Era noche cerrada sobre el llano. El aire era cristal negro, nítido y frío. Soplaba un viento huracanado. Dirk se alegró de estar en el aeromóvil blindado de los Braith, con su cabina tibia totalmente cerrada.
Volaba a unos cien metros de las planicies y las suaves colinas, acelerando todo lo posible. Una vez, antes que Desafío desapareciera en el horizonte, Dirk se volvió para ver si los perseguían. No vio ningún peligro, pero la ciudad emereli atrajo nuevamente su atención. Una espigada lanza negra que pronto se perdería en el cielo más negro y que de algún modo le recordaba un árbol apresado en un incendio forestal, las ramas y las hojas quemadas, con sólo un tronco chamuscado y oscuro para evocar sus viejos esplendores. Recordó Desafío tal como Gwen se la había mostrado la primera vez, cuando él le había pedido ver una ciudad viva: brillante contra el atardecer, increíblemente alta y plateada, coronada por ascendentes estallidos de luz. Ahora era una cáscara muerta, y también habían muerto los sueños de quienes la habían construido. Los cazadores Braith mataban algo más que hombres y animales.
—No tardarán en perseguirnos, t’Larien —dijo Jaan Vikary—. No hace falta que usted los busque.
Dirk volvió a concentrarse en los instrumentos.
—¿Adonde nos dirigiremos? No podremos pasar la noche volando sin rumbo sobre el llano. ¿Larteyn?
—No podemos volver a Larteyn —repuso Vikary. Había enfundado el láser, pero lucía la misma expresión oscura que en Desafío, cuando había derribado a Myrik—. ¿Es usted tan tonto que no se da cuenta de lo que hice? Rompí el código, t’Larien. Ahora no tengo ningún vínculo. Soy un criminal, un renegado. Me perseguirán y me matarán como un Cuasi-hombre… —entrelazó las manos bajo la barbilla, pensativamente—. Nuestra única esperanza… No sé. Tal vez no tenemos esperanzas.
—No hable en plural. Por mi parte, ahora tengo más esperanzas de las que podía tener allá, hace sólo un instante.
Vikary lo miró, y sonrió a pesar de sí mismo.
—Sin duda. Aunque ésa es una perspectiva más bien egocéntrica… No fue por usted que hice lo que hice.
—¿Por Gwen?
Vikary asintió.
—Él… Ni siquiera le concedió el honor de rehusarse. La trató como a un animal. Y sin embargo…, según el código, actuó correctamente. El código por el que me he guiado toda la vida. Podría haberlo matado ajustándome a las normas. Era lo que se proponía Garse, como usted vio. Estaba furioso, porque Myrik había… Había dañado su propiedad, y manchado su honor. El habría vengado esa falta, si yo se lo hubiera permitido —suspiró—. ¿Comprende porqué no lo hice, t’Larien? ¿Lo comprende? He vivido en Avalon, y he amado a Gwen Delvano. Ella yacía allí, y seguía con vida sólo por un capricho de la suerte. A Myrik Braith no le habría importado que muriera, y tampoco a los otros. Pero Garse le habría otorgado al culpable una muerte limpia y decente, le habría concedido el beso del honor compartido, antes de quitarle esa vida insignificante. Me… Me preocupa Garse. Yo… siento afecto por Garse. Pero no podía permitirlo, t’Larien, viendo a Gwen tan… desvalida e inmóvil. No podía permitirlo.
Vikary se encerró en sus cavilaciones. Afuera, durante ese intervalo de silencio, Dirk oyó el silbido feroz del viento de Worlorn.
—Jaan —dijo al cabo de un rato—, tenemos que decidir adonde iremos. Tenemos que procurarle un refugio a Gwen. Un sitio donde pueda estar tranquila, sin que nadie la moleste. Y tal vez, conseguirle un médico.
—Que yo sepa, no hay médicos en Worlorn —dijo Vikary—. De todos modos, tenemos que llevarla a una ciudad —reflexionó un instante—. Esvoc está más cerca, pero está totalmente en ruinas. Lo mejor sería Kryne Lamiya, me parece, que después de Esvoc es la más cercana a Desafío. Diríjase al sur.
Dirk viró hacia el remoto perfil de la pared montañosa y el aeromóvil trazó un extenso arco en el cielo. Recordaba vagamente el curso que había seguido Gwen desde la lustrosa torre de di-Emerel hasta la desolada ciudad de Oscuralba, con su música lúgubre.
Mientras volaban rumbo a las montañas, Vikary se encerró de nuevo en sus reflexiones, los ojos perdidos en la negra noche de Worlorn. Dirk, que comprendía hasta qué punto estaba sufriendo el kavalar, prefirió no fastidiarlo y permanecer callado. Se sentía muy débil; la cabeza volvía a partírsele, y una repentina y urticante sequedad le quemaba la boca y la garganta. Trató de recordar la última vez que había comido o bebido, y no pudo. Parecía haber perdido toda noción del tiempo.
Ya se acercaban a los grandes picos negros de Worlorn, y Dirk elevó el aeromóvil para sobrevolarlos. Ni él ni Jaan Vikary habían vuelto a decir palabra alguna; el kavalar no volvió a hablar hasta que dejaron atrás las montañas y volaron sobre el boscaje, lo hizo sólo para impartir las instrucciones sobre el curso correcto. Luego volvió a callarse, y callados recorrieron los solitarios kilómetros que los separaban de su destino.
