Dirk atravesó la habitación. El rifle estaba apoyado contra la pared. Lo levantó, palpó una vez más la textura resbalosa y tersa del plástico negro. Acarició la cabeza de lobo con el pulgar. Se calzó el arma en el hombro, apuntó, disparó.
El haz de luz vibró un segundo en el aire. Dirk corrió ligeramente el arma, y el rayo también se corrió. Cuando se extinguió la luz y el resplandor se disipó, Dirk comprobó que había abierto un boquete desparejo en el ventanal. El viento penetraba por allí, y sus silbidos discordaban extrañamente con la música de Lamiya-Bailis.
Gwen, bamboleándose, se levantó de la cama.
—¿Qué pasa, Dirk?
Él se encogió de hombros y bajó el rifle.
—¿Qué estas haciendo? —insistió ella.
—Quería asegurarme de que sabía usarlo —explicó Dirk—. Me… Me voy.
Ella arrugó la frente.
—Espera —dijo—. Buscaré mis botas.
Él meneó la cabeza.
—¿Tú también?
—No necesito que me protejan, maldita sea… —dijo Gwen, con una mueca de fastidio.
—No es eso.
—Si vas a cometer una idiotez para hacerte el héroe delante de mí, no servirá de nada —dijo ella, las manos en las caderas.
—No, Gwen —sonrió Dirk—. Voy a cometer una idiotez para hacerme el héroe delante de mi. Lo que pienses tú, en fin…, ya no tiene importancia.
—¿Por qué, entonces?
Dirk alzó el rifle con incertidumbre.
—No sé —admitió—. Tal vez porque me gusta Jaan, y tengo una deuda con él. Tal vez porque quiero reparar lo que hice traicionando su confianza después que me nombró keth.
—Dirk… —empezó ella.
—Ya sé —Dirk la interrumpió con un ademán—. Pero eso no es todo. Tal vez sólo quiero encarar a Ruark. Tal vez es porque en Kryne Lamiya hubo más suicidas que en cualquier otra ciudad de Worlorn, y yo soy uno de ellos. Elige el motivo que más te guste, Gwen; de todos los que acabo de enumerar —una sonrisa tenue le cruzó la cara—. O tal vez es porque sólo hay doce estrellas, ¿sabes? Así es que todo da lo mismo…
—¿Pero piensas que servirá de algo?
—Quién sabe. ¿Y a quién le importa? ¿A ti, Gwen? ¿De veras? —meneó la cabeza y el pelo se le esparció una vez más sobre la frente; se lo echó hacia atrás—. No importa si te importa a ti —dijo con voz forzada—. En Desafío dijiste, o insinuaste, que yo era egoísta. Bueno, tal vez lo era. Y tal vez lo soy ahora. Pero te diré una cosa; haga lo que hiciere, ya no me importará lo que lleves en el brazo, Gwen. ¿Soy claro?
Como discurso de despedida no estaba mal, pero al llegar a la puerta, Dirk se calmó. Titubeó, y se volvió hacia ella.
—Quédate aquí, Gwen —le dijo—. Quédate. Estás herida. Si tienes que huir, Jaan me mencionó una caverna. ¿La conoces? —ella asintió—. De acuerdo, vé allí, si es necesario. De lo contrario, quédate aquí —agitó torpemente el rifle para despedirse, luego giró sobre los talones y se marchó apretando el paso.
En la pista aérea las paredes eran sólo paredes: no había fantasmas, ni murales, ni luces. En la oscuridad encontró el aeromóvil que buscaba, después esperó a que sus ojos se acostumbraran a la poca luminosidad. El vehículo no era un producto de Alto Kavalaan; era un pequeño artefacto de dos plazas, con forma de lágrima, negro y plateado, hecho de plástico y una aleación liviana. No tenía blindaje, desde luego. Y la única arma que llevaba era el rifle que Dirk se acomodó en el regazo.
Estaba apenas menos muerto que el resto de Worlorn, pero esa diferencia era suficiente. Dirk encendió el motor y el coche despertó, y los instrumentos iluminaron la cabina con un fulgor pálido. Se apresuró a comer una barra de proteínas y estudió los cuadrantes. La carga energética era mínima, pero tendría que alcanzar. No utilizaría los faros; podía volar a la luz de las estrellas. Y también prescindiría de la calefacción, mientras la chaqueta lo protegiera.
Dirk cerró la portezuela, se enclaustró en la cabina y tocó el control de gravedad. El aeromóvil se elevó hamacándose con incertidumbre, pero se elevó. Dirk aferró la palanca, la empujó y se remontó en el aire.
