde el sol relumbraba, pues una pátina verdusca cubría la oscura superficie. Y nieve, o algo que le pareció nieve hasta que al acercarse, comprobó que era una colonia de hongos blancuzcos.

Vio una línea de demarcación, una estribación rocosa que atravesaba el bosque de norte a sur, recta como si la hubieran trazado con regla. Y extensiones fangosas, negras y pardas y hediondas, a ambos lados de un ancho y perezoso curso de agua. Y un peñasco de piedra áspera y gris que se elevaba imprevistamente en medio de la floresta. Había estranguladores al pie del peñasco y también en la cima, en posturas insólitas, pero la rocosa pared vertical estaba desnuda, salvo por algunos líquenes blancos y el cadáver de un enorme pájaro en su nido.

No vio a Jaan Vikary ni a sus perseguidores.

A media mañana, los músculos le dolían de cansancio. El brazo empezaba a molestarle otra vez, y sus esperanzas empezaban a desvanecerse. El boscaje continuaba sin interrupciones, kilómetros y kilómetros; un mundo silencioso velado por el crepúsculo. Era como buscar una aguja en un pajar. Viró nuevamente hacia Kryne Lamiya, convencido de que había retrocedido demasiado. Vagabundeó en zig-zag en lugar de volar en línea recta, escrutando el bosque. Estaba agotado. Cerca del mediodía decidió sobrevolar en círculos la zona más probable, descendiendo en espiral para investigarlo todo.

Y oyó el chillido del banshi.

Esta vez también pudo verlo. Volaba bajo, cerca de los árboles, muy lejos de él. Parecía increíblemente lento y quieto. El cuerpo negro y triangular flotaba como inmóvil; planeaba en el viento de Oscuralba con las alas desplegadas. Cuando quería cambiar de rumbo se dejaba elevar por las corrientes y trazaba un amplio círculo antes de descender nuevamente. Dirk, a falta de otra ocupación, decidió seguirlo. El banshi volvió a chillar. El sonido flotó en el aire.

Y luego Dirk oyó una respuesta.

Tecleó los controles y emprendió un rápido descenso, escuchando, nuevamente alerta. El sonido había sido débil pero inequívoco; una jauría de sabuesos Braith, ladrando de furia y de miedo. Perdió de vista al banshi (ya no le interesaba), y persiguió el eco del ladrido. Creía haberlo oído hacia el norte. Voló hacia el norte.

En las cercanías, un sabueso soltó un aullido.

Dirk de pronto se alarmó. Si volaba muy bajo los sabuesos tal vez le ladraran a él, y no al banshi. Era una situación harto peligrosa. El gabán imitaba los colores del cielo de Worlorn, pero la superficie plateada del patín centellaría en el aire si alguien levantaba los ojos. Y con un banshi en los alrededores, sin duda levantarían los ojos.

Pero si quería ayudar a Jaan Vikary y a su Jenny, no le quedaba alternativa. Aferró el arma con firmeza y continuó descendiendo. Abajo, atravesando la floresta como un cuchillo, corría un río verde azulado. Dirk enfiló hacia él, mirando atentamente en todas direcciones. Oyó el estruendo de unos rápidos, siguió el sonido, los ubicó. Desde arriba parecían turbulentos y peligrosos. Rocas desnudas asomaban como dientes podridos, pardos y deformes, rodeadas de aguas feroces y bullentes; en ambas márgenes se apiñaban los estranguladores. Río abajo el cauce se ensanchaba y las aguas perdían velocidad. Dirk miró fugazmente hacia ese lado, luego observó nuevamente los rápidos. Sobrevoló el agua, viró, volvió a cruzarla.

Ladró un perro, otros le imitaron.

Dirk exploró nuevamente el brazo más apacible. Puntos negros en el río, vadeándolo donde la corriente era más caudalosa. Voló hacia allá. Los puntos crecieron de tamaño y cobraron forma humana. Un hombre cuadrado y menudo con ropas pardo-amarillentas, luchando por vadear el río. Otros hombres en la costa, con seis sabuesos.

El hombre en el agua retrocedió. En la mano llevaba un rifle. Era bajo y corpulento. La cara macilenta, el torso macizo, brazos y piernas gruesas: Saanel Larteyn, el teyn de Lorimaar. Y Lorimaar en la orilla, refrenando a la jauría. Ninguno de los dos miraba el cielo. Dirk disminuyó la velocidad para mantenerse a distancia.