Esta vez Dirk sabía lo que les esperaba, y escuchó. La música de Lamiya-Bailis le zumbó en los oídos, un tenue gemido en el viento, mucho antes que la ciudad se irguiera en medio de la foresta. Fuera de ese refugio blindado no había más que desolación: abajo, los intrincados bosques a oscuras; arriba, el cielo vacío, casi sin estrellas. Y sin embargo las notas de la desesperación los envolvían, sonoras y vibrantes.
Vikary también oyó la música.
—Ahora, ésta es una ciudad adecuada para nosotros, t’Larien —le dijo a Dirk.
—No —dijo Dirk con excesivo énfasis, negándose a aceptarlo.
—Para mí, entonces. Todos mis esfuerzos han sido en balde. Las gentes a las que creía poder salvar, ya no podrán ser salvadas. Los Braith podrán cazarlas a su antojo, sean o no korariel de Jadehierro. No puedo detenerlos. Garse, tal vez. Pero, ¿qué puede hacer un hombre solo? Quizá ni siquiera lo intente. Esa era mi obsesión, no la de él. Garse también está perdido. Regresará a Alto Kavalaan solo, creo. Y descenderá solo a los clanes de Jadehierro. Y el consejo de altoseñores me despojará de mis nombres. Y Garse tendrá que arrancarse las piedravivas de su brazalete, y usar sólo el hierro. Su teyn ha muerto.
—En Alto Kavalaan, tal vez —dijo Dirk—. Pero usted también vivió en Avalon, ¿recuerda?
—Sí. Lamentablemente.
La música crecía y retumbaba alrededor, y la Ciudad Sirena también empezó a cobrar forma: el círculo exterior de torres, manos esqueléticas y yertas, los descoloridos puentes sobre canales oscuros, los parques de musgo verde y brillante, los chapiteles sibilantes acuchillando el viento.
Una ciudad blanca, muerta. Una jungla de huesos aguzados.
Dirk revoloteó hasta encontrar el mismo edificio al que había descendido con Gwen, y se dispuso a aterrizar. En la pista aérea aún yacían los dos coches en ruinas, cubiertos de polvo. A Dirk le parecieron fragmentos de otro sueño olvidado, alguna vez, por alguna razón, le habían parecido importantes; pero en aquel momento el mundo era diferente para él y para Gwen, y ahora era difícil vislumbrar cuál había sido la importancia de esos fantasmas metálicos.
—Usted ha estado antes aquí —dijo Vikary, y Dirk asintió—. Adelante, entonces —ordenó el kavalar.
—Yo no…
Pero Vikary ya se había levantado. Había alzado delicadamente a Gwen, tomándola en brazos, y esperaba.
—Adelante —repitió.
De modo que Dirk lo condujo fuera de la pista, a los salones donde los murales blanco-grisáceos bailaban al ritmo de la sinfonía de Oscuralba, y abrieron una puerta tras de otra hasta que encontraron un cuarto amueblado. En realidad era una suite de cuatro habitaciones, todas desiertas, altas y sucias. Las camas (dos de las habitaciones eran dormitorios), eran fosas circulares en el piso: los colchones estaban cubiertos por un cuero liso y brilloso que despedía un aroma ligeramente desagradable, como de leche agria. Pero eran camas, blandas y aptas para descansar, Vikary depositó cuidadosamente el cuerpo flojo de Gwen, que allí, tendida plácidamente, parecía casi serena. Luego Jaan dejó a Dirk, de cuclillas en el suelo, y salió a revisar el aeromóvil robado. Regresó poco después con una manta para Gwen, y una cantimplora.
—Beba sólo un sorbo —dijo, ofreciéndole agua a Dirk.
Dirk tomó la cantimplora, la destapó, echó un trago y la devolvió. El líquido era tibio y ligeramente amargo, pero le alivió la sequedad de la garganta.
Vikary empapó un paño gris y se puso a limpiar la sangre seca de la nuca de Gwen. Restregó suavemente la costra pardusca, mojando el trapo una y otra vez hasta que la hermosa cabellera negra quedó limpia y se desplegó como un lustroso abanico en el colchón, brillando a la tersa luz de los murales. Después la vendó.
—Yo la cuidaré —le dijo a Dirk—. Vaya a la otra habitación y duerma.
—Tendríamos que hablar —dijo Dirk, vacilando.
—Más tarde, ahora no. Vaya a dormir.
Dirk no estaba en condiciones de discutir; le pesaba el cuerpo, y la cabeza seguía palpitándole. Fue a la otra habitación y se desplomó en la cama.
Pero pese a todo, le costó dormirse. Tal vez era el dolor de cabeza, tal vez el titilar de las luces en las paredes, que lo acuciaban aunque cerrara los párpados. Pero ante todo era la música, que no le abandonaba y parecía resonar con más fuerza si cerraba los ojos; como si le retumbara dentro del cráneo: resoplidos y gemidos y silbidos, y el incesante redoble de un tambor solitario.
Sueños febriles poblaron esa noche interminable, visiones intensas y surreales, plenas de ansiedad. Tres veces Dirk despertó de su inquieto sueño para incorporarse temblando, transpirado, y oír nuevamente la canción de Lamiya-Bailis, sin recordar qué lo había despertado. Una vez creyó oír voces en la habitación contigua. Otra vez estuvo seguro de ver a Jaan Vikary observándolo, apoyado contra una pared distante. Ninguno de los dos habló, y Dirk tardó casi una hora en conciliar de nuevo el sueño, sólo para volver a despertar en un cuarto vacío, lleno de ecos y luces móviles. En un momento se preguntó si lo habrían dejado solo, librado a su suerte; cuanto más lo pensaba más miedo sentía, y más le temblaba el cuerpo. Pero por alguna razón no podía levantarse y caminar hasta la habitación contigua para comprobarlo. En cambio cerró los ojos y trató de ahuyentar todos sus recuerdos.