El terror lo paralizó un instante. Sabía que si la gravedad artificial no respondía bien no alcanzaría a volar, simplemente se revolcaría en el suelo tapizado de musgo. El aeromóvil se sacudió y descendió en forma alarmante en cuanto se alejó de la pista, pero sólo por un segundo; luego cobró impulso y trepó en el viento gemebundo y lo único que se revolcó fue el estómago de Dirk.
Subió continuamente, tratando de elevar todo lo posible el artefacto. La pared montañosa estaba delante y tenía que sobrevolarla. Además, prefería no encontrarse con otros viajeros nocturnos. Arriba, con las luces apagadas, podría ver cualquier aeromóvil que volara debajo y tal vez pasar inadvertido.
No volvió a mirar a Kryne Lamiya, pero sintió la ciudad a sus espaldas, impulsándolo, despojándole de todo temor. El temor era una tontería; nada importaba, y la muerte, menos que nada. Aun cuando la Ciudad Sirena y sus luces blancas y grises se desvanecieron, la música persistió, esfumándose de a poco, cada vez más débil, pero sin dejar de acompañarle con toda su fuerza. Una nota, un silbido trémulo y agudo sobresalía entre los demás. Se la oía aun a treinta kilómetros de la ciudad, mezclada con el silbido más profundo del viento. Finalmente Dirk comprendió que brotaba de sus propios labios.
Dejó de silbar y trató de concentrarse en el vuelo.
Al cabo de una hora, la pared montañosa se irguió delante de él, o mejor aún, debajo, pues ya volaba muy alto y se sentía más cerca de las estrellas y las minúsculas galaxias que vislumbraba en el cielo, que de los bosques de abajo. Soplaba un viento encarnizado que se filtraba por las pequeñas fisuras de la portezuela, pero Dirk no le prestaba atención. Donde las montañas se encontraban con el bosque, avistó una luz.
Disminuyó la velocidad, trazó un círculo e inició el descenso. No debía brillar ninguna luz de este lado de las montañas; convenía investigar de qué se trataba. Descendió hasta volar directamente sobre la luz. Luego, detuvo el coche en el aire, lo mantuvo suspendido un instante y apagó el control de gravedad. Con infinita lentitud, descendió silenciosamente, acunado por el viento.
Había varias luces. La principal era un fuego; ahora lo veía con claridad, lo veía agitarse y temblar mientras el viento deshilachaba las llamas. Pero también había luces más pequeñas, fijas y artificiales, un círculo en la negrura, no muy lejos de la hoguera. Tal vez a un kilómetro, o menos, calculó.
La temperatura empezó a elevarse en la cabina, y Dirk sintió que la transpiración le empapaba las ropas debajo de la chaqueta. También lo envolvió el humo: nubes negras y sucias de hollín ascendían desde la hoguera y le impedían ver con claridad. Fastidiado, desplazó el aeromóvil y continuó el descenso un poco más lejos del fuego.
Las llamas se elevaban para saludarlo; largas lenguas anaranjadas, muy brillantes contra el penacho de humo. También vio chispas, o brazas, o algo por el estilo; brotaban de la hoguera en estelas candentes, brincando hacia la noche antes de esfumarse. Más abajo presenció otro espectáculo; el furioso crepitar de llamas blanco-azuladas que despedían un acre olor a ozono, y pronto se extinguieron.
Dirk detuvo el aeromóvil a una distancia prudente del fuego. Había gente en los alrededores (el círculo de luces artificiales), y no quería ser descubierto. El aeromóvil negro y plateado, inmóvil contra el cielo negro, no era muy visible, pero las cosas cambiarían si le daba el resplandor de la hoguera. Pese a que desde allí Dirk veía con toda claridad, aún no podía distinguir lo que ardía en el fuego; en el centro había una forma imprecisa y oscura que chisporroteaba de vez en cuando. Alrededor se veía la densa maraña de estranguladores, las ramas cerúleas lustrosas bajo el resplandor. Varios habían caído en el centro de la hoguera y al chamuscarse y reducirse a cenizas rezumaban ese humo negro. Pero el resto, la cerca sinuosa que rodeaba el fuego, se negaba a arder. En vez de difundirse, las llamas obviamente morían.
Dirk esperó y observó. Ya estaba casi seguro de que era un aeromóvil caído, a juzgar por las chispas y el olor a ozono. Quería saber cuál.
Cuando las llamas se aplacaron y cesó el chisporroteo, pero antes que las llamas se extinguieran del todo para diluirse en un humo grasiento, Dirk distinguió una forma: un ala de murciélago, grotescamente inclinada y apuntando al cielo, recortada contra una lámina de fuego. Era suficiente: no conocía ese aeromóvil, aunque indudablemente era de fabricación kavalar.