Saanel salió del agua. Estaba en la margen del río donde se encontraba Lorimaar, la opuesta a Kryne Lamiya, pero obviamente quería cruzar. Aunque no aquí. Ahora los dos cazadores se alejaban río abajo, tambaleándose entre las malezas, las rocas y los estranguladores que poblaban la ribera. Dirk no los siguió. Tenía el aeropatín y sabía hacia dónde se dirigían; de ser necesario, les encontraría más tarde. Pero, ¿dónde estaban los otros; Rosef y su teyn, y Janacek? Viró y voló río arriba tras recobrar un poco las esperanzas. Si la partida se había dividido, todo resultaría más fácil. Voló rápidamente cerca del río, a dos metros del agua hirviente, escrutando las márgenes en busca de otro grupo de cazadores.

Cerca de dos kilómetros al nordeste de los rápidos (el cauce se angostaba y el río era más veloz), encontró a Janacek de pie en la orilla, con una expresión perpleja en la cara. Parecía estar solo. Dirk le saludó a gritos. Janacek levantó los ojos, sobresaltado, y agitó la mano.

Dirk descendió, pero el aterrizaje no fue muy airoso. Una alfombra de musgo verde y resbaloso abría el peñasco donde estaba Janacek, y Dirk patinó sobre ella. Janacek le aferró el brazo y lo salvó de zambullirse en el río.

Dirk apagó el control de gravedad.

—Gracias —farfulló—. No parece un lugar apropiado para nadar.

—Precisamente en eso estaba pensando antes que llegara usted —repuso Janacek; estaba ojeroso, sucio de pies a cabeza, con la barba roja empapada de transpiración, y un largo mechón de pelo desgreñado y grasiento le cubría la frente—. Estaba tratando de decidir si debía arriesgarme a cruzar la corriente o a perder tiempo caminando río arriba, con la vaga esperanza de encontrar un vado. Pero usted ha resuelto el problema, con ese juguete de Gwen… ¿Dónde…? —una tenue sonrisa le iluminaba la cara.

—Pyr —dijo Dirk, y empezó a contarle a Janacek acerca de la persecución.

—Está usted vivo —le interrumpió el Jadehierro—. Y puedo prescindir de los tediosos detalles, t’Larien. Desde ayer en la mañana, han sucedido muchas cosas… ¿Ha visto a los Braith?

—Lorimaar y su teyn iban río abajo.

—Eso lo sé —masculló Janacek—. ¿Habían cruzado?

—No, todavía no.

—Bien. Jaan está muy cerca de aquí, tal vez a media hora de camino. Tenemos que ser los primeros en alcanzarle —escrutó la margen opuesta del río y suspiró—. ¿Tiene el otro patín, o debo tomar el de usted?

Dirk dejó el rifle en la roca y se quitó la mochila.

—Tengo el otro —dijo—. ¿Dónde está Rosef? ¿Qué ha ocurrido?

