Capítulo 12

Dirk no se sorprendió. Bajo la ropa, el frío contacto de la joya susurrante le recordaba promesas pasadas y traiciones pasadas. Nada parecía demasiado importante. Se cruzó de brazos y esperó.

Janacek no ocultó su decepción.

—No parece preocuparle —dijo.

—No tiene importancia, Garse —respondió Dirk—. Salí de Kryne Lamiya dispuesto a morir —suspiró—. ¿Le servirá de algo a Jaan?

Janacek no respondió de inmediato; los ojos azules estudiaron cuidadosamente a Dirk.

—Está cambiando, t’Larien —dijo al fin; había dejado de sonreír—. ¿De veras le preocupa más la suerte de Jaan Vikary que la de usted?

—Qué sé yo —protestó Dirk—. Dígame su plan.

Janacek arrugó la frente.

—Consideré la posibilidad de aterrizar en el campamento Braith y enfrentarlos directamente. Deseché la idea. Aún no desdeño la vida tanto como usted. Aunque pudiera retar a duelo a uno o varios cazadores, sería obviamente en auxilio de un criminal. Nunca aceptarían. Mi situación es delicada en este momento; debido a mis palabras y actos en Desafío, los Braith me consideran humano, pese a mi humillación. Pero si yo procurara ayudar a Jaan abiertamente, las cosas cambiarían. Las cortesías del código ya no regirían para mí. Yo también me convertiría en un criminal, en un Cuasi-hombre.

»Una segunda posibilidad era atacarlos por sorpresa, sin previo aviso, y matar a tantos como pudiéramos. Pero aún no soy tan depravado como para considerar en serio esa idea. Comparada con un crimen semejante, hasta la muerte de Myrik sería perdonable.

»Lo mejor sería, desde luego, sobrevolar el boscaje hasta localizar a Jaan y rescatarlo sin que nadie se enterara. Pero las probabilidades son mínimas. Los Braith tienen sabuesos, nosotros no. Ellos son cazadores y rastreadores experimentados, especialmente Pyr Braith Oryan y el mismo Lorimaar alto-Braith. Yo soy menos experto, y usted es inútil. Es prácticamente seguro que ellos encontrarían a Jaan antes que nosotros.

—De acuerdo —dijo Dirk—. ¿Entonces?

—Al brindarle ayuda a Jaan ya soy un falso kavalar —siguió Janacek, con la voz ligeramente turbada—. Así es que seré un poco más falso. En eso radican nuestras mejores posibilidades. Aterrizaré abiertamente y lo entregaré a usted a los Braith, como le dije antes. Con eso me conquistaré la confianza de ellos, al menos hasta cierto punto. Luego me uniré a la partida y haré cuanto pueda, salvo cometer un asesinato. Tal vez pueda provocar una riña y retar a alguien a duelo de tal modo que nadie advierta que protejo a Jaan Vikary.

—Usted podría perder —señaló Dirk.

—Sin duda —asintió Janacek—. Podría perder. Pero no lo creo. En un duelo individual, el único sujeto de cuidado es Bretan Braith Lantry, y ni él ni su teyn están entre los cazadores, si los aeromóviles que usted vio son todos. Lorimaar es bastante diestro, pero Jaan lo dejó herido en Desafío. Pyr es rápido con su bastón, pero no con una espada o una pistola. Los otros son vejetes desvalidos. Es improbable que yo pierda.

—¿Y si no pudiera provocar un duelo?

—Entonces, estaré cerca cuando cacen a Jaan.

—¿Y…?

—No sé. Pero no lo capturarán. Se lo prometo, t’Larien, no lo capturarán.

—¿Y qué será de mí, entretanto?

Janacek lo miró de nuevo por encima del hombro, entornando los ojos pensativamente.

—Correrá un grave peligro —dijo el kavalar—, pero no creo que ellos lo maten de inmediato, y por cierto no lo matarán mientras esté maniatado e impotente, pues así pienso entregarle. Querrán cazarlo. Tal vez Pyr reclame ese privilegio. Supongo que lo liberarán, le cortarán las ligaduras, lo desnudarán y lo soltarán en el bosque. Si algunos prefieren cazarlo a usted, habrá menos que persigan a Jaan. También existe otra posibilidad. En Desafío, Pyr y Bretan estuvieron a punto de reñir por usted. Si Bretan se uniera a los cazadores nos beneficiaríamos con la reiniciación del conflicto…

Dirk sonrió.

—Vuestro enemigo tiene un enemigo —dijo con sarcasmo.

Janacek torció la cara, disgustado.

—No soy Arkin Ruark —dijo—. Si puedo le ayudaré. Antes de llegar al campamento Braith, bajaremos secretamente, si es posible, hasta el aeromóvil derribado que vio usted en la hoguera. Dejaremos el rifle láser entre las ruinas y luego, una vez que lo liberen y lo suelten desnudo en el bosque, usted puede procurarse el arma y así, sorprender a sus perseguidores —se encogió de hombros—. Su vida puede depender de la rapidez de sus piernas, y de su puntería.

—Y de mi predisposición para matar —añadió Dirk.

—Y de su predisposición para matar —convino Janacek—. No puedo ofrecerle más ventajas, t’Larien.

—Acepto las que me ofrece —dijo Dirk. Luego, volaron un rato en silencio. Pero cuando los cuchillos negros de la pared montañosa quedaron finalmente atrás y Janacek apagó todas las luces de la máquina para iniciar un lento y cauteloso descenso, Dirk se volvió para preguntarle—: ¿Qué habría hecho si yo me hubiera negado a seguirle el juego?

Garse Janacek giró en el asiento y apoyó la mano derecha en el brazo de Dirk. Las piedravivas intactas fulguraban débilmente contra el hierro del brazalete.

