12

Quinto sábado.

—Chao —dice Lynn.

Chiara coge el dinero del armarito, vuelve con Lynn y le da un beso en la frente.

—¿Lo saben tus padres? —pregunta Lynn.

—¿El qué?

—Lo que haces.

—No.

—¿Tienes relación con ellos?

—Más o menos.

—¿Viven aquí, en la ciudad?

—A tres horas.

—¿Vas a verlos mucho?

—Dos veces al año.

—¿Y ellos a ti?

—Nunca.

—¿Cómo se llaman?

—Clemens y Greta.

—¿Y de apellido?

—Bartholdy.

Chiara no ha titubeado un segundo.

—¿Tienes hermanos? —quiere saber Lynn.

—No. ¿Y tú?

—No.

Silencio, breve.

—¿De verdad te llamas Chiara?

—Sí.

—¿Ya sabes cuándo lo dejarás?

Chiara se encoge de hombros.

—¿Haces de acompañante? —inquiere Lynn.

—¿Por qué me lo preguntas?

Lynn respira ruidosamente. Ahora sería el momento de lanzar la pregunta. La elude por última vez.

—¿Ves el armarito? —pregunta Lynn.

—¿Qué?

—Ahí delante, ese armario pequeño.

—¿Qué le pasa?

—¿Nunca te has preguntado cómo puede sostenerse si sólo tiene dos patas?

—Tiene cuatro.

—¿Las ves todas? ¿Las cuatro?

—No. Sólo las dos de delante.

—Entonces ¿cómo sabes que tiene cuatro patas, si sólo puedes ver dos?

—¿Quieres tomarme el pelo?

Nada más lejos de la intención de Lynn.

Ahora suelta su monólogo sobre las cosas. Lynn está en su sano juicio mientras habla. Las cosas, dice, tienen personalidad propia. La mitad siempre permanece oculta. La botella de agua con gas, el lapicero, la lámpara, de todas ellas sólo vemos la mitad, sólo por delante, por delante en diagonal, por arriba, pero nunca por completo, nunca enteras. Las verdaderas cosas, las cosas al completo siempre permanecen en la oscuridad. Somos seres limitados. Cuando cojo la botella para beber de ella, ¿cómo sé que tiene una parte trasera? Tan sólo me imagino la parte trasera. Me figuro que existe. Sencillamente, parto de la base de que existe. Lo hago como si lo supiera a ciencia cierta. Ni más ni menos.

—La experiencia —dice Chiara.

—¿Qué?

—Todo es cuestión de experiencia.

El domingo Lynn limpia por la mañana los bancos de la sauna; el lunes Heinz le dice que no puede seguir viéndola, una nueva, dice, los tiempos cambian; el martes tan sólo una rebanada de pan con mantequilla que cae al suelo junto a la cama, el huésped la recoge, en la verde moqueta se queda una rodaja de pepinillo, al cabo de un rato Lynn la coge y se la mete entre los dientes; el miércoles Lynn se mira la punta de los pies hasta que le lloran los ojos; el jueves su madre dice que está pensando en comprarse un gato, Lynn cuelga, sin más; el viernes le dice al terapeuta que hacía mucho que no se sentía tan bien con la esperanza de que Schlick le diga: en tal caso podemos concluir la terapia, pero no lo hace; el sábado yace en brazos de Chiara, los ojos cerrados, ha terminado, Lynn siente que la decisión de preguntarle por fin cala en ella.

—¿Tengo buen sabor? —pregunta Lynn.

—A jabón.

—Siempre me lavo antes.

—Sí, todo tu cuerpo sabe a jabón.

—Y ¿está bien?

—Muy bien.

—¿Hay clientes sucios? Quiero decir, ¿no te da asco a veces?

—No. Siempre tienen que lavarse antes.

—¿Lo exiges?

—Es lo mínimo.

Silencio, breve.

—Ha pasado algo —dice Lynn—. Conmigo. Nunca habría pensado, me refiero a que cuando tú estás aquí pues… Abrázame.

—Escucha, debo irme.

—Quédate un poco más.

—Tengo una cita.

—No vayas.

Chiara ya se ha vestido, suspira, consulta el reloj.

—Date prisa —dice.

Lynn no se lo piensa dos veces.

Es como si estuviera en una torre.

Se deja caer.

—Dos semanas —dice Lynn.

—¿De qué hablas?

—Te lo pago todo. Vamos allá: vacaciones. Sólo nosotras dos. Como si fuéramos amigas. Quiero conocerte.

Chiara calla.

—El vuelo es el próximo sábado. Tendríamos que estar en la estación a las ocho.

—¿Tienes ya los billetes? —pregunta Chiara.

—He ido a la agencia de viajes.

—¿A qué nombre?

—Bartholdy. Sólo tienes que traer el carné.

—Es que…

—No. No digas nada. Sólo piénsatelo.

Chiara asiente. No dice nada. Sólo:

—Chao.

—Chao.

La puerta se cierra con un suave clic.