—Jaan ha corrido magníficamente. Nadie habría pensado que atravesaría un trecho tan largo en tan poco tiempo. Y no sólo corrió… También pudo tender trampas —se apartó el pelo de la frente—. Anoche acampó. Nos llevaba una buena distancia. Encontramos las cenizas de la fogata. Rosef cayó en una fosa oculta y se ensartó el pie en una estaca —Janacek sonrió—. Pero ha regresado, ayudado por su teyn. ¿Y usted dice que Pyr y Arris están muertos? —Dirk asintió mientras sacaba las botas y el otro patín de la mochila; Janacek los aceptó sin comentarios—. Los cazadores son cada vez menos. Creo que hemos vencido, t’Larien. Jaan Vikary ha de estar agotado; ha corrido un día y dos noches sin dormir. Pero sabemos que no está herido, y que está armado. Y es un Jadehierro. Lorimaar y el imbécil de su teyn no encontrarán una presa fácil —se arrodilló y empezó a desatarse las botas, sin dejar de hablar—. Esa increíble pretensión de fundar un nuevo clan no los llevará muy lejos. Lorimaar debe estar loco. Creo que esa herida de láser en Desafío, le hizo perder la cabeza —se quitó una bota—. ¿Sabe usted por qué Chell y Bretan no estaban con ellos, t’Larien? Pues porque tuvieron la sensatez de no aceptar esta idea de alto-Larteyn. Rosef me lo contó todo durante la persecución. La verdad es ésta, me dijo. Lorimaar propuso esa locura cuando los Braith regresaron a Larteyn después de la muerte de Myrik. Estaban los seis que encontramos en el bosque, y el viejo Raymaar. Bretan Braith Lantry y Chell fre-Braith no, pues se habían lanzado en persecución de usted y de Jaantony, y recorrieron algunas de las ciudades que consideraron escondites probables. De modo que prácticamente nadie se opuso a Lorimaar, que siempre ha ejercido un ascendiente sobre los otros, salvo quizá sobre Pyr. Pero es que Pyr nunca se interesó más que en la captura de cabezas de Cuasi-hombre —a Janacek le costaba calzarse las estrechas botas de Gwen; forcejeaba y tironeaba para meter el pie—. Cuando Chell regresó, montó en cólera. No estaba dispuesto a aceptar, ni siquiera a escucharles. Bretan trató de apaciguarlo, según dijo Rosef, pero en vano. El viejo Chell es un Braith, y el nuevo clan de Lorimaar le parecía una traición. Lo retó a duelo. En realidad Lorimaar era inmune al reto, puesto que estaba herido, pero no obstante, aceptó. Chell era muy viejo. Como desafiado, Lorimaar hizo la primera de las cuatro elecciones, y eligió el número —Janacek se incorporó pisoteando con fuerza la roca resbaladiza para calzarse mejor la bota—. ¿Necesito aclarar que eligió luchar solo? Habría sido un duelo muy diferente si Bretan Braith hubiera intervenido junto a Chell Brazos-Vacíos. Lorimaar, pese a la herida, venció al viejo con relativa facilidad. Era en el cuadrado de la muerte, y a espada. Chell recibió muchas heridas, demasiadas quizá. Rosef cree que debe estar agonizando en Larteyn. Bretan Braith se quedó con él, pero lo más importante es que también se quedó con su nombre, Bretan Braith —Janacek extendió el aeropatín.

—¿Averiguó algo acerca de Ruark? —preguntó Dirk.

El kavalar se encogió de hombros.

—En general todo concuerda con nuestras sospechas. Ruark llamó a Lorimaar alto-Braith por videopantalla y ofreció revelar dónde se encontraba Jaan, siempre que Lorimaar le nombrara korariel y así le brindara protección (el caso es que nadie parece saber dónde se encuentra ahora el kimdissi). Lorimaar accedió de buena gana. Por suerte Jaan estaba en el aeromóvil cuando fueron en su busca. Despegó y emprendió la fuga. Lo persiguieron y finalmente Raymaar lo alcanzó poco más allá de las montañas. Pero él también era un viejo, y como piloto no podía competir con Jaan Vikary —había un matiz de orgullo satisfecho en la voz de Janacek, como el de un padre que exalta al hijo—. El Braith cayó en combate, pero el vehículo de Jaan también fue averiado, y Jaan tuvo que aterrizar y correr. Ya se había ido cuando los altoseñores de Larteyn descubrieron dónde se había estrellado. Habían perdido tiempo tratando de ayudar a Raymaar —agitó la mano con impaciencia.

—¿Por qué se separó usted de Lorimaar? —preguntó Dirk.

—¿Por qué? Jaan está muy cerca… Debo alcanzarlo antes que ellos. Saanel insistió en que sería más fácil vadear la corriente río abajo, y corrí el riesgo de opinar lo contrario. Lorimaar está demasiado exhausto para andar con suspicacias. Sólo piensa en su presa. ¡Aún le arde la herida, t’Larien! Es como si ya viera a Jaan Vikary caído a sus pies y hubiera olvidado a quién está persiguiendo… Así es que me aparté de ellos y caminé río arriba, y por un momento temí haber cometido un error. En efecto, era más fácil cruzar río abajo, ¿verdad? —Dirk asintió—. Entonces, es una suerte que usted haya llegado, indudablemente —sonrió Janacek.