—El vínculo de hierro-y-fuego es más fuerte que cualquier vínculo que usted conozca —dijo gravemente el kavalar—, y mucho más fuerte que cualquier vínculo de gratitud fugaz. Si usted se hubiese negado, t’Larien, le habría cortado la lengua para que no revelara mis planes a los Braith y hubiera seguido adelante. Por las buenas o por las malas, usted habría hecho su parte. Comprenda t’Larien, no le odio, pese a que en varias oportunidades me ha dado motivos. A veces he simpatizado con usted, tanto como un Jadehierro puede simpatizar con un individuo al que no está ligado por ningún vínculo. No le causaría daño adrede pero llegado el caso, le causaría daño. Pues he reflexionado detenidamente, y mi plan es lo más seguro para Jaan Vikary.

Janacek habló sin esbozar siquiera una sonrisa. Esta vez al menos, no bromeaba.

Dirk no tuvo mucho tiempo para reflexionar sobre las palabras de Janacek. La máquina descendió en la noche como una piedra increíblemente ligera, y revoloteó como un espectro sobre las copas de los estranguladores. El vehículo derribado aún ardía entre llamas moribundas y anaranjadas que se escurrían por el tronco de un árbol caído y chamuscado, y una pantalla de humo le borroneaba los contornos.

Janacek se acercó, abrió una de las portezuelas blindadas y arrojó el rifle al bosque. Dirk le insistió para que arrojara también la chaqueta que él había usado, pues la piel y el cuero serían una bendición para un hombre que corría desnudo por la floresta.

Después se remontaron nuevamente al cielo, y Garse le sujetó las manos y los pies. Las ligaduras, apretadas y cortantes, le dificultaban la circulación, sin duda, serían convincentes. Después, encendiendo los faros y las luces laterales, Janacek enfiló hacia el círculo iluminado.

Los sabuesos, encadenados a estacas, dormían al lado del agua, pero despertaron cuando el extraño aeromóvil descendió; Janacek aterrizó en medio de feroces aullidos. Sólo uno de los Braith estaba a la vista: el enjuto cazador de pelo negro y revuelto como un ovillo de alambre quemado. Dirk sabía que era el teyn de Pyr, pero ignoraba su nombre. El hombre estaba sentado junto a una fogata, cerca de los sabuesos, con un rifle láser al costado. Pero en cuanto ellos se acercaron, se incorporó con agilidad.

Janacek destrabó la escotilla y la abrió. El frío aire nocturno penetró en la cálida cabina. El kavalar levantó a Dirk de un tirón y lo bajó de la máquina a empellones, obligándole a arrodillarse en la arena fría.

—Jadehierro —avisó roncamente el hombre de guardia; sus kethi ya estaban saliendo de sus sacos de dormir y de los aeromóviles, y empezaban a reunirse.

—Traigo un regalo —dijo Janacek, las manos en las caderas—. Un presente de Jadehierro, para Braith.

Los cazadores eran seis en total, advirtió Dirk mirando desde su incómoda postura; todos habían estado en Desafío. El calvo y corpulento Pyr, que dormía a la intemperie cerca de su teyn, fue el primero en acercarse. Pronto se les unieron Rosef alto-Braith y su calmo y musculoso compañero. Ellos también habían dormido en el suelo, cerca del aeromóvil. En último término, Lorimaar alto-Braith Arkellor, el costado izquierdo del pecho envuelto en vendas oscuras, emergió lentamente del aeromóvil rojo en forma de cúpula, apoyándose en el brazo del hombre gordo que antes había estado con él. Los seis comparecieron tal como habían dormido: totalmente vestidos y armados.

—Se agradece el presente, Jadehierro —dijo Pyr, que llevaba un cinturón negro de metal, con una pistola, pero estaba sin su bastón, y así parecía incompleto.

—Lo que no se agradece es tu presencia —dijo Lorimaar, avanzando a los tumbos; se inclinaba tanto sobre su teyn que parecía giboso y encorvado. Ya no tenía aspecto de gigante. Y Dirk, observándole, creyó verle nuevas arrugas en la piel, surcos profundos y acusados, tallados por el dolor.

—Ahora es obvio que los duelos para los que me nombraron arbitro nunca se librarán —dijo serenamente Rosef, sin la hostilidad que engrosaba la voz de Lorimaar—, de modo que no tengo autoridad especial y no puedo hablar en nombre de Alto Kavalaan o Braith. Pero estoy seguro de que hablo por todos nosotros al decir que no toleraremos que interfieras, Jadehierro. Aunque nos traigas un presente de sangre.

—Cierto —dijo Lorimaar.

—No me propongo interferir —dijo Janacek—. Me propongo unirme a la partida.

—Estamos cazando a tu teyn —dijo el compañero de Pyr.

—Eso ya lo sabe —barbotó Pyr.

—No tengo teyn —dijo Janacek—. Un animal merodea en el bosque ciñendo mi hierro-y-fuego. Estoy dispuesto a matarlo con vosotros y reclamar lo que me pertenece —su voz era muy dura y convincente.

Uno de los sabuesos se paseaba impaciente, tironeando de la cadena. Gruñó y se detuvo para fruncir la cara de rata. frente a Janacek, mostrándole una fila de dientes amarillos.

—Está mintiéndonos —dijo Lorimaar—. Hasta nuestros perros huelen la mentira. No simpatizan con él.

—Un Cuasi-hombre —añadió su teyn.

Garse Janacek volvió ligeramente la cabeza. La trémula luz del fuego le arrancó chispas rojas de la barba mientras él esbozaba una sonrisa irónica y amenazante.

