14

El sábado Lynn está en la estación con su mochila, sólo son las siete, aún ha de esperar una hora, echa un vistazo, yo ya no soy yo, hoy empiezo de nuevo. Sólo puede ser cuestión de minutos. Son las siete y media. Nadie a la vista. Son las ocho menos cuarto. Lynn aguza los ojos. Son las ocho menos tres minutos. Lynn sigue allí, sola. El tren efectúa su entrada. No lleva retraso. El tren, piensa Lynn, todavía va a bastante velocidad, podría descarrilar fácilmente. Después la locomotora pasa ante ella, el tren aminora la marcha, se detiene, las puertas se deslizan hacia los lados, como por encanto, salir antes de entrar, sin embargo no hay golpes ni empujones, no viaja mucha gente. Al cabo de dos minutos el tren ya ha resoplado bastante, las puertas susurran al cerrarse, el tren pone en marcha su mole despacio, puntualmente, muy puntualmente incluso, Lynn no pierde de vista el reloj.

Ni Lynn ni Chiara van en el tren.

Lynn lo ve partir.

No se ven luces traseras.

Siente dolor y alivio a un tiempo.

No le hace falta llamar a Chiara, sabe de sobra lo que dirá. Lo siento, dirá Chiara, probablemente me hayas malinterpretado. Sí, casi es como si Lynn oyera la voz de Chiara en la estación. No pasa nada, dice Lynn, y Chiara pregunta: ¿es que no vamos a volver a vernos? No, responde Lynn, ya no volveremos a vernos. Lynn está en la estación, la mochila al lado, con billetes y bastante dinero en el bolsillo para pasar dos semanas de vacaciones, pero sabe que es demasiado tarde, no sólo para coger el tren, no sólo para coger el avión, no sólo para ir de vacaciones, y Lynn nunca pensó en palmeras ni en estampas de postal, nunca pensó en interminables playas de arena ni en aguas cristalinas, nunca pensó en el sol ni en la luz, no, cuando se imaginaba las vacaciones, con Chiara, Lynn únicamente pensaba en el hotel en el que se habrían quedado, únicamente en la habitación del hotel, en toallas dobladas en forma de cisne, en los espejos, en el ventilador, únicamente pensaba en las posibles manchas de la moqueta que encontraría y eliminaría, únicamente pensaba en el polvo, únicamente pensaba: en las vacaciones también habrá polvo, aunque sea arenoso, únicamente imaginaba cómo le pediría a Chiara que se metiera bajo su cama, tan sólo una noche, únicamente se veía a sí misma tumbada arriba, en la cama, y Chiara debajo, en la sombra, sí, pensaba Lynn, me gustaría que por una vez alguien estuviera bajo mi cama, me gustaría que por una vez alguien prestara atención a mi vida.

Un hombre le da un toquecito en la espalda.

—¿Se encuentra bien? —le pregunta.

Lynn mira la mochila, al hombre que tiene delante.

—¿Le ocurre algo? —pregunta.

Lynn habla, no sabe exactamente qué dice, habla para evitar darse cuenta de que tiene el rostro mojado, como si hubiera llovido, sin embargo la estación es cubierta.

—¿Puedo ayudarla en algo? —pregunta el hombre.

—No, no.

—¿Ha perdido el tren?

—Estoy bien —dice Lynn, y no sabe si la humedad de su rostro se debe al dolor o a la decepción o al alivio o a la alegría de poder volver ese mismo día al Edén.