Un fantasma oscuro flotando sobre el bosque, voló de la hoguera moribunda hacia el círculo de luces artificiales. Esta vez se mantuvo a mayor distancia. Era innecesario acercarse más. Las luces eran muy brillantes y la escena se perfilaba con nitidez.
Divisó un ancho claro, rodeado de linternas eléctricas, y el borde de una especie de laguna extensa; el mismo trío que había estado debajo del árbol emereli en Desafío, cuando Myrik Braith atacó a Gwen. Uno de ellos, el coche en forma de cúpula y blindaje rojo oscuro, pertenecía a Lorimaar alto-Braith. Los otros dos eran más pequeños, casi idénticos, salvo que uno estaba muy averiado, algo que se notaba aun desde la distancia. Yacía de costado, medio hundido en el agua y con una parte deformada y brillante. La portezuela blindada estaba abierta.
Figuras delgadas se movían alrededor del vehículo destrozado. Dirk apenas las habría distinguido si hubieran estado quietas, a tal punto se confundían con el suelo. Cerca, alguien conducía sabuesos Braith fuera del aeromóvil de Lorimaar.
Frunciendo el ceño, Dirk manipuló el control de gravedad y se elevó hasta que hombres y vehículos se perdieron de vista y no se vislumbró más que un punto luminoso en la floresta. Dos, en realidad, aunque la hoguera ya era apenas un rescoldo tenue y anaranjado que no tardaría en apagarse.
A salvo en el vientre negro del cielo, recapacitó.
El aeromóvil destrozado era el de Rosef, el mismo que habían robado en Desafío, el que Jaan Vikary se había llevado esa mañana. De eso estaba seguro. Sin duda los Braith lo habían sorprendido y perseguido hasta el bosque, y lo habían derribado. Pero parecía improbable que Jaan hubiera muerto. De lo contrario, ¿qué hacían allí los sabuesos? Lorimaar no había venido a pasear los perros. Lo más probable era que Jaan hubiera sobrevivido y ahora huyera por el bosque y los Braith se aprestaran a darle caza.
Dirk consideró la posibilidad de rescatarlo, pero las perspectivas eran más que inciertas. No tenía idea de cómo rescatar a Jaan en esa selva tenebrosa. Para eso, los Braith estaban mejor equipados.
Reanudó el vuelo rumbo a la pared montañosa, hacia Larteyn. En el bosque, armado como estaba y solo, no podría ayudar demasiado a Jaan Vikary. En la fortaleza de fuego kavalar, sin embargo, al menos podría saldar la deuda de Arkin Ruark con Jadehierro.
Las montañas se deslizaban debajo, y Dirk se distendió una vez más. Pero ahora llevaba la mano apoyada en el rifle.
Al cabo de poco menos de una hora, Larteyn, roja y titilante, se recortó contra las montañas. Parecía muy muerta y vacía, pero Dirk sabía que no era así. Descendió y sin pérdida de tiempo enfiló, sobrevolando las azoteas bajas y cuadrangulares y las plazas de piedraviva, al edificio que una vez había compartido con Gwen Delvano, los dos de Jadehierro y el embustero kimdissi. Sólo un aeromóvil yacía en la azotea barrida por el viento: la reliquia verde oliva. No había indicios del vehículo amarillo de Ruark ni de la raya metálica gris. Dirk se preguntó por un instante qué le habría ocurrido a ésa, abandonada en Desafío; luego desechó ese pensamiento y aterrizó.
Empuñó el láser con firmeza y salió. El mundo estaba quieto y carmesí. Dirk tomó un ascensor y descendió a los aposentos de Ruark. Estaban desiertos.
Los revisó meticulosamente, derribando objetos sin preocuparse por lo que desordenaba o destruía. Todas las pertenencias del kimdissi estaban todavía allí, pero Ruark no se encontraba. Tampoco había nada que indicara adonde había ido.
Las pertenencias de Dirk también estaban allí; las pocas cosas que había dejado al fugarse con Gwen, una pequeña pila de ropas ligeras que había traído de Braque, inútiles en la atmósfera fría de Worlorn. Dejó el láser en el suelo, se arrodilló y hurgó en los bolsillos de los pantalones sucios. Sólo cuando la encontró, aún envuelta en plata y terciopelo, supo realmente qué estaba buscando, por qué había regresado a Larteyn.