Luego despuntó el alba. El Gordo Satanás ascendía al cielo arrojando una luz febril, roja y fría como las pesadillas de Dirk, a través de un alto vitral predominantemente claro en el centro, pero bordeado por intrincados arabescos de color pardo rojizo y gris humo. La luz le dio en la cara. Dirk rodó sobre sí mismo para eludirla, y se esforzó por levantarse. Jaan Vikary entró y le ofreció la cantimplora.
Dirk bebió con avidez, casi ahogándose con el agua fría que le empapó los labios cuarteados y le bajó en hilillos por el mentón. Jaan le había alcanzado una cantimplora llena; Dirk se la devolvió casi vacía.
—¿Encontró agua…? —dijo.
Vikary tapó la cantimplora y asintió.
—Las estaciones de bombeo están cerradas desde hace años, así es que no hay agua corriente en las torres de Kryne Lamiya. Pero los canales aún están llenos. Anoche bajé mientras usted y Gwen dormían.
Dirk se incorporó dificultosamente, y Vikary le extendió la mano para ayudarle a salir de la cama hundida en el suelo.
—¿Y Gwen…?
—A primera hora de la noche recobró el conocimiento, t’Larien. Hablamos, y le conté lo que hice. Creo que no tardará en recobrarse.
—¿Puedo hablar con ella?
—Ahora está descansando, duerme normalmente. Estoy seguro de que más tarde ella querrá conversar con usted, pero por el momento no creo conveniente que la despierte. Anoche ella trató de levantarse y se sintió muy mal, y tuvo vómitos.
—Entiendo. ¿Y usted? ¿Durmió algo? —mientras hablaba echó una ojeada al cuarto; la música de Oscuralba era más tenue. Aún impregnaba de quejas y gemidos el aire de Kryne Lamiya, pero parecía más débil y remota, tal vez porque finalmente él se estaba acostumbrando, aprendiendo a desterrarla de su percepción consciente. Los murales de luz, como las piedravivas de Larteyn, se habían desvanecido y muerto en contacto con la luz solar; las paredes estaban grises y vacías, los pocos muebles que había (unas pocas sillas, incómodas por el aspecto) sobresalían de las paredes y el suelo: excrecencias sinuosas del mismo color y tono de la habitación, por lo tanto, casi invisibles.
—Dormí lo suficiente —dijo Vikary—. Eso no importa. He estado considerando nuestra posición —le hizo una seña—. Venga.
Atravesaron otro cuarto, un comedor desierto, y salieron a uno de los tantos balcones que daban a la ciudad de Oscuralba. De día, Kryne Lamiya era diferente, menos compulsiva; hasta el pálido sol de Worlorn arrancaba destellos a las veloces aguas de los canales, y en el día crepuscular las torres lucían menos sepulcrales.
Dirk estaba débil y muy hambriento, pero el dolor de cabeza se le había aplacado, y el viento frío lo despejó. Se apartó el pelo (enredado y totalmente sucio), y esperó a que Jaan hablara.
—Durante la noche estuve observando desde aquí —dijo Vikary, acodado en la barandilla metálica y escrutando el horizonte—. Nos están buscando, t’Larien; dos veces avisté aeromóviles sobre la ciudad. La primera vez fue sólo una luz a lo lejos, así que quizá me confundí. Pero en la segunda no pude equivocarme; el coche-lobo de Chell volaba casi al ras sobre los canales, con una especie de buscahuellas. Pasó muy cerca. También había un sabueso. Lo oí aullar, enfurecido por la música oscuralbina.
—No nos encontraron —dijo Dirk.
—Desde luego —repuso Vikary—. Creo que por un tiempo estaremos seguros aquí. A menos… No sé cómo lo encontraron a usted en Desafío, y eso me da que pensar. Si se enteran de que estamos aquí y baten la ciudad con los sabuesos, correremos serio peligro. Ahora no tenemos el líquido para borrar olores —se volvió hacia Dirk—. ¿Cómo diablos supieron que ustedes estaban allí? ¿Tiene usted alguna idea?
—No —dijo Dirk—. Nadie lo sabía. Nadie nos siguió, por cierto. Tal vez lo dedujeron. Al fin y al cabo era la elección más lógica. Era más cómodo vivir en Desafío que en cualquier otra ciudad. Más fácil. Usted sabe.
—Sí, lo sé. Pero sin embargo no acepto su teoría. Recuerde t’Larien, que Garse y yo también consideramos estas posibilidades cuando usted nos dejó, solos y avergonzados, en el cuadrado de la muerte. Desafío era la elección más obvia, y por lo tanto la menos lógica, en nuestra opinión. Nos parecía más probable que hubieran huido a Musquel, y trataran de vivir de la pesca. O que Gwen saliera a cazar a los bosques, que tan bien conoce. Garse incluso sugirió que tal vez hubieran escondido el aeromóvil y se hubieran quedado en otra zona de Larteyn, para reírse de nosotros mientras revisábamos todo el planeta.
—Sí —dijo Dirk, inquieto—. Bueno, supongo que fue una elección estúpida.