Lynn mira el reloj y piensa que sólo llegará un poco tarde al trabajo, coge un taxi, se baja de un salto delante del hotel, paga al taxista y se siente extrañamente bien, como liberada, y el conserje dice: creía que estabas de vacaciones, y ella dice: bah, las vacaciones, pero en ese mismo instante ve a Heinz, que se acerca a ella y únicamente pronuncia una palabra: no. Por vez primera desde que trabaja allí Heinz le levanta la voz, dice que ni hablar, que no lo va a consentir, que eso ya pasa de la raya, las vacaciones son las vacaciones, es así y punto. Lynn lo mira y sabe que va en serio y que no hay forma de objetar nada. No quiere mostrar su punto débil, señala la mochila y dice que sólo ha pasado un momento para despedirse, Heinz sonríe aliviado y acto seguido Lynn sale del hotel sin volver la vista y se va a casa, donde arrincona la mochila y se deja caer en el sillón y no hace nada, se pasa horas sentada sin hacer nada, el tiempo no puede dar marcha atrás, piensa Lynn, siempre sigue adelante, sin detenerse, sólo hay una dirección en la vida, la otra dirección es polvo. Lynn no tiene hambre, bebe mucha agua. En un momento dado le habla a la habitación, en voz baja, como si hablara consigo misma.

—¿Chiara?

—¿Sí?

—¿Sabes qué es lo bonito de limpiar?

—No.

—Que todo se vuelve a ensuciar.

Por la tarde Lynn no aguanta más. Tira los billetes a una papelera en la estación misma y oye desde lejos, como un eco, la voz de megafonía del aeropuerto: Last call for flight DE 4156 to Cancún. Please proceed immediately to gate B 43. Last call for passengers Zapatek and Bartholdy.

Lynn coge el tren.

Cuatro horas después se encuentra en la estación de su lugar natal.

En casa de su madre hay luz.

En la puerta está el letrero que ella misma hizo de miga de pan en la guardería: Linda, Susi y Josef Zapatek. Lynn llama, su madre le abre. Nada de abrazos. Lynn echa a andar por el pasillo, que se le antoja raro, aunque no ha cambiado gran cosa. ¿Cuándo fue la última vez que estuvo allí? ¿Cuándo iba a toda velocidad por el pasillo montada en el triciclo, rompió el florero del mueble de los zapatos y oyó las palabras: Cuántas veces te lo he dicho? ¿Cuándo llevó a sus mejores amigas a pasar la noche, los ojos abiertos hasta que se cerraron solos? ¿Cuándo se escabulló escaleras arriba con su primer novio? ¿Cuándo se fue su padre de casa? ¿Cuántos meses pensó que volvería? ¿Cuándo bajó las escaleras, mochila en mano, el rostro de su madre anegado en lágrimas? ¿Cuándo pronunció la frase: No hace falta que me lleves a la estación?

—¿Te apetece beber algo?

—Gracias.

—¿Café?

—Tan tarde no.

—¿Agua?

—Ajá.

—Espera, que ahora mismo voy. Tú siéntate.

Lynn asiente. Espera. Su madre vuelve con un plato de galletas.

—¿Te preparo algo de comer?

—No.

—¿No tienes hambre?

—No sé.

—¿Y un bocadillo?

—Tomaré las galletas.

Lynn extiende la mano, se mete una galleta en la boca, mastica, traga la seca masa con abundante agua, la siguiente galleta, se escucha un crujir silencioso, Lynn coge la tercera galleta cuando su madre toma la primera, sin que las manos se toquen, aunque se acercan, ambas vuelven a echarse hacia atrás y mastican galletas.

—Las hice ayer.

—Están buenas —dice Lynn con la boca llena.

—Me alegro de que hayas venido a verme.

Lynn asiente.

—Me alegro.

Lynn coge la cuarta galleta.

—¿Te pasa algo? —pregunta su madre—. ¿Puedo hacer algo por ti? ¿Te encuentras bien? ¿Es algo del trabajo? ¿Has vuelto a, bueno, qué pasa, Lynn? ¿Necesitas dinero?

—No puedo más.

—Todo se arreglará.

Lynn mira a su madre.

Y dice:

—No me gusta ni el todo ni el se ni el arreglará.