—Saanel Braith —dijo—. Tu teyn está herido y me insulta con impunidad, pues sabe que no puedo retarlo a duelo. Pero tú no gozas de esa protección.

—Por el momento sí —terció con aspereza Rosef alto-Braith—. Es una treta que no vamos a permitirte, Jadehierro. No te batirás con nosotros, uno por uno, para salvar a un renegado.

—Acabo de afirmar que no me interesa salvarle. No tengo teyn. Nadie puede privarme de los derechos que otorga el código.

El menudo y encorvado Rosef, medio metro más bajo que los demás kavalares, miró fijamente a Janacek y se negó a ceder.

—Estamos en Worlorn —dijo—, y hacemos lo que se nos antoja.

Corrió un murmullo de aprobación.

—Sois kavalares —insistió Janacek, pero un destello de duda le cruzó el rostro—. Sois Braith, y altoseñores de Braith, vinculados a vuestra coalición y a vuestro consejo y sus disposiciones.

—En el pasado he visto a muchos de mis kethi y a muchos más hombres de otros clanes renunciar a la vieja sabiduría —dijo Pyr con una sonrisa—. «Esto y esto está mal», decían los flojos de Jadehierro. «No seguiremos estas normas». Y los corderos de Acerorrojo los imitaban, y también los afeminados de Shanagato, y muchos Braith, lamentablemente. ¿Me equivoco? Te presentas aquí para sermonearnos acerca del código, pero si mal no recuerdo, en mi juventud eran los Jadehierro quienes querían disuadirme de cazar Cuasi-hombres. ¿No hubo blandos kavalares que viajaron a Avalon para aprender acerca de armas, vuelos espaciales y otras cosas útiles, y volvieron saturados de mentiras, instigándonos a cambiar nuestras tradiciones al extremo de que nuestro antiguo código se transformó en algo vergonzoso, cuando antes nos colmaba de orgullo? Dime, Jadehierro: ¿me equivoco?

Garse guardó silencio. Se cruzó aplomadamente de brazos.

—Jaan Vikary, ex alto-Jadehierro, fue el peor de los reformadores, de los mentirosos. Y tú no le ibas mucho a la zaga —dijo Lorimaar.

—Yo nunca estuve en Avalon —dijo simplemente Garse.

—Respóndeme —insistió Pyr—. ¿Acaso tú y Vikary no intentasteis cambiar las viejas costumbres? ¿No os burlabais de las partes del código que os disgustaban?

—Nunca infringí las normas —dijo Janacek—. Jaan…, a veces… —tartamudeó.

—Lo admite —dijo Saanel.

—Hemos hablado entre nosotros —dijo Rosef con voz calma—. Si los altoseñores pueden matar infringiendo el código, si las cosas que damos por ciertas pueden ser alteradas y desdeñadas, entonces nosotros también podemos introducir cambios y desechar toda sabiduría que no nos interese, por falsa. Ya no estamos vinculados a Braith, Jadehierro. Es el mejor clan, pero eso no basta. Nuestros antiguos kethi aceptaron ciertas mentiras con excesiva blandura. Nadie volverá a deformarnos ni a jugar con nosotros. Regresaremos a las tradiciones más puras, al credo que era antiguo aún antes que cayera Puño de Bronce, a los días en que los altoseñores de Jadehierro y Taal y las Moradas del Carbón Profundo luchaban contra los demonios en las colinas de Lameraan.

—Ya ves, Jadehierro —dijo Pyr—. Nos llamas por un nombre falso.

—No lo sabía —dijo lentamente Janacek.

—Llámanos por nuestro nombre verdadero. No somos Braith.

Los ojos del Jadehierro lucían rígidos y sombríos; aún cruzado de brazos, se volvió a Lorimaar.

—Habéis fundado un nuevo clan… —dijo.

—Hay precedentes —argumentó Rosef—. Acerorrojo fue fundado por los renegados de la Montaña de la Piedraviva, y Braith mismo nació de Puño de Bronce.

—Yo soy Lorimaar Reln Zorro alto-Larteyn Arkellor —dijo Lorimaar con su voz dura y dolorida.

—Honor a tu clan —respondió Janacek, irguiéndose rígidamente—. Honor a tu teyn.

—Todos somos Larteyn —dijo Rosef.

Pyr rio.

—Somos el consejo de altoseñores de Larteyn, y nos atenemos a los antiguos códigos —dijo.

En el silencio que siguió, Janacek miró de hito en hito a cada uno de los presentes. Dirk le observaba desde el suelo, maniatado y de rodillas.

—Os habéis denominado Larteyn —dijo al fin Janacek— de modo que sois Larteyn. Todos los viejos preceptos convienen en ello. Pero os recuerdo que todo eso de lo que habláis, los hombres y doctrinas y clanes que invocáis, todo está muerto. Puño de Bronce y Taal fueron destruidos en altaguerra antes que naciera cualquiera de vosotros, y las Moradas del Carbón Profundo ya estaban inundadas y deshabitadas en el Tiempo del Fuego y los Demonios.

—Los preceptos de ellos viven en Larteyn —dijo Saanel.

—No sois más que seis —dijo Janacek—, y Worlorn está muriendo.

—Bajo nuestro dominio volverá a vivir —dijo Rosef—. La noticia se difundirá en Alto Kavalaan y vendrán otros; nuestros hijos nacerán aquí, para cazar en los bosques de estranguladores.

—De acuerdo —dijo Janacek—. No es de mi incumbencia. Jadehierro no tiene pleitos con Larteyn. Vengo a vosotros abiertamente y os solicito unirme a la partida —apoyó la mano en el hombro de Dirk—. Y os traigo un presente de sangre.