En el dormitorio de Ruark halló un pequeño cofre con alhajas personales, en una caja fuerte: anillos, pendientes, intrincados brazaletes y coronas, aros de piedras semipreciosas. Revolvió la caja hasta que descubrió una delgada y hermosa cadena con una lechuza plateada incrustada en ámbar y suspendida de un broche. El broche parecía tener el tamaño adecuado. Dirk arrancó el ámbar con la lechuza y los reemplazó por la joya susurrante. Luego se desabrochó la chaqueta y la camisa y se colgó la cadena del cuello. La fría lágrima roja le acarició la piel desnuda, susurrando, prometiendo falsedades. La pequeña puñalada de hielo le hacía doler el pecho, pero aceptó ese dolor; era Jenny. Poco después se había acostumbrado y ya no le molestaba. Lágrimas saladas le rodaron por las mejillas. No las notó. Subió las escaleras.
El taller que Ruark había compartido con Gwen estaba tan desarreglado como Dirk lo recordaba, pero el kimdissi tampoco estaba allí. Tampoco lo halló en el departamento desocupado adonde Dirk lo había llamado desde Desafío. Sólo quedaba un sitio donde buscarlo.
Se apresuró a subir a la cima de la torre. La puerta estaba abierta. Titubeó, luego entró, láser en mano.
La gran sala era todo caos y destrucción. La videopantalla había sido aplastada o había estallado; había astillas de vidrio por todas partes. Disparos de láser desgarraban las paredes. El diván estaba volcado y rasgado por todas partes, y el relleno yacía disperso en enormes puñados. Algunos habían sido arrojados al hogar, y el amasijo húmedo y humeante ahogaba el fuego. Una de las gárgolas, patas arriba y decapitada, yacía contra la base de la repisa. La cabeza de ojos de piedraviva había sido arrojada a las cenizas húmedas del hogar. El aire hedía a vino y a vómito.
Garse Janacek dormía en el suelo, el torso desnudo, la barba roja enrojecida aún más por los hilillos de vino, la boca entreabierta. Hedía como la habitación. Roncaba estruendosamente y aún aferraba la pistola láser con una mano. La camisa yacía en un charco de vómito que Garse había tratado de secar sin demasiado entusiasmo.
Dirk se acercó sigilosamente y tomó el láser de entre los dedos flojos de Janacek. El teyn de Vikary no era el férreo kavalar que Jaan le había descrito.
El hierro-y-piedraviva aún ceñía el brazo derecho de Janacek. Algunas piedras habían sido arrancadas, y los agujeros vacíos lucían obscenos. Pero casi todo el brazalete estaba intacto, salvo donde se notaban algunos rasguños. El antebrazo de Janacek, por encima del brazalete, también estaba rasguñado; los tajos eran profundos, y prolongaban los surcos del hierro negro. Costras de sangre seca embadurnaban el brazo y el brazalete.
Cerca de la bota de Janacek, Dirk vio la cuchilla ensangrentada. Sólo cabía imaginar el resto. Borracho, sin duda, había tratado de arrancar las piedravivas con la mano izquierda, entorpecida por la vieja cicatriz. Finalmente, había perdido la paciencia y se había acuchillado ferozmente, antes que el dolor y la cólera le hicieran soltar el arma.
Dirk retrocedió con ligereza, sorteando la camisa empapada de Janacek; se plantó en el vano, alzó el rifle y gritó:
—¡Garse!
Janacek no se movió. Dirk repitió el grito; esta vez los ronquidos se apaciguaron notablemente. Envalentonado, Dirk se agachó y recogió lo primero que tuvo a mano, una piedraviva, y se la arrojó; le dio en la mejilla.
El kavalar se incorporó lentamente, parpadeando. Al ver a Dirk hizo una mueca de desprecio.
—Levántese —ordenó Dirk, gesticulando con el láser.
Janacek se puso de pie trabajosamente, y echó una ojeada en busca de la pistola.
—No la encontrará —le dijo Dirk—. La tengo yo.
Janacek tenía los ojos legañosos y abotagados, pero el sueño ya le había quitado la borrachera.
—¿A qué ha venido, t’Larien? —dijo lentamente, con voz más exhausta que aguardentosa—. ¿A burlarse de mí?
—No —le respondió Dirk, con un meneo de cabeza—. Usted me da lástima.
Janacek le lanzó una mirada fulminante.
—¿Yo le doy lástima?
—¿No le parece que es digno de compasión? ¡Mire a su alrededor!
—Cuidado, t’Larien. Siga abusando de sus burlas y descubriré si realmente tiene agallas para disparar esa arma que empuña con tanta torpeza.
—No lo haga, Garse. Por favor, necesito que me ayude.