Lynn siente una agitación desconocida. Al mismo tiempo está como paralizada. Ya el lunes siente la necesidad de hacer algo. Los encuentros con Heinz se han roto como una rama podrida. Lynn se salta la rutina y esa misma noche está bajo una cama, habitación 308. Esta última semana, piensa Lynn, esta última semana antes del viaje. Tira toda precaución por la borda: no hace falta decidirlo, no hace falta planearlo, sabe que pasará allí todos los días, todos los días bajo una cama distinta, los últimos días antes de las vacaciones. Así el sábado estará agotada y podrá dormir bien en el avión. Está debajo de la cama de un hombre joven. Todo en él es chic. Zapatos de marca, traje de marca, sombrero de marca, maleta de marca, sí, ni siquiera el cepillo de dientes es un cepillo cualquiera, sino un aparato plateado, eléctrico. Perfume caro, crema bronceadora, los calcetines son de seda, las dos cremalleras del maletín se unen en el centro, los zapatos, que se quita sentado en la cama, los deja bien juntos, en un abrir y cerrar de ojos encuentra la postura adecuada para dormirse, no necesita dar vueltas, no se oye el colchón, se mete en la cama y se tumba como ha de tumbarse para dormirse, Lynn no oye un solo ruido más, en toda la noche, ni ronquidos, ni chasquidos, ni siquiera una respiración superficial, es como si se hubiera parado una máquina, Lynn se asusta un tanto y se alegra cuando la noche termina.

El martes no llega nadie. Lynn espera largo rato bajo la cama. No puede dormir. La luna llena, tal vez. Lynn está muerta de cansancio. Cae en un estado de duermevela. Está acostumbrada a estar sola. La mayoría de las veces pasa allí tres horas sola, a veces incluso cuatro. Dormita. Tiene los ojos cerrados. Una vez, de pequeña, peinó el césped. Sacó el peine fuera, se arrodilló y comenzó a pasar el peine lenta y regularmente por las cortas briznas de hierba, separó las briznas y pasó así horas, nadie veía lo que hacía, pero a ella le resultó divertido. A veces, cuando está debajo de la cama, besa las lamas de madera que tiene sobre la nariz. Lynn no puede evitar seguir a sus pensamientos, seguir a los pensamientos, medita Lynn, como si los pensamientos tuviesen piernas y fuesen por delante de uno y uno pudiera ir tras ellos para ver qué hacen. Y sigue a sus pensamientos hasta la clínica en la que estuvo, seis meses, recuerda el curso de los días, que finalmente consiguió calmarla, la regularidad de las horas y las cosas que había que hacer, las reuniones sobre los ejercicios y la comida y la charla en grupo, incluso las noches en su habitación, que pasaba tan quieta y sola como la noche de ese día. Ahora sale de su escondrijo, enciende el televisor, vuelve bajo la cama, escucha los ruidos que salen de la pantalla: un coche, un portazo, pasos en una escalera. Cada imagen va acompañada de ruidos, piensa Lynn, como si los directores de cine no confiaran en los ojos de las personas. Ni siquiera son sonidos auténticos, sino artificiales, ruidos fabricados por editores de sonido, editores de sonido que ponen música a cada paso que da el actor, cada golpeteo, crujido, chasquido, hasta el trote de un caballo pueden imitar, para ello utilizan esas cosas tan curiosas que parecen castañuelas. Y en la película casi nunca reina el silencio. Igual que pasa con nosotros, piensa Lynn. Todos nosotros, piensa, somos meros editores de sonido.

El miércoles Lynn se muerde las uñas. Maldice que haya días libres. ¿Qué hay de libre en ese día?

El jueves se encuentra bajo la cama desde las siete. Se inquieta. A decir verdad dentro de media hora tendría que llamar a su madre. Desiste de ello. Sabe que su madre se preocupará, pero Lynn piensa: ya la llamaré cuando aterricemos. Lynn se encuentra debajo de la cama de un hombre que lleva un traje negro. Al limpiar ha encontrado un montón de paquetes de chicles. Ningún cigarrillo. El huésped llega pronto: ruido de papeles, un pitido cuando envía un e-mail y otro pitido cuando recibe un e-mail. Mientras, el hombre habla consigo mismo de vez en cuando. No conmigo, dice, no conmigo. Cuando suena el móvil, Lynn escucha la mitad de una conversación, principalmente cifras, quizá se trate de cotizaciones en bolsa, quizá de números de expedientes, en un momento dado el hombre sólo dice veinticuatro como respuesta a una pregunta, veinticuatro, dice el hombre, luego una pausa, luego trescientos once, ése podría ser el número de la habitación, pero también podría querer decir otra cosa, después pronuncia la palabra obsecuente, tan sólo esa palabra, y Lynn no sabe a ciencia cierta qué significa esa palabra, obsecuente, ni a qué pregunta podría responder esa palabra, los pies del hombre están descalzos, tiene las pantorrillas espinosas, en determinado momento se apoya sobre una sola pierna y se rasca con el empeine del pie derecho la pantorrilla izquierda, la planta está llena de callos amarillentos, y cuando el pie vuelve a asentarse en el suelo, Lynn ve una uña encarnada. El hombre cuelga y dice: Herbert, Herbert. Dice: buena la has hecho, Herbert. Lynn no sabe si se refiere a él mismo o a otra persona. Escucha un siseo, un gorgoteo, a continuación el hombre pronuncia la palabra catarup, una palabra cuyo significado Lynn desconoce, catarup, repite, y se sienta en la cama, tiene los talones enrojecidos y de piel fina, todo lo contrario que la planta del pie. El tapón de una botella cae a la moqueta, junto a la cama, el hombre extiende el brazo, recoge el tapón, lleva en todos los dedos de la mano un anillo, hasta en el pulgar, de pronto a Lynn se le pasa por la cabeza lanzar un ataque sorpresa y cogerle la mano al hombre sólo para oír el grito de espanto, pero se vuelve, mira el somier, se tranquiliza, respira lenta, silenciosamente.