—Es verdad —dijo Pyr, y guardó silencio un instante; luego se volvió a los otros—: Opino que le dejemos acompañarnos.

—No —dijo Lorimaar—. No confío en él. Se le ve demasiado ansioso.

—Por una razón, Lorimaar alto-Larteyn —dijo Janacek—. Una gran vergüenza ha manchado el nombre de mi clan y el mío. Quiero limpiar mi honor.

—Todo hombre debe proteger su orgullo, por mucho que le duela —convino Rosef—. Eso es indudable.

—Que venga con nosotros —dijo el teyn de Rosef—. Él está sólo, nosotros somos seis. ¿Qué puede hacernos?

—¡Está mintiendo! —insistió Lorimaar—. ¿Cómo supo que estábamos aquí? ¡Preguntadle! ¡Y mirad! —señaló el brazo derecho de Janacek, donde las piedravivas fulguraban como ojos rojizos; sólo faltaba un puñado.

Janacek empuñó el machete con la mano izquierda y lo desenvainó con lentitud. Luego le extendió la mano derecha a Pyr.

—Ayúdame a sostener el brazo con firmeza —dijo sin inmutarse—, y me desharé de los falsos fuegos de Jaan Vikary.

Pyr accedió. Nadie hablaba. Janacek actuó con rapidez y seguridad. Cuando terminó, las piedravivas yacían en la arena como brazas de una hoguera pisoteada. Se agachó y recogió una, la tiró hacia arriba y la manoteó como si estuviera sopesándola, sin dejar de sonreír. Luego echó el brazo hacia atrás y la arrojó; la piedra trazó una amplia curva antes de caer. Al descender parecía una estrella fugaz. Dirk casi esperaba que siseara al hundirse en las oscuras aguas del lago. Pero no se oyó nada, ni siquiera un chapoteo.

Janacek alzó una por una todas las piedravivas, las sopesó en la palma y las tiró al lago. Cuando arrojó la última, se volvió a los cazadores y extendió el brazo derecho.

—Hierro desnudo —dijo—. Mirad. Mi teyn ha muerto.

Nadie volvió a poner reparos.

—Se acerca el alba —dijo Pyr—. Soltemos la presa.

De modo que los cazadores volvieron la atención a Dirk y todo sucedió más o menos como Janacek le había dicho. Le cortaron las ligaduras y le dejaron frotarse las muñecas y los tobillos para reanimar la circulación. Luego le empujaron contra un aeromóvil y Rosef y Saanel lo aferraron, mientras Pyr le rasgaba las vestimentas. El cazador calvo manejaba el cuchillo tan diestramente como el bastón, pero no se quedaba en delicadezas; le dejó un tajo largo en la cara interior del muslo, y otro más corto y profundo en el pecho.

Dirk parpadeó mientras Pyr le cortajeaba la ropa, pero no intentó resistirse. Cuando estuvo desnudo por completo y con la espalda aplastada contra el frío flanco metálico del aeromóvil, el viento le hizo tiritar.

De pronto, Pyr hizo una mueca de asombro.

—¿Qué es esto? —barbotó, y estiró la mano pequeña y blanca hacia la joya susurrante que colgaba del cuello de Dirk.

—No —dijo Dirk.

Pyr dio un tirón brusco. La cadena de plata mordió la garganta de Dirk; la joya quedó libre de su improvisado sostén.

—¡No! —gritó Dirk, se arrojó hacia adelante y empezó a forcejear; Rosef se tambaleó y cayó a un costado, Saanel se le colgó del brazo, y Dirk le asestó un golpe en el cuello taurino, debajo de la barbilla. El hombre gordo le soltó con un juramento, y Dirk se volvió hacia Pyr, que había recogido el bastón y sonreía. Dirk avanzó un paso y se detuvo.

Esa vacilación fue fatal. Saanel le atacó por atrás, rodeándole la cabeza con el brazo, y le aplicó una llave que paulatinamente le dejó sin aliento. Pyr observaba con desaprensión; tiró el bastón en la arena y apresó la joya susurrante entre el pulgar y el índice.

—Alhajas de Cuasi-hombre —dijo con desdén; para él no significaban nada, los diseños trazados por el ésper no le afectaban la mente. Tal vez percibía que la pequeña lágrima era fría al tacto, tal vez no. Pero no percibía ningún susurro. Llamó a su teyn, que estaba pisoteando la fogata—. ¿Quieres un regalo de t’Larien?

Calladamente, el hombre se acercó, tomó la joya y la observó un instante. Luego se la echó en el bolsillo de la chaqueta. Se alejó sin comentarios y recorrió el contorno del campamento Braith, para apagar las linternas de mano hincadas en la arena. Al extinguirse las luces, Dirk vislumbró el destello rosáceo del alba en el horizonte.

Pyr hizo un ademán con el bastón.

—Suéltale —le dijo a Saanel, y el hombre aflojó el brazo y retrocedió.

Dirk estaba libre. Le dolía el cuello, y la arena fría le raspaba las plantas de los pies. Se sentía muy vulnerable; sin la joya susurrante, el miedo lo había inundado. Buscó con los ojos a Garse Janacek, pero el Jadehierro estaba al otro lado del campamento, hablando seriamente con Lorimaar.

—Ya despunta el alba —dijo Pyr—. En cualquier momento te seguiré, Cuasi-hombre. Corre.

Dirk miró por encima del hombro. Rosef fruncía el ceño y se masajeaba el hombro; se había dado un fuerte golpe al caer. Saanel, sonriendo estúpidamente, se recostaba contra el aeromóvil. Dirk, indeciso, avanzó unos pasos hacia la arboleda.