Janacek soltó una estruendosa carcajada, cargada de furia, echando la cabeza hacia atrás. En cuanto se calmó, Dirk le refirió lo que había ocurrido desde la muerte de Myrik Braith en Desafío. Janacek le escuchaba muy tieso, los brazos cruzados sobre el pecho desnudo y partido por la cicatriz. Cuando Dirk le contó sus conclusiones acerca de Ruark, rio una vez más.
—Los intrigantes de Kimdiss —masculló; Dirk dejó pasar el comentario y luego terminó su historia—. ¿Y con eso? ¿Por qué piensa usted que todo esto puede interesarme? —preguntó Janacek.
—Tal vez suponiendo que usted no permitirá que los Braith cacen a Jaan como a un animal —replicó Dirk.
—Se ha convertido en un animal.
—A los ojos de los Braith —repuso Dirk—. ¿Es usted un Braith?
—Soy un kavalar.
—¿Ahora todos los kavalares son iguales? —señaló la cabeza de piedra de la górgola, en el hogar—. Veo que ahora toma trofeos, igual que Lorimaar —Janacek lo miró con dureza—. Tal vez me equivoqué, pero cuando entré aquí y vi todo esto, me puse a pensar que, pese a todo, usted albergaba sentimientos humanos por quien había sido su teyn. Recordé que una vez me dijo que Jaan y usted estaban ligados por un vínculo más fuerte que cualquiera que yo hubiera conocido. Pero supongo que me mentía…
—Le dije la verdad. Jaan Vikary quebró ese vínculo.
—Gwen quebró todos los vínculos que me ligaban a ella, hace años —dijo Dirk—. Pero vine cuando me necesitó. Bueno, resultó que en realidad ella no me necesitaba, y que yo he venido por una serie de razones egoístas. Pero vine. Y eso no puede negármelo, Garse. Cumplí mi promesa —hizo una pausa—. Y yo no consentiría que nadie la cazara a ella, si pudiera impedirlo. Parece que el vínculo que nos unía era mucho más fuerte que el hierro-y-fuego kavalar.
—Diga lo que quiera, t’Larien. Sus palabras no cambian nada. Es ridículo que alardee de cumplir promesas. ¿Y las promesas de hermandad que nos hizo aquí mismo a Jaan y a mí?
—Las traicioné —se apresuró a decir Dirk—. Lo sé. Así es que usted y yo estamos parejos, Garse.
—Yo no he traicionado a nadie.
—Está abandonando a quienes tenía más cerca; a Gwen, que fue su cro-betheyn, que durmió con usted y lo amó y lo odió al mismo tiempo. Y a Jaan, su inapreciable teyn.
—Nunca los traicioné —respondió Janacek con vehemencia—, Gwen me traicionó a mí, y también al jade-y-plata que usó desde el día en que se unió a nosotros. Jaan renunció a la decencia matando a Myrik de esa manera; me ignoró a mí, ignoró los deberes del hierro-y-fuego. Nada les debo, a ninguno de los dos.
—¿De veras, Garse? —debajo de la camisa, Dirk sintió el contacto frío de la piedra susurrante, que lo inundó con palabras y recuerdos, con una evocación del hombre que había sido; estaba fuera de sí—. Y eso es todo, ¿verdad? Usted no les debe nada, y no hay más que decir. Los malditos vínculos kavalares no son más que deuda y obligación, después de todo. Tradiciones, la vieja sabiduría del clan, al igual que el duelo de honor y la cacería de Cuasi-hombres. No hay que recapacitar, simplemente seguir las normas. Al menos en una cosa, Ruark tenía razón: ninguno de ustedes siente amor, salvo Jaan. Y tampoco estoy tan seguro. ¿Qué diablos habría hecho él, si Gwen no hubiera llevado el brazalete?
—¡Lo mismo!
—¿Ah, sí? ¿Y usted? ¿Habría retado a Myrik por haber lastimado a Gwen? ¿O fue porque Myrik ultrajó el jade-y-plata? —resopló Dirk—. Puede que Jaan hubiera hecho lo mismo, pero no usted, Janacek. Usted es tan kavalar como el mismo Lorimaar, tan insensible como Chell o Bretan. Jaan quería mejorar a su pueblo, pero supongo que usted simplemente disfrutaba de la aventura sin compartir la causa —se quitó el láser de Janacek del cinturón y lo arrojó por el aire con la mano libre—. Tenga —gritó, bajando el rifle—. ¡Vaya a cazar Cuasi-hombres!
Janacek, sorprendido, atajó el arma en el aire, casi por reflejo. La empuñó torpemente, frunciendo el ceño.
—Ahora podría matarlo, t’Larien —dijo.
—Haga eso o no haga nada —dijo Dirk—. Lo mismo da. Si usted realmente hubiera amado a Jaan…
—Yo no amo a Jaan —farfulló Janacek, enrojeciendo—. ¡Él es mi teyn!