—No, t’Larien. No quise decir eso. La única elección estúpida, creo yo, habría sido huir a la Ciudad del Estanque sin Estrellas, donde se sabía que merodeaban los Braith. Desafío fue una elección sutil, tal vez involuntariamente sutil. Parecía una elección tan errónea que en realidad fue un acierto, ¿me comprende? Me cuesta creer que los Braith los hayan descubierto por un proceso deductivo.
—Quizá —dijo Dirk, pensativo—. Recuerdo que supimos que estaban allí cuando Bretan nos habló. Él… Bueno, él no estaba poniendo a prueba una teoría. Él sabía que estábamos allí, dentro de la ciudad.
—Pero usted no sabe cómo se enteró…
—No. No tengo idea.
—Tendremos que vivir con el temor de que puedan encontrarnos aquí, pues. De lo contrario, a menos que los Braith puedan repetir ese milagro, estaremos a salvo… Comprenda, sin embargo, que no escasean las dificultades. Tenemos refugio y nos sobra el agua. Pero no hay alimentos. Mi conclusión es que para nuestra huida definitiva tendremos que ir al puerto espacial y largarnos de Worlorn lo antes posible. Y ese paso será extremadamente riesgoso. Los Braith se nos adelantarán. Tenemos mi pistola láser y dos lásers de caza más que encontré en el aeromóvil. Además del vehículo mismo, que está armado y blindado. Tal vez es propiedad de Rosef alto-Braith Kelcek…
—Creo que uno de los que está en la pista aérea también podría funcionar —señaló Dirk.
—Entonces contamos con dos aeromóviles, si fuera necesario —dijo Vikary—. En nuestra contra, por lo menos ocho de los cazadores Braith viven aún, y tal vez nueve. No estoy seguro de la gravedad de la herida que le infligí a Lorimaar Arkellor… Puede ser que haya muerto, pero lo dudo. Los Braith pueden volar ocho aeromóviles simultáneamente si lo desean, aunque es más tradicional volar teyn-y-teyn. Todos sus coches están blindados. Tienen armas, energía, alimentos. Nos sobrepasan en número. Como soy un renegado al margen de la ley, quizá persuadan a Kirak Acerorrojo Cavis y los dos cazadores de Shanagato para unírseles en mi persecución. Finalmente está Garse Janacek.
—¿Garse?
—Ojalá, eso espero, se desprenda las piedravivas del brazalete y regrese a Alto Kavalaan. Estará solo y avergonzado, ciñendo hierro muerto. Un destino difícil, t’Larien. He sido causa de humillación para él y Jadehierro. Lamento el dolor de Garse Janacek, pero espero que se vaya. Pues, como usted verá, existe otra posibilidad.
—¿Otra…?
—Él puede salir en busca de nosotros. No podrá irse de Worlorn hasta que llegue una nave. Para eso falta un tiempo e ignoro qué actitud tomará.
—Por cierto, no se unirá a los Braith. Ellos son enemigos de él, y usted es su teyn, y Gwen su cro-betheyn. Tal vez quiera matarme a mí, no me cabe duda, pero…
—Garse es más kavalar que yo, t’Larien. Siempre lo ha sido. Y ahora más que nunca, pues con lo que he hecho ya no puedo considerarme kavalar. Las viejas costumbres exigen que el teyn de un hombre que ha infringido el código se una a los demás para matarlo. Es una costumbre que sólo respetan los más fuertes. El vínculo del hierro-y-fuego es demasiado estrecho para la mayoría, de modo que quedan solos, librados a sus lamentos. Pero Garse Janacek es muy fuerte, más que yo en ciertos sentidos. No sé. No sé.
—¿Y si viniera a buscarnos?
—No levantaré mi arma contra Garse —repuso serenamente Vikary—. Es mi teyn, aunque yo no sea el suyo, y ya lo he lastimado bastante, traicionándolo y humillándolo. Por mi culpa, lleva hace mucho tiempo una dolorosa cicatriz. Una vez, cuando los dos éramos más jóvenes, un hombre de más edad se sintió ofendido por una de las bromas de Garse, y lo retó a duelo. El modo era a un disparo, y luchábamos teyn-y-teyn. Tuve la desdichada idea de convencer a Garse de que nuestro honor quedaría a salvo si disparábamos al aire. Me hizo caso, lamentablemente. Los otros decidieron darle una lección. Para mi vergüenza, yo salí ileso mientras él quedó desfigurado, por mi insensatez.
«Pero nunca me lo reprochó. La primera vez que lo vi después del duelo, cuando estaba recobrándose de las heridas, me dijo: »Tenías razón, Jaantony. Ellos también dispararon al aire. Lástima que le erraron…" —Vikary rio, pero Dirk lo miró y comprobó que tenía los ojos llenos de lágrimas y torcía la boca en un rictus de consternación. Pero no lloraba; mediante un supremo esfuerzo de voluntad, contenía el llanto.
Abruptamente Jaan se volvió y entró en el edificio, dejando a Dirk solo en el balcón, con el viento, la blanca ciudad crepuscular y la música de Lamiya-Bailis. A lo lejos se elevaban las manos huesudas que refrenaban la jungla inextricable. Dirk las estudió, pensativo, reflexionando acerca de las palabras de Vikary.
El kavalar regresó minutos más tarde, con los ojos secos y el semblante inexpresivo.
—Lo siento —dijo.