—Vamos, t’Larien. Estoy seguro de que puedes correr más rápido —le gritó Pyr—. Corre, y tal vez salves el pellejo. Yo también iré a pie, al igual que mi teyn y nuestros sabuesos —desenfundó la pistola y se la arrojó a Saanel, que la aferró aplastándola entre sus manazas—. No llevaré láser, t’Larien —continuó Pyr—. Será una cacería pura y limpia, bien tradicional. Un cazador con cuchilla y espada arrojadiza, una presa desnuda. ¡Corre, t’Larien, corre! Teyn —dijo Pyr a su enjuto compañero, que se acercaba—, desencadena a los perros.

Dirk giró sobre los talones y corrió hacia el linde del bosque.

Era como correr en una pesadilla.

Le habían quitado las botas; en cuanto avanzó tres pasos en la arboleda, se cortó un pie contra un guijarro filoso y empezó a cojear. Otros guijarros lo esperaban en la penumbra. Al correr, parecía que tropezaba con todos.

Le habían quitado las ropas; al abrigo de los árboles, el viento no era tan crudo. Pero aún así tenía frío, mucho frío. Por un tiempo anduvo con la carne de gallina, luego pasó. Lo aquejaron otros dolores, y el frío perdió importancia.

La floresta era demasiado oscura y demasiado clara. Demasiado oscura para ver bien el camino; tropezaba con raíces, se despellejaba las rodillas y las palmas, los pies se le hundían en cada agujero. Pero también era demasiado clara; el alba despuntaba rápidamente, muy rápidamente, y la luz se filtraba como una amenaza por la enramada. Estaba perdiendo de vista la única señal. La observaba cada vez que llegaba a un claro, cada vez que podía ver a través del tupido follaje, alzaba los ojos para encontrarla. Una estrella brillante y roja, el sol de Alto Kavalaan fulgurando en el cielo de Worlorn; Garse se la había indicado, diciéndole que la tomara como referencia si se extraviaba. A través del bosque, le guiaría hasta el láser y la chaqueta. Pero el alba despuntaba rápidamente; los Braith habían tardado mucho en soltarle. Y cada vez que miraba el cielo y trataba de orientarse, los estranguladores que formaban muros impenetrables en ese oscuro y denso bosque lo obligaban a dar rodeos; todas las direcciones parecían iguales. Era fácil perderse; cada vez que buscaba la señal, aparecía más tenue y pálida. Hacia el este, el cielo se teñía de rojo; el Gordo Satanás se elevaba, y pronto el sol de Alto Kavalaan se borraría de ese cielo crepuscular. Trató de apurar el paso.

Era menos de un kilómetro de distancia, menos de un kilómetro. Pero un kilómetro es muy largo si uno corre desnudo en una jungla inextricable. Hacía diez minutos que corría cuando oyó los feroces ladridos de los sabuesos.

Después de eso, dejó de pensar y preocuparse. Corrió.

Corrió preso de un pánico animal, jadeando, sangrando, el cuerpo tembloroso y dolorido. Corrió durante una eternidad, fuera del tiempo, en un sueño febril de pisadas frenéticas y palpitantes, sensaciones vividas y fragmentarias, y el bullicio cada vez más cercano (o eso le parecía) de los sabuesos. Corría y corría y no llegaba a ninguna parte, corría y corría sin moverse. Se estrelló contra un grueso seto de zarzas de fuego, y las espinas rojas le laceraron las carnes. Pero no gritó; corría y corría. Llegó a un promontorio de pizarra lisa y gris, y trató de encaramarse en él. Resbaló y dio de bruces contra las piedras; la boca se le inundó de sangre, escupió, había sangre en la roca y por eso había resbalado. Su sangre, la que manaba de los tajos de los pies.

Se arrastró por la roca lisa y llegó de nuevo a los árboles y se echó a correr frenéticamente, hasta que recordó que había perdido la señal. Y cuando volvió a encontrarla, estaba a sus espaldas, muy débil, un pequeño punto brillante en un cielo escarlata, y él se volvió y cruzó nuevamente el promontorio; pisoteaba raíces invisibles, apartaba la maleza con manos frenéticas, corría sin cesar. Tropezó con una rama baja, cayó de espaldas, se levantó sosteniéndose la cabeza, siguió corriendo. Resbaló en un fangoso lecho de musgo pestilente, se levantó cubierto de fango y olor, siguió corriendo. Buscó la estrella y había desaparecido. Siguió adelante. Ese tenía que ser el camino. Los sabuesos Braith venían atrás, ladrando. Era sólo un kilómetro, menos de un kilómetro. El cuerpo se le congelaba. Le ardía. Sentía que le apuñalaban el pecho. Siguió corriendo. Los sabuesos estaban detrás, muy cerca. Los sabuesos estaban detrás.

Y de pronto, no supo cuándo, no supo cuánto había corrido, no supo qué distancia había atravesado (la estrella ya no estaba), creyó percibir un vago olor a humo en el viento del bosque. Corrió hacia él y salió a un pequeño claro; se lanzó hacia el otro lado del espacio yermo y abierto. Se detuvo de golpe.

Los sabuesos estaban frente a él.

Uno, por lo menos. Surgió de la arboleda mostrando los dientes. Le brillaban los ojos, y las fauces lampiñas se abrían exhibiendo los espantosos colmillos. Dirk trató de sortearlo, y el animal se le abalanzó, derribándolo de un zarpazo y rodando con él por el suelo. El sabueso se incorporó de un brinco. Dirk se arrodilló; el animal daba vueltas alrededor y gruñía amenazadoramente cuando él trataba de levantarse. Le había mordido el brazo izquierdo hasta hacerle sangrar. Pero no lo había matado, no le había desgarrado la garganta. Está entrenado, pensó Dirk, entrenado.