—Para encontrar a Jaan va a necesitar más suerte —le advirtió Dirk—. Probablemente los Braith ya han cruzado el río… Y tienen los sabuesos.

—Eso no me preocupa demasiado —dijo Janacek—. Jaan corre ahora en línea recta, y yo sé algo que Lorimaar ignora: sé hacia dónde corre. ¡Una caverna, t’Larien! A mi teyn siempre lo intrigaron las cavernas. Cuando éramos niños, en Jadehierro, a menudo me llevaba a explorar pasajes subterráneos. Me harté de investigar minas abandonadas, y más de una vez recorrimos los subterráneos de las viejas ciudades, las ruinas rondadas por demonios. También, clanes devastados, guaridas arrasadas en antiguas altaguerras y aún plagadas de fantasmas inquietos. Jaan Vikary conocía todos esos lugares. Solía guiarme por ellos y referirme narraciones históricas acerca de Aryn alto-Piedraviva y Jamis-León Taal y los caníbales de las Moradas del Carbón Profundo. Es un narrador nato, capaz de dar vida a esos antiguos horrores.

Dirk no pudo reprimir una sonrisa.

—¿Lo asustaba, Garse?

El otro rio.

—¿Asustarme? ¡Claro! Me horrorizaba, pero con el tiempo me acostumbré. Los dos éramos jóvenes, t’Larien. Más tarde, mucho más tarde, fue en las cavernas de las colinas de Lameraan donde él y yo juramos por el hierro-y-fuego.

—De acuerdo —dijo Dirk—. De manera que a Jaan le gustan las cavernas…

—Uno de los sistemas se abre muy cerca de Kryne Lamiya —dijo Janacek, volviendo a las preocupaciones inmediatas—, y tiene otra entrada cerca de aquí. Los tres lo exploramos el primer año que estuvimos en Worlorn. Ahora, pienso que Jaan seguirá corriendo bajo tierra, si puede. Así que podremos interceptarlo —levantó el rifle.

—Nunca lo encontrará en el bosque —dijo Dirk, levantando también su arma—. Los estranguladores dificultan muchísimo la visibilidad.

Yo lo encontraré —enfatizó ásperamente Janacek—. Recuerde nuestro vínculo, t’Larien: hierro-y-fuego.

—Hierro muerto, ahora —dijo Dirk, señalando con los ojos la muñeca derecha de Janacek.

El Jadehierro esbozó su típica sonrisa burlona.

—No —dijo; hundió la mano en el bolsillo, la sacó y abrió la palma, donde descansaba una piedraviva, una sola piedra, redonda y toscamente facetada, de casi el doble de tamaño de la joya susurrante de Dirk, negra y casi opaca a la luz rojiza de la mañana.

Dirk la miró, la rozó ligeramente con el dedo, la movió un poco.

—Es… fría al tacto —dijo.

Janacek frunció el ceño.

—No —dijo—. Al contrario, arde como el fuego —y se guardó la piedraviva en el bolsillo—. Hay historias, t’Larien, poemas en kavalar antiguo, cuentos que los niños escuchaban en el clan. Hasta las eyn-kethy conocen esas historias. Las cuentan con sus voces de mujer, pero Jaan Vikary las cuenta mejor. Pregúntele alguna vez…, acerca de lo que un teyn ha llegado a hacer por su teyn. Le responderá con grandes magias y mayores heroísmos, las increíbles glorias del pasado. Yo no sé contar historias, si no le diría yo mismo. Tal vez usted entonces atine a comprender qué significa ser teyn de un hombre y estar vinculado por el hierro.

—Tal vez ya lo comprendo —dijo Dirk.

Sobrevino un prolongado silencio. Los dos permanecieron de pie en la roca musgosa, a medio metro de distancia, frente a frente, y Janacek sonrió levemente mientras miraba a Dirk. Abajo el río corría incesante, y el fragor de las aguas parecía sugerirles que se apresuraran.

—Usted no es tan malo, t’Larien —dijo al fin Janacek—. Es débil, lo sé… Tal vez porque nadie le ha dicho nunca que es fuerte.

Al principio sonó como un insulto, pero el propósito del kavalar parecía otro. Dirk se detuvo a considerarlo, y descubrió otra significación.

—Si se le da un nombre a algo… —sonrió.

Janacek asintió.