Dirk dejó que las palabras del kavalar flotaran un minuto en el aire. Se rascó la barbilla pensativamente.
—¿Es…? —preguntó—. ¿O quiso decir que Jaan era su teyn?
Janacek palideció tan de repente como había enrojecido. Debajo de la barba, la boca se le torció en un gesto que hacía recordar a Bretan. Volvió los ojos, casi furtivamente, con vergüenza, al pesado brazalete de hierro que aún le ceñía el antebrazo manchado de sangre.
—No pudo arrancar todas las piedravivas, ¿verdad? —dijo suavemente Dirk.
—No —respondió Janacek, con voz extrañamente serena—. No. Pero claro que eso no quiere decir nada. El hierro físico no tiene valor cuando el otro hierro ha desaparecido.
—Pero no ha desaparecido, Garse —dijo Dirk—. Jaan me habló de usted en Kryne Lamiya. Lo sé. Tal vez él se siente ligado a Gwen también por el hierro, y quizás eso sea un error. No me lo pregunte a mí. Todo lo que sé es que para Jaan el otro hierro sigue allí. En Kryne Lamiya llevaba el hierro-y-fuego. Supongo que lo seguirá llevando cuando los sabuesos Braith lo despellejen.
Janacek meneó la cabeza.
—Juraría que su madre es kimdissi, t’Larien. Pero no puedo oponerle resistencia. Es usted un intrigante consumado —sonrió; era la vieja sonrisa, la que aquella mañana le había relampagueado en la cara cuando apuntó con el láser a Dirk y le preguntó si le asustaba—. Jaan Vikary es mi teyn —dijo—. Estoy a su disposición.
La conversión de Janacek, pese a las resistencias que opuso, fue completa. De inmediato se hizo cargo de la situación. Dirk opinaba que debían partir de inmediato y elaborar un plan durante el vuelo, pero Janacek insistió en que se tomaran un tiempo para ducharse y vestirse.
—Si Jaan sigue con vida, no correrá demasiado peligro hasta el amanecer. Los sabuesos no ven bien en la oscuridad y los Braith no querrán internarse de noche en un bosque de estranguladores. No, t’Larien; acamparán y esperarán. Un hombre solo, a pie, no puede ir muy lejos. Así es que tenemos tiempo para que los enfrentemos con un aspecto más digno.
Cuando estuvieron listos para partir, Janacek ya había borrado casi todos los rastros de su embriaguez y su arrebato de cólera. Lucía elegante e impecable en un traje tornasolado revestido de piel, la barba limpia y recortada, el pelo rojo y oscuro, cuidadosamente peinado hacia atrás. Sólo el brazo derecho lo delataba, pese al prolijo vendaje. Pero las heridas no parecían inhibirlo demasiado; con movimientos gráciles y fluidos, el kavalar cargó y controló el láser y lo guardó en la funda. Además de la pistola, también llevaba un machete de doble filo y un rifle como el de Dirk. Al empuñarlo, sonrió jovialmente.
Dirk se había lavado y afeitado mientras esperaba, y también había aprovechado para aplacar el hambre con verdadera comida. Cuando subieron a la azotea, casi le sobraban energías.
La cabina del enorme aeromóvil de Janacek era tan incómoda como el del lamentable artefacto que Dirk había traído de Kryne Lamiya, pese a que la máquina de Janacek tenía cuatro asientos en vez de dos.
—El blindaje —explicó Janacek cuando Dirk aludió al reducido espacio interior; sujetó a Dirk en un asiento incómodo y rígido, con un apretado arnés de combate; luego, él se instaló del mismo modo y poco después levantaron vuelo.
La cabina, pobremente iluminada y cerrada por completo, tenía indicadores e instrumentos por todas partes, incluso encima de las portezuelas. No tenía ventanas; un panel de ocho pequeñas videopantallas daba al piloto seis vistas del exterior. El tapizado era de un material sintético incoloro y sin ornamentos.
—Este vehículo tiene más años que nosotros dos —dijo Janacek mientras se elevaban; parecía deseoso de hablar, y amigable, pese a su habitual mordacidad—. Y ha visto más mundos que usted mismo. Tiene una historia fascinante. Este modelo data de hace cuatrocientos años normales. Lo construyeron los Ingenios de Dam Tullian, en el Velo del Tentador. Y lo emplearon en sus guerras contra Erikan y Esperanza del Errabundo. Al cabo de un siglo fue averiado y abandonado. Los erikanos se adueñaron de él en tiempos de paz y lo vendieron a los Angeles de Acero de Bastión, que lo utilizaron en una serie de campañas, hasta que finalmente los prometeicos se lo quitaron. Un mercader Kimdissi lo compró en Prometeo y me lo vendió a mí, y yo lo adapté para el duelo de honor. Desde entonces nadie me ha desafiado a un combate aéreo. Observe —estiró la mano y apretó un botón luminiscente, y de pronto la aceleración aplastó a Dirk contra el asiento—. Toberas auxiliares para velocidad de emergencia —sonrió Janacek—. Llegaremos en la mitad de lo que tardó usted, t’Larien.