Su madre calla. Lynn piensa: no entiende lo que quiero decir, cómo decirle lo que quiero decir, necesitaríamos a un intérprete de sentimientos, a alguien que se sentara entre nosotras y tradujera a su mundo lo que yo digo y al mío lo que ella dice. Estoy aquí y ni yo misma sé por qué estoy aquí. Puede que la única responsable sea yo. Ella no tiene la culpa de que sea como soy. Puede que deseara tener una hija distinta. ¿Será eso lo que no puede decirme? ¿Lo que yo no entiendo?

—¿Qué tal el corazón? —pregunta Lynn.

—Va bien.

—¿Y el electro?

—Bien, el bypass aguanta, la operación salió bien. Por cierto, que bypass se escribe con i griega. Yo siempre pensé que se escribía con ai, ¿sabes? Como baile, pero se escribe con i griega. Es inglés.

—¿Qué haces durante el día? —pregunta Lynn.

—Ayer anduve trabajando en el jardín.

—No deberías hacer esfuerzos.

—No fue gran cosa.

—¿Cuánto estuviste fuera?

—Sólo dos horas.

—Demasiado.

—Déjame, anda.

—¿Qué más?

—Hice ganchillo.

—¿Qué?

—Molinos de viento. Una mantita con molinos de viento. ¿Quieres verla?

Lynn asiente. Su madre se levanta, sale del cuarto de estar y vuelve con la mantita.

—Todavía no está acabada.

Lynn se echa adelante un poco y coge otra galleta. Esta vez se pone la mano bajo la boca para coger las migas.

—Éste es el molino.

—Ajá.

—Cuatro aspas. La puerta. Dos ventanas. Eso.

—¿Para quién la estás haciendo?

—Para la señora Klöppels.

—¿Por su cumpleaños?

—Este año cumplirá noventa.

—¿Ha pedido la manta?

—Algo de ganchillo.

—Las galletas están ricas.

—Ya te gustaban de pequeña.

—Lo sé.

—Siempre has sido golosa.

—Ajá.

—Comías hasta que te sentaba mal.

—Ajá.

Lynn se come otra galleta. Ya no puede parar de comer. Ve el plato delante y cuenta mentalmente las galletas que quedan. Quiero terminármelas, piensa Lynn, quiero zampármelas, quiero engullirlas hasta que no quede ninguna, ni una sola, y ya no descansa entre galleta y galleta, come una tras otra, siempre bebiendo sorbos de agua.

—¿Y en el hotel? —pregunta la madre.

—Ajá.

—¿Va todo bien?

—Ajá.

—¿Está contento tu jefe?

—Madre.

—¿Sí?

—Soy muy…

—¿Qué?

—… distinta de quien tú crees.

La madre la mira sin verla y se frota las manos en los muslos. Hace ademán de ir a levantarse, pero permanece sentada. Coge el plato, vacío, de la mesa.

—¿Quieres más galletas, Linda?

Lynn asiente. Sólo ahora se levanta la madre y vuelve al rato con más galletas.

—¿Cuándo es el cumpleaños de la señora Klöppels? —pregunta Lynn.

—Dentro de tres días.

—¿Te va a dar tiempo a acabar la mantita?

—Sí, seguro.

—¿Aún vive en la calle Kurzeneckstrasse?

—No, se fue al asilo.

—¿Cuándo?

—Hace unos meses.

—No lo sabía.

—No podía seguir llevando la vida que quería.

—No podía seguir llevando la vida que quería —repite Lynn en voz baja.

—Había que ayudarla hasta a vestirse.

—Como a un niño pequeño.

—Yo siempre digo, señora Klöppels, digo, si no fuereis como niños…

Lynn bosteza.

—Pero si sólo son las diez —dice su madre.

—Me duele la cabeza.

—Siempre que vienes te duele la cabeza.

—Tampoco vengo tanto.

—Puede que sea algo de la casa. Polvo, moho, humedad del sótano. Aunque de pequeña no te pasaba.

—Ni idea.

Lynn sigue sentada, paralizada, de alguna manera.