—Escúcheme, Dirk. No se lo diré dos veces. Recuerdo la primera vez que me previnieron contra los Cuasi-hombres, cuando yo era un niño en Jadehierro. Una mujer, una eyn-kethy (usted la llamaría mi madre, pero esas distinciones no tienen valor en mi mundo), me contó la leyenda. Pero me la contó de otro modo. Los Cuasi-hombres contra los que me previno no eran los demonios de quienes más tarde me hablarían los altoseñores. Eran sólo hombres, decía ella, no engendros de otro mundo emparentados con los sorbealmas. Pero en cierto modo cambiaban de forma, pues no tenían una forma verdadera. Eran hombres en quienes no se podía confiar, hombres que habían olvidado sus códigos, hombres sin vínculos. No eran reales; eran una ilusión de humanidad, carente de sustancia, ¿comprende? La sustancia de lo humano…, es un nombre, un vínculo, una promesa. Está dentro de nosotros, aunque la llevamos en el brazo. Eso me dijo ella. Por eso los kavalares tienen teyns, decía, y salen en pareja… Porque la ilusión puede solidificarse y adquirir realidad si uno la acuña en hierro.

—Un bonito discurso, Garse —dijo Dirk cuando el otro terminó—. ¿Pero qué efecto ejerce la plata en el alma de un Cuasi-hombre?

Un destello de cólera atravesó fugazmente la cara de Janacek, como la sombra de una cabeza de tormenta.

—Había olvidado su sabiduría kimdissi —dijo luego el kavalar, sonriendo—. Otra cosa que aprendí en mi juventud fue no discutir nunca con un intrigante —echándose a reír, tendió el brazo y apretó con firmeza la mano de Dirk—. Basta. Nunca nos entenderemos del todo, pero puedo ser su amigo si usted puede ser mi keth.

Dirk se encogió de hombros, extrañamente conmovido.

—De acuerdo —dijo.

Pero Garse ya se disponía a partir. Soltó el brazo de Dirk y tecleó los controles hasta remontarse un metro, y luego pasar sobre el río. Avanzaba rápidamente, inclinado hacia adelante, una silueta estilizada y grácil. El sol relumbraba en la melena roja, y las ropas restallaban y destellaban cambiando de color. A mitad de camino por encima de las aguas torrentosas, Garse volvió la cabeza y le gritó algo a Dirk, pero el fragor de la correntada ahogó las palabras y Dirk sólo percibió el tono, exultante y salvaje.

Demasiado agotado para echarse a volar de inmediato, se quedó mirando hasta que Janacek llegó a la orilla opuesta. Deslizó la mano libre en el bolsillo, y acarició la joya susurrante. No parecía tan fría como antes, y las promesas —¡oh, Jenny!— resonaban débilmente.

Janacek sobrevolaba los árboles amarillos, y su silueta se encogía rápidamente en el cielo gris y carmesí. Dirk le siguió con desgana.

Janacek podía referirse desdeñosamente a los patines, tildándolos de 'juguetes’, pero sin duda, sabía cómo usarlos. Pronto se remontó muy lejos de Dirk, trepando en el viento hasta elevarse unos veinte metros sobre la floresta. La distancia que les separaba parecía aumentar progresivamente; Janacek, al contrario de Gwen, no estaba dispuesto a detenerse y esperar a que Dirk le alcanzara.

Dirk se contentó con perseguirle. El Jadehierro era fácil de ver (estaban solos en el cielo lúgubre) y no había peligro de perderse. Nuevamente voló impulsado por los vientos de Oscuralba, que le soplaban en la espalda mientras él se abandonaba a oscuras divagaciones. Despierto, tuvo extraños sueños acerca de Jaan y Garse, de vínculos de hierro y joyas susurrantes, de Ginebra y Lanzarote, quienes —advirtió de pronto— también habían faltado a sus juramentos.

El río desapareció. Pasaron de largo sobre lagos apacibles, y luego sobre la colonia de hongos blancos que formaba una costra sobre el bosque. Una vez oyó Dirk los ladridos de la jauría de Lorimaar, muy atrás, traídos por el viento. No se alarmó.

Viraron hacia el sur. Janacek era un punto pequeño y negro, plateado y centellante cuando el sol rebotaba en la placa metálica. Cada vez más pequeño. Dirk lo seguía, un pájaro torpe. Finalmente Janacek empezó a descender hacia la arboleda.