Daba vueltas y vueltas, sin dejar de mirarle. Pyr lo había enviado adelante y pronto vendría con su teyn y los otros perros. Este lo vigilaría hasta que llegaran.

Se levantó de un salto y se precipitó hacia los árboles. El perro brincó y le derribó de nuevo, aplastándolo contra el suelo, casi arrancándole el brazo. Esta vez Dirk no se levantó. El perro retrocedió y se mantuvo alerta, la boca húmeda de sangre y saliva. Dirk trató de incorporarse con el brazo sano. Se arrastró medio metro. El sabueso gruñó. Los otros estaban cerca. Se oían los ladridos.

Luego, arriba, se oyó algo más. Dirk observó débilmente la pequeña franja de cielo nuboso, apenas iluminado por los rayos del Ojo del Infierno y sus servidores. El sabueso Braith retrocedió un metro, también mirando hacia arriba. Y el sonido se repitió. Era un gemido y un grito de guerra, un alarido insistente y ululante, un aullido de muerte de intensidad casi musical. Dirk sospechó que estaba agonizando y la memoria le devolvía la música de Kryne Lamiya. Pero el sabueso oía también. Estaba echado sobre las patas traseras, petrificado, los ojos al cielo. Una forma oscura bajó de lo alto. Dirk la vio caer. Era enorme, muy negra, casi como la pez, y en la parte inferior se abrían mil bocas rojas y minúsculas, todas entonando ese canto, ese gemido estremecedor. No parecía tener cabeza; era triangular, una vela ancha y oscura, una manta raya que nadaba en el viento, una capa de cuero que alguien había soltado en el cielo. Una capa de cuero, pero con bocas y una cola larga y ahusada.

La cola de pronto giró con fuerza y azotó el hocico del sabueso. El perro parpadeó y retrocedió. La criatura revoloteó un instante, batiendo las enormes alas con exquisita y ondulante lentitud, luego descendió sobre el sabueso y lo envolvió totalmente. Los dos animales callaron. El sabueso, el gigantesco y musculoso perro con cara de rata, había desaparecido. El otro lo cubría completamente, y yacía en la hierba y el polvo como una descomunal salchicha de cuero negro.

Todo estaba en silencio. El chillido del cazador había acallado a todo el bosque. No se oía ladrar a los otros perros.

Dirk se levantó cautelosamente y caminó, cojeando, alrededor de la manta asesina aletargada. Parecía totalmente inmóvil. En la penumbra del alba, se la habría tomado por un gran tronco deforme.

Dirk aún tenía presente la silueta que había visto caer del cielo: una nube negra y aullante, toda alas y bocas. Por un instante, al reparar en la forma, había creído que Jaan Vikary acudía a rescatarlo con la raya metálica voladora. La otra margen del claro era una tupida maraña de estranguladores, amarillo-pardusca y muy densa. Pero el humo venía desde más allá. Fatigosamente, Dirk esquivó y apretujó y apartó las ramas, cortándolas si era necesario, y se abrió camino.

El vehículo en ruinas había dejado de arder, pero aún lo rodeaba un delgado velo de humo. Un ala había abierto el terreno con una enorme zanja, y también había segado varios árboles antes de detenerse; la otra apuntaba al cielo, acribillada de disparos de cañón láser y estriada por surcos de metal fundido que deformaban la silueta del murciélago. La cabina, negra y retorcida, tenía un boquete ancho e irregular.

Dirk encontró el rifle láser cerca de allí. También encontró huesos: dos esqueletos entrelazados en el abrazo de la muerte, los huesos oscuros y húmedos, aún pegoteados de sangre y pingajos de carne quemada. Un esqueleto era humano, o lo había sido. Los brazos y las piernas estaban rotos, y casi todas las costillas astilladas. Pero Dirk reconoció el garfio metálico de tres puntas en el extremo de un brazo partido. Al lado yacían los restos de la criatura, fuera cual fuese, que había arrastrado al cadáver fuera del aeromóvil: un depredador de huesos gomosos y veteados de negro, curvos y muy grandes. El banshi la había sorprendido mientras comía. Por eso volaba tan cerca. No había rastros de la chaqueta de cuero. Aturdido, con sólo el resto, Dirk se arrastró hasta el fuselaje frío del aeromóvil y se introdujo en las fauces sombrías. Al entrar se cortó con un borde de metal filoso, pero apenas se dio cuenta. ¿Qué le hacía un corte más? Se dispuso a esperar, a resguardo del viento, y ansiando estar a cubierto del banshi, y sobre todo de los Braith. Casi todas las heridas parecían haber cerrado, notó sin entusiasmo. Al menos sólo le sangraban algunas partes. Pero las costras parduscas que se habían formado estaban embadurnadas de mugre, y Dirk se preguntó si no convendría hacer algo para evitar una infección. Pero no parecía tener importancia; desechó la idea y apretó con más fuerza el láser, esperando que los cazadores no tardaran en aparecer.

¿Qué los habría demorado? Tal vez temían molestar al banshi; era más que posible. Se tendió en las cenizas frías, apoyando la cabeza en el brazo, y trató de no pensar, de no sentir. Los pies de Dirk eran guiñapos tumefactos. Trató de levantarlos en el aire, para que no tocaran nada. Eso lo aliviaba un poco, pero no tenía fuerzas para mantenerlos así mucho tiempo. El dolor le atenaceaba el brazo que le había mordido el sabueso Braith. Por un momento deseó con fervor que sus dolores se mitigaran, que la cabeza dejara de darle vueltas. Luego cambió de opinión. Pensó que el dolor quizás era lo único que lo mantenía despejado. Y que si se dormía allí, era difícil que volviera a despertar.