—No tiene porqué disculparse…
—Vayamos al grano, t’Larien. Al margen de Garse, enfrentamos riesgos formidables. Tenemos armas, llegado el caso. Pero nadie que sepa usarlas. Gwen es buena tiradora, y bastante audaz. Pero ahora no podemos contar con ella. Y usted… ¿Puedo confiar en usted? Se lo pregunto sin rodeos; una vez le tuve confianza, y me traicionó.
—¿Cómo responder a esa pregunta? —dijo Dirk—. Usted no tiene porqué creer en mis promesas. Pero recuerde que los Braith también quieren matarme a mí. Y a Gwen. ¿O piensa que la traicionaría a ella tan prontamente como a… —se interrumpió, horrorizado de sus propias palabras.
—…como a mí —dijo Vikary, completando la frase con una sonrisa huraña—. Veo que es franco. No, t’Larien, no creo que usted sea capaz de traicionar a Gwen. Pero tampoco creí que nos abandonaría cuando lo nombramos keth y usted aceptó el vínculo. De no ser por usted, no nos habrían retado a nosotros.
Dirk asintió.
—Lo sé. Tal vez cometí un error. No sé. Pero si hubiera sido leal a ustedes, habría muerto.
—Honrosamente, como keth de Jadehierro.
—Gwen me atraía más que la muerte —sonrió Dirk—. Supongo que eso al menos lo comprenderá.
—Lo comprendo. En última instancia, ella sigue interponiéndose entre nosotros. Afróntelo como un hecho irrevocable. Tarde o temprano, ella tendrá que escoger.
—Ella escogió ya, Jaan, al irse conmigo. Ese es el hecho irrevocable que usted tiene que afrontar —dijo tozudamente Dirk, sin estar seguro de creer en lo que decía.
—No se ha quitado el jade-y-plata —respondió Vikary, pero gesticuló con impaciencia, continuando—: No tiene importancia. Por ahora, confiaré en usted.
—Bien. ¿Qué quiere que haga?
—Alguien debe volar a Larteyn.
Dirk frunció el ceño.
—¿Por qué siempre quiere persuadirme de que me suicide, Jaan?
—No he dicho que tenga que ser usted, t’Larien. Iré yo mismo. Será peligroso, sí. Pero hay que hacerlo.
—¿Por qué?
—El kimdissi.
—¿Ruark? —Dirk casi se había olvidado de su ex-anfitrión y cómplice.
Vikary asintió.
—Ha sido amigo de Gwen desde los días de Avalon. Aunque nunca simpatizara conmigo, ni yo con él, no podría abandonarle a su suerte. Los Braith…
—Comprendo. ¿Pero cómo llegará a él?
—Si aterrizo en Larteyn sin dificultades, puedo llamarlo por la pantalla. Eso espero…, al menos —se encogió de hombros con vaga resignación.
—¿Y yo?
—Quédese aquí con Gwen. Cuídela, protéjala. Le dejaré uno de los rifles láser de Rosef. Si ella se recobra lo suficiente, déselo. Probablemente lo use mejor que usted. ¿De acuerdo?
—De acuerdo. No me parece difícil.
—No —dijo Vikary—. Supongo que usted sabrá mantenerse oculto, y que al regresar con el kimdissi los encontraré tal como cuando me fui. Si tuvieran que huir, disponen del otro aeromóvil; en las cercanías hay una caverna que Gwen conoce. Ella puede indicarle el camino. Y si tuvieran que marcharse de Kryne Lamiya, vayan a la caverna.
—¿Y si usted no regresara? Hay que tener en cuenta esa posibilidad.
—En ese caso, estarán nuevamente solos. Como cuando se fugaron de Larteyn. Entonces tenían planes. Traten de seguirlos, si pueden —sonrió duramente—. Sin embargo, haré lo posible por regresar. Recuérdelo, t’Larien.
Había una férrea crispación en los ojos de Vikary, un eco de otro diálogo que habían entablado bajo el mismo viento frío. Con asombrosa nitidez, Dirk evocó las palabras del mismo Jaan: Pero existo. Recuérdelo… Esto no es Avalon, t’Larien. Y hoy no es ayer. Este es un mundo agonizante, un mundo sin códigos. Así es que cada uno de nosotros tiene que aferrarse al código que conoce, sea cual fuere.
Pero Jaan Vikary había traído dos códigos a Worlorn, pensó Dirk con irritación.
Mientras que Dirk no había traído ninguno; sólo su amor por Gwen Delvano.
Gwen aún dormía cuando los dos hombres se fueron del balcón. Sin despertarla, caminaron juntos hacia la pista aérea. Vikary había vaciado totalmente el aeromóvil de los Braith. Obviamente Rosef y su teyn planeaban una breve excursión de caza en los bosques cuando surgieron las novedades. Dirk lamentó que no hubieran planeado un viaje más largo.
Así, Vikary sólo había encontrado cuatro barras de proteínas como alimento, además de los dos rifles y algunas ropas echadas sobre los asientos. Dirk comió de inmediato una de las barras —estaba famélico— y se guardó las tres restantes en el bolsillo de la pesada chaqueta que eligió. Le iba un poco holgada, pero no le caía mal, pues el teyn de Rosef tenía aproximadamente la estatura de Dirk. Ante todo era tibia: cuero grueso, teñido de púrpura, con cuellos, puños y bordes de piel blanca y sucia. Las dos mangas de la chaqueta estaban pintadas con guardas intrincadas y sinuosas; la derecha era roja y negra, la izquierda plateada y verde. También encontraron una chaqueta similar, más pequeña (sin duda de Rosef), que Dirk tomó para Gwen.