—Mañana —dice su madre— tengo que hacer los arriates de delante de casa y entre el garaje y la puerta marrón.

Lynn asiente.

—Hay que prepararlos para el invierno, quitar las flores viejas y plantar brezo y entre el brezo, pensamientos. En mayo habrá que quitar los pensamientos, pero ahora hay que plantarlos, entre el brezo.

Lynn guarda silencio un rato. No mira a su madre. No bebe más, no come más, no piensa más.

—El brezo habrá que quitarlo en marzo.

Lynn observa el balanceo del reloj de péndulo.

—Tengo que tapar los rosales. Poner ramas de abeto en la tierra. Para que no se hielen las raíces.

—Creo que me voy arriba —dice Lynn, y se pone en pie.

—Te haré la cama —dice su madre.

—Sólo dame las sábanas.

—Ni hablar, te haré la cama.

Suben la escalera juntas. Mil veces las habrá subido y bajado con mochila y petate. Mil veces el mismo camino al colegio. Mil veces el mismo camino de vuelta. ¿Cómo sabían sus piernas adónde tenían que ir? ¿Por qué no escogieron otro camino? ¿Cómo conocían eso que se llama hogar? ¿Por qué no torcieron alguna vez las piernas a la izquierda? A donde fuera. A alguna otra casa. Con otras personas. Su madre hace la cama. Lynn está al lado, mirando. Su habitación sigue siendo su habitación. No tiene ninguna otra utilidad. Sólo está ahí para decir: un día fui tu habitación.

—Yo no puedo dormirme tan pronto.

—¿Vas a ver la tele? —pregunta Lynn.

—Sí.

—¿Qué?

—Un programa de entrevistas.

—¿Ahora?

—Con Frank Elstner.

—¿Cuándo empieza?

—A las diez y veinte.

—Y ¿qué vas a hacer hasta entonces?

—Arreglar el salón.

—Pero si ya está arreglado.

—Bueno, si uno busca siempre encuentra algo.

—Buenas noches, madre.

—Buenas noches, Lynn.

Su madre baja la escalera mientras Lynn la sigue con la mirada y permanece así un rato, en silencio. Después deja la mochila en la cama, recién hecha, saca las cosas de aseo, va al baño de arriba, se limpia los dientes, se pone el pijama, los patucos: pijama rosa, patucos amarillo chillón. Lynn retira la colcha, se sienta, se queda así, sentada, sin hacer nada. Cuando va a meterse en la cama se para. Aguza el oído. Algo no cuadra en la habitación, no es como debiera, algo le molesta. ¿Un zumbido? ¿El tictac del despertador? No, no es un ruido de fuera, sino de dentro, anida en su oído y en su pecho, no lo conoce, y Lynn deja su habitación sola en la oscuridad y baja la escalera y evita los peldaños séptimo y décimo porque sabe que crujen, pero también cruje el decimosegundo, eso es nuevo, Lynn se detiene, pero su madre no ha oído nada, Lynn continúa, se arrodilla ante la puerta del salón, mira por el ojo de la cerradura, ve a su madre mirando la tele, ve los ojos de su madre, que no prestan atención a lo que ponen en la tele, Lynn enfila el pasillo y abre la puerta de la habitación de sus padres, que hace tiempo que no es la habitación de sus padres, sino tan sólo la de su madre, una habitación en la que sólo se duerme, Lynn no enciende la luz, no quiere ver que nada ha cambiado, le basta el olor, algo de agua de colonia, algo de polvo de la gruesa colcha y las cortinas de la ventana, algo de podredumbre, de la humedad que sube del sótano, Lynn tiene frío, piensa: quizá debiera haberme puesto el abrigo, pero ya es demasiado tarde. No quiere volver a subir, a pasar por delante del salón, a hacer crujir los peldaños.

Lynn se tumba en el suelo y se mete debajo de la cama. Estornuda. Sus párpados no se cierran. Y comienza la espera, las manos en el somier.