Vio al Gordo Satanás flotando sobre el bosque; un disco sangriento a través de la maraña azul oscura. Un solo sol amarillo brillaba en las cercanías, una pequeña chispa en el firmamento. Les guiñó el ojo. Eran viejos amigos.

El aullido de los sabuesos le alertó nuevamente. A diez metros, los cazadores emergieron ávidamente del follaje. No tan cerca como él esperaba. Desde luego, habían sorteado los estranguladores en vez de abrirse paso a través de ellos. Pyr Braith era casi invisible, negro azulado como el árbol que tenía detrás. Pero Dirk distinguió sus movimientos y el bastón que llevaba en la mano, y la hoja lustrosa y plateada que empuñaba en la otra. Su teyn lo precedía unos pasos, sujetando las cadenas de dos sabuesos que ladraban encarnizadamente y lo arrastraban casi al trote. Un tercer sabueso corría libremente a su lado, y en cuanto salió de la maleza avanzó a los brincos hacia el aeromóvil destrozado.

A Dirk, tendido de bruces entre las cenizas y los instrumentos destruidos, la situación de pronto le pareció increíblemente divertida. Pyr enarboló la hoja plateada por encima de la cabeza y echó a correr; estaba seguro de que por fin tenía su presa. Pero él no tenía láser, y Dirk sí. Ahogando una carcajada entusiasta, Dirk alzó el rifle y apuntó cuidadosamente.

Mientras apretaba el gatillo, lo asaltó un recuerdo tan súbito y penetrante como la pulsación luminosa que brotaba del láser. Janacek, poco antes, una expresión severa e indiferente: Su vida puede depender de la rapidez de sus piernas, y de su puntería, le había dicho. Y Dirk había añadido: Y de mi predisposición a matar. Un detalle que en el momento había parecido de gran importancia, algo mucho más difícil que correr.

Rio entrecortadamente. Correr había sido muy difícil. Matar no era más que apretar el gatillo. Casi era fácil.

El fulgurante cuchillo del láser flotó en el aire un largo segundo, apuñalando el abultado vientre de Pyr. El Braith se tambaleó y cayó de rodillas. Abrió la boca absurdamente antes de desplomarse de bruces y perderse de vista. La hoja plateada quedó hincada en la tierra entreabierta, hamacándose con los ramalazos del viento.

El enjuto compañero de Pyr quedó paralizado al ver caer a su teyn. Soltó los perros. Dirk apuntó y disparó otra vez, pero nada ocurrió; el arma tardaba quince segundos en recargarse, recordó; eso transformaba la cacería en un deporte; si uno erraba, la presa tenía la oportunidad de escapar. Rio nuevamente.

El cazador reaccionó y se arrojó cuerpo a tierra, rodando por el suelo hasta zambullirse en la zanja abierta por el ala del aeromóvil. En la trinchera en busca del láser, pensó Dirk. Pero no lo encontrará.

Los sabuesos habían rodeado el aeromóvil, y le ladraban cada vez que cambiaba de posición o asomaba la cabeza. Ninguno se acercaba a buscar la presa; esa era tarea del cazador. Dirk apuntó cuidadosamente y atravesó la garganta del más próximo. El animal cayó pesadamente, y los otros dos retrocedieron. Hincándose de rodillas, Dirk salió del refugio. Trató de incorporarse, apoyando una mano en el ala retorcida. El mundo giraba a su alrededor. Horribles espasmos le punzaban las piernas y los pies no parecían pertenecerle. Pero logró mantenerse erguido.

Estalló un grito, una orden en kavalar antiguo; Dirk no conocía la palabra. Los enormes sabuesos atacaron, uno tras del otro, entreabriendo las fauces rojas y babeantes. Y a dos metros, el cazador saltó fuera de la zanja cuchilla en mano. Agitó el brazo y la arrojó de costado. La hoja se estrelló contra el ala del vehículo. El hombre ya se había vuelto y echaba a correr, y el sabueso ya saltaba en el aire. Dirk se dejó caer y levantó el rifle. El animal cerró las fauces en falso, pero le cayó encima, lo hizo rodar por el polvo y lo aplastó con las patas. Dirk atinó a encontrar el gatillo. Y hubo un centelleo, un hedor a pelo chamuscado y húmedo, y un gemido espantoso. El sabueso resolló débilmente, ahogándose en su propia sangre. Dirk apartó el cadáver y se apoyó en una rodilla. El Braith se había acercado a Pyr y ahora enarbolaba la hoja plateada. Al otro sabueso se le había atascado la cadena en un borde mellado del vehículo en ruinas. Cuando Dirk se levantó, el animal aulló y tironeó, y el enorme casco quemado del aeromóvil se sacudió un poco, pero la bestia seguía sujeta.

El cazador de pelo negro tenía el arma plateada. Dirk apuntó y disparó; el rayo era delgado, pero un segundo era bastante largo, y Dirk movió el rifle con brusquedad, de derecha a izquierda y de izquierda a derecha.

El hombre cayó al tiempo que arrojaba el arma. La hoja voló unos metros, rebotó contra el ala y se clavó en el suelo, donde quedó meciéndose al viento. Dirk siguió moviendo el rifle, derecha izquierda derecha izquierda derecha, mucho después que el cazador cayera y la luz se apagara. Finalmente el arma se recargó y disparó un segundo más, quemando sólo una hilera de estranguladores. Dirk, sobresaltado, soltó el gatillo y dejó caer el arma al suelo, cerca de sus ya insensibles pies.

El sabueso sobreviviente, apresado aún, gruñía y tironeaba. Dirk lo miró boquiabierto, casi sin comprender. Y una vez más rio. Se arrodilló, recogió el láser y se arrastró hacia los kavalares. Le llevó mucho tiempo; los pies le dolían, también el brazo, en la mordedura. El sabueso finalmente se calló. Pero no sobrevino silencio; Dirk oyó un llanto, un gimoteo entrecortado y continuo.