Vikary tomó los dos rifles láser, largos tubos de plástico negro con lobos tallados en las culatas blancas, las fauces entreabiertas. El primero se lo colgó del hombro; el otro se lo dio a Dirk, indicándole concisamente cómo manejarlo. El arma era muy liviana y algo resbalosa al tacto. Dirk la aferró torpemente con una mano.
La despedida fue breve y muy formal. Luego Vikary se encerró en el gran aeromóvil Braith, se elevó del suelo y se remontó velozmente, levantando una gran polvareda. Dirk retrocedió, cubriéndose la boca con una mano y empuñando el rifle con la otra.
Cuando regresó a la suite, Gwen acababa de despertarse.
—¿Jaan? —dijo ella, irguiendo un poco la cabeza para ver quién había entrado. De inmediato gimió y volvió a recostarse; se masajeó las sienes con ambas manos—. Mi cabeza —susurró quejumbrosa.
Dirk apoyó el láser contra la pared, junto a la puerta, y se sentó al lado de la cama.
—Jaan acaba de irse —dijo—. Regresó a Larteyn para traer a Ruark.
Gwen respondió sólo con otro gemido.
—¿Te traigo algo? —preguntó Dirk—. ¿Agua? ¿Comida? Tenemos un par de éstas —extrajo las barras de proteína del bolsillo de la chaqueta y se las mostró.
Gwen les echó una ojeada e hizo un gesto de disgusto.
—No —dijo—. Llévatelas. No tengo tanta hambre.
—Tienes que comer algo.
—Ya comí —dijo ella—. Anoche. Jaan aplastó un par de esas barras con agua, y me hizo una especie de pasta —se apartó las manos de las sienes y se volvió hacia Dirk—. Parece que no soy tan resistente. No me siento muy bien.
—Me imagino —dijo Dirk—. Es lógico que no te sientas bien después de lo que ocurrió. Tal vez tengas una concusión. Eres muy afortunada de estar con vida.
—Jaan me contó —dijo Gwen, algo irritada—. Y lo que sucedió después, también… Lo que le hizo a Myrik —frunció el entrecejo—. Creo que yo le di un buen golpe cuando nos caímos…, lo viste, ¿no? Sonó como si le hubiera roto la mandíbula, o como si yo me hubiera roto el dedo. Pero él no pareció darse cuenta…
—No.
—Cuéntame lo que pasó después. Jaan fue muy esquemático. Quiero conocer los detalles —hablaba con voz fatigosa, pero firme.
Dirk le contó.
—¿Encañonó a Garse con el arma? —preguntó ella en determinado momento. Dirk asintió, y ella volvió a escuchar con interés.
Cuando terminó de referirle los hechos, Gwen permaneció callada. Cerró fugazmente los ojos, los abrió, luego los cerró nuevamente y no volvió a abrirlos. Yacía de costado, muy tiesa, acurrucada en posición fetal; los puños cerrados bajo la barbilla. Al observarla, Dirk no pudo evitar fijarse en el antebrazo izquierdo, donde aún relucía el jade-y-plata.
—Gwen —dijo suavemente; ella abrió los ojos un instante y sacudió la cabeza con brusquedad a modo de una silenciosa y enérgica negativa—. Gwen —insistió él, pero ella cerró los párpados con fuerza y se perdió dentro de sí misma.
Dirk quedó a solas, enfrentado al brazalete y a sus propios temores.
El cuarto estaba inundado de luz solar, o lo que en Worlorn llamaban luz solar; los fulgores crepusculares del mediodía se filtraban por el ventanal, y motas de polvo flotaban ociosamente en el rayo de sol. La luz iluminaba la mitad del colchón; Gwen yacía mitad en sombras y mitad al sol. Dirk, que no volvió a mirar a Gwen, ni a hablarle, se quedó observando los dibujos que la luz trazaba en el suelo.
En el centro del cuarto todo era cálido y rojo, y el polvo bailaba irrumpiendo de la penumbra y tiñéndose de carmesí y de oro, arrojando sombras minúsculas antes de esfumarse nuevamente en la sombra. Dirk levantó la mano y la mantuvo tendida. ¿Minutos? ¿Horas? Cada vez la sentía más tibia; el polvo se le arremolinaba alrededor, las sombras se escurrían como agua cuando doblaba y extendía los dedos; el sol era amigable y familiar. Pero de pronto advirtió que los movimientos de su mano, al igual que el infatigable remolino de polvo, no tenían propósito, forma, ni significado. Se lo decía la música; la música de Lamiya-Bailis.
Plegó el brazo y arrugó la frente.
Alrededor del gran centro de luz y de vida había un contorno delgado y sinuoso donde el sol relumbraba a través del borde negro y rojo del ventanal, luchando por abrirse paso. Era un contorno muy pequeño, pero ponía un límite preciso al dominio del polvo.
Más allá había rincones negros, los sectores del cuarto nunca iluminado por el Cubo y los Soles Troyanos, donde demonios corpulentos y las encarnaciones de los miedos de Dirk se apiñaban anónimos, a salvo de todo escrutinio.
Sonriendo y frotándose la barbilla (sentía ásperas las mejillas y la quijada, y empezaban a picarle), Dirk estudió esos rincones y se dejó invadir el alma por la música oscuralbina. No sabía cómo había hecho para olvidarla, pero ahora había vuelto y lo cercaba por todas partes.