Era un paraje inhóspito. Más rocoso que los demás, con unas pocas colinas ondulantes y estribaciones de piedra negra estriada de oro y plata. Los estranguladores proliferaban por todas partes. Dirk miraba aquí y allá en busca de un solo cono de plata, un viudo azul o un elegante y oscuro árbol fantasma. Un laberinto amarillo se extendía ininterrumpidamente hasta el horizonte. Se oían chillidos frenéticos de los espectros arbóreos, y se los veía revolotear con sus alas minúsculas.

El gemido de un banshi rasgó el aire, y un escozor inexplicable hormigueó en la médula de Dirk. De golpe miró a lo lejos y vio una pulsación luminosa.

Breve e intenso, irritante para sus ojos fatigados, ese repentino dedo de luz parecía ajeno a este mundo gris y crepuscular. Era ajeno, pero estaba allí. Una llamarada tensa y salvaje que nacía en el bosque y se perdía en el cielo.

Janacek era un pequeño muñeco de trapo allá adelante, cerca de la luz. El haz delgado y escarlata lo alcanzó y tocó rápida y fugazmente la plataforma plateada; la imagen persistió en los ojos de Dirk. Absurdamente, Janacek se tambaleó y agitó los brazos. Una vara negra se le deslizó del brazo y él desapareció entre los estranguladores para estrellarse contra las ramas entrelazadas.

Ruidos. Dirk oía ruidos. La música de ese infatigable viento invernal. Crujidos de ramas, seguidos por alaridos de dolor y de furia, animales y humanos, humanos y animales, ambas cosas y ninguna a la vez. Las torres de Kryne Lamiya fulguraban en el horizonte, brumosas y traslúcidas, y entonaban un canto a la muerte.

Los alaridos cesaron de pronto; las torres blancas se diluyeron en el aire y el viento que impulsaba a Dirk barrió todos los fragmentos. Dirk descendió, y aprestó el láser…

En el follaje donde se había precipitado Garse Janacek se abría un agujero negro: ramas amarillas retorcidas y rotas, una cavidad del tamaño de un hombre. Oscura. Dirk revoloteó alrededor y no pudo ver a Janacek ni el suelo del bosque, tan densas eran las sombras. Pero en la rama superior vio un jirón de tela desgarrada que flameaba al viento cambiando de color. Encima, un pequeño fantasma montaba guardia solemnemente.

—¡Garse! —gritó Dirk, sin preocuparse por el enemigo al acecho, el hombre del láser.

Los espectros arbóreos respondieron con un coro de chillidos. Oyó ruidos entre los árboles; la luz del láser centelló otra vez. No hacia arriba, sino horizontalmente, un imposible rayo de sol en la penumbra del bosque. Dirk revoloteaba indeciso. Un espectro arbóreo se posó en una rama, debajo de él; lo miraba con extraño descaro con sus ojos líquidos, las alas desplegadas y tiritando al viento. Dirk apuntó el láser y disparó. El animalito se redujo a una mancha negra en la corteza amarilla.

Luego, Dirk descendió en espiral hasta encontrar un hueco apropiado para aterrizar en la espesura. El suelo del bosque era fangoso; los estranguladores, anudándose en lo alto, apenas dejaban pasar la pobre luz del Ojo del Infierno. Enormes troncos rodeaban a Dirk por todas partes; dedos amarillos y deformes, nudosos, rígidos y artríticos. Se agachó (el musgo que cubría el terreno era nauseabundo), y separó la plataforma plateada de las botas. El metal se ablandó. Luego, las sombras se abrieron en la espesura y una figura se acercó. Dirk levantó los ojos y se encontró con Jaan Vikary.

Jaan tenía la cara entrecruzada de arrugas. Estaba manchado de rojo, y en los brazos traía un cuerpo fláccido y ensangrentado, acunándolo como una madre al hijo enfermo. Garse tenía un ojo cerrado, y le faltaba el otro. Sólo tenía la mitad de la cara. La cabeza se sacudía blandamente contra el pecho de Jaan.

—Jaan…

Vikary se estremeció.

—Yo le disparé —dijo. Temblando, dejó caer el cuerpo.