Se arrastró a través del polvo y las cenizas y por encima del tronco quemado de un estrangulador, hasta llegar a los cazadores. Yacían uno junto al otro. El de pelo negro, ése cuyo nombre nunca llegó a aprender y que había tratado de matarle con la cuchilla, con los perros y con la hoja plateada, yacía tieso, la boca inundada de sangre. El que sollozaba era Pyr, tendido de bruces. Dirk se arrodilló junto a él, y pasándole las manos por debajo lo dio vuelta; tenía la cara embadurnada de sangre y cenizas pues al caer se había partido la nariz, y un hilillo rojo le manaba de una fosa nasal, un trazo brillante en la mejilla ennegrecida de hollín. La cara era vieja. Pyr no cesaba de lloriquear, y aparentemente no veía a Dirk. Se aferraba el vientre con las manos. Dirk le miró un largo rato. Le tocó una mano, extrañamente suave y menuda, sin más marcas que una cicatriz negra que le recorría la palma, casi una mano de niño, que no concordaba con esa cara vieja y lampiña, y la apartó; e hizo lo mismo con la otra, para ver el orificio que había abierto en las tripas de Pyr. Un vientre enorme y un orificio pequeño y oscuro; no tenía porqué dolerle tanto. Tampoco había sangre, salvo la que brotaba de la nariz. Era casi gracioso, pero Dirk ya no tenía ganas de reírse.

Pyr abrió la boca y Dirk se preguntó si el hombre trataba de decirle algo, unas últimas palabras, tal vez, una súplica de perdón. Pero el Braith sólo lanzó un gruñido confuso y sofocado, y luego siguió gimoteando.

El bastón estaba allí cerca. Dirk lo levantó, cerró las manos alrededor del puño de madera y apoyó la pequeña hoja sobre el pecho de Pyr, en el lugar del corazón, inclinándose sobre él con todo su peso para acortarle la agonía. El enorme cuerpo del cazador se sacudió espasmódicamente y Dirk extrajo la hoja y la hundió una y otra vez, pero Pyr no se quedaba quieto. La hoja era muy corta, comprendió Dirk, y entonces decidió usarla de otro modo. Buscó una arteria en la garganta carnosa de Pyr, empuñó el bastón con firmeza, casi a la altura de la hoja, y atravesó la piel pálida y grasosa. Brotó una gran cantidad de sangre, un chorro que le dio a Dirk en la cara, hasta que soltó el bastón y retrocedió. Pyr se sacudió nuevamente y el cuello siguió manando sangre, pero cada chorro era más débil que el anterior, hasta que la fuente gorgoteó apenas y finalmente pareció secarse. Las cenizas y el polvo absorbieron buena parte de la sangre, pero aun así había mucha entre los dos; a Dirk le sorprendió que un hombre contuviera tanta sangre como para formar semejante charco. Sintió náuseas. Pero al menos Pyr estaba quieto y había dejado de sollozar.

Descansó sentado bajo la luz roja y desteñida. Escalofríos febriles le recorrían el cuerpo, y sabía que debía quitarle la ropa a los cadáveres y cubrirse, pero le flaqueaban las fuerzas. Los pies le dolían horriblemente y el brazo se le había hinchado fuera de toda medida. No durmió, pero casi perdió la conciencia. Observó cómo el Gordo Satanás se elevaba en el cielo y se acercaba al mediodía, mientras los brillantes soles amarillos resplandecían fatigosamente alrededor. Varias veces oyó los aullidos del sabueso, y una vez escuchó el ominoso chillido del banshi; se preguntó si la criatura acudiría a devorarlo a él y a los cadáveres. Pero el grito parecía muy lejano; tal vez era sólo su fiebre, o el viento, quizá.

Cuando la pátina húmeda y pegajosa que le enmarcaba el rostro se transformó en una costra parda y seca y el charco de sangre fue finalmente absorbido por el polvo, Dirk supo que debía marcharse o moriría allí. Por un rato pensó en esa posibilidad; morir parecía una idea excelente, pero no le convencía del todo. Recordó a Gwen. Jadeando de dolor se arrastró hasta el cadáver del teyn de Pyr y le revisó los bolsillos. Encontró la joya susurrante.

Hielo en el puño, hielo en la mente, recuerdos de promesas, mentiras, amor. Jenny. Su Ginebra, y él era Lanzarote. No podía fallarle. No. Apretujó la fría y dura lágrima en el puño, el hielo le acuchilló el alma. Se obligó a levantarse.

Después fue más fácil. Lentamente desnudó el cadáver y se vistió, aunque todo le iba muy grande y la camisa y la chaqueta tenían el frente quemado y el hombre había ensuciado los pantalones con excrementos. Dirk tomó también las botas, aunque eran demasiado pequeñas para sus pies cortajeados, y tuvo que ponerse las de Pyr, que era de pies más grandes.

Ayudándose con el rifle y el bastón de Pyr, se dirigió al bosque. Pocos metros después se detuvo y volvió la cabeza. El enorme sabueso ladraba y aullaba y tironeaba para librarse. Con cada tirón, el aeromóvil chimaba y se estremecía. Dirk pudo ver el cadáver desnudo en el polvo, y más allá la espada plateada, aún hamacándose al viento. A Pyr apenas lo veía. La sangre había teñido el traje del cazador con manchas negras y pardas y algunas motas rojas opacas, de modo que el cadáver se confundía con el suelo.

Dirk dejó al sabueso encadenado y aullando, y se internó dando tumbos en la espesura.