La torre donde estaban emitió una nota baja y prolongada. A años o siglos de distancia, un coro respondió con los vibrantes gemidos de una viuda. Oyó trémulos sollozos, y el llanto de niños abandonados, y el silbido húmedo y siseante de cuchillas que cortaban carne humana… Y el tambor. ¿Cómo hacía el viento para tocar un tambor? No lo sabía. Tal vez era otra cosa. Pero sonaba como un tambor terriblemente lejano. Y tan solitario…
Tan terrible e incesantemente solitario.
Las nieblas y las sombras se congregaron en el rincón más apartado y brumoso del cuarto, y luego empezaron a aclararse. Dirk vio una mesa y una silla baja, brotando de las paredes y del suelo como extraños vegetales de plástico. Por un instante se preguntó cómo los veía; el sol se había desplazado un poco, y solamente un delgado haz de luz penetraba ahora por el ventanal. Y finalmente también se disipó, y el mundo fue gris.
Cuando el mundo fue gris, el polvo dejó de bailar. No. Estaba quieto. Dirk palpó el aire para cerciorarse; no había polvo, ni calor, ni luz. Cabeceó como si hubiera descubierto una gran verdad.
Luces pálidas titilaron en las paredes, fantasmas que despertaban a una nueva noche. Fantasmas y vestigios de viejos sueños. Todos eran grises y blancos; el color era para; las criaturas vivientes, y aquí no existía.
Los fantasmas empezaron a moverse. Todos estaban encerrados en las paredes; de vez en cuando, Dirk creía verles interrumpir su danza frenética para golpear con impotencia y desesperanza las paredes de vidrio que los separaban del cuarto. Manos espectrales que golpeteaban furiosas, pero el cuarto no se estremecía; la quietud era parte de este ritual; los fantasmas eran insustanciales, y por mucho que golpearan, finalmente debían seguir bailando.
La danza, una danza macabra, sombras amorfas… ¡Pero qué bellas! Moviéndose, hundiéndose, haciendo bruscas contorsiones. Paredes de llama gris. Mucho mejores que las motas de polvo, estos danzarines; seguían un diseño, y bailaban al ritmo de la canción de la Ciudad Sirena.
Desolación. Vacuidad. Decadencia. El redoble de un solo tambor, lento y solitario. Solitario. Solitario. Solitario. Nada tiene sentido.
—¡Dirk!
La voz de Gwen. Dirk meneó la cabeza. Volvió la mirada hacia el lecho a oscuras, desviándola de las paredes. Era de noche. Noche. El día se había ido.
Gwen le estaba mirando. No había dormido.
—Lo siento —dijo ella; le estaba diciendo algo, pero él ya lo sabía; lo sabía a través del silencio, gracias al tambor, quizá… Gracias a Kryne Lamiya.
Sonrió.
—Nunca lo olvidaste, ¿verdad? No estabas dispuesta a olvidar. Fue por esa razón que nunca te quitaste el… —le señaló el brazalete.
—Sí —dijo ella, incorporándose en el lecho; la colcha le cayó a la cintura, Jaan le había desabrochado la parte delantera del traje, que ahora colgaba desaliñado descubriendo las curvas suaves de sus senos. Bajo la luz titilante, la carne era pálida y gris. Dirk no sintió excitación alguna. Gwen acercó la mano al jade-y-plata, lo tocó, lo acarició, suspiró—. Nunca pensé…, no sé. Dije lo que tenía que decir, Dirk. Bretan Braith te habría matado.
—Tal vez habría sido mejor —respondió él, sin amargura sino en un tono divertido, vagamente distante—. ¿De modo que nunca te propusiste abandonarlo?
—No sé. Qué sé yo lo que me proponía. Iba a intentarlo, Dirk. De veras. Aunque en realidad, nunca lo creí. Te lo dije. Fui sincera. Esto no es Avalon, y hemos cambiado. No soy tu Jenny. Nunca lo fui, y ahora, menos que nunca.
—Sí —dijo Dirk, cabeceando—. Te recuerdo mientras conducías. Cómo aferrabas la palanca. Tu cara. Tus ojos. Tienes ojos de jade, Gwen. Ojos de jade y sonrisa de plata. Me asustas —desvió los ojos, miró la pared; los murales luminosos temblequeaban formando dibujos caóticos al compás de esa música salvaje. De algún modo los fantasmas se habían disipado. Había dejado de mirarlos apenas un instante, pero todos se habían diluido, evaporado. Como sus viejos sueños, pensó.
—¿Ojos de jade? —preguntó Gwen.
—Como Garse.
—Garse tiene ojos azules.
—No importa. Como Garse.
Ella rio convulsivamente, y gimió.
—Me duele cuando me río —dijo—. Pero causa gracia. Yo, como Garse. No es de extrañar que Jaan…
—¿Volverás a él?
—Tal vez. No estoy segura. Sería muy cruel dejarlo ahora, ¿comprendes? Finalmente ha elegido. Encañonó a Garse con el láser. Después de eso, después que volvió las espaldas a su teyn y a su clan y su mundo, no puedo… Tú me entiendes. Pero no volveré a ser su betheyn…, jamás. Tendrá que haber algo más que jade-y-plata.
Dirk se sentía hueco. Se encogió de hombros.
—¿Y yo?
—Sabes que lo nuestro no funcionaba. Sin duda. Tuviste que darte cuenta. Nunca dejaste de llamarme Jenny.