—Bien —dijo Dirk, intrigado por una de las informaciones—. ¿Dijo que se lo vendió un mercader kimdissi?
—Así es. Los pacíficos kimdissi son grandes traficantes de armas. Como usted sabe, los intrigantes no me merecen ningún respeto. Lo cual no me impide aprovechar una ganga.
—Arkin hacía mucho hincapié en su no-violencia —dijo Dirk—. Supongo que era otro engaño…
—No —dijo Janacek, que miró de soslayo a Dirk y agregó, sonriendo—: ¿Le sorprende, t’Larien? La verdad es más asombrosa, quizá. No por nada llamamos intrigantes a los kimdissi. Supongo que en Avalon usted estudió historia, ¿verdad?
—Un poco —dijo Dirk—. Historia de la Vieja Tierra, el Imperio Federal, la Doble Guerra, la expansión…
—Pero no historia de los mundos exteriores —cloqueó Janacek—. Era de suponer. En el reinohumano hay tantos mundos y culturas, tantas historias… Hasta los nombres son muchos para memorizarlos todos. Escuche, y le explicaré algunas cosas. Al aterrizar en Worlorn, ¿vio el círculo de banderas?
—No —repuso Dirk con cierta perplejidad.
—Tal vez ya no estén. Pero en un tiempo, durante el Festival, en el parque exterior del puerto espacial flameaban catorce banderas. Fue una absurda pretensión de los toberianos, pero finalmente se admitió pese a que diez de las catorce banderas planetarias no representaban nada. En mundos como Eshellin y la Colonia Olvidada ni se sabía qué era una bandera, mientras los emereli, por otra parte, tenían un estandarte diferente para cada una de sus cien torres-estado. Los oscuralbinos se rieron de nosotros y enarbolaron un paño totalmente negro (eso parecía divertirles), y en cuanto a Alto Kavalaan, no teníamos bandera para nuestro mundo, pero creamos una; la tomamos de nuestra historia: un rectángulo dividido en cuatro cuadrantes de colores diferentes: un banshi verde sobre campo azul para Jadehierro, el murciélago plateado de Shanagato sobre fondo amarillo, espadas cruzadas sobre fondo carmesí para Acerorrojo, y un lobo blanco sobre púrpura para los Braith. Ese fue el estandarte de la Liga de Altoseñores.
»La Liga se creó en los tiempos en que los primeros navíos estelares regresaron a Alto Kavalaan. Hubo un hombre, un gran caudillo, llamado Vikor alto-Acerorrojo Corben. Dominó el consejo de altoseñores de Acerorrojo durante una generación, y cuando las naves llegaron él estaba convencido de que todos los kavalares tenían que unirse para compartir tanto el conocimiento como las riquezas. Y así se organizó la Liga de Altoseñores, cuya bandera acabo de describirle. Esa unión no duró mucho. Los mercaderes kimdissi, temerosos del poder de un Alto Kavalaan unificado, se comprometieron a proveer de armamento moderno sólo a los Braith. Los altoseñores Braith se habían unido a la Liga solamente por temor; en verdad no les interesaban las estrellas, que a juicio de ellos estaban plagadas de Cuasi-hombres. Pero sin embargo aceptaron los lásers de los Cuasi-hombres.
»Así estalló la última altaguerra. Jadehierro, Acerorrojo y Shanagato se unieron y sojuzgaron a Braith, pese a las armas kimdissi. Pero Vikor alto-Acerorrojo murió, y el número de bajas fue terrible. La Liga de Altoseñores sobrevivió al fundador sólo unos años más. Los Braith, derrotados, se aferraron a la creencia de que los Cuasi-hombres kimdissi los habían engañado y usado para sus propios fines, y se apegaron a las viejas tradiciones más firmemente que antes, aún. Para sellar la paz con sangre y hacerla más duradera, la Liga, entonces dominada por altoseñores de Shanagato, capturó a todos los kimdissi de Alto Kavalaan y también una nave toberiana, los declaró a todos criminales de guerra (un término, dicho sea de paso, que nos enseñaron los habitantes de los mundos exteriores), y los soltaron en las llanuras para que los cazaran como Cuasi-hombres. Los banshis mataron muchos, otros murieron de hambre, pero los cazadores abatieron a la mayoría y se llevaron las cabezas como trofeos. Se dice que los altoseñores Braith sentían un júbilo especial al desollar a los hombres que los habían armado y aconsejado.