—¿No? —sonrió él—. Tal vez no. Tal vez no.
—Nunca —dijo ella, frotándose la cabeza—. Ahora me siento mejor. ¿Aún tienes esas barras de proteínas?
Dirk extrajo una del bolsillo y se la arrojó para que ella, sonriente, la manoteara en el aire; la desenvolvió y empezó a mordisquearla.
Él se levantó abruptamente, hundiendo las manos en los bolsillos de la chaqueta. Caminó hacia el ventanal. Las cimas de las torres blancas aún irradiaban un vago y desteñido fulgor rojizo. Tal vez el Ojo del Infierno y sus servidores no habían abandonado totalmente el cielo del oeste. Pero abajo las calles de la ciudad de Oscuralba estaban sumidas en tinieblas. Los canales eran cintas negras y la tenue luminosidad purpúrea del musgo fosforescente parpadeaba alrededor. A través de esa negrura vacilante, Dirk atisbó al barquero solitario, tal como lo había visto la vez anterior en esas mismas aguas. Reclinado en la pértiga como de costumbre, bogaba corriente abajo, acercándose inexorablemente. Dirk sonrió.
—Bienvenido —masculló—. Bienvenido.
—¿Dirk?
Gwen había terminado de comer. Ahora se ajustaba de nuevo el traje, envuelta en la luz turbia. Detrás de ella, los bailarines blanco-grisáceos se contoneaban en las paredes. Dirk oyó tambores y susurros y promesas. Y supo que éstas eran mentiras.
—Una pregunta, Gwen —dijo Dirk, con desaliento—. ¿Por qué me llamaste? ¿Por qué, si pensabas que lo nuestro había muerto irremediablemente…? ¿Por qué no me dejaste en paz?
Ella se volvió. Estaba pálida y perpleja.
—¿Llamarte?
—Ya sabes. La joya susurrante.
—Sí —dijo ella, insegura—. Está en Larteyn.
—Desde luego que sí. En mi equipaje. Me la enviaste.
—No —dijo Gwen—. No.
—¡Me fuiste a buscar!
—Anunciaste que venías desde la nave. Nunca, créeme. Sólo entonces me enteré de tu llegada. No sabía qué pensar. Creí que en algún momento me lo dirías, por eso nunca te lo pregunté directamente.
Dirk no respondió, pero la torre exhaló una nota hueca y le arrebató las palabras. El meneó la cabeza.
—¿No me llamaste?
—No.
—Pero recibí la joya. En Braque. La misma, preparada por el ésper. Eso no se puede falsificar —recordó algo más—. Y Arkin dijo…
—Sí —dijo ella, mordiéndose el labio—. No entiendo. Debe haberla enviado él. Pero él era mi amigo. Yo necesitaba alguien con quien hablar. No comprendo —lanzó un gemido.
—¿Tu cabeza? —se apresuró a preguntar Dirk.
—No. No.
Dirk le observó el rostro.
—¿La envió Arkin?
—Sí, tuvo que ser él. No hay otra posibilidad. Nos conocimos en Avalon, después que tú y yo… Ya sabes. Arkin me ayudó. Fueron malos tiempos. Él estaba conmigo cuando le enviaste tu joya a Jenny. Yo rompí a llorar. Le conté todo y charlamos. Aún más tarde, después que conocí a Jaan, Arkin y yo seguimos juntos. ¡Era como un hermano…!
—Un hermano —repitió Dirk—. ¿Por qué cuernos…?
—¡No sé!
—Cuando me recibiste en el puerto espacial —dijo pensativamente Dirk—, Arkin venía contigo. ¿Le pediste que te acompañara? Recuerdo que yo esperaba verte a solas.
—Fue idea de él. Bueno, le dije que yo estaba nerviosa. Que me ponía mal volver a verte. Él se ofreció… para acompañarme, y respaldarme moralmente. Y dijo además que quería conocerte. Ya sabes. Después de todo lo que yo le había contado en Avalon.
—¿Y el día en que tú y él os fuisteis al bosque…? La vez que tuve problemas con Garse, y luego con Bretan…, ¿qué pasó?
—Arkin dijo… Una migración de escarabajos acorazados o algo así… En realidad no era eso, pero teníamos que cerciorarnos. Salimos apresuradamente.
—¿Y por qué no me dijiste adonde ibas? Pensé que Jaan y Garse te habían aporreado, que estaban alejándote de mí. La noche anterior habías dicho que…
—Lo sé. Pero Arkin había dicho que él te avisaría.
—Y fue él quien me convenció de huir —dijo Dirk—. Y supongo que a ti te dijo eso para convencerme de que tú…
Ella asintió.
Dirk se volvió al ventanal. Las últimas luces habían dejado las cimas de las torres. Arriba, titilaba un puñado de estrellas. Dirk las contó. Doce. Justo una docena. Se preguntó si algunas de ellas serían galaxias, en las honduras del Gran Mar Negro.
—Gwen —dijo—. Jaan partió esta mañana. El viaje de aquí a Larteyn, ida y vuelta, en aeromóvil, ¿cuánto llevaría?
Como ella no respondió, Dirk se dio vuelta nuevamente. Las paredes estaban pobladas de fantasmas, y Gwen temblaba bajo la luz.
—Ya debería haber regresado, ¿verdad?
Ella asintió y volvió a recostarse en el lecho.
La Ciudad Sirena cantaba una canción de cuna, su himno al sueño final.