»Hoy no puede decirse que esta cacería nos enorgullezca, pero podemos comprenderla. La guerra había sido más larga y cruenta que cualquier otra en nuestra historia desde el Tiempo del Fuego y los Demonios. Fue una época de grandes pesares y odios enconados, y la Liga de Altoseñores se disolvió. La Congregación de Jadehierro no condonó la cacería, declarando que los kimdissi eran humanos. Los Acerorrojo pronto se les unieron. Los asesinos de Cuasi-hombres eran los Braith y Shanagato, y a partir de entonces la Confraternidad de Shanagato se apartó de la Liga. El estandarte de Vikor pronto fue abandonado y olvidado, hasta que el Festival nos hizo recordarlo —Janacek se interrumpió y se volvió hacia Dirk—. ¿Entiende ahora, t’Larien?
—Entiendo por qué los kavalares y los kimdissi no simpatizan demasiado —admitió Dirk.
Janacek rio.
—Pero no se limita sólo a nuestra historia —dijo—. Kimdiss no ha participado en ninguna guerra, pero no es un mundo con las manos limpias. Cuando Tóber-en-el-Velo atacó a Lobo, los intrigantes avituallaron a los dos bandos. Y cuando en di-Emerel estalló la guerra civil entre los urbanitas, cuyo universo era un solo edificio, y los que procuraban viajar a las estrellas en busca de horizontes menos limitados, Kimdiss intervino activamente, pues suministró a los urbanitas los medios para una victoria decisiva —sonrió—. En realidad, t’Larien, incluso se rumorea que hay complots kimdissi dentro del Velo del Tentador. Se dice que fueron agentes kimdissi los que promovieron la guerra entre los Angeles de Acero y los Hombres Alterados de Prometeo, los que depusieron al cuarto Cuchulainn de Tara porque se negaba a traficar con ellos, los que intervinieron en Braque para que los sacerdotes braqui impidieran el desarrollo tecnológico. ¿Conoce la antigua religión de Kimdiss?
—No.
—Usted la aprobaría —dijo Janacek—. Es un credo pacífico y civilizado, extremadamente complejo. Se lo puede emplear para justificar cualquier cosa menos la violencia personal. Pero el gran profeta de los kimdissi, el Hijo del Soñador, a quien continúan reverenciando a pesar de que aceptan que se trata de una figura mítica, dijo una vez: «Recordad que vuestro enemigo tiene un enemigo». Sin duda. Esa es la médula de la sabiduría kimdissi.
Dirk se movió, incómodo en el asiento.
—¿Está diciéndome que Ruark…?
—No estoy diciéndole nada —interrumpió Janacek—. Saque usted mismo sus conclusiones. No tiene porqué aceptar las mías. Una vez le conté todo esto a Gwen Delvano, pues ella era mi cro-betheyn y quería prevenirla. Le pareció muy divertido. La historia no significaba nada, me dijo. Arkin Ruark era quien era, no un arquetipo tomado de la historia de los mundos exteriores. Eso me dijo. Además era amigo de ella, y este vínculo, esta amistad —Janacek pronunció la palabra con tono corrosivo—, de algún modo trascendía el hecho de que fuera un embustero y un kimdissi. Gwen me dijo que me fijara en mi propia historia. Si Arkin Ruark era un intrigante por el mero hecho de haber nacido en Kimdiss, yo era un cazador de cabezas de Cuasi-hombres sólo en virtud de ser un kavalar.
Dirk recapacitó.
—Ella tenía razón, sin embargo —dijo con seriedad.
—¿De veras?
—El argumento es válido. Da la impresión de que Gwen se equivocó con respecto a Ruark, pero en general…
—En general más vale desconfiar de todos los kimdissi —afirmó Janacek—. A usted lo han engañado, lo han usado, t’Larien. Pero no escarmienta. Se parece mucho a Gwen. No hablemos más —golpeó una pantalla con los nudillos—. Estamos cerca de las montañas. No falta mucho.
Dirk aferraba el rifle crispadamente. Se secó las palmas transpiradas en los pantalones.
—¿Tiene algún plan?
—Sí —sonrió Janacek, e inclinándose a un costado le arrebató a Dirk el rifle láser—. Un plan muy simple, en realidad —continuó, apartando cautelosamente el arma—. Lo pondré a usted en manos de Lorimaar.